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CAPITULO XII
De repente, la puerta de la comisaría se abrió y el borracho Jerome Norton irrumpió
gritando:
—¡Una araña negra me persigue…!
Los dos forajidos que estaban cercanos al hueco se volvieron.
Instintivamente también empezó a hacerlo Sam, el tipo que estaba tras de Sheyla.
La joven vio su oportunidad y dio un tirón fuerte arrojándose al suelo.
El revólver de Ken Burton hizo lo demás.
El joven dejóse caer de rodillas, pero antes de tocar el suelo, su cañón estaba bramando.
Sam fue el primero en ser alcanzado.
La segunda posta impulsó a Glayson «Nariz Aguileña» contra el borracho y los dos se
vinieron abajo. Pero Jerome continuó vivo y Glayson se murió lanzando un estertor.
El tercer competidor de Burton, el de la barba crecida, fue sacudido por dos plomos. El
primero le obligó a dar una vuelta sobre sí mismo porque le había tocado el hígado y el
segundo le entró en el estómago, justo cuando completaba el giro, golpeó contra la pared y
se abatió despatarrado.
En la comisaria se hizo un silencio. El sheriff no había tenido tiempo ni para tocar el
«Colt».
Su ayudante Mitch estaba con la boca abierta, la manzana muy cerca, como si fuese a
pegarle un bocado.
Burton acercóse a Sheyla, a la que ayudó a levantarse.
—Otra vez me salvaste la vida, Sheyla.
—No, Ken —respondió la joven—. Fue el abuelo Jerome.
Norton ya estaba en pie mirando alternativamente a los cadáveres.
—Bueno, la treta resultó buena.
Ken lo miró con el ceño fruncido.
—¿Quiere decir que entró aquí sabiendo lo que pasaba?
—Sí, señor Burton. Lo sabía. Tropecé con Sheyla por la calle y me bastó una mirada para
saber que estos tipejos se traían algo entre manos.
Sheyla besó al abuelo.
—Han podido matarlo, Jerome.
—Siempre he sido un tipo con mucha suerte.
El sheriff, que seguía sin hablar, se dejó caer en la silla. Sacó un pañuelo con el que se
enjugó el sudor de la cara.
—Maldición… Si las cosas siguen así, voy a morir de un susto.
Mitch movió la cabeza de arriba abajo.
—Demonios, nunca hubiese creído que un muerto la pudiese armar tan gorda.
Y tras sus palabras, pegó un gran mordisco a la manzana.
Por el hueco de la puerta que todavía no había sido cerrada, apareció Philip Durrell, el
funerario, seguido de su ayudante Roddy Heller.
Los dos se detuvieron echando una ojeada a los cadáveres que había en el suelo.
El delgado Heller se frotaba las manos sonriente.
—¿No se lo dije, jefe? Esos tiritos produjeron su efecto. Fiambres, muchos fiambres…
Su jefe le pasó una mano por el cogote.
—Calma, Roddy, calma. No te pongas nervioso.
—Llévese esa carroña —ordenó el sheriff.
Philip Durrell hizo un gesto afirmativo.
—Ah, sheriff, hemos instalado provisionalmente mi funeraria en el estado de Junker.
Roddy y yo hemos pasado unas cuantas horas desinfectando aquello. Nuestros clientes no
podrán protestar ya que se encontrarán en un ambiente tibio y agradable.
—¡Por lo que más quiera, Philip!—chilló el sheriff—. ¡Lárguense!
Philip hizo una señal a Roddy y bastaron unos minutos para que los dos funerarios se
llevasen a los tres pistoleros.
Burton se contemplaba en los ojos de Sheyla.
—Nena… Te lo tengo que decir. No puedo esperar a que todo termine.
—¿El qué? —preguntó ella como si no lo supiese.
—Te quiero y voy a pedirte que seas mi mujer…
—Oh, Ken, ¿por qué has tardado tanto tiempo en preguntármelo?
—Si nos conocimos ayer.
Ella parpadeó.
—¿Es posible? Debes equivocarte, Ken. Yo hace un siglo que te conozco.
El sheriff, estaba arrugando la nariz, escuchando el amoroso diálogo. Mitch también
miraba a los dos jóvenes, pero no dejaba de pegar mordiscos a su manzana.
Pero en ese momento el sheriff golpeó la mesa con el puño.
—¡Burton!
—¿Qué quiere, sheriff? —preguntó Ken sin apartar los ojos de la cara de Sheyla.
