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ESTEFANIA
LA FORASTERA
Colección
BISONTE SERIE ROIA n.° 1.654 Publicación semanal
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS - MEXICO
ULTIMAS OBRAS DEL MISMO AUTOR PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL
ISBN 84-02-02508-0
Depósito legal: B. 24.718 • 1979
Impreso en España - Printed in Spain
3.“ edición: septiembre, 1979
(£) Francisco Bruguera • 1965
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. Parets del Vallés (N-152, Km
21,650) Barcelona – 1979
CAPITULO PRIMERO
—Aquí tienes, Tom. Los quinientos sesenta dólares que has pedido por ese local. Todo lo
que hay en él está incluido en esta cantidad. Creo que hemos engañado a la forastera.
No habrías hallado quien te diera la mitad.
—No es que diga que sea barato, pero ella tenía interés en adquirirlo.
—De acuerdo. Pero sabemos que pudo hacerlo por menos de la mitad. Y ya no hay
remedio. Aquí está el dinero. Has de firmar estos papeles.
—Firmaré lo que quieras. Es un local muy amplio. Y la vivienda, de dos plantas, está bien.
—No debes tratar de convencerme. Te han pagado lo que pediste. Todo lo que digas
ahora está de más.
El llamado Tom firmó los papeles que el abogado puso ante él.
Contó el dinero y expresó su satisfacción con una sonrisa.
—¡Tenía ganas de marchar de aquí! —exclamó—. Ahora podré hacerlo.
—Si te hubieran ofrecido doscientos solamente, lo habrías dado también.
—Sin embargo, no está mal —dijo Tom.
—Para ti —observó el abogado riendo.
—Ella ganará dinero. Es muy hermosa. Vendrán los clientes que no aparecían por aquí.
¡Ya lo verás!
—Es posible —dijo el abogado, recogiendo los documentos firmados.
Salió del saloon casi desierto y marchó al hotel.
El dueño del mismo, Sunny Jim, inquirió:
—¿Lo ha vendido?
—Desde luego. Y en un buen precio.
—Toda la ciudad comenta que es un robo. Han engañado ustedes a esa muchacha.
—He pedido lo que Tom dijo que quería.
—Vemos, abogado, que nos conocemos —dijo Sunny riendo.
No se dio el abogado por aludido y marchó al comedor del hotel donde había visto que
se hallaba la compradora del saloon.
Ella le miró con naturalidad y, sin dejar de comer, exclamó:
—¿Vendió?
—En efecto. Ya es suyo.
—Gracias. Sé que me han estafado, pero era un precio qui me pareció normal. No es
culpa de ustedes, por tanto. El abogado estaba violento.
—No crea que es una estafa. El local vale...
—Ya le he dicho que no debe considerarse responsable. Me ha parecido bien y he
pagado. ¿Tiene los documentos firmados?
—Aquí los traigo.
Colocó el abogado los papeles sobre la mesa.
La joven los cogió después de revisarlos uno por uno.
—¡De acuerdo! —exclamó—. Lo ha hecho usted bien.
Gracias.
—Tendrá que darme - cien dólares —dilo el abobado. —Supongo que el vendedor le
habrá dado su comisión. Debe considerarse satisfecho. Le entregué a usted veinte
dólares, creo que es suficiente.
—¡Tendrá que darme cien dólares! —gritó el abogado. —Por favor, no grite. Y no insista.
No pienso darle un centavo más.
—Será reclamada esa cantidad por medio del juzgado. —Me ha sacado usted
setecientos dólares. ¿Cuánto le ha pagado a él?
—He tenido que realizar gastos y...
—No insista. Y déjeme en paz. Ya me han robado bastante.
—Usted estaba de acuerdo con la cantidad...
—Paro no con este nuevo atraco —dijo ella, sonriendo. —Le advierto que no es
conveniente para vivir aquí, enfrentarse conmigo...
La joven hizo señas al camarero y, cuando se acercó éste, dijo:
—¿Quiere hacer el favor de rogar a este caballero que no me moleste?
El abogado salió hecho una fiera. Pero antes de marchar le gritó:
—¡Ha hecho una mala compra...! ¡Este local no estará muy concurrido!
Ella sonreía sin pronunciar una palabra.
Los comensales la miraban intrigados.
Estaba terminando el postre cuando entró el sheriff, que dijo al acercarse:
—Debe perdonar... Pero se me ha denunciado que se negó a pagar al abogado Fred
Teal, sus honorarios por un trabajo que ha realizado para usted.
—¿Quiere mostrar el documento firmado por mí en que me haya comprometido a
dejar se me robe en esa cuantía?
El sheriff, desconcertado, veía las sonrisas de los oyentes.
—Se ha presentado en mi oficina una denuncia y...
—Ha debido presentar esa denuncia ante el juez, y éste, si entendía que es justa la
reclamación, pediría a usted que viniera a verme. Es extraño que haya cometido él esta
torpeza y más sorprendente aún que usted le haga el juego. Debe presentar pruebas de
lo que dice. En cambio, aquí tengo unos documentos en que se habla de quinientos
sesenta dólares, y yo conservo el recibo firmado por ese abogado, en que me reclamó
setecientos para la compra. ¿Qué pasó con la diferencia de ciento cuarenta? ¿Quiere ver
el documento de compra? Aquí le tengo. Como ve, dice muy claro que se ha vendido en
la cifra indicada por mí. ¿Qué pasó con la diferencia hasta los setecientos?
No era malo el sheriff y comprendía que el abogado le había metido en un mal
asunto.
Quedó silencioso unos segundos.
—Creo que tiene razón —dijo al fin—. No he debido atender al abogado. Debe
perdonarme...
—¿Permite estrechar mi mano, sheriff? Confieso que había formado un criterio
equivocado de usted —declaró la joven, tendiendo su mano.
—¡Encamado! —exclamó el sheriff.
Cuando iba a su oficina, estaba disgustado por haber hecho el ridículo en los primeros
momentos.
El abogado estaba esperando en la oficina del sheriff.
—¿Qué ha dicho? —preguntó al verle entrar.
—¿Por qué cobró usted ciento cuarenta dólares más de lo que Tom pidió?
—Yo ofrecí el saloon a la joven. Di un precio que aceptó. Y Tom aceptó lo que a mi vez
ofrecí. No es delito alguno.
—Pero no se le puede querer cobrar cien dólares más...
—Es distinto. Esos son mis honorarios.
—Pues no creo que esté dispuesta a pagar. Me ha dicho y, con razón, que muestre el
compromiso por parte de ella para pagar esa cifra.
—Yo le obligaré a pagar. Y de no hacerlo, se va a arrepentir.
—No cuente con mi ayuda para ello.
—Cuando tenga jaleos en su local, lo pensará mejor.
Miró el sheriff al abogado y exclamó:
—Cuando esos jaleos se produzcan, tendré a un abogado de huésped en esas celdas —y
señaló—. Y palabra que será un espectáculo verle así.
—Lo que reclamo me pertenece...
—No perdamos más tiempo, abogado. Reclame como quiera, pero no molesten a esa
muchacha...
—Ya comprendo. Es muy bonita y...
—¡Fuera de aquí si no quiere que le encierre!
El abogado no se hizo repetir la orden y salió en el acto.
Pero a los pocos minutos entraba en el saloon de un amigo.
Este, considerando que iba a suponer una dura competencia la belleza de esa joven, le
dijo que los muchachos se encargarían de hacer comprender a la forastera que
Tombstone no era ciudad para ella.
El abogado sonreía complacido.
La joven de que estaban hablando salió del hotel y fue a visitar al juez, al que dio cuenta
de lo que sucedía con el abogado.
El juez mandó llamar a Tom y, con el recibo que el abogado firmó a la joven por
setecientos dólares, especificando en el mismo que era el precio del local a adquirir en
nombre de ella, el juez ordenó que buscaran al abogado.
Ajeno a los motivos de esta llamada, acudió éste a la oficina del juez.
—Usted ha representado a una forastera en la compra de un local, ¿no es así?
—En efecto —respondió, preocupado.
—Ella le dijo el local que le interesaba, ¿no es asi?
—Sí.
—Y usted le dijo el precio que pedían. ¿Exacto?
—Desde luego.
—Sin embargo, siendo representante, como abogado, de esa dama, le cobró ciento
cuarenta dólares de más.
—Verá...
—Deje que termine de hablar. ¿Es cierto que cobró esa cantidad?
—Sí, pero, yo servía de intermediario. Di un precio y lo conseguí en otro.
—No. Usted representaba a esa forastera. Y lo afirma, el hecho de reclamar más tarde
sus honorarios como abogado.
—Es que...
—Si era su abogado, y se sirvió de la confianza depositada en usted para engañar a su
cliente, le voy a desautorizar para el ejercicio de la profesión en esta ciudad y propondré
a Phoenix la inhabilitación para todo el Territorio. Usted era su abogado, ya que le cobró
como tal veinte dólares para atender a los gastos... Así que lo siento, Teal. Queda
inhabilitado para actuar como abogado en Tombstone.
—No lo ha enfocado bien, honorable juez...
—Lo siento, Teal. Tengo trabajo. Daré cuenta a la ciudad que no puede ejercer de
abogado.
—Devolveré esa diferencia, pero no me haga esto.
Pero el juez le hizo salir sin atender su ruego.
Mandó llamar el juez al sheriff y al alcalde, a quienes dio cuenta de la inhabilitación de
Teal como abogado en la ciudad.
Teal estaba en el local del amigo.
No dijo nada de lo ocurrido, porque consideraba que el juez había hablado así para
asustarle.
