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CAPITULO PRIMERO

El jinete desmontó y dejando la brida


suelta, acudió a los dos animales que le
habían seguido, cargados con unos fardos
con pieles.
Descargó los bultos y los dejó en la
galería con piso de madera que había
ante el almacén.
Oía el rumor de voces dentro del
mismo, pero como siempre estaba
bastante concurrido, no le extrañó,
aunque no era hora de afluencia de
clientes.
Amarró los tres caballos a la barra al
efecto.
Y con un fardo en cada mano, entró en
el almacén.
Se detuvo a la entrada, en la parte
interior del local y dejó los bultos en el
suelo.
Unos ganaderos y varios vaqueros
discutían acaloradamente con el dueño
del almacén que era juez a la vez.
Lo que más le llamó la atención era un
joven casi tan alto como él, y pasaba de
los seis pies, que estaba con las manos
amarradas a la espalda.
—¡Te digo, Hugh, que es un cuatrero...!
—gritó un ganadero a quien el jinete
conocía.
—¡Es un embustero...! —replicó el
amarrado.
—¿Por qué aseguras que lo es? —
preguntó el dueño del local y juez.
—Le encontraron entre mi ganado...
—No, me sorprendieron... Iba de paso y
no conozco el terreno. No sabía si estaba
en un rancho y era de suponer que lo
estuviera porque no hay duda que había
ganado pastando... Pero el cruzar por sus
tierras, si es el dueño de ellas, no quiere
decir que sea un cuatrero. Voy hacia
Helena y el camino que hace tres días me
indicaron es el que conducía adonde fui
sorprendido. Pero no soy cuatrero ni lo
he sido nunca.
—¡Lo que tienes que hacer es callar! Y
tú. Hugh, nada de perder más tiempo. ¡Se
le cuelga y asunto concluido!
—Paciencia, míster Tresh... Soy el juez.
Y siempre procuro ser justo...
—La culpa es del sheriff por haberle
traido a la presencia de este tonto... Se
cree que es el amo del condado porque le
hicieron delegado del juez —decía un
vaquero—. Debimos colgarle nosotros...
—Os hubiera castigado, caso de
hacerlo. Hay que demostrar lo que estáis
diciendo... ¿Montaba algún caballo que
no le pertenezca...?
—El que lleva lo ha debido robar. Te
digo que es uno de los cuatreros que se
están llevando nuestro ganado.
—Ese caballo es mío. Lo cacé dos años
atrás... —dijo el detenido.
—Lo dice porque no tiene hierro...
—¿Es normal en esta tierra no marcar
los caballos? — preguntó el jinete, que se
llamaba Gabe Burton, y al que conocían
todos.
Los que no se habían dado cuenta entre
los reunidos de la entrada de él miraron
sorprendidos.
—¡Tú te callas! —gritó el ganadero.
—¿Cuántos caballos tiene usted sin
marca...?
—He dicho que te calles.
—Lo que estoy diciendo es bastante
sensato. Dice que el caballo que monta
ha de ser robado, pero no puede
demostrarlo. Un caballo cazado en pleno
campo por quien anda solo es lógico no
se le marque porque no hay un hierro
para cada vaquero. Ante el almacén hay
tres animales míos, que están sin marcar.
No se me ocurrió encargar un hierro para
mí, y de tenerlo no lo habría marcado
tampoco, porque entonces esos animales,
que ya tenían más de un año cuando les
cacé, me habrían odiado para siempre.
Ya era bastante tortura quitarles la
libertad en que vivían.
El detenido miró a Gabe con simpatía
—Estamos perdiendo mucho tiempo,
Hugh. —añadió el ganadero.
—No veo la menor prueba de que este
forastero sea lo que estáis diciendo. No
llevaba ganado careado, ni monta un
animal que puede ser conocido por algún
ganadero de aquí... Si no tiene hierro, no
hay duda que no es de aquí ese caballo,
pero eso no quiere decir que lo haya
robado. Son muchos los vaqueros que en
esta tierra encuentran algún cerril y le
cazan con un poco de suerte.
—Te digo que es un cuatrero.
—Yo no he visto la menor prueba —
dijo el sheriff—. Por eso le he traído para
que usted decida.
—No hay más que las palabras de sus
vaqueros, míster Tresh...
—¿Es que iban a dejar que se llevara el
ganado para poder demostrar que es
verdad lo que digo...?
—No hay más que verle — dijo el
capataz de Tresh —. ¡Es un cuatrero...!
—¡Y tú un cobarde...! — dijo el
detenido—. Me insultas porque me tenéis
amarrado...
Tom, el capataz de Tresh, dio un
puñetazo en el rostro del detenido.
—¡Calla, cuatrero! Te vamos a colgar
aunque no quieran el sheriff ni el juez, y
tendremos que pensar en que sean otras
las personas que ostenten esos cargos.
—Me elegisteis vosotros y mientras
lleve esta placa, me respetaréis — dijo el
sheriff.
—¡Mira, Paul...! ¿Quieres callar?
—No me interesan los pleitos de la
ciudad—añadió Gabe —, pero lo que has
hecho es una perfecta cobardía. ¡Pegar a
un amarrado...! ¡Vaya autoridades que lo
permiten...! Y todos los testigos...
—Tú no estás amarrado, ¿verdad?
—¿Crees que harías lo mismo
conmigo...? ¡Demasiado cobarde para
ello!
—Te....
Gabe esquivó el puñetazo que le lanzó
Tom y metió el suyo en el estómago del
traidor, que se dobló de dolor, para
recibir un golpe en la nuca que le derribó
sin conocimiento.
Gabe, que estaba muy enfadado por la
traición intentada, le dio con la bota en el
rostro.
Hugh, el dueño del almacén se abrazó a
él retirándole.
—No hay por qué reñir... Aunque esté
de acuerdo contigo en que ha sido una
cobardía lo que ha hecho al golpear a este
muchacho que no puede defenderse.
—Sin embargo no he oído una sola
frase de protesta o condena...
—Es que este muchacho no ha debido
llamarle cobarde...
—¿Qué iba a hacer?
—¡Le ha matado!—exclamó un
vaquero.
—Está sin conocimiento, aunque si le
hubiera matado, no se habría perdido
nada que merezca la pena lamentarlo.
—¿Por qué no me golpeas a mí...?
—Porque no me has hecho nada, y él
intentó, en su cobardía, sorprenderme.
El vaquero se echó a reír mirando a sus
compañeros y al patrón.
—¿Qué os parece...? — exclamó sin
dejar de reír—. No me golpea porque no
le he hecho nada... Es posible que crea
que podría hacerlo... No hay duda que
has de tener bastante fuerza en los
brazos..., pero mi fuerza está aquí...
Yal decirlo, golpeaba el «Colt» que
llevaba colgando.
Los aludidos se echaron a reír también.
—Basta de peleas — dijo el juez—. Y a
este muchacho le dejaré en libertad,
porque no veo razón alguna ni prueba de
ninguna clase...
—¡No le soltarás! ¡He dicho que le
vamos a colgar! — gritó el ganadero.
—¿Qué pasa, Hugh? — exclamó Gabe
—. ¿Es que hay interés en colgar a
alguien para acusarle de delitos que
deben estar cometiendo otros...?
—Mira, cazador... Sé que te estiman
aquí, pero no cometas el error de
enfrentarte a mí... Vamos a colgar a este
cuatrero.
—¿Dónde están las pruebas de lo que
dice...?
—Está mi palabra, y basta.
—Lo que tienes que hacer tú — añadió
el vaquero — es callar. Y vamos a colgar
a este muchacho.
—¡No se le colgará...!—dijo Hugh
tozudamente—. ¡Vigila, sheriff! Voy a
soltarle y veamos si al tener sus armas
son éstos tan valientes...
Y rápidamente, con un cuchillo, cortó
las cuerdas que amarraban las manos del
forastero.
—Gracias — dijo éste—. No hay duda
que es usted un hombre recto. Y lo
mismo sucede con el sheriff. De no ser
por ustedes, estos cobardes me habrían
colgado aun sabiendo que no es verdad lo
que dicen. Y si yo fuera autoridad, me
preocuparía ese deseo de colgar a
alguien, si es cierto que falta ganado.
¿Han visitado el rancho de este
caballero...? Es sospechoso ese afán de
culparme de un delito que no cometí
nunca.
—¡Vaya! ¡Parece que ahora sabe
hablar! ¡Cuenta con las armas del sheriff,
pero no va a estar siempre con el «Colt»
empuñado!
—¿Y mis armas...?
—Debéis devolver las armas a este
muchacho — dijo el sheriff.
—No creo que te atrevas a tanto — dijo
el ganadero.
—No quiero reñir — dijo el de la placa
—. Así que ya le estáis dando las armas
que le habéis quitado.
—Eso indica que no piensas colgarle,
¿verdad?
—No hay motivos para ello y no habéis
presentado una sola prueba de la
acusación que le habéis hecho.
—¿Es que no es prueba que estuviera
contemplando en mi rancho el ganado
que se iba a llevar?
—No hay duda que es usted un cobarde
embustero.
—Estás vivo por el revólver que
empuña el sheriff... De lo contrario.
—No lo haría — dijo Gabe—. No sabe
que es él quien está vivo por no atreverse
a intentar lo que sin duda desea y llevar a
cabo de poder hacerlo.
—Será mejor que nos vayamos — dijo
el ganadero a sus hombres —. Levantad
a ése.
—Tiene el rostro lleno de sangre... Le
ha destrozado la boca...
Se inclinaron sobre el capataz para
tratar de ponerle en pie.
Abrió los ojos y casi inconsciente
miraba en todas direcciones, sacudiendo
la cabeza como si tuviera algo sobre ella
que le estorbara.
—¿No habéis matado a ese traidor? —
dijo al despejarse.
—Vamos... Ya volveremos.
—¿Habéis colgado al cuatrero...?
—Le ha soltado el juez... Y el sheriff
tiene un revólver en la mano.
—¡No saben lo que hacen...! Pero tiene
razón, patrón... Ya vendremos... ¡Ay! Me
duele mucho la boca... ¡Necesito un
doctor!
Salieron el ganadero y sus hombres,
llevando entre dos al capataz que no
estaba muy seguro en su andar.
Cuando marcharon, dijo Gabe:
—Va a tener disgustos con ellos,
sheriff.
—Han creído que podían hacer lo que
quisieran. ¡Y me he cansado!
—Pero...
Se interrumpió Gabe, empujando al
sheriff y disparando al mismo tiempo
hacia la puerta que estaba entreabierta.
El cuerpo de uno de los vaqueros de
Tresh cayó muerto en el interior del
local, golpeando en el piso el «Colt» que
empuñaba y con el que había hecho un
disparo.
Se oyó el galopar furioso de varios
caballos.
—¡Qué cobarde y traidor...!—
comentaba Gabe al ayudar al sheriff a
ponerse en pie —. Perdone que le
empujara...
—De no hacerlo me habría matado...—
dijo el sheriff—. Te estoy muy
agradecido.
—Posiblemente, era yo el blanco.
—Aun así, me habría matado también a
mí.
—No comprendo a Tresh — decía
Hugh—. No me explico ese deseo de que
se colgara a este muchacho. Y menos
mal que por querer dar carácter legal al
asunto, no le colgaron en el rancho.
—No esperaba que se enfrentaran
ustedes a él — comentó Gabe.
—Es posible...
—Creyeron que bastaría que dijera
Tresh que había que colgarle para que lo
hicieran.
—La verdad es que les hemos
acostumbrado mal entre todos. Se les ha
dejado hacer su voluntad siempre...
Hugh estaba callado. Conocía a Tresh y
esperaba una reacción violenta a cargo de
su equipo.
—Le veo preocupado — dijo el
detenido—. Mi nombre es Eddie Brok.
—¿Ed Brok? — exclamó Hugh.
—Así es. ¿Es que ha oído hablar de
mí...?
—No sé si será la misma persona, pero
ese nombre...
—En efecto. Soy el que llaman Indio
pálido. Todo, por mi amistad con los
indios. Y es que si se les conoce hay que
ser amigo de ellos, aunque cuando
desentierran el hacha de la guerra, como
dicen ellos, se hacen muy peligrosos.
Pero a poco que se medite en ello,
tendrán que reconocer que siempre se
han visto obligados a ello por
incumplimientos nuestros a los tratados
concertados.
—Así que eres ese personaje... — decía
el sheriff—. ¿Por qué te acusarían de
cuatrero...? ¿Te habrá conocido alguno
de los hombres de Tresh...? Se habló de ti
de la manera más contradictoria... Unos
te llaman «renegado» y otros,
simplemente amigo de los indios.
—¿Es que hay alguna reserva por aquí?
—Sí. De shoshones... y algunos
cheyennes... Estos, aquí, no se han
rebelado como cuando les llevaron al sur
del Cimarrón. Se consideran más cerca
de sus campos de caza.
—Si alguno de esos vaqueros me ha
conocido, ¿por qué ese interés en
colgarme...? ¿Es que odian a los
indios...?
—Es lo que dicen.
—He conocido a muchos que diciendo
odiarles, les facilitaban todo lo prohibido
en las leyes de comercio con ellos. ¿No
estaremos ante un caso así...?
—No. Eso no. Tresh odia demasiado a
los indios para facilitarles nada — dijo el
sheriff—. Pero si te han conocido, han
querido acabar contigo sin que apareciera
la verdadera causa de ello. Recurrieron a
lo de cuatrero para encubrir la verdad.
También decían de ti que eras un
pistolero y recuerdo que hubo pasquines
que se referían a ti...
—Me obligaron a matar para
defenderme... Así es como nace un gun-
man. Si tienes suerte varias veces y para
no ser muerto, tienes que matar, ya estás
bautizado como pistolero. No creo sea un
delito ser amigo de los indios. El gran
jefe blanco también lo es de ellos y desea
verles incorporados por adaptación, al
grupo nacional.
—Debes estar tranquilo — medió Gabe
—. Ser amigo de- esos seres, no es delito.
Para mí, todo lo contrario.
—Sheriff. Tiene que hacer que me
devuelvan mis armas.
—Cuando aparezcan por aquí los
hombres de Tresh las reclamaré.
—Les tengo mucho cariño. Me las dio
un buen hombre... al que asesinaron
alevosamente cuando salía de un saloon
en una ciudad determinada. Sus
matadores dijeron que iban a Helena...
—¿Es la razón de tu viaje? — preguntó
Hugh.
—Sí. He de hallarles — respondió Ed.
—¿Evitarás algo ya...?
—Quedar tranquilo. ¿Te parece poco?
CAPITULO II

Tresh estaba reunido con sus vaqueros.


El capataz había sido atendido por un
doctor que le curó las heridas del rostro
asegurando que le quedarían cicatrices
difíciles de desaparecer.
Tom se puso furioso al saber esto. Y
decía que iba a matar a ese muchacho asi
que le viera.
—Tenemos que hacer por cambiar el
sheriff — decía Tresh—. Y Hugh no
puede seguir de juez.
—Debimos colgar a ese muchacho
nosotros — decía otro vaquero.
—Yo le daré a Hugh.., Se ha enfrentado
a mí.
—Nosotros nos encargaremos de
hacerle saber la torpeza que ha cometido.
Tresh miraba al vaquero que habló.
—Sí — dijo—. Creo que necesita que
se le dé una buena lección.
—El que la necesita y muy buena, es
ese cazador tan alto que estiman tanto en
la población.
—Se le hará saber el error que ha
cometido al enfrentarse a nosotros.
—Es un salvaje golpeando... Creí que
había matado a Tom.
—No será así como nos vengaremos.
No dejaron de hablar de esto y de
planear el modo de castigarle.
Tresh estaba contento. Miró a uno de
los vaqueros y dijo:
—¿Estás seguro que se trata de Indio
pálido?
—Seguro.
—Hay que impedir que entre en la
reserva. Si se informa de lo que sucede
podemos tener serios contratiempos.
—Tendrá que hablar al agente. Si él
está preparado, no hay peligro.
—Es que ese muchacho habla como
ellos y si entra directamente, lo que diga
el agente carecerá entonces de valor.
—Ha sido una fatalidad que el juez no
haya estado de acuerdo en colgarle.
—Debimos hacerlo nosotros.
—Hay que hacer se enfrenten con los
indios. Cuanto más agrias sean las
relaciones con los pálidos, mejor
podremos vender...
—Tienes razón — dijo Tresh al que
hablaba —. Hay que pensar algo que
haga a los indios ser más odiados aún.
—¡Cuidado! Estando aquí ese Indio
pálido, existe el peligro de que los indios
se subleven.
—Ya se encargaría el agente de ello.
—No sabes lo que son esos salvajes
enfadados. Más vale que no se les
provoque hasta el extremo de hacerles
sublevar.
—Cuanto más enfadados estén mejor
pagarán las armas y la bebida...
—Repito que mucho cuidado...
Tresh reía de buena gana.
—Ahora lo que interesa es castigar a
ésos.
El capataz pidió un poco de paciencia
hasta que estuviera en condiciones de ser
él quien realizase ese castigo.
Y en la población, Ed conversaba con
Gabe.
—Te has enfrentado a ese equipo...—
decía Ed.
—No te preocupes. Paso más tiempo en
la montaña que aquí. Solamente vengo a
vender las pieles que recojo durante el
largo invierno.
—También se han enfrentado a ellos las
autoridades de aquí...
—Estos son los que lo van a pasar peor,
porque hay un miedo colectivo a ese
equipo que impide moverse a los otros
vaqueros...
Hugh conversaba con el sheriff.
—Vamos a tener jaleos con los hombres
de Tresh — decía el de la placa.
—Les demostraremos que no se puede
hacer siempre lo que ellos quieran.
—Te advierto que no podremos contar
con nadie no siendo nosotros...
—Es suficiente. No te preocupes —
añadió Hugh—. -No me gusta que hayan
querido echar sobre mis hombros la
responsabilidad de colgar a quien no
había dado motivo alguno. Creo que en
el fondo, Tresh ha querido demostrar que
me tenía dominado.
—De todos modos, tendremos jaleos, ya
lo verás.
—No te preocupes. Había que
demostrarles que no es lo que han
imaginado.
Pero la verdad era que el sheriff estaba
muy preocupado y que marchó a su
oficina con el temor de la reacción del
equipo de Tresh.
En la población se corrió la noticia del
enfrentamiento de las autoridades a esos
hombres tan temidos y visitaron el
almacén de Hugh para convencerse más
que para mostrar su conformidad.
Hugh contemplaba a los visitantes un
tanto sonriente.
Uno de ellos, mirando a Ed que seguía
conversando con Gabe, comentó:
—En realidad, Hugh, no podías saber si
era inocente ese muchacho.
—Y tampoco podía estar seguro que
fuera culpable y ante la duda, siempre ha
de inclinarse uno por la inocencia.
—Y te has enfrentado al equipo de
Tresh, poniendo en peligro la
tranquilidad de este pueblo.
—He preferido tener tranquilidad de
conciencia. Pero no te preocupes. Debes
enviar recado que no estás de acuerdo
conmigo...
—No es eso...—decía el que hablaba
batiéndose en retirada.
—No puedes negar que estás asustado...
— añadió Hugh.
—Conozco a ese equipo...
Hugh atendió a Gabe.
—¿Cuántas pieles traes, Gabe?
—Será mejor que las cuentes... De
todos modos no te vas a fiar de lo que
diga.
—Sabes que me fío siempre...
—Pero cuentas después.
—Pura rutina... La costumbre...
—Pues empieza por contar.
—Has tenido un buen invierno... Hay
muchas pieles en estos fardos.
—Y de buena calidad la mayoría, como
podrás comprobar.
—Si es así, temo que tendré que pagar
muchos dólares...
—Muchos menos de lo que valen en
realidad. Te aprovechas que estás solo.
—No obligo a ningún cazador a que me
venda a mí.
—Porque sabes que los otros almacenes
están bastante lejos — comentó Gabe
riendo.
—Sabes que no abuso.
Mientras hablaba iba contando y
haciendo la clasificación.
Cuando terminó hizo anotaciones y
cuentas.
— Bueno. Todo esto vale mil ciento
cuarenta dólares.
—Lo que indica que te pagará la
compañía a ti, tres mil.
—No tanto, Gabe, no tanto.
—Así que yo, que paso el invierno con
infinitas calamidades, gano bastante
menos que tú, por estar aquí
cómodamente y con buena temperatura.
¿No he oído algo de un juez justo...?
—Esto no es misión de justicia.
—Tienes razón. Es de honradez
personal. Tu sistema de robo, está dentro
de la ley. Es lo que yo llamo, robar
legalmente. Pero esta vez, no lo harás.
Voy a llevar estas pieles a otro almacén.
Y escribiré a San Luis para que sepan el
sistema de pago de cierto factor...
Hugh palideció.
—Supongo que no hablas en serio al
decir que robo.
—¿Quieres decir cómo llamas a lo que
haces...? Estas pieles, en el precio más
bajo de cualquier almacén, valen cuatro
mil dólares. Tu oferta es la de un vulgar
ladrón. Digno de una cuerda bien
engrasada...
Y como no quiero tener que matarte,
será preferible que marche con las pieles
a otro almacén, o las enviaré
directamente a la compañía en San Luis.
Ya me mandarán el dinero al Banco de
aquí. No tengo prisa por cobrar. Me
quedan reservas.
—Está bien. Es posible que me haya
equivocado al hacer la cuenta...
—No te voy a dejar las pieles. ¿Quieres
enfardar de nuevo...?
—¿Es que hablas en serio, Gabe...?
Sabes que te aprecio... Y si me he
equivocado al contar o al hacer la
operación, no es para que te enfades
conmigo.
—Bien. Vuelve a contar y suma.
—Tenías razón de enfadarte... No hay
duda... Son tres mil doscientos dólares.
Me había equivocado al hacer la
operación...
Gabe sonreía y Ed miraba a los dos con
curiosidad.
—Está bien. En ese precio, tuyas son las
pieles.
—¡Eres un hombre rico...! — decía Ed
sorprendido—. Tres mil dólares... ¡Lo
que gana un cow-boy en seis años...!
—¡No sabes lo que es pasar un invierno
en la montaña...!
—Más calamidades pasa un vaquero en
ese tiempo.
—Es el ferrocarril el que me ayuda...
Los animales huyen del llano y van a la
montaña. Les asusta el tren.
Gabe pidió de beber después de recoger
el talón para el Banco.
—Te invito a comer en el hotel —
añadió Gabe a Ed.
—¡Ah...! ¡No me acordaba...! Me
quitaron el dinero que traía... Fue lo que
aconsejaba la acusación de que era
objeto... Y ha de estar ese dinero en la
oficina del sheriff.
No fue necesario ir a por él, ya que el
sheriff entraba a los pocos minutos para
decir a Ed:
—Habíamos olvidado el dinero que te
quitaron los muchachos de Tresh...
—Precisamente estábamos hablando de
ello — dijo Ed.
—Aquí tienes... Ciento veinte dólares.
Mucho dinero.
—No crea que no me costó fatigas
reunir esa cantidad. Parte de ella
pertenecía a un amigo que fue asesinado.
Me lo dejó para no sentir la tentación de
jugar en el saloon al que iba. Cuando
salía de allí, dispararon sobre él a
traición. Hace cuatro meses que les
rastreo... Es la razón por la que iba a
Helena. Me dijeron que andaban por allí.
Por lo menos, oí eso en cierta población;
—¿Les conoces...? — dijo el sheriff.
—Sí. Y si han caminado tanto, es
porque ellos me conocen también a mí.
Después de matar a Hank se informaron
que estaba yo en la población, y salieron
huyendo. ¡No descansaré hasta que les
encuentre...!
—¿Fue lejos de aquí...?
—Medicine Bow, en Wyoming...
—No sé dónde está, pero ha de ser
bastante lejos.
—A caballo, más de una luna, como
dicen los indios — comentó Ed —. Pero
el rastreo ha sido difícil. De ahí que lleve
estas semanas tras de su pista... Saben
ocultar las huellas y caminaron con toda
clase de precauciones. He perdido mucho
tiempo entrando en distintas poblaciones
que ellos esquivaron... Y es que
enfurecido, no pensé con serenidad. Pero
les encontraré...
—Pues has estado muy cerca de no
poder seguir rastreando...—comentó el
sheriff.
—Es cierto. Me sorprendieron esos
cobardes. Y eso que les vi caminar hacia
mí, pero no podía imaginar que me
encañonaran al estar frente a mí. Creí que
venían a preguntarme algo o a decir que
estaba en terrenos de algún ganadero. Y
empezaron a llamarme cuatrero... Y me
apuntaban con sus armas.
—Tuviste suerte. Quisieron dar carácter
completamente legal a tu muerte.
—Me sorprende que sin estar seguros
de las autoridades cometieran ese error.
—Posiblemente no les interesabas más
que para comprobar si podían contar
hasta ese extremo con las autoridades...
—Deben conocerles ya...
—Creo que lo que ha pasado es que mi
presencia es la que ha impedido que el
juez actuara en la forma que los otros
esperaban.
—¿Tu presencia?
—Sí. Hugh sabe que el mayor del fuerte
es muy amigo mío. Y sin duda ha temido
que yo le hablara... Pero no está seguro...
Y si no te han dado tus armas es porque
te van a seguir si continúas tu camino.
Este astuto de Hugh no ha conseguido
engañarme. Tratará de justificarse ante
ese ganadero... Y hasta es posible que les
diga lo que tienen que hacer para
conseguir lo que se proponían.
Al hablar Gabe así, parecía estar
leyendo en el pensamiento de Hugh,
quien así que salieron los dos del
almacén, envió recado a Tresh para que
se encontrara con él.
—Sin embargo, les vamos a demostrar
que no son lo suficientemente listos. El
único que está verdaderamente asustado,
es el sheriff. Creo que es la única buena
persona del grupo.
—¿Qué haremos...?
—No te preocupes... Tengo amigos en
esta población. ¡Vamos!
—¿No comemos...?
—Hemos de ganar tiempo. ¿Y tu
caballo?
—Es verdad. No me lo han devuelto.
—No importa. Tengo tres aquí. Y hay
un ranchero que nos ayudará.
—¿De veras crees que el juez está de
acuerdo con ese ganadero?
—Estoy completamente seguro. Vamos.
La muchacha que servía en el
restaurante del hotel se les quedó
mirando sorprendida, pero Gabe dijo que
podía preparar la comida, ya que no
tardarían mucho en regresar.
Gabe fue a la oficina del sheriff para
reclamar el caballo propiedad de Ed.
Y añadió que esperarían en el hotel a
que hiciera la reclamación de las armas y
el caballo.
El sheriff aseguró que enviaría a por
ambas cosas a su comisario.
Con los caballos de la brida, Gabe
marchó al encuentro de Ed.
Dejó uno de ellos en la barra del hotel y
montaron en los otros.
Y con toda naturalidad salieron del
pueblo.
—¿Adonde vamos? — preguntó Ed.
—Al fuerte.
—¿No hablabas de un ranchero...?
—Lo decía por si nos estaban
escuchando...
—No es posible que ese juez sea como
temes... He podido comprar armas en un
almacén.
—El único que hay es el del juez. Es
mejor que te sepan desarmado.
—Tú llevas dos «Colt»...
—Si es necesario dejaré que uses uno.
Pero no hará falta.
Hacía más de una hora que la comida
estaba en la mesa y no había aparecido
ninguno de los dos.
Hugh visitó la oficina del sheriff. Y éste
le dio cuenta de lo que dijo Gabe.
El juez, que acababa de hablar con
Tresh, sonreía.
Había dado órdenes para que los
muchachos de Tresh mataran a los dos y
quitaran a Gabe el justificante del Banco,
o el dinero en efectivo si lo había
cobrado.
—He de reclamar a Tresh el caballo de
ese muchacho y las armas...
—Cuando vengan por aquí los
vaqueros, se lo diremos.
—Voy a enviar al comisario...
—No es preciso, hombre. Gabe, ya
sabes que suele pasar tres o cuatro días
siempre que viene con pieles. Y ese
muchacho se quedará con él.
—Además — añadió el juez —
confesaré que no sé si he obrado bien
soltando a ese muchacho. Podría tener
razón Tresh y ser uno de los cuatreros
que sin duda andan por aquí. Es que me
enfadó la actitud de Tresh... No me gusta
que siempre se haga lo que dice...
—No creo que ese muchacho sea un
cuatrero... Ha hablado que va tras de los
que mataron a un amigo...
—Es una historia que no podremos
comprobar nunca... Está muy lejos
Medicine Bow para que nos informemos.
—Podemos hacerlo por telégrafo...
—¿Para qué pender tiempo..? Repito
que empiezo a estar arrepentido. Hemos
debido tenerle detenido por lo menos
hasta aclarar su versión...
—Y no nos habríamos enfrentado a
Tresh... — dijo el sheriff—. También a
mí me enfadó su manera de hablar y la de
sus hombres. Y ese cobarde iba a
disparar sobre mí...
—Es posible que tratara de hacerlo
sobre el detenido que soltamos...
—¿Qué te parece entonces...? ¿Le
detenemos hasta aclararlo...?
—No. Si ya le soltamos no podemos
ahora rectificar. Sería mal visto en el
pueblo.
El sheriff se encogió de hombros.
Pero al marchar el juez, un amigo le
dijo:
—Han vuelto algunos de los muchachos
de Tresli... Están dos de ellos frente al
hotel.
Esto era cierto.
Como había más de una docena de
caballos a la barra del hotel, no podían
saber si pertenecían al cazador alguno de
ellos.
Desde luego, pensaron que así era.
El juez pasó frente a estos dos y le
hicieron una leve señal que fue captada
por él.
Sonriendo siguió hasta su almacén.
Iba pensando en que Gabe sería
castigado por amenazarle con escribir a
San Luis para obligarle a pagar más por
las pieles.
Y sonreía imaginando que ese dinero
iba a volver a él además de las pieles que
valían mucho más de lo que pagó.