—¿Puede interrumpir por un momento sus asuntos privados y prestarme atención?
—Sí, sheriff.
—¡Míreme a mí y no a ella!
Burton volvió la cabeza.
—No pierda la serenidad, sheriff. Ya pasó el susto.
—Oiga, Burton. ¿Hasta cuándo vamos a estar así? La intromisión de esos pistoleros me
dice que otra mucha gente debe estar en camino. Provicted City puede convertirse en el
Matadero General de Texas… Y es lo que yo me pregunto. ¿Por qué infiernos no aparece el
hombre que puso el anuncio haciendo la oferta de los quinientos dólares por el cadáver de
Adams?
—No puede llegar porque ya está aquí, sheriff —respondió Burton.
El sheriff miró hacia la puerta y allí justamente se encontraba Jerome.
Empezó a agrandar los ojos señalando con el dedo al borracho.
—¿Has sido tú…? ¿Tú?
Jerome volvió la mirada a sus espaldas como buscando a otra persona y al no encontrarla
miró otra vez al sheriff.
—Es, oiga, autoridad, ¿se encuentra bien de la cabeza? ¡Yo no he hecho nada!
Roberts hizo entrechocar los dientes.
—Antes jugué con usted a las damas, Burton, pero esta partida no la conozco.
—Soy yo.
—¿Qué?
—Yo soy el hombre que puso el anuncio en La Voz del Oeste.
El sheriff compuso un gesto de perplejidad.
—No, Burton, no.
—Fui yo, sheriff —repitió Ken.
El representante de la ley cerró los ojos y en esa posición dijo:
—Ahora sí que me da. No tengo remedio. Me voy derechito a un manicomio.
—No, sheriff. Usted no está loco —dijo Burton.
—Claro que no. Usted es el hombre que encuentra una explicación fácil para todo.
Incluso para un problema como éste.
—No hay ningún problema. Verá, sheriff. Mi historia es muy parecida a la de Manchester,
pero entre las dos existe una pequeña diferencia. La de Manchester era falsa. La mía es
verdadera.
—Cuente la suya, infiernos. La de Manchester ya la conozco.
—Yo era cliente de Adams. Había realizado algunas operaciones con él. Adams me había
citado en el pueblo de Capperville, treinta millas al norte. Pero yo llegué con un día de
anticipación y decidí salir al encuentro de Adams puesto que conocía el camino que debía
seguir desde Old Valley. Cuando estaba cruzando los montes Palmer vi que en el paso de
Lucifer estaban matando a un hombre. Yo estaba muy lejos y mi revólver no iba a servir
para detener aquello porque el tipo ya estaba listo. Tuve la impresión de que llevaban
mucho rato apedreándole. Unos segundos después los fulanos arrojaron el cadáver por el
precipicio. Cuando media hora más tarde pude llegar al lugar, los asesinos se habían
largado. Invertí más de tres horas en llegar abajo con la cuerda que había atado a mi silla. El
hombre asesinado era Víctor Adams. Tardé otras cinco horas en llegar a lo alto. Me dirigí a
Birgville y ordené el embalsamiento del cadáver. Para ese entonces había jurado dar con los
asesinos o con la persona que estuviese tras ellos. Pensé inmediatamente en el socio de
Adams. Era la persona que podría tener más interés en que Adams muriese y el hecho de
que hubiesen despeñado el cadáver lo apuntaba más directamente porque, sin cuerpo, no
podía haber acusación. Por tanto, Regan se creía bien a cubierto. Me puse a pensar hasta
dar con la idea del anuncio. Yo podía poner esa clase de aviso en el periódico y presentarme
luego con el cadáver en una ciudad cercana a Old Valley. Por ello elegí Provicted City. En
cuanto llegase a conocimiento de Regan la aparición del cuerpo de Adams, tendría que
venderse ya que haría todo lo posible para que el cadáver desapareciese —el joven hizo
una pausa—. Bien, sheriff. Ahí tiene la clave del asunto.
El sheriff soltó un juramento.
—Sí, Burton, usted ha sido muy listo pero, condenación, ¿se da cuenta de que Regan es
muy poderoso?
—Sí, me doy cuenta. Pero el poderoso que comete un crimen también tiene que pagarlo.
—Hermosa frase —dijo el borracho Jerome.
Sheyla apretó el brazo de Ken.
—Estoy orgullosa de ti, Ken. Debes seguir hasta el final.
