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CAPITULO PRIMERO

El sheriff Roberts examinó atentamente el nuevo muestrario del almacén general y se


dedicó a dar vueltas alrededor de una estupenda estufa de hierro esmaltado cuya etiqueta
rezaba: 15 dólares.
En aquel momento entró alguien precipitadamente por la puerta y exclamó:
—¡Sheriff! ¡Por fin doy con usted!
Roberts se dio vuelta y vio a su ayudante, un sujeto delgado, fláccido de cara y estrechos
hombros.
—¿Qué quieres, Mitch?
—Frente a la casa del Ayuntamiento hay un forastero que le trae el encargo.
La frente del representante de la ley se arrugó.
—¿Un encargo, Mitch?
—Sí, jefe. Lo trae en un carromato.
—¿Pero de qué me hablas, infiernos? ¿Qué clase de encargo es ése?
Mitch se humedeció los labios con la lengua.
—El forastero trae el cadáver.
El sheriff abrió y cerró la boca varias veces.
—¿Un…? ¿Un cadáver?
—Dice que usted se lo encargó y ahí lo trae.
El representante de la ley escupió una maldición y observó las trazas de su ayudante.
—¡Maldita sea! ¡Ya te has emborrachado otra vez, Mitch!
—¡Jefe, si no he bebido un solo trago!
—Un día… Condenación, un día te voy a echar a patadas de Provicted City.
—Pe… pero, sheriff. ¡Le juro que es cierto! ¡Allí le acaban de traer un cadáver!
El rostro de Roberts se contrajo.
—Maldita sea… ¡Como sea una tomadura de pelo…!
—Asómese, jefe. Alargue el cuello por esa puerta y verá que no le miento.
Los ojos grises de Roberts se empañaron varias veces y por fin miraron hacia la puerta.
Olvidó la estufa de quince dólares que tenía proyectado comprar y salió corriendo.
Se detuvo en la puerta.
Al mirar hacia la parte del Ayuntamiento frunció el entrecejo.
Un tipo alto, bien plantado, de unos veintiocho años y de fuerte constitución fumaba
tranquilamente sentado en el pescante de un carromato desvencijado, cubierto con una
lona.
Roberts dirigió una mirada sospechosa a su ayudante que andaba por la acera en
dirección al carromato.
Llegó allí en menos de quince segundos.
El joven del pescante esbozó una sonrisa al verle la estrella.
—Muy buenos días, sheriff.
Roberts apretó la quijada.
—¿Qué cuento es ese que le acaba de contar a mi ayudante?
—No se trata de ningún cuento, sheriff. Le aseguro que lo conseguí. Ahí dentro lo tiene.
—¿Qué demonios tengo? —estalló el sheriff.
—El cadáver. No sabe lo que me ha costado traerlo hasta Provicted City.
Roberts se pasó una mano por la cara y al acabar de hacerlo resolló con fuerza.
—Oiga, forastero. No estoy para bromas. ¡Le aseguro que no aguanto que me
embromen!
El joven alto arrojó la colilla del cigarrillo y cambió de posición en el pescante.
—No es broma, sheriff. Le aseguro que, aunque costó, lo conseguí.
Roberts sonrió con agresividad.
—Lo consiguió, ¿eh? Se refiere al cadáver.
—¿A qué si no, sheriff?
Roberts cerró los ojos con fuerza.
—¡Condenado me vea! ¡No voy a tolerarle…!
El joven chascó la lengua.
—Bueno, sheriff. No tiene por qué ponerse así. Yo leí el anuncio en La Voz del Oeste, de
Austin. Lo decía bastante claro. «El sheriff Roberts de Provicted City pagará quinientos
dólares a la persona que le haga entrega del cadáver de un hombre llamado Adams, cuyos
rasgos personales son: Cincuenta años, elevada estatura, nariz aguileña, pupilas grises,
escaso cabello y espesa barba roja. El difunto señor Adams fue visto por última vez en las
cercanías de Bigville, condado de Dallas, Texas.»
El sheriff Roberts escuchó con una mueca.
—¿De modo que se sabe el anuncio de memoria?
—Sí, sheriff. Lo he leído lo menos cien veces.
—Lástima que yo no lo haya leído una sola vez —dijo el sheriff con ironía.
El joven del pescante alzó ligeramente las cejas y rebuscó debajo del asiento.
—Eso está arreglado, sheriff. Aquí tiene el ejemplar donde encontré ese anuncio.
Roberts se quedó mirando con fijeza el periódico arrugado que presentaba el anuncio
encuadrado con lápiz en uno de los dobles.
Alargó una mano, sin quitar ojo al forastero, y tomó el periódico. Lo desdobló y se puso a
leer despacio moviendo los labios.
—Infiernos —el sheriff alzó la cabeza—. Es cierto.
—No acostumbro engañar a los representantes de la ley.
El sheriff leyó el anuncio de corrida por segunda vez y, cuando volvió a mirar al joven del
pescante, sus ojos delataban una mayor perplejidad.
—¡Que me ahorquen si lo comprendo! —exclamó.
—¿Qué es lo que no comprende, sheriff?
—Quién diablos me ha endosado el encargo y dónde puede estar para aclarar todo este
lío.
El joven forastero sonrió pacientemente.
—No hay ningún lío, sheriff. Está claro como el agua que la persona que colocó el anuncio
tiene algún interés especial en recobrar el cadáver del señor Adams. Eligió esta ciudad por
ser una encrucijada en la ruta. Indudablemente, creyó que el traslado del cadáver sería más
factible si era encontrado en Bigville. Tal vez tenga, intención de estrenarle un mausoleo en
alguna ciudad, más al Oeste. Esto son conjeturas, naturalmente.
—Bien —gruñó el sheriff—. Ya que se las pinta tan bien para conjeturar trate de
explicarme por qué yo no sé nada del asunto y encima me cargan el mochuelo.
El forastero se deslizó del pescante, puso los pies en tierra y se desperezó ligeramente.
—También hay una explicación para eso. Y sencilla.
—Vaya. Usted me resultará un cerebro privilegiado.
—Simplemente, sheriff. La persona que colocó el anuncio no esperaba tal vez que se
hallara tan pronto el cadáver. Voy a poner otro anuncio en el periódico diciendo que el
fiambre ya está aquí. Verá cómo el sujeto del anuncio no tarda en aparecer con los
quinientos dólares, o bien le manda a usted una remesa por el Banco de esta localidad para
hacerme la entrega. Sólo es cosa de esperar un poco. Si lo ha elegido a usted para la
recepción del difunto Adams, es ni más ni menos para que la transacción tenga un aspecto
perfectamente legal. ¿Entiende, sheriff?
La autoridad de Provicted City se pasó la mano por la cara y al apartarla miró con un solo
ojo al joven.
—No entiendo ni torta.
El joven guiñó.
—Déle vueltas y verá cómo le entra en seguida, sheriff.
—Me refiero a otros aspectos del asunto. Oiga, ¿quién es usted y cómo consiguió
hacerse con el fiambre?
El joven carraspeó suavemente.
—Por favor, sheriff. Una pregunta cada vez. Mi nombre es Ken Burton.
—Muy bien. ¿Cómo llegó a parar a sus manos el difunto señor Adams?
—Sencillamente. Leí el anuncio y me dispuse a buscar en los lugares más comunes donde
puede desaparecer una persona en Bigville. Uno de los sitios fue El Desfiladero de Lucifer.
Allí encontré el cuerpo de Adams. Debió sufrir un accidente. Aquel paso es muy estrecho y,
según las estadísticas, mueren diez personas cada año en el fondo del desfiladero.
—Siga.
Ken Burton se frotó la nariz con la palma de la mano.
—No queda más. Luego me vine hacia acá.
El sheriff fijó la mirada en el carromato y dio un salto atrás soltando una exclamación.
—¡Y lo trae desde Bigville! ¡A tres días de camino con el calor que hace…!
Burton carraspeó cejijunto.
—Verá, sheriff. Mandé que lo embalsamaran. Me costó veinticinco dólares después de
rogar mucho. Pedían cuarenta.
El sheriff pareció tranquilizarse, pero tenía el labio superior levantado en una mueca de
desagrado.
—Usted parece que está en todo.
—¡Oh!—hizo Burton—. Desde luego pienso recuperar esos cuarenta dólares además de
los quinientos.
—¿Me creerá si le digo que todo esto no me gusta ni pizca?
—Ya se lo leo en la cara, sheriff. Pero apuesto a que no tardamos en saber de la persona
del anuncio en cuanto lea el otro anuncio que ponga yo. Entonces se aclarará todo a
satisfacción.
Roberts emitió un gruñido arrugando los labios.
—Bien, me haré cargo del cadáver. Voy a echarle una ojeada.
El joven Ken Burton no dijo nada.
Roberts dio un paso adelante y en aquel momento sonó una voz cascada a sus espaldas.
Ken Burton pudo ver a un viejo con delantal que se acercaba con un envoltorio grasiento
en la mano.
El anciano trotó hacia el sheriff y le alargó el envoltorio.
El sheriff tomó mecánicamente la perdiz y, al lanzar una ojeada al carromato, se le
escapó de las manos.
El viejo estiró el delantal para que el manjar no le cayese al suelo.
—¡Sheriff, que se le cae! ¡Y está enterita, como le gustan!
El representante de la ley soltó un salivazo sesgado y empujó al viejo del delantal.
—Vamos, Cole —dijo, y agregó mirando a Burton —: Bien, forastero, después
hablaremos. Vaya a la funeraria de Philip y métalo allí. Puede cargar los gastos al tipo del
anuncio.
Ken Burton sonrió y llevó dos dedos al ala del sombrero para despedirse del sheriff.
—Hasta luego, sheriff —dijo—. A mi abuelo también le gustaban mucho las perdices en
escabeche. En una pieza.
—¿Quiere callarse, Burton? —gruñó el sheriff y empujó con más fuerza al viejo del
delantal hacia la cantina.
Burton se quedó mirando sonriente al sheriff y, cuando lo vio desaparecer en el interior
de la cantina, se volvió hacia el carromato.
Tomó el caballo de las riendas para hacer el camino a pie porque vio que la funeraria
estaba al otro lado de la calle, junto al hotel Nocturno.
Condujo el carromato ante la puerta de la funeraria cuyo rótulo rezaba: «El Ultimo
Suspiro - Funeraria de Philip Durrell».
Subió a la acera, empujó la puerta y entró en el vestíbulo.
Un sujeto corpulento, de rostro ancho, se le acercó doblando el espinazo en una
reverencia y murmurando unas palabras de bienvenida.
Ken explicó el motivo de su visita y, a medida que hablaba, el rostro de Philip Durrell se
fue iluminando.
—Magnífico, señor Burton —exclamó finalmente el funerario—. Voy a preparar una
cámara especial que cuando la vea le hará poner los ojos en blanco.
—¿Cuánto? —preguntó Ken.
Philip Durrell se frotó las manos simulando embarazo y lanzó una alegre carcajada.
—Sólo diez dólares diarios —dijo.
—¿Ha dicho diez pavos? Oiga, señor Durrell. En el hotel Nocturno cobran siete por una
pensión completa.
Durrell rió con ganas.
—¡Qué ocurrente es usted, señor Burton! —tosió de pronto recobrando la seriedad—.
Verá, el alojamiento de… finados requiere ciertas condiciones. Hay que decorar la cámara,
prestarle la dignidad que requiere… Implica gastos especiales.
Ken se frotó la mandíbula.
—De acuerdo. Puede hacerlo a su gusto.
—¡Quedará satisfecho, señor Burton!
El funerario dio unas palmadas y un individuo delgado brotó de entre las cortinas.
—¿Fiambre, jefe? —espetó.
Durrell hizo una mueca de disgusto, pero la transformó en una sonrisa al encararse con
Burton.
—Puede venir dentro de un par de horas y se deleitará con nuestra obra de arte. Déjelo
todo en nuestras manos, señor Burton. Está pisando la mejor funeraria del condado.
—De acuerdo —dijo Ken Burton.
Salieron a la calle y el funerario lanzó una ojeada por entre las lonas del carromato.
—Bien, por lo que veo se trata de un arca precintada. Ujú. Ese funerario de Bigville tiene
renombre para estos trabajos. ¡Ah, las ganas que tengo de conocer su estilo! Por lo menos,
contemplaré el trabajo por la tapa de cristal… Vamos, Roddy.
El individuo delgado a las órdenes de Durrell apartó la lona cansadamente.
Ken empezó a alejarse cuando escuchó el deslizamiento del ataúd sobre las tablas del
carromato.
Alcanzó la esquina opuesta y desde allí se volvió viendo que los hombres de la funeraria
habían desaparecido con el cargamento.
Cuando se acercó a la cantina, el sheriff le salió al paso con cara de mal humor.
—Quiero hablar con usted largo y tendido, Burton.
Ken miró hacia la plaza.
—Primero desearía mandar un telegrama al periódico
La Voz del Oeste. Quiero que publiquen el anuncio de que ya tengo el cadáver en Provicted
City.
Roberts asintió con un gruñido.
—No tarde mucho, Burton. He de hacerle varias preguntas. La verdad es que no he
dejado de pensar en el cadáver.
En aquel momento, se abrió la puerta de la cantina y apareció el viejo Cole con un plato.
—¡Sheriff! ¿Qué le pasa hoy? Apenas ha probado la perdiz. ¡Ni siquiera ha chupado la
cabecita que tanto le gusta!
—¡Vete al infierno, Cole! —gritó el sheriff Roberts. Y se alejó hacia la oficina.
Ken sonrió sin quitarle la vista de encima hasta que entró en la oficina dando un portazo.
Luego Ken continuó el camino hacia el puesto del telégrafo.
Se asomó por la ventanilla de la estación telegráfica, pero no vio a nadie dentro.
Entonces dio la vuelta y pidió permiso en voz alta al tiempo que entraba.
Tampoco le contestaron y decidió esperar. Observó el interior. Se trataba de un pabellón
encristalado con vidrios esmerilados para que dejara pasar mucha luz.
De pronto alguien gritó agudamente y Ken se volvió bajando la mano instintivamente
hacia el «Colt».
Pero detuvo el movimiento en seco cuando vio al telegrafista.
Se trataba de una mujer de unos veintidós años, bien formada y extraordinariamente
hermosa. Vestía un guardapolvo gris oscuro que le venía muy estrecho y ponía en relieve
sus maravillosas formas.
El rostro de ella era de un óvalo perfecto y estaba enmarcado por el pelo muy negro,
anudado en el cogote, y por una visera que le protegía los ojos negros, de largas pestañas.
Ken y la mujer se quedaron mirándose largo rato.
CAPITULO II
Ken Burton se aclaró la voz.
—Estoy seguro de que me ha confundido con otra persona.
Ella se movió con un gesto de alivio en dirección a la mesa.
—Sí. Pero no tiene importancia. ¿Qué es lo que desea? Burton se tuvo que repetir la
pregunta porque estaba ensimismado con la bella del guardapolvo.
—Quiero mandar un mensaje.
La telegrafista sentóse en el escritorio y tomó el lápiz. Dio la vuelta a una palanca y un
chisme se puso a hacer «clic - clic».
Ken carraspeó.
—¿Va a tomar nota?
—Puede empezar cuando guste.
Ken miró hacia el techo.
—«Ya tengo el cadáver».
La mujer alzó la cabeza bruscamente.
—¿Qué es lo que dice?
—He dicho: «Ya tengo el cadáver».
La muchacha arrojó el lápiz contra el tablero de la mesa e hizo una mueca.
—Me lo estaba figurando.
—¿Qué es lo que se figura, señorita?
Ella se puso en pie lentamente.
—Usted debe ser uno de ellos.
—¿A quién se refiere?
Ella le dirigió una larga y penetrante mirada.
—Sabe que me refiero a sus compinches, señor.
—Oiga, preciosa. Se está equivocando. No tengo compinches.
La bella del telégrafo aspiró aire lentamente.
—Primero se cuelan cuando no estoy a la vista y esperan a que aparezca. Luego, cuando
llego, pretenden
tomarme el pelo con telegramas de pega y finalmente intentan propasarse. ¿Tengo que
decirle al sheriff ya está al corriente?
Ken Burton no dijo nada.
La muchacha prosiguió, los dientes blancos como la leche brillando por los labios
entreabiertos:
—Todas las semanas se dejan caer. El sheriff me ha dicho que en cuanto aparezcan le
mande un aviso. ¿Lo mando, señor?
Ken sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Óigame bien, señorita. Le aseguro que no tengo nada que ver con esos sujetos que la
molestan. Si le ha llamado la atención el mensaje de «Ya tengo el cadáver», puede
constatar que no es una tomadura de pelo. Le bastará consultarlo al sheriff.
La telegrafista abrió un poco la boca, pero finalmente pareció cambiar de pensamiento.
—Voy a arriesgarme por centésima vez. Continúe.
Ken volvió a despejarse las cuerdas vocales.
—«Ya tengo el cadáver. Está alojado en la funeraria de Philip Durrell. Espero sus
quinientos dólares. No tarde porque el muerto devenga gastos.»
La chica del telégrafo titubeó unos instantes, lápiz en mano, pero finalmente tomó nota
de las palabras con los ojos brillantes de incredulidad.
—Ahora dígame dónde los ha dejado.
—¿A quiénes?
—A esa pareja de truhanes que siempre aparecen diciendo: «Muñeca, vamos a ponerte
un telegrama inolvidable.»
Ken entornó los ojos.
—¿Eso le dicen, eh?
—Esta vez han sido más originales. Han cambiado de método. Lo envían a usted y seguro
que no tardan en llegar riendo la chanza. No hace mucho los vi pasar de largo por la otra
acera. Me gustaría saber si acierto.
Ken denegó con un cabeceo.
—Puede estar segura de que no tengo nada que ver con esa gentuza.
—No puedo quitarme las dudas de encima.
Ken fue a contestar cuando de pronto escucharon una voz ronca por la ventanilla.
—Muñeca, vamos a ponerte el telegrama llenos de besos y abrazos.
La chica abrió mucho los ojos y retrocedió hacia la pared.
Miró al joven con los ojos llenos de furia.
—¿Conque no tenía nada que ver con ellos? Menudo sinvergüenza…
—Un momento, encanto. Todo va a aclararse.
Por el hueco de la ventanilla asomó una gruesa cabeza armada de una nariz aplastada y
hocicos puntiagudos. Los ojillos cerdunos de la cabeza se posaron en el joven.
La cabeza desapareció afuera y se oyó la voz dirigiéndose a otro individuo oculto a la
vista.
—Eh, Marty. Ahí dentro tenemos al tipo que la vuelve loca. Ya decía yo que la chica no
llegaba a hacernos caso.
—Ahora lo arreglaremos —contestó otra voz carrasposa.
Ken y la chica vieron deslizarse dos sombras a través de los cristales esmerilados, en
dirección a la entrada del pabellón.
Se detuvieron en la puerta encristalada y fue abierta con cierta violencia.
Dos sujetos fornidos quedaron enmarcados en el hueco.
Ambos sonrieron al ver a la muchacha acompañada del joven.
El tipo de la cara aplastada ladeó la cabeza contemplativo.
—De modo que éste es el pajarito que te hace pío pío, ¿eh, nena?
Ken se hizo cargo de los dos sujetos y comprendió el constante estado de alarma de la
muchacha. Eran dos tipos de cuidado. Vestían andrajos y lo único nuevo en sus
indumentarias eran los «Colt» colgando muy bajos en el cinturón.
—¿Qué se les ofrece, amigos? —preguntó después de estudiarlos con detenimiento.
El de los hocicos en punta alzó las cejas hacia el compinche.
—¿Ves? Las cosas siempre tienen su explicación. Hoy hemos comprendido por qué la
chica se resistía a nuestros encantos. Es el tipo que la lleva mareada. ¿Te das cuenta,
Marty?
El llamado Marty estaba tomando medidas al joven con los ojos.
—Ahora le quitaremos el mareo, Hopalong.
Hopalong se llevó una mano a la cara aplastada ysoltó una carcajada que sonó a hueco.
—Mientras tú lo arreglas, yo telegrafío a la chica, ¿vale?
Marty gruñó una respuesta entre dientes y se acercó al joven forastero.
Ken Burton chascó la lengua emitiendo un largo suspiro.
—Tome el lápiz y escriba un mensaje urgente, señorita. «Al Parque Zoológico de
Concord. Encontramos los dos sapos gigantes escapados. Manden jaula. Preparen
desinfectante. Gran pestuza. Stop.»
Hopalong y Marty se quedaron con la boca abierta de par en par.
Marty se retorció por la cintura.
—¿Oyes lo que dice este loco? ¡Yo que pensé que iba a ponerse de rodillas!