CAPITULO III

Tenía que llamar la atención que esos


dos vaqueros estuvieran tanto tiempo
frente al hotel.
Y lo hablaron en el taller del herrero.
—Yo creo — decía el comentarista al
herrero — que están esperando a ese
cazador tan alto y al que querían colgar
los de ese equipo... Dicen que les vieron
entrar.
—Habrá que avisar al sheriff — dijo el
herrero—. No se puede permitir que les
sorprendan y disparen a traición.
—Es mejor no meterse en ese asunto.
—Avisaré a Hugh. Ha sabido portarse
con entereza ante Tresh...
—Tenían que empezar a cortar los
vuelos a ese ganadero. Estaba abusando
demasiado...
El herrero, decidido, marchó al almacén
de Hugh.
—¿Sabes que hay dos vaqueros de
Tresh frente al hotel hace más de tres
horas? — le dijo.
—¿Es que no pueden estar allí...?
—Es que deben estar esperando a ese
cazador o al que has puesto en libertad...
—¿Por qué supones eso?
—Es lo que se está comentando en la
ciudad por los que se han dado cuánta de
esa espera.
—En realidad no lo sabemos.
—Pero es de imaginar...
—Bueno. Hay que tener en cuenta que
Gabe maltrató a uno de sus compañeros y
mató a otro.
—Pero según el sheriff, entraba
dispuesto a disparar incluso sobre él. Y
gracias a que el cazador se dejó caer al
suelo... Voy a avisar al sheriff.
—Bueno. Está bien que lo hagas, pero
realmente no podemos saber qué hacen
allí esos vaqueros. ¿Están en la calle?
—Están en el saloon, pero uno de ellos
está siempre apoyado en el quicio de la
puerta. No hay duda que vigilan el hotel.
—Ya me conoces. Me gustan las cosas
rectas y no hay más que sospechas. No
puedo ir a decirles que no pueden estar
en ese local...
—Pero el sheriff debe vigilar a su vez.
Cuando marchó el herrero, el juez
maldecía a éste y a la torpeza de los dos
vaqueros.
Si la población comentaba que estaban
esperando a esos dos, y el herrero decía
que había sido advertido él, se pondría en
evidencia cuando nada más ver a los
interesados, dispararan sobre ellos.
Y decidió ir personalmente para hablar
con esos vaqueros con objeto de que
hicieran bien las cosas.
El herrero, que había ido a visitar al
sheriff para decirle lo mismo que al juez,
provocó la visita del de la placa a ese
saloon.
Los dos vaqueros le vieron acercarse y
no se preocuparon.
—¿Qué hacéis aquí? — les preguntó.
—Esperamos a unos compañeros. Hay
que ir a hablar con los de la funeraria
sobre el entierro del que han asesinado
ante su presencia.
—Por estar yo presente, sé que era él
quien entraba decidido a matar. No se
puede acusar de esa muerte más que a él
mismo.
—No creemos que tratara de hacerle
daño a usted como han estado diciendo.
—No hay duda que entraba dispuesto a
matar ya que consiguió disparar una vez.
—Dejaban ustedes escapar a un
cuatrero. Porque no hay duda que lo es...
—¿Esperáis a que salga del hotel...?
—Hemos dicho que aguardamos a unos
compañeros.
—¿No es mucho esperar? Lleváis más
de tres horas...
—¿Es que no podemos estar aquí?
—Os advierto que si disparáis sobre
ellos, os colgaré yo.
—No creo que pase nada, pero si ese
cazador y el cuatrero, al vernos, tratan de
hacer lo que con el otro, no dejaremos
que nos maten...
—El que estaba detenido va sin armas...
—Es posible que el cazador le haya
dejado una... Y ahora, resulta que ese
cuatrero es también un pistolero
conocido. No se pueden tener descuidos
frente a un buen tirador como parece ser.
—Estáis advertidos...
—Y repetimos que no nos dejaremos
matar...
El sheriff vio venir al juez y se alegró.
Hugh dijo a los vaqueros que para evitar
suspicacias debían irse de allí.
Como al hablar les hizo algunas señas,
dijeron que marcharían.
El sheriff fue al hotel para advertir a
Gabe y a Ed lo que temía.
Se sorprendió al saber, por la que servía
en el comedor, que no estaba ninguno de
los dos allí y añadió lo que había pasado
con la comida de ambos.
Respuesta que tranquilizó al de la placa.
El juez, que le estaba esperando en la
oficina, dijo:
—En realidad no sabemos si esperaban
a esos muchachos... No ha debido
advertirles.
—No les he dicho nada, porque no
están.
Supo disimular el juez su contrariedad.
Pero dijo de manera instintiva:
—¿Dónde se habrán metido.,.?
Le miró el sheriff intrigado.
—El cazador tiene amigos —
respondió.
—Es verdad...
—Habrán sido invitados a comer en
casa de alguno de éstos. Posiblemente en
casa del pater.
Cuando el juez llegó a su almacén le
estaban esperando Tresh.
Tranquilizó a Hugh diciendo que serían
vigilados y que al abandonar el pueblo
serían cazados los dos.
Y añadió que era mejor no hacerlo en el
pueblo, sobre todo después de haber sido
advertidos por el sheriff.
Promesas que tranquilizaron a Hugh.
Y mientras, los dos jinetes llegaron al
fuerte.
El mayor Stollard saludó con afecto a
Gabe, haciéndole ir a su domicilio.
Presentado Ed, le refirieron lo sucedido
en el pueblo.
Y Gabe añadió lo que temia de Hugh.
—No hay duda que es un granuja —
comentó el militar—. Y sospechamos
que es el que facilita armas y bebida a los
indios de la reserva y a los que andan por
las montañas en franca rebeldía.
—Si es cierto, lo que deben hacer es
colgarle — dijo Ed.
—Es astuto y no hemos encontrado la
menor prueba contra él.
—El que le ayuda en ese ilícito y
criminal comercio, ha de ser Tresh, el
ganadero. He dicho a Ed que ha tenido
suerte con mi llegada tan oportuna. Estoy
seguro que es lo que le ha salvado de ser
condenado a la horca. Cometieron el
error de no fijarse que el caballo de este
muchacho estaba sin hierro y no se les
ocurrió cambiarlo por uno de Tresh.
Entonces sí que no se habría salvado,
pero confiaban en Hugh. Y han de estar
muy enfadados con él, aunque se
justificará ante ellos.
—También sospechamos nosotros que
está de acuerdo con ellos y con el
miserable del agente. Pero repito que no
hemos conseguido la menor prueba.
—¿Hay muchos indios rebeldes por
aquí...?—preguntó Ed.
—En realidad, no lo sabemos. Se habla
mucho sobre ellos, pero nada en concreto
y con base real. Lo que no hay duda, es
que dos que fueron sorprendidos, estaban
ebrios y tenían rifles completamente
nuevos y magníficos.
—Les harían hablar.
—Respondieron que los rifles los
encontraron, así como la bebida. Y no
hubo medio humano de hacerles decir
otra cosa. Les llevamos a la reserva y
escaparon a los tres días. Son los únicos
que hemos visto por aquí. Estuvieron
aquí los inspectores que enviaron del
ferrocarril. Insistí en mi criterio de que el
atraco que les achacan a ellos, fue obra
de quienes iban disfrazados de indio.
Cometieron el error de no llevarse unas
garrafas llenas de whisky.
—Veo que conoce a los indios, mayor.
Tiene razón. De haber sido ellos los del
atraco, se habrían llevado eso antes que
nada.
—Uno de los viajeros me afirmó que el
enmascarado que le desvalijó no parecía
indio. A pesar de llevar bien tapada la
cabeza y el rostro. Se fijó en sus manos...
Los inspectores llegaron a la misma
conclusión que yo.
—¿No pensaron en ese equipo...?
—El atraco se cometió a mucha
distancia de aquí... Sospecho que lo
hicieron ellos, pero carezco de pruebas.
—¿Se llevaron mucho?
—Bastante. Unos cuarenta mil dólares
en total. Otros viajeros, en cambio,
afirmaron que eran indios de verdad. Y
eso me hizo pensar que han de tener en la
reserva algunos cómplices recluidos. O
de los rebeldes que andan por las
montañas cercanas.
—Pero se habrían llevado el whisky.
—Puede que les advirtieran.
—Ni aun así lo habrían dejado —
comentó Ed —. Sería superior a ellos
mismos.
—¿Qué vais a hacer? — preguntó el
mayor.
—Este debe quedarse aquí. No me fío
de Hugh...
—Quisiera recuperar mi caballo y las
armas.
—Yo iré a por ello — dijo el mayor—.
No creo que me lo nieguen a mí. Diré
que estás con nosotros.
Acordaron al final que al día siguiente
iría el mayor, con Gabe hasta Billings.
Todos, en el pueblo, sabían que Gabe
era amigo del militar.
Así lo hicieron. Al día siguiente,
marcharon los dos al pueblo.
Para Hugh fue una sorpresa
desagradable ver al mayor en el almacén
en compañía de Gabe.
El militar felicitó a Hugh por haber
cumplido con su deber rectamente.
—Sin embargo — replicó —, no crea
que estoy muy satisfecho. Me incomodé
con Tresh porque parecía que era el juez
y no yo. Por eso dije que fuera puesto en
libertad, pero he pensado más tarde y he
llegado a la conclusión de que tal vez
hubiera algo de cierto.
—Debe estar tranquilo. Ese muchacho
está en el fuerte y hemos comprobado
que es cierto lo del asesinato de su
amigo. No hay duda que rastrea a los
autores.
Esto era verdad. Ed pidió al mayor que
telegrafiara a Medicine Bow.
Y la amplia respuesta confirmaba lo
dicho por él.
—¿Está en el fuerte? — preguntó el
juez.
—Sí. Me pidió que le llevara — dijo
Dick — para que se comprobara lo de la
muerte de su amigo. Y no hay duda que
decía verdad. Piensa seguir rastreando a
los autores. Marchará hacia Helena.
—Pero deben devolver su caballo y las
armas que le pertenecen y que son para él
muy valiosas por ser un recuerdo del
amigo asesinado — dijo el mayor—. Así
que debe ordenar a ese ganadero la
devolución y le dice que esté tranquilo.
Que no se trata de un cuatrero.
Hugh no dijo una palabra de la espera
de los dos vaqueros, pero el sheriff, al
hablar con ellos, lo dijo a Gabe.
—Así que nos estaban aguardando
frente al hotel, ¿no es así? — exclamó.
—Estoy seguro que era eso lo que
esperaban tanto tiempo.
Gabe sonreía.
—¿No lo sabe el juez?
—Fue quien les pidió que se marcharan
de allí para evitar malas interpretaciones.
Y yo les advertí que si disparaban a
traición les colgaría.
—¿Cree que se habrían dejado atrapar
de disparar sobre nosotros? — añadió
Gabe.
—Tiene razón. Habrían escapado de
aquí... — decía el sheriff sonriendo.
Al estar solos el mayor y Gabe, dijo
éste:
—¿Te das cuenta...? El juez no ha dicho
nada y fue el que les pidió se marcharan
de allí.
—Debió ser el que les encargara esa
espera...
—¡Diana! Has dado en el blanco. La
advertencia del sheriff le asustó. No me
perdona el haber tenido que pagar por las
pieles mucho más de lo que pensaba. ¡No
sé si podré contenerme cuando le vea de
nuevo!
—Has de tener paciencia. Interesa
demostrar que es el que vende a los
indios.
—Creo que tienes un buen medio de
averiguar algo... Me refiero a Ed. Le
llaman el Indio pálido. Estima a los
indios y habla su idioma de manera
perfecta... Es posible que a él le digan lo
que no dirían a nadie más.
Quedó pensativo el mayor.
—Es posible que hable con ese
muchacho... Y se lo diré al coronel. Tal
vez apruebe la ayuda de Ed.
—Considero que sería valiosa — añadió
Gabe.
—Sí. Creo que tienes razón.
—Ha de ser conocido entre ellos. Por lo
menos habrán oído hablar de él.
Gabe fue al Banco a cobrar el dinero de
las pieles y entregó gran parte de lo
cobrado al mayor. Este se lo guardaría en
el fuerte invitó al militar a comer en el
hotel y la empleada, al ver a Gabe, le riñó
por lo ocurrido el día antes.
Era muy conocido en el hotel, ya que
siempre que iba con pieles permanecía
varios días en el mismo.
Estaban comiendo cuando entró Tresh,
con otro ganadero.
Se acercó a ellos y dijo:
—Me ha dicho el juez lo que usted le ha
referido. Celebro que Hugh se impusiera,
ya que íbamos a cometer una injusticia.
Debe pedir perdón a ese muchacho si
sigue en el fuerte cuando regrese, mayor.
Yo estaba obstinado en que se trataba de
uno de los cuatreros que hay por aquí. El
hecho de verle entre mi ganado fue lo
que nos hizo pensar así. Y como se
trataba de un forastero... También tú
debes perdonar lo que ayer hablé...
Estaba excitado por considerar una
tontería lo que hacían Hugh y el sheriff.
—Ya lo he olvidado — dijo Gabe
sonriendo—. Pero ¿quién envió a esos
dos vaqueros a esperar que saliéramos
del hotel?
—Ya me habló el sheriff... No os
esperaban a vosotros, sino a unos
compañeros que tardaron bastante...
—Mire, Tresh... Yo sé que aguardaban
por nosotros...
—Repito que estás equivocado. Sé que
la culpa es del herrero que visitó a las
autoridades hablando de ese temor.
—Fue una suerte para ellos que no
estuviéramos en el hotel. De haber
estado, hoy el entierro habría sido
ampliado.
—Lamento no poder hacerte ver que
estás en un error. ¿Por qué te iban a
esperar?
—Posiblemente, porque son unos
cobardes.
—Sigues pensando mal.
—La muerte que hice fue merecida.
—Eso me dijo el juez.
—No olvide de devolver el caballo y las
armas de ese muchacho. ¿Por qué se
quedaron con ello...? — añadió el militar.
—Estaban seguros que le iban a colgar,
¿verdad? —medió Gabe.
—Ya he dicho antes que le consideraba
un cuatrero y es el castigo que merecen.
—Pero aun así, no se podía actuar de
esa forma. Tendrían que haberle llevado
a la corte, con su defensor y presentación
de pruebas. Está mal acostumbrado,
Tresh —dijo el mayor—. Iban a linchar a
un inocente.
—Está habituado a que todos hagan lo
que él dice, ¿verdad? Tiene asustada a la
comarca con su equipo de hombres
seleccionados... ¿De dónde les ha traído?
—Llevan mucho tiempo conmigo... Son
un poco impulsivos, lo reconozco, pero
no son malos...
—El día que se cansen de ellos y
empiecen a seguir su mismo sistema,
colgar sin corte ni nada, todo cambiará.
Es como terminan todos los equipos que
gustan de imponerse por el terror. Les
matan cualquier noche desde las ventanas
y los tejados. De estar yo aquí, es lo que
aconsejaría a los vecinos que hicieran...
—No sería justo.
Gabe se echó a reír.
—No se preocupe. Me volveré a la
montaña.. — agregó.
Tresh se batió en retirada,
despidiéndose del mayor.
—¡Vaya lenguaje el de ese cazador...!
— comentó el ganadero que acompañaba
a Tresh.
—De no estar el mayor con él, le habría
respondido de otro modo. Me pone
nervioso. Y si los muchachos supieran
que habla así...
—Es cierto que se ha comentado que
esos dos vaqueros estaban esperando a
que salieran del hotel.
—Pues no es verdad. Esperaban a unos
compañeros.
El ganadero sonreía en silencio.
Estaba seguro que Tresh sabía la
verdad. Y que esperaban para disparar
sobre el cazador y el forastero.
Pero no quería discutir con él.
A su vez, dijo Gabe:
—Da la impresión de una cascabel...
—Pero sabe dominarse... Es peligroso.
¡Cuidado con él...!
—También ellos deben tener cuidado
conmigo.

