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1.ª edición: 2002

© Silver Kane

Impreso en España - Printed in Spain

ISBN: 84-406-0731-8

Imprime: BIGSA

Depósito legal: B. 49.878-2001


CAPITULO PRIMERO

Wichita, marzo

La bailarina se acercó sinuosamente a Milton y susurró:

—Tengo una cosa para ti, pichón.

Milton se volvió y contempló la sólida, la perfecta figura de la


mujer, elevada como en un pedestal sobre sus altos tacones y
mostrando gran parte de las piernas, gracias a su faldita miniatura.
Fantástica chica aquella Evelyn, capaz de hacer perder el rumbo a una
manada de bisontes, pero que sin embargo no obtuvo más que una
mirada superficial por parte de Milton.

Este musitó:

—¿Una cosa para mí...?

—Sí. Y muy importante.

El comprendió lo que quería decirle, y cualquiera se hubiese


entusiasmado con la idea, pero Milton se limitó a hacer una leve mueca.

—Otro rato, hermana —dijo.

—¡Pero si es un momento!...

—Poco a poco, nena. Sería una lástima ir aprisa. Pero ahora será
mejor que me olvides.

—¿Qué te pasa?

—Tengo un asunto.

—¿Con una mujer?


Milton sonrió sin ganas.

No, no era un asunto con una mujer, es decir un asunto de los que a
él le gustaban. Todo lo contrario. Más allá de la puerta, más allá del
porche, bajo el sol que ya era caliente, podía aguardarle la muerte.

—Dime —insistió Evelyn—, ¿con una mujer?

—Adiós, nena. Luego te contestaré. Abur.

Y salió.

El sol le dio en la cara. Pero aun así vio a los dos hombres que le
estaban esperando, dos hombres con los brazos arqueados y los
sombreros echados sobre los ojos.

—Quieto, Milton.

Era el de la izquierda, el que había hablado. Milton entrecerró los


ojos mientras sus dedos se tensaban un momento.

—¿Por qué no puedo avanzar más? —murmuró.

—Estás bien ahí.

—¿Doce pasos?

—Sí, doce pasos.

Los dedos de Milton se tensaron otra vez. Sentía una especie de


cosquilleo, una especie de frío. «Me estoy haciendo viejo —pensó—.
Antes no me pasaban esas cosas...»

Y tensó un poco el cuerpo, poniendo hasta el menor de sus nervios


en estado de alerta, porque adivinó que tal vez le quedaban sólo unos
segundos de vida. Ahora todo dependía de su precisión y especialmente
de su rapidez.
Los dos hombres, frente a él, se distanciaron un poco.

Querían ofrecer menos blanco y cazarle entre sus fuegos cruzados.


Milton se dio cuenta de que tenía muy pocas posibilidades de
sobrevivir.

« ¡Y pensar que antes yo me había desafiado muchas veces con dos


hombres a la vez!»

Ahora estaba seguro de que no iba a ser lo bastante rápido.

Se despidió del sol, de la vida.

Y pensó por último: «Bueno, en este mundo ya he bailado


bastante...»

Oyó confusamente la voz:

—¡Fuego!

Los dos enemigos que tenía enfrente se habían movido a la vez.


Milton saltó instintivamente hacia la izquierda, pegándose a una jamba
de la puerta.

Disparó desde la cadera, sin mover apenas el revólver y sacándolo


sólo unas pulgadas de la funda.

Esta era su vieja técnica: no movía el brazo más que lo mínimo, lo


indispensable, lo justo. Eso le hacía ganar un par de décimas de
segundo que siempre resultaban decisivas. Había hombres que no
sabían tirar si no inclinaban el cuerpo o no estiraban el brazo. Eso les
hada perder un tiempo precioso que ya no se recuperaba. Milton no.
Milton sólo giraba un poco el revólver y... ¡bang! A veces incluso daba
la sensación de que no había acabado de sacarlo de la funda.

En el momento de disparar pensó: «Me han dado... Esos tíos me


fríen».
Tuvo una violenta sorpresa al verlos caer. Él fue el primer pasmado
al ver que ambos se desplomaban con dos agujeros iguales en sus
frentes.

Había bastante gente en el porche, bastante gente que acababa de


presenciar el desigual desafío.

Sonó una exclamación unánime de asombro.

Pocas veces se habían visto en Wichita unos disparos tan precisos y


tan rápidos.

Milton abrió mucho los ojos.

Y bisbiseó:

—¿Les he dado? ¿De veras que les he dado?

El dueño del saloon, que pesaba dentó veinte kilos, salió y dio una
palmada en la espalda de Milton que le hizo toser. Al joven se le cayó
el revólver y tuvo que recogerlo del suelo. Por un momento pensó que
le había embestido un bisonte por detrás.

El dueño del saloon masculló:

—¡Magnífico! ¡Qué dos disparos! ¡Qué dos balazos! ¡Tienes bebida


pagada en el saloon, hasta que revientes, Milton! ¡Toda la que quieras!

Milton se tocó las ropas.

—¿De veras no me han dado? —preguntó.

—No han tenido tiempo ni de tocar los gatillos, muchacho. ¡Qué


disparo! ¡Qué tío! ¡Qué dos muertos tan bien fabricados que acabas de
fabricar!

—Oiga... ¿están muertos de verdad? No se habrán caído de miedo,


¿eh?
—¿No ves los impactos en sus frentes? No han podido ni cerrar los
ojos siquiera.

—Pues qué lástima.

—¿Por qué?

—Porque les va a molestar el sol.

Y acercándose un poco mientras guardaba el revólver, cerró


delicadamente los ojos a sus dos enemigos muertos.

El sheriff, que había presenciado la pelea desde el porche, pero sin


intervenir porque aquello era un desafío legal, se acercó pausadamente
y preguntó:

—¿Por qué te buscaban estos hombres, Milton?

—Hum... Llevaban un año detrás mío y al final me han encontrado


justamente en Wichita, donde yo creí que no me encontrarían nunca.

—¿Por qué te buscaban?

—Hace tres años yo maté a su hermano. Su hermano era el famoso


Lowell.

—¿El hombre a quien llamaban el terror de Abilene?

—Más o menos así le llamaban, en efecto. Algunos le dedicaban


palabras peores, pero no puedo repetirlas, porque aquí hay señoras.

Y como si quisiera demostrar que, en efecto, allí había señoras,


Milton tendió la mano a una ninfa que estaba en el porche igual que si
quisiera señalarla...

—¡Bestia! —exclamó la afectada, pegando un salto.


El sheriff gruñó:

—¡Te voy a detener por escándalo público, nena! ¡Hay que ver! ¡Ni
un pellizco con buena intención aguantáis las chicas de ahora! Vamos a
ver, Milton: ¿y estos tipos te habían perseguido durante un año para
vengar al bandido de su hermano?

—Claro que sí.

—Entonces también eran unos bandidos.

—Hombre... Lo que se dice unos monaguillos no lo eran. De eso


puede estar seguro.

Y Milton se volvió hacia el interior. El sheriff gruñó:

—Eh... ¿adónde va? —Tengo una cita.

—¿Con quién?

—Ni con usted ni con su suegra, sheriff.

—¡Pero podrías tenerla con mi mujer!

—Caray, eso tampoco. Hay una razón muy sólida.

—¿Cuál?

—Su mujer fue la que le enseñó a usted a manejar el revólver.


¡Cualquiera se arriesga!

Y desapareció en el interior del salón.

Ahora se acordaba de Evelyn.

Llena de curvas.

Ahora que no tenía que desafiarse con nadie, era mejor aprovechar
la ganga antes de que ella cambiara de opinión.
Subió a su reservado.

Llamó a la puerta.

—¡Evelyn! ¡Evelyn, nena...!

La voz acariciante de la bailarina invitó:

—Entra, chato.

Milton no era chato, pero entró.

¡ZAAAAAAAAS!

La pastilla de jabón que había en el umbral le hizo pegarse la


costalada más grande que se había pegado en su vida. Atravesó la
habitación en vuelo rasante y fue a estrellarse contra la pared del otro
lado.

¡BLAAAAAAM!

Menos mal que la pared resistió.

La casa estaba bien construida.

Cuando Milton se pudo poner en pie, vio que Evelyn estaba en la


pieza contigua, metida en una bañera. La hermosa cabeza de la chica
asomaba por entre una montaña de espuma.

—Milton, chatín —dijo—. Se me había caído la pastilla de jabón.


Gracias por devolvérmela.

Él se la devolvió, aun maldiciendo la pastilla de jabón y la mala idea


que había tenido Evelyn al bañarse, en aquellos momentos.

—Nena —dijo—, tú me has dicho que tenías algo para mí.

—Claro, Milton.
—Supongo que no habrás cambiado de idea.

—¿Por qué voy a cambiar?

--Gracias, preciosa. Desde que te vi ya supuse que tú y yo hablamos


nacido el uno para el otro.

—Hombre, tanto como eso...

—Desde que te cruzaste en el camino de mi vida no he hecho más


que pensar en ti.

—Pues hace unos minutos no pensabas.

—Debía estar borracho. Perdóname, nena. De ahora en adelante


nada nos separará.

—Eres un exagerado, Milton. Pero, en fin a lo mejor te creo.

—¡Oh, qué ilusión!

—Sé bueno y márchate.

—¿Es indispensable?

—Yo soy una señorita.

—Me gustan las señoritas. Toma esto y me voy.

Milton tomó una toalla y avanzó.

La llevaba por delante de la cara para no mirar.

El, a su modo, era un caballero.

Dio un paso.

Dos.
¡CHAAAAAAP!

Tropezó con el borde de la bañera y se metió en ella de lleno. Como


Evelyn ya había salido, la bañera estaba vacía. De modo que se
cambiaron las tornas, y ahora el que quedó en remojo y enjabonado
hasta las orejas fue Milton.

Evelyn musitó:

—Pero, cariño...

—Preciosa, no importa.

—Pues te has puesto perdido.

—El calor interno de mi pasión me secará en un momento. Lo


mismo da que el calor le seque a uno por dentro que por fuera.

—Eres un volcán, Milton.

—No lo sabes bien, nena.

El salió y trató de abrazarla.

¡AAAAATCHISSSS!

—¡Cuerno, qué manía tenían las chicas, de bañarse en agua fría!

—Te has resfriado, chato.

—Mentira; hiervo de pasión.

—Ven, acércate.

—Tienes que darme lo que dijiste que tenías para mí, amor.

—Te lo daré en seguida.

Milton fue a abrazarla


Ella gimió:

—¿Pero qué haces?

—¡Eres mía!

—¿No crees que corres demasiado?

—De acuerdo, esperaré a que te seques.

—Ni seca ni mojada, nene. Me parece que tú te confundes

—¿No me dijiste que tenías algo para mí?

—Claro que te lo dije.

—¿Y qué me puedes ofrecer: un querer, que me llevará a maltraer?

—Menos fantasía, Milton. No te pongas a hacer versos, malos,


ahora.

El abrió mucho la boca. Estuvo a punto de estornudar otra vez, pero


al final se aguantó.

—Entonces, preciosa... ¿qué tienes para mí? —dijo.

—Pues una cosa muy sencilla: una carta.

—¿Una carta?...

—No pongas esa cara, amor. Ni saltes por la ventana. ¿Pues qué te
habías creído?

Hecha esta aclaración, se enrolló la toalla al cuerpo y buscó en sus


ropas. Sacó un pedacito de papel.

—Toma —susurró—, me lo ha dado el dueño del hotel donde tú has


estado hasta hace una semana.
Milton desdobló la misiva.

Era muy breve.

Y sobre todo muy amable. Decía:

«Me debes ya cien dólares. O pagas o te mato, pedazo de bestia.»

Milton tragó saliva.

—¡Cuerno! —dijo—. ¡Ya no me acordaba de que me marché sin


pagar!

—Claro que te acordabas, amor. No has vuelto a pasar por delante


de aquel hotel desde que anudaste unas cuantas sábanas y saliste por la
ventana.

—¿Y eso es todo lo que querías decirme? ¿A esto le llamas tú tener


algo para mí?

La chica se encogió de hombros, mientras empezaba a secarse.

—¿Qué quieres que te diga? Los hombres siempre os hacéis


ilusiones; ¡caray! Ah, ahora que me acuerdo... También me entregaron
otra carta. Me las dieron a mí porque el de la casa de postas no te
encontró. Se ve que estabas escondido porque el hotelero te buscaba
con una escopeta.

Aquello era verdad, pero Milton dijo con aspecto de dignidad


ofendida:

—A mí me sobra dinero para pagar no esta factura, sino doce como


ésta. Y no estaba escondido, sino persiguiendo a unos bandidos.

—Desde que pacificaste Kansas City no has vuelto a perseguir a


nadie, amor, excepto a las bailarinas como yo. Anda, toma la otra carta
que me han dado. Lee.
El joven miró el sobre.

Porque Milton era joven, era un pistolero de unos treinta años con
los hombros cuadrados, la cintura estrecha y los ojos grises. Porque
Milton era un hombre que aún llamaba la atención en cualquier parte.
Pero él mismo decía que no servía para nada. Estaba retirado.

El sobre venía de un sitio lejano: de la ciudad de Caliente, en el


condado de Lincoln, estado de Nevada. De uno de los sitios más
abruptos y más salvajes del país, entre los montes Panroc y Etna, al
norte de la cadena de montañas llamada Mormon Range.

Los ojos de Milton temblaron un momento.

Conocía aquella letra tranquila y armoniosa que estaba llena de


recuerdos para él, aquella letra que parecía traerle otra vez el perfume
de los días que ya no volverían jamás.

Lo abrió. Y miró la firma ante todo.

Su instinto no le había engañado. La firma era: Marta.

Y la misiva era breve y concreta. Decía solamente:

«Ven cuanto antes, Milton. Estoy en un gravísimo peligro. Déjalo


todo y ven antes de que muera para despedirte al menos de mí...»
CAPITULO II

Green River (Utah), abril

El hombre sacó su revólver.

Apuntó.

¡BAAAAANG!

La bala pasó junto al cuadro, pero no produjo el menor impacto en


él. Simplemente se estrelló contra la pared y produjo un agujero más
entre las varias docenas que allí había.

El hombre bebió un trago más de la jarra de whisky que tenía sobre


la mesa.

Apuntó de nuevo.

¡BAAAAANG!

Otra vez el plomo se estrelló contra la pared, aunque ahora casi llegó
a rozar el marco del cuadro.

Una voz dijo a su espalda:

—Nada, Kirk, que estando borracho no le das...