Pero, una hora más tarde, entraron clientes en el saloon, que hablaron de lo que el
sheriff y el alcalde estaban diciendo.
El dueño miró al abogado.
—Le he advertido muchas veces que no jugara con el juez.
—No puede hacerme esto. Reclamaré en Phoenix.
—Mientras él siga de juez, no le dejará actuar de abogado. Por lo sucedido se advierte
que lo que reclamaba a esa muchacha no era justo.
—¡Se va a acordar de mí esa aventurera!
—De momento es usted el que se va a acordar de ella —dijo el dueño—. Parece que ha
sabido moverse.
—¡Esta injusticia no puede prosperar! —exclamó el abogado—. Haré la reclamación en
debida forma.
Sin embargo, se comentó mucho en la ciudad lo sucedido.
El juez hizo comparecer al sheriff para que suscribiera una declaración en la que
hiciera constar lo que el abogado le dijo coa relación a la muchacha.
También mandó declarar a los que habían oído las amenazas del abogado a la forastera
al negarse' a dar los cien dólares que pedía por concepto de honorarios.
Trataba el juez de demostrar con todo esto que Teal se consideraba el abogado de la
joven en el asunto de la compra del local.
Los documentos fueron entregados por Florence, como se llamaba la forastera, al juez.
Tom preparaba sus cosas para salir de la ciudad cuando fue llamado por el juez, que le
hizo declarar haber ofrecido solamente la cantidad pagada y ninguna prima al abogado,
ya que supuso no sería aceptada por éste por representar legalmente a la compradora.
Teal salió de la población para ir al rancho de un amigo.
Una vez allí no le ocultó lo que pasaba.
—¿Por qué reclamaste esos cien dólares más?
—Tendrá que pagarlos. Mis honorarios los fijo yo.
—Cuidado con Perkins. No conviene te impidan trabajar de abogado. Lo que debes
hacer es ir a pedirle perdón.
—Nada de eso. Voy a marchar a Phoenix. Ya verás cómo se arregla allí. Es un absurdo
lo que ha hecho. Perkins tendrá que arrepentirse.
Hablaba el abogado con tanta seguridad que el ganadero terminó por encogerse de
hombros.
—Tú sabrás lo que haces, pero nos haces falta para lo de la Asociación. Ten en cuenta
que, siendo ciudad abierta, es interesante tener en nuestras manos una asociación que
controle precios y el ganado que entre en Tombstone.
—Primero he de enseñar a Perkins que conozco la ley. ¡Es interesante hacerlo así!
—Repito que tú sabrás lo que haces.
El abogado habló durante unos minutos, y el ganadero profano en asuntos de leyes,
quedó convencido.
—Por lo que me han dicho, sería conveniente que consiguieras, ya que vas a Phoenix,
que sacaran a Perkins de aquí. Nos haría falta una persona adicta.
—No temas. Lo de la asociación se hará de un modo tan legal que es preferible tener
de juez a una persona como
Perkins. Están seguros de que un hombre así no se puede poner de acuerdo con algo que
vaya contra la ley.
—Es que hay algunos ganaderos y jefes de equipo que no admitirán de una manera
voluntaria lo de la asociación.
—Es lo que le dará más carácter. Si todos acceden, puede sor sospechoso, pero si se
deja que haya discrepantes, eso le dará una sensación de veracidad y eficacia mucho
mayor que no habiendo disconformes.
—Ahora lo que tienes que arreglar es tu asunto. Habíanles pensado proponerte para
juez. Si estás inhabilitado no se podrá dar tu nombre como candidato.
—No te preocupes. Lo mío se arreglará pronto. Y cuando esa forastera abra el local,
debe ser tratada bien por los muchachos. ¿Comprendes? —añadió el abogado riendo.
—Debes estar tranquilo. Todo se hará así.
Teal regresó a la ciudad.
Estuvo en su despacho algún tiempo, atendiendo asuntos que tenía pendientes, hasta
que fue la hora de visitar a otros amigos.
Marcharía al día siguiente a Phoenix.
Esos amigos a quienes tenía que visitar se dedicaban a asuntos mineros. En esto, Teal
era una verdadera autoridad.
Eran pocos, muy pocos, en la ciudad, los que sabían que Teal era, en realidad, quien
dirigía un grupo de mineros, que aparentemente eran enemigos y competidores.
Su atención a los ganaderos no era más que una cortina de humo para ocultar lo que
en verdad le interesaba y daba dinero.
Aunque era dinero del que no se podía considerar satisfecho.
Las compras de minas no era más que una expoliación, precedida casi siempre del
crimen. Pero los muertos o desaparecidos, habían vendido sus propiedades antes de
marchar o morir.
CAPITULO II
Las obras que se realizaban en el local adquirido por Florence, sorprendían a los
curiosos que pudieron verla o informarse.
Teal regresó de Phoenix sin haber conseguido lo que pretendía con ese viaje.
Su regreso fue, por tanto, motivo de comentarios entre los amigos.
Los ganaderos íntimos del abogado se sorprendieron de este fracaso, ya que
consideraban a Teal como muy bien relacionado en la capital.
No les engañó el que Teal afirmara que no le preocupaba ejercer de abogado, ya que el
trabajo que iba a tener en la asociación necesitaría de su tiempo. Y añadió que seguiría
aconsejando a los mineros que acudieran a él.
Sunny Jim, dueño del hotel en que estaba hospedado, así como Florence, expresó su
sorpresa abiertamente ante él.
—Esperábamos que Perkins fuera derrotado —dijo.
—No he tenido verdadero interés —añadió Teal.
Y dio la explicación conocida de que iba a necesitar estar pendiente de la asociación.
—Pero ¿se forma al fin esa asociación? —preguntó Sunny.
—Muy pronto estará formada —respondió.
—Sin embargo, sería preferible un abogado en ejercicio que un letrado al que se
inhabilita. Decían que iba a conseguir que quedara sin efecto.
—¡Bah! ¡Es lo mismo!
Pero no convencía a nadie.
No obstante, a los pocos días de regresar de la capital, se presentó un nuevo editor y
periodista. Compró al que había su imprenta y la propiedad del título del diario.
También se instaló en el hotel este nuevo propietario del periódico.
Y a los cuatro días se había hecho amigo de Teal.
Seguían los trabajos en el local adquirido por Florence.
No se habían vuelto a saludar Teal y ella.
Simón, el periodista, afirmaba que lo que en verdad le interesaba era vender
periódicos y a ser posible conseguir anuncios, que era lo más importante en su negocio.
Florence, por su belleza, era admirada por gran parte de la población masculina. Y uno
de sus admiradores era Simón.
Supo entablar conversación con ella y trató de averiguar qué finalidad iba a dar a ese
local.
Florence se mantuvo en una posición ambigua. No aclaraba nada.
Lo que si afirmó a Simón era que no sería un saloon típico como había muchos en la
ciudad.
—He visto —dijo al fin a Simón— que no hay en la ciudad un verdadero restaurante,
donde se sirvan comidas bien condimentadas y por las tardes puedan reunirse a tomar el
té familias o amigos. Es lo que quiero montar en ese local.
Dio cuenta más tarde a Teal de estos propósitos de la muchacha.
Información que disgustó al abogado. Habría preferido se tratara de un saloon más.
Así su venganza sería mayor. Y se encargarían los vaqueros de los ranchos amigos de
hacerlo.
Pero no era lo mismo un restaurante y una sala de té.
Y una de las cosas que más ansiaba era vengarse de ella.
Florence, por su parte, buscaba colaboradores. Pero desconocía la ciudad.
Desde su visita a Perkins, había hecho alguna amistad con él. Y consultó con el juez.
Fue quien envió a una viuda, de unos treinta y tantos años, para que le ayudara, que
dijo poder hacerse cargo de la cocina, aunque necesitara ayudantes para las tareas más
pesadas.
La misma viuda recomendó a algunas muchachas conocidas para que les ayudaran en
el servicio a los clientes.
En la distribución de las mesas, Florence pudo comprobar que podría instalar hasta
treinta.
Las mesas, ya encargadas, iban llegando al local a medida que se terminaban.
Cuatro eran las muchachas que la viuda consiguió aceptaran el trabajo con ellas.
Florence se encargaría de la caja.
El local iba siendo acondicionado con sencillez y buen gusto.
Pequeños detalles poco costosos lo hacían acogedor.
Las cortinas y los manteles eran alegres, no chillones.
Y el día, que al fin llegó, de la inauguración, no había una sola silla desocupada.
La viuda comprendió que necesitaría más ayuda en la cocina.
Decidieron que el menú cambiara cada día de la semana.
Uno de los comensales fue Teal, que iba decidido a desacreditar el local desde el primer
momento, pero no se atrevió ante los comentarios elogiosos que escuchara.
Florence vestía con más sencillez aún que hasta entonces.
La campaña que Teal había estado haciendo, por suponer que era un saloon lo que
montaría, cayó ante la realidad.
Pero seguía diciendo que era una aventurera, qué nadie sabía de dónde procedía.
Simón sentóse ante una mesa muy próxima a Florence.
No dejó de mirar a la muchacha durante todo el tiempo que estuvo comiendo. Ella, en
cambio, no le miró ni una sola vez.
En la inauguración se dieron cita las personas más importantes de la ciudad.
Florence, desde la atalaya de su mesa, observaba a todos con aparente indiferencia.
Toda petición de comida pasaba por ella y se comprobaba por la dueña, antes de ser
servida al cliente.
De este modo se fiscalizaba sin error el importe que debía ingresar en caja.