CAPITULO IV
—Parece un buen caballo...—exclamó
el mayor.
—Uno de los mejores que haya podido
tener ante usted — replicó Ed.
—Por algo querían quedarse con él. Y
está encariñado contigo...
—Hace meses que estamos juntos la
mayor parte de las horas... Hablo con él
como si pudiera entenderme.
—En cambio, las armas, no veo nada
especial en ellas...
—Su valor está en lo sentimental. Son
recuerdo de aquel buen amigo... Y en el
deseo de que sea con estas armas con las
que castigue a sus asesinos.
—Lo único extraño en ellas es el
calibre. Encontrarás dificultades para la
munición.
—No lo crea. Abundan armas de este
calibre... Aunque sean más las otras, las
«45». ¿Se ha dado cuenta que Gabe
también usa «38»?
—¡No! No me había fijado..., ¿es
verdad?
—Cuando venga, líjese.
—Lo haré — dijo el mayor, sonriendo
—. Bueno. He de ir al pueblo...
Esperamos a la hija del coronel, que llega
en el primer tren procedente del Este. El
padre está un poco delicado y no puede ir
a por ella. Puedes venir si lo deseas.
—¿Cuándo me van a facilitar la entrada
en la reserva? Antes de seguir mi
camino, me agradaría poder hablar con
los recluidos en ella.
—Frente a lo que piensa Gabe, no creo
que si les están vendiendo a ellos, hablen
una palabra.
—He estado pensando en cómo pueden
pagar los indios que están en una
reserva... Y hay que suponer que el
precio que hayan puesto a las armas y a
la bebida, sea elevado. Es más lógico que
sean los que andan huidos por las
montañas y que, conocedores del terreno,
tengan oro en cantidad para esos pagos.
Oro o pieles... Son las monedas factibles
para ellos.
—No se sabe que haya yacimientos ni
placeres por aquí...
—Ellos conocen mejor las montañas.
El mayor quedó pensativo unos breves
segundos.
—¿No habrá oro en la reserva? —
exclamó al fin —. Es muy extenso el
terreno que comprende.
—También es posible. Pero lo dudo, ya
que el agente y sus ayudantes vigilarían
constantemente hasta localizarlo... Y
entonces, no sería aprovechado por los
indios. Todos ustedes coinciden en que
ese agente es una mala persona. Si es así,
no le importaría mucho robarles.
—Les está robando en lo que ellos
producen... y posiblemente en la
ganadería que crían desde hace meses.
Sin embargo, es una de las reservas
donde no pasan hambre. Cosecha fríjoles
y maíz en cantidad suficiente para
atender sus necesidades. A cambio de
estos productos de la tierra, les facilitan
ropas. Tienen una vega hermosa en la
que el algodón es pródigo. Algunas
indias hilan y tejen a su estilo, pero
prefieren vender el algodón.
—¿Algodón en este clima ?
—Por muy extraño que parezca, así es.
Creo que ahí está la verdadera fuente de
ingresos importante del agente. Es el
encargado de vender ese algodón.
—Si esto me lo dice otra persona, le
diría que es un loco. ¡Algodón en
Montana...!
—Pues, si. La misma sorpresa recibí yo
al llegar destinado a este fuerte y conocer
ese hecho. Es una vega cálida el tiempo
suficiente para que el algodón termine su
ciclo. Tienen un sistema de riego
admirable... y obtienen muchos
«bushels» de maíz. Han tenido algunos
conflictos a causa de esa vega.. El
anterior agente les defendió con acierto.
El actual, parece que ha permitido a
ganaderos limítrofes el aprovechamiento
para pastos de una buena parte de ese
terreno...
—Eso es un robo que les hacen...
—Hace tiempo pedimos a Washington,
en la sección de cartografía, un plano de
los limites de las tierras entregadas como
reserva.
—¿Lo enviaron?
—No han respondido. Lo hicieron de
una manera ambigua..., afirmando que
buscaban en los archivos... Pero la
verdad es que no hemos recibido lo que
sería un justificante indiscutible. Y los
indios han visto mermada esa vega... Uno
de los jefes allí recluido, que habla
nuestro idioma, se escapó un día y vino
al fuerte. Pero el coronel que estaba
entonces, no estimaba a esos seres...
Cuando lo de Custer, perdió un hermano
y un sobrino. Le amenazó con colgarle si
se presentaba de nuevo con una queja.
—Eso es una cobardía...
—Que le costó ser destituido, porque
escribí a los amigos de Washington
dando cuenta de ese atropello y falta de
ayuda. Sin embargo, no se les
restituyeron los terrenos robados. Que
son la base de su tranquilidad. El agente
que había entonces se enfrentó a ese
ganadero, sin que le atendiera en su
reclamación. Y sus quejas obtuvieron el
mayor de los silencios y su traslado es
posible que fuera motivado por ellas.
—Lo que indica que ese ganadero está
bien apoyado en la capital federal.
—Desde luego. Y hoy sé quién es el
que le ayuda. El senador Cunningham.
—¡No es posible que un senador se
preste a la complicidad de un robo
alevoso como ese!
—No puede ser otro. Cuando supe la
amistad que les une a los dos, pensé que
ahí estaba la razón del silencio de
Washington.
—¿No comprenden que así les empujan
a una rebeldía y posible sublevación?
—Por conducto de los guías indios que
tenemos, les he aconsejado paciencia.
Creí que se aclararía escribiendo a mis
amigos... Y la verdad es que he fallado.
Hay una ceguera absoluta en el
departamento respecto a los problemas
de las agencias. Y así van de error en
error... Los que están al frente del mismo
no conocen el problema racial ni la
idiosincracia de esa raza. Y con tal
desconocimiento los resultados son
lógicos. Hace una temporada que estoy
asustado... Los indios se impacientan...
—¿Sigue en la reserva ese jefe que vino
al fuerte...?
—Sí. Pero los guías afirman que ha
cambiado radicalmente... No protesta ni
dice nada...
—Ha de haber una razón poderosa para
ese cambio. No es frecuente en esa raza...
—Es lo que he pensado muchas veces.
—Tiene que llevarme uno de los guías
para que yo hable con él.
—Se ha negado a hablar con ellos desde
una temporada... a esta parte.
Una hora más tarde, Ed hablaba con el
guía que habla entrado varias veces en la
reserva. Y lo hacían en el idioma del
guía: cheyenne.
Confesó el guía su contento por conocer
personalmente al Indio pálido del que
tanto se había hablado entre los indios.
Y quedaron de acuerdo en entrar esa
misma noche en la reserva, directamente
a los «tipis» que les interesaban. Era un
buen conocedor del terreno.
Hasta entonces, marchó a Billings para
encontrarse con Gabe, al que le diría lo
que iba a hacer.
Por lo que habían hablado entre ellos,
Ed sospechó que Gabe conocía a los
indios que andaban huidos por las
montañas cercanas y hasta supuso que
esa cantidad de pieles que decía cazar él
solo, se debía a la ayuda de esos indios y
era la razón por la que defendía se le
pagaran precios más justos.
Pensaba que el deseo de Gabe de llevar
el importe de las pieles en efectivo y no
dejarlo en el Banco, era para entregar a
esos indios cantidades con las que ellos,
lejos de allí, adquirirían lo que
necesitaban con más urgencia y que no
podían obtener por ellos mismos. Ropa,
en particular, como mantas, y para vestir
sin llamar mucho la atención.
Cuando salió del fuerte, extrañaba la
tardanza de los que fueron en busca de la
hija del coronel.
Y al llegar a Billings supo la causa. El
tren se había retrasado bastante por haber
sido asaltado nuevamente.
El mayor y Gabe estaban en la estación
hablando con los empleados y viajeros,
quienes aseguraban habían sido un grupo
de indios los autores del asalto.
La indignación de los oyentes era
intensa y muchos pedían que los de la
reserva fueran fusilados en masa.
Un vaquero, de los que escuchaban,
exclamó:
—Me gustaría saber dónde estaba, a la
hora del asalto, Eddie-Brok, el llamado
Indio pálido. Aún sigue por aquí y eso
que dijo que iba de paso hacia Helena.
Se volvió el mayor como movido por un
resorte y replicó:
—¡Está en el fuerte y no se ha movido
de allí...!
—Gracias, mayor, pero será preferible
que hable conmigo... — dijo Ed
avanzando entre los curiosos.
El vaquero retrocedió asustado por la
expresión de los ojos de Ed.
—¿Dónde estabas tú a esa hora? —
preguntó a su vez—. Acabas de saber
dónde me hallaba yo. Pero nos interesa
saber dónde estabas tú...
—Han sido los indios... Esos salvajes
que han debido ser colgados todos...
—No has respondido. ¿Dónde estabas
tú?
—Estaba en el rancho... He venido
desde allí...
—¿Por qué te has acordado de mí...?
—Todos dicen que eres amigo de los
indios...
—No dicen que soy un cobarde como
tú, ¿verdad? Porque no hay duda que lo
eres... Y no sabes cómo odio a los que
son así... ¡Y ahora, vas a defender tu
vida, porque estoy dispuesto a matarte...!
—Yo creo... — medió el sheriff.
—¡Calle, sheriff, si no quiere que le
incluya en el punto de mira de mis
armas! He dicho que le voy a matar y le
advierto que se defienda. No soy un
traidor cuando así hablo, ¿verdad?
—Tiene que ayudarme, sheriff... No soy
un pistolero como él... — decía el
vaquero.
—¡Quieto, sheriff! Le han dicho que no
intervenga... — dijo Dick mirando al de
la placa —. Este cobarde ha hablado por
saber que Ed le escuchaba, así que lo ha
provocado deliberadamente. Que se
defienda frente a él... No trate de
distraerle ni de disparar sobre Ed, porque
le llenaré los ojos de plomo.
El sheriff, completamente aterrado,
retrocedía instintivamente.
—Gracias, Gabe, pero estaba pendiente
de él. Creo que le has salvado la vida.
Una pulgada más baja su mano y le
habría matado.
El rostro del sheriff se cubrió de sudor.
El vaquero, que aparentemente estaba
temblando de miedo, buscó su «Colt»
con una rapidez extraordinaria.
Pero el enemigo era demasiado superior
a él.
Con el «Colt» empuñado, pero sin
llegar a salir de la funda, cayó al suelo
sin ojos.
El sheriff, al ver que le miraba Ed,
levantó las manos, diciendo:
—¡No te iba a traicionar! ¡Trataba de
evitar la pelea...!
—¡Es usted un cobarde, sheriff! Y estoy
seguro que antes de marchar de Billings
le mataré... ¡Ahora marche de aquí
porque no respondo...!
Echó a correr el de la placa en una
franca huida, lleno de pánico.
—¿Con quién trabajaba ese muchacho?
— preguntó el mayor.
—Con Alian Plint... — respondieron.
Los ojos del mayor brillaron de modo
especial.
Las mujeres que rodeaban a la hija del
coronel, que llegó completamente
asustada y nerviosa, estaban
tranquilizando a la muchacha.
Con ella, había otras viajeras que
estaban tan asustadas como Lisa. Que así
se llamaba la hija del coronel.
Gabe se acercó al mayor y le preguntó:
—¿Quién es ese ganadero?
—El que ha robado parte de la vega de
que hablamos...
—No deja de ser interesante... ¿Quién
les habrá hablado de Ed?
—Es lo que estaba pensando yo.
—Como ha fallado lo del cuatrero,
ahora tratan de acusarle de ser
atracador...
—Sí. Creo que tienes razón. Es muy
interesante.. Voy a ocuparme de Lisa.
La muchacha seguía rodeada de otras
mujeres que no cesaban de tranquilizarle.
Habían llevado los militares un coche
para ella.
El mayor conocía a Lisa y tenía una
gran confianza con ella.
—Vamos, Lisa — dijo —. Han de estar
impacientes en el fuerte.
—Mayor... No hago más que pensar
detenidamente en los atracadores... Y
tengo la más firme convicción de que no
eran indios todos los atracadores. El que
me arrebató la cadena y la medalla, eran
tan blanco como nosotros. Me fijé con
toda atención en sus manos... Y le
aseguro que pertenecían a un hombre de
nuestra raza.
—Otros viajeros, en cambio, afirman
que eran indios.
—Es posible que fueran mezclados —
dijo el mayor—. Pero la presencia de
blancos, indica que es obra de éstos y no
de los indios.
—Y esos indios que algunos viajeros
aseguran iban con los otros, han de ser de
los que andan por las montañas— dijo
Ed.
Lisa, al poder prescindir de las
atenciones de las mujeres que la
atendían, fue presentada a Ed y a Gabe.
Pero éstos estaban más pendientes de
los vecinos de Billings que de la recién
presentada.
El hecho de haber tenido que matar a
ese vaquero y amenazar al sheriff les
obligaba a una atención estricta y
constante.
Consciente el mayor de un peligro para
los dos, decidió marchar al fuerte,
llevando con él a ambos jóvenes.
Lisa, en el coche, comentaba el atraco
de que habían sido víctimas.
El mayor iba en el coche con ella y, a
los lados, Ed y Gabe jinetes sobre sus
monturas.
Para estos dos era muy difícil poder
escuchar lo que hablaba la muchacha, ya
que el ruido de los ejes, con su chirriar
agudo, lo impedía.
Cuando llevaban caminando poco más
de dos millas, vieron el tren que seguía
su camino hacia la capital, Helena.
Una vez en el fuerte, era la mayoría los
que estaban en el patio y se vio una gran
tranquilidad en los rostros ansiosos al
darse cuenta de que la joven estaba en el
coche al lado del mayor.
El coronel abrazó a la hija, preguntando
la razón de esa tardanza.
Tenía que atender Lisa a los saludos de
los demás y hablaba con su padre entre
éstos.
—¡Y aún hay quien se atreve a defender
a esos salvajes...!— decía el teniente
Bruce.
Al hablar así, miraba desafiante al
mayor.
—No creo que sea obra de ellos — dijo
la muchacha—. Iban blancos entre los
atracadores.
—No puedes defenderles también tú...
—No hago más que rendir culto a la
verdad. El que robó mi cadena y medalla
era blanco. No tenía nada de indio.
—Te lo habrá parecido a ti.
—Estoy segura. ¿Es que me vas a decir
que no es cierto lo que he visto?
—Estás influenciada por las teorías del
mayor...
Ed y Gabe, que desmontaban, miraron
al teniente, pero sin hacer comentario
alguno.
—¡Teniente!—dijo el mayor—. Le
ruego se domine... y medite sus palabras.
El aludido dio media vuelta y se alejó.
Ed y Gabe entraron en la cantina.
Había dicho Ed a Gabe que iba a
intentar hablar con los indios de la
reserva para tratar de averiguar si les
vendían armas y bebida.
—No creo que sea con ellos con
quienes comercian, si es que lo hacen —
había respondido Gabe.
—¿Crees que será con los que andan
por las montañas...?
—Es lo más lógico. Los que están en la
agencia se consideran tranquilos y no
querrán complicarse la vida. De no estar
conformes, escaparían como han hecho
otros.
—¿Crees que será en ese almacén
donde se centralicen las mercancías que
les venden...?
—De hacerlo por aquí, ha de ser Hugh.
Le considero muy capaz de ello. Es un
perfecto granuja.
—Lo que preocupa al mayor es la
actitud de un jefe indio que parece haber
cambiado radicalmente... Supone que
para lograr ese cambio han tenido que
amenazarle muy seriamente.
—¿Y crees que te va a decir a ti la
razón de ello? ¡No lo hará!
—Les conozco bien, Gabe. Ya sé que
no será sencillo, pero por lo que hable, es
posible que pueda imaginar lo ocurrido.
—¿Y qué adelantarías con ello?
—Mucho. Si descubro que es obra del
agente o de sus amigos, les castigaré a mi
modo. Y seguiré mi camino hacia
Helena.
Esta había sido la conversación respecto
a los indios.
Al entrar en la cantina, dijo Ed:
—No me gusta ese teniente. Odia
demasiado a los indios.
—Yo creo que odia más al mayor. Lo
que ha dicho es para molestar a éste.
Dejaron de hablar por la entrada en la
cantina de la persona en cuestión.
El teniente miró a los dos con claro
desprecio y pidió de beber al cantinero.
—La verdad es que no comprendo que
se defienda a los indios después de los
atracos que han hecho al tren — dijo —.
Y Lisa, que está influenciada por el
mayor, se atreve a poner en duda que sea
obra de ellos... El tener que respetarle ha
hecho que no responda como merece...
Ed se volvió hacia Bruce para decir:
—¿No cree, teniente, que es una
cobardía hablar así?

CAPITULO V

Bruce miró a Ed sorprendido.