—Gracias, Sheyla. Sabía que podía contar contigo.
El sheriff pegó un puñetazo en la mesa.
—¡Pero no puede contar conmigo porque todo son suposiciones! ¿Cómo puede
demostrar que Regan es el asesino?
—El se ha estado vendiendo y, como hasta ahora no ha conseguido nada con sus
pistoleros, terminará por llegarse aquí. ¿Sabe lo que significará eso?
—Lo imagino.
—No lo imagine. Yo se lo diré con toda certeza. Regan se dejará caer por Provicted City
con toda su tropa y, ¿qué podrá hacer usted entonces?
Sheyla saltó.
—Usted es el sheriff y debe ayudar a Burton.
—¡Clavos del infierno! —gritó Roberts—. Este es un caso que no me incumbe a mí. El
propio Burton lo acababa de decir. El cuerpo de Adams fue encontrado en el Desfiladero de
Lucifer y eso pertenece a Birgville. Dígame, ¿por qué no entregó allí el cuerpo de Adams?
—Dije al sheriff de Birgville que lo encontré en el Paso de los Alces.
—En mi jurisdicción.
—Sí, sheriff.
Roberts hizo rechinar los dientes.
—Muy bien. Usted mintió al sheriff de Birgville y eso significa que fue perjuro. Le
aconsejo una cosa, Burton. Devuelva el cadáver al sheriff de Birgville y cuéntele la verdad…
Yo me lavo las manos como Pilato.
—Sheriff, el asesino está aquí, en este condado.
—El Old Valley —le rectificó Roberts —y allí hay un alguacil.
—Es lo mismo. Se trata de su condado, sheriff.
—¿Qué cree que pasaría si yo le dijese a mi colega de Birgville que le he robado un
muerto? Esas cosas no se pueden hacer, Burton.
Mitch rezongó:
—Eh, jefe, ¿se acuerda de aquella vez que el sheriff de Birgville nos sopló el fiambre de
Jim «Cinabrio»? Había sido herido en un asalto y vino a morir a nuestro condado. El le pidió
que le cediese el muerto y usted lo hizo renunciando a la fama que aquello le pudiese dar.
—Cierra el pico, Mitch.
—Ya entiendo —intervino nuevamente Ken—. Usted lo que tiene es miedo.
—¿Miedo yo?
—Sí, temor a Stanley Regan y a su gente.
Jerome danzó junto a la mesa.
—Yo digo lo mismo, señor Burton. El sheriff está que se cae.
—Calla, Jerome, si no quieres que te ponga un emplasto en la boca —gruñó Roberts.
Sheyla puso los brazos en jarras.
—¿Qué clase de sheriff tenemos en Provicted City? No lo había sabido hasta ahora.
El sheriff fue a interrumpirla pero ella prosiguió:
—Me callaré cuando lo haya soltado todo, sheriff. Usted lo dijo antes. Quiere lavarse las
manos como Pilato. No le importa que maten a Burton y que Regan destruya el cadáver de
Adams. Ese asesino vivirá tranquilo el resto de sus días y, cuando se tropiecen en la calle,
usted lo saludará muy amable, ¿verdad que sí, sheriff? Y hasta es posible que si él le da una
palmada en la espalda se ponga a ronronear como un gato…
—¡Sheyla! —gritó Roberts.
—¡Todavía no he terminado, sheriff!
La joven fue a continuar su sermón cuando de pronto llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo el sheriff.
Abrióse la puerta y Stanley Regan entró en la oficina seguido de su capataz Pat Sanders.
CAPITULO XIII
—Buenas noches, sheriff —dijo Stanley Regan con una sonrisa.
El sheriff se quedó arqueado, con el puño en el aire, que un segundo antes se disponía a
estrellar una vez más sobre la mesa.
—Señor Regan…
Regan se detuvo y miró a su alrededor.
—Vaya, parece que tiene usted reunión. Si es importante, puedo hacer turno.
El borracho Jerome soltó un hipido.
—Justamente estábamos hablando de usted.
Mitch, desde la silla, pegó una patada al abuelo en el tobillo y Jerome lanzó un grito y se
puso a danzar a la pata coja.
—¿De mí? —dijo Regan—. Bueno, no me sorprende ya que, según me han dicho, tienen
ustedes el cadáver de mi socio.
—Sí, señor Regan —afirmó el sheriff—. Y también está aquí el hombre que lo encontró.