Los pedidos eran comprobados con una señal que hacía Florence y que suponían una
orden para la cocina.
La recaudación del primer día no podía ser más halagüeña, pero la muchacha comentó
que con la cuarta parte, como media al mes, era más que suficiente para amortizar los
gastos y hacer ahorros.
Los ganaderos, vaqueros y jefes de equipos que llegaban a la ciudad con manadas, eran
los más decididos y audaces para piropear a Florence.
Ella, sonreía a todos con amabilidad y agradecía sus frases.
También el juez Perkins estuvo en la inauguración. Ya estaba en los cincuenta o muy
cerca de ellos y bromeó con la dueña.
—Creo que vas a ganar en poco tiempo lo que pagaste... —dijo al despedirse.
—No crea que será siempre así. Hoy han venido por curiosidad.
—Pero no debes olvidar que en esta población entran a diario decenas da forasteros —
observó el juez—. Esos serán tus futuros clientes.
Simón salió al fin con el periódico.
Perkins lo estuvo leyendo mientras comía en el local de Flo. Lo hacía con gran atención.
También Flo —como dijo que le llamaban los amigos— leyó el periódico y al comentarlo
con Perkins, le dijo:
—¡Buen granuja! Va a estar al lado de todo el que se halle al margen de la ley. Confiesa
con cinismo que hacer dinero es lo único que le interesa y en el periodismo nada es
obstáculo para ello.
—Veo que te has dado perfecta cuenta da la realidad.
—Y se ha hecho muy amigo de Teal.
—¿Crees que se han hecho amigos aquí? Yo diría que ya ¡o eran antes.
Flo miró sorprendida al juez.
—¿Cree que ha venido da acuerdo con él?
—Sí. El viaje de Teal a la capital ha sido la causa de la llegada de este nuevo editor. Y ha
pagado bien al anterior. Querrán resarcirse de ello.
—Es muy posible que sea verdad lo que teme.
—Me agrada observar... —añadió Perkins.
Pero al día siguiente de esta conversación, el juez mandó llamar a Simón.
Este acudió solícito.
—He leído el primer número de su diario —dijo Perkins—. Veo que confiesa lo que será
su única preocupación.
Y si le he llamado, ha sido para advertirle que debe tener cuidado en ciertas
circunstancias y en determinados asuntos. Estamos en zona, minera y ganadera. No me
agradaría que hablara de minas y menos de acciones, que no se podrán imprimir sin
ciertos requisitos que ha de conocer.
—Honorable juez Perkins —dijo Simón, sonriendo—, no soy un filántropo. Es decir, no
he comprado un periódico para perder dinero en él. Todo lo que para mí suponga
beneficio será publicado. Y debe tener en cuenta que la libertad de la Prensa es
inviolable. Publicaré a tanto la línea, lo que me paguen.
—En ese caso, confío en que cada noticia irá firmada.
—Veo que conoce poco de Prensa, honorable juez.
—En cambio es posible se sorprenda de cómo conozco la ley —dijo Perkins
sonriendo—. Y en lo que haga referencia a minas o acciones, procure que las noticias que
publique se puedan comprobar. La gente de esta tierra es dura. Les llaman de frontera...
y no se refieren a un sentido geográfico precisamente, sino al carácter de aquellos hom-
bres duros que fueron avanzando hasta colonizar, frente a enormes dificultades, todo el
Oeste. Yo soy de aquí... y conozco a mis paisanos. Si una noticia sobra minas fuera ten-
denciosa y parcial y lo comprueban, lo sentiré por usted...
Y si hablara de acciones, procure que la sociedad o mina que las respalde, esté en
condiciones de soportar una investigación adecuada.
—Repito que publicaré aquello que me paguen en la cuantía que yo fije.
—Bien. He tenido gusto en saludarle... y advertirle. Aunque mi criterio personal es que
no estará mucho tiempo entre nosotros. Le veo un firme candidato a la cuerda.
Al marchar el periodista iba muy enfadado, pero también muy preocupado.
No le agradaban los hombres que no se excitaban ni daban gritos al hablar. Y Perkins
era hasta suave en sus modales y su voz no variaba de tono dijera lo que dijese.
Le había impresionado ese hombre. Y le creía capaz de enfrentarse con él y con toda la
Prensa.
Trató de escribir su primer editorial, precisamente pensando en él, y había respondido
mandándole llamar para advertirle del peligro inmenso de seguir por los derroteros
proyectados.
Estaba seguro de que el juez había sabido captar su idea.
Y hasta era posible que sospechara ya lo que iba a hacer.
Esa noche, en el hotel, mientras cenaba, conversó “casualmente” con Teal.
Y le dio cuenta de la llamada a la oficina del juez.
—Has hecho bien. Le has contestado lo que era aconsejable. No vas a perder
gratuitamente lo que pagaste por el periódico.
—Pero es un tipo que me preocupa. Lo confieso.
—Debes estar tranquilo. Cuando se hable de acciones, estarán garantizadas con una
riqueza real en plata. Y contaremos con el aval económico del Banco. No temas. Se hará
todo debidamente. Dentro de pocos días, visitaremos el juzgado, para formar un grupo
minero que necesitará medios para una explotación específica y adecuada. Todas las
minas representadas en ese grupo, son garantía más que suficiente para emitir acciones
que justifiquen la sociedad. Son minas que tienen una buena producción de plata. Muy
conocidas en el ambiente minero de esta cuenca. Nadie podrá dudar al aparecer las
acciones. Se hablará de un número de ellas, y se venderán todas las que podamos. Debes
estar tranquilo. Todo lo que se obtenga pasará al Banco a nombre de esa sociedad. Vamos
a controlar el ochenta por ciento de la producción total de plata.
—Se habla de una intervención federal en este asunto. Si Washington controla la
compra, fijará un precio ridículo, porque están asustados en este aspecto...
—Repito que debes estar tranquilo. Tu misión es una solamente. Debes ceñirte a ella.
El resto es asunto de los demás.
—Es que el juez no me gusta.
—Cuando compruebe que lo que digas se puede confirmar, no te dirá nada. Además,
podrás mostrarle siempre las notas que se te entreguen para su publicación con firmas
solventes y responsables.
—Por lo menos, al principio, así ha de hacerse.
—Se hará. Y siempre que hables con él, debes mantenerte firme en lo que ya le has
dicho. Que la Prensa es libre y tiene sus privilegios. Que están por encima de su cargo. Me
gustaría que cometiera algunos errores, llevado de su natural desconfianza. Podrías pedir
entonces su relevo por incapaz y enemigo de la Prensa. Los demás periódicos se harían
eco y presionarían a las autoridades de Phoenix.
—Tu inhabilitación es una gran contrariedad.
—Le pediré perdón, que es lo que espera.
—Y si suspende la inhabilitación, habrás de obrar con gran tacto. Tienes que reconocer
que en el asunto de esa forastera, no lo fuiste. Cien dólares más no es precio para lo que
pagaste.
Teal insistió en que pediría perdón al juez y a Flo.
El abogado así lo hizo. Al día siguiente se presentó ante Flo y supo hablar, aunque no
convenció a la muchacha. Pero afirmó que a ella no le podía interesar perjudicarle.
Teal entregó a Flo los ciento cuarenta dólares de diferencia y añadió que consideró
erróneamente la posibilidad de ese beneficio.
Visitó también a Perkins.
Y el juez, ante una rectificación así, dijo que podía seguir ejerciendo de abogado, pero
teniendo cuidado de que no se repitiera un hecho asi.
Tampoco engañaba al juez; pero éste hizo lo que en la pesca: dar hilo al pez, para
cobrar a su debido tiempo la pieza.
Estaba seguro de que Teal iba a cometer el error de creer que le engañaba.
Para el grupo de amigos de Teal era una buena noticia.
Lo celebraron en el saloon de Hoppy Sanders.
Por estar frente a los embarcaderos, era punto de reunión de los equipos que llegaban
con ganado.
Allí hablaron de la formación de esa Asociación de Ganaderos.
Y Teal, demostrando conocer el asunto, redactó al otro día un escrito en el que
solicitaban en el juagado la creación de ese grupo. Primero la solicitud para reunirse con
esas miras.
Y a los tres días presentaron un acta firmada por les reunidos, con detalles de lo
acordado en la reunión.
Se daba cuenta de la designación de un presidente, vicepresidente y secretario, con
especificación de las atribuciones de cada uno en determinados casos debidamente esta-
blecidos.
Perkins veía en estos escritos la mano de Teal.
Todo era perfectamente legal. No podía oponerse a nada de ío que solicitaban.
Y la Asociación Ganadera de Arizona nació legalmente, instalando oficinas en la ciudad
de Tombstone.
Hacían constar en sus escritos que para no resultar carga alguna a los asociados no
habría caballistas por cuenta de todos, sino que los movimientos de reses se efectuarían
siempre con los vaqueros de cada asociado.
Para que esta Asociación fuera eficaz en el propósito al constituirse, debían tender a
unificar a la mayoría de los ganaderos y jefes de equipos, con lo que podrían exigir un
precio más razonable a los que compraban las reses para su envío a los mataderos.
Era normal todo lo que se relacionaba con este asunto.
Perkins se preguntaba qué se proponían. Hasta que, meditándolo serenamente,
descubrió lo que podía ser una finalidad.
Encubrir con la multiplicidad de asociados las reses que cuatreros especializados
mezclaran entre aquéllas, de acuerdo con el pequeño grupo director.
Estudió más detenidamente las cláusulas de la sociedad y descubrió otra sutileza que se
le había pasado por alto.