—¿Quién le autorizó a hablarme? —
exclamó.
—Es que está criticando a una persona
que no está aqui. Y eso ha sido siempre
obra de cobardes.
El teniente, que era mala persona pero
no valiente, replicó:
—No he hablado del mayor...
—Está comentando como un cobarde
— añadid Ed.
Gabe cogió a Ed por un brazo y le hizo
salir de la cantina.
Entonces el teniente se envalentonó,
diciendo:
—Voy a hacer que hagan salir a esos
dos del fuerte... Eres testigo que me han
insultado...
—Le ruego, teniente, que no me
complique a mí...
—Has oído que me han amenazado y
me insultó dos veces.
—No me he dado cuenta de nada,
teniente... — añadió el cantinero.
—¡Está bien...! ¡Te vas a acordar...!
El cantinero se encogió de hombros al
ver salir al teniente.
Por estar todos en el patio viendo a
Lisa, no había más clientes en la cantina.
El teniente, que estaba muy enfadado,
fue a ver al coronel.
Pero éste, que se hallaba con su hija, no
estaba en condiciones de escuchar
protestas. Tampoco Bruce se atrevió a
plantearlas.
Se concretó a unirse a los que
conversaban con Lisa.
Pero se apreciaba su enfado.
Lisa, considerando que la causa del
enfado era por lo que habló sobre el
atraco, le dijo:
—No debe dejarse llevar por el odio
que tiene a los indios. Es verdad que el
atracador que me quitó la cadena y la
medalla no era indio.
—Si llevaban los rostros cubiertos, no
es posible saberlo con seguridad.
—He visto sus manos y no hay duda
que eran las de un «rostro pálido», como
ellos dicen.
—Lo esencial es que no te hayan hecho
daño — medió el padre.
—Pero han de acabar con esos
atracadores... —agregó el teniente —. Y
aunque Lisa entiende que el que le robó a
ella era blanco, sigo creyendo que es
obra de los rebeldes que andan por las
montañas... Tendríamos que salir para
dar una batida y no dejar uno solo con
vida. Y ya que hablamos de esto,
coronel, no hace mucho me ha insultado
en la cantina ese pistolero que dicen se le
conoce por el Indio pálido. No podía
responderle debidamente porque sin duda
es muy superior a mí con las armas y
estaba dispuesto a disparar. Al salir de la
cantina, uno de los soldados que fueron a
esperar a Lisa ha dicho que ese mismo
muchacho ha matado en Billings a un
vaquero. Creo que es una vergüenza que
sea huésped de este fuerte.
Lisa miró muy asombrada al teniente y
replicó con rapidez:
—He oído los comentarios que se han
hecho en Billings y todos los testigos
estaban de acuerdo en, que estuvo bien
muerto... Le acusaba de haber tomado
parte en el atraco, y al parecer había
estado en este fuerte cuando se efectuó el
robo. No es delito no odiar a los indios
como usted les odia. Y si es cierto que le
han insultado, ha debido dar motivos
para ello.
—Pueden preguntar al cantinero.
—Acabo de hacerlo, teniente — dijo el
mayor entrando —. Y ha confesado que
me estaba acusando usted de influir en
Lisa respecto a los indios y que no me
había respondida como merecía por
respeto a la distinta categoría castrense.
Ha sido entonces cuando ese muchacho
le ha dicho que hablar de los ausentes era
una cobardía. Y ahora lo repito yo. ¡Es
usted un cobarde!
—¡Serenidad, señores...! —decía el
coronel—. ¡Teniente, vaya a su domicilio
y no salga sin mi autorización...! Debe
controlar sus reacciones. No me gusta
que vaya comentando siempre sobre sus
superiores en la forma que lo hace. No
quisiera tener que dar parte de usted. Y
espero que después de unas horas de
meditación pida perdón al- mayor.
—Es posible que al hablar de los indios
pierda un tanto la ecuanimidad... Suplico
perdón, mayor...
Este dio media vuelta y salió del
despachó del coronel, donde estaban los
oficiales y las mujeres de éstos.
—Le voy a dar un consejo, teniente.
Pida el traslado a otro fuerte. No quisiera
presenciar un drama. Y si sigue así,
obligará al mayor a matarle.
—Es cierto que se me ha insultado... Y
aunque nada más sea que por respeto a
este uniforme debiera encontrar apoyo en
el jefe de este fuerte.
—Ese uniforme debe ser respetado, en
primer lugar, por usted —dijo Lisa.
—¡Basta! — gritó el coronel—, ¡Vaya a
su domicilio, teniente,..!
Salió éste y Lisa exclamó:
—¡Es un cobarde...!
—¡Basta! — añadió su padre—. No se
comente más... Digan al mayor que haga
el favor de venir.
Esto suponía una despedida a los que
estaban allí y desfilaron todos en pocos
minutos.
—Ahora, Lisa, déjame solo. He de
hablar con el mayor —pidió a su hija.
—Espero que no riñas a Ted —
exclamó ella al salir.
Volvió a ser rodeada de amigos. Pero
ella estaba pendiente de la llegada del
mayor. Iba a prevenir que tuviera
cuidado con su padre, que parecía
enfadado.
Otro teniente entró en el despacho del
coronel, para decir que el mayor no se
hallaba en el fuerte. Le habían visto
marchar con los dos jinetes tan altos.
El coronel se paseó nervioso.
Lisa, al ser informada que no aparecía
el mayor, volvió junto a su padre.
—¡Me está cansando Ted...! —exclamó
al mirar a la hija.
Ella no respondió nada.
—Se considera el jefe de este fuerte...
Sale y entra cuando se le antoja, sin dar
cuenta de ello... Y es verdad que esos dos
jinetes andan por el patio como si
formaran parte de la guarnición...
También es cierto que a uno de ellos le
llaman el Indio pálido. Es un renegado al
que considero capaz de ser el jefe de esos
atracadores, aunque no aparezca con
ellos. Sería una coartada infalible...
Hallarse en el fuerte mientras sus
hombres o amigos asaltan al tren. ¿Quién
podría dudar de él...?
Lisa miraba muy sorprendida a su
padre.
—¡Sí! —gritó el coronel—. ¡No me
mires así! Todo lo que digo es posible. Y
lo verdaderamente triste es que no se le
podrá demostrar nada... ¿Por qué está ese
otro amigo del mayor metido en la
montaña?
—¿No se dedica a la caza? Es lo que he
oído a Ted siempre que habla de Gabe.
Con las pieles que ha traído últimamente
ha conseguido lo que un vaquero gana en
seis años.
—Sí... Obtiene más que lo que yo gano
después de tantos años de vida militar y
de soportar infinitas fatigas... He hablado
con él varias veces y no se trata de un
vulgar cow-boy... No... ¿Por qué está
oculto en la montaña...?
—¿Por qué supones que está
escondido? Estás confesando que gana
incluso más que tú, ¿no es estímulo
suficiente para seguir cazando?
—¿Y el otro? El Indio pálido... Es un
vulgar criminal. Dice que vino rastreando
a unas personas con la idea de matar...
—Ellos asesinaron a su amigo.
—Es la historia que refiere él... Así
justifica el hallarse en esta parte de la
Unión... Y aun diciendo que iba a
Helena, lleva algunos días por aquí y
coincide el atraco con su permanencia en
estos lugares...
—¿Qué te sucede, papá...?
—No me gusta que el mayor crea que
es el jefe del fuerte.
—Los otros dos no tienen culpa de tu
enfado con él.
—No quiero verles por el fuerte. Daré
orden que les hagan salir si es que
regresan con el mayor. Y enseñaré a éste
que debe pedir permiso para ausentarse
de aquí.
—Vamos, papá... Que no es un
soldado... ¿Qué te pasa?
—No me ocurre nada, ¡Y calla!
La muchacha entró muy serena en las
habitaciones interiores.
La hija de un sargento era la que
ayudaba a tener el domicilio del coronel
en orden y limpio.
Estaba deshaciendo el equipaje de Lisa.
—Un momento... —exclamó Lisa al
entrar—. Deja el equipaje. No saques
más cosas. Marcharé de nuevo mañana...
—¿Otra vez marchas...?
—Sí. Vuelvo con mis tíos. Ya he visto
que mi padre está bien... Ellos me
necesitan más.
—Tu padre está solo...
—Está rodeado de sus hombres.
—¿Te ha dicho que pensaba casarte con
el teniente Bruce...?
—¡¡No!! ---exclamó Lisa muy
sorprendida—, ¿A quién se le ha
ocurrido esa idea loca?
—Es lo que se ha comentado en el
fuerte...
—Pero es que no hay la menor razón
para que se hable así.
—No digas nada, si es que no te habló
tu padre de ello.
—Está tranquila... Me callaré, pero me
sorprende mucho lo que me has dicho. Y
no me han hecho la menor alusión...
¡Claro que la discusión entre Bruce y Ted
habrá impedido...! No puedo comprender
cómo se les habrá ocurrido una cosa así,
cuando todos saben que Bruce no se ha
llevado bien conmigo... Esta es la razón,
entonces, por la que mi padre está
enfadado.
—¡No digas nada, Lisa...!
—Te he dicho que estés tranquila...
Pero no consigo comprender por qué han
hablado de lo que no se le ocurriría a
ninguno de los que en el fuerte saben
hasta dónde llega mi enemistad con
Bruce... Tienes que estar equivocada.
La muchacha estaba equivocada.
—No he debido decir nada — añadió.
—Has hecho bien... —dijo Lisa.
Ayudada por la otra, volvió a meter las
ropas en las maletas.
Una vez terminada esta operación, Lisa
salió al patio.
Fue directamente a la enfermería, ya
que el capitán médico era muy amigo de
ella.
—Supongo que no vienes como
paciente, ¿verdad? — comentó.
—No. Vengo a verle para que me hable
de algo que acabo de informarme y que
confieso me ha sorprendido
enormemente.
—Me imagino a lo que te refieres...,
pero de ello sé tanto como tú. Es por lo
de Bruce y tú, ¿verdad?
—Pero ¿de dónde ha podido salir ese
absurdo...?
—Es posible que tu padre comentara,
por la edad de Bruce, que le agradaría
que te enamoraras de él y que os casarais.
Y los que oyeron este comentario lo han
desorbitado..., dando por seguro lo que
no era, sin duda alguna, más que un
deseo de tu padre.
—Pero si mi padre sabe que no me he
llevado nunca bien con Bruce... No
coincidimos en nada... Y si es en el
asunto de los indios, ya saben todos en el
fuerte que no estamos de acuerdo... El les
odia y yo les respeto. No estoy de
acuerdo con lo que han hecho y suelen
hacer algunos de ellos, pero también
entre nosotros hay cobardes y asesinos y
no por ello se nos va a juzgar a todos lo
mismo. No quiero estar riñendo a todas
horas con mi padre. Así que mañana me
vuelvo con mis tíos.
—¡No hablas en serio...! —dijo el
capitán.
—Acabo de hacer las maletas de nuevo.
Sentiría tener que recordar a mi padre
que soy mayor de edad y que no habla
con un soldado. No sé por qué está
enfadado con Ted... Y ha llegado a
decirme que cree a ese muchacho que
vino con el cazador jefe de los
atracadores.
—¡No es posible!... Ese muchacho, Ed
Brok, es famoso como amigo de los
indios. No les iba a meter en algo tan
monstruoso para que sean odiados... Le
llaman el Indio pálido por su afecto a
ellos.
—También se ha preguntado que cuál
será la razón por la que el otro se esconde
en la montaña... ¡Y tengo miedo...! He
visto a ese tal Ed muy cerca de disparar
sobre el sheriff de Billings sin
preocuparle su cargo... Me asusta pensar
que mi padre le diga lo mismo que me ha
dicho a mí y que dispare sobre él. Por
llamarle atracador mató en Billings a un
vaquero. Haría lo mismo con mi padre...
—¿Quieres que hable con el coronel?
—¡No...! A quien debe hablar es a Ted
para que pida a esos muchachos que no
tomen en consideración lo que diga mi
padre.
—No siempre se pueden controlar y
dominar las reacciones síquicas. Aun
estando bien dispuestas surge la
tragedia...
—Estoy aturdida...
—Lo que debes hacer es serenarte... Y
nada de volver a marchar.
—No he debido regresar. Estoy
arrepentida.
Pero a pesar de los consejos que el
capitán daba a Lisa, quedó muy
preocupado con lo que la muchacha le
había dicho.
Y paseaba más tarde, disgustado, por el
patio, cuando vio llegar al mayor.
Le hizo señas para que se acercara y
habló largamente con él.
Un sargento dijo al mayor que el
coronel había mandado buscarle horas
antes.
Con lo oído al capitán médico, el mayor
tenía el ánimo preparado para la
entrevista.
Pero el coronel estaba más tranquilo
cuando entró el mayor en su despacho.
Sin embargo, le dijo:
—Stollard, creo que sería conveniente
que esos amigos suyos no anduvieran por
el fuerte... No es que tenga nada contra
ellos..., pero se ha hablado mucho de uno
de ellos como «renegado» y demasiado
amigo de los indios. Usted sabe que le
llaman Indio pálido.
—No hay duda que les estima mucho y
ellos le respetan y quieren a su vez
porque saben que pueden confiar en él y
que nunca les haría daño...
—Pero el hecho de que se haga un
atraco en el que han tomado parte los
indios, cuando él se halla cerca, puede
levantar sospechas...
—Confío en que nadie le diga algo
parecido. Creo que es un gran muchacho,
pero es impulsivo y una acusación,
aunque velada, tan grave, podría ser la
muerte de quien la hiciera.
—¿Se da cuenta, Stollard, que me está
amenazando...? ¿Llega a comprender lo
que eso significa?...
—¿Es que pensaba decir a ese
muchacho algo en el sentido que indica?
No lo haga...
—¿Cómo sabemos que siendo, como es,
un «renegado», no está de acuerdo con
los rebeldes que andan por las montañas
y ha venido para saber la fuerza de que
disponemos? ¿Es que el hecho de estar
aquí cuando el asalto al tren le exime de
responsabilidad? Pudo ordenar que se
hiciera en la seguridad que no podrían
acusarle a él directamente.
—Quiere mucho a los indios para
aconsejar algo que aumente el odio hacia
ellos.
—De todos modos, prefiero no verles
por el fuerte.
—No piensan volver por aquí. Temen
verse obligados a matar al teniente
Bruce.
—¡Les mandaría fusilar si aparecieran
por aquí...! Consideraría que vienen a
matar a un digno militar. Y, desde luego,
su amistad con ellos no le honra, mayor.
—Pues a pesar de lo que piensa,
coronel, me siento honrado de poder
contar con su amistad. Y ese al que
llaman Indio pálido sería un gran auxiliar
para convencer a los rebeldes a entrar en
la reserva. Siempre que el trato en ésta
sea humano. Porque no hay que olvidar
que la mayor parte de los evadidos de las
agencias se fueron por los malos tratos
que tenían que soportar, ya que es
frecuente que les roben de una manera
descarada.
—¿Se da cuenta que habla conmigo,
mayor?
—Confío comprenda que es injusto el
censurar a esos muchachos. Ed va a
marchar hacia Helena, y Gabe regresará a
su refugio en la montaña.
—¿Qué hizo para estar escondido...?
La mayor sorpresa se reflejó en el rostro
del mayor.
—¿Quién le ha dicho que esté oculto...?
Le gusta vivir en plena naturaleza... y
gana para hacer ahorros de importancia
sin depender de nadie. Le encanta la
libertad absoluta. No tiene que dar cuenta
de sus actos más que a sí mismo. Y
obtiene unos ingresos del orden de los
doscientos dólares al mes. ¿Qué ganamos
nosotros...? Pasa inviernos duros, pero
tiene su compensación. Y, sobre todo,
libertad de acción. Dice, y creo que tiene
razón, que es lo que más valor tiene.
—Celebro que marchen los dos.
Tendría que proceder contra ellos de
seguir por aquí.
—¿Causas?
—¿Debo darle explicación sobre mis
actos...? Les acusaría de estar de acuerdo
con los indios rebeldes que tanta guerra
están dando. Los dos dicen ser amigos de
ellos.
—No es justo, coronel.
Lisa estaba escuchando tras la puerta
que comunicaba con la vivienda.
CAPITULO VI

Padre e hija estaban comiendo solos.


Ninguno hablaba una palabra.
Estaban terminando cuando el coronel
dijo:
— He pedido al mayor que no
aparezcan más por aquí esos amigos
suyos. Me refiero al cazador y al Indio
pálido.
—Supongo que cuando lo has hecho,
dado tu cargo de responsabilidad, es
porque tienes razones para ello.
—Es que no quiero volver a verles por
el fuerte. Y aquí soy yo el que manda.
—¿Es que alguien lo ha puesto en
duda...?
—Me agrada demostrarlo.
—Si al hacerlo, eres de verdad justo,
haces bien.
—¿Qué quieres decir...? —exclamó el
padre dejando de comer.
—Sólo lo que he dicho —respondió
ella.
—Sé que estás más de acuerdo con
Stollard que conmigo.
—Si lo encuentro razonable no lo
oculto. No somos infalibles y podemos
errar. El que seas el jefe de este fuerte no
quiere decir que no puedes cometer
equivocaciones. Y cuando esto sucede,
no es justo que exijas conformidad para
el error. Es más lógico y humano
rectificar valientemente. Reconocer el
haberse equivocado no humilla. No creas
que por ser el coronel eres infalible. Lo
haces como los demás muchas veces. Lo
que te diferencia es que nunca reconoces
haberlo hecho. Y eso tiene un nombre
específico: ¡Soberbia! Terrible defecto,
sobre todo en quien tiene la
responsabilidad de tantas personas. Y ya
que has planteado el asunto, te diré que
eres orgulloso y soberbio. Ninguno de tus
subordinados se atrevería a decirlo. Pero
es así.
—¿Es que te vas a atrever...?
—No quiero sermones ni riñas. Tengo
el equipaje preparado. Vuelvo mañana
con los tíos. Y piensa que soy mayor de
edad y que no puedes retenerme a la
fuerza. Es lamentable, pero nuestra
convivencia sería imposible. Somos muy
distintos. No posees más que soberbia y
violencia y yo quiero afecto y cariño.
Voy donde encuentro lo que necesito y
huyo de lo que odio.
El coronel, asombrado miraba a la hija.
La serenidad de ella al hablar y lo que
decía le tenían desconcertado.
—No es posible que hables en serio de
tu marcha.
—Está decidido. Y como decía antes,
preparado el equipaje. ¡Marcho mañana!
Confieso que, una vez más, me has
decepcionado. Pero, por fortuna, no
tengo que soportar tu soberbia. No soy
un soldado que te debe ciega obediencia
y de los que abusas con frecuencia.
Regresé con la esperanza de que
hubieras cambiado. No es así y me
vuelvo con los tíos. No hay por qué gritar
ni reñir.
—¿Crees que voy a dejar que
marches...?
—¿Me vas a detener? ¿Diras que
también estaba de acuerdo con los
atracadores y por eso he dicho que no
todos eran indios?
—¡No dejaré que marches! ¡Soy tu
padre y tienes que obedecer!
—Ya soy mayor de edad. No lo olvides.
—Esta desobediencia y rebeldía es la
obra de Stollard... ¡Me ocuparé de él...!
—No hay en tu vida un solo acto justo.
Te ciega la soberbia y no ves que eres tú
el que tiene la virtud de hacerte odiar.
Cosa que llegaría a hacer si siguiera a tu
lado contemplando tu actuación a diario.
Prefiero estar a distancia.
—Puedes deshacer las maletas, porque
no vas a salir de aquí.
Y el coronel abandonó el comedor
completamente furioso.
Pero nunca había llegado a conocer a su
hija.
Esta marchó decidida a la Western y
redactó varios telegramas que produjeron
la mayor sorpresa a los empleados del
telégrafo.
Pero se pusieron a darles curso. No
querían perder tiempo y que el coronel, si
se informaba que estaba allí Lisa, lo
impidiera.
La muchacha salió completamente
serena de la Western. Y regresó a la
vivienda.
El coronel, enfurecido y lleno de
soberbia, fue a la vivienda del mayor,
que estaba atendido por una india desde
que entró en ese fuerte.
Al ver a la india, el coronel gritó:
—¡Aparta, salvaje! ¡Mañana mismo irás
a la agencia! ¡No quiero traidores en el
fuerte! ¡Atracadores de trenes!
Sus gritos eran oídos en el patio por
sargentos y soldados que se miraban
sorprendidos entre sí.
—¿Qué sucede, coronel? — preguntó el
mayor, que salió del comedor.
—Ha aconsejado a mi hija que vuelva
con sus tíos, ¿verdad?
—No he hablado una palabra con Lisa
en ese sentido.
—¡Es usted un embustero...! ¡Lo ha
confesado ella! ¡Pero no la dejaré salir
del fuerte!
—Lisa no es capaz de decir lo que no es
cierto, coronel. Y exijo que lo repita ante
mí... ¡Me está ofendiendo ante esos
testigos que escuchan asombrados...! A
los que ruego su testimonio sobre esto,
en el momento oportuno. Me ha llamado
embustero en un abuso de autoridad. ¡Ha
allanado mi domicilio para venir a
insultarme...!
El coronel iba reaccionando y se daba
cuenta del terreno tan falso que estaba
pisando.
Joan, la muchacha que atendía el
domicilio del coronel, corrió a decir a
Lisa lo que estaba sucediendo. Y lo que
él coronel había dicho al mayor.
Lisa acudió, cruzando el patio y ante la
sorpresa de los que estaban allí, dijo:
—¡Papá! No debes mentir. Yo no he
dicho una palabra de las que aseguras
haberme oído. ¿Qué te pasa? ¿Es que has
perdido el juicio? No quiero seguir a tu
lado y no puedes obligarme a quedarme,
porque soy mayor de edad. Estás
ofendiendo, escudado en tu cargo, a
quien es más caballero que tú. Todos los
consejos que Ted me dio han sido
contrarios a lo que imaginas. Porque,
repito, que es un caballero. ¡Tienes que
haber perdido el juicio! ¡Y así eres un
enorme peligro para los que están a tus
órdenes...! No hay en tu alma más que
soberbia y orgullo.,.
El coronel, como un loco, abofeteó a la
hija, siendo contenido por el mayor.
—No tiene derecho a esto, coronel —
gritó el mayor.
—¡Deténgale! ¡Han visto que me ha
golpeado! ¡Se ha rebelado! ¡Le voy a
fusilar!
—No te preocupes, Ted. He
telegrafiado a Washington y al general en
Helena. Les hago saber que debe ser
destituido con urgencia por estar
convencida de su locura. ¡Puede hacer
mucho daño de seguir aquí...!
—¡He dicho que detengan al mayor...!
—gritó el coronel.
Miró a la hija y añadió:
—Y si te atrevieras a telegrafiar en la
forma que dices, te mataría.
—¿Es que no han oído lo que dice el
coronel? — decía el teniente Bruce, que
abandonó su domicilio al oír los gritos
del coronel—. ¡Detengan al mayor...!
—¡Hágalo usted, teniente...! ¡Me ha
atacado...!
—¡Eso no es cierto, coronel! —dijo un
sargento—. Hemos sido testigos de lo
ocurrido. Ha tratado sólo de evitar que
mate usted a su hija a golpes.
—¡Detenga al sargento también,
teniente!
Pero el teniente y el coronel
retrocedieron aterrados.
Los soldados corrieron en busca de las
armas y con ellas empuñadas regresaban
dispuestos a disparar sobre los dos.
—¡Quietos! ¡Quietos! — gritó el
mayor.
También los sargentos se pusieron ante
los soldados.
El coronel y el teniente estaban
temblando.
—¡Vuelva a su domicilio, teniente! —
dijo el mayor —. Y no vuelva a salir
hasta que no esté autorizado por mí.
El coronel no se atrevía a decir una
palabra. Sabía que podrían matarle los
soldados. Y si no lo habían hecho ya se
debía al mayor.
El más intenso pánico se apoderó de él.
Pero en su retirada iba a la Western para
dar cuenta de la sublevación, acusando al
mayor de ser el autor de la misma.
Cuando entraba en telégrafos, el mayor
le dijo:
—¡Medite lo que va a escribir, coronel!
Al conocerse en el fuerte que el coronel
había ido a telégrafos, más de dos
docenas de soldados armados corrieron
hacia allí.
El coronel, al verles venir, se metió en
la Western de un salto y se escondió en la
habitación privada de los empleados.
El mayor, de nuevo, se puso ante los
soldados y les pidió serenidad.
El coronel, al informarse de que los
soldados habían sido contenidos por el
mayor, dijo al empleado de servicio en la
Western:
—¡Telegrafíe a Helena que envíen
refuerzos para dominar la situación...!
Diga que quieren asesinarme. ¡Añada
que el mayor Stollard es el jefe de la
rebelión...!
El empleado se le quedó mirando y
replicó:
—¡Si tuviera un revólver, coronel, le
mataría ahora mismo! ¡Es usted un
miserable! Dos veces le ha salvado la
vida el mayor y trata de pagarle así...
¡Deben colgarle por cobarde...! No voy a
telegrafiar nada.
—¿Qué sucede? — preguntaba el
mayor al entrar.
El empleado le dio cuenta.
—No le conceda importancia... Ha
perdido el juicio y no es responsable de
lo que dice...
—No está loco. Es que es malo —
añadió el empleado—. Créame... Deben
colgarle...
Tuvo que ser escoltado por el mayor
para llevar al coronel a su vivienda.
El rumor de los soldados, llenos de odio
y rencor, asustó al coronel. Al verse en
su despacho, se dejó caer en un sillón.
El mayor puso una guardia ante la
puerta, para evitar que los excitados
pudieran terminar la obra matando al
coronel.
Poco a poco se fueron tranquilizando y
se alejaron de allí.
El teniente Bruce estaba tan aterrado
como el coronel.
Había visto correr a los soldados
armados y las mujeres estaban excitadas
en el patio, gritando que mataran al
coronel.
Unas horas más tarde, llegaron dos
telegramas.
Uno para el coronel en el que le
ordenaban entregar el mando del fuerte al
mayor Stollard, y otro a éste para que se
hiciera cargo, como jefe, de la guarnición
y fortaleza.
El coronel, que rumiaba la venganza, no
daba crédito a lo que leía.
Los telegramas de Lisa y los urgentes
puestos por el mayor habian dado su
fruto.
El capitán médico había telegrafiado a
su vez.
Y la respuesta a sus telegramas fue que
se hiciera cargo del coronel y le recluyera
en la clínica bien vigilado y protegido.
Pero cuando estas órdenes llegaron, el
coronel había desaparecido del fuerte.
Ei mayor mandó que buscaran al
teniente Bruce en su domicilio.
Pero al ver éste por la ventana que dos
soldados trataban de entrar en su
domicilio, disparó desde el interior sobre
ellos, matando a uno y quedando el otro
gravemente herido.
El miedo a que trataran de matarle le
hizo reaccionar así.
Cuando la noticia de estos hechos llegó
al mayor, los soldados arrastraban el
cadáver de Bruce.
El coronel marchó directamente a la
agencia.
Dio cuenta a su modo de lo que llamaba
una rebelión y el agente se prestó a ir con
él hasta Billings para telegrafiar desde
allí.
En la ciudad se ignoraban lo que estaba
sucediendo en el fuerte.
Las primeras noticias eran las que daba
el coronel, que aseguraba haber tenido
que huir para no ser asesinado.
Como causa de rebelión daba la de
haber querido castigar al llamado Indio
pálido por suponerle jefe de los
atracadores del tren. Y que el mayor, por
ser amigo de ese «renegado», se había
enfrentado a él.
Noticias que, al extenderse por la
ciudad, tenían que llegar a conocimiento
de Ed y de Gabe, que se encontraban en
el hotel.
Al saber el coronel que estaban allí los
dos, ya que les creía bastante lejos,
escapó para esconderse en la reserva.
Había telegrafiado y pedía que
interrogaran al teniente Bruce sobre la
verdad de lo sucedido.
Cuando Ed y Gabe llegaron a la
Western ya habían marchado el agente y
el coronel.
Los dos, entonces, decidieron ir al
fuerte para saber la verdad de lo
sucedido.
Pero Tresh y Hugh, aprovechando las
palabras del coronel, extendían la idea de
que fuera Ed el jefe de los atracadores.
De una manera hábil preparaban el
ambiente adecuado para que la sospecha
tomara cuerpo en el ánimo de los
sencillos vecinos de Billings.
Los dos amigos, ignorando esta
campaña, caminaban hacia el fuerte.
El mayor les dio cuenta de lo sucedido
y al saber que el coronel estaba en la
agencia, dispuso que un escuadrón
completo de caballería saliera en busca
de él.
Pero el coronel, temiendo esto, no se
quedó allí.
Pidió dinero al agente y en el caballo en
que huyó del fuerte, con ropa que le
facilitó la agencia, marchó en busca de
una estación de ferrocarril.
Quería llegar a Helena para hablar con
el general jefe de Montana y explicarle a
su modo lo sucedido.
Lamentaba no haber hablado con el
teniente Bruce antes. Pero estaba seguro
que, si era interrogado, no estaría de
acuerdo con el mayor.
El agente, que había creído la historia
del coronel, se sorprendió al ver llegar a
los militares preguntando por el que
había marchado.
Iba al mando del escuadrón un teniente.
Por estar de acuerdo con el capitán
médico, el teniente, al desmontar y
acudir al agente, preguntó por el coronel.
—Ha marchado... —respondió—. Creo
que ha ido a presentar la denuncia de la
rebelión. Se ha metido usted en un mal
asunto, teniente.
—¿Hace mucho que se fue?
—Varias horas. Tenía el propósito de
utilizar el tren. Cuando hable con sus
superiores no lo van a pasar ustedes
bien... Una rebelión es motivo para
fusilamiento.
—No se preocupe de nosotros — dijo el
teniente sonriendo.
—Llegó el hombre muy asustado...
Dice que han querido matarle...
El teniente mandó desmontar, ya que no
creía en la charcha del coronel.
Y, a los pocos minutos, ordenó que
entraran en la reserva y preguntaran a los
indios si habían visto al coronel.
De nada sirvió que el agente protestara.
Para Ed, que con Gabe se unieron a los
soldados, era un buen pretexto para
entablar conversación con los indios de
la reserva.
El agente no se preocupó mucho de esta
visita, por suponer que lo que únicamente
les interesaba era hallar al coronel.
Y esperó pacientemente a que
regresaran de su visita a los «tipis».
No se dio cuenta que faltaban Ed y
Gabe, quienes seguían entre los indios
cuando los soldados dieron por
terminado el registro.
Desde la agencia fueron a Billings para
saber el texto de lo telegrafiado por el
coronel.
Y por telégrafo dio cuenta a Stollard de
lo que telegrafió el coronel a Helena. Así
como de la marcha de éste, suponiendo
que iba a Helena.
Los soldados, autorizados por el
teniente, entraron en los saloons y bares a
beber algo.
Un sargento fue quien se dio cuenta de
la campaña que había en contra de Ed,
por lo que había dicho el coronel.
Trató de convencer a los oyentes que el
coronel mentía por estar loco y que había
sido destituido oficialmente y no debido
a una rebelión.
Este sargento estaba en el almacén de
Hugh.
—No se puede asegurar que ese
muchacho no sea el jefe de los
atracadores. El coronel ha dicho que se
quedó en el fuerte para que no pudieran
sospechar de él, pero que sus hombres
pudieron hacerlo;— decía Hugh —. Y lo
que siento es que fui el que le puso en
libertad, pero le acusaban de cuatrero y la
verdad es que no se podía sostener tal
acusación.
—No haga caso a lo que diga el
coronel. Repito que está loco...
—Sin embargo, lo que ha dicho sobre el
atraco es bastante sensato.
—¿Sabe ese muchacho que piensa usted
así?
—Hasta hace poco no habló el coronel.
—No me gustaría estar en su piel
cuando ese joven sepa lo que dice...
—No afirmo nada... No hago más que
repetir lo que se rumorea...
—Usted es el juez de Billings, ¿verdad?
—Sí.
—Lo pregunto para decir a Ed Brok que
es usted el que cree que es el jefe de los
atracadores...
—¡No! ¡Yo no creo nada! Sólo he
comentado lo que se dice...
—Ya se lo explicará a él....— añadió el
sargento.
Hugh quedó muy nervioso al ver
marchar al sargento.
El herrero, que estaba en el almacén, le
dijo:
—¡Marcha de aquí antes de que llegue
ese muchacho! ¡Te matará!
—No soy el que ha dicho lo de su
complicidad. Ha sido el coronel...
—Pero para él serás tú el culpable.
—Me has oído decir que no afirmo
nada...
—Pero has afirmado que lo que habló el
coronel es bastante sensato. Que es lo
mismo que decir que es cierta su historia.
—Y no hay duda que puede ser
verdadera. No digo que lo sea, pero podía
haber sucedido así.
—Si es cierto que ese muchacho estima
a los indios en la forma que dicen, nunca
les metería en asuntos tan despreciables...
—Si necesitan dinero para sostener a
tanto rebelde...
—Entre los atracadores había más
blancos que indios. Es lo que se deduce
de la versión de los viajeros y la hija del
coronel afirmó que era blanco el que le
robó a ella la cadena y la medalla.
—Si el jefe lo fuera él, es natural que
haya otros blancos entre los atracadores.
—Mira, Hugh, tú no estimas a ese
muchacho ni al cazador tampoco...
—Mataron a dos vaqueros.
—Dos muertes que, según los testigos,
están justificadas.
—Me disgusta que posiblemente sea yo
el responsable de esas dos muertes.
—No podías sostener lo de cuatrero...
Aunque lo que sin duda te enfadó que la
presencia del cazador. No me engañas a
mí, tuviste miedo a que interviniera ese
muchacho..., del que sospechas desde
que se presentó por aquí. Te he oído
decir que no se trata de un cazador como
otros muchos a quienes conoces. Temes
que ande por aquí tratando de averiguar
algo... Se ha hecho varias veces por
comisarios de marahals y hasta por los
mismos marshals en persona. ¿Es eso lo
que piensas?
—Nada he de temer — dijo Hugh.
—Sin embargo ahora, ¡cuidado con Ed
Brok!
—Estoy averiguando. Su cabeza ha
tenido un alto precio. Se le persiguió
como pistolero. He telegrafiado a varios
sheriffs. Cuando tenga respuesta, es
posible que sea yo el que actúe...
—En tu lugar, no estaría muy tranquilo
— dijo el herrero al marchar.

