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La historia solo ha contemplado la caballería como una orden militar destinada a librar
combates, demostrando no haber comprendido más que su forma exterior, esto es, el
cuerpo físico de la institución. En realidad, la Caballería era una organización muy
completa basada en el ternario que comprendía cuerpo, alma y espíritu.
Bajo un único aspecto, la Caballería era, pues, triple. Los historiadores no han retenido
más que el envoltorio acorazado. Este envoltorio tenía necesariamente el color propio
del medio en que se desarrollaba, es decir, la cristiandad. Es una ley natural. Pero el
cristianismo de entonces no es el actual y en todos los casos no ejercía aun más que una
acción muy relativa sobre la sociedad civil. No se pierda de vista que en el siglo XI la
Iglesia experimentaba grandes dificultades para contener el bandidaje de los tiempos
feudales. Europa era un lugar inmenso y poco seguro. La invasión de los bárbaros había
alterado profundamente sus costumbres. La autoridad eclesiástica imponía a los
poderosos barones la "Tregua de Dios", pero debía dar la parte a estos leones
desencadenados, permitiendo que durante tres días de la semana pudieran ejercer sus
nobles rapiñas. La masa no estaba, por otra parte, penetrada por el fermento teológico
de Roma y conservaba las costumbres, usos y creencias propias del paganismo.
Jesucristo no era más que un dios entre otros, superior sin duda a los dioses del Olimpo
a los que había vencido y destronado, pero incomprendido por los adeptos de la nueva
fé.
Es pues imposible admitir la Caballería como una creación realmente ortodoxa. Era,
más bien, una prolongación de las órdenes ecuestres griegas y latinas. Todo delata, por
lo demás, orígenes extranjeros a la religión que se extendía progresivamente sobre el
país. Lo presente no está hecho más que del pasado, de la misma forma que el porvenir
se compone del pasado y del presente. No se crea un mundo sólo con una varita
mágica. Las cosas evolucionan lentamente y se suceden por filiación. Luego, con el
correr de los siglos, cambian de rostro. Las generaciones actuales ya no se parecen más
a las generaciones primitivas que las engendran.
Este trabajo de transformación que escapa, a menudo, a la historia, debe ser analizado
por la Filosofía. En este terreno una pléyade de escritores decepcionados por el artificio
de las opiniones convencionales que han prevalecido hasta nuestros días, han
consagrado su labor, estudiando el trasfondo de las historias, investigando en las ruinas,
removiendo el polvo acumulado durante siglos, han exhumado, para sorpresa de los
Pontífices, una Caballería completamente diferente de aquella de la Tradición.
Estos autores, Ugo Fuscolo, Gabriele Rosetti, E.J. Delécluze, ("Dante Alighiéri: la vie
nouvelle"), Philarète Chasles ("Galileo Galilei, su vida, su proceso"), Eugene Aroux
("La Comedie de Dante", "Dante herético", "Clave de la comedia anti-católica de
Dante Alighiéri") e incluso Antony Rhéal, a los cuales conviene asociar Grasset
d'Orcet, han arrojado las más vivas luces sobre este punto oscuro de la vida medieval, y
a su claridad nos será permitido restituir la fisonomía real de la orden caballeresca, de
sus paladines, sus trovadores, sus gestos, cantos, y relatos legendarios que constituyen
el Ciclo del Graal.
El amor no es siempre una virtud, y se ha dicho de nuestros caballeros que eran gentes
virtuosas. Que se nos expliquen las articulaciones infamantes de las que las recursos de
amor han hecho estado y que se les concilie, si ello es posible, con el honor conyugal.
Estos hombres de hierro a quienes nada se resistía, ?hacían en este punto buen mercado
de sangre de una raza de la que se mostraban tan celosos y abandonaban sus lechos a
las peores aventuras?
Pero ?alcanzo nuestras regiones solo por esta vía? ?No existía ya entre nosotros un
núcleo ardiente del mismo culto?