Los ingresos de las ventas globales del ganado de los asociados, serían ingresadas en el
Banco y solamente movilizadas por los tres que gobernaban la Asociación.
Podrían anticipar, de estos fondos, dinero a los que lo necesitaran entre los asociados.
Y para ello tendrían que retrasar, en parte, el pago a los que entregaran reses para su
venta.
Las necesidades de entrega también serían controladas por ese trío de dirección. Con
esto, se decía en el escrito, la Asociación trataba de velar porque la ganadería se selec-
cionara y no se agotase por la ambición de los ganaderos.
CAPITULO III
No se había engañado Joan al suponer que sería una gran alegría para el juez su visita.
Muy cariñoso abrazó a la muchacha y ella le besó.
—Hacía mucho tiempo que no venías por aquí —dijo el juez.
—¡Ya lo creo! —exclamó ella—. Mis tíos no querían dejarme venir. Han insistido muchas
veces en que vendiera el rancho...
—Habría sido una gran torpeza. Cada día aumenta de valor. El ferrocarril ha revalorizado
toda esta zona.
—No pienso hacerlo. Ellos hablaban así por lo que escribía Sam. Querían que encargara a
éste de la venta.
—Pero tus tíos conocen a Sam, ¿no es eso?
—Porque le conocen es por lo que estaban de acuerdo con él para robarme de una vez.
Hasta ahora lo han estado haciendo en pequeñas cantidades.
—Creí que no te habías dado cuenta —exclamó el juez.
—Me han tenido engañada mucho tiempo. Pero al fin me di cuenta de la realidad. Y he
venido dispuesta a darles guerra. He dicho a Sam que tendrá que tenerle a usted al
corriente de todo.
—Has hecho bien. Aunque ha de contar con toda clase de complicidades. Y ahora con
esa Asociación de ganaderos...
—Ya le he dicho que no quiero saber nada de asociaciones.
—Pues ha venido relacionado tu rancho como uno de los que forman la Asociación.
—Se encarga usted de hacer saber que no tengo interés alguno en estar asociada con
nadie.
—¿Por qué Sam se ha unido a ellos? ¿Te pidió consejo o autorización?
—No me ha dicho nada hasta no estar aquí.
—¿Te envió algún papel para que lo firmaras?
—No. Sabe que no lo habría firmado.
—Está bien. Hoy mismo daremos cuenta que no formas parte de esa Asociación. Están
incluyendo los nombres de ranchos más extensos y famosos para decidir a los demás.
—¡Qué granujas! —exclamó Flo—. He comentado con una de mis empleadas que esta
Asociación me recuerda lo que contaba un tío mío de otro grupo por el estilo. Y lo mismo
que aquí montaron un Banco. Hasta que un buen día escaparon los directores,
llevándose todo lo que habían ingresado y lo que manejaban en la Asociación. A ese tío
mío se le llevaron un buen puñado de dólares y además por haber estado con ellos en el
grupo director, le costó un encierro de tres años. Y se salvo del linchamiento por mi-
lagro. Lo de aquí lleva el mismo camino.
Perkins miró a Flo.
—¿Dónde sucedió eso?
—En Abilene, Texas.
—¿Hace mucho?
—Yo era una jovencita. Hará unos nueve años o así.
—¿No encontraron a esos estafadores?
—No lo sé. Pero no oí lo hubieran hecho.
—No quiero seguir en ese grupo —añadió Joan.
—Me encargo de ello. ¿Y Sam?
—Le he dejado con unos amigos.
—Con Charters y Teal —dijo Flo.
—Son los que dirigen a esa Asociación.
—Sí —agregó Joan—, me los ha presentado como tales.
—¿Y no les has dicho que no te interesa estar en ese grupo?
—No me he dado por enterada de nada. A Sam, cuando me habló de ello, respondí que
el Dos Aros no estaba en grupo alguno. Creo que no me concedió importancia porque se
echó a reír. Cuando me presentó a esos dos, no les concedí a mi vez importancia.
—Creo que has hecho bien. Yo les haré saber la verdad.
—Que no agradará a esos caballeros —observó Flo—. Han especulado mucho con la
inclusión de ese rancho. Debe tratarse de uno de los más importantes de por aquí,
¿verdad?
—El más importante. Con el Frontera de Korner y el Campana, de Enderby, son los tres
de mayor importancia de Arizona. Por lo menos en toda esta comarca. Suman más
ganadería entre ellos que todos los demás ranchos juntos.
—Entonces, por eso han hecho figurar a este rancho.
He oído hablar de esos otros dos. Parece que no han entrado aún en la Asociación.
—Korner y Enderby son duros también. No serán fáciles de convencer, aunque al saber
que el Dos Aros se ha incluido, empezarán a dudar.
—Hay que hacerles saber que no es cierto estemos nosotros en esa Asociación.
—No tardarán en informarse que has venido. Vendrán a verte. Eran muy amigos de tu
padre.
—Ya lo sé. Les recuerdo perfectamente. ¿No tenía Korner una hija de mi edad?
—Sí, Mildred. Marchó a California. La envió su padre a estudiar. Debe ser algo más
joven que tú.
—Es posible —aclaró Joan—. ¿Y Ray?
—Está bien. En su última carta dice que piensa venir para las fiestas. Me alegrará verle.
—También se alegrará al verte.
—¿Por qué no está aquí?
—Tiene más porvenir en Santa Fe. Y mi hermana no le deja alejarse de ella.
—Pero usted está solo.
—Insisten en que me reúna con ellos.
—Tendrá que hacerlo. Así no está bien,
—Me gusta esto. Aquí sirvo a mi tierra.
—Lo que tiene que hacer es descansar. Vivir tranquilo y apartarse de los líos que ha de
haber ahora con tanto minero y haber declarado ciudad abierta a Tombstone.
—Supone más trabajo, es cierto, pero me agrada.
Joan dijo que se quedaba en casa de Flo hasta que ésta le acompañara al rancho de
ella.
—Antes de que vayas —dijo Perkins—, si no lo has hecho antes, vas a hacer un
testamento en el que Sam será testigo.
Joan miró muy seria a Perkins.
—¿Qué teme?
—Lo mismo que estás pensando. Y nada de dejar tus bienes a los tíos.
—Cree que ellos encargarían me mataran para heredar, ¿no es eso?
—Les creo capaces.
—Y yo también. Están de acuerdo con Sam. Por eso me he decidido a venir. Se van a
llevar grandes sorpresas. ¿A quién cree que debo dejar todo lo que poseo?
—Es asunto tuyo, pero desde luego que no sea a tu familia. Y Sam es un pariente,
aunque lejano...
—¿Qué fue de los hermanos Trafford?
—Luchando con su pequeña hacienda. Vienen poco por aquí. ¿Es que has pensado en
ellos?
—Me agradaría ayudarles. Donald estaba siempre con Kay y conmigo. ¿Se acuerda?
—Ya lo creo.
—Sí. Eso es. Se lo dejaré a Donald, Greta y a Ray. Ellos se encargarían de hacer salir a
Sam de mi rancho. Ellos y usted, ¡estoy segura!
—Si te acuerdas de mi hijo, puedo parecer interesado.
—Soy yo la que desea me herede en caso de muerte. El y los hermanos Trafford. Eramos
los cuatro inseparables de entonces.
Perkins se echó a reír.
Joan le pidió que lo preparara todo para firmar los documentos al día siguiente por la
mañana.
Y las dos jóvenes marcharon.
—¡Buena sorpresa espera a Sam! —exclamó Joan.
—No me gusta ese pariente tuyo.
—Me agrada hables así. Era una estupidez tratarnos con ese respeto... No es más que un
pariente muy lejano. Hijo de una prima de mi madre. Pero prima en segundo grado. Lo
que sucede es que al morir mi padre, mis tíos de quienes es pariente lejano también, le
designaron administrador. Yo no me preocupé de nada. El dolor de la pérdida me dejó
atolondrada. Pero no hay duda que están de acuerdo con este granuja. Creo que trabaja
de abogado con los mineros.
—No le había visto por la ciudad. No le conocía.
—Suele estar en Tucson. Allí tenía un pequeño rancho. Y posiblemente donde pase más
tiempo será en mi propiedad.
—¿Está cerca del fuerte?
—Sí.
—El mayor Holm se ha hecho muy amigo mío. Si hace falta, acudes a él.
—Le invitaremos para que vaya a vernos al rancho. Tal vez conozca a los que estén allí.
Los militares deben visitar Bisbee y Douglas. Son las poblaciones que de pequeña visité
más veces. Están cerca de mis terrenos.
Pasearon a pie las dos.
Flo llevó a Joan hasta el taller de Mike.
A Joan le hizo gracia la forma de hablar del herrero y pasaron un buen rato de
conversación con él.
—Buenos caballos hay en ese rancho. He herrado a más de uno. Son dos aros el hierro,
¿verdad?
—Sí —respondió Joan.
—También han embarcado reses con esa marca. Suelo pasar por los encerraderos.
Tiene fama ese rancho de ser uno de los mejores de Arizona.
—Es fama de hace tiempo —añadió Joan—. Y merecida. Mi padre se preocupaba
mucho del ganado. Hace años que trajeron sementales y vacas Hereford y se adaptaron
perfectamente a este terreno. Recuerdo que estuvo sin vender lo menos seis años.
—Es la mejor ganadería de toda la comarca, no hay duda. Pero ahora se venderán las
reses cómo unas más. La Asociación no hará distinciones, aunque posiblemente las
vendan más caras, porque son reclamadas para ganado de vida.
—Yo no formo parte de la Asociación —dijo Joan.