Ken retrocedió simulando una gran alarma y la joven permaneció apoyada en el armario
con el rostro pálido.
—¡Dése prisa, señorita! —exclamó Ken—. ¡Agregue el mensaje: «Sapos se aproximan
esparciendo baba por la oficina telégrafos. Mucho peligro de contaminación. Urgente.»
Hopalong estalló en un rugido de rabia y dio un salto alargando una de sus manazas
hacia el desconocido joven.
Ken le bajó la zarpa y le soltó un mazazo en el estómago.
Hopalong segregó efectivamente una especie de baba y se la tragó con un rugido.
Pero Ken le golpeó con fuerza el mentón sin perder
el ritmo y Hopalong se puso en movimiento hacia atrás.
Primero saltó por encima del computador de mensajes urgentes y después se estrelló
contra la vidriera.
El estruendo ensordeció a los ocupantes del pabellón.
Hopalong se perdió en la calle por el hueco abierto con su corpachón.
La chica emitía un grito interminable dando rienda suelta a sus nervios.
Ken no perdió voz cuando Marty se le vino encima esgrimiendo un cajón metálico para
abollárselo en la cabeza.
Esquivó el golpe de puro milagro y, cuando Marty saltaba hacia delante impulsado por la
inercia del golpe fallido, Ken le tiró un trallazo en la nuca grasienta.
Marty hizo cosas muy raras.
Empezó abriendo un hueco en el otro lado de la cristalera que pareció atravesarla como
si fuera papel de fumar, pero se llevó unos cables y varias descargas eléctricas le recorrieron
el cuerpo. Pataleó en el aire, se subió por un canal de desagüe y sin dejar de chispear y
lanzar fogonazos se tiró de cabeza a la calzada. Entonces se produjo el cortocircuito y se
alejó aullando y echando humo por todos lados hasta acabar la carrera en el abrevadero de
la plaza.
La muchacha telegrafista boqueó como si le faltara el aire mientras sus grandes pupilas
negras recorrían los destrozos.
—¿Qué es lo que ha hecho? —gritó fuera de sí.
Ken sacudió las manos contra la pernera del pantalón.
—Se estaban poniendo un poco pesados —dijo con voz normal.
—¡Lo ha destrozado todo! ¡Ha dejado inservible el telégrafo!
—Apuesto a que usted lo deja nuevo en poco rato. Sólo han sido cuatro cristales rotos.
La muchacha levantó el computador convertido en una especie de acordeón y lo dejó
caer con un gemido.
—¡El nuevo aparato para los mensajes urgentes…!
—Le echaré una mano… quiero decir que entiendo un poco de esos chismes que manejé
en el Ejército y lo arreglaremos.
Ella acumuló mucho aire en los pulmones y de pronto gritó agudamente:
—¡Salga ahora mismo de aquí!
Ken empezó a retroceder hacia el hueco abierto por Hopalong que le venía más cerca
que la puerta.
—Bien. Vendré cuando esté un poco más calmada, señorita.
La chica se dejó caer en un sillón y golpeó con ambos puños la mesa emitiendo pequeños
gemidos.
Ken oyó pasos precipitados por la acera y al darse vuelta vio al sheriff Roberts.
El sheriff abarcó el desaguisado con una mirada.
—¿Qué es lo que ha estallado?
—Reventaron un par de tipos —explicó Ken, apuntando a los dos sujetos inmóviles, muy
lejos uno de otro.
—¡Hopalong y Marty! ¡Esos dos sujetos!
La gente empezó a dificultar el paso y Ken dejó al sheriff las riendas de la situación.
Ken acababa de ver al funerario que le hacía señas desde la esquina.
Acudió hacia él y al llegar, Durrell se puso a caminar a su lado.
—¡Oh, señor Burton! ¡He querido que lo viera! ¡Qué bien ha quedado el señor Adams!
Ken volvió una vez más la cabeza hacia el tumulto y luego continuó el camino con Philip
Durrell.
—Conque se ha esmerado, ¿eh?
Durrell puso los ojos en blanco y se besó las puntas de los dedos.
—Está magnífico, señor Burton —dijo—. Además, el trabajo que hicieron con él en
Bigville ha sido tan bueno que me ha permitido lucirme de veras. ¡Qué maravilla!
—Costó cuarenta dólares.
Philip sonrió.
—No es caro, señor Burton. Han hecho una obra de arte. Lo vi a través de la tapa de
cristal. Está muy natural. Además tiene sus detalles: Le han prestado cierta sonrisita grave,
tiene la barba roja rizada a tenacilla… ¡Ah, qué modo de trabajar en Bigville!
Ken tosió.
—Usted recibirá su dinero en cuanto llegue el hombre que tiene que pagarme…
—No se preocupe de eso ahora, señor Burton —agregó el funerario—. Después de dar
varias vueltas en torno al difunto señor Adams he logrado reconocerlo.
—¿Lo conoce, señor Durrell?
—Ajá. Me costó bastante acordarme de él. Pero de pronto me fijé en el color de la barba
y me vino al pensamiento. Se trata de un rico ranchero de Old Valley. Sí. El señor Adams
hacía tiempo que andaba por el Este, negociando con las reses que le mandaba su socio
desde Old Valley.
—Su socio, ¿eh? Tal vez sea el socio quien ha colocado el anuncio.
—Puede ser, señor Burton. Stanley Regan, el socio, dirigía el rancho en Old Valley,
mientras Víctor Adams se encargaba de recorrer los principales mercados del Este para
colocar las mercancías a los precios más ventajosos. La eliminación del intermediario por
este método es verdaderamente lo que los ha enriquecido. Lástima que el señor Adams
haya sufrido ese accidente.
—Sí —comentó Ken pensativo mientras se acercaba a la funeraria—. Una verdadera
lástima.
—Así es la vida, señor Burton. Estamos en el pináculo y de pronto caemos.
—No fue el pináculo, Durrell. Fue la senda de El Desfiladero de Lucifer. Allá abajo estaba
Adams.
El funerario suspiró profundamente.
—El señor Regan debe estar muy afectado por la muerte de su socio.
Ken Burton miró hacia el puesto del telégrafo donde el sheriff trataba de imponer el
orden manoteando en el aire. Tras él danzaba el viejo del delantal con un plato en Ja mano.
Ken entró en la funeraria y preguntó:
—¿Por qué no me habla del socio Stanley Regan?
CAPITULO III
Stanley Regan, de cuarenta años, alto, moreno, de ojos muy negros y cara ancha y
grasienta, se ajustó el bañador y comenzó a trepar la escalerilla de hierro que conducía a lo
alto del trampolín. Sus movimientos destacaron los potentes músculos debajo de la piel
tostada.
Cuando llegó al trampolín, contempló la ancha piscina que hacía un par de meses había
mandado construir en el patio del rancho y de pronto volvió la cabeza hacia una de las
casetas, por donde acababa de aparecer una hermosa mujer.
Se trataba de una pelirroja de anchas caderas, toda ella embutida en un estrecho
bañador a rayas que le llegaba a las rodillas y que destacaba exageradamente sus
ampulosas y agresivas formas.
La pelirroja se acercó a la orilla de la piscina poniendo mucho balanceo en el cuerpo y,
cuando llegó cerca del agua, se detuvo levantando la cabeza.
—Hola, Stanley —movió una mano.
Stanley Regan la contemplaba con los ojos ligeramente dilatados, pues era la primera vez
que la veía en traje de baño y sintió que la boca se le resecaba. Bien; hacía un montón de
tiempo que él y ella no se veían. Se habían conocido un año antes en Dulluth. Ella trabajaba
en un saloon y allí se inició la amistad. Ahora la había invitado por carta a pasar unos días en
el rancho y la chica había aceptado. ¡Lo bien que lo iban a pasar!
—Ven aquí, Lorena —dijo Stanley.
La chica rió cantarinamente, poniendo mucha picardía en el gesto.
—Tendrás que cogerme, Stan.
Regan resolló entre dientes y sonrió retador.
—Te aseguro que te cogeré.
—Sé nadar muy bien, Stan. Lo dudo.
Regan la vio lanzarse al agua y, cuando la roja cabeza emergió dijo:
—Stan, está muy fría. ¡Corre!
Regan se lanzó de cabeza describiendo un elegante arco en el aire.
Se hundió verticalmente y, cuando volvió a salir, buscó a la chica con la mirada.
Ella ya braceaba entre risas hacia la orilla que servía de meta.
Regan lanzó una maldición alegre y nadó con todas sus fuerzas.
Por un momento la chica le sacó ventaja y lo burló describiendo unas curvas en el agua.
Regan se movió como un pez.
La chica demostró gran habilidad en el líquido elemento.
Primero simuló fatigarse y, cuando Stan le iba a poner la mano encima, hurtó el cuerpo y
golpeó la cara de Regan con un piececito desnudo.
Regan y ella rieron de buena gana y continuaron el torneo.
Stanley pretendía cortarle el paso y un par de veces alargó la mano para hacerle
cosquillas a la chica y quitarle las fuerzas, pero ella se las ingenió para arrojarle un buche de
agua en los ojos y escaparse de sus zarpas.
Finalmente, Stanley la cazó.
Lorena se debatió entre los brazos de él y repentinamente se vio izada fuera del agua.
Stanley soltó grandes carcajadas de victoria y la muchacha pataleó en el aire tratando de
escurrirse. Pero Stanley la tenía muy bien asida y corrió cargado con ella hacia la entrada
principal del patio que daba al interior de la casa.
Al llegar a la amplia sala, chorreando agua, se detuvo en seco al ver a un tipo largo como
una escoba que le bloqueaba el paso.
—¡Apártese de ahí, idiota! —gritó Regan riendo con la chica.
El tipo larguirucho inició una danza de titubeo.
—¡Jefe! ¡Es algo muy urgente!
Regan alcanzó el pie de la escalera.
—No estoy ahora para negocios.
El largo silbó redondeando los ojos.
—Oro en barras, jefe —dijo mirando a la pelirroja—. Pero sería bueno que me escuchase.
Se trata del señor Adams.
Stanley Regan se envaró poniendo sus músculos de relieve y su rostro se contrajo.
—¿Del señor Adams? —dijo roncamente.
—Sí, jefe. Calcule si es urgente.
Regan repasó a la chica con la vista y comenzó a subir las escaleras a toda prisa como si
en vez de setenta y cinco kilos de mujer llevara entre los brazos dos onzas de paja.
—¡Vete al diablo, Pat! —rugió.
La pareja llegó al piso superior.
Entonces Pat, gritó con fuerza.
—¡Tiene que escucharme, jefe!… Han encontrado el cadáver del señor Adams.
Regan se asomó por la balaustrada con la chica todavía en brazos.
—¿Quieres que te mate, Pat? ¿Estás loco?
—Jefe, aquí fuera hay dos muchachos que lo acaban de ver en una funeraria de Provicted
City. Ahora haga lo que guste.
Stanley Regan dejó a la pelirroja en el suelo y la palmeó produciendo un chasquido en el
bañador mojado.
—Espera un poco, Lorena. Quiero retorcerle primero el pescuezo a este bastardo de Pat.
Ella escurrió el bañador con las manos sobre el cuerpo y el agua chorreó por sus largas
piernas.
—Mátalo pronto, Stan —dijo con voz aterciopelada.
Regan titubeó unos instantes y finalmente empezó adescender las escaleras.
Arriba se oyó el chasquido de la puerta al encerrarse la pelirroja en la habitación.
Regan acabó de descender los peldaños de dos en dos y se acercó a su capataz.
—Ya sabes cómo las gasto, Pat.
—Sí, jefe. Lo sé. Pero también sabe lo que le aprecio y cómo debo ponerlo al corriente
cuando algo anormal se nos cruza en el camino.
Regan se dejó caer en una silla y comprobó que el bañador se le estaba secando en el
cuerpo.
—Tráeme un vaso con algo fuerte, Pat.
El capataz se volvió hacia una mesita baja y manipuló unos vasos.
Acercó uno al jefe y levantó otro hacia sus labios.
Hopalong y Marty han visto el cadáver de Adams en Provicted City.
—¡Maldita sea! ¡Deja esa broma de una vez. ¿De qué se trata en realidad? Demasiado
sabes que nadie puede encontrar a Adams.
El larguirucho Pat bebió un largo trago.
—Es cierto, patrón. Yo todavía me estoy retorciendo los sesos para comprenderlo pero
no lo consigo.
—¡Pat, te voy a…!
—¡Es cierto, jefe! ¡Esos dos chicos no pueden engañarnos! ¡Sabe que son honrados hasta
la médula y nunca beben!
—¡Pero si Adams quedó destrozado en el fondo del desfiladero de Lucifer! —Regan se
pasó una mano por la cara y dejó la bebida sin tocarla en el canto de la mesa—. No puede
ser… ¡No puede ser, infiernos!
—Hopalong y Marty tenían una semana de permiso por lo bien que se han portado.
¿Cree que iban a dejar sus vacaciones en Provicted City para llegarse aquí y tomarnos el
pelo, jefe? Lo que le digo es demasiado cierto, por desgracia.
Regan contrajo el rostro. Una vena se destacó en su frente y de pronto pegó un
manotazo lanzando el vaso contra la lejana pared de enfrente.
Después de la manifestación emocional, volvió a pasarse la manaza por el rostro y
pareció calmarse. Miró a Pat a través de los dedos.
—Explícamelo todo por orden, Pat.
—¿Por qué no hago entrar a Marty y que lo explique? Ya sabe. El tiene más facilidad de
palabra que Hopalong y le pondrá al corriente.
—Que entre —dijo Regan sin quitar la mano de la cara.
Pat dio unas palmadas y por el hueco de la puerta asomó Marty subiéndose los
pantalones para adecentarse ante la presencia del patrón.
—Desembucha —dijo Regan.
Marty alargó el cuello y contó cómo había visto en Provicted City la llegada de un
carromato ante la funeraria. Casualmente, él y Hopalong andaban rondando a la chica del
telégrafo de allá y de paso curiosearon cuando oyeron al funerario que un tal Adams había
sido alojado en su negocio y que el fiambre venía embalsamado desde Bigville. Una
circunstancia de este tipo no es cosa de todos los días y Marty y Hopalong abrieron mucho
las orejas y se dispusieron a echar una ojeada por la ventana de la funeraria, especialmente
cuando oyeron el nombre de Adams. Marty dijo que quería un trabajo así con una tía suya
que acababa de estirar la pata y pidió al funerario que le dejara echar un vistazo. Cuando lo
hizo, se quedó de piedra. Dentro de un arca con tapa de cristal descansaba para siempre el
señor Adams.
Stanley Regan interrumpió el relato dando un formidable puñetazo en la mesa que
quedó arrugada contra el suelo.
—¡Quedamos en que el cadáver de Adams sería convertido en picadillo una vez lo
liquidarais!
El rugido de Regan se perdió en los corredores del fondo.
Marty abrió la boca.
—Jefe —dijo—. Lo hicimos tal como usted lo planeó. Citamos a Víctor Adams en el
Desfiladero de Lucifer para comunicarle que mantuviera los precios altos en el mercado de
Abilene. Hopalong y yo fuimos los primeros en tumbarlo a pedrada limpia. Los demás lo
encargamos a los otros dos chicos. Pero estamos seguros de que lo hicieron bien. Soltaron
al viejo patrón… quiero decir a Adams por el hueco del Desfiladero y lo estrellaron contra
los rabiones. Luego dejaron caer la carga de pedruscos y allí hubo mucho picadillo. Yo
mismo tuve el gusto de lanzar una ojeada para convencerme de que era una maniobra
hecha a conciencia.
—¿A conciencia, eh? —dijo Stanley sarcástico.
—Sí, jefe. Para eso éramos cuatro…
—¡Un cuarteto de imbéciles! —estalló Regan—. ¡Estoy seguro de que las piedras sólo lo
hundieron y creísteis que estaba reducido a pulpa. ¡Era muy importante que nunca lo
encontraran!
Nadie dijo nada en un buen rato.
Pat sirvióse otro vaso y lo apuró. Chascó la lengua.
—Bueno, jefe. Parece que estamos en un buen lío.
—¿Me lo cuentas? —dijo rabiosamente Regan.
Pat sacudió la cabeza.
—A lo hecho, pecho. Tenemos que pensar en ponerle remedio.
—Anda, tipo listo. ¿Por qué no se lo pones tú?
Pat resolló pensativamente.
—Bien, puedo hacerme cargo del asunto…
Stanley Regan apenas escuchaba, dialogando con suspropios pensamientos.
Alzó la cabeza y estiró las piernas en la silla vociferando.
—¿Es que no te das cuenta de la amplitud del problema, Pat? ¡En cuanto se enteren las
autoridades de que Víctor Adams, el socio de Stanley Regan, ha muerto moverán la
cuestión de su herencia para buscar herederos o en su defecto atrapar la parte de Adams
para los fondos benéficos del Estado!
Pat respiró pacientemente.
—Usted tiene al juez Sullivan en el bolsillo, jefe. Ese viejo de los legajos hará una buena
trampa en los papeles para que aparezca un testamento de Adams en favor suyo.
La ancha cara de Stanley Regan se torció en una mueca de mordacidad.
—¡Claro que sí, sabihondo! ¡El juez Sullivan hará el arreglo! ¿Y qué pasará entonces,
sesudo? ¡No te tortures el cerebro, yo te lo diré!
—Dígalo, jefe.
—Entonces el tipo que ha encontrado el cadáver puede ponerlo en manos de las
autoridades e iniciarán un proceso contra mí. Lo veo en letras de molde: «Stanley Regan
liquida a su socio Víctor Adams para heredarlo.»
—Vaya —dijo Pat, sorbiendo un resto del vaso—. Veo que la cosa está espesa como un
cubo de pasta.
Regan levantó la cabeza hacia el callado Marty.
—¿Quién es el sujeto que nos ha servido el cadáver en bandeja?
Marty se pasó la mano por un moretón en el maxilar inferior.
—Se trata de un sujeto duro como las cáscaras de tortuga. Precisamente tuvimos una
cuestión con él a causa de la chica del puesto de telégrafos…
—¿Aquella morena de Provicted con buenas hechuras?
—Sí, patrón —asintió Marty—. Gastamos siempre alguna broma a la chica y, mire por
donde, el grandullón que trafica con el cadáver de Adams se lo tomó a mal y tuvimos que
pelearnos.
—Debe tener buenos cascos a juzgar por ese bulto.
Marty sonrió fanfarronamente con un diente menos acausa del impacto.
—Debió ver cómo quedó él, jefe. Tuvimos que llevarlo en camilla al hotel Nocturno.
Regan gruñó asintiendo.
—Un obstáculo menos. Ahora necesitaremos mucho espacio libre en Provicted City.
Pat dejó el vaso sobre la mesa tronchada.
—¿Qué hacemos en este estofado, jefe? Usted sabe dar un buen consejo en estos casos.
Regan se masajeó el mentón como si de allí tuviera que exprimirse la idea.
—Eliminaremos ese cadáver cuanto antes.
—Ajá —dijo Pat—. Me lo ha quitado de la boca.
—Hay que rectificar sobre la marcha, Pat. Antes de que las autoridades empiecen a
levantar las plumas, conseguiremos que el fiambre de Adams se desvanezca en el      
espacio. —Stanley Regan levantó la mirada hacia Marty—. ¿Puedo confiar en que sabréis
rectificar el fallo del Desfiladero de Lucifer, Marty?
—¿Quiere decir que nos encarga de escamotear el cadáver a nosotros, jefe?
—Sí, Marty —asintió Regan—. Vais a volver a Provicted City, tú, Hopalong y los otros dos
chicos. Quiero que no dejéis rastro del cadáver del difunto señor Adams.
—En paz descanse, jefe —interpeló Pat sonriente.
Regan asintió mirando a Marty.
—Tenéis varias maneras de deshaceros del fiambre que pondréis sobre la marcha, según
sea más fácil.
—Ilústreme, jefe —dijo Marty.
—Podéis robarlo de la funeraria y traerlo acá donde lo desintegraremos bajo mis
instrucciones.
—Puede ser difícil escamotearlo, patrón.
—En ese caso os recomiendo que le peguéis fuego a la funeraria. Quiero que arda hasta
los cimientos. ¿Entendido?
Marty cabeceó.
—Todo corriente, patrón.
Stanley Regan se levantó y sonriendo, palmeó campechanamente la espalda de Marty.
—¿Te acuerdas de aquel segundo fallo que tuvo Mike Simmonds?
El recuerdo hizo estremecer a Marty, quien se humedeció los labios.
—Sí, jefe. Usted lo untó con brea y le pegó fuego en el patio.
—De eso hace tiempo. Aún no teníamos construida la piscina. Ahora emplearía otros
métodos no tan burdos, pero más divertidos.
—No habrá lugar, patrón —volvió Marty a tragar saliva—. No fallaremos.