Kirk bebió otro trago y se pasó el dorso de la mano por la boca.

—Pues sin estar borracho, aún menos.

Toda la pared estaba materialmente tapizada de impactos, y sin


embargo el cuadro no había sido tocado ni una vez. El nombre que
estaba detrás de Kirk masculló:

—Estás acabado, muchacho.


—¡Puaf!

—¡Y pensar que antes eras un gran pistolero!

—¡Puaf!

—¿Por qué odias tanto al hombre representado en este cuadro, Kirk?

Kirk se acercó y lo miró bien.

La fotografía tendría unos tres años de antigüedad. Era buena y


estaba perfectamente enmarcada. Representaba a un vaquero joven, de
hombros cuadrados, cintura estrecha y ojos grises.

Al pie de la foto, decía: «Milton, el hombre que nunca falla, el


pacificador de Abilene y Kansas City.»

Kirk gruñó:

—¡Je, je...! De modo que nunca falla, ¿eh? ¡Pues conmigo falló!
¡Ese tal Milton es una filfa! ¡Repartía esas fotografías como
propaganda! ¡Para que le dieran trabajo en las ciudades turbulentas!
¡Decía que era el mejor! ¡Pero narices! ¿El mejor de qué...? Todo
cuento. Todo mandanga. Milton, esté donde esté, aunque supongo que
estará en el infierno, es un hombre acabado. Así como yo me conservo
en plena forma, él está hecho un flan, un merengue, una gelatina. ¡Puaf!

Y Kirk hubo de sentarse porque, después de beber un nuevo trago,


las piernas ya no le sostenían.

El hombre que estaba tras él, bebiendo en aquel sector


semireservado del saloon, preguntó:

—¿Sois mortales enemigos?

—¿Enemigos? —despreció Kirk—. ¡Bah! Para que alguien pueda


llamarse enemigo mío tiene que ser al menos parecido a mí, y ése no
me llega ni a las espuelas. Simplemente era un moscón que me
molestaba. Nos peleamos por una mujer hace ya unos tres años y desde
entonces no hemos vuelto a vernos. Pero el día que lo encuentre... ¡lo
mato! ¡Juro que lo mato!

—¿Por eso te entrenas cada día disparando contra su retrato?

—Sí. Y el día menos pensado lo atravieso.

—Pues llevas al menos tres semanas probándolo, has derrumbado ya


la pared y todavía no le has dado al retrato. Y eso que te colocas a cinco
pasos.

—Es culpa del whisky —gruñó Kirk.

—¿El whisky?

—Sí. No resulta bastante fuerte. Es agua. No le inspira a uno.

Se levantó y por poco cae de bruces porque empezaba a estar


borracho como una mona.

—Bueno -dijo al fin—. Me largo... Mañana continuaré. Supongo


que entonces estaré mejor de pulso.

—Tengo una idea, Kirk.

—¿Cuál?

—¿Ya has probado a sujetarte el brazo con una cuerda?

—¡Vete al diablo!

—Yo me iré al diablo, Kirk, ¿pero adónde vas tú?

—Tengo que atender mis negocios. Yo soy un hombre rodeado de


asuntos importantes. Mis intereses me reclaman.
Salió de aquella zona semirreservada, atravesó un pasillo y se metió
en un cubículo, una especie de despacho en cuya puerta se leía: «La
Bella Lin» - «Representación y administración general».

Allí no había más que dos sillas, una mesa y un par de medias que
quizá se había olvidado alguna bailarina. También había un tipejo
pequeño que estaba barriendo el suelo lleno de facturas sin pagar y de
botellas vacías de whisky.

El tipejo gruñó:

—Hola, Kirk.

—Hola.

—Estás en forma esta mañana.

—Ujú.

—Has entrado por la puerta y no por la ventana.

—Vista que tiene uno.

—¿De quién son esas medias? ¿Quién estuvo anoche aquí?

—No sé. Alguna bailarina.

—Si se entera La Bella Lin te mata.

—¿Por qué?

—Porque lo menos que puedes hacer es serle fiel y no liarte con


otras.

—¿Insinúas con esto que vivo a su costa? Solamente la administro.

—Bueno, bueno.
—Además, si las otras bailarinas se enamoran de mí, yo no tengo la
culpa.

Fue a dar un paso, se estrelló contra la pared y quedó sentado sobre


la mesa.

El tipejo seguía barriendo.

Kirk señaló las medias que alguien había olvidado allí.

—Escóndelas —dijo—. Si La Bella Lin se entera, me mata.

—Eso es hablar con sentido común, Kirk.

—Pero no vuelvas a decir que La Bella Lin me mantiene.

—No, eso no. Y además, ¿cuándo lo he dicho? El que piense eso es


un pedazo de burro.

—Claro, muchacho.

—Tú eres un caballero, Kirk.

—Eso.

—Jamás vivirás a costa de una mujer.

—Nunca. Antes la muerte. Oye, muchacho, hazme un favor.

—Lo que quieras, Kirk.

—Ve al camerino de La Bella Lin y le pides prestados diez dólares.


Dile que se los devolveveré.

—Sí, como los de ayer.

—¿También ayer le pedí diez dólares?


—Ayer fueron veinte. El dueño del saloon dijo que tenía una factura
así de gorda y que no le daba de beber ni una gota más si no pagaba.

—¡Qué mal gusto!

—También ha estado el sastre. Me parece que ha cambiado el oficio.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque llevaba una escopeta de dos cañones bajo el brazo. Y


cargada con postas.

—¿Estás seguro de que la llevaba porque había cambiado de oficio


o por otra cosa/

—A lo peor la llevaba por otra cosa. Preguntó por ti.

—¿Qué le dijiste?

—Que te habías ido a Máxico.

—Bueno, muchacho... Entonces, en lugar de diez dólares le pides


veinticinco a La Bella Lin, ¿eh? Pero no se te ocurra pensar que yo vivo
de las mujeres o te mato.

—Nada, Kirk, nada... ¿A quién se le ocurriría, hombre?

Y el tipejo salió.

Volvió al cabo de cinco minutos.

No traía el dinero.

Traía otra cosa.

Un ojo morado.

Kirk gruñó:
—¿Qué pasa? ¿Es que la Bella Lin no tenía dinero suelto?

—Me temo que las cosas van mal, Kirk.

—¿Por qué?

—Está aquel tipo que anoche le envió un ramo de flores. Me ha


puesto el ojo morado antes de que yo pudiera entrar; tiene asediado el
camerino y me temo que la cosa va a acabar mal... ¡Menuda pinta de
pistolero!

—Si es el que vino anoche, se trata en efecto de un pistolero —


susurró Kirk con gesto preocupado—. Nada menos que de Ben Joyce.

—No... ¡no me digas!

—Sí que te digo.

—¡Ben Joyce es un asesino!

—¿Por qué crees que me está cambiando el color de la cara?

—Tienes que matarlo, Kirk. Tú eres un campeón.

—Sí, sí...

—Pacificaste Amarillo.

—Eso era en otro tiempo.

—Mataste a todos los pistoleros de Snake River.

—De aquello ya no se acuerdan ni los más viejos del lugar.

—Eras el rival más importante de Milton, otro de los famosos


pacificadores del Oeste.
—¡Milton! ¡No me lo nombres o disparo contra el retrato otra vez!
¡Que le doy! ¡Que le doy!...

—Al que tienes que darle es a Ben Joyce. Se trata de un bicho. Hace
poco cometió una de sus clásicas fechorías. Todo el mundo habló de
ello. Si no le liquidas, La Bella Lin acabará mal.

Quizá hablando le convenza...

—¿Convencerle? ¡Je, je...! Además tú estás obligado moralmente.

—¿Obligado por qué?

—Eres el administrador de La Bella Lin. Ella no firma un contrato


sin tu permiso. Le chupas los cuartos que da gusto.

—Sí, pero me trata muy mal. Para que el whisky me dure más, tengo
que mezclarlo con matarratas.

—De un modo u otro, tienes que defenderla. Eres su protector.


Vamos, Kirk, que no se diga. Ve a buscar a Ben Joyce. ¡Y mátalo!

Kirk se puso en pie.

La habitación dio un par de vueltas en torno suyo, pero al fin logró


fijar las imágenes. Sobre todo, la imagen de la puerta.

Dame por muerto —dijo.

—¿Quéeeeee?...

—Perdona, me he equivocado. Quiero decir que le des por muerto a


él.

Y salió.
Todo el pasillo que daba a los camerinos de las actrices estaba lleno
de carteles proclamando un solo nombre: «La Bella Lin», «La Bella
Lin». «¡LA BELLA LIN!»

En los carteles se veía dibujada una chica estupenda.

Sensacional.

Como para hacer que se detuviera en el aire una diligencia


despeñada desde lo alto del Gran Cañón.

No en vano La Bella Lin era la gran estrella del saloon principal de


Green River. La mujer por la cual se mataban los hombres, la bailarina
por la cual se apelotonaban bs espectadores.

Había un tipo ante el camerino.

Un fulano de mala pinta.

Kirk lo reconoció al instante.

Ben Joyce.

El que despreciaba a las jóvenes. El que consideraba un deporte


apasionante el maltratarlas y hundirlas.

Ahora mismo estaba gritando:

—¡Abre! ¡Abre o descerrajo la puerta de una bala, maldita!

Kirk se había acercado pausadamente.

Murmuró:

—¿Por qué tiene que gastar balas, señor? Demasiado sabe usted que
La Bella Lin no recibe visitas.
El otro se volvió y clavó en él sus ojos sanguinolentos. Vio que Kirk
era un tipo alto, delgado, musculoso, de facciones rectas y duras, cuyos
dedos parecían haber nacido para tocar el revólver.

Pero Ben Joyce lanzó una breve risita.

—Mira quién ha venido... —dijo.

—Yo soy el representante de La Bella Lin.

—¿Tú? Tú solamente eres una sabandija...

—¿Qué dice?

—Pues lo que has oído: Una sabandija.

—Retire eso, o se arrepentirá...

—Miserable borracho... —dijo Ben Joyce—, conozco a La Bella


Lin antes que tú. Desde que actuaba en El Paso.

—Es cierto que actuó allí, señor. Pero yo entonces aún no era su
representante.

—¡Je, je...! En aquella época los hombres podían acercarse a ella. La


Bella Lin era amable, comprensiva... Tenía sus aventurillas, siempre
que le cayera un buen broche de diamantes. Yo no quise regalarle nada
y me rechazó. Pero juré que un día volvería a encontrarla y ese
momento ha llegado.

Kirk tragó saliva.

Sabía ante qué clase de pistolero se encontraba. Sabía que Ben Joyce
había matado, en desafío, a más de una docena de hombres sin contar a
las varias docenas de ellos a los que había matado por la espalda.

—La Bella Lin no recibe ahora visitas, señor —murmuró—. Se


limita a bailar y cantar, lo cual ya es suficiente. Y usted lo sabe bien.
—Será suficiente para ti, pero no para mí, mamarracho. Y además
voy a decirte otra cosa.

—¿Qué, señor?

—Tú has estropeado a La Bella Lin. Antes ya te he dicho que era


una chica amable y comprensiva. Desde que tú la administras y la
controlas, no recibe a nadie. De modo que aparta de mi camino, gusano.

Kirk musitó:

—Le hago una advertencia, señor. No la moleste. Déjela en paz.

—¿Quién eres tú, para hacer advertencias?

—Soy el representante, ya se lo he dicho.

—Tú eres un chorizo.

—Sin faltar, amigo, sin faltar...

—A los tipejos como tú no necesito ni faltarles. Me limito a


enviarles una corona. ¡Saca!

Y Ben Joyce se movió con rapidez fulminante. Sabía que tenía


todas las ventajas.

Había dicho saca para que no le pudieran acusar de una muerte a


traición, pero pronunció la palabra en el momento en que su enemigo
estaba más ausente, más distraído, con los brazos caídos a lo largo del
cuerpo.

Pudo tocar la culata.

Y hasta lanzó un grito de triunfo. Pero de pronto sus ojos se


desencajaron.
¿Qué diablos era aquello? ¿Qué le parecía haber visto? ¿Una
llamarada? ¿Qué era aquel choque en la frente? ¿Acaso se había puesto
a delirar?

De pronto notó que sus rodillas se doblaban.

Logró disparar dos veces, pero al suelo, prácticamente a los pies de


Kirk.

Ben Joyce no se daba cuenta, pero le faltaban fuerzas hasta para


levantar el brazo.

De pronto, se derrumbó.

Tenía un agujero entre las dos cejas.

Y una expresó n de pasmo absoluto, una última expresión de


estupor cristalizada en su rostro...

Kirk miró el Colt con el que acababa de hacer fuego. Intentó


recordar el momento en que había resuelto defenderse y no lo encontró.
No se acordaba de nada. Era como si despertase, de pronto, después de
un sueño que había durado unos segundos.

Sólo recordaba que había pensado: «¡Mátalo!», como en los viejos y


buenos tiempos. Y que había dejado actuar a su instinto sin reflexionar
más, sin tomar ninguna medida, sin acordarse de que ya hacía años que
no peleaba...

Sí, todo había sido como en los viejos tiempos, cuando él no era la
piltrafa humana en que hoy se había convertido.

La precisión, la rapidez, el golpe de vista...

—Hay momentos en que resulta mejor no pensar... —habló en voz


baja—. Como cuando uno tiene que manejar el Colt...
Llamó discretamente con los nudillos en la puerta donde se leía: «La
Bella Lin ¡La asombrosa! ¡La maldición de las mujeres y la atracción
de los hombre!»

Ella preguntó tranquilamente:

—¿Abro o no abro? ¿Quién ha ganado?

—He ganado yo, querida.

—¡Pues qué casualidad!

—No se nota que hayas pasado demasiado susto.

—¿Y por qué había de pasarlo? Después de lo que me cuestas, lo


menos que puedes hacer es estar en forma

—Y lo estoy, nena, y lo estoy. Dentro de poco me van a llamar el


Ciclón. ¿Puedo entrar?

—¿Vienes a pedirme dinero?

—Bueno, yo...

—En fin, pasa.

El pasó.

La Bella Lin se estaba ajustando un vestido. Viéndola, uno tenía que


pensar a la fuerza que los carteles de propaganda no eran exagerados de
ningún modo. ¡Menuda señora! ¡Qué monumento más sensacional!
¡Qué maldición para las mujeres y qué atracción para los hombres!

Pero Kirk no la miró demasiado.

Parecía estar acostumbrado a su belleza.

—He tenido que matar a Ben Joyce —dijo—. Lo siento.