CAPITULO VII

No resultó nada fácil hacer hablar a los


jefes indios que había en la reserva.
Fue el nombre de Ed Brok el que lo
consiguió al fin.
Habían oído hablar de él a otros indios
de distintos pueblos y el haber sido
bautizado como Indio pálido les daba
confianza.
Supieron que el agente había sabido
asustar con amenazas de destruir las
familias del cabecilla más respetado entre
todos ellos.
También se informaron que los rebeldes
que andaban por las montañas cercanas
solían ir a encontrarse con ellos, siendo
en la reserva donde en realidad les
suministraban víveres para poder
sostenerse con las familias que les
acompañaban.
Aseguraron, sin lugar error, que no
habían intervenido en los atracos ninguno
de los de la agencia ni los que andaban
huidos por las montañas.
Los que más tiempo llevaban en la
reserva aseguraron que los ganaderos
Flint y Tresh les habían quitado unos seis
mil acres por lo menos de los terrenos del
valle o la vega.
Y que, como habían metido ganado en
esa parte, las siembras que hacían los
indios estaban siempre en peligro de ser
devoradas por ese ganado.
Lo que no pudieron averiguar era
aquello que más les interesaba. Lo que se
refería al comercio de armas y bebidas.
Los indios aseguraron no saber nada.
Estuvieron viendo el ganado que tenían
los indios y que cuidaban con esmero.
Como durante algún tiempo les
estuvieron faltando reses les llevaron a
un valle interior, en el centro de los
terrenos de la reserva, protegido por
montañas y al que se llegaba por un
estrecho cañón que, bien vigilado,
impedía llegaran a él los cuatreros que se
acostumbraron al ganado de ellos.
Pero el agente les obligaba a entregar
cada mes una cierta cantidad de reses a
cambio de algunas mantas y ropa para
vestidos.
Hechos los cálculos por Ed y Gabe
llegaron a la conclusión de que el agente,
en muy pocos años, tendría una fortuna.
Tanto las mantas como la ropa que
entregaba a cambio y que los dos
estuvieron viendo era lo peor que podía
haber en el mercado. Razón por la que
les duraba poco tiempo, a pesar del
cuidado que tenían con ello.
Ed fue el que se dio cuenta de algo que
para Gabe, aun conociendo a los indios
también, había pasado por alto.
Echó de menos la existencia de
muchachas jóvenes. Todas las que vieron
eran ancianas y niñas de corta edad.
Lo observó, pero no dijo nada.
Pero cuando uno de los indios hablaba
con su característica rapidez y
elocuencia, le cortó Ed para preguntar:
—¿Dónde están las jóvenes de tu
pueblo...?
El indio, sorprendido, no respondió de
momento.
—Andan por ahí... Tienen trabajo —fue
la respuesta.
Gabe, sonriendo, exclamó:
—Tienes razón. No me había dado
cuenta.
No consiguieron más explicación que la
dada por el indio interrogado.
—Es muy extraño que entre unas tres
mil personas que hay en esta agencia no
aparezca una sola joven — dijo Ed.
—Han de tener sus razones — dijo
Gabe.
—Que podemos imaginar aunque no
podamos confirmar. Creo que hice mal
en preguntar eso. Se han puesto en
guardia y no nos dirán nada más.
Así fue. No consiguieron hacer hablar a
los interrogados a partir de entonces,
nada más que de aquello que podían
informarse por el propio agente.
Ed terminó por enfadarse con ellos. Y
les dijo que cuanto les pasara lo tenían
bien merecido por tontos y cobardes.
No queriendo pasar por terrenos en que
podian ser vistos por los empleados que
ayudaban al agente, caminaron en
dirección contraria a Billings.
Y después de atravesar un terreno árido
que sabían era la divisoria de la agencia
en la parte norte, se encontraron en unos
buenos pastos y entre ganadería bien
alimentada, a juzgar por el lustre de su
pelo y peso de las reses.
Esto le hizo recordar a Ed lo que le
sucedió al llegar a esa parte de Montana
y caminaron con toda clase de
precauciones.
No querían ser sorprendidos.
Gabe, que conocia mas el terreno,
estaba desorientado también.
Descansaron unas horas en espera de
que llegara la noche para caminar con
más seguridad.
Eligieron para ello una agrupación de
encinas, donde los caballos podían estar
sin ser vistos a distancia.
—Creo que nos hemos alejado
demasiado — dijo Gabe.
—Por el tiempo que hemos cabalgado,
supongo que los «tipis» han quedado a
unas veinte millas por lo menos.
—Déjame pensar. Veamos... Aquí está
el almacén de la agencia.
Y mientras hablaba iba trazando líneas
con el cañón de un revólver.
Fueron interrumpidos por el sonido
inconfundible del silbido de una
locomotora, coreado por el ruido
característico de los vagones al discurrir
por unas vías con trazado desigual, que
producían un traqueteo constante en el
material.
Los dos se miraron sorprendidos. Y
corrieron a un promontorio.
Desde allí veían perfectamente el tren
que circulaba a muchos pies de
profundidad. Lo que les hizo pensar que
estaban en la cadena montañosa que se
veía desde Billings.
Les sorprendía que a esa altura hubiera
ganado vacuno y no ovejas. Que era lo
corriente por esa parte de Montana.
El detalle del tren hizo pensar a Gabe,
que mirando con más atención que antes
a las montañas que se veían desde allí,
terminó por echarse a reír como un tonto.
—¿De qué te ríes...? —exclamó Ed.
—De mi torpeza... Mira... ¿Ves aquella
montaña de allá...? Me refiero a la que
conserva mucha nieve en la parte más
alta.
—Sí.
—Es donde tengo mi refugio. El tren
circula así...
Y empezó a trazar líneas de nuevo.
—...Y pasar a unas diez millas de
aquella montaña. He seguido su ruta
muchas veces guiado por el penacho de
humo de la máquina. No hay duda que
nos hemos alejado mucho de Billings.
Tanto que necesitaremos dos o tres días
de caminar para llegar hasta allí sin pasar
por la reserva..., que sería el camino más
recto.
—No sé si te pasará lo mismo que a mí,
pero yo estoy hambriento. ¿No habrá
alguna población por aquí...?
—Estamos en plena cadena montañosa.
Y no he venido nunca por aquí. Sin
embargo, no creo que haya poblado
alguno.
—Y este ganado ha de ser extraviado de
algún rancho que se ha quedado en esta
altura y ha criado por su cuenta. Fíjate
que los terneros no tienen marca alguna.
Hay reses adultas que tampoco tienen
hierro...
—Esto ha de ser muy duro en pleno
invierno...
—El ganado encuentra refugios
naturales.
—¿Y pastos?
—También. La prueba está en el lustre
que tiene.
Durmieron los dos por espacio de unas
horas y decidieron esperar al día
siguiente, ya que en terreno desconocido
y vista la altura a que estaban a juzgar
por el paso del tren, era una locura
hacerlo de noche. Podían caer por algún
precipicio.
Y a la mañana siguiente muy temprano
volvieron a caminar.
Lo hicieron durante algunas horas
siempre descendiendo.
Hasta que descubrieron, aún a bastante
altura ellos, un amplio valle que no
tendría menos de unas treinta millas
según cálculo de ambos.
Tres ríos se veían serpentear por
meandros más o menos pronunciados.
Y distanciadas unas de otras, se veían
edificaciones.
—Aquéllos deben de ser ranchos —
comentó Ed.
Siguieron descendiendo por un terreno
accidentado y montañoso currante unas
cuatro horas más.
—No podia suponer que estuviéramos
tan altos... — dijo Gabe.
—Pues hemos caminado unas cuantas
millas — replicó Ed.
Parecía que el valle iba ascendiendo
hacia ellos a medida que descendían.
Y empezaron a ver ganado de nuevo.
Los caballos se movían con mas soltura.
No tenían que ir frenando con las patas
traseras.
Se detuvieron junto a un río que, sin ser
importante, llevaba bastante agua.
Los animales bebieron hasta saciarse y
los dos amigos decidieron bañarse.
—¡Creo que voy a caer desmayado de
hambre! —decía Ed.
—Este ganado indica que hay algunas
viviendas muy cerca.
—No me agradaría volver a ser acusado
de cuatrero. ¿Cómo justificamos nuestra
presencia aquí si decimos que estamos en
Billings...?
—Tienes razón... No nos creerán.
—Sin embargo es mejor decir la verdad.
Que nos hemos extraviado y caminamos
sin cesar.
—Por cabalgar hablando y sin darnos
cuenta del rumbo nos ha pasado esto.
Después de bañarse se sintieron más
optimistas.
También los caballos caminaban más
descansados.
Al llegar a lo que debía ser un camino
más usado, siguieron las huellas de
distintas monturas en la seguridad que les
conducirían a alguna vivienda o poblado,
aunque no recordaban haber descubierto
ninguno desde las montañas.
Por fin se detuvieron. Frente a ellos, a
unas cuatro millas solamente, había una
columna de humo que debía salir de
alguna chimenea.
Y con ella como referencia siguieron
caminando.
No tardaron en ver las típicas viviendas
de los ranchos del norte. A base de
madera.
Cuando llegaron ante ellas, había varios
hombres y dos mujeres a la puerta de la
que debía ser domicilio de los dueños..
Les contemplaban con curiosidad y
Gabe, más observador en estos
momentos, aseguraría que también les
miraban con miedo.
Los dos saludaron con naturalidad.
Y Gabe tue el que habló para justificar
su, presencia, señalando a la montaña por
la que habían descendido.
—Nos desorientamos en esa cadena
montañosa — añadió —Y al descubrir
este extenso valle con viviendas,
decidimos descender para ver si
podíamos orientarnos y regresar a
Billings.
—¿Billings...? ¡Está muy lejos!
—Unas sesenta millas lo menos — dijo
uno de los hombres—. Sí que han venido
a distancia...
—Dos días caminando sin cesar por
terreno completamente desconocido —
añadió Ed.
—¿Conocen ustedes Billings? —
preguntó Gabe.
—De nombre solamente. Antes iban
algunos ganaderos hasta allí con el
ganado para embarcar en el tren, pero
desde que en Miles City se pude hacer lo
mismo dejaron de ir hasta allá. Y está
más cerca.
—Me van a perdonar — dijo Ed —,
pero pagando lo que sea les
agradeceríamos nos dieran algo de
comer. Estamos hambrientos.
—No tienen que pagar nada. Pasen,
pasen —decía la mujer de más edad—.
Les daré algo de comer. Nosotros ya lo
hemos hecho.
—No creo que agrade a Tony que lo
haga... —dijo otro.
—No sé cómo voy a decir que Tony no
es más que el capataz.
—Pero si ve a estos dos jóvenes,
estando Shirley aquí...
—¿Qué le importa a Tony lo que yo
haga? — exclamó la joven—. Me canso
de decirle que me deje tranquila.
—Terminaré por echarle — añadió la
vieja—. Se está equivocando. Y tú ya te
estás callando.
—Lamentaría que por nuestra culpa
tuvieran dificultades... — dijo Gabe.
—No se preocupen... Nos asustaron al
principio. Creimos que eran vaqueros de
un equipo que por aquí se respeta y se
teme... Y sin embargo, cuando vienen,
también se les da de comer...
Pasaron con las dos mujeres.
Los cuatro hombres quedaron en la
puerta exterior.
Dos de ellos eran más jóvenes que los
otros, y todos ellos mayores que Ed y
Gabe.
La joven miraba sorprendida a los dos,
debido a la estatura de ambos.
En el comedor, que era cocina a la vez;
se sentaron a instancias de la más vieja,
que era la madre de Shirley.
—Nada más comer seguiremos nuestro
camino. ¿Hay alguna estación cerca?
A doce millas está Newman City. Y a
treinta o algo más, Miles City, más al
este Billings está en la otra dirección.
—¿Tiene estación de ferrocarril
Newman City? —presunto Gabe.
—Sí.
—Si podemos, embarcaremos los
caballos y nosotros con dirección a
Billings.
—No debe preocuparles lo que ha dicho
ése... Este rancho es mío, y el Tony a
quien se refería es el capataz que tengo...
y que se está equivocando hace tiempo
porque le debo una pequeña cantidad. Se
considera por ello una especie de socio
mío...
—Hemos visto una buena ganadería...
—Pero no muy numerosa. Esa es la
verdad. No nos compran reses porque
tuvimos hace dos años una epidemia... Y
tienen miedo aún... Es lo que me colocó
en una situación muy difícil. Y Tony, de
sus ahorros, me ayudó a sostener el
rancho. Pero no me gusta su actitud
desde entonces... Y no hace más que
perseguir a ésta...
—Y eso que le hablo con tanta claridad
que no comprendo su insistencia.
Además ha de tener, por lo menos, veinte
años más que yo.
—Ese equipo de que les hablé antes —
decía la vieja mientras preparaba comida
— es de un tal Donald Coleman, que no
hace más que ofrecerme comprar el
rancho. No vale que le diga que no
quiero vender. Parece que lo ha hecho
cuestión de honor. Asegura en el pueblo
que terminaré por venderle.
—La culpa es de Tony que está de
acuerdo con él. No. quieres creerme, pero
es así. Por eso te aconseja que accedas a
vender...
—¿Es muy extenso este rancho...?
—Así, así... Unos seis mil acres. Para
unas dos mil reses, pudiendo vender unas
doscientas cada año. Más que suficiente
para vivir con desahogo, como en vida de
mi esposo. Pero la maldita epidemia...
—El ganado que hemos visto parece
hermoso.
—Pero a veces aparece algún ternero
con síntomas de enfermedad...
—¿Qué síntomas son ésos...? ¿Babean
con color amarillento y se echan con
frecuencia? — preguntó Ed.
—¡En efecto...! —exclamó Shirley—.
¿Cómo lo ha supuesto...?
—¿Y qué dice el capataz?
—Sacrifica en el acto el ternero que
aparece así. Cuando la epidemia, me
mataron la mayor parte del ganado...
Tony escondió una partida de reses... Los
del equipo de Coleman vinieron a
disparar sobre los animales...
—¿Por qué ellos...?
—Porque tienen el rancho a
continuación y decían que no podían
permitir que contagiaran a sus reses.
—¿No se opuso el capataz?
—Habría sido un suicidio...
—¿No hay veterinario por aquí...?
—El más próximo está en Miles City y
me habría costado cincuenta dólares
hacerle venir... Aparte de que no hubiera
llegado a tiempo de impedir el sacrificio
de las reses.
—¿Tiene usted mucha confianza en el
capataz y en los vaqueros?
—No hay más que los que han visto a la
puerta. Y Tony... fue al almacén a por
víveres y algunas cosillas que hacían
falta.
—Pero ¿tiene confianza en él...?
—He de reconocer que me ayudó en los
momentos difíciles...
Ed guardó silencio.
—¿Por qué lo pregunta? — dijo Shirley.
—Por nada... Simule curiosidad.
—Beleño, ¿verdad? — dijo Gabe.
—Con toda seguridad. Provocaron esos
efectos para asustar a estas mujeres. Y
sacrificaron las reses antes de que
pudiera acudir un entendido.
Las dos mujeres se miraron
asombradas.
—¿Quiere decir que teme fuera falsa la
epidemia? — preguntó la vieja.
—No es que quiera decirlo, es que estoy
seguro que fue así. Por lo visto trataban
de obligar a usted a que vendiera. Y le
quitaron el ganado para ello. Se le hace
tomar beleño y una planta que hay que
contiene una gran cantidad de azufre.
Esas plantas mezcladas en agua sirven
para combatir la pulga de Texas, y
comida por el ganado da la sensación que
dije.