Pat lo coceó en el tobillo.
—En marcha, Marty. Dile a los demás chicos que el patrón les da su bendición en este
trabajito.
Marty retrocedió muy impresionado.
—Entendido, señores.
Luego, desapareció por la puerta.
Pat y el patrón se miraron a la cara y de pronto se echaron a reír.
Pat fue el primero en hablar.
—Todos tenemos fallos, jefe. Estos chicos valen mucho y lo van a demostrar de una vez.
—Entonces todo el rancho será para nosotros. Vamos a rebosar de billetes por todos
lados con el giro que le pienso imprimir a esto, una vez caducado Adams… —Regan
contempló las paredes del rancho que iban a ser solamente suyas.
—¿Cómo se llama ese tipo que manipula el cadáver, Pat?
El capataz se rascó una patilla.
—Es un bastardo que ha dado mucho que hablar por el Este. Se llama Ken Burton.
—Ken Burton —repitió Stanley, pero estaba escuchando en realidad los rumores que
procedían del cuarto superior—. Ken Burton…
Y se dirigió a la escalera.
La puerta se había entreabierto con un chasquido y por el hueco se filtraba la argentina
voz de Lorena que entonaba una dulce canción de amor aprendida en su niñez, cuando
trabaja en la vendimia, allá en el Sur.
Stanley Regan subió corriendo las escaleras de dos en dos y olvidó completamente al
bastardo llamado Ken Burton.
CAPITULO IV
Ken Burton acabó de rebañar el plato con el pan y entonces se le acercó el viejo Cole
limpiándose las manos en el delantal.
—¿Le han gustado mis albóndigas siamesas, señor Burton?
Ken masticó el pan.
—Estaban estupendas, abuelo.
El vejete Cole soltó una carcajada carrasposa.
—Aquí donde me ve, he sido cocinero durante diez años en el hotel Ritz de Nueva York.
Debía de probar usted mis almejas borrachas a la «groche».
—Almejas borrachas, ¿eh?
—Sí, señor Burton. Las almejas se ponen al horno muy abiertas y con unas gotas de
whisky en el hueco. Al cocerse quedan exquisitas. Lo malo es que vienen pocas remesas
desde Matagorda.
—¡Más albóndigas! —gritó alguien del fondo.
Cole rió muy satisfecho.
—¿Se da cuenta? El día que las incluyo en el menú tengo que amasar el doble de pasta.
Me las quitan de las manos.
Se marchó galopando hacia el fondo.
Ken peló un plátano y, cuando fue a pegarle el primer mordisco, cerró la boca al ver
entrar corriendo a Philip Durrell, el funerario.
Estaba temblando de arriba abajo y mostraba un ojo tumefacto.
—¡Señor Burton! —gritó y al verlo varias bocas de comensales se retiraron de las
albóndigas que iban a morder—. ¡Ocurre algo muy desagradable!
Ken se limpió los labios con la servilleta y la dejó en el camino a medida que corría hacia
Durrell.
—¿Qué es lo que sucede? —lo empujó hacia la calle.
El funerario se aferró la garganta con las manos ydejó escapar un gemido.
—¡Dos sujetos tratan de robar el cadáver! ¡Lo están cargando en un carromato, señor
Burton!
—¿Ha llamado al sheriff?
—Debe estar en la ducha. ¡No lo vi en la oficina!
Ken empezó a moverse a paso vivo hacia el lugar donde se ubicaba la funeraria de Philip
y no tardó en verlos.
Se trataba de dos sujetos, uno de los cuales le resultaba conocido. Era Hopalong.
Los dos individuos acababan de cargar en el carromato el arca que contenía el cuerpo de
Adams y el acompañante de Hopalong ya saltaba al pescante en busca de las riendas.
—Un momento, amigo —saludó Ken.
Hopalong se revolvió hacia él.
—¡Vaya! ¡Si es el chico de los juegos sucios!
—¿Qué van a hacer con ese cadáver?
Hopalong compuso una mueca de condolencia.
—¿No lo sabe? Era mi tío. ¡Ah, tío mío! Pienso conducirlo a presencia de mi tía Eulogia, la
esposa, que a estas horas está hecha un mar de lágrimas.
Ken apretó los maxilares.
—Oiga, querubín. Usted siempre anda metido en mi vía férrea.
—Destinos cruzados, hijo —comentó Hopalong y ya bajaba los dedos hacia la culata del
«Colt».
Ken enarcó el tórax al respirar muy hondo.
—Bien, de modo que piensa vengarse de la trifulca allá en el telégrafo birlándome mis
cosas.
—¿Llama sus cosas a la cajita, eh? Me gustaría saber por qué se lleva este manejo con el
barbarroja del ataúd. No parece usted un sujeto que se dedique a esto.
—Soy aficionado a tantear todos los negocios.
Ken se detuvo comprendiendo que el tipo le estaba dando cuerda, esperando que el
compañero del pescante se situara a gusto y le diera al gatillo.
Dejóse caer en el suelo cuando sonó el primer disparo.
La bala arrancó el sombrero y lo mandó sobre una marquesina de la acera.
Entretanto, ya estaba sonando el coro de revólveres.
El «Colt» de Ken Burton no descansó en todo el rato.
Uno de los proyectiles atrapó a Hopalong, por debajo de la oreja y lo trepanó en el acto
sin ningún miramiento.
Lo que quedaba de la cabeza de Hopalong, junto con el corpachón del tipo, saltó hacia la
bisutería de Chang- Fu, el chino, y derrumbó la vitrina repleta de collares de perlas, a diez
centavos la unidad.
El sujeto del pescante dio más trabajo a Ken porque trepó a lo alto de la lona y desde allí
quiso remendar la piel intacta de Burton vaciándole los tambores de los revólveres.
Ken Burton rodó vertiginosamente sobre sí mismo y esquivó los proyectiles por puro
milagro, consiguiendo atrincherarse tras unas cajas de bacalao en conserva.
Disparó hacia lo alto del carromato.
Se escuchó un alarido y el tipo que acompañó a Hopalong en vida, braceó en el aire y por
fin cayó a la calzada levantando grandes salpicaduras en un charco de barro.
Ken Burton empezó a incorporarse poco a poco, sin quitar ojo de los alrededores por si
alguien permanecía emboscado en algún escondrijo.
Pero no escuchó más tiros.
Emergió por detrás de las cajas de bacalao y comenzó a bajar el revólver cuando vio
correr hacia él al sheriff Roberts que pugnaba por meterse el faldón de la camisa y
abrocharse los pantalones, todo al mismo tiempo.
—¡Tenía que haberme pillado en el baño, Burton! ¿Qué desaguisado es éste?
Al hacerse cargo de los cadáveres empalideció visiblemente.
—Lo siento, sheriff.
—¿Qué es lo que siente…? ¡Cuernos dorados! ¡Menudo matadero…!
Ken se levantó el ala del sombrero.
—Será mejor que se lo explique todo en su oficina, sheriff.
—¡Magnífica idea! —exclamó Roberts, sarcástico.
Fue a añadir algo más, pero en aquel instante el vejete
Cole llegó corriendo con una fuente de viandas con besamel.
—¡Hoy tiene la suerte de cara, sheriff. ¡Le he podido reservar un poco de hígado de oca
con salsa!
Roberts cerró los párpados con fuerza.
—¡Lárgate antes de que te estrelle el plato en la cabeza, Cole!
El viejo dio un salto sesgado y reculó a toda prisa hacia la cantina.
Burton no pudo por menos que sonreír.
Una hora después, Ken se hallaba frente al sheriff que estaba al otro lado del escritorio.
Puso una pierna sobre la otra y se acomodó en el asiento, en tanto llevaba el cigarrillo a
los labios.
—Sheriff —dijo—. Tengo una pregunta obsesionante en mitad de la cabeza.
—¿De veras? —gruñó Roberts—. Yo tengo un montón de la misma clase. Y todas para
hacérselas a usted, Burton.
—Dispare la primera.
—¿Cuándo diablos va a llegar el tipo del anuncio? Me refiero al que ha de traer el dinero
contra entrega del cadáver.
—Esa es una de mis preguntas de menor importancia, sheriff.
—Ande, suelte alguna interesante y trate de contestársela a sí mismo. No tengo ganas de
cavilar. Sin embargo, me desvivo por escucharle, Burton.
Ken lanzó una nube de humo.
—¿Por qué querían llevarse esos tipos el cadáver del señor Adams?
—¿Por qué, Burton?
—Lo primero que me salta a la vista es que querían ser ellos los que cobraran los
quinientos dólares. Estoy seguro, de que, en cuanto hubiesen tenido a buen recaudo el
cadáver, se habrían puesto en contacto con la persona que colocó el anuncio en el
periódico. La habrían exprimido y no por una bicoca de quinientos.
—¿Cree que lo hacían por sacarle mil, eh?
—O dos mil.
El sheriff se quedó mirando el rostro anguloso de Burton.
—Oiga, muchacho. Leo en su cara un conjunto de cosas que no me gusta nada.
—¿Qué es lo que lee, sheriff?
El representante de la ley hizo una mueca de mal humor.
—Me da la sensación de que sabe mucho más de este asunto, pero se lo calla.
—Tengo el corazón puro y limpio, sheriff.
Roberts dio un suspiro de resignación.
—Bien, esperaré a que venga el misterioso hombre del anuncio. Entonces haré un careo
entre usted y él y tal vez se aclaren muchas cosas.
—Ojalá —dijo Burton.
El sheriff rascó con la uña en el tablero de la mesa.
—El doctor Morrison no tardará en llegar —dijo, sin darle importancia—. He mandado a
mi ayudante para que lo avise.
—El señor Adams no tiene ninguna enfermedad, sheriff. Está muy sano.
—Resérvese los sarcasmos, Burton. Quiero que el doctor compruebe si Adams fue
asesinado. Tal vez haya huellas de plomo en el cuerpo. Entonces veré qué manera de mover
las fauces tengo, Burton. Cuando me encuentro ante un asesinato suelo dejar de ser tan
simpático. Sobre todo, con los que se relacionan con él.
—Le gusta complicar las cosas, sheriff. Está claro que Adams se cayó con su burro allá
abajo en el desfiladero.
El sheriff echó una ojeada al reloj de la pared.
—Creo que el telégrafo no tardará en funcionar. Usted causó allí un buen estropicio. En
cuanto se pueda comunicar con la línea averiada de Old Valley, comunicaré a Stanley Regan
que tenemos aquí el cadáver de su socio. También quiero ver cómo reacciona el tal Regan.
—No soy ajeno a esa curiosidad, sheriff.
En aquel momento entró Mitch, el ayudante, como si estuviese acometido del baile de
San Vito. Se rascaba frenéticamente las costillas y la espalda.
—Sheriff, el doctor no regresará de Lockville hasta mañana. Dicen que tiene un caso muy
difícil entre manos y está esperando el momento propicio de una operación.
El sheriff escupió entre dientes.
—Sabía que hoy no tiene que salir nada bien. ¿Por qué diablos te mueves tanto, Mitch?
El ayudante tardó en contestar repasando las uñas por debajo del faldón de la camisa.
—Me pica todo, sheriff. Debe ser una erupción por todo el cuerpo. Por eso me alegré
tanto cuando usted me envió a buscar al doctor. Pero no he podido recibir más que un
consejo de su esposa. Dice que me unte con aceite. Urticaria, explicó.
—¿Por qué no pruebas a meterte debajo de la ducha, hijo?
Mitch retrocedió con alarma.
—Es que también estoy resfriado, sheriff. Todo se me junta.
Ken se levantó del asiento.
—Hasta luego, sheriff. Esperaremos un par de horas más para ver el giro que toman las
cosas.
—Lo dice como si esperara más jaleo, Burton.
Ken llegó a la puerta y asintió sinceramente.
—Usted sabe que Hopalong andaba con Marty. Espero que Marty intente ensartarme
con un plomo de un momento a otro. Ya saben cómo son estas cosas. De pronto se escucha
un estampido a espaldas de uno y se tiene que sacar el «Colt» a la desesperada.
El sheriff agrió el gesto.
—Procure tener el «Colt» tranquilo mientras pueda, Burton. No me gustan los ruidos.
Pero Ken Burton ya andaba por la acera y se alejaba calle abajo.
Se detuvo al pasar por delante de la oficina del telégrafo.
Un tipo se afanaba en encuadrar cristales dentro de los marcos recién reparados y el
pabellón volvía a tener buen aspecto.
Ken asomóse al interior del pabellón sin hacer ruido con las botas.
La muchacha telegrafista se hallaba enzarzada entre una madeja de hilos eléctricos que
acababa de empalmar y trataba de colocarlos dentro de las cajas de conexiones.
—¿Puedo echarle una mano? —dijo Ken.
Ella se volvió soltando un respingo.
—¿Qué es lo que hace aquí dentro? —gritó.
Ken tosió.
—Pasaba por aquí y la vi pelear con los alambres. Yo…
—¡Váyase ahora mismo de aquí! ¡Váyase antes de que llame al sheriff y le diga todo lo
que pienso de usted!
—¿Por qué no prueba a decírmelo? Me gustaría saber lo que piensa.
La chica se incorporó con unas tenazas en la mano.
—Es usted el individuo más salvaje que he visto en mi vida.
—¿Conque ése es el agradecimiento que merezco después de haberle sacudido a
aquellos dos sujetos?
—¡Vaya! ¡Sabía que me pediría las gracias!
—Recuerde que estaba en apuros.
—Usted es el que tiene que recordar que querían zurrarle. No diga que lo hizo por mí.
—Oiga, Sheyla…
—¿Quién le ha dicho mi nombre?
—Se lo pregunté al sheriff.¿Y sabe una cosa?
—No me hace falta saberla.
—Sheyla es un bonito nombre. Mi tía materna se llamaba así. ¡Ah, tía Sheyla!
—¿Quiere marcharse de una vez? —gritó la chica abriendo las tenazas.
Ken retrocedió.
—Quería poner un telegrama.
—No funcionan los aparatos. ¿No recuerda que alguien confundió esto con un ring?
—El sheriff me ha dicho también que la comunicación con Bigville ha quedado
restablecida. Quiero poner otro anuncio en el periódico.
—¿Acerca de sus famosos cadáveres, eh?
Ken se levantó el ala del sombrero.
—Vaya. Ahora es usted la que se delata como investigadora de mi vida privada.
Sheyla torció la linda cara.
—No me venga con trucos. Demasiado sabe que a estas horas todo el pueblo habla de
los desaguisados del tipo del cadáver. —Sheyla se volvió hacia su trabajo—. Lárguese. No
puedo entretenerme con su cháchara.
Ken la vio forcejear en la caja de conexiones.
Ella se pilló un dedito y soltó un gemido al tiempo que se lo llevaba a la boca.
Ken se acercó y sólo con la presión del pulgar encajó el mazo de hilos dentro de la
cápsula.
—¿Ve qué fácil?
Ella dejó de chuparse el dedo.
—Es un genio, ¿eh?
—Tengo ciertas habilidades.
Sheyla fue a pasar al otro lado, pero enganchó el pie entre los hilos sueltos que colgaban
a ras del suelo.
Perdió el equilibrio, pero Ken la atrapó con presteza entre los brazos y así la retuvo unos
instantes.
El joven notó el delicado perfume de ella e incluso una oleada de suave calor que le
produjo unas extrañas cosquillas en la nuca.
Ella lo asió de las manos para liberarse de la fuerte presión que la sofocaba de un modo
misteriosamente agradable.
—¿Puede soltarme, señor Burton? —dijo con un hilo de voz—. Ya tengo los pies en el
suelo.
—Oh —hizo Ken y la liberó muy a su pesar.
Sheyla se ahuecó el cabello todavía con la respiraciónalterada y, al levantar el brazo, Ken
pudo ver que la epidermis de ella se había cubierto de puntitos de carne de gallina.
—¿Va a poner el telegrama, señor Burton? —preguntó muy cerca de él.
Ken se dio cuenta de que el ambiente había cambiado con brusquedad a partir del
estrecho abrazo. El mismo sentía cosas nuevas muy adentro. Incluso olía a quemado.
—Sí —dijo, y la enlazó por el talle.
Entonces sus labios se unieron en un largo beso.
De repente la puerta de la oficina se abrió con súbita violencia y apareció Mitch
rascándose como un diablo.
—¡Señor Burton! ¡La funeraria está ardiendo!
CAPITULO V
Ken atravesó la calle corriendo y soltó una maldición entre dientes cuando vio el edificio
de la funeraria envuelto en humo y llamas.
Un corro de gente empezaba a formarse delante del edificio y el sheriff daba aullidos que
equivalían a órdenes. Un tipo apareció con un pozal y otros varios se sumaron con un
conjunto de cubos.
Se estableció una cadena y comenzaron a lanzar cubos de agua que eran tragados por
las llamas sin hacer ningún efecto.
En medio de la confusión, escuchóse una campana y un carromato desvencijado cargado
con una enorme cuba se abrió paso entre la gente.
El sheriff volvió la cara y abrió la boca de par en par.
—¡Todo el mundo a los cubos mientras trabajan las bombas!
El viejo Cole resultó pertenecer al servicio de incendios y él fue el primero en trotar
armado de una manguera que enfocó hacia las llamas.
Un sujeto hercúleo accionó la bomba sobre el carromato pero de la manguera no salió
agua.
Cole alargó el arrugado cuello y gimió:
—¡Sheriff,esto no funciona!
—Maldita sea. ¡Mira a ver si está atascado…!
El vejete Cole cerró un ojo y miró por el agujero de la manguera.
Justo entonces salió un potente chorro que se estrelló contra su cara.
La manguera salió disparada de sus manos y empezó a bañar a los curiosos.
Cole había sido proyectado muy lejos del chorro y todavía se debatía en el suelo cuando
la mano de Ken Burton atrapó la manguera y la puso en manos del sheriff Roberts.
—¡Sígame con el chorro a medida que entro en la casa!
El sheriff dejó que el chorro le bañara de pies a cabeza pues se había quedado con la
boca abierta.
—¿Se ha vuelto loco? ¡No irá a decirme que pretende meterse en ese horno!
—Tengo que rescatar a Adams del fuego. Seguro que todavía no ha sido alcanzado.
Alguien soltó una carcajada.
—¡Infiernos, es la primera vez que un tipo quiere salvar a un muerto…!
El sheriff lo acalló pegándole con el pito de la manguera y le hundió entre la multitud.
Burton se puso en movimiento.
—Lánceme el chorro a las espaldas, sheriff.
Roberts fue a decir algo, pero Burton ya andaba camino de las llamas y tuvo que rociarlo
ininterrumpidamente con la manguera.
Las ropas de Burton comenzaron a humear y el sheriff rompió a sudar pensando qué
ocurriría si en la cuba había dos dedos de agua como sucedía siempre en todos los
incendios.
Burton entró en el infierno.
Saltó por una ventana y el chorro de la manguera le acompañó por detrás haciendo más
tolerable el calor ardiente de la funeraria.
Unos cortinajes de crespón cayeron envueltos en llamas al paso de Burton, pero éste no
se arredró.
Brincó hacia la trastienda y respiró con alivio en medio de aquel infierno al ver el ataúd
de Adams intacto en medio de un corro de lenguas de fuego.
Cuando iba a dar el salto definitivo, se derrumbó súbitamente una gruesa viga del techo
y una explosión de llamas, chispas y carbones encendidos, lo envolvió amenazando con
cocerle vivo.
El sheriff Roberts debió captar allá afuera su mensaje telepático, porque en aquel
momento Ken oyó que ordenaba al tipo hercúleo que aumentara el riego.
Un chorro más potente cubrió a Burton de pies a cabeza y levantó de sus ropas una
espesa nube de vapor.
Burton traspuso el umbral de aquella monumental hoguera.
Se acercó prestamente al ataúd pero el chorro de agua empezaba a languidecer a sus
espaldas en parte porque el sheriff ya no podía seguir la trayectoria con puntería.
Tiró con fuerza del túmulo tan perfectamente adornado por Philip Durrell y los trípodes
se vinieron abajo.
Tomó el arca por una de las asas y entonces empezó a preguntarse cómo diablos iba a
sacarle de aquella boca de Satanás.
No obstante, siguió tirando del arca para colocarla fuera del alcance de las llamas y dio
un respiro al asomarse por la tapa de cristal.
—¿He llegado a tiempo, eh, viejo? —murmuró.
Por fortuna, la gruesa caja y la tapa de cristal habían creado una cámara interior que
había protegido el contenido contra el ambiente quemante.
Burton sintió una súbita necesidad de respirar debido a que el humo y el calor era lo
único que integraba aquella atmósfera.
Avanzó hacia una pared que daba al callejón de al lado y ahogó un grito de alegría
cuando cedió al primer par de coces que le propinó.