—No lo sientas tanto. Era un mal bicho.

—Es que esto puede traer malas consecuencias. Joyce tenía amigos,
que quizá tratarán de vengarlo.

—Ese es asunto tuyo, no mío. Mantente en forma Contamos


contigo.

—Mujer, es que últimamente estaba algo apartado de todo eso de los


desafíos...

—Pues entrénate otra vez. A ver si te has creído que puedes vivir
como un rey sin decir «este revólver es mío»...

—De acuerdo, de acuerdo... No tendrás quejas de mí, muñeca. Y


hablando de quejas... ¡Ejem! ¿No tendrás unos dólares? Con quince me
arreglaría. Son para una cuestión de honor...

—¿Una cuestión de honor?

—Sí. Con un golfo. Se trata del dueño del saloon. Ya no me fía.

Ella fue hacia su bolso.

Kirk suspiró.

Bueno, había resultado fácil, al fin y al cabo.

Iba a darle la pasta.

Pero La Bella Lin se volvió hacia él no con unos dólares, sino con
un sobre blanco.

—Toma. Me lo han dado para ti hace una hora. Parece que viene de
muy lejos.
Kirk tomó el sobre con gesto de decepción, porque estaba seguro de
que se trataba de alguna factura ya olvidada. Pero, de pronto, sus ojos
se achicaron. Pasó por ellos como una chispita de remota nostalgia.

Conocía aquella letra.

Y, en efecto, el sobre venía de bastante lejos. Venía de Caliente, en


lo más abrupto de Nevada.

Lo rasgó, extrajo el papel, que estaba escrito con una letra clara y
limpia, y miró, ante todo, la firma Comprendió que sus recuerdos no le
habían engañado. La firma decía: Marta.

Y el texto era sencillo y conciso. Era un llamamiento patético:

«Déjalo todo y ven a verme, Kirk. Ven a verme aquí por última vez,
antes de que muera...»

CAPITULO III

Valle del Águila, mayo

KM señaló el picacho que tenían casi frente a ellos y murmuró:

—Este es el Government Peak, que tiene casi nueve mil pies de


altitud. Lo recuerdo de otras veces, de cuando yo patrullaba por estas
tierras. Reconozco que son salvajes, pero tienen una extraña belleza.

La mujer que iba a su lado murmuró:


—¡Buah!

Hizo un gesto de hastío, mirando aquel paraje desértico. Aunque


tenían suerte porque aquel mes de mayo resultaba fresquito, no podía
negarse que el viaje era molesto. Los caballos estaban cansados, se
pasaba sed... Y a La Bella Lin, acostumbrada a sus ropas ligeras de
bailarina, le molestaba todo aquel equipo de vaquero que ahora usaba,
aquellos pantalones casi rígidos, aquella camisa, aquella cazadora de
piel...

—Bueno —gruñó—, ¿pero estamos o no estamos ya en Nevada?

—Sí, nena. Acabamos de dejar atrás la frontera de Utah. —Pues yo


no noto ninguna diferencia. Asco daba aquello y asco da esto.

—Mujer, no hay que tomárselo de ese modo.

—Además, desde que dejé de trabajar en Green River no he ganado


un sucio dólar.

—Teníamos que cambiar de aires —susurró él—. Después de lo de


Ben Joyce, nos convenía. Y además, al fin y al cabo, tu contrato
también expiraba una semana después.

—Me lo hubiesen renovado. ¡Y en qué condiciones! ¡Iba a


forrarme!

—En Nevada aún ganarás más.

—A mí no me quitas de la cabeza que no nos hemos ido por lo de


Ben Joyce ni por lo de tus deudas. Nos hemos ido por aquella carta que
nunca me has querido enseñar.

Kirk carraspeó.

No, no había querido enseñarle la carta, pero sabía que la situación


no podía prolongarse mucho. Ya estaban muy cerca de Caliente.
Hubiera sido mejor darle explicaciones, pero en el último momento,
algo se lo había impedido siempre a Kirk. Prefería guardar su secreto
para él.

—En Nevada vas a forrarte —fue todo lo que dijo.

—No será en esta comarca abandonada de Dios. He oído decir que


Carson City, Elko y Ely son ciudades ricas. Pero esta tierra rodeada de
picachos... ¡Buah!

Y escupió ostensiblemente al suelo.

Con ello no consiguió más que despertar a un escorpión que estaba


durmiendo tranquilamente la siesta. El caballo relinchó.

Y La Bella Lin, al alzarse el animal de remos, hubiera caído a tierra


caso de no sujetarla Kirk en el último momento.

Juntos como estaban, se miraron fijamente a los ojos.

Hubo en ellos como un relampagueo de ternura. Pareció como si


fuera cierto lo que decía la gente: que habían nacido el uno para el otro.

Pero, al fin, la muchacha suspiró con cansancio.

—Muchacho —dijo—, tienes que espabilarte. Me muero de hambre.

—¡Cuerno!

—No sé a qué viene esa exclamación. ¿Te extraña que una chica de
buena salud como yo, y que quiere mantener sus curvas, coma de vez
en cuando?

—No lo digo por eso. Lo digo porque ayer se nos terminaron casi
todas las provisiones.

—¿Y qué piensas hacer? Tú eres mi administrador, ¿no? ¡Pues


administra algo para comer, hombre!
—Pensaba comprar algo en Pioche, que es la población más
cercana.

—Nunca llegaremos a Pioche si no como algo y si no dejamos


descansar a los caballos, amor. De modo que arréglatelas como quieras.
Te sugiero que caces algo.

Él se rascó una oreja.

—¿Cazar?

—Sí, hombre, sí... Ves a un bicho , le haces pum, y ya está. A la


sartén.

—Lo malo es que los únicos bichos que veo son escorpiones. Y no
creo que te guste un escorpión a la brasa.

—¡Uf! ¡Qué asco!

Kirk volvió a rascarse una oreja pensativamente. Y de pronto


murmuró:

—Ya sé... ¡Si tuviera suerte...! Por las cercanías pasa el río Wash,
que es más bien un riachuelo con unos cañaverales y unas lagunas. Allí
se refugian los patos. Quizá alguno vuele por encima de nuestras
cabezas...

—Pues haz que vuele, amor. Y procura que no se escape.

—Mujer, yo...

—Haz algo, cariño. Después de mantenerte tanto tiempo, ya es hora


de que te espabiles un poco.

El miró por encima de los picachos.


Todo el cielo estaba quieto, sin un pájaro, sin una nube, con esa
calma, con esa pureza especial que sólo tiene el cielo de Nevada.

Kirk suspiró.

—Conque un pato, ¿eh? Si no lo pinto al óleo...

Y en ese momento lo vio. Estuvo a punto de lanzar un grito de


alegría. El animal, un magnífico ejemplar que, sin duda, se había
extraviado, volaba a buena altura por encima de sus cabezas.

Gritó:

—¡Ya es mío!

Sacó el revólver e hizo fuego. Lo alcanzó de lleno. Tan de lleno que


incluso tuvo la rara sensación de que lo había alcanzado antes de
disparar.

Guardó el revólver y corrió tras él. No sabía aún en qué lío se metía.

CAPITULO IV

Monte Parsnip, mayo

El pato había logrado volar todavía unos centenares de yardas,


mientras perdía velocidad y se iba desplomando. Kirk lanzó un
estentóreo «¡Hurra!», picó espuelas y se dispuso a seguirlo.

Al menos tendrían comida para toda la jornada.


No podía ver el lugar donde había caído el animal, porque lo
ocultaba una colina. Un poco más allá de ésta empezaba ya, en realidad,
el monte Parsnip, que tenía tanta altura como el Government. Kirk se
lanzó al galope hacia allí.

Rodeó la colina.

Vio a lo lejos el pato, que ya no batía las alas. Era una presa segura.
Parecía estarle esperando con un cartelito que decía: « ¡Cómeme!»

Kirk arreció en su galope dirigiéndose hacia aquel lugar.

Y, de pronto, pestañeó. ¿Había visto bien? ¿No venía otro fulano


hacia el pato, pero en dirección contraria?

¡Estaría bueno que intentara arrebatárselo!

Kirk gritó:

—¡Quieto! ¡Lo he cazado yo!

El otro gritó también:

—¡Narices! ¡Yo le di primero!

—Sí, ¿eh?

—¡Sí, cuerno!

—¡Quédate donde estás, forastero! ¡Quieto ahí mismo o te dejo


seco!

—¡Lo mismo te digo! ¡Te estoy apuntando con un rifle!

—¡Yo con otro!

—¡Dentro de dos días no van a quedar ni tus huesos!


—¡Pues oye lo que te digo! ¡Con tu calavera, los escorpiones van a
jugar un partido de pelota!

Después de insultarse a voz en grito a la distancia a que se


encontraban —unas trescientas yardas—, los dos hombres decidieron
que ya se habían dicho bastante y que tenían que hablar las armas. Kirk
miró bien y le pareció que veía a su enemigo, borrosamente.

Sacó la cantimplora y se atizó un trago para animarse.

Entonces lo vio mejor.

Pero no estaba muy seguro de la situación. ¿Cuál de los dos


enemigos tenía que matar? ¿El de la derecha o el de la izquierda?

Kirk tenía ya tanta proporción de alcohol en la sangre, que un


simple trago le producía en seguida los efectos de una auténtica
borrachera.

Al fin se decidió por el de la izquierda.

Gritó:

—¡Muere, marranooo...!

E hizo fuego.

Quizá sí que atravesó al tío de la izquierda, pero el de la derecha se


quedó tan tranquilo. En fin, la verdad es que no se desplomó ninguno
de los dos.

Por su parte, el otro tampoco se había estado quieto.

Acababa de gritar:

—¡Al infierno, macarroooón...!


E hizo fuego. Pero la bala pasó a dos palmos por encima del
sombrero de Kirk.

Este lanzó una carcajada.

—¡Estás hecho una patata, forasterooo...!

Y ahora disparó contra el tío de la derecha.

No le alcanzó. Se cargó, en cambio un poste indicador que decía: «A


Pioche, 20 millas.» El otro bramó:

—¡A ver si te compras gafas, burrooo...!

Y también apretó el gatillo.

Lo único que consiguió, fue cargarse un poste que estaba detrás de


Kirk y que decía «Al monte White Rock y frontera de Utah, 30 millas.»

Kirk movió la palanca del rifle. Lo hizo con rabia y apretando los
labios en un gesto de obstinación.

Tenía delante un tipo duro de mollera, por lo visto. Muy bien, tanto
peor para él.

Picó espuelas para acercarse más, porque realmente ahora no veía


dos jinetes, sino tres. Y un tirador de tanta categoría como él no podía
exponerse a hacer el ridículo.

—¡Te enterraré con los escorpiones, manganteee...!

Apretó el gatillo y la bala pasó por el enemigo del centro, pero sin
que éste se moviera. El proyectil acabó estrellándose contra un poste
recién instalado de telégrafos, que ya llegaba hasta San Francisco.

El otro jinete también se acercaba.


—¿Es que te tiembla el pulso, animal? ¡Cuidado! ¡Le vas a arrancar
una oreja a tu caballooo...!

Y también hizo fuego. ¡Braaam!

El poste de telégrafos que estaba detrás de Kirk también tembló. El


proyectil le había alcanzado de lleno.

Kirk lanzó una carcajada, mientras seguía acercándose.

—¡Ya eres mío, miserable! ¡Adornaré tu cadáver con las plumas del
patooo...!

Y disparó de nuevo.

No alcanzó a su enemigo, que cuanto más cerca estaba, más


complicado parecía volverse. Ahora ya veía cuatro.

La bala se estrelló contra un pequeño barracón donde se guardaban


herramientas para la construcción de un camino. El barracón por poco
se viene abajo.

El hombre que estaba frente a Kirk gritó:

—¡A ver si afinas la puntería de una vez! ¡Puede que me mates, pero
será de aburrimientooo...!

Y apretó el gatillo.

Ni hablar de acertar a Kirk. El plomo se llevó por delante media


arboladura de otro poste de telégrafos. Kirk gritó:

—¡Oye, bestia!

—¿Qué quieres, besugo?


—Parece que no estamos muy en forma, ¿en?

—Hum... No sé qué me pasa.

—Ni a mí tampoco.

—Lo que te digo es una cosa: nos estamos cargando medio Nevada.

—Si seguimos disparando, puede que no nos hagamos ni un


rasguño, pero no van a quedar en pie ni las montañas.

—Te propongo una cosa.

—¿Qué?

—Disparamos a cinco pasos. Y a ver quién es más rápido.

—¿Tú crees que a cinco pasos acertaremos?

—Hombre, al menos hay que probar.

—¡Pues adelante!

—¡Cerdooo...!

—¡Mofeta...!

Los dos se lanzaron al galope uno contra el otro, llevando los rifles
dispuestos. Pero cuando estaban más o menos a cinco pasos frenaron de
golpe y estuvieron a punto de salir despedidos por encima de las orejas.

Los dos gritaron a la vez:

—¡Kirk!

—¡Milton!

—¡So animal!
—¡So bestia!

Los dos se querían tanto, que se largaron dos puñetazos con ánimo
de partirse las narices. Pero no debían estar en forma, porque lo único
que consiguieron fue resbalar desde las sillas de los caballos y
desplomarse al suelo.

Una vez allí se miraron de nuevo.

Milton susurró:

—¿Qué haces aquí?

—Voy a la ciudad de Caliente, a poca distancia ya.

—¡Toma, y yo también!

—¿Pero qué dices? ¿Estás borracho?

—El borracho debes ser tú.

—Ni hablar. ¡Toma!

—¡Toma!

Los dos se intercambiaron las cartas que habían recibido.

Las leyeron, mientras sus ojos se volvían redondos como platos.

Kirk suspiró al fin:

—Ya veo. A ti te escribió antes porque estabas más lejos.

Debías recorrer mucho más camino que yo. Su intención al parecer,


es que lleguemos los dos al mismo tiempo.

—¿Pero por qué?

—Ahí lo dice bien claro: «Marta se está muriendo.»


—Marta fue el único amor de mi vida. No consentiré que muera
sola.

—¿Quién habla de único amor de la vida? En realidad el único que


la quiso fui yo.

—Por ella decidimos separarnos. Por ella nos convertimos en dos


enemigos mortales.

—Bueno, en realidad enemigos mortales ya lo éramos antes. Los


dos estábamos en competencia. Que si yo tiro mejor, que si yo soy
mejor caballista, que si yo cobro por mi trabajo más dinero...

Kirk suspiró.