—He leído en el periódico ese nombre en la relación de los asociados.
—Pero no autoricé a ello y lo haré saber.
—¡Buena alegría para Korner y Enderby! —exclamó—. Estaban disgustados. Decían que
era la primera vez que el Dos Aros desertaba del grupo de ellos.
—Les hará saber que no deben dar crédito a lo que digan.
—Repito que se alegrarán mucho.
—Si viene alguno de sus vaqueros debe decirles lo que me ha oído.
—Así lo haré —añadió Mike.
La muchachas regresaron al local de Flo.
Era la hora del té y estaban las mesas ocupadas por las mujeres de la ciudad de mayor
solvencia, acompañadas por parientes y amigos.
Algunas de estas mujeres se levantaron para saludar a Joan.
Estas las recordaba ligeramente, pero correspondió amable a los saludos.
Y supo aprovechar el momento para hacer saber que su rancho no estaba asociado con
los de la Asociación.
Estaba segura de que lo que se hablara allí en ésos instantes sería propalado una hora
más tarde por toda la ciudad.
Uno de los que estaban con una joven, bastante bonita por cierto, se levantó y fue
hasta Joan para decir:
—Se está comentando en este salón que el Dos Aros no figuraba en la Asociación. Sin
duda está equivocada. Sam Outrell, su dueño, le ha incluido.
—El que está equivocado es usted. Ese rancho es mío. No ha pertenecido nunca a Sam
Outrell, que no es más que un empleado mío... entre ios que hay en el rancho.
El joven estaba violento. Ignoraba esa circunstancia y se daba cuenta del ridículo que
acababa de hacer.
—Yo sé —añadió— que figura en la Asociación ese rancho. Y le aseguro que es una
buena medida. Aquellos ranchos que no estén asociados, no van a poder vender su
ganado y se encontrarán con otras dificultades...
—Pues el Dos Aros no entrará nunca en ese grupo.
—Es posible que los amigos, si los tiene, le hagan meditar.
Y el joven marchó para reunirse con la muchacha que le acompañaba.
—¿Quién es ése? —preguntó Joan a Flo.
—El hijo del vicepresidente de esa Asociación.
—¡Ah! —exclamó Joan, sonriendo—. Por eso está tan disgustado.
La muchacha que estaba con Hank Leicester, hijo, en efecto, del vicepresidente, dijo:
—No has debido decir nada. Si es la dueña de ese rancho, es natural que sea la que
sabe la verdad. ¡Y es guapa! Es uno de los más famosos ranchos de toda esta parte. Y
hasta creo que de todo Arizona. Os hará daño si se separa de la Asociación.
—Si le incluyó el que estaba encargado del mismo os como si lo hubiera hecho ella.
¡Tendrá que someterse! Y si no lo hace, le va a pesar. Me ha humillado y no se lo
perdono.
—Es tuya la culpa. Hay que reconocerlo. No estabas informado del dueño de esa
propiedad. Es natural te haya dicho que es suya.
—Pero lo ha hecho, riéndose de mí. ¡Te aseguro que se va a acordar de esta torpeza
suya! No hay duda que es guapa. Así lo van a entender también los muchachos. Y se lo
harán saber de modo inequívoco. ¡Vamos! Nos están mirando todos.
Hank se levantó violento y, cogiendo a la muchacha la hizo salir casi corriendo.
—¡Míster Leicester! —dijo Flo en voz alta—. ¿No acostumbra a pagar?
—¡Puede anotarlo en mi cuenta! ¡No tema, pagaré! —gritó el aludido.
—¡Está furioso! —exclamó Joan.
—Es un mal educado —comentó Flo.
Hank dejó a su acompañante en la calle y marchó a la oficina de la Asociación.
Allí estaban su padre, Charters y Teal.
—¡Vengo furioso! —exclamó—. Una muchacha que estaba con Flo me ha dicho en voz
alta que el Dos Aros es de su propiedad y que no figura asociado con nosotros. Se han
reído de mí porque he dicho que su dueño, Sam Outrell, le había incluido.
—No has debido decir eso. Esa muchacha es su verdadera propietaria. Sam no es más
que el administrador.
—No lo sabía. Creí que era suyo. Pero si es el administrador, tiene validez su inclusión.
—Debemos convencer a la muchacha que es conveniente estar a nuestro lado.
—Se lo he hecho saber y la he amenazado que no podrán vender ganado los que no
estén asociados.
—No has debido hablar así —dijo Teal—. Has cometido una estupidez. Y hemos perdido
ese rancho. El más importante. El que nos interesaba sobre los demás. El de la raza
Hereford.
—La soberbia de este imbécil nos va a hacer mucho daño —comentó Charters—. ¿Por
qué no le envías lejos? Cada vez que habla no dice más que tonterías.
Hank miraba a su padre y a los otros dos.
—¡Repita algo por el estilo y le lleno el cuerpo de plomo! —exclamó, mirando agresivo
a Charters—. ¡Han creído que son los amos únicos de la Asociación! ¿Es que no te das
cuenta, padre? Te tienen de figura decorativa nada más.
—Creo que se están equivocando en verdad —dijo Leicester—. Les ha dolido que se
haya presentado esa muchacha..., que es enemiga de estar asociada. Y no hay otro medio
de convencerla más que por la violencia. De otro modo se reirá de todos.
—Eso lo arreglará Sam, pero si se excita a la muchacha se perderá todo.
—Si se asustara, dejará que las cosas sigan el curso que llevan.
—Además, lo que interesa es su ganadería, y ésa irá saliendo en la medida que nosotros
indiquemos —aclaró Teal—. Esa muchacha no se enterará de lo que suceda en su rancho.
Las reses pasarán a nuestros encerraderos. Y saldrán las primeras en los vagones hacia los
mataderos. Si no forman parte de la Asociación, su importe no tendrá que figurar como
ingresos de la misma.
Leicester se sometió y pidió a su hijo que tuviera calma.
—¡Que no vuelvan a insultarme o les mato a los dos! —exclamó amenazador aún—. Y
no os fiéis de Teal. Lo que le interesa es el asunto de las minas. ¿Os ha dicho que es el
que mueve todo lo que en ese aspecto pasa en Tombstone? El y el editor son los que
preparan un buen golpe.
Teal palideció. Veía a los otros dos fijos en él.
—El asunto de las minas entra en el plan general —dijo.
—Pero es cierto que no habías dicho palabra hasta ahora—observó Charters.
—Lo iba a hacer cuando estuviera perfectamente planeado y en marcha.
—Os está engañando desde el primer día —agregó Hank—. Lo de la Asociación no es
más que un refugio para que no sospechen la verdad. Hace tiempo que te vigilo. No soy
tan imbécil como me supone.
Y Hank se echó a reír en el momento de salir de la oficina.
CAPITULO V
—Ha de ser cierto. Le vi entrar y sentarse con ellos cuando salía de la cocina —añadió
Flo.
—¿Qué puede tener el editor contra tu casa? —preguntó a Flo.
—Sabe que no estimo a sus amigos.
—Esos dos elegantes, ¿quiénes eran?
Hablaban en la misma puerta.
—No lo sé. Preguntaré a la que les atendía. Es posible que ella les conozca.
Le empleada dijo lo que los elegantes habían explicado.
—Así que son compradores de plata —dijo Rogers—, ¿Es que han hablado de emitir
acciones sobre alguna mina y has comentado en contra de ello?
—No he oído nada en ese sentido. Así que nada he podido decir.
—Pues no hay duda que no te estiman. Y un consejo: debes quedarte en el rancho de mi
patrona una temporada. A este intento seguirán otros. Indica que tienes enemigos. Y lo
que interesaría es averiguar quién es.
—Yo os lo diré —exclamó Flo—. Se llama Teal.
—No te perdona lo que pasó con Perkins, ¿verdad?
—Desde luego que no me lo ha perdonado. No me ha engañado por mucho que ha
tratado de hacerme comprender que aquello pasó.
Salieron al fin del local y marcharon a la casa del juez.
Los dos elegantes habían sido recogidos y llevados a que el doctor les atendiera, porque
se encontraron con que tenían los rostros destrozados.
Teal estaba en un saloon conversando con un copropietario de una de las minas.
—¿Cuándo iniciamos lo de las acciones?
—Se hará debidamente y a su tiempo. Hay que tener paciencia —dijo Teal.
—Estás pendiente de la puerta. ¿Esperas a alguien?
—Sí. Espero a dos amigos.
El que hablaba con él se separó para ponerse a jugar con unos amigos.
Teal bebía en silencio, sin dejar de mirar a la puerta.
Había citado en ese local a los dos elegantes.
Una hora después empezaba a estar intranquilo. Era mucho tardar.
Otro de los hombres mezclados en asuntos mineros se acercó a saludarle.
Después del saludo preguntó el minero:
—¿Conoce a Luke y a Stron?
—Creo que he hablado alguna vez con ellos. Se dedican a vender acciones sobre minas,
¿no?
—Sí. Les han dado una paliza terrible en el local de Flo.
—¿Paliza? ¿Qué ha pasado? —preguntó nervioso.
—Se metieron con Flo y con la de! Dos Aros. Pero iba un vaquero con ellas y ¡vaya paliza
que les ha dado! Ha de tener trabajo el doctor para varias horas.
Teal, contrariado, sabía la causa de la tardanza de los que esperaba.
Y a los pocos minutos marchó muy disgustado.
Se alegraba no haber ido a ese local. Fue en busca de Simón.
Este, que ya estaba informado, se sentía inquieto.