Regan detuvo sus ojos en el rostro bronceado de Ken Burton.
—¿Usted?
—Sí, señor Regan. Yo soy Ken Burton.
—Tengo que agradecerle mucho, señor Burton.
—¿El qué por ejemplo?
—¿Está bromeando? Naturalmente, que haya traído el cadáver de mi socio. Ahora podré
darle cristiana sepultura.
—No le puedo entregar el cadáver de su socio, señor Regan.
—¿Qué dice?
—Yo lo busqué para el hombre que puso el anuncio en La Voz del Oeste. ¿Fue usted?
Regan dejó transcurrir unos segundos sin responder.
—¿Fue usted, señor Regan? —preguntó nuevamente Burton.
—No. No fui yo.
Regan tuvo la impresión de que Ken le había tendido una trampa y la luz se hizo en su
cerebro. Comprendió en una fracción de segundo que aquel anuncio había sido puesto por
el propio Burton. Y también comprendió que aquel joven sabía que él era el asesino.
Tenía que borrar a Ken Burton del planeta. Era necesario, imprescindible.
—Muy bien, señor Burton. Si ya hay otra persona que está interesada en Adams, no voy a
porfiar con usted para que me entregue el cadáver. Imagino que el anunciante es un amigo
de Adams y que él también sabrá dar un buen reposo a ese hombre bueno que yo tuve el
honor de llamar mi amigo —sonrió a todos los presentes y luego agregó—: Buenas noches,
sheriff. Vamos, Pat.
Regan salió del despacho seguido de su capataz, el cual cerró la puerta.
Las personas que había en el despacho quedaron en silencio hasta oír el ruido de una
cabalgada que se alejaba por el centro de la calle.
El sheriff fue el primero en romper el silencio.
—Bien, ¿qué dice ahora, Burton? ¿No se lo advertí? Estaba equivocado.
—¿En qué, sheriff?
—Regan no es el asesino ni mandó a nadie para que matase a Adams.
—Es usted el que se equivoca, sheriff.
—¡Condenación! No me lleve la contraria por el simple hecho de que quiere acertar
siempre.
—No, sheriff. Yo no le llevo la contraria por puro capricho.
—¿Cuál es la razón entonces de que siga insistiendo en que Regan es el asesino a pesar
de que le ha fallado su truco?
—Regan y yo hemos ido de pillo a pillo.
—¿Eh?
—El se ha dado cuenta de todo cuando le hice mi pregunta de si era él el anunciante.
—Muy bien, se ha dado cuenta. Voy a suponer que sigue usted en lo cierto. Pero ahora
Regan no tiene más remedio que abandonar.
—Se equivoca, sheriff. Ahora está decidido a matar de nuevo y yo soy su víctima. He leído
en sus ojos su decisión. No se marchará de esta ciudad sin verme muerto.
—Todo eso es pura fantasía.
—De todas formas, usted es muy dueño de hacer lo que quiera, sheriff.
Jerome apuntó al sheriff con el dedo.
—Eh, oiga, Roberts, si no ayuda a este muchacho le prometo que no ganará las próximas
elecciones. Yo me encargaré de hacer propaganda contra usted… Seré todo lo borracho que
usted quiera, pero ya sabe que soy un tipo que se mete a la gente en el bolsillo,
especialmente a la hora de emitir su voto. Atracción personal. Eso es lo que el doctor
Morrison dijo que yo tenía.
—Salvo cuando abres la boca y echas una vaharada de whisky.
Jerome fue a replicar pero el sheriff lo detuvo con un gesto enérgico.
—Está bien. Burton. Le echaré una mano siempre que Regan intente liquidarlo, pero si
Regan se está quieto, yo no puedo hacer nada.
—De acuerdo, sheriff. Con eso bastará. Lo digo por si yo muero.
Jerome lanzó un hurra.
—Esto va a ser la mar de divertido.
El sheriff lo fulminó con la mirada.
—Jerome, vuelve al abrevadero.
Ken tomó a Sheyla del brazo.
—Y tú te vas a casa.
—Quiero quedarme aquí.
—De ninguna manera.
—Prefiero estar a tu lado.
—Pero yo no lo puedo consentir. Y vas a empezar por obedecer.
—Está bien, Ken —dijo ella—. Pero iré sola.
—No, pequeña. Ya tuviste un tropiezo antes. Te dejaré en tu porche y regresaré a la
oficina.