Los tablones crujieron, hundiéndose.
Entonces ocurrió algo que hizo a Ken cambiar de opinión respecto al sheriff. El viejo era
listo. Le envió un chorro sesgado de líquido por la parte trasera del callejón y debió afinar
mucho la puntería para que el chorro se colara por entre las tablas.
El mensaje de agua siguió llegando ininterrumpidamente y roció a Ken por delante
salpicando el arca y refrigerándola.
Ken abrió un hueco lo suficientemente grande para que el arca pudiera pasar y, cuando
lo consiguió, siempre bañado por el chorro, tiró de las asas y la sacó al callejón.
Entonces se dejó caer junto al cuerpo de Adams y respiró una atmósfera más soportable.
La voz del sheriff le llegó cargada de angustia.
—¿Sigue vivo, Burton?
Ken respiró un buen rato cerciorándose de que sus pulmones sólo estaban
medianamente cocidos.
—No lo sé con certeza, sheriff.
El representante de la ley debió dejar en manos de otro la dirección de la manguera,
porque en aquel instante apareció por entre las nubes de humo seguido de su ayudante
Mitch que venía rascándose con furiosa energía.
—¿Consiguió sacarlo, eh? —preguntó el sheriff.
Burton se incorporó apoyando una mano en el sueloy dio un suave puntapié a la caja
mortuoria.
—No sabe lo que soy capaz de conseguir cuando me empeño en alguna cosa.
Mitch miraba las paredes ardientes de la funeraria que estaban por desprenderse y
enterrarlos entre ascuas en el estrecho callejón.
—Sheriff, ¿se imagina qué pasará si eso calentito cede? ¡Vamos a quedar atrapados!
Burton asintió.
—El chico tiene razón. Las paredes se están resquebrajando. Arrastremos la caja hacia
afuera.
El sheriff clavó una mirada intensa en el rostro de Ken.
—Si no adivinara que este lío del cadáver tiene más cola de la que parece, ahora mismo
salía de estampida de aquí. Pero, en su honor, tiraré de la caja. ¡Vamos, Mitch!
El ayudante apenas si podía despegar las unas de su piel. El calor parecía aumentarle la
picazón.
Los tres hombres atraparon las asas del ataúd y de pronto llegó la voz del viejo Cole con
un mensaje siniestro.
—¡Sheriff! ¡Salgan ahora mismo…!
Se oyeron un par de disparos en la calle cuando la pared de la funeraria se desintegraba
en una lluvia de chispas y carbones.
Burton fue a salir del callejón pero entonces la esquina de la casa se desprendió con
estruendo y les bloqueó la salida.
Mitch dejó escapar un gemido de angustia y olvidó rascarse por mucho rato.
—¡Sheriff! ¡Lo estaba diciendo yo! ¡Ahora estamos atrapados!
El sheriff mantuvo los nervios relativamente serenos.
—El viejo Cole apagará esas ascuas en menos de un segundo y pasaremos por sobre
ellas.
El rostro de Ken Burton parecía más anguloso a la luz de las ascuas. Sabía que no iba a
ser tan fácil porque algo anormal pasaba en la calle.
Entonces ocurrió.
El chorro refrigerador de la cuba rodante pareció cortarse en seco y las llamas
arreciaron.
El sheriff alargó el cuello tratando de acercarse al bloqueo que les impedía la salida y
gritó por encima del estruendo del incendio.
—¿Qué es lo que ocurre, Cole…?
El viejo debía haber huido hacia algún lado porque su voz sonaba más lejana.
—¡Sheriff,hay un par de tipos que dominan la situación! ¡Los dos tienen revólveres en las
manos y son los que han cortado la manguera! ¡Uno de ellos es el que llaman Marty! ¡El
tipo que vapuleó el señor Burton!
Ken apretó las mandíbulas al comprender y cambió una mirada con el sheriff que
empezaba a inquietarse de veras.
—¿Qué le dije yo, sheriff? Sabía que ese bastardo que iba con Hopalong nos daría un
susto en el momento menos pensado
El sheriff dilató los ojos al ver que las llamas se les acercaban por los cuatro costados.
—¡Condenación, invente algo! ¡No podemos cocernos a fuego lento en este callejón!
La risa potente de Marty llegó por encima de las llamas.
—¿Me oye, Burton? ¿O está ya asado como un pollo?
Ken puso las manos sobre la boca a modo de altavoz.
—Todavía tengo que lanzarle un buen zarpazo antes de verme muerto.
La carcajada de Marty fue todavía más estruendosa.
—¡Mire cómo me río, Burton! ¡Ahora cuéntenos otro chiste mientras empieza a
quedarse doradito como el pavo en el homo!
Mitch empezó a rascarse contra la pared, porque a causa del nerviosismo, las manos no
le bastaban.
El sheriff estaba tosiendo con violencia por culpa del humo que llenaba el callejón.
Entonces Ken apretó los labios y, al volver la cara, sus ojos tropezaron con el hueco por
donde había sacado el arca.
El sheriff siguió el curso de su mirada.
—No sea loco, Burton. Rechace ese pensamiento que se le ha ocurrido.
—¿Sí, sheriff?—Burton se coló en el hueco y entró de nuevo en la funeraria.
El sheriff desorbitó los ojos y chilló por el agujero.
—¡Ahora no tiene la manguera que le proteja, Burton! ¡Vuelva aquí y buscaremos otro
medio!
—Demasiado tarde, sheriff —dijo Ken, oculto por las llamas del interior y se perdió
adentro.
Primero cruzó vertiginosamente la cámara donde estaba momentos antes el arca mortuoria
y, sin perder el ritmo de los movimientos, brincó por encima de los derrumbamientos,
sintiendo que las llamas prendían en sus ropas resecas.
Anduvo un trecho con los ojos cerrados y repentinamente salió, gracias al instinto, por el
mismo sitio que había entrado la primera vez: la ventana de la fachada.
Los que contemplaban el incendio se quedaron boquiabiertos al ver vomitar por la boca
de aquel infierno a un tipo envuelto en llamas.
El hombre llameante cruzó el espacio de la calle y se lanzó de cabeza al abrevadero
produciendo un rechinar de ropas que se apagaban al hundirse en el agua. Sobre el agua
emergió un brazo del joven con el «Colt» seco.
Marty y el tipo que lo acompañaba, custodiando la cuba rodante para que nadie
extinguiera el incendio, pestañearon de asombro cuando del abrevadero saltó el mismísimo
Ken Burton.
Los dos sujetos desviaron hacia él las bocas de los revólveres.
Pero Ken Burton no les dio tiempo a apretar el disparador.
Hizo funcionar seis veces consecutivas su propio gatillo.
Marty encajó dos postas a la par y al sentirlas en el estómago, donde tenía la maldita
úlcera, aulló como un diablo y cayó del carromato-cuba yendo a parar dentro de las puertas
de la funeraria, siendo engullido por las llamas.
El otro sujeto alzó los brazos después de soltar el revólver y gritó a voz en cuello:
—¡Me rindo, Burton!
Mas ya era tarde. No sabía que llevaba otras dos balas en el hígado hasta que empezó a
sentir un gusto amargo en la boca y lo achacó a sus frecuentes trastornos de la vesícula
biliar. Pero el súbito mareo que sentía, añadido al dolor creciente en las entrañas, le hizo
bajar el rostro y vio los dos agujeros.
Se puso muy amarillo debido al reflejo de las llamas y en parte a aquella cosa maldita
que le asaba el hígado y, en medio de aquella ictericia dolorosa, se vino abajo estrellando la
cara contra los charcos de la calle.
Burton los sacó a todos de su perplejidad, ordenando con voz potente:
—¡Todo el mundo con los pozales y mangueras disponibles hacia el callejón!
El viejo Cole salió del fondo de un tonel, donde había estado oculto, y remedó las
órdenes de Burton, gritando, con voz cascada:
—¡Aprisa! ¡Hay que salvar a un muerto y a dos vivos…!
CAPITULO VI
—Sí, señor Regan. Consiguieron salvarse. Todos los vecinos de Provicted City aunaron sus
fuerzas y lucharon como verdaderos héroes contra las llamas. Se estableció una cuádruple
hilera de hombres con cubos y se agregaron un par de mangueras que fueron preparadas
por la chica del telégrafo que estaba trabajando en la sombra. Si me pregunta cómo pudo
salir Ken Burton de aquel infierno, dudo mucho en poderle dar una respuesta satisfactoria.
Lo cierto es que salió disparado por aquella ventana y se lanzó de cabeza al abrevadero,
como si todo lo hubiera calculado de antemano. Nos encontramos ante un verdadero
cerebro, jefe. Un cerebro con pistola infalible. El sheriff tiene algunas ampollas en el cuerpo.
Su ayudante, Mitch, salió de allí en calzoncillos porque todo lo demás se lo había comido el
fuego. En cambio, Burton no sufre ni la más mínima ampolladura. ¿Está conmigo en que el
tipo es un suertudo o no, patrón?
Stanley Regan se quedó mirando fijamente a su capataz, meditando en silencio las
palabras que acababa de oír.
Pat leyó la gran pregunta en los ojos de su jefe y bajó la cabeza cuando respondió:
—Sí, jefe. El cadáver también quedó intacto.
Entonces rebosó la ira contenida por Regan a duras penas.
Levantó el botijo que tenía entre las manos y lo lanzó con rabia hacia el fondo de la sala.
Se escuchó un estropicio y al mismo tiempo la voz estruendosa de Stanley Regan.
—¡Diablos del infierno!—aulló—. ¡No me importa si el sheriff salió con el bigote
chamuscado o si Burton tiene una quemadura en las posaderas! ¡Lo que me interesaba es
que el cadáver de Víctor Adams quedara convertido en cenizas! ¡Al diablo con todo lo
demás! ¿Lo oyes, Pat? ¡Era el cadáver! ¡El cadáver era lo que tenía que desaparecer!
Pat asintió, suspirando amargamente.
—Bueno, jefe. El cadáver está vivito y coleando.
—¡No me vengas ahora con estúpidas bromas, Pat!
—De acuerdo. Hablemos en serio.
Pero Stanley prosiguió con sus puñetazos frenéticos sobre la mesa.
—¿Es que no te das cuenta de cómo se está enredando todo? ¡Seguro que ese Ken
Burton no tenía idea de qué le había ocurrido a Adams! ¡No sabía que había sido asesinado!
¡Pero ese tipo tiene cerebro!
—Son mis propias palabras, patrón.
Stanley se le acercó resollando y dejó ver una espuma en las comisuras de los labios.
—Ahora es cuando las autoridades se interesarán de veras en el asunto, dirán:
«Muchachos, aquí hay gato encerrado». «¿Para qué quieren que desaparezca el cadáver de
Víctor Adams?» ¡La contestación está al alcance de un párvulo, Pat! ¡Me apuntarán a mí
como el asesino de Víctor Adams!
—Sí, jefe. Ya están tomando puntería. Pero trataremos de arreglarlo.
—¿Cómo diablos lo piensas arreglar? ¡Estamos chapoteando en este condenado asunto
desde que lo iniciamos! ¡Primero esos estúpidos creen haber destruido un cadáver, luego se
nos descuelgan el fiambre en el pueblo de al lado y, después de un par de intentos, allí lo
tenemos intacto!
—Sí, patrón. Hemos sacado bola con la mano izquierda.
—¡No te lo tomes a chanza, Pat, o te estrello esta butaca en la sesera! En cuanto caigan
en la cuenta, si no han caído ya, de que yo soy el que quiere deshacerse del cadáver se
olerán en seguida que quiero destruir la «evidentia post mortem». ¿Sabes lo que es eso,
Pat?
Pat sacudió la cabeza.
—Jefe, ya sabe que yo no chamullo el idioma apache.
—¡No es apache, cretino! Es una fórmula judicial. No pueden condenarme, aunque se
sospeche que Adams ha muerto con mi ayuda, si no tienen un cuerpo legalmente
identificado. Para todos consta que Víctor Adams anda haciendo el negocio por el Este.
¿Todavía estás en tinieblas, Pat?
Pat pestañeó.
—Ya veo un ligero resplandor, patrón. Sí, el lío es mayúsculo.
—Por eso hay que eliminar ese cadáver sea como sea. ¿Entiendes? ¡Cómo sea! ¡Pégale
fuego a Provicted City o liquida a medio mundo! Todo antes de que me endilguen el
cadáver de Adams en un juicio.
Pat se masajeó el mentón.
—Toda la culpa la tiene el tipo misterioso que colocó el anuncio de «se necesita cadáver»
en el periódico de Bigville. Debe ser un tipo conocido nuestro que sabía que nos cargamos a
Adams. Apuesto a que cuando las cosas estén al rojo vivo se nos presenta con el muerto
para extorsionarnos. Es una modesta opinión, patrón. Pero es lo que se me ocurre.
—¡Pat!
—¿Qué le pasa, jefe? ¿Por qué pone esa cara?
—¡Has dado en el clavo! ¡Apuesto a que el tipo no tarda en meterse en nuestra casa a
ofrecernos el cadáver a domicilio! ¡Eso será en cuanto pague a Ken Burton los quinientos y
se haga cargo del fiambre!
—Jefe, vistas así las cosas, presentan otra mueca.
—Pero significa que lucharemos contra algo tangible.
—Sí, podemos arreglarlo a golpe de gatillo. El tipo recibirá un buen relleno en cuanto
trasponga ese umbral con el socio embalsamado a cuestas.
—Pero, de momento, vamos a ganar tiempo para embrollar las cosas. No vamos a
permanecer con los brazos cruzados hasta que el extorsionador aparezca debidamente
respaldado por las autoridades. El tipo no llegará descalzo, Pat.
—Entiendo la metáfora, patrón. Usted piensa que cuando el tipo que puso el anuncio nos
visite, tal vez sea demasiado tarde para liquidarlo y entonces nos exprima a su gusto.
—Esas son las palabras.
—Se impone adoptar medidas extremas. La primera que se me ocurre es una
concentración de nuestras fuerzas en Provicted City. No sabe los asuntos que arregla un
coro de revólveres cuando las cosas se ponen feas.
Stanley sonrió de inmediato.
—Y, además, pondremos en juego a nuestras autoridades de aquí para frenar en seco los
pasos legales que se emprendan en el caso Adams. Tráeme de las orejas a nuestro sheriff y
al juez Sullivan que les quiero leer la cartilla. Necesito que Sullivan asegure haber tenido
una entrevista con Adams hace tres horas y que niegue que el cadáver embalsamado es el
del viejo socio. Eso pesará, teniendo en cuenta que Víctor Adams es poco conocido por
aquellos andurriales.
—Estoy enterado de que Adams juró hace veinte años no pasar nunca por Provicted City
para no encontrarse con la mujer que se la jugó en su juventud con el viajante de tapones…
—Al grano, Pat. Nuestro querido sheriff Benny Forest también nos demostrará que sirve
algo más que para embolsarse la paga que le paso.
—Jefe, usted debió ser político. Hay que oírle para ver cómo se cuece tantas berenjenas
en un solo guiso.
Stanley Regan respiró recobrando el resuello agotado en el pequeño discurso.
—Tengo una idea más genial para antes de poner en práctica estas chapucerías, Pat.
Agárrate porque te vas a caer.
—Dispárelo, patrón. Me tiene embobado.
Stanley carraspeó.
—Vamos a enviar a un hombre con quinientos pavos, más gastos, y que se presente como
el tipo que anunció en el periódico. Será una bonita manera para que Ken Burton suelte el
fiambre.
Pat retrocedió con los ojos muy abiertos.
—¡Patrón! ¡Es usted un tipo muy grande! ¡Muy grande!
En eso, la pelirroja apareció en el hueco de la puerta camino de la piscina. Guiñó un ojo a
Pat.
—Y si lo dudas, pregúntamelo a mí, Pat.
Los dos hombres rieron de buena gana hasta que Lorena se tiró de cabeza al agua.
CAPITULO VII
Ken Burton empujó la puerta de la estación telegráfica.
Sheyla se encontraba ante la mesa transmitiendo un mensaje.
—¿Se puede?—dijo él.
Ella volvió bruscamente la cabeza interrumpiendo su trabajo.
—No me divierten nada los tipos que hacen las cosas y preguntan después.
—No se soliviante, Sheyla. Vengo en son de paz.
—Pudo atraparme subiéndome una media.
—No tiene que avergonzarse de sus piernas. Me dijeron que son muy bonitas.
—¿Quién? —exclamó ella.
—Cole, el de la cantina.
—De modo que ese viejo gruñón mira por el ojo de la cerradura.
—No, Sheyla. La culpa fue de usted. El pasaba por la orilla del río un día que estaba usted
tomando bañosde sol.
Sheyla fue a protestar, pero en aquel momento el receptor se puso a funcionar.
Ken conocía el morse. Lo que estaban transmitiendodecía: «¿Qué te pasa, Sheyla? Has
interrumpido el mensaje».
La chica contestó con un tictac que, sumado, dijo: «Infiernos, no me interrumpas. Estoy
liada en una conversación importante».
«Está bien, espero», le contestaron desde el otro extremo.
Ken, para disimular, se estaba mirando la punta de las botas.
Sheyla se volvió hacia él en la silla y cruzó los brazos.
—¿Qué se le ofrece, señor Burton?
—Sencillamente, quiero darle las gracias.
—¿Por qué, señor Burton?
—Gracias a usted puedo contarlo.
—No diga tonterías.
—El viejo Cole me dijo que, gracias a usted, los hombres no corrieron a sus casas cuando
empezaron los tiros.
—Está bien, señor Burton, pero no crea que lo hice por usted.
—Claro que no.
—Pensé que el incendio podía propagarse a los otros edificios y que todo el pueblo
ardería. Era mi deber impedirlo.
—He oído decir que la van a proponer para darle una medalla. ¿Sabe una cosa? Me
gustaría imponérsela yo mismo y hacerlo a la francesa.
—¿A la francesa?
—Sí, por aquellas tierras, después de la medalla, dan dos besos.
La joven levantó la barbilla.
—Señor Burton, usted ya me ha besado.
—Oh, sí, desde luego, pero me gustaría repetir.
—Fue a traición.
—¿No le gustó, Sheyla?
—Ni pizca —dijo ella, con voz destemplada—. Y si volviera a repetirlo… —dejó sus
palabras en el aire.
—Ya sé, ya sé, usted me tiraría cualquier cosa a la cabeza.
—No lo dude, señor Burton. Y ahora, si me lo permite, tengo mucho trabajo.
—¿Envió ya mi mensaje?
—Sí, y por cierto que no me lo ha pagado.
—¿Cuánto es?
—Dos dólares setenta y cinco.
Burton sacó dinero del bolsillo y contó las monedas, dejando el importe de su telegrama
sobre la mesa.
—¿Quiere recibo? —preguntó ella.
—Si no le sirve de molestia…
Ella le hizo el recibo y Burton lo guardó en el bolsillo. La joven, tras una pausa, reanudó la
transmisión del mensaje que la llegada de Ken había interrumpido.
Pero en lugar de marcharse, Ken se acercó a la mesa.
—Oiga, Sheyla…
La joven se limitó a alzar los ojos con las cejas enarcadas.
Burton se pasó el dorso de la mano por la mejilla.
—Cuando todo esto termine, usted y yo tenemos que hablar en serio.
—¿Cuál va a ser el tema, señor Burton?
—Usted y yo.
—Me temo que va a ser muy aburrido.
Ken le sonrió.
—Espero que cambie de opinión para cuando eso llegue a ocurrir.
—Me gustaría saber por qué dice eso.
El se agachó, mirándola rotundamente a los ojos.
El receptor estaba transmitiendo: «Oye, Sheyla, has vuelto a callarte. ¿Te encuentras
mal?»
La joven, instintivamente, envió su respuesta: «Me encuentro la mar de bien, no
molestes, ¿quieres?»
—Usted siente algo por mí, Sheyla —dijo Burton.
—¿Quiere que le confiese una cosa?
—Hágalo.
—Me es completamente indiferente —pero sin darse cuenta, ella estaba diciendo por
morse —: «Querida, qué hombre. Lo que yo estaba esperando, moreno, varonil…»
El receptor transmitió: «Sigue, sigue…»
Burton levantó la mano y tomó una guedeja de cabello.
—Sheyla… Posee usted el cabello más maravilloso que he visto jamás.
—No me toque.
La persona que estaba en la otra estación telegráfica dijo: «Atrápalo, que no se te
escape».
Burton acercó su boca a la de ella.
Sheyla dijo:
—Nunca, nunca, señor Burton.
Pero estaba transmitiendo: «No te preocupes, Lina. Le tengo en el bote».
Burton se retiró y Sheyla no pudo disimular un gesto de decepción.