—Según afirman los testigos, lo hicieron muy mal. Todos se dieron cuenta que no
estaban bebidos como trataron de hacer creer. Ahora, Flo comprenderá que era orden
mía.
—No pueden demostrar nada.
-—Pero me han visto sentado con ellos. ¡No debí entrar!
—No tiene nada de particular que hablaras con unos amigos.
—Pues no me agrada que lo hayan hecho tan mal, Y sobre todo, para no molestar a
ninguna de las dos. Son ellos los que están destrozados.
—¿Quién es el vaquero que iba con ellas?
—No lo sé. Le vi allí, pero no le conozco. En realidad son pocos los vaqueros que me son
conocidos.
—Habrá que desistir de molestar a Flo. Podrían sospechar la verdad.
—Ya veremos qué piensan esos dos cuando estén en condiciones de actuar de nuevo.
¿Qué hay de esas acciones? No veo dinero por ninguna parte.
—Hay que esperar a que tengamos el Banco de los ganaderos.
—¿Es que vas a mezclar un Banco en asuntos de minas? Me refiero a un Banco
destinado al servicio de los ganaderos. ¡Sería una enorme torpeza! ¿Es que quieres dar a
conocer que eres tú el que se halla al frente de estos asuntos?
Teal quedó pensativo.
—Tienes razón. Es que Hank habló de que yo estoy dirigiendo lo de las minas y su padre
y el otro me han pedido parte en ello. Quieren que sea nuestro Banco el que avale las
acciones y se vendan allí. Nosotros convenceríamos a los ganaderos que interesa obtener
el tanto por ciento que se paga por una gestión así.
—Hay que preparar el ambiente del nuevo hallazgo de un yacimiento de gran
importancia. Los propietarios de la modesta mina en que ha aparecido, forman sociedad
con un grupo de hombres de negocios para la explotación. Tú formalizas lo de la sociedad
y, en la reunión preliminar, se acuerda ampliar el capital a base de acciones, por ser una
Compañía Anónima lo que se crea.
—Debemos tener paciencia. Ahora lo que dé veras interesa es el asunto del ganado.
Sería la mejor operación realizada en el Oeste en muchos años. ¿Sabes las reses que
tienen esos tres ranchos que tanto nos interesan?
—No.
—Más de ciento cincuenta mil. ¿Sabes lo que valen? Unos cinco millones.
—No querrás llevarte las ciento cincuenta mil roses.
—Nos iremos llevando en partidas de varios miles. Y el dinero quedaría en el Banco.
—Has dudado del éxito con esos ranchos. Y ahora menos. El Dos Aros se aparta.
—Antes de un mes estarán los tres en la asociación. Se acabaron los métodos
persuasivos. Vamos a conseguir que vengan compradores directos do los mataderos. Nos
pagarán el ganado que entremos en los encerraderos. Y ellos se encargarán de llevar el
ganado a San Luis. Queremos que nos abonen por lo menos por valor de un millón cíe
dólares. Van a llegar unos caballistas al servicio de la asociación. Ellos se encargarán de
hacer entrar en la asociación a esos tres ranchos.
—¡Cuidado!
—De seguir así no se conseguirá nada. Que entreguen esas reses en cantidad. Se van
vendiendo. Y cuando se haga la segunda entrega, desaparecemos de aquí. Es más seguro
que lo de las acciones. También venderemos la plata almacenada. Y por el mismo sistema
se conseguirá que nos entreguen lo que tienen las minas guardado. En una sola noche se
pueden recoger varias toneladas de plata buena. Se hará coincidir esta operación con la
segunda venta de ganado. Citaremos a los compradores oficiales de la plata. Andaban
hace unos días por Nevada. No tardarán en venir por aquí. Hay que conseguir seamos
nosotros, la Compañía Minora de Arizona, la que efectúe esa venta global. Diremos a los
mineros que así vamos a conseguir mejor precio que si cada uno anda vendiendo por su
cuenta.
—Mi misión, ¿cuál será?
—Convencer a los mineros aislados y las pequeñas compañías que es interesante
unificar la plata en unas manos para obtener un precio más alto.
—Está bien. ¿Cuándo empiezo?
—Cuanto antes mejor. Debes hacerlo al comentar la noticia de que los compradores
oficiales del Gobierno federal están por Nevada y se les espera aquí. Entonces aconsejas
como idea tuya, lo de la unificación de reservas argentíferas en manos de una sociedad
solvente y poderosa. Del resto nos encargamos nosotros.
Se separaron los dos.
Teal seguía disgustado por el fracaso de los elegantes.
Nadie podía sospechar que fuera una orden suya. Su inclusión en asuntos mineros no
tenía otro color que el de ser abogado de muchos mineros.
Mientras el editor y Teal hablaron, los tres jóvenes llegaron a casa de Perkins.
Fue Rogers quien habló en su forma especial de hacerlo, de su nombramiento como
capataz del rancho.
Bromeó, haciendo reír al juez, que tenía fama de hombre muy serio.
Y para hablar de asuntos del rancho, las dos mujeres dejaron al juez y a Rogers solos.
Ellas salieron a pasear, porque Joan dijo que necesitaba comprar algunas cosas.
Habían hablado de lo sucedido con los dos elegantes.
También Perkins señaló a Teal como autor principal.
Y en parte se culpaba de ello por haber sido el que asustó al abogado cuando lo de la
compra de ese local.
Cuando las dos jóvenes regresaron, Rogers y el juez estaban completamente dé
acuerdo.
—Creo que has tenido un gran acierto al designar a este muchacho capataz —dijo a
Joan—. Le considero competente y, sobre todo, con carácter para detener la evasión de
reses que ha debido estar sucediendo con frecuencia.
—Pero he pensado en ello —añadió Joan— y tengo miedo a que hagan daño a este
muchacho. Se va a meter en un avispero. No conoce a los vaqueros y es de suponer que
han de seguir los que ayudaban al capataz y a Sam.
—Sabrá descubrirles. No te preocupes. Y su idea de cambiar a todos me parece
admirable. Lo que sobran son vaqueros en la región.
—¿Se refiere a despedir a todos? ¿Es que no habrá algunos de confianza?
—Pienso como él. Después de lo sucedido no se puede fiar en nadie. Es de suponer que
los que hubiera para poder fiarse, habrán sido despedidos por e: otro capataz, ya que no
iba a dejar ese peligro junto a él.
—Está bien. Hagan lo que quieran.
—Y vosotras debéis pasar unos días en mi rancho. Ni en el tuyo, ni aquí, debéis quedar.
—Yo debo ir al rancho —dijo Joan—. Tengo verdaderos deseos de volver a él. Y si se va
a despedir el personal, no creo exista el menor peligro para mí.
Rogers accedió al fin a que las dos muchachas fueran con él.
Por lo menos hasta una semana antes de comenzar las fiestas.
Y cuando regresaron al local de Flo estaba allí el ayudante del capataz que había
preguntado por Flo.
Rogers le miraba con atención y no comprendía se hubiera atrevido a presentarse allí,
sabiendo que el capataz estaba detenido por cuatrero.
Saludó a Flo, sin que ésta dijera nada de Rogers hasta no dejarle hablar, como indicó él
al saber que estaba esperando hacia tiempo ese ayudante.
—Deseaba conocer a usted —dijo a Flo—. Y me ha sorprendido, al llegar a la ciudad,
saber que han detenido al capataz. ¡No me lo puedo explicar!
—¿No sabía usted que estaban robando reses Sam y él? —preguntó Flo—. Parece que
he oído decir que es usted el ayudante del capataz.
—Míster Outrell mandaba vender reses. Era el administrador, y el capataz no tenía más
remedio que obedecer.
—¿A quién vendían esas reses? —preguntó Rogers.
El interrogado miró sorprendido a Rogers.
—¿Quién es? —preguntó a Flo.
—Debe responder —añadió ella—. ¿A quién vendían las reses?
—Es un ganado muy goloso. Son muchos los ganaderos que quieren llevar a sus
ranchos esa raza. Y también se traían para embarcar con destino a los mataderos.
Siempre siguiendo instrucciones de míster Outrell.
—Pero no ha dicho a qué ganaderos se llevaban reses —añadió Rogers.
—A muchos. Enumerar a todos sería muy largo.
—¿A alguno con cierta frecuencia?
—Se han traído para la asociación. Formamos parte de ella. Se lo ha debido informar
míster Outrell.
—Mi rancho no está asociado —dijo Joan con naturalidad.
—Creo que está equivocada. Míster Outrell acudía a las reuniones como miembro.
—Si él entró, es de suponer que seguiría su nombre figurando allí. Pero el Dos Aros, no.
Tenía que haberlo autorizado yo, y no lo hice. En realidad, ni se me consultó. Claro que de
hacerlo no habría aceptado.
—Si permite un consejo...
—¿Quién le ha ordenado venir para inculpar solamente a Sam?
La pregunta de Rogers dejó desconcertado al visitante.
—No comprendo —exclamó.
—Ha comprendido perfectamente. Pero lo repetiré. ¿Quién le ha ordenado venir a ver
a la patrona?
—Nos sorprendió la tardanza del capataz. Dijo que venía a ver a la dueña que había
llegado. Y al llegar me informé de la detención de los dos. Y decidí buscar a la dueña. La
detención del capataz me coloca en su cargo hasta que decida usted —dijo a Joan.
—¿Cuánto le daba el capataz de cada res que sacaban del rancho? Porque míster
Outrell mandaba llevar un número determinado de reses, pero ustedes, por su propia
cuenta, añadían muchas más reses. ¿No le han confesado la verdad los dos?