—Mitch —gritó el sheriff—. Echele un vistazo a los rifles. Apuesto a que no los has
examinado desde el mes pasado.
Mitch se levantó perezosamente.
—Todo está en orden, sheriff.
Jerome había abierto la puerta y se volvió para decir:
—Si me necesitan para algo ya saben dónde encontrarme, compañeros. A veces un
borracho es necesario para ciertas cosas en que no sirven los hombres secos.
Tras de Norton, abandonaron la oficina Sheyla y Ken.
La calle ya estaba desierta, pero delante del saloon «Violeta» había quince caballos
apersogados.
Los jóvenes cruzaron a la otra parte.
Un poco más allá, Sheyla se detuvo ante la cancela de un jardín.
—Vivo aquí con la señora Smith.
—¿Y tus padres?
—Están en Birgville.
—¿Por qué fue eso de meterte a telegrafista?
—Quise tener independencia. En mi casa hay cinco hermanos varones. Y todos se
casaron. Empezaron a llamarme la solterona.
—Pues si sólo tienes veinte años.
—Veintitrés. Pero el caso es que nadie me pedía en matrimonio en Birgville.
—Los de allí deben ser tontos.
—No, Ken. Yo sé que algunos se han enamorado de mí, pero, a la hora de la verdad,
ninguno se atrevía a pedirme en matrimonio y yo conozco la razón. Decían que era una
mujer muy enérgica.
—Acertaron —dijo Ken riendo—. Demonios, estuviste a punto de romperme la cabeza
cuando te conocí en la estación.
—Tuve el impulso de hacerlo, pero a última hora me detuve… Un sexto sentido me
advirtió que tú eras el hombre que yo estaba esperando.
El la besó en la boca.
—Buenas noches, Sheyla. Continuaremos hablando mañana.
—Ahora es cuando empiezo a tener miedo.
—¿Tú? Oh, no, Sheyla. Eres la solterona valerosa de Birgville, recuérdalo.
—No bromees.
—Es la pura verdad. Hasta ahora nunca tuviste temor y yo he sido testigo de varios
hechos que lo prueban. Te confesaré una cosa. En cuanto te vi, también mi sexto sentido
me advirtió que me encontraba ante la mujer con que siempre he soñado.
Se besaron otra vez y Ken abrió la cancela del jardín.
Ella fue a meterse dentro pero, de pronto, se colgó del cuello del joven.
—Ten cuidado, Ken.
—Tendré cuidado.
Unieron otra vez sus labios.
Sheyla se separó al fin y se fue hacia el porche.
Ken emprendió el regreso a la oficina del sheriff.
Cruzó la calzada y estaba a mitad de la calle cuando vio a dos figuras inmóviles en el
bordillo de la acera del otro lado.
La luz que escapaba por el saloon «Violeta» daba al rostro de uno de ellos el aspecto de
una calavera.
—De modo que usted es Burton.
—Sí.
—Quiero que nos conozca. Yo soy Jessie Gibson y éste es mi primo Billy Collier.
—Mucho gusto.
—Nosotros también tenemos mucho gusto, Burton. Gracias a usted vamos a embolsar el
primer dinero en una buena temporada.
—Estuvieron a la mala, ¿eh?
—Sí, Burton. No se puede imaginar lo feas que se nos han puesto las cosas.
—La vida cada día es más dura.
—Lo es, condenación.
—¿Han probado a trabajar?
—¿Qué dice?
—Que si han intentado hincar el lomo para ganarse un dólar?
Billy Collier se echó a reír.
—Usted es simpático, Burton. Ha sido una buena ocurrencia.
—Dicen que al sur del Brazos pagan hasta cuatro dólares diarios, más comida y cama.
Jessie Gibson sacudió la cabeza en sentido negativo.
—Eso no se ha hecho para nosotros.
—¿Por qué no?
—Nos podemos ganar la vida con el revólver. Somos dos buenos tiradores.
—¿No conocen el lema? Para uno bueno hay otro mejor.
—Nosotros hasta ahora nunca lo encontramos.
—Eso es lo malo. Sólo se encuentra uno una vez en esa coyuntura y jamás hay
oportunidad para adquirir experiencia.
—Oiga, Burton, usted es demasiado filósofo para nosotros. Si no le molesta, vamos a
acabar de una vez.
—Son ustedes muy amables.
De pronto los dos primos echaron mano al revólver.
Ken se dejó caer en el suelo y ya estaba disparando.