—En realidad no hay otro tipo al que odie tanto como tú, Milton.
¿Pero qué ha sido de ti? ¿Cómo te rodaron las cosas desde que nos
separamos?

—¡Uf! ¡Fenómeno!

—¿Tienes trabajo?

—Todo el que quiero. Las ciudades más importantes se me disputan


para que las limpie de forajidos. Me cubro de oro.

Kirk alzó una mano.

—Pues yo todavía estoy mejor. No doy abasto a tantas ofertas como


me llueven. Mis bolsillos revientan de dólares. Mira.

Y fue a sacar lo que llevaba. Sus dedos buscaron un momento. Al


final sólo apresaron un níquel.

Veinticinco centavos.

Kirk rio nerviosamente mientras decía:


—Pues se me ha debido romper un bolsillo. Te juro que antes
llevaba por lo menos dos dólares, cincuenta.

—Eso no es nada. Yo llevo al menos tres.

—Un fortunón, chico.

—Y que lo digas.

Los dos se miraron de pronto recelosamente, mientras unas lucecitas


similares aparecían en sus ojos.

Milton gruñó:

—¿Por qué nos engañamos? Parece que las cosas no nos han ido
demasiado bien en los últimos tiempos, ¿eh? Hasta hemos perdido el
pulso.

—Eso mismo te iba a decir yo. Y me pasa algo peor. Antes me bebía
una tonelada de whisky y no me pasaba nada. Ahora echo un trago y lo
empiezo a ver todo doble.

—Exageras un poco, ¿no crees?

—Lo que no creo es que a Marta le sirvamos de gran ayuda.


Estamos lo que se dice acabados, amigo.

Y los dos, sentados en el suelo como estaban, hundieron las cabezas,


como si sus propios pensamientos les aplastaran.

Milton susurró al fin:

—Bueno, pero aún estaremos peor si no comemos algo, ¿verdad?


Hay que arreglar lo de ese pato.

-Como buenos hermanos.

—Eso es.
—A los dos igual.

Kirk tomó el cuerpo del animal abatido en el suelo y empezó a


repartir.

—Una pluma para ti, una pluma para mí... Una pluma para ti, una
pluma para mí...

CAPITULO V

Caliente, mayo

A pesar del nombre que tenía la ciudad, no hacía en ella un


temperatura demasiado bochornosa. El mes de mayo terminaba con
lluvias y vientos frescos, cosa rara en Nevada. Los tres jinetes la
contemplaron desde lo alto de la loma e hicieron un gesto de
aprobación.

Caliente no era lo que habían pensado. Se trataba de una ciudad


extensa, con bastantes casas blancas de viejo estilo hispano y muchas
más de madera al nuevo estilo de los colonizadores. Ya a simple vista
se notaba que había, por lo menos, tres saloons y otros tantos hoteles,
lo cual significaba que la ciudad era un sitio vivo y alegre, donde el
dinero corría en abundancia.

La Bella Lin suspiró con alivio.

—Había temido algo mucho peor —dijo.

—¿Qué? —murmuró Kirk.


—Pensaba que aquí no habría locales dignos de mi categoría, pero
veo que los hay. Puedo elegir entre tres empresas. Seguramente me
forro en una semana, chato.

Y sonrió a Kirk.

Milton la miró con curiosidad.

Durante el día entero que llevaban viajando juntos, se había


preguntado bastantes veces quién cuerno era en realidad aquella chica.
Cuando Kirk se la presentó, poco antes de comerse el pato, lo hizo en
términos tan inconcretos que la cosa no quedó clara ni mucho menos.
Sólo le dijo que era una gran artista, que se llamaba La Bella Lin y que
él era su administrador y su manager. Ahora bien, por lo que Milton
llevaba observado, la realidad era que Kirk vivía a costa de aquella
chica.

Muy bajo había caído, después de ser uno de los pistoleros más
temidos del Oeste.

Pero él no podía criticarle. Aunque Milton no vivía de las mujeres,


estaba tan comido de deudas que no sería él quien buscase las
cosquillas a su viejo enemigo.

Dirigió a la población una mirada llena de confianza y dijo:

—Está bien; vamos allá.

La Bella Lin pasó delante y Milton la miró, embobado. Kirk


preguntó:

—¿Qué te pasa?

—Nada, nada. Me encuentro estupendamente bien. Pero así, de


repente, he sentido como un mareo...
Preguntaron a un vaquero dónde vivía Marta Silverton. El vaquero
puso los ojos en blanco y murmuró:

—Marta Silverton... ¡Qué lástima de mujer!

—¿Por qué dice que es una lástima? ¿Ha muerto?

—No, pero está gravemente enferma No puede salir de su hotel. Es


terrible ver así a una mujer como ella, tan joven, tan bonita...

Kirk sintió como un repentino ataque de celos.

Y gruñó:

—No se entusiasme tanto, amigo. Sólo le preguntamos dónde vive.

—En el hotel Flower.

Lo miraron. Estaba al otro lado de la plaza y tenía realmente buen


aspecto.

—Debe ser caro, ¿no? —susurró Milton—. No quisiéramos ser


indiscretos, amigo. ¿Pero qué tal está de dinero esa mujer?

—Hace un año compró unas minas.

—Ah, diablos...

—Pero no crean que es millonada. Todo lo contrario. Hizo un


negocio fatal, la pobre.

—¿De qué minas se trata?

—Unas que están en la zona de Bristol Silver.

Lo mismo Milton que Kirk habían oído nombrar aquella zona. Era
un importante núcleo minero que aún hoy se sigue explotando. Y los
dos preguntaron al mismo tiempo, de dónde había sacado Marta los
fondos para comprar aquello, ya que cuando la dejaron era una
muchacha más bien pobre, que sólo poseía unas modestas tierras que le
dejaron sus padres.

El vaquero era de esos tipos que abundan en las pequeñas ciudades y


que lo saben todo. Habían tenido suerte con él. Hizo tintinear unas
monedas en la derecha y explicó:

—Parece que esa mujer tenía unas tierras que pudo vender. Con lo
que le dieron, compró unos locales en Carson City y los revendió con
beneficio. Entonces invirtió parte en esas minas creyendo que hacía un
gran negocio. Los entendidos le dijeron que había plata, pero la verdad
es que no hay nada. Es decir, ella se arruinó. Y como las desgracias
nunca vienen solas, últimamente ha contraído una grave enfermedad
que acabará por llevarla a la tumba. Ya ven ustedes qué panorama tan
alentador. ¿Son viejos amigos suyos?

—Sí —dijo Milton.

—Claro —remachó Kirk.

—Pues ojalá puedan ayudarla económicamente. Creo que, en


cuestión de dinero, esa pobre muchacha está en las últimas.

Los dos hombres palidecieron.

«¿Ayudarle económicamente? —pensaron aterrados al mismo


tiempo—. ¡Cómo no nos ayuden a nosotros...!»

Dieron las gracias al vaquero y se dirigieron al hotel.

Había tres caballos amarrados a la barra. Situaron también allí a los


suyos y entonces La Bella Lin preguntó:

—¿Vamos a vivir aquí?


—Tal vez no sería correcto —dijo Milton—. Por otra parte, este
hotel tiene pinta de ser bastante caro. ¿Por qué no vamos al que hay al
otro lado de la calle? Quizá sus precios sean más razonables.

—De acuerdo —accedió la muchacha—, pero cuando yo empiece a


ganar dinero nos instalaremos aquí, en las mejores habitaciones, y
tendré criados para mí sola. Hala, id a ver a vuestra bella durmiente del
bosque. Yo encargaré tres habitaciones en ese tugurio.

Cruzó la calle, mientras los dos hombres entraban en el hotel.


Vieron que había tres individuos en el vestíbulo, uno de ellos detrás del
mostrador de recepción.

Inmediatamente relacionaron las cosas: tres caballos fuera, tres


individuos dentro. Pero la cosa no les llamó la atención. Milton se
dirigió amablemente a uno de ellos:

—¿Quiere decirme en qué habitación se hospeda la señorita Marta


Silverton?

—¿Vienen a verla?

—Sí.

—Un momento.

El individuo colocó las manos debajo del mostrador como si buscara


el libro de registro.

Pero no buscaba eso precisamente. Cuando sacó las manos, había en


ellas un rifle Winchester que apuntaba directamente al cuerpo de los
dos hombres.

—Manos arriba, bastardos.


Ni a Milton ni a Kirk les habían llamado «bastardos» desde que
nacieron. Es decir, alguien se lo había llamado, pero para acabar
inmediatamente bajo cinco palmos de tierra.

Pero dominaron su indignación, porque el rifle les seguía apuntando.


Además estaban tan sorprendidos que en el primer momento no
supieron reaccionar. Sólo Milton preguntó:

—¿Qué pasa?

—Ya lo veréis en seguida. ¿Sois amigos de Marta Silverton?

—Sí.

Los otros dos hombres que estaban en el vestíbulo ya habían sacado


sus Colt

Apuntaban con ellos a los dos recién llegados, que de ese modo
habían quedado acorralados por todas partes.

—Lo que pasa lo veréis en seguida —dijo el del rifle—. Soltad las
armas.

Los dos jóvenes bajaron poco a poco las manos, dispuestos a


desceñirse los cintos. El del rifle siguió hablando sin dejar de vigilarles,
pero ahora dirigiéndose a los otros dos que estaban a la espalda de los
recién venidos, dijo:

—Encargaos de la chica —dijo—. Vamos, no perdáis tiempo. Yo


les daré a estos dos un «tratamiento especial».

Tanto Milton como Kirk bizquearon un instante. La cosa estaba


clara para ellos.

«Encargarse» de la chica significaba, sin duda, liquidar a Marta. No


comprendían la razón pero ahora tampoco tenían tiempo para
preguntarla En cuanto al «tratamiento especial» que les iban a aplicar a
los dos, era, sin duda, uno de esos tratamientos que acaban
indefectiblemente en un ataúd sin barnizar.

Sintieron una crispación en sus cuerpos.

Sabían que estaban perdidos, y quizá eso no les hubiera importado


en otra ocasión. Pero ahora se trataba también de la vida de Marta, que
sería segada a balazos en cuanto ellos dos hubieran caído para siempre.

No se pusieron de acuerdo, pero, de pronto, las cosas rodaron como


en los viejos tiempos. Sus cuerpos se movieron hacia delante mientras
ambos jóvenes tensaban sus brazos a la vez.

Todo fue tan instantáneo como un parpadeo. El hombre que estaba


detrás del mostrador no llegó ni a darse cuenta. De pronto los dos
plomos se hundieron en su cabeza y le convirtieron la cara en una
inmensa mancha roja.

Los dos de detrás ya tenían las armas en las manos, pero no


reaccionaron a tiempo porque no habían esperado aquella fulminante
ofensiva. La sorpresa les inmovilizó durante unas fracciones de
segundo.

Ese tiempo fue para ellos el que separaba la vida de la muerte.


Apretaron los gatillos, pero lo hicieron cuando sus dos enemigos ya no
estaban en el mismo sitio.

Lo mismo Milton que Kirk se habían arrojado al suelo. Las balas


pasaron por encima de sus cabezas.

Ellos también hicieron fuego.

Vieron tambalearse a sus enemigos.

No pensaban. Dejaban obrar libremente a su instinto, como si todo


aquello fuera una especie de sueño.
Las balas les habían segado por la mitad. Los dos disparos habían
sido tan certeros e implacables como en los buenos tiempos.

Milton fue el primero en ponerse en pie.

Se secó con las yemas de los dedos unas gotitas de sudor que habían
nacido en su frente.

—Muchacho... —susurró—. ¡Qué miedo he pasado!

—Y yo... Ya me veía metido en un ataúd, con las manos cruzadas y


la boca tiesa... Menos mal que hemos disparado a tiempo. Ni yo mismo
entiendo cómo nos ha salido tan bien...

—Ha sido sin pensar.

—Justo. Si le pensamos no lo hacemos.

Miraron los cadáveres sin comprender aún muy bien lo que sucedía.
Una cosa solamente estaba clara: aquellos tipos habían tratado de
liquidar a Marta.

Un hombre apareció entonces en el umbral. Vieron su estrella brillar


sobre el chaleco de gamuza.

Era el delegado del sheriff en la ciudad. Miró a los tres caídos y


luego clavó sus ojos asombrados en los dos hombres.

—¿Han sido ustedes? —preguntó.

—Sí —dijo Milton.

—Pues en buen lío se han metido.

—¿Buen lío por qué?

—Ustedes son forasteros, ¿verdad? Se ve que no conocían a estos


tres fulanos.
—Ni ganas.

—Más les valiera haberlo pensado antes de disparar contra ellos.


¿No había otra solución?

—Hombre, sí... Había una. Dejarnos matar. Pero, después de


pensarlo cuidadosamente durante un rato, hemos decidido que no nos
convenía.

—En resumen, que no saben con quién se han metido. Estos


hombres eran agentes de la Mac Gregor Mining Company.

—¿Y qué hacían? ¿Cobrar facturas atrasadas?

—Algo así. Eran lo que se llaman «Agentes ejecutivos».

Milton produjo un crujido con sus nudillos.

—Amigo, ¿y a qué se dedica la Mac Gregor Mining Company, si


puede saberse?

—Compra parcelas mineras.

—Y, a lo que parece, quieren comprar las que posee la señorita


Silverton, ¿verdad?

—Tal vez. Eso es un asunto privado en el que yo no me meto

—Pero las minas que la señorita Silverton compró no valen nada,


¿no es cierto? Al menos eso nos han dicho.

El alguacil se encogió de hombros.

—Supongo que no valen nada, pero tampoco es asunto mío. Si el


señor Mac Gregor quiere comprarlas, sus razones tendrá. Y ahora
lárguense de la ciudad.

—-¿Queee...?
—El cementerio es demasiado pequeño —dijo el alguacil—.

Me temo que no quepan dos cuerpos más.

—¿Quiere decir que Mac Gregor vengará la muerte de sus hombres?

—Y tanto que la vengará. Pueden empezar a considerarse como


unos difuntos, amigos. Si no quieren largarse, no me quedará más
remedio que pedir a mi mujer que rece por ustedes. Mi mujer siempre
dice que le encanta rezar por los muertos y que le encantaría rezar por
mí. Y ahora lárguense. Esto se está poniendo feo del todo.

Los dos viejos rivales se largaron.

Pero no fue hacia el exterior, sino hacia el interior del hotel.


Subieron al primer piso en busca de la habitación de Marta.

No necesitaron buscarla demasiado.

Una puerta se había abierto.