Grasset d'Orcet, la perspicaz esfinge que ha resuelto el enigma del Sueño de Polifilo,
nos da la explicación de un texto esteganográfico cuyo sentido había desafiado hasta
entonces la sagacidad de los mejores criptógrafos. "El druida no rinde culto más que al
verdadero y único amor. Es la clave que abre a las almas el cielo y el rey del mundo.
Es el maestro que hizo el sol al cielo y domina como verdadero único señor. El
Francmasón tiene por principio universal la Niebla de la que surge el Principio de la
Verdad reinando en solitario".
"Se notará en este texto -dice Grasset d'Orcet- la palabra "nephes" (que traduce por
bruma tal como lo quiere el griego). Es el nombre de dos célebres poemas, los
Niebelungen y los Nubarrones de Aristófanes. La Bruma o lo Desconocido, principio
universal, era, en efecto, el gran dios de la franc-masonería griega tanto como de la
moderna, la nube que acogía Ixion y que los griegos llamaban gryphé de brumas, con
una cabeza de buey como hieroglifo. Vamos a ver, por lo demás, que esta profesión de
fe, que los franc-masones decían tener de los druidas, era exactamente conforme a la
de Platón". Platón decía que el amor es el Dios más antiguo del mundo.
Grasset d'Orcet ?se complacía en un error necesario para su atrevida tesis? Los franc-
masones contemporáneos que se jactan de detentar las verdaderas tradiciones, pensarían
de manera diferente? Cedámosles la palabra: "Mostrémonos dignos -escribía el F.?.
Bailleul, en un discurso pronunciado en el G.?.O.?. el 19 de octubre de 1847- de ser los
continuadores de esta venerable institución a través de tantos siglos, desde la misión
mística de nuestro hermano Platón".
"Que el Espíritu Santo, amor divino que nos ha sido soplado por Diotima -dice- nos
aclare la inteligencia".
Es cierto que todas las fuentes que proceden más o menos de algunas camarillas pueden
parecer sospechosas o interesadas. ?Las rechazará la historia oficial?
Grasset d'Orcet, que parece haber removido montañas de libros desde este punto de
vista, nos asegura "que el número de obras que tratan sobre la antigua masonería es
prodigioso y no solo prodigioso por la variedad de las formas, sino que incluso hasta
la orden de los jesuitas aportó su contingente, e incluso uno de sus análisis más
completos, es la obra del jesuita (Villalpando) sobre el Templo de Salomón".
Pero esta cosa -la Coupa Santa que cantan aun nuestros felibres albigenses y caballeros
del Graal sin saberlo, es el vaso pagano del fuego sagrado. Camile Duteil, antiguo
conservador del Louvre, sección egiptológica, sin sospechar que había encontrado el
Graal de la Tabla Redonda, nos revela en la página 143 de su inestimable "Diccionario
de Hieróglifos" que los egipcios llamaban gradal a un vaso en terracota en el cual se
conservaba el fuego en los templos. El provenzal, sobre todo el languedoquiano
montañés, menos corrompido, llama grasal un cierto vaso. A propósito de esto cabe
recordar que los caballeros continuadores de los ritos egipcios hablaban y escribían en
provenzal. Esta palabra ha pasado a la lengua de los trovadores. El gardal, en escritura
hieroglífica, añade este autor, expresa la idea del fuego (el continente por el
contenido). Serapis llevaba el gardal sobre la cabeza. Las vírgenes consagradas de
los templos de Menfis colocaban el gardal sobre el altar de Ptha, como el emblema
del fuego eterno que perpetúa la vida en el universo. El Igne Natura Renovatur Integra
de los Rosa Cruces, en nuestra opinión, es una traducción fonética de este símbolo, que
la caballería guardaba cuidadosamente bajo la vela. Todos los antiguos veneraban esta
figura. El Templo de Vesta en Roma fue una de las últimas expresiones. Pero ?podría
afirmarse que la alegoría ha desaparecido completamente? La lámpara que arde
perpetuamente ante el Santo Sacramento en los santuarios católicos es un recuerdo del
gardal egipcio y no es único. Un día demostraremos que el catolicismo es la única
religión que ha conservado en la liturgia la verdadera tradición de los mistagogos
orientales.