Una bala expulsada por el revólver de Gibson le rozó el hombro.
Pero de la otra parte ya no hubo más proyectiles.
Billy Collier se estrelló contra la columna del porche impulsado por un abejorro de plomo.
Luego se vino adelante y cayó de bruces.
Jessie Gibson dejó caer el revólver y llevóse las manos a la cara porque justo en una de
sus enormes hendiduras apareció un agujero.
Dobló las rodillas fláccidamente y se abatió.
Ken se puso en pie revólver en mano.
Un silencio se había hecho en el saloon «Violeta».
Un hombre apareció por las hojas de vaivén y miró fuera.
Permaneció un rato en aquella actitud y finalmente volvió la cabeza al interior.
Ken pudo oír sus palabras porque toda la clientela seguía callada.
—Eh, señor Regan. Ken Burton se cargó a los dos…
Siguió otro silencio.
Ken Burton recorrió la distancia que lo separaba de la acera. Luego empezó a retroceder
siempre mirando a la puerta por donde se filtraba la luz.
Stanley Regan habló con voz clara.
—Eh, muchachos, ese Ken Burton es un asesino. Acaba de matar a dos de nuestros
muchachos. ¡Doy quinientos dólares por su pellejo!
CAPITULO XIV
Se oyó un vocerío en el interior del saloon.
Ken Burton vio salir cuatro hombres armados. Gatilleó sin cesar.
Dos tipos saltaron a la acera y otros dos se derrumbaron en el interior del saloon
obstaculizando el paso de los demás.
Entonces Ken, en lugar de ir a la comisaría, se internó por el callejón yendo hacia la parte
trasera del «Violeta».
A lo lejos pudo oír la voz de Regan.
—¡Malditos seáis! ¿Es que un hombre solo va a poder con todos?… ¡En manada,
muchachos!
Los hombres del equipo de Regan salieron gritando del saloon y muchos de ellos
dispararon los revólveres para amedrentar a Burton, al cual suponían todavía en la calle
Mayor.
Burton torció por la esquina antes de que fuese sorprendido.
Poco después llegó ante una puerta. Trató de abrirla pero estaba cerrada con llave. El
muro no era muy alto y estaba descascarillado por algunas partes.
Pidió al cielo que el sheriff Roberts y Mitch se bastase para contener a los hombres de
Regan. Después de reponer la munición, trepó a lo alto del muro y se descolgó al otro lado.
Encontróse en un patio. Un poco más allá había una escalera.
Trepó por ella y abrió la puerta.
Por el resquicio se filtró olor a platos de cocina.
Un chinito se volvió al oír el ruido, puso los ojos en blanco y levantó los brazos.
—No tire, amigo.
—Silencio, chinito.
—Sí, señor.
Ken señaló la puerta.
—¿Adónde conduce eso?
—Al saloon.
—¿Y qué hay antes de llegar al saloon?
—Un corredor.
—Sigue haciendo tus cosas.
—Sí, señor —dijo el chino y volviéndose como una centella, empezó a mover los brazos
como un autómata.
Ken se fue por el corredor.
En el saloon se oía muy poco ruido.
Regan estaba sentado a una mesa con su capataz Pat Sanders.
Los dos bebían whisky. Una mujer de cabello rojizo, muy hermosa, estaba diciendo a
Regan algo al oído. Seguramente le hacía cosquillas porque Regan reía moviendo los
hombros.
—Me gustaría oír ese chiste —dijo Ken.
Regan apartó de un empellón a Lorena mirando hacia el lado donde se encontraba el
joven.
Pat Sanders llevó la mano a la funda pero, al ver el revólver que Ken esgrimía, se quedó
quieto.
La pelirroja Lorena observó al joven de cabeza a los pies.
—Caramba, Regan, tienes unos enemigos muy monos.
Los ojos de Regan brillaron como gusanos de luz.
—Burton, ¿qué es lo que se propone?
—Entregarlo a la justicia.
—¿De qué habla?
—Usted lo sabe bien. Decidió librarse de Adams para quedarse con su mitad del rancho.
—No puede probar eso.
—Claro que puedo.
—¿Cómo?
—Usted me va a hacer una confesión y también la hará su capataz.
—¿Se ha vuelto loco?
—No, Regan. No estoy loco.
—¿Qué interés tiene en el asunto entonces? ¿Por qué infiernos se llegó aquí con un
cadáver si usted mismo había puesto aquel anuncio y por tanto no iba a ganar ningún
dinero contra su entrega?