Por ella asomaba la pierna de una mujer.

Milton gritó:

—¡Marta! ¡Chata!

Y Kirk:

—¡Cariño!

Los dos corrieron hacia allí. Tropezaron y chocaron contra la pared.


Milton gruñó:

—¡Qué buen aspecto tienes!

La verdad era que sólo habían visto una pierna, pero eso poco
importaba.
Los dos se agarraron a ella como dos cosacos.

CAPITULO VI

Caliente, mayo

La muchacha fue a retirar su preciosa pierna, pero no pudo. Los dos


hombres la habían sujetado. Miraron arriba y vieron entonces el resto
del cuerpo de la preciosa hembra.

Esta vestía una bata. Una bata de seda roja que le llegaba hasta los
mismos pies.

La verdad era que si la pierna resultaba escultural, el resto del


cuerpo no desmerecía en nada, Marta tenía unas caderas armoniosas y
redondas, un pecho «sobresaliente» y una cara de diosa que al mismo
tiempo resultaba excitante y tímida. Sus labios seguían siendo rojos y
tentadores, y la única diferencia que notaron con relación a otros años
—cuando Marta era una de las chicas más bellas del Oeste— fue que su
tez resultaba algo pálida.

Marta susurró:

—He oído tiros y he pensado que... Pero, en fin, veo que vosotros y
las balas siempre llegáis juntos.

Los dos hombres se pusieron en pie.

Contemplaban a la muchacha con expresiones entre admiradas y


sorprendidas. Fue Milton el que murmuró:
—Creíamos que te estabas muriendo y, la verdad, no tienes
aspecto...

Les invitó a pasar con un gesto.

Fue al ver ese gesto cuando notaron que las apariencias podían
engañarles. Estaban acostumbrados a que Marta Silverton se moviese
de una forma decidida, audaz. Su gesto de ahora, en cambio fue el de
una chica que ya no tiene fuerzas, una mujer que conserva el buen
aspecto gracias a su maravillosa juventud, pero a la que la enfermedad
va devorando poco a poco.

La habitación era grande, acogedora y estaba muy limpia. La


muchacha se sentó en un borde de la cama, se cruzó la bata sobre las
piernas y susurró:

—No todo es tan fácil, ni mucho menos. No os engañé al escribiros


ni os engaño tampoco ahora. La enfermedad que me han diagnosticado
es de efectos lentos y va corroyendo poco a poco, pero no tiene cura.
Hasta hace poco podía desenvolverme con normalidad. Ahora las
fuerzas me fallan por completo.

Bastaba mirarla con atención para darse cuenta de que no mentía.


Todos sus gestos reflejaban un infinito cansancio. La fuerza y la alegría
que tuvo en otro tiempo habían desaparecido por completo, aunque
seguía conservando su soberana belleza.

Quizá era eso lo que más angustia daba.

Que muriera siendo tan hermosa.

Kirk susurró:

—¿Qué es lo que te han diagnosticado?

—El doctor Ulber, que es una eminencia en Nevada, y que me ha


atendido desde el principio, da a mi enfermedad un nombre raro. Dice
que es una neo. Yo nunca la he oído nombrar y no sé muy bien en qué
consiste, pero lo cierto es que cada vez me siento peor.

En los ojos de Kirie flotó una expresión aterrada.

El sí que sabía lo que significaba la palabra neo. A veces los


médicos, entre ellos, emplean un lenguaje peculiar. Y a veces hablan
así a los enfermos para que no se asusten y no sepan bien lo que tienen,
si la cosa es muy grave. Pero Kirk había conocido a los suficientes
médicos —en especial médicos borrachines— para saber que una neo
es un cáncer. Una enfermedad que no se cura y que a veces, durante los
primeros tiempos, no destruye apenas el aspecto exterior del enfermo.

—¿Seguro que es eso? —barbotó.

—Sí.

—¿Has consultado con otros médicos?

—En la comarca, fuera del doctor Ulber, no hay más que un par de
ellos que se- dedican sólo a extraer balas y no entienden de nada más.
Pregunté a uno de esos dos y me dijo que sí, que por los síntomas, el
doctor Ulber debía tener razón, pero tampoco me aclaró gran cosa. ¿Tú
sabes exactamente qué enfermedad es ésa, Kirk?

—Nada grave —dijo el joven, mordiéndose el labio inferior—. Con


un poco de atención se cura.

—Pues yo me he enterado de que el doctor Ulber va diciendo por


ahí que no me salvaré.

—¿Te ha dicho a ti eso?

—No, no... Todo lo contrario. A mí siempre me anima diciendo que


esto no es nada, y cuando me visita siempre me encuentra mejor que la
otra vez. Pero yo me doy cuenta y ya no soy capaz ni de salir de esta
habitación. Por una indiscreción supe lo que el doctor Ulber va
diciendo por ahí: que me enterrarán, como máximo, este verano.

Lo dijo sin rencor, sin miedo, con una suave resignación que hacía
aún más dulce y más bello su rostro.

Los dos hombres miraron de una forma maquinal el calendario que


colgaba de una de las paredes.

Estaban a treinta y uno de mayo. Al día siguiente empezaba junio, y


con junio empezaba el verano. ¿Qué significaban las palabras del
médico? ¿Qué Marta viviría como máximo tres meses? ¿Podía ser
cierta una cosa tan sencilla y al mismo tiempo tan aterradora, una cosa
que les producía como un escalofrío en las venas?

Fue Milton el que barbotó:

—Ese hombre tiene que estar equivocado. Tú no puedes morir,


Marta.

—¿Y por qué no? ¿No muere todo el mundo algún día? ¿Y no son
sepultadas continuamente mujeres de mi edad?

Otra vez los dos pistoleros sintieron aquella especie de escalofrío.

Lo que más les conmovía era la resignación de la muchacha.

Y más valía que no se llamaran a engaño. Teman que aceptar las


cosas como eran. El doctor Ulber mentía piadosamente a la enferma,
pero si deda por la ciudad que Marta estaba condenada a muerte, era
porque indudablemente, resultaba cierto.

—Por eso he querido despedirme de vosotros —musitó—. No


quería irme de este mundo sin...

Se interrumpió un momento, como si de pronto fueran a saltar las


lágrimas a sus ojos.
Kirk susurró:

—...¿Sin qué...?

—Sin pediros perdón. Tengo la sensación de que yo soy responsable


de que vuestra amistad quedara destruida.

—Bueno...; amistad, lo que se dice amistad, no la tuvimos nunca —


dijo Milton—. ¿Cómo voy a entenderme yo con ese burro?

—¿Y yo con esa marmota?

—Éramos rivales. Éramos dos profesionales que se disputaban los


mismos trabajos bien pagados, y por eso a la fuerza habíamos de acabar
mal. Tú no tuviste la culpa, Marta.

—Es inútil que tratéis de dorarme la píldora y de hacerme las cosas


más fáciles —dijo ella—, aunque de verdad os lo agradezco. Pero yo sé
que al desengañaros a los dos os produje un sufrimiento moral del que
quizá no os hayáis recuperado. Fue entonces cuando empezasteis a
beber, ¿no?

—Nunca hemos probado una gota de alcohol —dijo Kirk.

—Jamás.

Y ambos ocultaron como pudieron las pequeñas botellas chatas de


whisky que llevaban en los bolsillos traseros de sus pantalones.

—Si os he perjudicado os pido perdón —murmuró ella—. No quería


irme de este mundo sin que lo supierais.

Los dos hombres tuvieron otra vez aquella sensación de lo


irremediable, la sensación angustiosa que les ahogaba y les seguía
produciendo aquel escalofrío en las venas.

Milton quiso sonreír. Preguntó, con voz que trataba de ser alegre:
—¿Pero por qué no te decidiste, Marta? Yo te quería de verdad.
¿Por qué no me aceptaste a mí? La elección no era difícil. Entre el
burro de Kirk y yo había un abismo de diferencia. Digo...

Kirk fue a saltar.

—¡Oye, tú! ¡Te voy a...!

—Calma —dijo Marta—. La razón de que no os aceptara, fue tan


sencilla que parece mentira que no la hayáis comprendido.

—¿Cuál fue?

—Me resultabais tan simpáticos los dos, que si aceptaba a uno,


destruía al otro. Ese era el único precio que no estaba dispuesta a pagar.
Pensé que si os rechazaba lo soportaríais mejor y que acabaríais
amando a otras mujeres. Era lo lógico, ¿no? Pero, por las noticias que
tengo, no ha sido así.

Milton estuvo a punto de saltar y de señalar a Kirk gritando:


«¿Cómo que no? ¡Ese pájaro vive a costa de una artista! ¡Y ha tenido la
cara dura de traerla aquí! ¡Él nunca te ha amado de verdad!»

Pero se acordó de que él, por su parte, se había dado más de una
trompada y hasta había caído dentro de una bañera por perseguir a una
hembra. La verdad era que ambos estaban hechos unos buenas pintas,
de modo que lo mejor era callarse.

Marta le miraba intensamente con sus ojos quietos y claros.

—¿Ibas a decir algo, Milton?

—Oh, no, nada... Bueno, tal vez sí. Quería decirte que este verano
estarás tan sana como antes, ya lo verás.
—Prefiero que no hablemos de eso, Milton —susurró ella—. Te
pido, por favor, que no mencionemos mi enfermedad mientras viváis
aquí. Por cierto, todos vuestros gastos corren de mi cuenta.

—¡Oh, no! —dijo Kirk.

—Tenemos dinero —gruñó Milton.

—Nadamos en oro.

—Podríamos comprar este hotel, si quisiéramos.

—Tú no sabes con quién hablas.

Ella sonrió imperceptiblemente, mientras decía con un ademán que


cerraba la cuestión:

—Ya sé que os continuáis ganando bien la vida, pero no es justo que


os haya hecho venir desde tan lejos para que, encima, gastéis dinero.
Vuestro hotel está pagado. ¿Dónde os alojaréis?

—Ahí enfrente.

—Vais solos, naturalmente.

Kirk tragó saliva.

—Pues..., pues sí.

Y miró a Milton pensando que éste daría el soplo. Pero Milton


nunca se rebajaría a ser un chivato, y por lo tanto se calló.

—¿Es que tú tienes dinero? —preguntó, para variar un poco aquella


conversación que les ponía en un compromiso.

—Un poco. Lo suficiente para ir tirando hasta que llegue mi última


hora. Pero hemos dicho que no hablaríamos de temas tristes... Además
puedo vender las minas.
—Hemos oído que fue un mal negocio —aventuró Kirk—. ¿Creías
que había plata?

—Sí, eso me dijeron, pero no hay nada. Todos nos equivocamos


alguna vez, y yo me equivoqué al comprar los terrenos.

—¿Entonces por qué te los quiere adquirir Mac Gregor?

—¿Cómo lo sabéis? Ah, es cierto que acabáis de tener un tropiezo


abajo... Casi lo había olvidado. Mac Gregor me las quiere comprar,
pero a un precio tan irrisorio que no arreglaría nada.

—¿Y por qué tanto interés, si en ellas no hay plata?

—El interés de ese hombre me ha hecho pensar que quizá la haya —


dijo Marta—, pero de todos modos creo que se equivoca.

—Pues entonces véndeselas —dijo Kirk.

—De lo perdido saca lo que puedas —opinó Milton.

—Nunca lo haré.

-—¿Y por qué no?

—Mac Gregor es un asesino. Se ha hecho con algunas minas en la


zona, liquidando pura y simplemente a sus propietarios. Lo mismo trata
de hacer ahora conmigo.

—Razón de más para quitarte el asunto de encima, teniendo en


cuenta que nada pierdes.

—No quiero ceder ante una sanguijuela como Mac Gregor —dijo
ella con firmeza—, y además no olvidéis que mi posición es distinta
que la de cualquier otra persona.

—¿Distinta por qué? Las balas te pueden hacer tanto daño como a
los otros propietarios.
—¡Oh, no...! A mí me harían menos daño. Mejor dicho, no me
harían ninguno, porque estoy condenada a morir. Si me liquidan antes,
¿qué importa? Y no quiero ir al otro mundo con el remordimiento de
haber cedido ante un asesino semejante.

Milton cabeceó.

—Siempre has sido una chica muy valerosa, Marta. Esto te honra,
pero creo que deberías pensarlo de nuevo.

—Ahora que estáis vosotros aquí, lo pensaré —prometió ella con


una sonrisa.

—¿Quieres que hablemos con Mac Gregor?

—¿Después de matar a sus hombres? Me temo que tengáis que


hablar con el Colt por delante.

—¿Y eso qué importa? Es nuestro oficio.

—No os precipitéis. No hagáis nada, por favor —rogo Marta—. Ya


os he dicho que lo pensaré.

Milton susurró:

—Si te da tiempo...

No sabía bien qué razón tenía.

Porque en aquel momento Mac Gregor se estaba ocupando en


resolver aquella cuestión de una vez. Se estaba ocupando de liquidar a
Marta y sus amigos, costase lo que costase.

Esta vez había decidido emplear un procedimiento quizá más


costoso, pero que tenía una ventaja: era seguro.

Cuando le trajeron a la oficina a sus tres pistoleros muertos, lo


decidió de pronto.
Masculló:

—Que venga Cruyff.

Sabía que llamar a Cruyff era como llamar a la muerte. Sabía que
esta vez, no podía fallar.

CAPITULO VII

Caliente, mayo

Mac Gregor era entonces un hombre de unos cincuenta años, grueso


y sanguíneo, acostumbrado a los buenos negocios, a la buena mesa y a
las buenas señoras. Tener todo eso costaba dinero, y Mac Gregor sabía
cómo conseguirlo.

Desde la ventana principal de su despacho de la Mining Company,


vio cómo retiraban a sus tres pistoleros. Hizo un gesto de rabia y al
mismo tiempo de asombro, porque seguía sin entender cómo habían
podido liquidarlos.

En vida, fueron hombres rápidos y que no fallaban. ¿Cómo era


posible que los hubiesen apiolado así? ¿Contra qué tipos habían tenido
que enfrentarse?

Lanzó un gruñido, y se retiró de la ventana.

Su decisión estaba tomada: ya que Marta Silverton no salía jamás


del hotel y resultaba tan difícil llegar hasta su habitación, emplearía un
sistema rápido.
Lanzaría por la ventana cartuchos de dinamita.

No le importaba si había otras víctimas.

Acabaría con aquella estúpida mucho antes de lo que había


pronosticado el doctor Ulber.

En aquel momento llamaron a la puerta.

Mac Gregor se volvió.

—Adelante.