El autor de este trabajo propio de un benedictino sacrifica una parte de su fortuna y toda
su existencia para hacer prevalecer históricamente en la iglesia y las universidades el
hecho patente e irrefutable de que Dante fue un hierofante de la Massenie caballeresca
y el fundador de la Masonería moderna. Esta opinión es aceptable al menos en sus
grandes líneas, pues el fondo hermético de la institución caballeresca ha escapado a las
investigaciones de Eugène Aroux, insuficientemente instruido en las cosas de lo oculto.
"Había realmente -dice- en la civilización del mediodía como en la del norte, menos
avanzada, y no podía haber más que una sola caballería. Era puramente feudal y en
absoluto amorosa. La de los Tristán, los Lancelot du Lac, Amadis, Galaor, no ha
existido más que en las novelas y en las asambleas secretas de la Massenie albigense".
Esta tradición de buenos caballeros errantes y amorosos dispuestos a romper una lanza
para el triunfo del honor y del buen derecho no reposaría más que sobre una ficción
mistagógica y no habría tenido vigor más que en reducidos subterráneos, numerosos en
verdad, pero muy distante de las altas mansiones y fieros castillos colgados sobre las
cimas muy elevadas? Eugene Aroux cae aquí en un lamentable error. Confunde nobleza
y caballería. Las dos cosas pueden combinarse, pero no son de la misma naturaleza.
Cuando nos habla de una caballería feudal y de un caballería amorosa muestra una
inconsecuencia singular en un hombre tan advertido.
Aroux se equivoca. No hay más que una caballería; la de los misterios. Todos los
nobles, incluso los más grandes feudatarios no eran admitidos. El título de caballero era
buscado como el mayor honor que haya podido obtener un hombre sobre la tierra y se
le consideraba la coronación de la nobleza. Esta dignidad era incluso negada a los
reyes. Algunos monarcas la adquirieron, ciertamente, en una época de decadencia
donde la caballería no era más que una palabra hueca, cuyo sentido se había perdido.
Fue a este título profano como Napoleón o Luis XVIII pudieron ser recibidos como
masones.
Era preciso para una obra tan considerable una leva más poderosa que la fuerza del
clero sobre los elementos temporales. No negamos absolutamente a la Iglesia romana
una acción moral que sería injusto negar. Pero la caballería, aunque se haya
desarrollado bajo su patronazgo, era algo más que un hábil maquillaje, un señuelo de la
potencia de los papas.
Para comprender lo que la Iglesia oficial era, basta leer la horrible pintura que traza
Pierre Damien. Jamás se vio semejante estructura de podredumbre. ?Es posible
considerar a un clero envilecido hasta ese punto como instigador del movimiento
caballeresco?
Una objeción se plantea: en sus buenos tiempos la caballería no era hereditaria mientras
que la nobleza de raza si lo era. Este rasgo distintivo muestra que la caballería
consagraba una evolución moral completamente personalizada. Aroux estaba en este
punto equivocado y lo que ha creado este malentendido en su espíritu deriva de la
consideración de un hecho puramente administrativo: había en la nobleza una
organización militar ecuestre, ya que se combatía entonces a caballo. Pero estos
caballeros eran gentes de a caballo que llevaban la espada de la fuerza y no la de la
lealtad. Nunca la historia probará que los caballeros hayan sido armados caballeros por
una investidura regular. El título de caballero, causa de este error, es una pura
homofonía sin consecuencias extraída de la palabra caballo. La caballería legendaria
exigía un período de prueba muy fuerte.
Por nuestra parte rechazamos reconocer vínculos de familia con la caballería; ésta
ocupaba el piso superior a la herejía asumida por el pueblo y dirigida por un sacerdocio
de la misma condición. En lugar de los trovadores portadores de buenas palabras, los
mandantes tenían buhoneros, mercaderes, peregrinos y saltimbanquis. Esto se
desprende necesariamente de la influencia regeneradora de la casta superior, pero
aunque profesaran íntimamente la misma doctrina, lo hacían de manera diferente.