—Adams era mi amigo. Habíamos hecho varios negocios juntos. Vi como lo asesinaron y
prometí dar con el tipo que lo había enviado al otro mundo.
—Oiga, Burton, no tengo nada que ver con la muerte de Adams, pero comprendo que se
ha tomado un trabajo y quiero pagárselo.
—¿Sí? ¿Cuánto está dispuesto a pagar? ¿Quizá mil dólares?
—Lo pone un poco caro pero no quiero discutir con usted. Le daré los mil dólares.
—Y todo porque yo me llegué aquí con el cuerpo de Adams.
—Adams era mi socio y amigo.
—Es usted un cínico, Regan. Yo no quiero los mil dólares de usted sino su confesión, y la
va a hacer ahora mismo.
—No sea estúpido y acepte mi oferta.
Las puertas de vaivén se abrieron dando paso a dos hombres cuyos revólveres
empezaron a bramar.
Pero Ken los había visto a tiempo y saltó a un lado mientras gatilleaba.
Las balas de los recién llegados golpearon en la pared. Las de Burton picaron en su
objetivo, la carne de los dos fulanos, quienes volvieron a salir del establecimiento, aunque
no fuese su gusto porque se estaban muriendo.
Stanley Regan y su capataz Pat Sanders aprovecharon aquel momento para ponerse en
pie al mismo tiempo que tiraban del revólver.
Ken había esperado que el socio de Adams y su capataz hiciesen eso. Por ello saltó
nuevamente mientras se revolvía en el aire.
Los disparos retumbaron en el saloon.
El capataz Pat Sanders se abatió con un plomo en el pecho pero ésta no fue su única
desgracia porque se abrió la cabeza contra el filo de una salivadera.
Stanley Regan vio de súbito que la figura de Ken se tornaba borrosa ante sus ojos.
Quiso buscar un motivo y lo encontró en seguida. En su última visita a Austin un doctor le
había aconsejado que usase lentes.
Eso debía ser. Estaba perdiendo la vista.
Pero, infiernos, la estaba perdiendo segundo a segundo.
Y de pronto escuchó el aullido que soltaba Lorena.
Vio la cara horrorizada de la mujer cuyos ojos le estaban mirando el pecho.
Entonces Regan también se miró y abrió la boca al ver los dos orificios de bala que tenía
un poco más arriba del corazón. Un hilillo de sangre salía de cada orificio manchando su
blanca camisa.
Trató de llamar a Lorena pero ya todo había acabado para él y se desplomó.
Ken avanzó sobre la mesa. La pelirroja Lorena escondió la cara entre las manos.
—¡Qué horror, Dios mío!… ¡Qué horror!… —dijo.
Un hombre salió del local y empezó a gritar hacialos peones.
—Eh, muchachos. ¡Regan está muerto!
Casi al instante cesaron los disparos de los que atacaban la comisaría.
Lorena se sentó en una silla.
Alzó los ojos mirando a Ken.
—Hay hombres que todo lo consiguen y usted es uno de ellos, Burton.
—No he conseguido que Regan confesase su crimen.
—No se preocupe por eso. Yo le serviré de testigo —miró a Regan—. Ahora Stanley está
muerto y, ¿qué más da?… Yo no tuve nada que ver con eso.
Al cabo de unos minutos el sheriff Roberts apareció con un rifle en la mano. Avanzó sobre
Ken y dijo:
—Bueno, muchacho. ¿Podemos enterrar ya al muerto detenido?
—Sí, sheriff. Ya lo podemos enterrar. Esta mujer está dispuesta a firmar una declaración
señalando a Regan como culpable de la muerte de Adams.
Ken echó a andar lentamente.
Estaba cansado.
Fuera del local se encontró con Sheyla.
—Ken…
—Hola, muchacha.
—¿Ya terminó todo?
—Sí, ya se acabó.
—Gracias al cielo.
Ken la enlazó por la cintura y la estrechó contra sí besándola en la boca.
El viejo Cole llegaba por la acera portando una bandeja donde había un plato con un
pollo en salsa.
Pasó junto a los dos jóvenes que seguían besándose y se coló en el saloon, gritando:
—¡Eh, sheriff! ¿Puede ya hincarle el diente?
—¡Mil veces no! —gritó el sheriff—. ¡Desde hoy comeré espinacas!
FIN