—Bueno, Sheyla, no quiero ocasionarle más molestias. Quizá venga por aquí más tarde.
Hizo un saludo con la mano a la joven y salió de la estación telegráfica.
Se dirigía a la cantina cuando oyó que le llamaban.
—Eh, señor Burton.
Era Mitch que estaba en la puerta de la comisaría.
El larguirucho ayudante del sheriff ya no se rascaba.
Ken se llegó hacia él.
—Te bañaste al fin, ¿eh, Mitch?
El ayudante hizo una mueca.
—No tuve más remedio porque me tizné mucho.
—Eso resulta siempre bueno para cierta clase de urticaria.
—El sheriff quiere hablar con usted. Creo que hay jaleo. —Mitch estaba señalando la
puerta de la oficina.
Ken le dio las gracias y penetró en la estancia.
El sheriff Roberts no se encontraba solo. Frente a él estaba sentado un hombre de unos
cincuenta años de edad de cabelle y bigote blanco y ojos azules.
El sheriff estaba repantigado en la silla, con los dedos pulgares metidos en los bolsillos
del chaleco.
Al ver a Ken, sus labios sonrieron.
—Bueno, señor Burton, usted me ha dado muchas sorpresas a mí. Deje que yo le dé una.
—Adelante, sheriff —dijo Ken.
—Se aclaró lo del cadáver.
—No me diga.
—Aquí tiene usted al hombre que puso el anuncio en La Voz del Oeste, de Austin, el que
ha de entregarle a usted los quinientos dólares. Su nombre es Donald Manchester.
Donald volvió la cabeza deteniendo sus ojos en la cara del joven.
—Así que usted es Ken Burton —dijo con voz amable y se levantó, tendiendo la mano—.
Celebro mucho conocerle.
—Lo mismo digo, señor Manchester —repuso Ken, cambiando un apretón.
—El sheriff ya me ha contado lo ocurrido con el cadáver de mi buen amigo Adams.
—No podía consentir perderlo después que lo traje aquí. Para mí ese hombre vale
quinientos dólares.
—Se expuso usted mucho, señor Burton. Al parecer, mi anuncio atrajo a muchos tipos
aventureros que quisieron cobrar la recompensa. Pero celebro mucho que quien encontró
el cadáver sea el que cobre el premio porque es un acto de justicia.
—Gracias, señor Manchester.
—No me las dé. Soy yo quien estoy obligado hacia usted.
Manchester sacó una abultada cartera de la cual extrajo un gran fajo de billetes.
El sheriff soltó una risita.
—¿Emocionado, Ken?
—Sí, por fuerza he de estarlo. La verdad es que no imaginaba que el hombre del anuncio
fuese a llegar tan pronto. Estoy seguro de que ni siquiera ha aparecido mi aviso de haber
encontrado el cadáver en La Voz del Oeste.
Manchester dio un respingo y quedóse mirando al joven. Forzó una sonrisa.
—Bueno, señor Burton, naturalmente, no me he enterado de su hallazgo por La Voz del
Oeste.
—¿Cuál fue la fuente?
—Yo estaba en Regent City ayer cuando llegó un viajero contando lo que había pasado
aquí con cierto cadáver. El corazón me dio un vuelco. Una voz en mi interior me dijo que el
cadáver al que se refería debía ser el de mi querido amigo Adams. Supe por el viajero que
mi corazonada era cierta. Inmediatamente me puse en camino.
El sheriff intervino:
—Bueno, Burton, ¿está satisfecho ahora o quiere hacer más preguntas? Si yo estuviese
en su lugar atraparía esos quinientos dólares y empezaría a dejar polvo tras de mis talones.
—Soy un tipo muy curioso, sheriff.
—Condenación, muchacho, no ponga las cosas más difíciles. Ese cadáver me ha traído
más desbarajustes que si hubiese sido el mejor de los pistoleros vivos.
Manchester estaba alargando un gran fajo de billetes a Ken.
—Cuente, señor Burton. Compruebe si están los quinientos.
Pero Ken no aceptó el dinero.
—Espere, señor Manchester.
El sheriff torció la nariz.
—¿A qué tiene que esperar?
—Se lo diré, sheriff. Siento ese cadáver como si fuese de la familia. Recuerde que me he
jugado la vida unas cuantas veces por él. Por ello me interesa saber todo lo que se refiere a
la vida de ese hombre y también a su muerte.
Manchester se rascó la nariz con la mano libre.
—Me parece muy justo, señor Burton. Pero la explicación es muy sencilla. Supongo que
está al corriente ya de quién era Adams.
—Sí, me lo contaron.
—Yo era uno de los mejores amigos de Víctor Adams. En algunas ocasiones operaba
como agente suyo en la venta de ganado. Hace unos días quedé citado con él en Fawce City.
Adams nunca faltaba a una reunión y de pronto aquel día dejó de asistir. Esperé a que me
enviara un telegrama porque Adam era muy minucioso. Si estaba enfermo tenía que haber
avisado. Pasaron los días y no hubo nada de nada. Entonces fui yo el que mandé un
telegrama al socio de Víctor Adams, el señor Regan, quien me anunció que Adams había
salido de
Old Valley en la fecha prevista. Eso complicó aún más las cosas puesto que si Adams había
salido a caballo quería decir que se había quedado por el camino. Sólo pensé una cosa. Un
grupo de forajidos había salido a su encuentro para robarle, Adams se defendió y le
mataron. Podía equivocarme pero decidí correr el riesgo y puse un anuncio en el periódico
dando quinientos dólares por su cadáver. Elegí La Voz del Oeste porque, como sabe, es un
periódico que llega a todos los pueblos de la comarca y, si lo publicaba en cualquiera de los
diarios locales, no tendría la publicidad que yo deseaba.
Manchester se rascó otra vez la nariz.
—Bueno, Burton, ahí lo tiene todo.
—Sí, Manchester.
—Pobre Adams… Era un hombre la mar de simpático…
—¿Qué va a hacer con el cadáver, señor Manchester?
—Adams me dijo que cuando muriese deseaba que sus restos descansasen en su rancho
de Old Valley.
—El rancho que tenía a medias con el señor Regan.
—Sí.
—Y ahora supongo que el cincuenta por ciento del señor Adams pasará a poder del señor
Regan.
Manchester arrugó el ceño.
—Es costumbre establecer una cláusula de esa clase en los contratos de sociedad,
especialmente cuando se trata de dos socios que no están casados y no tienen herederos
directos. Si uno de ellos muere, su parte la hereda el otro socio. ¿No es así, sheriff?
—Desde luego. Todas las sociedades integradas por dos tipos que operan en esta
comarca se rigen por esa cláusula. Naturalmente, estamos hablando de dos tipos sin
familia.
Manchester sonrió.
—Estoy dispuesto a contestarle cualquier otra pregunta, Burton.
—No, Manchester. Es bastante. El cadáver ya es suyo.
El joven tomó el dinero de manos de Manchester, quien dijo:
—Le repito mi agradecimiento, señor Burton.
—Ah, se me olvidaba. El muerto ha devengado unos gastos en la funeraria.
—No se preocupe. También haré frente a eso.
—Y también me tiene que abonar cuarenta dólares que invertí en las operaciones para
embalsamarlo.
Manchester agregó los cuarenta dólares sin rechistar.
—Bueno, señor Burton, hemos quedado a la par.
—Así parece.
—Ahora sólo me falta que me entregue el cadáver.
El sheriff señaló con la cabeza a Ken.
—Después de todos los incidentes, Burton se encargó de ponerlo a buen recaudo. Sólo él
sabe dónde lo ha metido.
—Comprendo. El señor Burton tomó precauciones para evitar competidores.
—Sí, señor Manchester —cabeceó Burton—. Sígame y le entregaré la mercancía que
usted ha pagado con su dinero.
Manchester cambió un apretón con Roberts.
—Sheriff, no me importa decirle que es usted uno de los representantes de la ley más
amables que he encontrado en mi vida.
—A su disposición, señor Manchester.
Burton y Manchester salieron de la oficina.
Hicieron el camino en silencio hasta la herrería deClive Farling.
Se oyó un golpecito metálico en el interior de la herrería.
Clive Farling, un tipo grandullón que se cubría con pantalones y camiseta, interrumpió su
faena.
—Hola, señor Burton.
—¿Qué tal ha ido eso, Clive?
—No hubo novedad, pero se llegaron hasta aquí un par de tipos sospechosos.
—¿De veras?
—Nunca los había visto antes de ahora. Y no me gustó nada sus trazas. Me pidieron que
echase una ojeada a las herraduras de sus caballos.
—¿Intentaron pegar la hebra?
—No, señor.
—¿Cómo eran?
—Uno de ellos de cabello rojizo y cara pecosa. Atendía por el nombre de Big. El otro
huesudo, de ojos un poco saltones, muy moreno. Big le llamó Dicky. Cambié una herradura
y luego se largaron hacia el pueblo.
—Bueno, Clive, ya no hay motivo para preocupación. El ataúd va a cambiar de manos. Le
pertenece al señor Manchester.
—Lo celebro por usted.
—Gracias, Clive.
Burton levantó una gran plancha metálica que había contra la pared y apartó unos
cajones. Allá abajo estaba el ataúd.
Manchester hizo un gesto de admiración.
—Señor Burton, usted sabe lo que se hace. ¿Quién hubiese podido pensar que estaba
aquí la caja? Si les parece, voy por mi carromato que dejé al lado de la antigua funeraria y
vendré aquí en seguida a cargar.
—Allí encontrará al señor Durrell el dueño de la casa siniestrada. Puede entenderse con
él.
—Espero que el señor Durrell no desee que le pague el valor de su funeraria.
—No, señor Manchester. No necesita hacerlo porque de eso se encargó ya el seguro.
Manchester hizo un gesto afirmativo y salió de la herrería.
Cuando Burton y Clive Farling quedaron a solas, el segundo atrapó un sucio paño y se
enjugó el sudor de la frente.
—Va a descansar, ¿eh, Burton? Corrió demasiados riesgos por cobrar su premio.
Ken emitió un gruñido. Luego sacó una bolsa de tabaco y la alargó a Clive.
Estaban fumando en silencio cuando Manchester regresó a su carromato.
—¿Quieren ayudarme?
—Manos a la obra —asintió Ken.
Entre él y el herrero llevaron el arca hasta el vehículo y la aseguraron con cuerdas.
Cuando la operación hubo terminado, Manchester estrecho la mano de uno y otro
hombre y subió al pescante.
—Bueno, Burton, tuve mucho gusto en conocerlo.
—Yo también, señor Manchester. Le deseo un buen viaje hasta Old Valley. Ah, exprese mi
condolencia al señor Regan.
—Lo haré, señor Burton.
Inmediatamente, Manchester fustigó el tronco de caballos y éstos emprendieron una
marcha rápida.
El vehículo salió del pueblo y emprendió la marcha por el polvoriento camino que unía
Provicted City con Old Valley.
Quince minutos más tarde, Manchester se apartó de su ruta al llegar a un conglomerado
de rocas. Hizo correr los caballos por un estrecho desfiladero que daba acceso a una especie
de círculo limitado por grandes moles de granito. Justo en medio había apilado un enorme
montón de leña. Más allá, junto a las rocas, Manchester vio a los dos hombres.
Uno era de cabello rojizo y de nariz pecosa. El otro muy moreno, huesudo, de ojos
saltones.
—Hola, muchachos —saludó Manchester—. Ya me tenéis aquí.
CAPITULO VIII
El pelirrojo soltó un salivazo al polvo.
—Tardaste demasiado, Manchester.
El hombre de cabello y bigote blanco saltó del carromato riendo.
—Una representación no es cosa fácil.
—Espero que hayas hecho mejor tu papel que en las tablas, comediante.
Manchester respiró hondo combando el pecho.
—Siempre dije que yo era el mejor actor de América. El huesudo, que seguía apoyado en
las rocas, ironizó.
—¿Quién cree eso además de Donald Manchester?
—Muchachos, teníais que haberme visto. Vuestro propio jefe me advirtió que Ken
Burton era un tipo avispado y aquí me veis con la caja mortuoria. ¿No quiere decir eso que
se tragó toda mi fábula?
—Es posible —admitió el pecoso echando una mirada al ataúd que había sobre el
carromato.
Manchester prosiguió:
—Pero necesitaba esto para saber que no estaba acabado. Regresaré a San Francisco y
otra vez volveré a entusiasmar a los espectadores, con mi arte —adoptó una actitud grave
—. «Ser o no ser. He ahí el problema…»
El huesudo y el pelirrojo se miraron y el segundo de ellos se puso un dedo en la sien
haciéndolo girar.
—Sí, Dicky —dijo el pelirrojo—. Está como un rebaño de cabras.
Manchester siguió ensimismado, mirando en su torno, como si estuviese en un
escenario.
—Otra vez el público me gritará puesto en pie.
—Pidiendo tu cabeza —dijo Big.
—Aplaudiendo, ovacionando…
—Al tipo que te haya acertado en la cara con un tomate…
—Gracias, amigos por estos aplausos tan merecidos —dijo Manchester haciendo una
reverencia a derecha e izquierda.
Big rezongó apartándose de la piedra en que se apoyaba.
—Bueno, actor. Terminemos de una vez nuestro trabajo…
Big y Dicky desataron las cuerdas que mantenían fijo el ataúd sobre el carro y tomaron
aquél por las asas.
—Eh, Manchester —dijo Dicky—. Ya cayó el telón. Ayúdanos a dejar la caja arriba. Vamos
a representar «Santa Genoveva en la hoguera».
El pelirrojo frunció el ceño.
—No fue Santa Genoveva, bestia… Fue una francesa a la que pegaron fuego en Nueva
Orleáns… María Antonieta.
Manchester trepó por la leña y tras resbalar varias veces consiguió llegar a lo alto.
Entre los tres hombres depositaron el ataúd arriba. De pronto oyeron una voz a su
espalda.
—¿Necesitan ayuda, compañeros?
Manchester volvió la cabeza rápidamente porque acababa de identificar aquella voz.
Allá, apoyado en una piedra, estaba el mismísimo Ken Burton.
Big y Dicky se habían quedado inmóviles porque tenían la impresión de que un revólver
los estaba apuntando a la espalda pero cambiaron una mirada y luego empezaron a
volverse con lentitud.
Se equivocaron. Ken Burton conservaba el «Colt» en la funda.
Manchester tragó saliva.
—Caramba, señor Burton, me ha dado un gran susto.
—¿Sí?
—Por lo visto, hemos seguido el mismo camino.
—Coincidencia, ¿verdad?
Manchester señaló el montón de leña que tenía a sus pies y dijo con voz apenada:
—Burton, estoy cumpliendo la última voluntad del bueno de Adams…
—Ya. Le pidió que lo incinerase.
—Exactamente, señor Burton —asintió Manchester y hundió la barbilla en el pecho.
—Usted es un buen amigo, señor Manchester.
—Sólo un fiel cumplidor de la voluntad de Víctor Adams.
—Pero usted me dijo en Provicted City que se lo llevaba para enterrarlo en el propio
rancho de Adams, porque ése había sido el deseo del difunto.
Manchester alzó bruscamente los ojos y carraspeó.
—Bueno, ¿dije eso? —hizo una pausa y se contestó a sí mismo—: Naturalmente, lo que
tenía que enterrar en el rancho eran sus cenizas.
—Comprendo.
—Quédese, señor Burton. Usted también debe asistir a la ceremonia.
—No, no voy a asistir.
—Tiene prisa, ¿eh?
—No, señor Manchester. Se trata de que no puedo estar presente en una ceremonia que
no se va a celebrar.
Manchester se quedó con la boca abierta.
Big movió la cabeza en sentido negativo.
—Oiga, compañero, usted habla mucho.
—Es uno de los primeros que me lo dice. Casi todo el mundo que me conoce asegura que
soy hombre de pocas palabras.
—Está hablando demasiado.
—¿Por qué lo cree así?
—Mi amigo y yo fuimos contratados por el señor Manchester para quemar un cadáver.
No nos pagará hasta que hayamos terminado la operación. ¿Me sigue el rastro?
Burton se rascó detrás de una oreja.
—La verdad es que es un condenado problema, ¿eh, compañero?
—No, no es problema —contestó Big—. Vamos a pegar fuego a este montón de leña y la
caja que hay arriba arderá con su contenido.
—¿Pueden mostrarme el permiso de Sanidad?
—¿Cómo?
—Creo haber leído en alguna parte que para incinerar un cadáver se necesita un permiso
sanitario.
El larguirucho Dicky se echó a reír.
—¡Oye, Big, el tipo me resulta gracioso!
El pelirrojo Big torció la boca.
—A mí no me hacen gracia sus chistes.
Ken se miró las uñas de la mano derecha pero fue sólo un momento porque no quería
quitar ojo de la pareja. Los había identificado desde el primer momento. Eran los dos
fulanos a los que el herrero se había referido.
—Voy a recuperar ese ataúd —dijo.
—No me diga —replicó Big.
—Sí, compadre. Es lo que voy a hacer. Estoy oliendo a chamusquina y todavía no han
prendido fuego a la leña.
Dicky rió otra vez.
—No comprendo por qué no te hace gracia, Big. Es más chistoso que aquel payaso que
vimos en San Cristóbal.
Big dijo muy serio:
—Oiga, Burton, tenemos noticias de usted.
—Enhorabuena.
—Sabemos que liquidó a unos cuantos tipos en Provicted City. Cuando un fulano tiene
tanta suerte como usted, no debe arriesgarse mucho. El destino nos vuelve la espalda en el
momento más inesperado.
—¿Es suya la frase, Big? —preguntó Ken.
—No. Se la he oído recitar a Manchester.
—¿Un actor muy malo —comentó Burton.
—¿Qué es lo que está diciendo, Burton? —protestó Manchester.
Burton sonrió.
—Desde el primer momento le tomé la medida, Manchester. En la oficina del sheriff y,
más tarde en la herrería, habló con voz engolada y para colmo su historia olía
condenadamente. Le di cuerda hasta ver en qué paraba todo esto.
—¿Lo oyes, Manchester? —rezongó Dick—. Ya te dije que eras una cafetera como
comediante.
Manchester no pudo decir nada.
Big apuntó con el dedo índice a Ken.
—Oiga, Burton, nos está cansando.
—Qué pena.
—Pero al mismo tiempo nos alegramos de que haya venido. Así Dicky y yo haremos
negocio doble.
—No me diga.
—Cobraremos también por su pellejo.
—Debo felicitarlo otra vez.
—Dicky y yo le vamos a meter unas cuantas balas en la cabeza.
—Buena puntería.
—Y, cuando haya quedado tieso, lo subiremos con su amigo, el señor Adams.
—Conque me van a calentar también…
—Sí, Burton. Le vamos a dar una pasada por la plancha.
Ken hizo chasquear la lengua.
—Vaya, parece ser que, desde que llegué a esta comarca, alguien se ha empeñado en
que también me incineren.
—Usted se lo buscó.
—Lo da como cosa hecha, Big.
—Es matemático. No puede fallar.
Ken se apartó de la roca. Sus piernas quedaron abiertas ligeramente en compás y sus
brazos colgaron a lo largo de los costados.
—Cuando quieran, chicos.
Dicky y Big convirtieron su diestra en figuras borrosas porque las movieron hacia el
revólver con rapidez fulgurante.
Ken se echó de bruces en el polvo mientras gatillaba.
Big logró hacer un disparo pero su bala fue a chocar contra una roca y salió rebotada
produciendo un silbido.
Ya no pudo hacer fuego por segunda vez porque una bala se le llevó la mitad de la cara y
otra le produjo la salida de sustancias encefálicas por las orejas.
Dicky no pudo siquiera enviar una posta.
Tres de las que salieron del revólver de Ken le picotearon en el pecho.
El pistolero tropezó con uno de los leños y se vino abajo.
Dio media vuelta para utilizar el revólver pero entonces otro plomo de Ken le arrebató el
arma de la mano.
—Burton —dijo en un susurro. Luego sus labios se estremecieron porque quería agregar
algo más pero no encontró fuerzas para ello y se murió.
Burton se levantó con el revólver humeante.
Manchester gritó desde lo alto de los maderos.
—¡No tire, Burton! ¡No tire por lo que más quiera!
—¿Tiene armas, Manchester?
—Sólo un mondadientes.
—Muy bien —dijo Ken y enfundó el «Colt»—. Ayúdeme a devolver el ataúd al carro.
—Sí, señor. Ahora mismo.
Entre el actor y Ken dejaron otra vez la caja en el carruaje.
Ken se quedó mirando a Manchester, quien se pasaba nerviosamente el pañuelo por la
cara.
—Bueno, Manchester, escupa.
—¿Qué?…
—Ya sabe lo que quiero decir. El nombre de la persona que le pagó por representar su
comedia.