—No es posible que hayan confesado --dijo asustado el visitante.
—Si hubiera visitado al juez, lo sabría. Así que sabemos que es usted otro cuatrero. Y en
verdad que no comprendo su audacia en venir a ver a la mujer a la que ha estado robando
durante meses...
—No tolero que me hables así. No sé quién eres, pero hablarme así no es nada sano.
No he robado una sola res.
Rogers se echó a reír al decir:
—Además de ladrón eres tonto. ¿Buscabas que te hicieran capataz para seguir
robando? Por eso has tratado de que toda la culpa recayera sobre el administrador, pero
ignorando que ellos han declarado toda la verdad. Así que sabemos perfectamente que
eres otro cuatrero.
—¡He dicho que no me hables así! Usted no estará de acuerdo, ¿verdad?
—Estoy de acuerdo con él. Y creo que te has pasado de listo. Has tratado de
engañarme a mí... Habrá que avisar al sheriff que se ha presentado voluntariamente. Tal
vez eso le sirva de algo el día que vayan a la corte.
—El mejor castigo es la cuerda. Pregunte a los testigos qué se hace en esta tierra con
los cuatreros.
—Te he advertido que no insistieras y...
Pero antes de llegar su mano a la funda en busca del revólver como deseaba, se vio
encañonado por dos largos “Colt”.
—¿Quién te ha hecho creer que eras rápido? —dijo Rogers, riendo—. Levanta las
manos. ¡Buscad vosotras una cuerda!
El vaquero insistió en su deseo de emplear el “Colt”.
Se lanzó con la cabeza hacia adelante mientras la mano insistía en su objetivo.
Rogers le dejó pasar ante él y le golpeó en la cabeza con uno de los “Colt”.
—¡Una cuerda! —pidió a los testigos,
No tardaron en llevar hasta tres.
Con la mayor naturalidad, Rogers sacó al inconsciente a la calle.
Los curiosos salieron con él y dos le ayudaron.
Cuando regresó junto a las muchachas, comentó Rogers:
—¡Un cuatrero menos! Es lo que haré con los que encuentre en el rancho. Lo que han
debido hacer ya con esos dos detenidos.
El colgado llegó a la ciudad con dos vaqueros que esperaban el resultado de la
entrevista con la dueña en un saloon. Uno de los infinitos que había.
No iban mucho por Tombstone. Tenían más cerca Bisbee y Douglas. Y eran las
poblaciones que más visitaban.
Por eso no saludaron a nadie. Pidieron de beber ante el mostrador.
En ese local eran mayoría los mineros.
—¿Crees que conseguirá le nombre capataz? —dijo uno.
—Lo que Teal se propone es conseguir que toda la culpa recaiga sobre Sam. Dice que
así no podrían ser juzgados como cuatreros. Es lo esencial y lo que tratará de hacer ver.
—Pero de paso busca ser nombrado capataz. Aunque si el que había es detenido por
cuatreros, yo, como ayudante de él, no me presentaría aquí. Pensarán que tenía que
estar de acuerdo con él.
—Lo que viene a decir es que han llevado muchas reses del rancho, pero siempre por
orden del administrador.
Hablaron bastante y los minutos pasaron.
Cuando consideraron que había transcurrido demasiado tiempo, pagaron y salieron de
ese saloon
Sabían dónde estaba el local de Flo, que ellos conocieron antes como saloon.
Les llamó la atención que muchos curiosos iban corriendo ante ellos y en la misma
dirección.
Había un enorme grupo frente a ese local, pero al fijarse en la cara de tantos curiosos
temblaron.
Reconocieron en el que estaba colgado al compañero que esperaban.
Dieron media vuelta y corrieron hasta donde dejaron los caballos.
Montaron en ellos y les espolearen con crueldad.
No necesitaban informarse de nada.
CAPITULO VIII
Ante la vivienda principal del rancho, los tres jinetes vieron a cuatro vaqueros que les
contemplaban con curiosidad.
—¿La patrona? —exclamó uno, mirando a Joan.
—Sí —dijo al desmontar con facilidad.
—Hemos quedado nosotros solos. Han escapado los demás. Se asustaron porque
parece que colgaron al ayudante del capataz, Los dos que marcharon con él regresaron
diciendo que estaban colgando a los que intervinieron en el robo de ganado. Añadieron
que el capataz y el administrador habían confesado.
—Lo que indica que vosotros no habíais intervenido en ese robo —dijo Rogers,
sonriendo.
—Así es, Y lo curioso es que no nos dimos cuenta que estuvieran robando. Lo tenían
callado entre ellos. Muchos de los que han escapado no tenían nada que ver en esos
robos, pero han tenido miedo a no ser creídos. Lo han debido estar haciendo el capataz y
el grupo de sus amigos más íntimos. A los demás nos teman siempre muy alejados.
Rogers dijo que iban a necesitar vaqueros. Ya que ellos solos no podrían atender el
ganado que hubiera.
Observó a los cuatro con detenimiento y rapidez.
Tres eran las mujeres que atendían las viviendas y la cocina.
Sólo una de ellas estaba desde antes de marchar Joan y se acercó a saludar a la
muchacha con afecto.
Se mostró muy contenta de volver a ver a la joven
También Joan se alegró de hallar una persona conocida.
Dio instrucciones Joan para que preparan habitaciones para Flo y para Rogers.
Agatha, la que llevaba tanto tiempo, miró sorprendida a Joan y replicó:
—¿Amigo tuyo?
—Es el nuevo capataz.
—Si es así no debieras meterle en esta vivienda. Nunca lo han hecho...
—Ahora es distinto.
—A tu edad va a servir de murmuraciones —observó Agatha.
—No se preocupe por ello. Cejen que hablen lo que quieran. Aunque al primero que
descubramos lo hace, saldrá del rancho en el acto.
—Lo mismo si es hombre que si es mujer —añadió Rogers, mirando a Agatha—. Debe
tener usted cuidado.
—Lo que he dicho era por el bien de Joan —añadió.
Agatha desapareció, en la vivienda, y Joan miró a Rogers.
—¿Por qué no echaron a esa mujer? —preguntó él—. Por lo que observo, solamente
ella permanece de tu época. Cuando no la echaron, es porque les era leal. Te advierto
eme no me gusta. Ni las oirás tampoco. Como sucede con esos cuatro. Se han quedado
porque han creído que podían robar por su cuenta. Creyeron que ibas a llegar tú sola.
Ahora mi presencia les preocupa.
—No te fías de ellos, ¿verdad?
—Se han quedado para seguir robando —afirmó— Y procura, dentro de la casa, no
hablar más que lo que no tenga importancia. Esa mujer será la que dé cuenta de todo lo
que se hable.
Joan sonreía.
—Cuando vayamos a Tombstone buscaré otras.
—Buena medida —dijo Rogers.
—No creas me gusta se rían de mí —añadió ella.
—No des confianza a ninguna de las tres.
Entraron en la casa que tantos recuerdos tenía para Jean, que fue explicando los más
pequeños detalles sobre los objetos que encontraban.
Recorrió la casa con rapidez, impaciente por verlo todo.
Todo estaba como ella lo dejó.
Rogers salió al exterior por la puerta de la cocina y, al ver a los vaqueros que seguían
por allí, se acercó para hacerles hablar. Y lo hicieron de una manera amplia.
Al reunirse con las dos muchachas, dijo:
—El capataz vivía en esta casa. Y la más joven de las tres mujeres era su amante.
—La despediré —exclamó Joan.
—Me parece muy bien.
—Debes hacerlo con las tres. Nosotras podemos de momento atender a los que quedan.
Cuando vengan más vaqueros tendrás que buscar un cocinero, como se hace en todos
los ranchos de importancia. Y con una sola mujer para atender esta casa, tendrás
suficiente —dijo Flo.
Palabras que fueron aprobadas en su totalidad por Rogers.
Añadió él que era preciso visitar a Perkins para que se encargara de buscar vaqueros de
confianza.
Pidió que fueran ellas a Tombstone, mientras él recorría el rancho y se informaba del
ganado que había.
Pero Joan deseaba también recorrer el rancho.
Agatha apareció ante Joan para decir que estaban sin víveres y que sólo podía poner de
comida huevos.
—No te preocupes —dijo Joan—. Lo que haya. Iremos a por víveres nosotras dos.
Traeremos todo lo que haga falta. Supongo que seguirá existiendo el coche de dos ca-
ballos. Así recogeremos de paso nuestro equipaje.
—¿Es que te vas a quedar aquí?
—Si. Pasaré una larga temporada.
—Te echarán de menos tus tíos.
—También les echo de menos yo —exclamó un poco burlona—. ¿Están preparadas las
habitaciones?
—Sí —respondió.
—Iré a ver.
Sorprendió a Agatha esta decisión, pero no podía oponerse.
Joan, que recordaba perfectamente las habitaciones, al verlas preparadas para ellos tres
se echó a reír.
—¡Flo! —llamó.
Cuando acudió ésta, dijo:
—Ayuda a recoger las cosas a esta tonta. Va a marchar ahora mismo de aquí. Yo me
encargo de las otras dos.
—Tienes que perdonar, Joan, yo...
Pero fue interrumpida por una serie de golpes que le dio Joan, que hicieron caer al suelo
a Agatha, donde fue pateada furiosamente.
La caída pedía auxilio a gritos, llamando por sus nombres a los cuatro vaqueros que
estaban lejos de la casa.
Joan entró en la habitación d Agatha, que era de las mejores de la casa, y de cualquier
manera amontonó todo lo que pertenecía a Agatha.