CAPITULO VIII

Mientras comían los dos, las mujeres


hablaron de lo que sucedía en la comarca,
Y especialmente de las dificultades del
rancho de ellas.
Shirley tenía la certeza de que Tony
estaba de acuerdo con Coleman para
conseguir el rancho. Y en poco dinero.
—Estoy segura —dijo— que los
ahorros de que habló era dinero que le
dejó Coleman, esperando que mi madre
se decidiera a vender...
—Tengo la impresión que están ustedes
rodeadas de granujas. Pues sólo contando
con la ayuda de los demás, el capataz
puede hacer lo que hace —dijo Gabe—.
¿Es mucho lo que le deben...?
—Para mí una fortuna. Unos trescientos
dólares ya..., sin contar lo que debo a él
por sueldo.
—Si ha hecho lo que teme Ed, y estoy
seguro que está en lo cierto, sólo debe
cobrar en cáñamo.
—Y un poco de plomo —añadió Ed,
haciendo reír a Shirley.
—¡Si yo tuviera seguridad que fue
culpable! —decía la vieja.
—Yo lo aseguraría. Es un truco que
emplearon con frecuencia los indios
apaches en el sudoeste. Cuando las reses
parecían próximas a morir, iban ellos y
compraban el ganado asegurando que
aprovecharían sólo la piel. Después lo
han hecho muchos ganaderos...
—¿Por el sudoeste...? —exclamó
Shirley—. Tony procede de Arizona... y
Coleman también ha debido estar por
allí, Texas o Arizona... Su manera de
hablar es de aquellas tierras. Lo sé
porque he tenido una amiga en el colegio
que vino de allí. Hablaba como éstos... Y
Tony ha dicho muchas veces que ha
venido muy lejos de su tierra...
—Allí es donde aprendió ese truco. Si
estuviéramos una temporada aquí íbamos
a hacer que el ganado de ese Coleman
adquiriera esa epidemia también. Y
entonces, por temor al contagio,
nosotros... podríamos sacrificar sus reses.
En una sola noche pondríamos enfermos
a centenares de terneros.
—¿Por qué no se quedan unos días...?
— dijo la vieja.
Los dos hablaron de lo sucedido en
Billings sin ocultar un solo detalle.
Al final, decidieron ayudar a las
mujeres, diciendo que la madre debía
invitarles a estar unos días con ellas.
Gabe dijo que sería preferible quedarse
en el pueblo en espera de poder marchar
a Billings y hacer lo del ganado sin estar
en el rancho, aunque yendo alguna vez a
visitar a las mujeres.
Dieron muchas vueltas a lo que sería
más conveniente y menos sospechoso.
Decidieron quedarse en Newman City a
descansar, visitando a las dos mujeres
por estarles agradecidos por lo atentas
que eran con ellos.
Acababan de decidir lo más conveniente
cuando se presentó en el comedor como
un torbellino, Tony, el capataz, a quien
había ido a buscar uno de los vaqueros.
—¿Quiénes son estos dos forasteros...?
—preguntó.
—Invitados míos — respondió la
dueña.
—¿Qué hacen por aquí...?
—¿Por qué no nos pregunta a nosotros,
amigo...?
—dijo Ed poniéndose en pie.
—¡Quieto, Ed...! —dijo Gabe—. No ha
querido molestar...
—Sin embargo, está molestando —
añadió la vieja—. Y lo que va a hacer es
salir y no entrar hasta que no tenga mi
permiso. ¡Esta no es su casa!
Tony miraba sorprendido a la dueña.
—No es conveniente invitar a extraños
y forasteros —añadió.
—¿Razón de ello? — exclamó Ed.
—Costumbre de esta tierra.
—Pero usted no es de por aquí,
¿verdad? Son muy pocos, si hay alguno,
que con su edad haya nacido en
Montana... No hace tanto que se empezó
a colonizar, porque usted ha de tener los
cuarenta, ¿me engaño?
Snirley se mordía los labios para no
reír, ya que lo que más molestaba a Tony
era que le hablaran de su edad.
—Basta de discusión. He dicho que son
invitados míos y es suficiente.
—Bueno... Mi intención...
—¡Era la de un cobarde! —dijo Ed con
naturalidad—. ¿De acuerdo, Gabe?
—Completamente.
Tony no sabía qué responder. Se daba
cuenta que le estaban provocando
deliberadamente.
—No deben reñir —dijo la vieja—. Y
no se hable más de ello. Como están muy
cansados por haberse extraviado y de
caminar durante dos días sin comer,
pueden quedarse a pasar la noche aquí, y
mañana, si lo desean van al pueblo.
Aunque no creo que sea fácil embarcar
los caballos hasta Bulings.
—Descansaremos unos días en ese
pueblo... —dijo Gabe.
—Si lo desean pueden quedarse aquí —
añadió la joven.
—No es necesario, aunque las
visitaremos si nos quedamos en ese
pueblo.
—Serán siempre bien recibidos — dijo
la vieja —. Y ahora les presentaré. Este
es el capataz al que debo gratitud por la
ayuda que me ha prestado en momentos
difíciles, aunque a veces se equivoca y
cree que es el dueño en realidad.
—¡Está bien! — añadió Ed —.
Olvidemos la discusión. Pero otra vez no
nos hable así.
Y a los pocos minutos hablaban con
normalidad.
Gabe dijo que se dedicaba a la caza y
vendía las pieles en casa de Hugh en
Billings.
Tony dijo haber oído hablar de ese
almacén a los que iban a llevar ganado
para embarcar.
De manera convenida, no trataron las
mujeres de la epidemia del ganado.
En cambio hablaron de los otros
ganaderos del valle.
Shirley aprovechó para hablar de
Coleman.
Ed y Gabe escuchaban con indiferencia.
La muchacha hablaba en tono
despectivo de ese ganadero y le calificó
de salvaje y grosero.
—Se escuda en el equipo que tiene para
imponer su ley en todo este valle.
—No debes hablar asi de Coleman —
dijo Tony—. No hay que escuchar lo que
hablan de él quienes le odian. Aunque, en
verdad, es más envidia que otra cosa.
—¿Envidia a Coleman? ¿Por qué...?
Vamos, Tony.:. Habla en serio... —
añadió la muchacha—. Y no va a
conseguir quedarse con este rancho.
Mamá no le venderá jamás. ¿No es
cierto?
—Puedes estar segura, hijita. Este
rancho no será jamás para ese ganadero.
—Estamos hablando de un tema que
aburrirá a sus invitados — dijo Tony un
tanto burlón.
—Me encantan los asuntos ganaderos
—dijo Ed.
—Pero no los conflictos entre ellos —
añadió Tony —. No es lo mismo.
—¿Es que cree que existe alguna parte
de la Unión en la que los ganaderos no
anden a la greña...? Desear el rancho del
vecino es el vicio de todas las zonas
ganaderas... En el campo se aplica la
misma ley que en el mar. El pez grande
se come al pequeño..., hasta que alguno
se encrespa.
—Coleman es aquí el pez grande, pero
este rancho no lo tendrá nunca. Y es lo
que le tiene enfadado. No se le han
resistido hombres duros y enérgicos y le
desespera que una vieja y una joven no
puedan ser vencidas por él. Y es que no
puede emplear su táctica referida la
violencia. Porque si aplicara ese sistema
frente a nosotros se le echaría encima
todo el valle.
—Sin embargo, creo que no se le debe
provocar — dijo Tony.
—¿Usted desea que vendan...? —
preguntó Ed ingenuamente.
—Quiero la tranquilidad para estas dos
mujeres.
—¿Es una respuesta?
—Quiere decir que es partidario de la
venta — aclaró Gabe.
—Pero si ellas desean conservar el
rancho hacen muy bien.
—Ahora, y desde hace una temporada,
este rancho no es negocio, sino todo lo
contrario —agregó Tony.
—Ya saldremos adelante. Vendrá mejor
época —dijo la vieja—. En el asunto del
ganado suele haber esas oscilaciones.
Recuerdo lo que hablaba mi esposo que
sucedió en Texas hace unos treinta
años... Parecía que se iban a arruinar
todos los ganaderos... y surgió un
Chilshon.
—No estamos en aquella época.
—Entonces se pagaba a centavo la libra.
Y ahora hasta a siete. Cuando
consigamos vender doscientas reses al
año, estaremos salvadas.
Tony se echó a reír.
—No me gusta desilusionar, pero
¿cuándo cree que lo conseguiremos?
—Muy pronto. Ya lo verá.
—¿Y hasta entonces...?
—No hemos visto el rancho, pero
suponemos que, si acuden a un Banco,
pueden ayudarles con la garantía de esta
propiedad hasta que esas doscientas reses
se puedan vender al año.
—Lo mismo que hacíamos en vida de
mi esposo y se pagaba más barato.
Tony no quiso insistir. Y hacía gestos a
los dos amigos para que a su vez no
siguieran hablando de eso.
—Me han gustado siempre los asuntos
ganaderos — dijo Gabe, a quien se le
ocurrió un plan para estar una temporada
allí— y, si le parece, podría establecer
una especie de sociedad con usted, a base
de resarcirme de la ayuda, solamente
cuando se consiga alcanzar esa cifra de
reses como venta anual. Tengo unos ocho
mil dólares ahorrados. ¿Qué le parece?
—Que no debe hacerme soñar. Es una
cantidad que me permitiría resurgir.
Tony, muy violento, exclamó:
—No se enfade, amigo, pero... ¿quién le
conoce a usted?
—Todo Billings. En el Banco de allí
tengo unos cinco mil dólares y tres mil
que he cobrado hace muy pocos días por
las pieles que vendí a Hugh.
—Si de veras está decidido a ayudarme,
acepto encantada la sociedad con usted,
pero en debidas condiciones de justicia.
Será mi socio oficialmente, para lo cual
firmaremos el debido documento.
Después de todo, míster Coleman
solamente ha ofrecido cinco mil dólares
por la compra. Usted aporta mucho más,
como socio.
—Es posible que Coleman llegara a los
diez mil dólares — dijo Tony—, Me
indicó algo en ese sentido hace unos días.
—No me había dicho nada hasta
ahora...
—En cuanto lo he recordado.
—Aun así, es mejor la oferta de este
joven. Con él, no vendo. Me asocio.
—Creo que es una locura…
—Pero si establecemos esa sociedad, no
necesitaremos capataz. Me encargaré
personalmente del rancho.
—¡Un momento...! —exclamó Tony—.
No se puede prescindir de mí. Soy socio
desde hace una temporada.
—¿Socio...? ¿De quién? — exclamó la
vieja.
—Desde que le dejé mis ahorros para
que saliera adelante.
—Lo que me hizo fue un préstamo que
le devolveremos, ¿verdad?
—Desde luego. ¿A cuánto asciende ese
préstamo...?
—Unos trescientos dólares.
—Está bien. Cuando vayamos al pueblo
se hace ante el juez un documento y se le
devuelve ese dinero.
—¿Es que no se acuerda de lo que me
debe por mi sueldo de capataz? A cien
dólares cada mes, durante cerca de dos
años...
—¿Cien dólares...? ¿Está loco...? —
dijo Shirley.
—Pagaremos a cuarenta dólares cada
mes. ¿Cuántos son?
—Once meses exactos — dijo la vieja
—. Tengo los recibos firmados por él.
—Bueno. Pues se le paga eso también.
—Me pagarán a cien dólares, porque de
no hacerlo.
De haber conocido a los dos que tenía
frente a él no habría hablado así.
Iba de los puños de uno a los del otro.
Cuando le dejaron fuera de la vivienda,
estaba materialmente con el rostro
deshecho.
Fue recogido por los cuatro vaqueros
que le miraban sorprendidos.
—¿Qué ha pasado? — preguntó el que
fue a buscarle al pueblo.
—Me han golpeado a traición esos dos.
¡Un doctor...! ¡Necesito un doctor!
Prepararon un carro para llevarle al
pueblo a que le curara el médico.
En el camino perdía el conocimiento, a
causa del traqueteo del vehículo, con
bastante frecuencia.
Cuando llegaron al pueblo, el doctor se
extrañó de que viviera después de la
paliza que debió recibir.
La cura fue muy laboriosa y anticipó
que iba a quedar bastante desfigurada
cuando curara, si lo conseguía.
Al volver en sí una de las veces, dijo
que avisaran a Coleman.
Detrás de ellos se presentó la vieja en el
pueblo y estuvo hablando con el sheriff y
el juez.
Era muy estimada en la comarca. Todo
lo contrario que Coleman, al que temían,
pero no estimaban.
Las dos autoridades, al conocer lo
sucedido, le prometieron su ayuda.
Cuando se informó, por haberle dicho el
doctor, que había reclamado a Coleman,
comentó en el almacén:
—Ahora empieza a descubrirse que
estaba de acuerdo con ese ganadero. Por
eso no hacía más que aconsejarme que
vendiera.
Los oyentes decían que así debía ser.
Prometió volver al día siguiente con
quienes iban a ser sus socios.
—Y aunque no les conocía, confió en
ellos — agregó—. Tienen nobleza y una
gran sinceridad.
Tony pasó toda la noche delirando a
causa de la alta fiebre.
Y a la mañana siguiente, muy temprano,
se presentó Coleman para hablar con el
herido, cosa que no pudo hacer por no
estar en condiciones para ello.
En el pueblo se comentaba más lo que
dijo la dueña del rancho que lo que
pudieran contar los vaqueros que
confesaron no haber estado presentes.
En el único saloon que había en el
pequeño pueblo, Coleman censuró lo
ocurrido a Tony.
—No es justa Anny —decía—. Tony
ayudó mucho a esa mujer para que no se
hundiera... Y si cree que ahora con ese o
esos socios podrá vender ganado, se
equivoca. No podemos olvidar que tuvo
una epidemia.
Y a veces aparece alguna res con
síntomas de ella.
Anny llegó al pueblo estando Coleman
en el saloon.
La vio pasar ante el local y salió a la
puerta para decir:
—¡Anny...! ¿Es que se ha vuelto loca...?
Es mucho lo que debe a Tony y ha
dejado que en su casa le apaleen entre
dos forasteros.
—La culpa fue de él. Insultó a esos
muchachos.
—Me han dicho que va a hacer
sociedad con unos forasteros. ¿Para
qué...?
Y Coleman se echó a reír.
—Procure que no aparezca otra res con
síntomas de epidemia, porque mataremos
todo el ganado. No quiero peligro para
mis reses.
—Están bastante separadas. No tema.
—Hubiera ganado mucho de venderme
a mí...
—Quien vende acaba. Y ellos me
ofrecen más sólo como socios.
—Hubiera llegado a los diez mil
dólares... Cifra muy importante. Usted lo
sabe.
—Es posible que de haber empezado
por ahí, estuviera mi rancho en su poder
a estas fechas. Pero trató de conseguirlo
más barato y ya ve las consecuencias.
—Lo que va a hacer ese socio es tirar el
dinero.
Ed y Gabe llegaron acompañando a
Shirley.
Se detuvieron al ver a Anny en el centro
de la calle discutiendo con Coleman.
—¿Bebemos algo? — preguntó Ed a la
muchacha.
—¡Hola, Shirley! — dijo Coleman—.
Estaba discutiendo con tu madre. Creo
que es una locura lo que intenta. Aún está
a tiempo. Doy doce mil dólares por el
rancho.
—¿Por qué ofreció cinco mil nada
más...? — preguntó la joven.
—Es natural que tratara de conseguirlo
en menos precio.
—¡No interesa!—dijo Anny—. Vamos
a hacer el escrito de sociedad. Así queda
legalizada. Las cosas hay que hacerlas
bien.
—¿Por qué no convences a tu madre?
—Porque estoy de acuerdo con ella.
—¿Cuántas reses vais a vender en el
año...? Dentro de tres días llegan los
compradores. Podéis intentar ofrecerle
ganado...
Y Coleman se metió en el local sin
dejar de reír. Las palabras de Coleman
hicieron reír para sí a Ed.
Acababa de darle una idea que le hacía
feliz..
La fecha en que llegaba el comprador.
Army se llevó a los dos amigos y a la
hija hasta el juzgado para que no
discutieran con Coleman.
Pero mientras ellos estaban ante el juez,
llegaron algunos de los belicosos
vaqueros de Coleman.
Este les supo convencer para que se
preocuparan de los forasteros.
Y sonreía al oírles hablar.
Tres de ellos, al saber que estaban en el
juzgado, fueron a esperar.
CAPITULO IX