—Oiga, Burton, me va a buscar dificultades…
—Suelte otra respuesta como ésa y no va a necesitar el mondadientes en una buena
temporada. Le voy a dar tres segundos para que se decida. —Al mismo tiempo que decía
eso, Ken sacó el revólver.
Manchester no podía retroceder porque tenía detrás el carro. Balbuceó palabras
ininteligibles y la nuez le bailó en la garganta.
—Me pagó Pat Sanders, el capataz del rancho que pertenecía a Regan y a Adams.
CAPITULO IX
Mitch Wilbur, el ayudante del sheriff de Provicted City pegó un mordisco a la manzana
que acababa de limpiar con la manga.
Con la boca llena miró a su jefe y dijo:
—Patrón, se le nota en la cara que ha acabado con la pesadilla.
El sheriff Roberts se echó en el respaldo del asiento y sonrió.
—Sí, Mitch. Es como si acabase de despertar de un mal sueño. —Se tocó el estómago—.
Infiernos, tengo un apetito de mil diablos… ¿Cuándo va a llegar ese condenado de Cole?
—Se demora un poco porque le está haciendo su plato favorito. Pollo con salsa de San
Jacinto.
El sheriff agrandó los ojos.
—¿Quién te lo ha dicho?
—El propio Cole.
—Infiernos de viejo. Cómo conoce mis gustos ese pillastre.
El sheriff tiró de cajón y sacó una servilleta y un cubierto. Se estaba preparando.
Introdujo la punta de la servilleta por el cuello de la camisa y blandió el cuchillo y el
tenedor.
Justo en ese momento llamaron a la puerta.
—¡Abre, Mitch! —gritó el sheriff—. Soy capaz de comerme un buey crudo.
Mitch se acercó despaciosamente a la puerta y la abrió de un tirón.
El ayudante se quedó alelado mirando hacia fuera.
—Patrón aquí, lo tiene.
—Traélo rápido que quiero hincarle el diente.
—Es el muerto.
Los ojos del sheriff giraron en las órbitas como bolas mal ensambladas.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién?
—El señor Burton ha regresado y trae el ataúd.
—¡No! —gritó el sheriff poniéndose en pie de un salto pero continuó con el cuchillo y el
tenedor en la mano.
La voz de Ken sonó fuera.
—Eh, Mitch, écheme una mano.
Mitch salió de la comisaría.
El sheriff estaba tan inmóvil que parecía haberse convertido en una estatua.
Oyóse un ruido y vio aparecer a Mitch agachado arrastrando el ataúd de Adams.
Empujando por el otro extremo se introdujo en la estancia Ken Burton.
—¿Qué significa esto? —rugió el sheriff.
Burton se enderezó.
—Bueno, sheriff, resultó una encerrona.
—¿Qué dice?
—El señor Manchester no era el tipo que puso el anuncio en La Voz del Oeste, sino un
fulano pagado por el capataz de Adams —a continuación Burton contó lo que le había
ocurrido en las afueras del pueblo.
—¿Dónde está Manchester? —preguntó el sheriff.
—Lo dejé marchar porque, después de todo, él era un desgraciado y no había matado a
nadie.
—¡Otros dos cadáveres!
—Sí, la lista se va alargando.
Mitch pegó un bocado a la manzana.
El sheriff gritó:
—¿Cómo puedes comer delante de…? —señaló la caja.
—Bueno, patrón, el doctor me dijo que estaba muy delgado y que, si no comía, también
me iría al hoyo.
En aquel instante entró el viejo Cole portando una bandeja. En ésta había un plato con
un pollo entero chorreante de salsa.
—Aquí me tiene, sheriff —dijo sonriente—. Pollo con salsa de San Jacinto. Bocado
exquisito.
—¡Cole! —gritó el sheriff.
El viejo se detuvo junto a la mesa.
—¿Qué, sheriff?
—¡Llévate ese pollo! ¡Llévatelo!
—Pero, sheriff… ¡Si es su plato…!
—¡Vete al infierno! ¡No quiero pollo!
—Quizá le gustaría mojar unos trozos de pan en la salsa. Rosita la probó y dijo que nunca
me salió mejor.
—¡Lárgate, Cole! ¡Lárgate antes de que haga una barbaridad!
El viejo se marchó rezongando.
—Eso le pasa a uno por ser demasiado complaciente.
—¡Mitch! —gritó el sheriff—. ¡Cierra esa puerta! No quiero que nadie sepa lo que se va a
hablar aquí.
Mitch obedeció la orden.
Entonces el sheriff arrojó sobre la mesa la servilleta, el cuchillo y el tenedor.
—¡Condenación, Burton! ¡Voy a hablar en serio con usted!
—Le escuchó, sheriff.
—¿Por qué me quiere cargar el muerto?
—Le haré una confesión, sheriff. Creo que este hombre fue asesinado.
—¡No, Burton! ¡No puede continuar el mal sueño!
—Está despierto, sheriff. Se cargaron al señor Adams pero la única prueba que existe es
la de su cadáver. Por ello, el hombre que lo mandó matar pretende destruir, esta caja con
lo que hay dentro. Primero intentaron robar el cadáver, luego le pegaron fuego a la
funeraria y finalmente hicieron pasar a un tipo por el fulano que puso el anuncio en La Voz
del Oeste. Querían convertir todo esto en ceniza.
Mitch interrumpió el movimiento de sus maxilares.
—¡Canastos, patrón, parece que este muchacho ha dado en el clavo!
—Cállate, Mitch. No te he pedido tu parecer.
—Se me ha ocurrido una cosa, sheriff —dijo Ken.
El sheriff lo miró con prevención, los ojos entornados.
—¿Qué es esta vez?
—Detenga al muerto.
—¿Có… cómo?
—Quiero que lo encierre en una celda.
—¿Qué está diciendo, Burton?
—Es la única forma que se me ocurre para asegurarlo.
—¡No, demonios, no!
—Tiene que hacerlo, sheriff.
—Mi cárcel no es una funeraria.
—¿Debo recordarle que el negocio de Philip Durrell ardió hasta los cimientos?
—¡Que me cuelguen! —exclamó el sheriff y se puso a pasear pero cuando encontró en su
camino el ataúd se apartó de un salto.
—Sheriff, ha de ser comprensivo —dijo Ken.
Roberts se detuvo temblándole el labio inferior.
—¿Hasta cuándo voy a ser comprensivo, Burton?
—Hasta que descubramos al asesino.
—Oh, no.
—Se llenará de gloria, sheriff.
—Y un cuerno.
—Su nombre será conocido en todo el país. Ya puede estar seguro de que un enjambre
de periodistas se dejará caer en su oficina. El sheriff Pat Garret será a su lado un
desgraciado. Todo el mundo pregonará a los cuatro vientos que el sheriff Jude Roberts es el
más grande representante de la ley en todo el Oeste.
Roberts había empezado a cambiar la expresión de su rostro. Casi sonreía:
Mitch gritó triunfalmente:
—¡Ya leo el titular! «El sheriff Jude Roberts salva a un muerto.»
El sheriff pareció volver en sí pegando un grito.
—¡No y mil veces no, condenación!
—Muy bien, señor Roberts —dijo Ken—. Iré en busca de otro lugar para depositar la caja.
Pero recuerde una cosa muy importante, sheriff. ¡Recuerde que un muerto llegó a su oficina
en busca de protección y usted lo arrojó por la puerta!
Mitch sacudió la cabeza.
—Qué malos sentimientos tiene, patrón.
—Cierra el pico, Mitch.
El sheriff empezó a rascarse desaforadamente la patilla.
Burton cogió un asa del ataúd y empezó a arrastrarlo hacia la puerta.
—Vamos, Mitch, ayúdame.
—Con mucho gusto, señor Burton.
El ayudante colaboró con Ken empujando el arca.
—¡Esperen, condenación! —gritó el sheriff.
Mitch dijo sonriente:
—Sabía que sacaría a relucir su corazón de oro.
—¡He dicho que te calles, Mitch!
—Sí, señor.
—Venga acá, Burton.
Ken se acercó al representante de la autoridad, quien se masajeaba muy aprisa el
mentón.
—Supongamos que doy mi consentimiento, que detengo a ese muerto… ¡Infiernos, ya no
sé ni lo que me digo! ¡Me están ustedes contagiando!
—No se preocupe, sheriff. Le entiendo perfectamente. Usted guarda la caja en la celda.
Lo demás será fácil.
—¿Qué quiere decir?
—Que muy pronto conoceremos la identidad del asesino.
—Muy sencillo, ¿eh?… No trate de dorarme la píldora. Este es un asunto de envergadura.
Ya se han dejado caer por nuestra ciudad bastantes pistoleros pero usted anduvo listo y los
despachó. También se las arregló para evitar que la caja ardiese en «El Ultimo Suspiro»…
Todo eso quiere decir que el muerto es muy importante para alguien, como usted dice,
pero al propio tiempo también se demuestra que esa persona, sea quien sea, no
abandonará hasta lograr el fin que se ha propuesto.
—Le felicito, sheriff. Ha hecho usted un gran resumen.
—Gracias —dijo el sheriff instintivamente pero en seguida su cara dibujó una mueca—.
¿Por qué demonios me tendré que doblegar a esta imposición suya?
—No diga eso, sheriff. Usted está cumpliendo su deber.
—¡Qué deber ni qué rábano! No hay ninguna ley que me ordene encerrar un fiambre en
una celda.
—Pero usted tiene un cerebro elástico, sheriff, y se da cuenta de que, tal como están las
circunstancias, es lo mejor.
—Una voz interior me dice que me estoy metiendo en el mayor lío de mi vida.
—Saldrá de él con bien.
—Si, y también puedo salir con unos cuantos agujeros en el pellejo… Adelante,
muchachos… Encierren el arca.
—¿Qué habitación le doy, jefe? —preguntó Mitch.
—La número 2 está más ventilada.
Mitch tomó un llavero de la pared y luego entre él y Ken se llevaron el cadáver por el
corredor.
El sheriff quedó paseando de un lado a otro.
Al cabo de un rato, Burton y Mitch regresaron después de haber realizado su faena.
El sheriff se enfrentó con Ken.
—De modo que el capataz del rancho de Adams y Regan fue el que pagó a Manchester…
—Sí, eso está claro.
—Entonces también debe estar claro que es el capataz el que ha armado todo el tinglado
y el que pagó a los asesinos de Adams.
—Eso no es cosa segura.
—¿Qué quiere sugerir?
—Es posible que el capataz haya obrado por cuenta de otro.
El sheriff dio una cabezada:
—También lo he pensado yo, no vaya a creer que tiene la exclusiva —hizo una pausa—.
Bueno, ¿qué va a hacer ahora, Burton?
—Esperar.
—¿No se va a llegar al rancho?
—No.
—¿Por qué no?
Ken se dirigió hacia la puerta y se volvió con una mano en el tirador.
—Es la mar de sencillo, sheriff. Ellos vendrán aquí. Hasta luego.
Dicho esto salió.
CAPITULO X
Lorena jugaba con Stanley Regan.
Ella tenía un bombón en la mano y él pretendía cazarlo con la boca pero Lorena se
echaba atrás cada vez que Regan estaba a punto de alcanzar el chocolate con los dientes.
Llamaron repetidamente a la puerta y, antes de que Stanley pudiese decir nada, apareció
su capataz Pat Sanders.
—Señor Regan…
Stanley estaba a punto de atrapar el bombón y tuvo que interrumpir su movimiento.
—¡Maldita sea!… ¿Es que no tenéis sentido de la oportunidad?
—Lo siento, pero se trata de un asunto importante.
—¡Infiernos! ¿Qué pasa desde hace algún tiempo? Todos los asuntos se han convertido
en importantes.
—Es el mismo caso, señor Regan.
—Mismo caso, ¿eh? —los ojos de Stanley brillaron.
Lorena se había apartado un poco de él pero conservaba entre sus deditos el bombón.
Regan la miró de reojo y por fin se puso en pie.
—Perdóname, nena. En seguida vengo.
—Sí, querido, pero date mucha prisa.
Ella ladeó coquetamente la cabeza y Regan estuvo a punto de mandar al infierno al
capataz pero hizo un esfuerzo de voluntad y salió de la habitación tras de Sanders.
—¿Qué ocurre, Pat?
—¿A que no sabe quién está aquí?
Regan se pasó una mano por el cabello.
—A veces me pregunto por qué todos tenéis el vicio de jugar a las adivinanzas. Suéltalo
de una vez. ¿Quién está ahí?
—Manchester. Donald Manchester.
—El actor.
—Sí.
—Está bien. No hace falta que yo lo vea. Felicítalo de mi parte y dale el dinero prometido
—Regan fue a volverse para entrar en la estancia donde lo esperaba la pelirroja.
—Espere, jefe.
—¿A qué tengo que esperar?
—Manchester no hizo la faena.
—¿Cómo?
—Manchester pagó los quinientos dólares a Burton más los otros gastos, pero Ken
Burton le estaba tendiendo un cebo. Lo siguió hasta el lugar donde lo esperaban Dicky y Big.
Burton se cargó a los dos muchachos y recuperó el ataúd. Obligó a Manchester a decir que
yo le había pagado y luego lo dejó marchar.
La piel de Regan estaba adquiriendo un tono violáceo.
Se atragantó un par de veces antes de hacer explosión.
—¡Maldición de maldiciones! ¡No lo puedo consentir!
Echó a andar rápidamente hacia su despacho.
—¡Que entre Manchester!
—Sí, jefe.
Regan se sentó tras la mesa de su despacho y encendió un grueso habano.
Poco después apareció Pat trayendo del brazo a Manchester. Este tenía el aire cohibido.
Se detuvo ante la mesa y sonrió a Stanley.
—Bueno, señor Regan, antes de largarme me dije que mi deber era avisarles de que todo
se había ido al traste. Al fin y al cabo, se trata de un tipo solo y usted tiene muchos hombres
a su disposición. Se llama Ken Burton, sólo tiene que cargárselo y tendrá la caja, pero, si me
permite decirlo, no comprendo por qué tanto interés por un muerto. Tengo un amigo que
es enterrador y le podría proporcionar todos los muertos que quiera.
Regan estuvo a punto de tragarse el puro pero lo logró escupir a tiempo.
—Manchester…
—Diga, señor Regan.
—¡Eres el mayor bastardo que he conocido en toda mi vida…! ¡A excepción de Ken
Burton!…
—Oh, no, señor Regan, usted no puede decir eso…
—Me has fallado. Eres un actor de baja estofa.
Al ser atacado en su orgullo, Manchester levantó la barbilla.
—Se equivoca, señor Regan. No sólo soy un buen actor, sino el mejor de todos. Lo que
pasa es que Ken Burton estaba sobreaviso.
—Tendrás que demostrar tu calidad para representar.
—¿Cómo?
—Quiero que me convenzas de que representas bien el papel.
—¿Quiere que repita todo lo que hice cuando llegué a la comisaría?
—No, Manchester. Quiero que hagas otra cosa. Quiero que representes una escena en
que mueras.
Manchester sonrió.
—Es ése mi fuerte, señor Regan. ¿Ha visto por casualidad la obra titulada «Deceso de un
marido en la noche de su boda».
—No.
—Muy bien. Voy a representar para usted la escena en que el esposo muere.
—Adelante.
Manchester empujó a Pat hacia un sillón.
De esa forma quedó solo ante la mesa. Entonces retrocedió y miró a su lado como si
estuviese allí un personaje invisible.
—Helena, ¿esto qué es?… ¡La marca de un dedo en tu piel!… ¡Un dedo que no es mío!…
¡No, no, no digas nada!… —Regan hacía gestos grandilocuentes—. Ya comprendo… Esa
marca significa lo que yo temía… Sí, Helena, sí, lo estaba temiendo. Pero estaba ciego, ciego
por ti porque te quería, porque te quiero… Y aquí dentro, yo esperaba que me equivocase.
No, no digas nada, porque la marca está ahí, la marca traidora, la marca de tu amo… ¿Qué
haces? ¿Por qué tomas mi revólver?… ¡Helena, que se te puede disparar!… ¡Santo cielo…!
¡Me apuntas…! ¡Me apuntas a mí, a tu marido!… ¿Qué vas a hacer con esa pistola, Helena?
¿Qué haces? ¡Devuélvela a la funda…! ¡Devuélvela…! ¡No dispares!
Se produjo un estampido.
Manchester recibió el balazo en el pecho.
El proyectil había salido del revólver esgrimido por Regan.
Manchester golpeó contra la pared y cayó sobre los cuartos traseros.
—¡Helena! —dijo mirando hacia el mismo lugar donde antes, como si nada hubiese
pasado—. ¿Qué has hecho, Helena…? ¡Tú…! Tú… Tú… —fue bajando la voz y luego dobló la
cabeza expirando.
Regan sacudió la cabeza.
—Hasta la última escena la hizo mal… El teatro ha contraído conmigo una deuda.
—Y que lo diga, señor Regan —asintió Pat.
Dos hombres irrumpieron en la estancia con el «Colt» en la mano. Se detuvieron al ver el
cadáver.
—Llevaos a ese espantajo, muchachos —ordenó Regan.
Sus dos esbirros sacaron el cadáver del despacho.
Cuando Regan y su capataz hubieron quedado a solas, el primero dijo:
—Bueno, Pat, estoy esperando tus palabras.
—Lo siento, señor Regan, pero esta vez elegí a dos hombres de mucha categoría. Big
Luke y Dicky Flagerty.
—Comprendo, Ken Burton se valió de alguna treta para acabar con ellos.
Pat se rascó una ceja.
—Ahí está lo bueno.
—¿Dónde?
—Ken Burton pudo sorprender a Dicky y Big por la espalda pero les avisó. Se enfrentaron
abiertamente y desenfundando al mismo tiempo.
Regan hizo un gesto de asombro.
—¿Eso hizo?
—Es lo que me contó Manchester.
—Bueno, ese bastardo ha podido contar cualquier cosa.
—¿Por qué, si le era perjudicial? Pudo decir que fueron sorprendidos y habría quedado él
mejor.
—Sí, tienes razón. De modo que nos tenemos que enfrentar con un super gun-man.
—Eso parece.
—¿Qué se te ha ocurrido?
—Todavía nada.
Regan sacudió la cabeza.
—Está claro como el agua… Se acabó Ken Burton.
—Muy bien, pero ¿cómo lo va a conseguir?
—Va a ser la mar de sencillo. Iremos a Provicted City.
—¿Nosotros?
—Sí, nosotros y los muchachos.
—¿No va a resultar sospechoso?
—No seas estúpido, Pat. Ya he tenido tiempo para enterarme de que en Provicted está
mi socio. He de ir allí para llorarlo e incluso para hacerme cargo de él a pesar de ese anuncio
de La Voz del Oeste. Aquí hubo un fallo. Cuando Burton llegó al pueblo debí de ser yo quien
se presentase haciéndome pasar por el autor de la oferta de los quinientos dólares.
—Pero ¿y si hubiese salido el verdadero? Usted se habría encontrado en un apuro puesto
que no sabemos quién es.
Regan se quedó embobado.
—Otra vez tienes razón. No se podía hacer. Pero ahora las cosas han cambiado mucho.
¿Qué es lo que le dijo Manchester a Ken Burton?
—Sólo me metió a mí en el lío. Dijo que yo le pagaba.
—¿Te das cuenta, Pat? No podemos demorarnos un segundo. De prisa. Elige a los
mejores muchachos.
—Sí, señor Regan.
El ranchero se dirigió rápidamente hacia la habitación donde había dejado a Lorena.
La pelirroja seguía comiendo bombones, y levantó su mano con uno de ellos.
—Anda, perrito, atrápalo…
Regan carraspeó.
—No puedo, Lorena. He de ponerme en viaje ahora mismo.
—Oh, no…
—Tengo que llegarme a Provicted City para liquidar un negocio en el que me juego
mucho.
—Llévame contigo.
—De ninguna manera.
—¿Por qué no?
Regan titubeó unos segundos.
—Está bien, Lorena.
—Gracias, Stanley —exclamó la joven entusiasmada—. Me preparo en un instante.
—No hace falta que lleves mucho equipaje. Estaremos sólo un día. El asunto no durará
más.
La pelirroja salió de la estancia para preparar su equipaje.
Casi en seguida entró de nuevo el capataz.
—Jefe, parece que las cosas se arreglan.
—¿Me vas a decir que a Burton le ha dado un síncope?
—No me refiero a eso sino a que acaban de llegar Jessie Gibson y su primo Billy Collier.
—¡No!
—Sí, jefe, ahí fuera están. Los he visto bastante derrotados. Parece que no tuvieron
mucha suerte en Dodge. Por lo visto, allí hay muchos competidores.
—Diles que pasen inmediatamente.