El tipo que entró, tuvo que hacerlo de costado. Era gordo como un
tonel. Dejó de masticar el bocadillo de salchicha, que tenía entre los
dientes, y murmuró:

—¿Llamaba, jefe?

—Te necesito, Cruyff.

—¿Hay que abrir alguna nueva galería? ¿Hay que manejar otra vez
la dinamita?

—Sí, pero esta vez va a ser distinto.

—¿Distinto?

—Vas a manejar unos cartuchos especiales. Tú sabes muy bien


cuáles son.

—Sí, los de mecha rápida. Los hemos empleado, a veces, contra los
coyotes.

—Exacto, pero ahora vas a emplearlos contra algo mucho más


importante. Escucha...
Y le dio unas instrucciones que no podían fallar. Unas instrucciones
que tenían que ser puestas en práctica al día siguiente.

Mientras le escuchaba, a Cruyff se le atragantó dos veces el


bocadillo, pero no dijo una sola palabra.

CAPITULO VIII

Caliente, junio

Aquella mañana empezaba el nuevo mes. Todo era hermoso y


agradable. La temperatura era suave. Hasta los pajarillos piaban más
que de costumbre. Todo parecía sonreír a la vida.

Las señoras que paseaban por la calle se habían puesto más guapas.

Lucían unas curvas que ya, ya.

Los hombres las miraban.

Y eso hacía que tropezaran contra los porches o contra las ancas de
los caballos. Aquella mañana, a causa de las señoras, hubo más
coscorrones en Caliente que en todo el resto del año.

Milton, después de afeitarse y asearse, salió de su habitación y bajó


al pequeño comedor del hotel para desayunar. En ninguna mesa pudo
ver a Kirk, pero en cambio, vio a La Bella Lin, la muchacha que viajaba
con él y que, según todos los síntomas, encima le mantenía.

Milton parpadeó.
Menuda señora...

«Qué suerte tienen algunos sinvergüenzas...», pensó el joven.

Disponer de una chica tan preciosa y encima tener los gastos


pagados. ¡Vaya ganga!

Claro que eso tenía una serie de nombres. A los tipos que vivían así,
la gente les despreciaba.

Claro que al fresco de Kirk, eso... ¡plim!

La Bella Lin le sonrió.

Milton se acercó a la mesa.

Notó que todos los que estaban en el comedor eran de la misma


opinión de él, la chica les parecía preciosa y lo demostraban no
dejando de mirarla ni un instante. Eso hacía que la gente se derramara
el café o el té por encima de la camisa y que un par de tíos, se
estuvieran metiendo unos bollos untados de chocolate por las orejas.

Ella le saludó.

—Hola, ¿no te sientas?

—Con mucho gusto. Si no te molesto...

—Oh, no...

—¿Qué hace tu amiguito Kirk? ¿Aún no se ha despertado?

—No le llames «mi amiguito». Es mi administrador y mi


representante, además de mi guardaespaldas.

—Ah, ya... —dijo irónicamente Milton, como si pensara: «Te dejas


lo más importante.»
—¿Qué pasa? —murmuró ella—. ¿No estás conforme con lo que
digo?

—Oh, sí... Pero me temo que como guardaespaldas, Kirk resulte


más bien malo, Tiene la misma puntería que tendría un topo después de
haberse bebido una botella de whisky.

Parece que lo mismo te ocurre a ti, Milton. Cuando os encontrasteis


y empezasteis a tirotearos los dos, aquello fue un desastre. Yo empecé a
temer que acabaríais con todos los postes telegráficos de Nevada.

—Fue un mal rato. Un momento de baja forma lo tiene cualquiera se


disculpó Milton.

—Es que no fue un momento. Fue casi media hora, qué diablos. No
acertabais una. Y, sin embargo, otras veces habéis demostrado ser unos
auténticos campeones. ¿Qué pasa?

Milton se pellizcó la mandíbula mientras bebía un sorbo del café


que acababan de servirle. Luego susurró:

—En otro tiempo Kirk y yo fuimos muy buenos. Tan buenos que
nos convertimos en rivales y por eso llegamos a ser enemigos,
especialmente después de enamorarnos los dos de la misma mujer.
Desde las ciudades más importantes, donde había problemas con los
forajidos nos llamaban para que las pacificáramos. El trabajo nos
sobraba. Llovían los dólares a nuestros bolsillos.

—¿Y qué os pasó luego? ¿Por qué habéis llegado a ser tan patatas
como a veces sois ahora?

—Nos desmoralizamos —dijo Milton—. Cada uno por su lado,


sintió que el mundo se le caía encima cuando Marta Silverton nos
desdeñó a los dos. Acabamos largándonos y dándonos a la bebida, pero
los recuerdos no dejaban de perseguirnos. Esas cosas no perdonan, a la
larga, y por eso, al cabo de unos años, hemos acabado los dos siendo
unas filfas.

La hermosa bailarina le miraba fijamente. Escrutaba las facciones


rectas y duras de Milton, contemplaba sus hombros cuadrados y sus
brazos largos y potentes. Había en sus ojos como una secreta
admiración, pero al mismo tiempo se mantenía distante y altiva. Con
voz suave preguntó:

—¿Entonces cómo es posible que a veces seáis buenos otra vez,


Milton? ¿Por qué en determinados momentos os convertís en los
campeones que fuisteis antes?

—Ni yo mismo lo sé exactamente, pero me he dado cuenta de una


cosa: somos buenos otra vez, cuando nos vemos en verdadero peligro y
dejamos que actúe nuestro viejo instinto de luchadores, sin detenernos a
pensar. Entonces, en las cuestiones a vida o muerte, resucita lo que
antes fuimos. En cambio, cuando pensamos, es un desastre: «Estás
acabado, Milton». «No apuntes porque no le acertarás.» «Ya no eres un
pistolero, sino un borracho...» Son nuestros propios pensamientos los
que nos utilizan.

—¿Y por qué pensáis?

—A veces es inevitable, sobre todo, cuando el peligro no resulta


agobiante. Pero Kirk y yo sabemos que no volveremos a ser los que un
día fuimos.

—Podéis conseguirlo si dejáis de beber.

—Ya lo hemos intentado, pero no se trata sólo de eso. También sería


necesario recobrar la confianza en nosotros mismos, y esa confianza no
la recobraremos nunca.

Bebió otro sorbo de café, mientras miraba fijamente las curvas de La


Bella Lin.
Pero en aquel momento su atención fue distraída por el tipo que
entró tropezando con las mesas, porque el pasillo resultaba estrecho
para él. Se trataba de una especie de paquidermo, de un fulano enorme
al que sólo le faltaba la trompa. Avanzaba haciendo «uf, uf, uf»
mientras llevaba a la espalda una especie de mochila.

El encargado del hotel le saludó respetuosamente.

—Hola, señor Cruyff. ¿Quiere tomar algo?

—No, no. Ya he desayunado dos veces.

—Me ha dicho que usted desayuna siempre cuatro.

—Esta vez estoy trabajando. No moleste.

—Perdone, señor Cruyff. ¿Pero en qué trabaja?

—Tomo medidas.

—¿Medidas para qué?

—Es un trabajo muy complicado. Es un verdadero cálculo de


ingeniería el que he de hacer. Pero, ya que habla tanto, tráigame un
bocadillo de salchicha. Ahora que me acuerdo, tengo el estómago
vacío. Hala, arreando.

Cruyff siguió paseando por el comedor, rozando las mesas y


limpiándolas casi con su tripa. Cuando le trajeron el bocadillo, se lo
metió en la boca todo entero y gruñó:

—Podía haber traído un «especial», que son los que yo como.


Nunca abro la boca para una miseria como ésta, amigo. Pero, en fin, ya
está. Muy buenos días.

—¿Es que ya ha terminado sus cálculos, señor Cruyff?


—Uf...

Y el gordo salió.

Fuera del hotel había un carruaje cerrado.

En el interior del mismo estaba el propio Mac Gregor.

Cruyff puso el pie en el pescante para entrar, o al menos para


asomar la cabeza por la ventanilla. El carruaje se inclinó como un barco
escorado. De los dos caballos enganchados en él, uno quedó casi
montado encima del otro.

Mac Gregor masculló:

—¡Que te lo cargas, animal!

—Perdone, jefe.

—¡Sal en seguida!

—No puedo, jefe.

—¿Por qué, so pulpo?

—He quedado empotrado en la ventanilla. Llame en seguida a la


grúa.

—¡La grúa la tenemos en las minas, so cafre! ¡A veinte millas de


aquí!

—Pues haga algo o tendré que llevarme el carruaje puesto. Y que


esto le sirva de lección.

—¿De lección para qué? —barbotó Mac Gregor.

—Otra vez me cita en un almacén.

—¡Si no fueses el mejor dinamitero que tengo, te mataba, Cruyff!


—Claro que soy el mejor dinamitero. Usted sabe que en las galerías
nadie maneja los explosivos mejor que yo.

—Por eso te aguanto. ¡Y acaba de masticar de una vez ese bocadillo


de salchicha! ¡Me estás poniendo el suelo perdido de migas!

—No puedo tragar ni salir, jefe. ¡Haga algo!

Mac Gregor aplastó contra la nariz de Cruyff el grueso cigarro


habano que estaba fumando.

Cruyff lanzó un alarido.

Salió disparado y quedó empotrado en el porche.

Todo el edificio hizo peligrosamente: «Raaac.»

Cruyff se puso en pie trabajosamente, mientras mascullaba:

—Tengo una idea, jefe. Podemos ahorrarnos la dinamita.

—¿Por qué?

—Me dejo caer contra una de las paredes maestras del hotel y se
acabaron los problemas.

—No seas bestia. Tengo muchas acciones de ese hotel, y, por lo


tanto, es en parte, mío. Sólo quiero que destruyas las habitaciones de
Marta con ella dentro.

—Okay, jefe. Por eso he calculado la resistencia de las columnas


que sostienen el edificio a través del comedor, para que no ocurra nada.
Las explosiones se producirán justo en la habitación de Marta y sólo la
diñará ella.

—No me importa si muere alguien más. Ni una docena de personas


me importan. Pero quiero que no resulte destruido el edificio porque
este hotel es un buen negocio.
—Allá voy, jefe.

—¿Ya sabes cuál es la ventana que corresponde a Marta?

—Claro. Uno de nuestros hombres arrojó contra ella, anoche, una


mancha de pintura amarilla.

—Pues adelante. Quiero que el pedazo más grande de esa mujer


quepa en uno de sus zapatos.

Cruyff se puso en movimiento como una mole.

Sólo le faltaba mover la trompa.

Fue hacia la derecha.

Mac Gregor le advirtió:

—Eh, tú, que es hacia la izquierda.

—Ah, sí, perdone.

Giró.

Por poco aplasta a un caballo.

Mac Gregor gritó:

—¡Eh, tú! ¡Que este pura sangre me costó cien dólares!

—Perdone, jefe. Me había confundido.

—¿Es que no ves?

—Tengo una vista soberbia, jefe. Usted sabe que en las galerías de
las minas me muevo mejor que nadie.

—Eso es cierto.
—Confíe en mí. Y prepárese para recoger los pedazos de Marta.

—Ojo con la dinamita. ¿Llevas la mochila llena?

—Hay para volar media ciudad, jefe.

Y fue hacia el lado del hotel que correspondía a las habitaciones de


Marta.

Vio una mancha amarilla.

Pensó: «Adelante.»

Se puso un cigarro en los labios, sacó un cartucho de mecha lápida,


lo encendió y lo lanzó inmediatamente contra la ventana, calculando
muy bien la distancia y la duración de la mecha.

En eso era un as. Nadie en las minas sabía moverse entre los
explosivos, tan perfectamente.

Pero no se dio cuenta de que la mancha de pintura amarilla que


acababa de ver no correspondía, para nada, a la habitación de Marta.
Simplemente se trataba de una camiseta que acababa de colgar fuera, el
pianista del hotel.

Este estaba muy tranquilo en su habitación. Se volvió hacia la


camarera que acababa de entrar...

—¡Nena!

—¡Chato!

—¡Te querré, aunque se hunda el mundo!

¡Braaam!

Menos mal que el cartucho había ido a parar debajo de la cama. A


los dos que estaban en la habitación no les pasó nada, pero el mueble
salió despedido, se abrió un boquete en el suelo y la camarera fue a
parar, piernas arriba, al piso inferior, donde estaba uno de los clientes
del hotel metido en la cama.

El cliente pegó un brinco.

—¿Me traes el desayuno, preciosa? ¡Qué guapa estás reina! ¡Ya


sabía yo que acabarías viniendo, después de la propina de diez dólares
que te largué anoche! ¡Pero no haces falta que metas tanto ruido! ¡Se va
a enterar hasta mi mujer!

La camarera masculló:

—Los diez dólares eran falsos.

—Debí confundirme. Los auténticos los llevo en el otro bolsillo.


Ven aquí muñeca.

La estaba besando, cuando la puerta se abrió, de repente. Una mujer


con bigudíes en la cabeza y llevando una camisa de color amarillo entró
provista de una escopeta de dos cañones.

Hizo fuego. Menos mal que el marido se las sabía todas, y al oír
abrirse la puerta saltó con la camarera debajo de la cama.

El retroceso de la escopeta fue tremendo. La mujer de la camisa


amarilla no estaba acostumbrada. Salió despedida hacia atrás. Chocó
contra la pared. Rebotó. Fue hacia la ventana.

Y se descolgó por ella, con su bata amarilla y con su rifle a cuestas.

Cruyff parpadeó.

—¡Cuernos! —dijo.
La verdad era que Cruyff tenía un secreto, el cual guardaba
celosamente para no perder su empleo. Cruyff no veía tres en un burro.
Y si se movía con habilidad por las galerías subterráneas, era,
precisamente, porque allí no hacía falta ver, porque allí todo el mundo
se movía casi a tientas, y en cuestión de palpar las paredes él tenía
mucho más entrenamiento que los otros.

Distinguió una mancha amarilla que se movía.

—Porras —dijo—. Esto es la ventana volante. Y largó otro


cartucho.

¡Braaam!

La mujer había tropezado y había aterrizado en el interior de un


carro lleno de pequeños toneles de cerveza. La explosión les hizo saltar
y empezó a derramarse líquido espumoso por toda la calle.

Inmediatamente salió gente hasta de debajo de los porches. Incluso


el alcalde de la ciudad trató de sujetar un barril agujereado para mamar
de él lo que se pudiera. Cruyff estaba lo que se dice pasmado. Nunca
había visto tanta gente. Mejor dicho, nunca había visto tantas sombras.