Esta se había levantado y corrió al exterior en demanda de ayuda.
Joan salió también de la casa, llevando la ropa que había en la habitación y que dejó en
el suelo, diciendo a una de las otras dos:
—Que recoja esto y se largue de aquí. La colgaré si no lo ha hecho en el plazo de una
hora. Y ustedes dos con ella.
—No ha debido hacer eso con Agatha...
Joan entró en la casa para salir a los pocos minutos con un látigo.
—¡Largo de aquí o no pueden marchar por su pie!
—gritó.
—Nos iremos cuando recojamos nuestras cosas —dijo la amenazada.
—¡Una hora tienen para ello!
Agatha salió de la vivienda de los vaqueros.
Informado Rogers, se echó a reír y dijo:
—Yo prepararé el coche y llevará a estas tres a Tombstone.
—Queremos ir a Bisbee —dijo Agatha.
—De acuerdo —exclamó Joan—. Iremos contigo.
Flo estuvo de acuerdo.
—Nos deben dos meses —dijo la que fue amante del capataz.
—Lo siento, pero cuando salga tu amante de la prisión, sí es que sale, se lo pides —
repuso Joan.
El rostro de sorpresa de la aludida indicó a Joan que no imaginaba estuviera informada.
No volvió a decir nada. Las otras dos hicieron el viaje calladas.
Pero en Agatha se advertía que estaba furiosa. Sin duda no podía imaginar que fuera
despedida del Dos Aros.
Detuvo Rogers el coche en el centro de la primera plaza que halló.
Los curiosos que había en ella les miraban atentos y saludaron a las mujeres.
Agatha era muy conocida allí. Solía ir personalmente a efectuar las compras en el
almacén.
Algunos conocían a Flo y los demás imaginaron que una de esas dos jóvenes era la hija
de Kisy.
Agatha, al desmontar, se encamino decidida a la oficina del comisario del sheriff, ya que
el titular lo era de Douglas también.
Estuvo hablando a su modo con él y el comisario salió para hablar con los tres
forasteros.
Joan, Rogers y Flo habían entrado en el almacén.
Las dos muchachas iban relacionando lo que necesitaban y deseaban les sirvieran.
Rogers se asomó a la ventana, para contemplar a los curiosos ciue se habían
congregado frente a la puerta.
Frunció el ceño al ver que el comisario apartaba a los curiosos y entraba decidido en el
almacén.
—¿Quién es Joan Kisy? —preguntó.
—Yo soy —dijo la aludida.
—¿Por qué ha despedido a las empleadas del rancho sin abonarles lo que se les debe?
Además, ha castigado a Agatha en un abuso de diferencia de edad y...
—¡Un momento, comisario! —dijo Rogers—. Debiera estar contenta esa mujer que ha
estado ayudando al robo de ganado en ese rancho. Debiera ser colgada por ese delito y
aún se atreve a reclamar... Que reclame al administrador y al capataz que están en la
prisión de Tombstone, esperando a ser colgados por cuatreros. Han confesado que esas
mujeres les ayudaban en el robo de ganado. Por eso no podían seguir en el rancho.
—Es cierto que han estado robando ganado en el Dos Aros. Lo han hecho sin el menor
disimulo —comentó uno—. En los ranchos de por aquí hay ganado Hereford seleccionado
por Kisy. Y lo han adquirido barato.
—¡Vaya! —exclamó Rogers—. Y sin duda el comisario sabía que ese ganado era
producto del robo, ¿verdad?
—Los que vendían estaban autorizados a ello —replicó el comisario.
—Pero usted sabía que era un robo. Son reses que se pagan más caras que las otras y si
aquí se vendían a bajo precio, indicaba que no eran los dueños quienes vendían, ¿verdad?
¿Le daban parte de ese fruto del robo?
El comisario levantó la mano para castigar a Rogers, pero éste la cogió en el aire
oprimiéndole con fuerza y arrancando un grito de dolor.
Metió Rogers una rodilla en el vientre del comisario, al tiempo que le daba con la otra
mano en la nuca.
Se inclinó hacia él y le arrancó la placa de comisario, diciendo:
—No quiero colgarle con este adorno. ¡No hay duda que es un cobarde! Les ha dolido
que haya terminado el robo en el Dos Aros. Debían vivir con holgura a costa de ese
ganado.
—Era muy amigo del capataz —comentó uno—. Eso es verdad.
—Y en el rancho de su hermano hay muchas reses del
Dos Aros —añadió otro—. Es cierto que han debido robar mucho ganado.
—Todas esas reses van a regresar al rancho —dijo Rogers.
El inconsciente empezó a moverse.
Sacudía la cabeza repetidas veces para despejarse.
Apoyó una mano en el suelo para levantarse, pero el pie de Rogers entró de lleno en la
boca, haciéndole caer de espaldas, boca arriba.
—¡Déjale ya, Rogers! —dijo Joan—. Tiene bastante.
—Ayudaba a tu capataz en el robo de ganado. Es un cuatrero. ¿Quién me da una
cuerda?
Pero los curiosos se apartaron asustados sin atender el ruego de Rogers.
Rogers les miró con desprecio.
El dueño del almacén medió para decir:
—No ha debido hacer eso con el comisario. Cuando sus hermanos se enteren... Lo siento
pero, después de esto, no puedo darles víveres ni nada.
Rogers se acercó sonriendo a él.
—Ha dicho que no puede darnos víveres, ¿verdad?
—Sí. No quiero que...
La cabeza del almacenista iba de un lado a otro a los pocos segundos que permaneció en
pie.
La mujer del golpeado y caído empezó a gritar pidiendo auxilio y demandando que
disparasen sobre Rogers.
Sorprendió a los curiosos ver a Joan, que castigó a la mujer lo mismo que Rogers había
hecho con el esposo. Y con la misma eficacia.
Entró Rogers en el almacén y cogió dos cuerdas.
Sin dejar de vigilar a los curiosos, colgó al matrimonio de los pies.
Y con un látigo que también sacó del almacén, les dio una tremenda paliza.
La piel salía pegada a los trozos de ropa.
Subieron los tres al coche y se alejaron sin más complicaciones.
Los curiosos, al desaparecer el coche de la plaza, descolgaron a los almacenistas y
atendieron al comisario.
El doctor había ido a un rancho para atender a un alumbramiento.
Ante esta ausencia les atendieron algunos, haciendo lo que consideraban oportuno.
El matrimonio no cesaba de quejarse. Las heridas que tenían en todo el cuerpo eran
profundar, y al enfriarse dolían mucho más.
Insultaban a los que les atendían por no haber matado a ese muchacho que les castigó
así.
El comisario tardó más en volver en sí. Y también estaba muy dolorido. Especialmente
la boca, donde si le quedó algún hueso, estaría fracturado.
Una hora después entraban en el almacén los hermanos del comisario que, apartando
a todos; preguntaron qué había ocurrido.
—Debiéramos mataros a todos por cobardes. Habéis dejado que un solo hombre
hiciera esto —decía uno de ellos—. Pero iremos a buscarle y no quedará sin castigo. ¡Que
venga en busca de las reses que tengo de ese rancho! No creo se atreva. ¡Pero me
alegraría lo intentara! ¡Y entraré a por más ganado!
Reía a carcajadas.
El miedo que tenían a esos hermanos impidió que atendieran a Rogers en su demanda
de una cuerda.
La situación del comisario aconsejó a los hermanos a ir en busca del doctor, al que
hicieron regresar al pueblo sin tener en cuenta el estado de la mujer a la que estaba
atendiendo.
Reconoció al comisario y exclamó:
—No puedo hacer nada. Hay muchos huesos fracturados.
Y no creo que pueda salvarse. Le han destrozado el rostro. Si se salvara, que lo dudo, ha
de sufrir muchísimo.
—¡Me hago cargo de la plaza y cargo de comisario! —dijo uno de los hermanos—.
Necesito un grupo de jinetes para ir a por ese asesino.
Como, al hablar, recorría con la mirada a los reunidos, éstos dijeron que estaban
dispuestos.
Pero el nuevo comisario entendió que eran pocos y pidió que fueran a por más.
El doctor dijo que no movieran al herido de allí. Y le atendió lo mejor que sabía.
Mientras, el grupo de jinetes iba aumentando.
Por fin, cuando había veinte, aparte de ellos dos, dijo el que se puso la placa que ya
eran bastantes.
Todos ellos eran conocedores del terreno. Y galopando de firme, avistaron pronto las
viviendas.
Pero no estaban en ellas ninguno de los tres jóvenes. Habían ido a Tombstone en
busca de vaqueros y de víveres.
Los cuatro vaqueros que quedaban al ver a esos jinetes se asustaron. Pues todos ellos
desmontaron con las, armas empuñadas.
Preguntaron por Rogers y, al saber que no estaban en el rancho él ni las muchachas, los
dos hermanos entraron en la vivienda principal y destrozaron todo lo que hallaban a su
paso.
El que llevaba la placa quiso incendiar la casa, pero su hermano lo impidió, diciendo:
—¿Quieres que los militares se encarguen de nosotros? Y el juez Perkins.
Pero estaba tan excitado que el hermano se asustó de él.
Y con el petróleo de las lámparas, prendió fuego a la casa.
Los que les acompañaban se asustaron al ver el incendio y escaparon de allí.
Los cuatro vaqueros lucharon para sofocar el fuego, cosa que consiguieron a duras
penas, pero sin evitar que gran parte se convirtiera en ceniza.
Y marchó uno a Tombstone para dar cuenta de lo sucedido.
CAPITULO IX
***
***
FIN