Pat se marchó y al poco rato apareció acompañando a dos tipos de vestimentas cubiertas
de polvo. El más alto era Jessie Gibson, un tipo cuyo rostro parecía una calavera.
Billy Collier también estaba delgado pero sus facciones resultaban agradables
comparadas con las de Jessie.
Ambos se limitaron a levantar la mano a guisa de saludo.
Regan los miró atentamente y después se echó a reír a golpes.
—Bueno, muchachos, ¿estáis sin trabajo?
—Eso se ve a la primera ojeada —repuso Jessie.
—Quizá me convengáis. Justamente me disponía a ir a Provicted para rematar un negocio
pero no me interesa disparar mi revólver ni que ninguno de mis hombres lo haga. Sólo se
trata de un tipo. Pero esta vez me quiero asegurar y haré el viaje con mi tropa. Vosotros
llegaréis un poco después.
—¿Cuánto? —preguntó Jessie.
—Doscientos para cada uno.
Jessie y Billy cambiaron una mirada.
Luego el primero se dirigió a Regan.
—De acuerdo, señor Regan.
CAPITULO XI
Sheyla Dewy se despidió de la señorita Hipper deseándole que se mejorase del hígado.
Reanudó el camino hacia su casa.
Ya había oscurecido.
De pronto, al cruzar por el callejón del Murciélago, una mano la atrapó por la muñeca y
tiró de ella bruscamente.
Sheyla empezó a lanzar un grito, pero el hombre que la había atenazado le cubrió la boca
con la mano libre.
—A callar, nena.
Sheyla vio ante sí la cara de un hombre de unos cuarenta años, de nariz aguileña y
mentón puntiagudo.
Y junto a aquella cara apareció la de un tipo barbudo, de ojos muy separados.
—Conque ésta es la muñeca que tiene loco a Burton, al chico del cadáver…
«Nariz Aguileña» sonrió mostrando una melladura.
—Burton tiene buen gusto.
Un tercer hombre habló desde un lugar que no podía ver la muchacha.
—Bueno, vayamos al grano, Glayson.
Glayson, «Nariz Aguileña», asintió.
—Sí, Dayne. En seguida vamos a hacer el negocio con la muñeca.
Apartó la mano de la boca de Sheyla y ésta exclamó:
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
—Somos tres buenos amigos y sólo deseamos una cosa que vale muy poco.
—¿El qué?
—El cadáver que Burton se ha empeñado en guardar.
—¿Para qué lo quieren?
—No es cosa tuya.
—Muy bien. Entonces vayan a pedírselo al señor Burton.
—Se lo pediríamos con mucho gusto y con muy buenas maneras —dijo Glayson y se tocó
el revólver de la cadera—. Pero da la pequeña casualidad de que el difunto está encerrado
en una celda.
—En tal caso, si se creen con derecho al muerto, hablen con el sheriff.
—Es lo que pretendemos hacer pero tú nos vas a ayudar.
—¿Por qué?
—Está la mar de claro. Ken Burton está en la comisaría con el sheriff y ese larguirucho del
ayudante. Podíamos entrar allí y liarnos a tiros pero no queremos correr el riesgo de que
uno de nosotros se quede tendido. ¿Por qué no hacer las cosas bien si está a nuestro
alcance?
—¿Dónde entro yo en juego? —preguntó Sheyla sin perder la serenidad.
—Nos vas a servir de salvoconducto, nena.
—¡Y vaya salvoconducto! —exclamó el barbudo.
—Yo propongo que nos lo quedemos hasta llegar a México. Servirá para abrirnos todas
las fronteras.
—No iré con ustedes —repuso Sheyla.
—Claro que no, dulzura —convino Glayson—. Tú no tienes que venir a ninguna parte con
nosotros… Sólo queremos que nos eches una mano para cazar el cadáver y luego te
dejaremos en paz.
La joven respiró profundamente.
—No les ayudaré.
—¿No?
—Sólo puedo hacer una cosa por ustedes.
—Dilo, muñeca. ¿El qué?
—Si me dejan marchar no diré nada al sheriff ni al señor Burton.
Glayson rompió a reír.
—¿Qué os parece la oferta, chicos?
El tercer tipo avanzó hacia sus compañeros. Tenía piernas estevadas y cara de caballo.
—Bueno, dejadme a mí.
Sacó el revólver y lo empuñó por el cañón. Sus ojos miraron fríamente a Sheyla.
—Oyeme, dulzura, tú vas a colaborar con nosotros por una razón. Si no lo haces te voy a
deshacer la cara a culatazos.
—No se atreverá —repuso Sheyla con voz no muy firme.
—No, ¿eh? Te voy a advertir una cosa. Ya he destrozado unas cuantas caras de mujer y
todas ellas eran tan bonitas como tú. ¿Y sabes por qué fue siempre? Yo les pedía algo que
ellas no me quisieron dar. Anda, dime que no vas a venir con nosotros a la comisaría y
empiezo la faena.
Sheyla titubeó unos segundos y el hombre que la amenazaba levantó el brazo armado.
—¡Espere! —exclamó la joven.
—¿Vienes o no?
—Iré.
El forajido rió suavemente.
—¿Veis, chicos? Así es como se las doma.
—Eres grande, Sam —dijo Glayson—. Por eso quise contar contigo para este trabajo.
Sam Dayne tomó por el brazo a la joven.
—Escúchame bien. Tú irás delante de nosotros. Entraremos en la comisaría y lo demás
será de nuestra cuenta. No se te ocurra dar un paso cuando yo te ordene que te detengas.
Durante todo el rato has de servirnos de escudo.
—¿Por qué cree que el señor Burton no se defenderá?
—Psicología aplicada, nena. Llevamos unas cuantas horas en el pueblo y preguntamos
aquí y allá. Hemos llegado a la conclusión de que ese Burton se ha colado por ti.
—Es la mayor majadería que he oído en mi vida.
—Majadería o no, tú serás obediente como una perrita. ¿Estamos? Si intentas
jugárnosla, te juro que no será sólo la cara lo que quede feo de ti. Andando, chica.
Glayson se puso al otro lado de la joven.
Salieron del callejón y emprendieron la marcha por la acera hacia la comisaría que se
ubicaba a unas cincuenta yardas.
Apenas había gente por la calle. Los últimos acontecimientos habían aconsejado a los
vecinos permanecer en sus casas. En el aire de Provicted City se mascaba una nueva
tragedia.
Sólo un borracho se cruzó en su camino.
Sheyla la identificó. Era el viejo Jerome Norton.
—Buenas tardes, Sheyla —la saludó el viejo con voz estropajosa.
—Hola, Jerome —repuso ella y lo miró intensamente a los ojos como si quisiese
transmitirle un mensaje por telepatía, ya que no podía ser por morse.
El viejo dio una vuelta sobre sí mismo mientras la joven pasaba por frente a él
acompañada de los tres hombres.
—Eh, Sheyla.
Ella fue a seguir porque ésa sería la mejor forma de dar a entender a Jerome que algo
raro ocurría pero Glayson la detuvo tomándola del brazo.
—Contesta a ese viejo.
Sheyla volvió la cabeza.
—¿Qué querías, Jerome?
—¿Quiénes son los tipos que te acompañan? Nunca los vi por aquí.
Sheyla enmudeció, pero Sam, el de las piernas estevadas, dio una pronta respuesta.
—Somos los primos de Sheyla, abuelo… Pasábamos por la ciudad y decidimos saludar a
nuestra primita. Ahora vamos a celebrarlo.
El borracho se mojó los labios con la lengua y sonrió:
—Me alegro de conocerlos —de pronto echó a andar hacia ellos—. ¿Sabe una cosa? Me
uno a la celebración.
Glayson se adelantó hacia el viejo y le puso una mano en el hombro obligándole a
detenerse.
—Lo siento, Jerome, pero tenemos que contarnos graves problemas de familia.
El borracho se rascó la crecida barba.
—Comprendo.
—Pero aquí tiene un dólar para que se convide a nuestra salud —dijo Glayson y puso una
moneda en la mano del viejo.
Jerome rió.
—Bueno, amigos, son ustedes la mar de amables…
Salud para todos.
Echó a andar hacia el saloon más cercano por cuya puerta desapareció.
Glayson se reunió con sus compañeros.
—Bueno, ese borracho ya ha quedado listo.
—Vamos, prima —dijo Sam entre risas.
—¡Ustedes son unos canallas!
Sam le enseñó otra vez el revólver.
—Cuidado con lo que dices, nena. Ten un poco de paciencia. Dentro de un rato todo
habrá terminado y podrás decir lo que quieras porque nosotros estaremos lejos.
Al cruzar por el más próximo callejón a la comisaría, «Nariz Aguileña» se desvió a la
derecha y se acercó a un vehículo.
Mientras los otros esperaban inmóviles, él condujo el carromato hasta la calle Mayor,
junto a la comisaría.
Luego, otra vez juntos, avanzaron hasta el porche de la oficina del sheriff.
Sam abrió la puerta y empujó a la joven dentro.
Ken Burton estaba jugando una partida de damas con el sheriff Roberts mientras Mitch,
sentado en una silla, daba cuenta de una manzana.
Al oír que la puerta se abría de golpe, Ken empezó a mover la mano hacia el revólver
pero, apenas sus ojos vieron a la joven, permaneció quieto.
Detrás de Sheyla entraron aquellos tres tipos de mala catadura revólver en mano.
El último, Sam, el de las piernas estevadas, cerró a sus espaldas.
—Quieta, chica —dijo Glayson.
El sheriff se puso en pie.
—¿Qué significa esto?
—Lo sabrá en seguida, autoridad —contestó Sam—. Le vamos a vaciar la celda.
—No hay ningún detenido.
—Sí, sheriff. Hay uno. El difunto señor Adams.
—¿De qué están hablando?
—Usted lo sabe perfectamente y será mejor que se haga pronto a la idea de que la caja
nos la vamos a llevar nosotros.
Ken Burton dejó colgar la mano para que no hubiese dudas de que renunciaba a sacar el
revólver.
—¿Por qué se van a llevar la caja?
—Queremos hacer nosotros el negocio, Burton.
—De modo que es eso.
—Nosotros también leímos el asunto en La Voz del Oeste y nos pusimos a buscar al tipo
de la barba roja. Luego nos enteramos de que usted nos había tomado ventaja. Perdimos
unos cuantos días y ahora queremos recuperarlos.
—Muy bien. Dígame ahora a quién la van a entregar.
—A cierta persona que tiene mucho interés en que el muerto desaparezca. El tipo no
sabe que nosotros le vamos a dar esa sorpresa.
—Ya entiendo, ustedes forman una empresa independiente.
—Sí, Burton. Y usted es un competidor.
—A mí me gustan los competidores. Hacen más emocionantes los trabajos.
—A nosotros no nos gustan y por eso lo vamos a escabechar.
Sheyla fue a moverse, pero Sam se puso tras ella.
—Quieta, nena, o te mueres soltera.
Burton sacudió la cabeza.
—Obedéceles, Sheyla.
—Pero no pueden matarlo —exclamó Sheyla—. Llévense el muerto y dejen en paz al
señor Burton.
—No podemos hacer tal cosa —contestó Sam—. Hemos oído hablar de la puntería de
Burton y de lo que ha hecho aquí por conservar el cadáver. Burton es de los que son
capaces de ir hasta el infierno en busca de sus enemigos.
El sheriff rezongó:
—Oigan, compañeros. Confórmense con la caja y lárguense. No quiero tiros en esta
comisaría.
—Usted se calla, abuelo —dijo Sam y empezó a levantar el revólver para disparar sobre
Burton.

CAPITULO XII
De repente, la puerta de la comisaría se abrió y el borracho Jerome Norton irrumpió
gritando:
—¡Una araña negra me persigue…!
Los dos forajidos que estaban cercanos al hueco se volvieron.
Instintivamente también empezó a hacerlo Sam, el tipo que estaba tras de Sheyla.
La joven vio su oportunidad y dio un tirón fuerte arrojándose al suelo.
El revólver de Ken Burton hizo lo demás.
El joven dejóse caer de rodillas, pero antes de tocar el suelo, su cañón estaba bramando.
Sam fue el primero en ser alcanzado.
La segunda posta impulsó a Glayson «Nariz Aguileña» contra el borracho y los dos se
vinieron abajo. Pero Jerome continuó vivo y Glayson se murió lanzando un estertor.
El tercer competidor de Burton, el de la barba crecida, fue sacudido por dos plomos. El
primero le obligó a dar una vuelta sobre sí mismo porque le había tocado el hígado y el
segundo le entró en el estómago, justo cuando completaba el giro, golpeó contra la pared y
se abatió despatarrado.
En la comisaria se hizo un silencio. El sheriff no había tenido tiempo ni para tocar el
«Colt».
Su ayudante Mitch estaba con la boca abierta, la manzana muy cerca, como si fuese a
pegarle un bocado.
Burton acercóse a Sheyla, a la que ayudó a levantarse.
—Otra vez me salvaste la vida, Sheyla.
—No, Ken —respondió la joven—. Fue el abuelo Jerome.
Norton ya estaba en pie mirando alternativamente a los cadáveres.
—Bueno, la treta resultó buena.
Ken lo miró con el ceño fruncido.
—¿Quiere decir que entró aquí sabiendo lo que pasaba?
—Sí, señor Burton. Lo sabía. Tropecé con Sheyla por la calle y me bastó una mirada para
saber que estos tipejos se traían algo entre manos.
Sheyla besó al abuelo.
—Han podido matarlo, Jerome.
—Siempre he sido un tipo con mucha suerte.
El sheriff, que seguía sin hablar, se dejó caer en la silla. Sacó un pañuelo con el que se
enjugó el sudor de la cara.
—Maldición… Si las cosas siguen así, voy a morir de un susto.
Mitch movió la cabeza de arriba abajo.
—Demonios, nunca hubiese creído que un muerto la pudiese armar tan gorda.
Y tras sus palabras, pegó un gran mordisco a la manzana.
Por el hueco de la puerta que todavía no había sido cerrada, apareció Philip Durrell, el
funerario, seguido de su ayudante Roddy Heller.
Los dos se detuvieron echando una ojeada a los cadáveres que había en el suelo.
El delgado Heller se frotaba las manos sonriente.
—¿No se lo dije, jefe? Esos tiritos produjeron su efecto. Fiambres, muchos fiambres…
Su jefe le pasó una mano por el cogote.
—Calma, Roddy, calma. No te pongas nervioso.
—Llévese esa carroña —ordenó el sheriff.
Philip Durrell hizo un gesto afirmativo.
—Ah, sheriff, hemos instalado provisionalmente mi funeraria en el estado de Junker.
Roddy y yo hemos pasado unas cuantas horas desinfectando aquello. Nuestros clientes no
podrán protestar ya que se encontrarán en un ambiente tibio y agradable.
—¡Por lo que más quiera, Philip!—chilló el sheriff—. ¡Lárguense!
Philip hizo una señal a Roddy y bastaron unos minutos para que los dos funerarios se
llevasen a los tres pistoleros.
Burton se contemplaba en los ojos de Sheyla.
—Nena… Te lo tengo que decir. No puedo esperar a que todo termine.
—¿El qué? —preguntó ella como si no lo supiese.
—Te quiero y voy a pedirte que seas mi mujer…
—Oh, Ken, ¿por qué has tardado tanto tiempo en preguntármelo?
—Si nos conocimos ayer.
Ella parpadeó.
—¿Es posible? Debes equivocarte, Ken. Yo hace un siglo que te conozco.
El sheriff, estaba arrugando la nariz, escuchando el amoroso diálogo. Mitch también
miraba a los dos jóvenes, pero no dejaba de pegar mordiscos a su manzana.
Pero en ese momento el sheriff golpeó la mesa con el puño.
—¡Burton!
—¿Qué quiere, sheriff? —preguntó Ken sin apartar los ojos de la cara de Sheyla.
—¿Puede interrumpir por un momento sus asuntos privados y prestarme atención?
—Sí, sheriff.
—¡Míreme a mí y no a ella!
Burton volvió la cabeza.
—No pierda la serenidad, sheriff. Ya pasó el susto.
—Oiga, Burton. ¿Hasta cuándo vamos a estar así? La intromisión de esos pistoleros me
dice que otra mucha gente debe estar en camino. Provicted City puede convertirse en el
Matadero General de Texas… Y es lo que yo me pregunto. ¿Por qué infiernos no aparece el
hombre que puso el anuncio haciendo la oferta de los quinientos dólares por el cadáver de
Adams?
—No puede llegar porque ya está aquí, sheriff —respondió Burton.
El sheriff miró hacia la puerta y allí justamente se encontraba Jerome.
Empezó a agrandar los ojos señalando con el dedo al borracho.
—¿Has sido tú…? ¿Tú?
Jerome volvió la mirada a sus espaldas como buscando a otra persona y al no encontrarla
miró otra vez al sheriff.
—Es, oiga, autoridad, ¿se encuentra bien de la cabeza? ¡Yo no he hecho nada!
Roberts hizo entrechocar los dientes.
—Antes jugué con usted a las damas, Burton, pero esta partida no la conozco.
—Soy yo.
—¿Qué?
—Yo soy el hombre que puso el anuncio en La Voz del Oeste.
El sheriff compuso un gesto de perplejidad.
—No, Burton, no.
—Fui yo, sheriff —repitió Ken.
El representante de la ley cerró los ojos y en esa posición dijo:
—Ahora sí que me da. No tengo remedio. Me voy derechito a un manicomio.
—No, sheriff. Usted no está loco —dijo Burton.
—Claro que no. Usted es el hombre que encuentra una explicación fácil para todo.
Incluso para un problema como éste.
—No hay ningún problema. Verá, sheriff. Mi historia es muy parecida a la de Manchester,
pero entre las dos existe una pequeña diferencia. La de Manchester era falsa. La mía es
verdadera.
—Cuente la suya, infiernos. La de Manchester ya la conozco.
—Yo era cliente de Adams. Había realizado algunas operaciones con él. Adams me había
citado en el pueblo de Capperville, treinta millas al norte. Pero yo llegué con un día de
anticipación y decidí salir al encuentro de Adams puesto que conocía el camino que debía
seguir desde Old Valley. Cuando estaba cruzando los montes Palmer vi que en el paso de
Lucifer estaban matando a un hombre. Yo estaba muy lejos y mi revólver no iba a servir
para detener aquello porque el tipo ya estaba listo. Tuve la impresión de que llevaban
mucho rato apedreándole. Unos segundos después los fulanos arrojaron el cadáver por el
precipicio. Cuando media hora más tarde pude llegar al lugar, los asesinos se habían
largado. Invertí más de tres horas en llegar abajo con la cuerda que había atado a mi silla. El
hombre asesinado era Víctor Adams. Tardé otras cinco horas en llegar a lo alto. Me dirigí a
Birgville y ordené el embalsamiento del cadáver. Para ese entonces había jurado dar con los
asesinos o con la persona que estuviese tras ellos. Pensé inmediatamente en el socio de
Adams. Era la persona que podría tener más interés en que Adams muriese y el hecho de
que hubiesen despeñado el cadáver lo apuntaba más directamente porque, sin cuerpo, no
podía haber acusación. Por tanto, Regan se creía bien a cubierto. Me puse a pensar hasta
dar con la idea del anuncio. Yo podía poner esa clase de aviso en el periódico y presentarme
luego con el cadáver en una ciudad cercana a Old Valley. Por ello elegí Provicted City. En
cuanto llegase a conocimiento de Regan la aparición del cuerpo de Adams, tendría que
venderse ya que haría todo lo posible para que el cadáver desapareciese —el joven hizo
una pausa—. Bien, sheriff. Ahí tiene la clave del asunto.
El sheriff soltó un juramento.
—Sí, Burton, usted ha sido muy listo pero, condenación, ¿se da cuenta de que Regan es
muy poderoso?
—Sí, me doy cuenta. Pero el poderoso que comete un crimen también tiene que pagarlo.
—Hermosa frase —dijo el borracho Jerome.
Sheyla apretó el brazo de Ken.
—Estoy orgullosa de ti, Ken. Debes seguir hasta el final.
—Gracias, Sheyla. Sabía que podía contar contigo.
El sheriff pegó un puñetazo en la mesa.
—¡Pero no puede contar conmigo porque todo son suposiciones! ¿Cómo puede
demostrar que Regan es el asesino?
—El se ha estado vendiendo y, como hasta ahora no ha conseguido nada con sus
pistoleros, terminará por llegarse aquí. ¿Sabe lo que significará eso?
—Lo imagino.
—No lo imagine. Yo se lo diré con toda certeza. Regan se dejará caer por Provicted City
con toda su tropa y, ¿qué podrá hacer usted entonces?
Sheyla saltó.
—Usted es el sheriff y debe ayudar a Burton.