—¡Lo que me temía...!—exclamó


Shirley cuando salían—. Hay tres de los
vaqueros de Coleman esperando ahí
enfrente. ¡Y son unos salvajes...!
Anny quedó paralizada junto a la
puerta.
—Y les ha enviado para que provoquen
a estos muchachos — dijo.
—Deben separarse de nosotros — dijo
Ed—. Tendremos más libertad.
—Obedezcan, por favor — pidió Gabe
sonriendo.
Y al irse las mujeres, fueron ellos
quienes se encaminaron hacia los tres.
—Parece que nos estáis esperando. ¿Me
equivoco? — dijo Ed.
—Nos han dicho que sois los que habéis
apaleado a Tony...
—Si nos vais a censurar por no haberle
colgado, creo que tenéis razón.
—Fue un error no hacerlo. Trabajaba
para vuestro patrón, ¿no es así?
—No comprendo qué quieres decir... —
exclamó uno de los tres.
—Pero, hombre, si no lo puedo decir
más claro. Pregunta a los curiosos y te
convencerás que todos ellos lo han
comprendido.
Muchos de los que se habían detenido
para presenciar la escena, sonreían
levemente.
—¿Sabéis que el ganado de ese rancho
no se puede vender? — dijo otro.
—Nosotros venderemos. Y vamos a
ganar bastante. Por lo menos se venderán
doscientas reses al año. Cubriremos con
exceso los gastos que tengamos.
—No sabéis lo que habláis. Pero lo que
nos interesa es lo sucedido a Tony.
—Era compañero vuestro, ¿verdad? No
importa que estuviera en el rancho de la
viuda. La verdad era que estaba al
servicio de vuestro patrón.
—Es un buen amigo nuestro.*
—¿Sabíais que es un cobarde? Bueno,
si es tan amigo, es indudable que lo
sabéis perfectamente.
—No habéis tenido mucha suerte,
muchachos. Y Anny ha formado
sociedad con quien no va a poder hacer
mucho.
—No debéis asustar a Ed...—dijo Gabe
—, porque supongo que lo que tratáis de
hacer es eso. ¡ Asustarnos... !
—Preguntad a los testigos... — dijo el
tercero riendo —. Ellos nos conocen
bien.
—¿Qué os ha encargado vuestro
patrón...?
—Ten en cuenta que debemos
asustarnos — decía Ed—. No debes
hablarles así. Pero si te fijas
detenidamente en ellos, estoy seguro que
te convencerás que son tan cobardes
como ese Tony. ¿No te parece?
--¡Vaya...! Ya has dicho algo que es
muy grave... Y has de pensar que les han
enviado por tener una gran confianza en
ellos.
—¿Es que no estás de acuerdo en que
parecen tres cobardes...?
—Estoy seguro que lo son — dijo Gabe
—. ¿Por qué tendrá confianza su patrón
en ellos? A mí me parecen tres novatos.
—Estamos de acuerdo!.. Si dan media
vuelta les dejamos marchar, ¿te parece?
—Lo que tú digas.
Esto era demasiado para el renombre
que tenían en el pueblo.
Y trataron de demostrar que era una
fama justa la que disfrutaban.
—¡Hum...! — decía Ed después de
disparar sobre los tres—. ¡No hay
derecho a engañar así...! ¡Debieron hacer
creer a su patrón que eran veloces y
seguros...!
—Y ha de estar esperando la noticia de
que nos han matado a los dos. Le vamos
a decepcionar... — dijo Gabe.
—¿Será el patrón más rápido que
ellos...?
Uno de los testigos se alejo con
naturalidad y al entrar en otra calle, echó
a correr para llegar al saloon y decir a
Coleman:
—¡Ya se está marchando de aquí...!
¡Esos muchachos son dos demonios...!
Uno de ellos ha matado a los tres y está
diciendo que van a venir para comprobar
si el patrón es más veloz que ellos.
—¡No es posible...!
—No pierda mas tiempo... Repito que
son dos demonios. Qué seguridad y qué
rapidez. Les llamaron cobardes para que
fueran a sus armas y aun concediéndoles
cierta ventaja, no llegaron a empuñar.
Coleman con los otros dos vaqueros que
estaban con él, salieron corriendo del
saloon para montar a caballo y
espolearles.
Anny y Shirley que entraron en el
almacén al conocer la noticia se miraron
sorprendidas y alegres.
—Creo que estos muchachos van a dar
mucha guerra a Coleman y su equipo —
dijo Anny.
A los pocos minutos les decían que
habían visto a Coleman salir huyendo del
pueblo.
Ed y Gabe entraron en el saloon, siendo
contemplados con gran curiosidad.
—¿No está míster Coleman? —
preguntó Ed.
—Ha marchado hace poco.
—¡Vaya...! ¿Quién ha venido a darle la
noticia de lo ocurrido a sus muchachos?
Los oyentes miraron al que lo hizo y se
separaron de él.
—¡No fue mala intención! — decía
temblando.
—¿Qué le dijo? — preguntó al barman.
—Que marchara porque habían muerto
los tres.
—¿Y ha escapado ese valiente...? ¿Es
posible...? Si decían que el pueblo
temblaba con su presencia...
Mientras hablaba, Ed se acercó al que
avisó a Coleman.
Y al estar al alcance de él, le golpeó
repetidas veces.
—¿No me invitas a la «fiesta»? — dijo
Gabe, golpeando a su vez.
—¡No me gustan los soplones...! —
decía Ed.
Se inclinó para recogerle del suelo y le
dijo Gabe:
—No te molestes. Está muerto.
Ed y los testigos comprobaron que era
cierto.
Los dos amigos salieron sin beber ni
añadir una palabra más.
Nada más marchar, los testigos se
miraron en silencio.
—Creo que Coleman se ha enfrentado a
un verdadero peligro — dijo el dueño —.
Y después de todo, lo de Tony no le
afectaba para comprometerse así. Ahora
saben que envió a esos tres para
provocarles...
A Coleman no se le pasaba el miedo.
No esperaba una noticia así y le hizo
reaccionar con verdadero pánico.
Uno de los vaqueros que le
acompañaban, comentó:
—¡No lo hubiera creído nunca...!
—¿Será verdad que resultaron tres
novatos frente a esos dos...? — decía
Coleman.
—Debe serlo porque el que dio la
noticia estaba asustado aún.
—Se me escapa ese rancho... Ahora,
Anny no venderá nunca. Pero no dejaré
que pueda vender un solo ternero...
Cuando llegaron al rancho y el capataz
fue informado no daba crédito a lo que
decían.
—¡Es un duro golpe para todos
nosotros...!—comento el capataz—. Y
mucho más al ver a los que salían
huyendo de la población.
—¿Qué íbamos a hacer? Estábamos
impresionados por la noticia inesperada.
Bromeábamos sobre lo poco que iba a
durar la sociedad con Anny.
—Y resulta que mataron a los tres.
—Lo hizo uno de ellos solamente... Y
después de insultarles para que buscaran
el «Colt»...
—De verdad que no hubiera creído que
esos tres pudieran morir a manos de un
solo tirador.
—Hay que entrar mañana en ese rancho
para que cuando lleguen los compradores
se sepa que hay ganado enfermo...
Haremos que muestren las reses.
—Y cuando las vean, echarán a correr y
ya no podrá vender ese rancho una sola
res en muchos años.
El capataz estuvo de acuerdo.
—Es lástima que no esté Tony...
—No es tan difícil entrar...
Poco más tarde se presentaron los
cuatro vaqueros que estaban con Tony en
el rancho de Anny. Iban asustados.
—No se pueden correr riesgos frente a
esos muchachos... Han dicho en el
pueblo que no van a necesitar vaquero
alguno. Y hemos decidido marchar antes
de ser echados.
—Vaya fatalidad que supone la llegada
de esos forasteros...— decía otro.
Coleman les dijo lo que tenían que
hacer, acompañados por el capataz.
Estuvieron de acuerdo y Coleman
agregó que podían empezar a trabajar.
Habían quedado tres vacantes...
Para Ed y Gabe no fue sorpresa la
marcha de los vaqueros.
—Eso indica que estaban de acuerdo
con el capataz — dijo Gabe.
—Cuando pasen unos días, traeremos
cow-boy a — dijo Ed—. De momento
estamos mejor solos.
—¿Crees que van a insistir en lo de la
baba amarilla?
—Estoy seguro. Por eso habló de los
compradores.
Al salir del pueblo, pudieron comprobar
por los amigos de Anny lo mucho que les
había alegrado la muerte de esos tres y la
huida de Coleman.
Una vez en el rancho, Shirley se
encargó de mostrarles cuáles eran los
límites del mismo.
A la hora de la comida, dijo Ed:
—Hemos de estar vigilados...
Posiblemente esta noche o mañana,
volverán a enfermar terneros para que a
la llegada de los compradores no
podamos mostrarles el ganado. ¡Buena
sorpresa le espera!
No aclaró más a las mujeres.
Y pasó el resto del día recogiendo unas
hierbas que se entretuvo por la noche en
machacar con paciencia.
Al otro día, a media mañana,
encontraron unas veinte reses con la boca
llena de baba amarilla y tumbadas.
Ed se echó a reír.
—Estaba casi seguro que iba a ocurrir
esto. Hay que mirar por si hay más reses.
Y encontraron otras ocho más.
—Bien. Estamos dentro del tiempo.
Vamos, Gabe, me vas a ayudar y dentro
de unas ocho horas habrán desaparecido
esos efectos tan alarmantes.
Instruyó a Gabe en lo que tenía que
hacer.
Y esperó a la noche para entrar en los
terrenos de Coleman, bien provisto de
hierbas machacadas.
Al día siguiente, Anny fue al pueblo
con Ed solamente.
Gabe había quedado en el rancho con la
muchacha.
Coleman, que estaba allí, tuvo la
valentía de presentarse ante Ed para decir
que no era culpa suya si aquellos tres,
que presumían de buenos tiradores,
habían ido por su cuenta a provocarles.
Ed se dejó engañar, y aunque estaba
decidido a matar a Coleman antes de
marchar de allí, dijo que esperaba no se
repitiera porque entonces le consideraría
como único responsable.
Anny conocía a los dos compradores
que solían ir en vida de su esposo a por
ganado a su rancho.
—¿De compras...? — preguntó.
—Sí — respondió uno de ellos —.
¿Qué tal su ganado? ¿Cesó la epidemia?
—Puede estar seguro. No tienen nada
mis reses. Aquello fue una falsa alarma.
Tony se precipitó... No debió sacrificar
las reses. Claro que lo hicieron los
muchachos de Coleman...
—Tiene que comprender que era un
peligro para mi ganado — dijo Coleman.
—Pero mataron a muchas reses que no
tenían el menor síntoma.
—Es difícil escapar al contagio cuando
el ganado anda junto...
—¿Van a comprar algunas reses del
rancho...?-—preguntó Ed—. Aunque de
momento tal vez sea mejor esperar a
tener mayor cantidad disponible.
—Tiene que comprender, Anny,
nuestros recelos sobre ese ganado.
—Bueno... Si van por allí, es posible
que la viuda tenga razón. Si las
contagiadas fueron muertas por nosotros,
puede haber desaparecido el peligro.
Pero no se enfadarán si vamos otros
ganaderos del valle para convencernos,
¿verdad?
Las palabras de Coleman le hizo
sonreír.
—No creo que ella tenga inconveniente
— dijo Ed—. Aunque ya decimos que no
vamos a vender aún.
—No compraríamos tampoco — dijo
uno de los ganaderos.
—Si el ganado no tiene nada, no
comprendo esa actitud.
—Es un recelo que siempre queda tras
una epidemia así.
—Bueno. Ya venderemos directamente
a los mataderos.
—Les haremos saber lo que ocurrió.
—Si el ganado está bien, tendrán que
decirlo así.
El comprador, que estaba informado de
lo ocurrido, no quiso insistir.
Pero desde luego no estaban dispuestos
a comprar una sola res.
Coleman trataba de aparecer como
defensor de Anny, pero siempre a base
de una visita a su rancho.
Anny, que estaba perfectamente
preparada, actuó con arreglo a las
instrucciones.
Daba la impresión de que no le
agradaba esa visita. Y con ello, se
incrementaba el deseo de Coleman de
que se hiciera.
Al fin, se sometió la mujer.
—Esto es que no se han fijado en las
reses que tiene tumbadas y llenas de baba
— decía Coleman a su capataz que
estaba con él.
—Por eso he insistido en que se haga la
visita. Y vamos a ir varios ganaderos del
valle. Será el hundimiento definitivo de
esa ganadería. No se venderá en muchos
años una sola res con ese hierro.
En pocos minutos se constituyó un
grupo de ganaderos y cow-boys, entre los
que iban los dos compradores.
Todos ellos marcharon hacia el rancho
de Anny.
Coleman iba alegre. Y cuando se
acercaban a los pastos de esa propiedad,
observaba a Ed y a Anny y le sorprendía
verles tan tranquilos.
Esto le indicaba que no se habían dado
cuenta de la realidad.
Gabe y Shirley les salieron al paso.
Les informó Ed de la razón de ese
grupo.
—Es una buena idea — dijo Gabe —.
Así verán que este ganado está bien.
Coleman, de manera hábil, se encargó
de orientar la visita y llevó al grupo por
la parte que sabía que estaban las reses
babeando.
A medida que se movían por el rancho,
se iba poniendo nervioso.
No comprendía aquello. Ni una sola res
aparecía con esos síntomas.
—Este ganado tiene aspecto sano —
dijo un ganadero.
—No hay duda — comentó otro.
Coleman no hablaba. Pero dirigía su
caballo en todas direcciones.
—Bueno... — dijo Anny—. ¿Qué les
parece este ganado?
—Está muy bien — añadió el ganadero
que habló antes.
—Pueden comprobar que está tan sano
como pueda estar el de míster Coleman.
¿Qué opina usted?
—No parece que tiene mal aspecto... —
dijo Coleman.
—¿Ya ustedes? — preguntó Ed a los
compradores.
—Habrá que esperar algo más. Pudiera
aparecer un nuevo brote.
—Pueden estar tranquilos... No hay ese
peligro — dijo Anny—. Pero de todos
modos no pensamos vender aún.
—¿Vemos su ganado ya que estamos
aquí, Coleman? — dijo un ganadero para
no tener que discutir con Anny.
Accedió éste y muy nervioso decía a su
capataz:
—¡No comprendo esto!
—Han debido sacrificar esas reses y las
han enterrado...
—Por eso no se han opuesto a la visita.
Cuando iban a entrar en el rancho de
Coleman unos vaqueros avanzaron hacia
ellos.
Hacían señales de detención, pero un
comprador dijo:
—Tranquilidad, muchachos Viene el
dueño con nosotros.
Y a los pocos minutos, Coleman, como
la cera, miraba a la par que sus
acompañantes, infinidad de reses
babeando y tumbadas en el suelo.
—¡Epidemia! — gritó un ganadero.
Ed y Gabe a la vez sacaron el rifle y
empezaron a disparar sobre los animales.
Otros ganaderos y cow-boys, de manera
mecánica les imitaron y se inició una
cruel matanza de ganado.
Coleman, como loco, gritaba que
dejaran de disparar.
Pero los tiradores, enardecidos,
cargaban sus armas y seguían
disparando.
Lo dejaron al acabar la munición.
Más de trescientas reses habían dejado
de existir.
—Ahora se comprende lo que ocurrió
entonces. Era el ganado de Coleman el
que estaba mal y se contagiaron algunas
reses mías...—dijo Anny—. Habrá que
sacrificar todo ese ganado...
Coleman recorría el rancho como un
loco.
Los compradores y acompañantes
emprendieron la marcha hacía la ciudad.
Coleman corrió tras ellos, diciendo:
—Tienen que esperar... Pasará pronto...
—Lo siento — dijo un comprador—.
No adquiriremos una sola res de su
rancho.
Coleman miraba a Ed y a Gabe como si
se trataran de seres sobrenaturales.

CAPITULO X

—No hay duda que son peligrosos esos


muchachos... — decía Coleman paseando
nervioso por el comedor —. Han hecho
lo mismo con nuestro ganado. Y me han
arruinado. No se podrá vender una sola
res de este rancho...
—Se ha debido decir que es producido
por...
—Me hubieran linchado porque sería
confesar que lo hicimos con el ganado de
Anny. No. Es preferible la ruina a ser
colgado.
—Lo que no comprendo es que no se
haya encontrado una sola res así en el
rancho de ella.
—¡Vaya golpe que nos han dado...! Y
yo que he insistido para que se visitara
ese rancho. Y al estar tan cerca de éste
han entrado a ver el ganado. ¡Y qué
cantidad de reses con la baba...! ¿No será
epidemia de veras...? Si estuviera Tony
aquí... Es el que nos enseñó el truco...
—Habrá que ir a consultarle.
Dejaron de hablar al oír el galope de
muchos caballos.
Era el sheriff que iba a la cabeza de un
grupo numeroso de ganaderos y cow-
boys. Todos ellos llevaban un rifle en la
mano.
—¡Vamos a acabar con todo su ganado,
Coleman! — dijo el sheriff.
Trató de oponerse, pero la actitud de los
visitantes le asustó.
Estuvieron disparando más de tres
horas.
Al marchar, no quedaba una res con
vida.
Toda su fortuna había acabado en ese
tiempo.
Coleman pensaba en que estaba
obligado a repoblar el rancho de nuevas
reses, gastando el dinero que tenía en el
Banco, con el que pensaba apropiarse de
la mayoría de los ranchos del valle.
Marchó al pueblo para consultar con
Tony que estaba bastante mejor.
—¡Me han arruinado...! — decía
Coleman—. Han hecho con mi ganado el
mismo truco que nosotros con el de
Anny. Pero con más baba y más abatidos.
Me han matado la ganadería... Y en
cambio no hallamos una sola res en el de
Anny con esos síntomas y eso que les
dieron las hierbas adecuadas. Les dejaron
babeando y a pesar de ello no apareció
una sola res con aspecto de enfermas.
—Había algo que las volvía a la
normalidad en pocas horas, pero no lo
conozco.
—Y esos muchachos en cambio, sí —
dijo Coleman —. Se han reído de
nosotros. Y si te dieron la paliza fue por
eso. Les diría Anny lo ocurrido y
sospecharon en el acto la verdad... Ahora
me sobra el equipo, que tendré que
licenciar.
—Lo que deben hacer es arrastrar a esos
muchachos...
—Han sabido golpear... Y eso que no
les tomé en consideración... Me han
dejado sin ganadería... Más de sesenta
mil dólares perdidos... Estarán enterrando
con cal durante varios días... ¿No será
epidemia de verdad?
—No. Es obra de esos dos. No lo
dude... Tienen aspecto de buenos
vaqueros...
—Pues me ha costado muy cara la
llegada de ellos a esta zona. No quiero
que marchen de aquí sin que los
muchachos venguen a los que mataron.
—¿Qué va a hacer?
—Adquirir ganadería. ¡Si tuviera el
rancho de Anny...! Por tacañería no lo
está en mi poder. Lo ha confesado ella.
De haberle ofrecido los diez mil hace
algún tiempo, le habría cedido.
—Es lo que dice ahora. No habría
vendido de ningún modo.
Al salir de visitar al herido, fue al
saloon.
—¡Vaya sorpresa! — decía el dueño.
—No me hables del ganado... No
comprendo lo sucedido.
—A eso me refiero. Dicen los
muchachos que en sólo unas horas ha
sucedido todo ese desastre. Se ha
quedado sin ganadería Lo mismo que
sucedió a Anny hace dos años.
—A ella le quedó bastante ganado. A
mí no me han dejado nada. Algunas reses
descarriadas.
El sheriff, que había visto entrar a
Coleman en el saloon, fue hasta allí.
—Lamento lo sucedido — le dijo —,
pero me vi obligado por los ganaderos y
cow-boys... Para mí fue una sorpresa. Iba
con miedo al rancho de Anny. Y resultó
que fue en el rancho de usted donde
apareció la epidemia. Ha sido un duro
golpe.
—Iré lejos en busca de nueva ganadería.
Me la haré traer del sudoeste...
Los clientes que entraban en el local,
miraban con indiferencia o desprecio a
Coleman.
Todo lo sucedido había influido mucho
para perderle el temor que le tenían.
Alardeaba de su ganadería y de la
belicosidad de sus muchachos.
El ganado había desaparecido y los
vaqueros se demostró que no eran
distintos a los demás. Un solo enemigo
mató a tres teniendo ellos cierta ventaja.
Coleman se daba cuenta de este cambio.
Pero como en el fondo carecía de valor,
no se atrevió a enfrentarse a ninguno.
Pero los vaqueros de su rancho,
habituados a una manera de ser, no
estaban dispuestos a cambiar cada vez
que entraran en el pueblo.
Bastó que entraran dos, con el capataz
en el saloon, para que volvieran a
acobardarse los que parecían cambiados.
Y engallados estos dos por la actitud
cobarde de los reunidos en el saloon,
dijeron que iban a arrastrar a esos dos
forasteros.
Valor que también desapareció al
decirles que los aludidos se hallaban en
el almacén en compañía de Shirley.
Desde que se informaron que estaban en
el pueblo, dejaron de hablar de ellos en la
forma que lo hacían.
El capataz les dijo:
—¿Habéis oído...? Están en el
almacén...
—Habrá tiempo de provocarles —
respondió uno de éstos.
El capataz y Coleman, se dieron cuenta
del miedo que tenían los dos vaqueros.
Razón por la que no insistieron.
Pero dos clientes, fueron hasta el
almacén para decir a Shirley lo que
estaban hablando en el saloon.
Ed se echó a reír, al tiempo que decía:
—Creo que éstos merecen lo que han
estado haciendo con ellos los de ese
equipo... ¡Están llenos de miedo...!
Gabe reía a su vez.
—Me preocupan la madre y la hija. De
no ser por ellas, dejaríamos que hicieran
lo que merecen todos éstos. Estoy de
acuerdo contigo.
—Si les han dicho que estamos aquí y
no han venido, es que no quieren pelear
— añadió Ed.
Lo mismo pensaba Coleman.
Miraba a los dos que alardeaban de
arrastrar a los forasteros así que les
vieran frente a ellos y seguían sin
moverse del local, aun sabiendo dónde se
hallaban.
Los vaqueros imaginaban lo que
pensaba el patrón, pero no se decidían.
No podían olvidar lo que se habló de
ellos cuando la muerte de los tres. El
miedo a este recuerdo era superior a su
deseo de presunción.
Hasta el extremo de quedar paralizados
y muy pálidos al ver entrar a Ed y a
Gabe.
—¿Qué pasa con sus vaqueros,
Coleman? — preguntó Ed—. Parece que
aseguran que nos van a arrastrar a Gabe y
a mí... ¿Qué les hemos hecho...?
—Debéis perdonar — dijo uno de los
dos cow-boys—. Es que nos gustaba
presumir... Por eso hemos dicho que os
íbamos a arrastrar así que os viéramos
frente a nosotros.
—Así que erais vosotros — añadió Ed
sonriendo —. ¿Por qué habláis de
nosotros así...?
—Ya te lo he dicho. Ganas de
fanfarronear y presumir...
—Supongo que le desagrada esta
actitud, ¿verdad? — preguntó Gabe a
Coleman—. Todo está cambiando en este
pueblo. Desde luego no tuvo usted suerte
con nuestra llegada... Se le han ido
complicando las cosas. Ya no asusta a
nadie su equipo y se ha quedado sin
ganadería... El miedo sería fácil que
volviera. Porque es verdad que merecen
lo que hacían con ellos. Pero la ganadería
será más difícil rehacerla... ¡Todo eso por
enviar tres cobardes para acabar con
nosotros...!
—No les mandé yo...
—Esperaba el resultado de su «hazaña».
Y cuando le dijeron que habían fracasado
salieron de aquí al galope... ¿No se da
cuenta que nos dicen todo lo que sucede?
Hace poco han ido a decirnos que estos
dos estaban asegurando que nos iban a
arrastrar... ¿Por qué había hecho cuestión
de honor el conseguir ese rancho...?
Tenía al cobarde de Tony que no hacía
más que estar a su servicio aun
trabajando para ellas... Y ya ve..., si les
ofrece entonces, lo que a última hora
llegó a hacer, el rancho estaría en su
poder y conservaría su ganadería que
debía valer muchos miles de dólares...
¿De quién fue la idea de dar esas hierbas
al ganado de Anny? ¿De Tony...? ¿Ha
confesado que no había tal epidemia...?
Lo hicieron creer para sacrificar el
ganado que tenían esas mujeres y
presionar así para que se vieran en la
necesidad de vender... Ha debido
decirlo... Es un truco muy conocido lejos
de aquí... Ahora, le diré que hemos sido
nosotros los que hemos provocado el
pánico, usando el mismo procedimiento
de ustedes. Y no se atrevió a conferir a
los que disparaban contra sus reses, que
no había tal epidemia.
Los que escuchaban se miraban
sorprendidos.
—No sé nada... — decía Coleman.
—Ya ha pasado. Ahora puede decir la
verdad. Se le ha castigado con sus
mismas armas. Diga a éstos por qué tenía
ese interés en que los compradores
fueran hasta el rancho de Anny.
Esperaban que encontraran de nuevo
reses babeantes y derrumbadas... Y
donde apareció esto, fue entre sus propias
reses... Vaya sorpresa, ¿verdad?
—¿Es que no es cierto lo de la
epidemia...? — preguntó el dueño.
—Que respondan Coleman y su
capataz... Están bien informados.
—No sé nada — dijo Coleman.
—Tampoco yo... — añadió el capataz.
—¡No insistas, Ed...! ¿No ves que son
dos cobardes...? — dijo Gabe.
Entendía que era una magnífica
oportunidad para acabar con esos
cobardes para que las dos mujeres
quedaran tranquilas a su marcha. Cosa
que él, al menos, estaba decidido a hacer
cuanto antes.
—¿Quién de vosotros dio esas hierbas
al ganado de Anny? — preguntó Ed a
uno de los vaqueros asustados.
—El capataz y los vaqueros que estaban
con Tony...
—¡Eres un embustero! — gritó el
capataz al tiempo de querer usar el
revólver.
El dueño del saloon y los clientes,
miraban a los dos amigos sin comprender
lo sucedido.
Pero ante ellos se veían los cadáveres de
los cuatro.
Allí estaban, sin vida, los que tanto
pánico produjeron durante mucho
tiempo.
Y para los dos forasteros había sido la
cosa más sencilla del mundo acabar con
ellos.
El barman reaccionó de la impresión
producida cuando Ed le pidió de beber.
—Me parece mentira que hayan
acabado, especialmente, con esos dos...
—decía—. Se habían impuesto por el
terror y no hay duda que temblábamos
cada vez que se presentaban en el pueblo.
Tal vez sea una confesión de cobardía,
pero es verdad.
—Los pueblos que toleran esa
imposición, merecen lo que les pase —
dijo Gabe.
Shirley apareció en la puerta del saloon
y al ver los cuerpos en el suelo, se asustó
hasta reconocer a los muertos.
Se acercó a Ed y le cogió una mano,
diciendo:
—¡Qué miedo he pasado!
Gabe sonreía. Se había dado cuenta de
la mutua inclinación de los dos.
—¿Quieres beber algo? — preguntó Ed.
—Lo que sea. Aún estoy algo
temblorosa. Dijeron que oyeron disparos
en este local y eché a correr...
—Es de esperar que la muerte de estos
cobardes acabe con la pesadilla de ese
equipo... Y que este pueblo despierte al
fin y comprenda que no hay nadie que
valga más que otra persona. Les creían
invencibles y no eran más que unos
charlatanes...
—Frente a vosotros... — exclamó uno
—. Habían demostrado que sabían
manejar las armas.
Los dos amigos se echaron a reír.
—De verdad que eran unos novatos ..—
añadió Ed.
Al llegar la noticia de estos hechos a
Tony, se levantó de la cama y con tanta
precipitación fue a saltar sobre el primer
caballo que vio, que le falló el salto y fue
arrastrado por el animal al quedarle la
espuela de un pie en el estribo.
Cuando el animal se detuvo, Tony
estaba muerto.
Dos vaqueros que venían del rancho de
Coleman, al ser informados de esas
muertes, volvieron grupas.
Poco más tarde no quedaba un solo
vaquero en el rancho que había impuesto
el terror en el valle.
Cuando la noticia se extendió por los
distintos ranchos, la alegría fue inmensa.
Los compradores, que seguían por allí,
tuvieron miedo a enfrentarse con Ed y
Gabe. Y se alejaron sin haber concertado
la compra más pequeña.
Era notoria en el valle su amistad con
Coleman, que era el que en realidad
imponia precios y cantidades a cobrar a
cada ganadero.
Después del entierro de las víctimas,
Anny se presentó en el pueblo.
Todos querían hablar con ella y
expresarle la alegría de lo sucedido.
Anny les miraba con desprecio.
—Han tenido que llegar dos forasteros
con corazón para acabar con lo que
estaba ocurriendo por la cobardía de
todos — dijo.
Al entrar en el almacén, dijo al dueño:
—No he querido decir a esos
muchachos que me negaste los víveres
aconsejado por Coleman. Te matarían de
saberlo.
—Me amenazaron los hombres de
Coleman. No podía oponerme... Me
habrían matado. Tienes que
comprenderlo...
—Lo único que supe, es que eres un
cobarde... Tratabas de ayudar al cerco
que estaban formando alrededor de mi
propiedad y de nosotras.
—Tienes razón para estar enfadada
conmigo. Pero no es culpa mía la falta de
valor...
—Siempre dijiste que eras mi amigo...
—¡El miedo, Anny, el miedo...!
Cuando vio salir a Anny, se limpiaba el
sudor el almacenista.
Y su miedo aumentó al pensar en la
posibilidad de que los forasteros se
informaran de su negativa a dar más
víveres a la madre y a la hija.
Fue Shirley la que hablando con Ed le
dijo esta actitud del almacenista.
—Fue providencial vuestra llegada —
le decia —. Hasta en el almacén nos
habían negado los víveres. Tony se
prestó a ir con ellos... ¡Todo una
comedia! ¡Estaban perfectamente de
acuerdo...!
Ed no comentó nada.
Pero al día siguiente, cuando Gabe y él
fueron al pueblo, dijo a su amigo:
—Voy a saludar al cobarde del
almacén...
Y le explicó lo que Shirley le había
dicho.
—Hay cosas que no se comprenden si
meditas en ellas. Toda esta región estaba
acogotada por ese equipo, que no eran
más que cobardes... Dominaba el pánico
en todos. No es nada sorprendente, por lo
tanto, que el del almacén obedeciera a
Coleman. Una de las cosas más
contagiosas que hay, es el miedo. Y en
esta zona, era una epidemia...
—Pero no hay duda que ese cobarde
merece un castigo. La presión que iba a
ejercer por su parte, era de las más
inhumanas. Amigos de siempre y negaba
los víveres imprescindibles.
—No niego que lo merezca. Lo que
trato es de justificarle... ¡Estaban todos
aterrados...!
—Y cuando nos marchemos si hay
alguien que se decida, volverá a suceder
lo mismo, con sólo un cambio de
nombres y personas...
—Posiblemente resultará muy difícil
ahora.
—No lo creas.
—¿Qué vas a hacer?
—¿A qué te refieres...?
—Shiriey está muy enamorada de ti... Y
tú, no lo niegues, lo estás de ella. Olvida
el castigo de esos a quienes buscas y
quédate aquí con ellas... Te necesitan las
dos y podrás vivir tranquilo y conseguir
una felicidad a la que tienes derecho...
—¿Y mi pasado...?
—Le entierras en el recuerdo. Sólo debe
existir para ti, el presente y el futuro.
Todo el pasado debe ser borrado...
Ed se echó a reír.
—Creí que no te habías dado cuenta...
—dijo.
—¿Es que sabéis disimular acaso...? —
añadió Gabe.
—Tienes razón. Y es la primera vez que
esto me sucede.
—¡Quédate aquí! Serás estimado.
—No debieras hablarme así... No sabré
oponerme...
Y se abrazó al amigo.
—Esperaré a vuestra boda... — añadió
Gabe.
FINAL