En aquel momento, varias damas de la Liga Antialcohólica se


lanzaron al ataque desde el tercer hotel de la ciudad, con la sana
intención de arrollar a todos aquellos borrachines. Enarbolaban
bastones, paraguas, clavos con pinchos, botellas de aguarrás y, sobre
todo, una gran bandera amarilla que era el símbolo y el emblema de su
importante sociedad, promotora de la salud pública.

Sólo les faltaba una corneta.

—¡A la carga!
Cruyff pestañeó de nuevo. ¿Pero de dónde habían salido tantas
manchas amarillas? ¿Es que aquella ventana cambiaba de sitio cada
medio minuto?

Largó otro cartucho.

—¡Ahora verás, condenada!

¡Braaam!

Las damas de la Liga Antialcohólica no supieron bien la suerte que


habían tenido. La dinamita estalló entre dos barriles de cerveza, los
cuales quedaron convertidos en una especie de nube de espuma que se
disolvía en el aire. Pero no pasó nada más. Nada más... excepto que la
espuma fue como una gran mancha amarilla que llegaba hasta el primer
piso del hotel.

Cruyff barbotó:

—Pero qué diablos...

De todos modos respiró tranquilo, puesto que las cosas volvían a ser
normales. La mancha amarilla estaba más o menos en el sitio donde
estuvo la primera vez.

Preparó otro cartucho.

—¡Toma! ¡Ya enviaremos al basurero a recoger tus pedazos!

La carga explosiva penetró por una de las ventanas, atravesó toda la


habitación, salió por la puerta abierta, resbaló por las escaleras y fue a
detenerse en el piano de la planta baja.

La gente chillaba aterrorizada.

Todas aquellas explosiones enloquecían a los clientes.


El pianista, que ya había bajado, captó una señal del encargado del
hotel. Se dio cuenta de que sólo él podía imponer de nuevo la
tranquilidad allí.

—¡Calma! ¡Calma! —gritó—. ¡No pasa nada, señores! ¡Para


demostrárselo voy a tocar para ustedes el Vals de las olas!

« ¡Parrapapam, pam, pam... Pam, pam...!»

Tarareaba mientras se acercaba al piano. Alzó la tapa.

—Turururuuu... Ruuuuu... Ruuuuu...

¡Braaam!

Fue el piano lo que le salvo, porque de lo contrario hubiera saltado


hecho pedazos. Vio que el piano parecía cobrar vida de pronto y subía
hasta la altura del primer piso. Toda una parte del hotel se derrumbó
encima de los cocineros, que apenas tuvieron tiempo de salir armados
de cuchillos. La mayoría de ellos eran chinos y empezaron a gritar
desaforadamente:

—¡Muelte! ¡Muelte pala el cablito que haya hecho esto!

Mientras tanto, en el exterior, Cruyff sonrió, al fin, con expresión


aliviada.

Había hecho un buen trabajo.

Le habían dicho que se cargara una ventana donde había una


mancha amarilla.

Bueno, pues él, al menos, se había cargado cinco.

Se puso otro cigarro entre los dientes y le prendió fuego. En fin, lo


que él creía que era un cigarro.
Avanzó hacia el carruaje de Mac Gregor, que por una especie de
milagro aún estaba detenido al otro lado de la calle.

Y murmuró:

—¿Qué le parece, jefe? Buen trabajo, ¿eh? ¿Y qué le parece el


cigarro que me estoy fumando? Monumental, ¿eh? ¿Quiere una
chupadita?

Mac Gregor se llevó las manos a la cabeza mientras aullaba:

—¡Bestiaaa! ¡Es un cartucho de dinamitaaaa...!

Menos mal que su cochero ya había dado un par de latigazos a los


caballos, haciendo que arrancaran inmediatamente de allí. Cruyff, que
no había oído bien, retiró el «cigarro» de sus labios y trató de expulsar
una bocanada de humo.

—¡Qué fastidio! —dijo—. Un cigarro tan grande y no tira.

Lo arrojó, por encima de su hombro, contra el alguacil que ya venía


hacia él.

El alguacil lo tomó maquinalmente entre sus manos.

Se puso lívido.

Lo pasó a uno de sus ayudantes.

—¡Tuyo!

El ayudante lo tomó también. Se puso blanco.

Lo lanzó hacia el secretario del Ayuntamiento.

—¡Tuyo:

El secretario creyó que era una propina.


Dijo:

—Gracias.

Y metió el cartucho en uno de sus bolsillos. No se dio cuenta de que


al hacerlo así apagaba la mecha. Sólo se dio cuenta una hora después, y
entonces tuvieron que llevarlo a casa del médico, entre cinco.

Dos sujetándole los brazos, dos sujetándole las piernas y uno


pegándole pellizcos a ver si recobraba el conocimiento de una maldita
vez.

CAPITULO IX

Bristol Silver Mines, junio

La muchacha señaló desde lo alto del promontorio la zona llena de


galerías y murmuró:

—Allí están.

Era un paisaje caótico, un paisaje que parecía lunar según como uno
lo mirase. La tierra calcárea estaba agujereada por todas partes,
mostrando el nacimiento de minas que parecían viviendas de
trogloditas. Se notaba que allí la gente se había lanzado a hacer
prospecciones en el terreno, fiándose de la leyenda, según la cual, todo
el subsuelo de Nevada era una inmensa masa de plata.

El pequeño grupo estaba detenido en lo alto del promontorio


mirando todo aquello. El grupo lo formaban dos fabulosas mujeres y
dos hombres jóvenes que también atraían las miradas ardientes de las
chicas. Las mujeres eran nada menos que Marta y La Bella Lin. Los
hombres eran Milton y Kirk, antaño temibles pistoleros.

Fue La Bella Lin, la que susurró:

—Quizás has hecho mal en salir del hotel para enseñarnos esto,
Marta. El viaje puede perjudicarte.

—No tiene tanta importancia. ¿Qué más da, si de todos modos voy a
morir? El doctor Ulber se ha puesto como una fiera y me ha dicho que
no saliese, pero yo ya estoy harta de tanto encierro. Hacía semanas
enteras que no salía de mi habitación del hotel.

La Bella Lin pestañeó y giró la cabeza para que Marta no viese la


expresión confusa de sus ojos.

No quería desanimarla.

Pero se había dado cuenta ya de que Marta apenas se sostenía sobre


la silla del caballo, y que su palidez se acentuaba en muchos momentos.
Estaba claro que aquél era su último viaje y que jamás podría volver a
salir. Marta estaba peor de lo que creía ella misma

Kirk también hizo un gesto de preocupación, aunque volviéndose


del otro lado.

A Milton le ocurrió lo mismo.

La sensación de pena, de angustia que Marta les daba, resultaba


invencible. Quizá por lo mucho que la habían querido los dos. O por lo
joven que era. O tal vez porque a pesar de todo se conservaba tan
bonita...

Marta parecía notarlo, aunque nadie había rozado el tema de su


enfermedad.
—De todos modos poca importancia tiene ya —insistió—. Y éste ha
sido para mí un día feliz, puesto que vuelvo a estar con vosotros.

—Yo creo que el doctor Ulber se equivoca —dijo Kirk, tratando de


animarla.

—¿Y por qué va a equivocarse?

—Me he estado fijando en él y he pedido informes: es un borrachín.

Marta se encogió de hombros.

—Bueno... Hay que reconocer que bebe de vez en cuando, pero eso
no impide que sea una eminencia. Toda la gente de esta comarca tiene
una gran fe en él. Ha hecho curaciones realmente prodigiosas.

—¿Y por qué no ha podido equivocarse contigo?

—Porque sabe demasiado para eso, Kirk. Y porque,


desgraciadamente, los síntomas están claros.

Sonrió, tratando de quitar importancia a la cuestión, y vaciló un


momento sobre la silla, pero se rehízo en seguida.

Señaló la zona minada.

—En esas galerías parecía haber una gran fortuna —dijo—, pero
desgraciadamente no hay nada.

—¿Todo es tuyo? —preguntó Milton.

—No. Sólo las galerías que hay al lado oeste. Las del lado este
también están abandonadas porque no se ha encontrado nada que
valiese la pena. Es un triste final para mis aventuras, puesto que con
este «negocio» me he arruinado.

Milton se pellizcó la barbilla pensativamente, con un gesto que


parecía habitual en él.
—¿Has hecho examinar bien las galerías por gente entendida? —
preguntó.

Naturalmente que sí. Lo malo es que debí encargar los exámenes


antes de comprar los terrenos y no después. En aquel momento, llevada
de mi optimismo, todo me pareció una ganga, y ya veis...

—Entonces, ¿por qué Mac Gregor quiere comprar a la fuerza lo


tuyo? Si no valiese nada, no lo intentaría.

—Ya hablamos algo de eso, pero yo supongo que tiene una razón —
murmuró la muchacha—. Si compra mis terrenos podrá unirlos a los
suyos, que sí son buenos, y alargará sus propias galerías. De otro modo
no puede explotar debidamente las riquezas que hay en ellas.

—Comprendo.

Kirk susurró:

—Debieras hacer una cosa, Marta. Largarte de la ciudad. ¿Crees que


Mac Gregor te perseguiría?

—Casi estoy segura, y, además, no puedo hacer un largo


desplazamiento. Este solo viaje me ha agotado.

Tuvo como un desvanecimiento y volvió a inclinarse sobre la silla


con un infinito cansancio, con una debilidad que estaba por encima de
ella misma

No se enteró de que era eso lo que le salvaba la vida.

En todo caso lo supo después, cuando la bala pasó rozándole una


oreja. Caso de no haber hecho aquel brusco movimiento, el plomo le
hubiese volado el cráneo.

Mac Gregor y los siete hombres que estaban detrás del grupo, en la
cima de una colina algo más alta, tuvieron el mismo estremecimiento.
Mac Gregor aulló:

—¡Idiota! ¡Has fallado!

El hombre que acababa de manejar el rifle, y que era uno de los


tiradores más expertos de Nevada, volvió un poco la cabeza mientras
movía la palanca para recargar.

—Se ha movido en el último momento, jefe. Ha sido muy extraño,


como si fuese a caer del caballo.

—¡Pues dale otra vez!

El asesino apretó el gatillo.

Ahora había apuntado al centro del cuerpo de Marta, para


destrozarle la columna vertebral.

Pero Kirk no era manco ni estaba sordo. Inmediatamente después


del silbido de la primera bala, se había arrojado sobre Marta haciéndola
caer del caballo.

Los dos rodaron por el suelo.

Milton había imitado su gesto, pero lanzándose sobre La Bella Lin.


Hubo buena suerte para los dos: para ella, porque le salvó la vida, y
para él, porque el sitio por el que sujetó a la chica fue uno de esos sitios
de los que la gente dice: «Vaya, vaya...»

Rodaron por el suelo, poniéndose lejos del alcance de las balas.


Hasta los caballos se apartaron del campo de tiro.

En sólo unos segundos, el fulano del rifle no tuvo a quien apuntar.


Mac Gregor lanzó una maldición.

—¡Hay que bajar a por ellos! ¡Vayamos, aprisa...!


Cruyff, que era uno de los siete, se echó el sombrero para atrás y
gruñó:

—¿Les envío una pildorita, jefe?

—¿Hacia dónde?

—Hacia allí.

—¡Burro, están al otro lado!

—No me ponga nervioso, jefe. Yo necesito mucha calma

—¡Lo que necesitas es otro caballo! ¡El tuyo ya no se aguanta ni con


muletas!

En efecto, el corcel de Cruyff ya pedía a gritos la jubilación después


de traerle hasta allí. Cuando Cruyff se apeó, el caballo creció tres
palmos.

—¡A por ellos! —gritó el gordo—. ¡Muerteee...!

No se dio cuenta de que la colina terminaba debajo de sus pies y que


más allá había una aguda pendiente. Bajó rodando, mientras por encima
de su cabeza aullaban los disparos.

Se detuvo de pronto ante una roca.

Vio que tras ella aparecía la cabeza de un hombre.

—Lo siento, jefe —dijo—. Un tropezón cualquiera lo da en la vida.


Y ha sido una caidita de nada.

La «caidita de nada» había arrancado casi dos árboles de cuajo, pero


eso era lo de menos para Cruyff.

Milton, que era el que asomaba la cabeza por detrás de la roca,


gruñó:
—Me parece que te confundes, hermano.

—¿Qué?

—Yo no soy tu jefe.

—Claro —murmuró Cruyff—, ahora que me fijo, tú no tienes cara


de cerdo como él. Perdona, muchacho.

Mientras las balas pasaban por encima de su cabeza, Milton le clavó


al gordo el revólver en las costillas.

—Como te muevas te dejo seco.

—Tienes que darme una oportunidad —gruñó Cruyff—. Total, si he


venido aquí ha sido por un patinazo.

—Narices. Tú eres mi seguro de vida.

—¿Por qué?

—Nunca he tenido un parapeto tan estupendo. Es mejor que si


hubiese alquilado una ballena.

Y disparó por encima de la mole del dinamitero, desmontando de su


caballo a uno de los hombres que venían lanzados hacia ellos. Cruyff
resolvió estarse quieto.

Eso de servir de parapeto no le hacía ninguna gracia, pero peor era


que aquel bestia le clavara una bala entre las costillas.

Los restantes jinetes seguían avanzando mientras cribaban el terreno


con sus balas.

Ahora eran cinco, además de Mac Gregor.


Si adelantaban sólo cien yardas más, liquidarían sin remedio a los
dos hombres y las dos mujeres. Pero Milton y Kirk tenían sus
revólveres y ahora no estaban nerviosos.

Dejaban actuar libremente a su instinto, sin pensar más que en una


cosa: tenían que salvar sus vidas y, sobre todo, las vidas de las dos
muchachas.

Kirk apuntó con cuidado.

Y masculló: —Buen viaje...

Otro de los jinetes saltó de su caballo y rodó colina abajo. En aquel


momento Milton volvió a disparar.

Una nueva silla quedó vacía. Mac Gregor se dio cuenta con angustia
de que jamás llegaría a recorrer las ochenta o cien yardas que le
separaban de sus víctimas.

Incluso era más que posible que el próximo fiambre fuera él. Los
dos pistoleros que tenía enfrente habían demostrado ser cualquier cosa
menos unos aficionados.

—¡Atrás! —gritó-—. ¡Atrás! ¡Hay que huir! ¡Pronto! ¡A la


izquierda!

Unos viejos árboles les protegerían por aquel lado, y se lanzaron


rabiosamente hacia ellos. Pero un jinete más quedó seco sobre la silla,
con una bala en la sien, antes de desaparecer.