—¡Clavos del infierno! —gritó Roberts—. Este es un caso que no me incumbe a mí. El
propio Burton lo acababa de decir. El cuerpo de Adams fue encontrado en el Desfiladero de
Lucifer y eso pertenece a Birgville. Dígame, ¿por qué no entregó allí el cuerpo de Adams?
—Dije al sheriff de Birgville que lo encontré en el Paso de los Alces.
—En mi jurisdicción.
—Sí, sheriff.
Roberts hizo rechinar los dientes.
—Muy bien. Usted mintió al sheriff de Birgville y eso significa que fue perjuro. Le
aconsejo una cosa, Burton. Devuelva el cadáver al sheriff de Birgville y cuéntele la verdad…
Yo me lavo las manos como Pilato.
—Sheriff, el asesino está aquí, en este condado.
—El Old Valley —le rectificó Roberts —y allí hay un alguacil.
—Es lo mismo. Se trata de su condado, sheriff.
—¿Qué cree que pasaría si yo le dijese a mi colega de Birgville que le he robado un
muerto? Esas cosas no se pueden hacer, Burton.
Mitch rezongó:
—Eh, jefe, ¿se acuerda de aquella vez que el sheriff de Birgville nos sopló el fiambre de
Jim «Cinabrio»? Había sido herido en un asalto y vino a morir a nuestro condado. El le pidió
que le cediese el muerto y usted lo hizo renunciando a la fama que aquello le pudiese dar.
—Cierra el pico, Mitch.
—Ya entiendo —intervino nuevamente Ken—. Usted lo que tiene es miedo.
—¿Miedo yo?
—Sí, temor a Stanley Regan y a su gente.
Jerome danzó junto a la mesa.
—Yo digo lo mismo, señor Burton. El sheriff está que se cae.
—Calla, Jerome, si no quieres que te ponga un emplasto en la boca —gruñó Roberts.
Sheyla puso los brazos en jarras.
—¿Qué clase de sheriff tenemos en Provicted City? No lo había sabido hasta ahora.
El sheriff fue a interrumpirla pero ella prosiguió:
—Me callaré cuando lo haya soltado todo, sheriff. Usted lo dijo antes. Quiere lavarse las
manos como Pilato. No le importa que maten a Burton y que Regan destruya el cadáver de
Adams. Ese asesino vivirá tranquilo el resto de sus días y, cuando se tropiecen en la calle,
usted lo saludará muy amable, ¿verdad que sí, sheriff? Y hasta es posible que si él le da una
palmada en la espalda se ponga a ronronear como un gato…
—¡Sheyla! —gritó Roberts.
—¡Todavía no he terminado, sheriff!
La joven fue a continuar su sermón cuando de pronto llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo el sheriff.
Abrióse la puerta y Stanley Regan entró en la oficina seguido de su capataz Pat Sanders.
CAPITULO XIII
—Buenas noches, sheriff —dijo Stanley Regan con una sonrisa.
El sheriff se quedó arqueado, con el puño en el aire, que un segundo antes se disponía a
estrellar una vez más sobre la mesa.
—Señor Regan…
Regan se detuvo y miró a su alrededor.
—Vaya, parece que tiene usted reunión. Si es importante, puedo hacer turno.
El borracho Jerome soltó un hipido.
—Justamente estábamos hablando de usted.
Mitch, desde la silla, pegó una patada al abuelo en el tobillo y Jerome lanzó un grito y se
puso a danzar a la pata coja.
—¿De mí? —dijo Regan—. Bueno, no me sorprende ya que, según me han dicho, tienen
ustedes el cadáver de mi socio.
—Sí, señor Regan —afirmó el sheriff—. Y también está aquí el hombre que lo encontró.
Regan detuvo sus ojos en el rostro bronceado de Ken Burton.
—¿Usted?
—Sí, señor Regan. Yo soy Ken Burton.
—Tengo que agradecerle mucho, señor Burton.
—¿El qué por ejemplo?
—¿Está bromeando? Naturalmente, que haya traído el cadáver de mi socio. Ahora podré
darle cristiana sepultura.
—No le puedo entregar el cadáver de su socio, señor Regan.
—¿Qué dice?
—Yo lo busqué para el hombre que puso el anuncio en La Voz del Oeste. ¿Fue usted?
Regan dejó transcurrir unos segundos sin responder.
—¿Fue usted, señor Regan? —preguntó nuevamente Burton.
—No. No fui yo.
Regan tuvo la impresión de que Ken le había tendido una trampa y la luz se hizo en su
cerebro. Comprendió en una fracción de segundo que aquel anuncio había sido puesto por
el propio Burton. Y también comprendió que aquel joven sabía que él era el asesino.
Tenía que borrar a Ken Burton del planeta. Era necesario, imprescindible.
—Muy bien, señor Burton. Si ya hay otra persona que está interesada en Adams, no voy a
porfiar con usted para que me entregue el cadáver. Imagino que el anunciante es un amigo
de Adams y que él también sabrá dar un buen reposo a ese hombre bueno que yo tuve el
honor de llamar mi amigo —sonrió a todos los presentes y luego agregó—: Buenas noches,
sheriff. Vamos, Pat.
Regan salió del despacho seguido de su capataz, el cual cerró la puerta.
Las personas que había en el despacho quedaron en silencio hasta oír el ruido de una
cabalgada que se alejaba por el centro de la calle.
El sheriff fue el primero en romper el silencio.
—Bien, ¿qué dice ahora, Burton? ¿No se lo advertí? Estaba equivocado.
—¿En qué, sheriff?
—Regan no es el asesino ni mandó a nadie para que matase a Adams.
—Es usted el que se equivoca, sheriff.
—¡Condenación! No me lleve la contraria por el simple hecho de que quiere acertar
siempre.
—No, sheriff. Yo no le llevo la contraria por puro capricho.
—¿Cuál es la razón entonces de que siga insistiendo en que Regan es el asesino a pesar
de que le ha fallado su truco?
—Regan y yo hemos ido de pillo a pillo.
—¿Eh?
—El se ha dado cuenta de todo cuando le hice mi pregunta de si era él el anunciante.
—Muy bien, se ha dado cuenta. Voy a suponer que sigue usted en lo cierto. Pero ahora
Regan no tiene más remedio que abandonar.
—Se equivoca, sheriff. Ahora está decidido a matar de nuevo y yo soy su víctima. He leído
en sus ojos su decisión. No se marchará de esta ciudad sin verme muerto.
—Todo eso es pura fantasía.
—De todas formas, usted es muy dueño de hacer lo que quiera, sheriff.
Jerome apuntó al sheriff con el dedo.
—Eh, oiga, Roberts, si no ayuda a este muchacho le prometo que no ganará las próximas
elecciones. Yo me encargaré de hacer propaganda contra usted… Seré todo lo borracho que
usted quiera, pero ya sabe que soy un tipo que se mete a la gente en el bolsillo,
especialmente a la hora de emitir su voto. Atracción personal. Eso es lo que el doctor
Morrison dijo que yo tenía.
—Salvo cuando abres la boca y echas una vaharada de whisky.
Jerome fue a replicar pero el sheriff lo detuvo con un gesto enérgico.
—Está bien. Burton. Le echaré una mano siempre que Regan intente liquidarlo, pero si
Regan se está quieto, yo no puedo hacer nada.
—De acuerdo, sheriff. Con eso bastará. Lo digo por si yo muero.
Jerome lanzó un hurra.
—Esto va a ser la mar de divertido.
El sheriff lo fulminó con la mirada.
—Jerome, vuelve al abrevadero.
Ken tomó a Sheyla del brazo.
—Y tú te vas a casa.
—Quiero quedarme aquí.
—De ninguna manera.
—Prefiero estar a tu lado.
—Pero yo no lo puedo consentir. Y vas a empezar por obedecer.
—Está bien, Ken —dijo ella—. Pero iré sola.
—No, pequeña. Ya tuviste un tropiezo antes. Te dejaré en tu porche y regresaré a la
oficina.
—Mitch —gritó el sheriff—. Echele un vistazo a los rifles. Apuesto a que no los has
examinado desde el mes pasado.
Mitch se levantó perezosamente.
—Todo está en orden, sheriff.
Jerome había abierto la puerta y se volvió para decir:
—Si me necesitan para algo ya saben dónde encontrarme, compañeros. A veces un
borracho es necesario para ciertas cosas en que no sirven los hombres secos.
Tras de Norton, abandonaron la oficina Sheyla y Ken.
La calle ya estaba desierta, pero delante del saloon «Violeta» había quince caballos
apersogados.
Los jóvenes cruzaron a la otra parte.
Un poco más allá, Sheyla se detuvo ante la cancela de un jardín.
—Vivo aquí con la señora Smith.
—¿Y tus padres?
—Están en Birgville.
—¿Por qué fue eso de meterte a telegrafista?
—Quise tener independencia. En mi casa hay cinco hermanos varones. Y todos se
casaron. Empezaron a llamarme la solterona.
—Pues si sólo tienes veinte años.
—Veintitrés. Pero el caso es que nadie me pedía en matrimonio en Birgville.
—Los de allí deben ser tontos.
—No, Ken. Yo sé que algunos se han enamorado de mí, pero, a la hora de la verdad,
ninguno se atrevía a pedirme en matrimonio y yo conozco la razón. Decían que era una
mujer muy enérgica.
—Acertaron —dijo Ken riendo—. Demonios, estuviste a punto de romperme la cabeza
cuando te conocí en la estación.
—Tuve el impulso de hacerlo, pero a última hora me detuve… Un sexto sentido me
advirtió que tú eras el hombre que yo estaba esperando.
El la besó en la boca.
—Buenas noches, Sheyla. Continuaremos hablando mañana.
—Ahora es cuando empiezo a tener miedo.
—¿Tú? Oh, no, Sheyla. Eres la solterona valerosa de Birgville, recuérdalo.
—No bromees.
—Es la pura verdad. Hasta ahora nunca tuviste temor y yo he sido testigo de varios
hechos que lo prueban. Te confesaré una cosa. En cuanto te vi, también mi sexto sentido
me advirtió que me encontraba ante la mujer con que siempre he soñado.
Se besaron otra vez y Ken abrió la cancela del jardín.
Ella fue a meterse dentro pero, de pronto, se colgó del cuello del joven.
—Ten cuidado, Ken.
—Tendré cuidado.
Unieron otra vez sus labios.
Sheyla se separó al fin y se fue hacia el porche.
Ken emprendió el regreso a la oficina del sheriff.
Cruzó la calzada y estaba a mitad de la calle cuando vio a dos figuras inmóviles en el
bordillo de la acera del otro lado.
La luz que escapaba por el saloon «Violeta» daba al rostro de uno de ellos el aspecto de
una calavera.
—De modo que usted es Burton.
—Sí.
—Quiero que nos conozca. Yo soy Jessie Gibson y éste es mi primo Billy Collier.
—Mucho gusto.
—Nosotros también tenemos mucho gusto, Burton. Gracias a usted vamos a embolsar el
primer dinero en una buena temporada.
—Estuvieron a la mala, ¿eh?
—Sí, Burton. No se puede imaginar lo feas que se nos han puesto las cosas.
—La vida cada día es más dura.
—Lo es, condenación.
—¿Han probado a trabajar?
—¿Qué dice?
—Que si han intentado hincar el lomo para ganarse un dólar?
Billy Collier se echó a reír.
—Usted es simpático, Burton. Ha sido una buena ocurrencia.
—Dicen que al sur del Brazos pagan hasta cuatro dólares diarios, más comida y cama.
Jessie Gibson sacudió la cabeza en sentido negativo.
—Eso no se ha hecho para nosotros.
—¿Por qué no?
—Nos podemos ganar la vida con el revólver. Somos dos buenos tiradores.
—¿No conocen el lema? Para uno bueno hay otro mejor.
—Nosotros hasta ahora nunca lo encontramos.
—Eso es lo malo. Sólo se encuentra uno una vez en esa coyuntura y jamás hay
oportunidad para adquirir experiencia.
—Oiga, Burton, usted es demasiado filósofo para nosotros. Si no le molesta, vamos a
acabar de una vez.
—Son ustedes muy amables.
De pronto los dos primos echaron mano al revólver.
Ken se dejó caer en el suelo y ya estaba disparando.
Una bala expulsada por el revólver de Gibson le rozó el hombro.
Pero de la otra parte ya no hubo más proyectiles.
Billy Collier se estrelló contra la columna del porche impulsado por un abejorro de plomo.
Luego se vino adelante y cayó de bruces.
Jessie Gibson dejó caer el revólver y llevóse las manos a la cara porque justo en una de
sus enormes hendiduras apareció un agujero.
Dobló las rodillas fláccidamente y se abatió.
Ken se puso en pie revólver en mano.
Un silencio se había hecho en el saloon «Violeta».
Un hombre apareció por las hojas de vaivén y miró fuera.
Permaneció un rato en aquella actitud y finalmente volvió la cabeza al interior.
Ken pudo oír sus palabras porque toda la clientela seguía callada.
—Eh, señor Regan. Ken Burton se cargó a los dos…
Siguió otro silencio.
Ken Burton recorrió la distancia que lo separaba de la acera. Luego empezó a retroceder
siempre mirando a la puerta por donde se filtraba la luz.
Stanley Regan habló con voz clara.
—Eh, muchachos, ese Ken Burton es un asesino. Acaba de matar a dos de nuestros
muchachos. ¡Doy quinientos dólares por su pellejo!
CAPITULO XIV
Se oyó un vocerío en el interior del saloon.
Ken Burton vio salir cuatro hombres armados. Gatilleó sin cesar.
Dos tipos saltaron a la acera y otros dos se derrumbaron en el interior del saloon
obstaculizando el paso de los demás.
Entonces Ken, en lugar de ir a la comisaría, se internó por el callejón yendo hacia la parte
trasera del «Violeta».
A lo lejos pudo oír la voz de Regan.
—¡Malditos seáis! ¿Es que un hombre solo va a poder con todos?… ¡En manada,
muchachos!
Los hombres del equipo de Regan salieron gritando del saloon y muchos de ellos
dispararon los revólveres para amedrentar a Burton, al cual suponían todavía en la calle
Mayor.
Burton torció por la esquina antes de que fuese sorprendido.
Poco después llegó ante una puerta. Trató de abrirla pero estaba cerrada con llave. El
muro no era muy alto y estaba descascarillado por algunas partes.
Pidió al cielo que el sheriff Roberts y Mitch se bastase para contener a los hombres de
Regan. Después de reponer la munición, trepó a lo alto del muro y se descolgó al otro lado.
Encontróse en un patio. Un poco más allá había una escalera.
Trepó por ella y abrió la puerta.
Por el resquicio se filtró olor a platos de cocina.
Un chinito se volvió al oír el ruido, puso los ojos en blanco y levantó los brazos.
—No tire, amigo.
—Silencio, chinito.
—Sí, señor.
Ken señaló la puerta.
—¿Adónde conduce eso?
—Al saloon.
—¿Y qué hay antes de llegar al saloon?
—Un corredor.
—Sigue haciendo tus cosas.
—Sí, señor —dijo el chino y volviéndose como una centella, empezó a mover los brazos
como un autómata.
Ken se fue por el corredor.
En el saloon se oía muy poco ruido.
Regan estaba sentado a una mesa con su capataz Pat Sanders.
Los dos bebían whisky. Una mujer de cabello rojizo, muy hermosa, estaba diciendo a
Regan algo al oído. Seguramente le hacía cosquillas porque Regan reía moviendo los
hombros.
—Me gustaría oír ese chiste —dijo Ken.
Regan apartó de un empellón a Lorena mirando hacia el lado donde se encontraba el
joven.
Pat Sanders llevó la mano a la funda pero, al ver el revólver que Ken esgrimía, se quedó
quieto.
La pelirroja Lorena observó al joven de cabeza a los pies.
—Caramba, Regan, tienes unos enemigos muy monos.
Los ojos de Regan brillaron como gusanos de luz.
—Burton, ¿qué es lo que se propone?
—Entregarlo a la justicia.
—¿De qué habla?
—Usted lo sabe bien. Decidió librarse de Adams para quedarse con su mitad del rancho.
—No puede probar eso.
—Claro que puedo.
—¿Cómo?
—Usted me va a hacer una confesión y también la hará su capataz.
—¿Se ha vuelto loco?
—No, Regan. No estoy loco.
—¿Qué interés tiene en el asunto entonces? ¿Por qué infiernos se llegó aquí con un
cadáver si usted mismo había puesto aquel anuncio y por tanto no iba a ganar ningún
dinero contra su entrega?
—Adams era mi amigo. Habíamos hecho varios negocios juntos. Vi como lo asesinaron y
prometí dar con el tipo que lo había enviado al otro mundo.
—Oiga, Burton, no tengo nada que ver con la muerte de Adams, pero comprendo que se
ha tomado un trabajo y quiero pagárselo.
—¿Sí? ¿Cuánto está dispuesto a pagar? ¿Quizá mil dólares?
—Lo pone un poco caro pero no quiero discutir con usted. Le daré los mil dólares.
—Y todo porque yo me llegué aquí con el cuerpo de Adams.
—Adams era mi socio y amigo.
—Es usted un cínico, Regan. Yo no quiero los mil dólares de usted sino su confesión, y la
va a hacer ahora mismo.
—No sea estúpido y acepte mi oferta.
Las puertas de vaivén se abrieron dando paso a dos hombres cuyos revólveres
empezaron a bramar.
Pero Ken los había visto a tiempo y saltó a un lado mientras gatilleaba.
Las balas de los recién llegados golpearon en la pared. Las de Burton picaron en su
objetivo, la carne de los dos fulanos, quienes volvieron a salir del establecimiento, aunque
no fuese su gusto porque se estaban muriendo.
Stanley Regan y su capataz Pat Sanders aprovecharon aquel momento para ponerse en
pie al mismo tiempo que tiraban del revólver.
Ken había esperado que el socio de Adams y su capataz hiciesen eso. Por ello saltó
nuevamente mientras se revolvía en el aire.
Los disparos retumbaron en el saloon.
El capataz Pat Sanders se abatió con un plomo en el pecho pero ésta no fue su única
desgracia porque se abrió la cabeza contra el filo de una salivadera.
Stanley Regan vio de súbito que la figura de Ken se tornaba borrosa ante sus ojos.
Quiso buscar un motivo y lo encontró en seguida. En su última visita a Austin un doctor le
había aconsejado que usase lentes.
Eso debía ser. Estaba perdiendo la vista.
Pero, infiernos, la estaba perdiendo segundo a segundo.
Y de pronto escuchó el aullido que soltaba Lorena.
Vio la cara horrorizada de la mujer cuyos ojos le estaban mirando el pecho.
Entonces Regan también se miró y abrió la boca al ver los dos orificios de bala que tenía
un poco más arriba del corazón. Un hilillo de sangre salía de cada orificio manchando su
blanca camisa.
Trató de llamar a Lorena pero ya todo había acabado para él y se desplomó.
Ken avanzó sobre la mesa. La pelirroja Lorena escondió la cara entre las manos.
—¡Qué horror, Dios mío!… ¡Qué horror!… —dijo.
Un hombre salió del local y empezó a gritar hacialos peones.
—Eh, muchachos. ¡Regan está muerto!
Casi al instante cesaron los disparos de los que atacaban la comisaría.
Lorena se sentó en una silla.
Alzó los ojos mirando a Ken.
—Hay hombres que todo lo consiguen y usted es uno de ellos, Burton.
—No he conseguido que Regan confesase su crimen.
—No se preocupe por eso. Yo le serviré de testigo —miró a Regan—. Ahora Stanley está
muerto y, ¿qué más da?… Yo no tuve nada que ver con eso.
Al cabo de unos minutos el sheriff Roberts apareció con un rifle en la mano. Avanzó sobre
Ken y dijo:
—Bueno, muchacho. ¿Podemos enterrar ya al muerto detenido?
—Sí, sheriff. Ya lo podemos enterrar. Esta mujer está dispuesta a firmar una declaración
señalando a Regan como culpable de la muerte de Adams.
Ken echó a andar lentamente.
Estaba cansado.
Fuera del local se encontró con Sheyla.
—Ken…
—Hola, muchacha.
—¿Ya terminó todo?
—Sí, ya se acabó.
—Gracias al cielo.
Ken la enlazó por la cintura y la estrechó contra sí besándola en la boca.
El viejo Cole llegaba por la acera portando una bandeja donde había un plato con un
pollo en salsa.
Pasó junto a los dos jóvenes que seguían besándose y se coló en el saloon, gritando:
—¡Eh, sheriff! ¿Puede ya hincarle el diente?
—¡Mil veces no! —gritó el sheriff—. ¡Desde hoy comeré espinacas!

FIN

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