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Los postulados de Dworkin indican que la normativa jurídica deviene de marcos axiológicos
previos (valores y principios) que, finalmente, desenvuelven un listado de prioridades
axiológicas que, mediante la socialización, van conformando institucionalidad y, al mismo
tiempo, se van interiorizando. Dworkin así libra una lucha en contra del reino de lo positivo.
Se podría añadir que la postura principialista de otorgar un carácter inteligible y
comprensivo a la ley termina por justificar el contexto de su aplicación y, como es de
carácter moral, sus consecuencias. Para Dworkin en su texto Los derechos en serio, los
principios son pautas extrajurídicas que no dañan finalmente la interpretación jurídica, sino
que le otorgan sentido.
En torno a esta idea, una buena crianza liberal nos enseñará que nuestros derechos y
libertades llegan hasta donde llegan los derechos y libertades de nuestros iguales,
proponiendo una nueva versión de la regla de oro: no violes a los demás los derechos
que no quisieras te fueran violados (Fioravanti, p. 38).
Beuchot ha revisado las diversas posturas existentes en la actualidad acerca de los derechos
humanos, desde las filosofías analíticas hasta las teorías con enfoque específicamente
latinoamericano, y una de las ideas que más destaca es que el trabajo de Ronald Dworkin
es uno de los más razonables en este terreno. El compromiso naturalista que este expresa
está a favor de una conexión fuerte entre derecho y moral. Lo interesante del
planteamiento de Beuchot es que, si bien considera relevantes las ideas impartidas por los
partidarios de los derechos morales y por la ética discursiva de la filósofa española Adela
Cortina, suscribe que antes que el diálogo están los derechos como fundamento de toda
posibilidad discursiva.
Un dato que hay que resaltar es que la noción de derechos humanos ha tenido expresiones
análogas en la antigüedad y que merecen mención, esto es, las ideas de tolerancia, de
naturaleza humana y de fundamentación. Tales nociones están detrás de la universalidad
que se persigue en toda postura ética. El problema que existe en el trasfondo, y que no hay
que soslayar, es el de la tolerancia: figura primigenia de los derechos humanos. Para el
filósofo mexicano la tolerancia radical es antinómica y se puede confundir con la
complicidad más nefasta: la indiferencia y cobardía. Es el típico discurso de no quitarle
atención al denominado mal menor a la hora de hacer una reflexión sobre los derechos
humanos. En ese sentido manifiesta una postura claramente antiliberal al estar en contra
de la tolerancia absoluta. piensa en concreto en que la legalización de las drogas derivada
en una virtud de la tolerancia que puede ser perniciosa, apela al análisis histórico y filosófico
de casos de esa índole. En el fondo, considera que la tolerancia abierta a sus extremos no
es más que una manifestación de los intereses morales del utilitarismo. Niega la relación
entre tolerar e imponer.
Ahora bien, ¿cómo fundamentar filosóficamente los derechos humanos al estilo de
Beuchot? Para hacer un ejercicio reflexivo basta considerar en perspectiva los siguientes
paradigmas filosóficos:
1. La tradición iusnaturalista
2. La semiótica de Pierce, Kipke y Putnam
3. Los derechos morales de Dworkin.
Beuchot acepta la noción de clases naturales para fundamentar los derechos humanos e
indica que, a diferencia del iusnaturalismo moderno, su postura (iusnaturalismo icónico)
concuerda en que las clases naturales son mutables, vale decir, somos distintos unos de
otros y estamos en constante cambio, pero debemos tener parámetros básicos de respeto
y convivencia. Esto sirve para argumentar en contra de las posturas que abogan por un
etnocentrismo o chovinismo epistémico, pues bajo esta perspectiva no existe superioridad
ontológica de un sector sobre otros. Así pues, está en contra también de los postulados
clásicos rayanos en lo monolítico o monádico. la clave está en que el ser humano es capaz
de efectuar un ejercicio de interpretación de metáforas, ejercicio hermenéutico que le
permite aceptar mínimos morales.