La ausencia prolongada de los dos,


ayudó a la campana de difamación en
contra de Ed, particularmente en lo que
hacía referencia a los atracos al tren.
Habían estado los inspectores que el
ferrocarril envió para tratar de averiguar
algo sobre el último asalto.
Y de no ser por el mayor Stollard, que
defendió ardientemente a Ed, la campaña
de Hugh habría dado frutos.
Pero Stollard convenció a los visitantes
de que sólo se trataba de un odio intenso
de algunos cobardes de Billings.
—Es mucho el tiempo que faltan, pero
supongo que ha de estar relacionado con
lo que averiguaran en la reserva... No es
que hayan huido como dicen en el
pueblo. No hay razón para que lo hagan...
— dijo el mayor.
Explicó a estos inspectores las
sospechas de que el agente estuviera
robando a los indios de acuerdo con
algunos ganaderos.
Y añadió que los dos muchachos habían
ido con los militares para hablar con los
indios de la reserva.
Marcharon los inspectores convencidos
de que lo que se decía sobre Ed Brok era
falso en absoluto.
La última vez que estuvieron en el
almacén de Hugh, éste insistió en su
teoría.
—¿Por qué creen que ha huido...? —
decían—. Porque sabe que nos dimos
cuenta de su culpabilidad.
—¿Qué pasará cuando se presente y
conozca lo que usted habla de él...?
Porque el mayor está convencido que
volverá...
—El mayor se deja impresionar por su
amistad con el cazador, y como éste se
hizo amigo de ese atracador...
—Creo que no va a vivir usted mucho
tiempo, amigo — dijo uno de los
inspectores.
—Si volviera por aquí, le colgaríamos.
—¿No tiene en cuenta a los militares...?
— añadió el otro inspector.
No se olvidaba Hugh del mayor. Le
tenía verdadero pánico.
Más de una vez, en poco tiempo, le
había advertido que si trataba de
sorprender a Gabe y a Ed, le fusilaría en
la plaza del pueblo.
El paso de los días iba confiando a
Hugh.
Siempre que se hablaba del asalto,
afirmaba que el jefe de los atracadores
era Ed Brok, el Indio pálido. Y que había
huido llevándose la parte del botín que le
correspondiera.
Lisa había insistido siempre en que Ed
no formaba parte ni creía que tuviera
relación con los atracadores.
La muchacha marchó para reunirse con
su padre, que en Helena, había sido
expulsado del Ejército sin que le quedara
retiro alguno.
Se presentó para denunciar una rebelión
encabezada por el mayor stollard, pero
estaban bien informados allí de la verdad
de los hechos. Y a propuesta del general,
fue expulsado.
Para Lisa era motivo de alegría, ya que
tenía miedo a que de seguir de militar,
terminaran por matarle.
Se despidió del mayor con lágrimas en
los ojos. Y le pidió que ayudara a los dos
muchachos.
Aseguró Stollard que así lo haría por
entender que lo merecían ambos.
Cada vez que iba por Billings, le
costaba discutir con Hugh y amenazarle
seriamente.
—No perdona a Gabe que le hiciera
pagar el doble de lo ofrecido por las
pieles — decía el mayor.
—Lo que lamento, es que tuve en mis
manos a ese atracador y me dejé llevar de
sentimientos extraños. Debí mandar que
le colgaran...
—Yo sí que me voy a cansar y ordenaré
a los soldados que le fusilen en el lugar
más visible.
Esto hacía que Hugh cediera en sus
comentarios. Pero sólo mientras el
militar andaba por el pueblo.
El sheriff, por haber sido amenazado
por Ed y Gabe, odiaba a ambos y
ayudaba en la campaña creada por el
almacenista.
Después de la marcha de los
inspectores, quienes aseguraron que no
veían culpabilidad alguna en Ed Brok,
empezó a olvidarse el asunto.
Y Stollard empezaba a preocuparse por
la ausencia de los dos.
Recibió una inmensa alegría cuando
estando comiendo con el nuevo coronel,
llegado dos días antes, le anunciaron a
Gabe.
Abandonó el comedor sin las reglas de
urbanidad precisas para correr al
encuentro de Gabe que se abrazó a él.
Y rectificando, tras unas palabras de
saludo, regresó a pedir permiso al
coronel por su manera intempestiva de
salir.
Pero como había hablado en esos dos
días muchas veces del cazador y del
Indio pálido, así como de la infame
campaña de unos cobardes, le dijo
—¿Por qué no le invita a comer con
nosotros Es la ventaja que tenemos los
empedernidos solterones No estamos
amarrados por otras conveniencias.
Para el mayor era una alegría la
proposición y corrió a la cantina donde
estaba Gabe para transmitirle el ruego del
coronel.
Y durante la comida amenizó ésta con
el relato de la odisea de los dos amigos al
salir de la reserva, así como los hechos
que se fueron encadenando.
—Y estoy contento — añadió —
porque al casarse, Ed abandona la idea de
castigar a los que mataron a su amigo...
Será feliz con esa muchacha. Los dos han
prometido que si les escribo diciendo que
sigues por aquí, vendrán a saludarte.
El mayor no sabía cómo decir lo que se
habló en Billings de Ed.
Pero entendiendo que era preciso que se
informara, le habló con toda sinceridad.
Gabe escuchó en silencio. Sin
interrumpir una sola vez con
exclamación alguna, el relato del mayor.
—Celebro que no haya venido
conmigo... — dijo Gabe—. De haberlo
hecho, no se podría evitar que matara a
esas dos autoridades cobardes... No
merece que se haga una campaña así...
—He amenazado varias veces al juez...
Y lo mismo hice con el sheriff.
—Es acción lo que necesitan —
comentó Gabe con naturalidad.
El coronel le observó atentamente.
Y pensaba en la peligrosidad de ese
muchacho que sabía dominar sus
emociones de ese modo.
Cualquiera que le oyera y mirase, diría
que no tenía importancia para él lo que le
había dicho el mayor.
Añadió el mayor que iría con él a
Billings.
Y Gabe supo convencerle que no era
necesario, aunque le agradeciera ese
deseo de ayudarle.
Al despedirse del coronel y del mayor,
dijo aquél cuando hubo salido:
—¡Peligroso muchacho...! ¡Muy
peligroso...!
—Ya lo sé. Y si no ha querido que vaya
con él, se debe a que podía suponer un
freno para sus propósitos. Cree que me
iba a comprometer...
—No me gustaría por nada del mundo
estar en el cuerpo de ese Hugh...
—Ni en el del sheriff. Estoy seguro que
va a castigar a los dos. Y desde luego, no
se perderá nada, aunque me asustan los
vaqueros de esos ganaderos amigos del
juez. Le pueden sorprender entre todos.
—Si entiende que debe ayudarle,
llévese un grupo de soldados.
—Gracias, coronel. Hay que dejarle
algún tiempo de delantera. Así diré que
vamos con otro motivo cualquiera. No
me creerá, pero dejará de enfadarse.
El coronel sonreía al decir:
—Aprecia mucho a ese muchacho,
¿verdad?
—Así es, coronel.
—Me agrada. Creo que hay un
caballero debajo de esa ropa.
—Puede estar seguro.
Gabe era un volcán por dentro.
Caminaba lentamente pensando en
cómo era más conveniente actuar.
Había pasado por la reserva y supo
cosas que no hablaron antes.
Ahora conocía la razón de esconder a
todas las jóvenes que había en la reserva.
Y los nombres de Flint y de Tresh
habían quedado grabados en su memoria.
Cuando llegó a Billings, los que le
veían pasar, se detenían a contemplarle
sorprendidos y curiosos.
Suponiendo que iría al almacén de
Hugh, varios curiosos caminaron tras de
él.
Y a éstos se unían otros al darse cuenta
de quién era el jinete.
Hugh estaba distraído, hablando con
unos vaqueros cuando Gabe entró en el
local.
No se dio cuenta por lo tanto de ello.
Gabe se acercó lentamente y saludó:
—¡Hola, Hugh...!
Este se puso en pie de un salto y el
color desapareció de su rostro.
—¡No he dicho nada de ti...! —
exclamó.
—Pero ¿qué te pasa? — decía Gabe
sonriendo—. ¿Qué podías decir de mí?
Hugh reaccionó al suponer que Gabe
ignoraba la campaña que se hizo.
—Hace tantos días que marchaste...
Creí que estarías en tus cazaderos...
—¿Es ésa la razón por la que te ha
asustado tanto mi presencia...? ¿Qué has
dicho de mí en mi ausencia que tanto te
asusta pueda informarme?
—No he hablado de ti...
—¿De quién lo has hecho entonces...?
¿De Ed...? ¡Malo! Muy malo si ha sido
así... ¡Nunca deja heridos cuando decide
disparar! ¿Qué dijiste a los inspectores
que vinieron sobre lo del atraco? No te
creyeron, ¿verdad? ¿Por qué acusar a Ed
de lo que sabes no hizo...? Y has
lamentado no ordenar le colgaran... ¿Qué
te ha hecho?
—Verás, Gabe...
—Vas a grabar en tu dura cabeza que te
voy a matar. He venido a hacerlo. Y nada
ni nadie lo va a evitar.
—Confieso que estaba loco... Es cierto
que no me hizo nada ese muchacho.
—Te voy a matar, Hugh...—decía Gabe
con gran serenidad.
—Tienes que perdonarme, Gabe...
—Así que habíamos huido con la parte
del botín correspondiente...
—No sabía lo que hablaba, Gabe... ¡No
me mates!
—Este muchacho tiene que estar loco.
¿Es que crees que Hugh está solo? —
dijo uno de los dos vaqueros que estaban
con Hugh.
—Si vuestra amistad llega hasta el
extremo de querer hacer el último viaje al
lado de él, es asunto vuestro.
—No temas, Hugh... Este fanfarrón no
podrá hacer lo que dice. Y lo que
hablaste del Indio pálido es verdad. Era
el jefe de los atracadores... Fue el que
ordenó que salieran en el «Paso del
bisonte» para hacer el atraco y...
El vaquero diose cuenta que había dicho
algo que no debía.
—Así que fue en ese lugar donde se
hizo el asalto... — dijo Gabe —. Y
parece bien informado. ¿También lo
sabías tú, Hugh? Por eso querías acusar a
alguien... Este tonto no ha sabido
controlar sus palabras... Ahora, ya
sabemos que era uno de los atracadores...
¿Con quién trabajan estos dos?
—Son vaqueros de Flint — dijo uno de
los que entraron detrás de Gabe.
—Pues ya sabéis cuál es el equipo que
hizo el atraco... Y Hugh no lo ignoraba.
¿Verdad que lo sabías...? Es posible que
decida perdonarte la vida si confiesas lo
que sabes...
Los dos vaqueros intentaron matar a
Gabe, pero sólo disparó éste.
—¿Qué dices...? Ya ves, eran dos
novatos. Espero nos digas lo de ese
atraco. Es la vida lo que te juegas...
—¡Sí...! Lo hicieron los muchachos de
Flint, ayudados por algunos de Tresh y
tres indios de la reserva...
—Así que sabías quién lo hizo y
acusabas a Ed...
Y empezó a disparar sobre los hombros
de Hugh.
—¡No me mates! — decía —. Me
amenazaron de muerte si decía algo:..
Pero Gabe seguía disparando, hasta que
la última bala entró en la frente del
cobarde.
—¡Que no salga nadie...! — gritó Gabe
mientras cargaba sus armas.
Quería ir a la oficina del sheriff, pero
informado éste de la llegada de Gabe y
que había ido al almacén de Hugh, se
encaminó hacia allá.
A Gabe no le temía como si hubiera
sido Ed el que llegara.
Por eso, cuando después de reponer
munición iba a salir, vio entrar al sheriff
que fue contemplado por todos.
—¡Vaya...! Parece que el cazador ha
dado pronto la vuelta de sus cazaderos.
—Sabía que era aquí donde podía cazar
con más seguridad...
El sheriff siguió la dirección de la
mirada de Gabe y tembló.
Acababa de reconocer a Hugh entre los
muertos.
Toda su entereza había desaparecido y
le temblaba la boca y el cuerpo.
—No se quede ahí, ¡Pase, hombre,
pase...!
—¡No ere...as que...!
—Pero si no pienso nada. ¡Estoy seguro
que es un cobarde! ¡Un gran cobarde!
¿Qué han estado diciendo de Ed durante
estos días...? Y sin embargo sabía que el
atraco lo hicieran los hombres de Flint y
de Tresh. ¿Verdad que sí?
Imposibilitado de hablar, el sheriff
movía negativamente la cabeza.
Haciendo un gran esfuerzo, dijo:
—¡Hugh decía que era Ed el jefe...!
—Ese cobarde ha confesado la verdad
antes de morir... ¿Le daban mucho de
esos atracos...? Porque usted sabía los
que lo hacían...
—¡No...! ¡No...!
—No escape... Hemos de hablar mucho
más...
El sheriff no estaba de acuerdo en
seguir hablando y, desde luego, demostró
que era peligroso con el «Colt».
Sin embargo, el enemigo en esta
ocasión era muy superior a él.
Los disparos de Gabe coincidieron con
la llegada ante el almacén del mayor y
los soldados que le acompañaban.
Stollard entró precipitadamente con el
«Colt» empuñado. Le seguían varios
soldados armados también.
Al descubrir a Gabe, se tranquilizó. Y al
ver los muertos, se impresionó.
—¡Hola, mayor! ¡Ha llegado tarde a la
fiesta...! Tenían prisa en morir y no me
agradó contrariarles en eso... Que no
haya luto en el pueblo. No se ha perdido
nada de valor. Y Hugh ha confesado que
sabía quiénes hicieron el asalto. Uno de
los atracadores se ha descubierto al
hablar para provocarme.
Y explicó, corroborado por los testigos,
lo que había sucedido.
—Nosotros nos encargaremos de esos
bandidos.
—Si les ven llegar, escaparán...
—No. Suelo visitar alguna vez esos
ranchos. No escaparán si ignoran que han
hablado estos cobardes.
Gabe tenia que someterse.
El solo, sería un suicidio presentarse en
esos ranchos.
Dejó que el mayor se encargara del
castigo y de recuperar parte de lo robado.
Y el militar, ante el temor de que fueran
avisados, se puso en marcha con sus
acompañantes.
Era cierto que a veces iba por los
ranchos.
Por eso, para Flint esta visita no suponía
nada especial.
Y le recibió con la sonrisa de siempre.
Los soldados, que tenían instrucciones,
se quedaron en la parte exterior y fueron
hasta el domicilio de los vaqueros donde
estaban la mayoría de éstos.
El mayor, invitado por Flint, entró en la
casa principal.
Le ofreció un whisky, que aceptó
Stollard.
—¿De paso...? — preguntó Plint.
—Sí. Vamos a hacer una visita a la
agencia. Hace tiempo que no vamos...
¿Sabe que han regresado Ed Brok y
Gabe, el cazador?
Palideció Plint.
—Y nada más llegar, Gabe se ha
informado de lo que hablaron ustedes en
esta temporada. Ha matado a Hugh y al
sheriff... ¡No sabía que fuera tan
peligroso enfadado!
—¿Ha matado a las dos autoridades...?
— decía Flint nervioso.
—Y lo curioso es que Hugh, que
culpaba a Ed como jefe de los
atracadores, sabía quiénes hicieron el
asalto... Dijo que usted le había
amenazado de muerte si hablaba...
Plint vio el «Colt» que el mayor
empuñaba.
—¿Qué es esto? — dijo en voz muy
alta.
—No se moleste en gritar — dijo un
sargento asomando por la ventana —.
Sus hombres han confesado y están
amarrados...
Convencido del peligro que no supo
captar en esa visita, Flint intentó huir por
una puerta.
Stollard disparó sin remordimiento
varias veces sobre él.
Efectuado un registro minucioso,
aparecieron infinidad de alhajas.
Era la comprobación más veraz de la
culpabilidad de los de ese rancho.

***

—No te preocupes, Ed. Fueron


castigados todos. Gabe se encargó de la
mayoría. El resto, los soldados. Unas
palabras que se le escaparon a uno de los
vaqueros de Flint, sirvieron para
averiguar la verdad. Hugh, con la
esperanza de que Gabe le perdonara si
hablaba, confesó lo que sabía. Y fue el
principio de la cadena. Pero Gabe caminó
con más velocidad que nosotros. Cuando
llegamos al rancho de Tresh,
encontramos los edificios ardiendo y
varios cadáveres por el suelo. Entre ellos,
el de Tresh y su capataz.
—Debí haber ido con él.
—Te aseguro que supo castigar. Y al
agente, no sé cómo pudo llegar hasta su
oficina sin que sospechara. Pero debió
hacerlo así..., porque le encontramos
muerto de una cuchillada en la garganta.
Y los que le ayudaban, aparecieron
atravesados por flechas por los terrenos
de la reserva. No puedo imaginar cómo
lo hizo, pero te aseguro que es un ídolo
para los indios.
—¿Qué es de Gabe...?
—Debió marchar a sus cazaderos... No
regresó ni por el pueblo ni por el fuerte.
Bueno... Basta de estas cosas, tu esposa
se está asustando...
—No lo crea, mayor... Me he hecho tan
dura como algunos hombres de esta
tierra... Me hicieron así los cobardes de
que nos libraron Ed y su amigo. Lamento
que no esté aquí para que pasara una
temporada con nosotros...
—Después de esto, mayor, colgaré las
armas y espero que no necesite más de
ellas.
—Creo que es una buena medida…, si
los demás lo permiten..

FIN

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