Lo mismo Kirie que Milton otearon el horizonte con las facciones


crispadas.

El peligro había pasado, de momento.

Kirk pensó:
«Pues no estoy en tan mala forma como creía...»

Y Milton también pensó:

«Después de todo, aún podría ganarme la vida otra vez...» Fue al


disminuir la tensión dramática de los disparos cuando los dos hombres
se dieron cuenta de que las mujeres que les acompañaban, muertas de
miedo, se habían pegado a ellos buscando protegerse mejor. Kirk tenía
al lado a Marta. Milton tenía al suyo, nada menos, que a La Bella Lin.

Y pensó que por un momento así bien valía la pena haberse metido
en un lío de plomo.

Susurró:

—¿No te han dicho nunca que eres una de las mujeres más bonitas
del Oeste, muñeca?

—Claro que me lo han dicho. ¿Por qué crees que me llaman La


Bella Lin?

—Sólo una cosa me molesta de ti, divinidad —bisbiseó Milton.

—¿Qué?

—Que ese canalla de Kirk sea tu amiguito. Y que encima hayas de


mantenerle.

—No vayas a pensar mal. Él es mi representante.

—¡Ja, ja!

—Mi administrador.

—¡Je, je!

—Mi guardaespaldas.
—¡Jo, jo!

La Bella Lin hizo:

—¡Ju, ju!

Y atizó a Milton un guantazo que le volvió la cara al revés. Pero de


eso, sorprendentemente, ni Kirk ni Marta se dieron cuenta.

También estaban uno junto al otro detrás de la roca. Y Kirk


musitaba en ese momento:

—Vuelve a ser como en los viejos tiempos, Marta.

—¿Qué viejos tiempos?

—Cuando tú y yo...

—No delires. Abrazada así no me tuviste nunca.

—Pero al menos lo intenté.

—Y yo no lo consentí para no desairar a Milton. Era demasiado


buen muchacho.

—¡Y dale con Milton! ¡Milton que muera! ¡Tienes que reconocer
una cosa, Marta!

—¿Qué?

—En el fondo sólo me querías a mí.

Ella pestañeó. No hizo ningún gesto ni afirmativo ni negativo. Pero


la expresión de sus ojos, aquella expresión dulce, suave y en el fondo
un poco picara, demostró sin palabras que Kirk no había ido
desencaminado del todo.

Marta, al cabo de unos instantes bisbiseó:


—Tal vez, Kirk. Y puede que sólo te siga queriendo a ti, pero hay
un inconveniente.

—¿Cuál?

—Eres un cerdo.

El arrugó el ceño un momento.

—¿A qué viene eso, nena?

—¿Crees que no me doy cuenta? Estoy enferma, pero no soy tonta.


Has caído muy bajo.

—No veo en qué.

—Vives a costa de una mujer.

—¡Ja, ja, ja!

—Dices que eres su representante, pero yo no me lo trago

—¡Je, je, je!

—Que eres su administrador.

—¡Ji, ji!

—Su guardaespaldas.

—¡Jo, jo, jo!

Marta hizo también:

—¡Ju, ju, ju! ¡Ahí va eso, petardo!

Y le dio un guantazo que por poco envía a Kirk fuera de la roca que
le servía de parapeto.
El gimió:

—¡Cuerno! Enferma lo estarás mucho, pero... ¡menudo guantazo!

—Lárgate de aquí. Y no vuelvas a tocarme. ¡No eres más que un


bicho!

En aquel momento La Bella Lin gritaba también:

—¡Fuera! ¡Como vuelvas a pensar eso de mí, te mato!

Los dos hombres retrocedían asustados.

Estaban nerviosos. Si en este momento llegan a tener que disparar


otra vez, no aciertan ni a un elefante.

Llegó un momento en que chocaron de espaldas. Los dos se


cubrieron las cabezas porque pensaban que iban a atizarles otra vez.

Kirk susurró:

—Parece que no ha habido suerte...

—Un poco más y voy al hospital, muchacho.

—Todo eso te pasa por la mala vida que has llevado.

—¡Pues mira que la tuya!

Se volvieron. Iban a atizarse ellos también. Pero en aquel momento


Cruyff se puso en pie y murmuró:

—Calma, calma... Hay una cuestión importante que resolver,


amigos.

Kirk le miró bizqueando.


—Oye, aparta porque nos tapas el sol... ¿Qué cuestión es la que hay
que resolver?

—Nada menos que ésta: ¿Qué vais a hacer conmigo?

Milton se pellizcó la mandíbula.

—La cosa está clara: Eres nuestro prisionero.

—Supongo que no irás a protestar —gruñó Kirk.

—Oh, no... Pero hay un detalle importante.

—¿Cuál?

—Mientras sea vuestro prisionero, tendréis que mantenerme.

Los dos hombres se llevaron las manos a la cabeza. Se miraron


aterrorizados. Y fue Milton el que lo dijo al fin:

—¿Mantenerte?... ¿Con el dinero que tenemos?... Lo hemos pensado


mejor, ¿sabes? Muchacho, quedas libre...

CAPITULO X

Caliente, junio

El doctor Ulber salió del saloon andando de una forma algo


irregular. Era verdad lo que decían de él que a veces empinaba el codo
con demasiada alegría. Pero eso no impedía que, realmente, fuera una
eminencia médica y que supiera muy bien de qué modo había que tratar
a los pacientes.

En la Universidad de San Francisco, por ejemplo, hubiera tenido un


brillante porvenir, pero él prefería la vida libre y un poco salvaje de
Nevada. Podía vestir como quisiera y además nadie le decía nada si
asistía borracho a un parto, mientras sacara a la criatura y a la madre
adelante, cosa que hacía siempre.

Esa noche estaba bastante chispa.

Se había atizado media botella.

Pero los vapores del alcohol se alejaron en seguida de su cabeza


cuando, al adentrarse en las sombras del porche, notó que un objeto
duro se posaba en su espalda.

Ulber tenía la suficiente experiencia para saber de qué se trataba.


Alzó un poco las manos y susurró:

—No llevo armas y tampoco llevo apenas dinero, de modo que


pierde usted el tiempo, amigo. Vaya a atracar a otro.

La voz fría y metálica indicó:

—No es lo que usted piensa.

—Pero...

—Vuélvase.

El médico se volvió. Hizo un gesto de sincera sorpresa al ver de


frente al hombre que le amenazaba.

—Pero… ¡señor Mac Gregor!

—Quiero hablar con usted, Ulber.


—Para eso no hace falta un revólver. Venga a mi despacho cuando
le parezca señor Mac Gregor.

—Allí siempre hay al menos dos enfermeras —dijo el presidente de


la Mining Company—. Prefiero una entrevista sin testigos. Nadie nos
ha visto.

—Muy bien... ¿Y qué es eso tan secreto que tiene que decirme?
¿Alguna mujer le ha contagiado algo que no puede explicar a la gente?

—Calle, marrano.

—Demasiado sabemos todos que usted persigue chicas todas las


noches. No es ningún secreto.

—Deje de ganar tiempo, Ulber. Nadie le va a ayudar aquí, porque


tengo dos hombres apostados en las dos esquinas. Escúcheme y haga lo
que le digo.

—¿Y qué es eso tan importante que he de hacer, señor Mac Gregor?
Usted es cliente mío. ¿En qué puedo servirle?

—Tendrá una bonita suma si elimina a Marta Silverton.

—¿Eliminarla? No le entiendo.

—Déjese de monsergas. Todo el mundo sabe aquí que he tratado de


matarla varias veces. Lo sabe hasta el alguacil, pero se cuidará mucho
de no intervenir.

—Yo no sabía que usted hubiera querido matarla, señor Mac


Gregor.

—No se haga el tonto. Y si no he podido conseguir nada hasta ahora


ha sido por su culpa, Ulber.

—¿Mi culpa?
—Usted la ha obligado a encerrarse en su habitación. Y su
habitación es como una fortaleza difícil de abordar, o por lo menos lo
ha sido hasta ahora.

El médico apretó los labios con un gesto lleno de serenidad y al


mismo tiempo de firmeza.

—Yo no he hecho más que cumplir con mi deber, señor

Mac Gregor. Esa muchacha se muere día a día. Tiene un cáncer,


¿entiende? No sé si usted sabe lo que es eso, pero no se lo deseo. Salir a
la calle significa para ella una pérdida de energías que no puede
permitirse. Con mi medicación, la estoy aguantando como una flor de
invernadero, pero eso no durará demasiado.

—Necesito que acabe ahora —dijo firmemente Mac Gregor—. En


seguida.

¿Por las minas?

—Por lo que sea. Eso no le importa.

—No entiendo su interés, señor Mac Gregor —susurró el médico—.


¡Qué tontería! Usted ha conseguido mediante el crimen algunos
yacimientos de gran valor, pero todo el mundo sabe que en las minas de
Marta Silverton no hay nada.

—Necesito prolongar mis galerías para explotar mis propios


yacimientos. Ya estoy casi debajo de sus terrenos y por eso los
necesito. ¿No es una buena razón?

—¿Y qué quiere que haga, señor Mac Gregor?

—Envenénela. Usted tiene medios —dijo, brutalmente, el cacique—


. Es lo más sencillo del mundo y además le reportará mil dólares.

—No tengo venenos, señor Mac Gregor. Nunca los he tenido.


—¡Claro que los tiene, imbécil! O en todo caso puede conseguirlos.
Liquide a es golfa en un solo día o...

—¿O qué, señor Mac Gregoi?

—No lo contará.

El médico sostuvo con valentía su mirada. La expresión de Ulber era


serena, tranquila, firme.

—No soy como usted, señor Mac Gregor —dijo suavemente—.


Nunca cometeré un asesinato.

El millonario perdió los nervios.

Con voz ronca barbotó:

—Cierto: no lo cometerá. Ya no tendrá tiempo...

Y apretó el gatillo.

Envió brutalmente, cruelmente, dos balas contra los dos ojos del
médico.

CAPITULO XI

—...Y que el Señor, en su infinita misericordia, le perdone los


pecados que cometió, como los cometemos todos los seres humanos.
Que lo admita en su seno con benevolencia y lo tenga en su paz y en su
gloria. Amén.
El sacerdote que cuidaba de la inmensa zona parroquial de Caliente
arrojó sobre su ataúd el primer puñado de tierra y se retiró poco a poco.
Los dos sepultureros empezaron entonces a cubrir la caja que reposaba
en el fondo de la fosa, y en el que por todo adorno figuraban las
iniciales del doctor Ulber.

Había muy poca gente en la triste ceremonia del entierro.

Ulber no tenía parientes.

Los únicos que estaban allí, aparte del sacerdote y los sepultureros,
eran Milton, Kirk, un alguacil y un par de personas respetables de la
población en representación del vecindario. Muchas personas se habían
abstenido de acudir por temor a las represalias de Mac Gregor, ya que
todo el mundo sabía que era éste el que había liquidado al médico.

También lo sabían Kirk y Milton.

O al menos lo sospechaban con la suficiente vehemencia como para


querer asegurarse.

Una vez el ataúd estuvo cubierto, Kirk se puso lentamente su


sombrero. Milton le imitó.

Uno de los ciudadanos que habían acudido a la ceremonia, preguntó:

—¿Qué piensan hacer, muchachos?

—¿Por qué nos lo pregunta a nosotros? —susurró Milton—-. ¿No


hay aquí una autoridad .que se hará cargo de investigar ese crimen?

—Olvídese de las autoridades. La muerte del pobre Ulber fue lo


suficientemente salvaje como para que todo el mundo esté asustado y se
abstenga de intervenir. Imagínense... Vaciarle a ese hombre los ojos de
dos balazos... Todos sabemos que el que se meta en este mejunje puede
salir de él como salió Ulber, con la cara materialmente deshecha. Por
eso no habrá nadie que trate de vengarle.
—Ejem...

—¿Qué harán ustedes?

Kirk paseó su mirada por el vacío, de una forma lejana e


inexpresiva, como si no quisiera (comprometerse.

Al fin murmuró:

—Es extraño que haya venido tan poca gente.

—Ya se lo he explicado. La ciudad entera tiene miedo.

—Pero el doctor Ulber tendría pacientes, amigos...

—Todos están muertos.

—¿Queeeeé?...

—Los pacientes del doctor Ulber vivían más o menos una semana.
Si habían caído en sus manos por un simple resfriado, duraban a veces
hasta un mes, pero no había que hacerse ilusiones. Claro que eso será
una gran suerte para el doctor Ulber en el otro mundo.

—¿Por qué?

—Encontrará a tantos conocidos a los que ha dado el pasaporte, que


le ofrecerán una fiesta de bienvenida.

Milton apretó los labios.

No contestó. Sabía que en los pueblos del Oeste existía la sana


costumbre de atribuir todas las defunciones al médico. Aunque uno se
matara al caer desde la torre de la iglesia. Claro que, a veces, a la
gente no le faltaba la razón.

Las costumbres populares no surgen porque sí. Todas tienen una


causa razonable.
—Dudo que el doctor Ulber fuera de esa clase —dijo al fin—
porque al menos a Marta Silverton la ha cuidado muy bien. Pero
olvidemos eso ahora, amigo. Lo importante es que sea vengado.

Ninguno de los dos dijo se metería en aquel mejunje no.

Claro que en realidad no hacía falta porque ya estaban metidos.

Descendieron poco a poco, desde la colina en que estaba el


cementerio, a las primeras casas de Caliente.

La ciudad permanecía silenciosa.

Tenía un raro aspecto, un aspecto hermético y hostil, como de


población en guerra.

Milton bisbiseó:

—Ahora la cosa se ha puesto trágica, Kirk.

—Lo dices por Marta, ¿verdad?

—Exacto, lo digo por Marta. Hasta ahora el doctor Ulber la había


ido medicando para hacerla durar, pero a partir de este momento nadie
cuidará de ella. Temo lo peor. Podríamos conseguir otro médico, pero
dudo que acertase como acertó Ulber. Y además es posible que ningún
otro médico quiera intervenir, por temor a que también le vacíen los
ojos.

—Entonces, ¿qué se puede hacer?

—Cualquier cosa menos dejar morir poco a poco a Marta. Supongo


que a los dos nos resultaría casi imposible soportarlo.

—Eso es cierto.
Reflexionaron un momento mientras se acercaban a la población.
Estaban como empequeñecidos por su propia angustia. Al fin Kirk
musitó:

—Ya sé. Quizá el médico tenía algunos apuntes u observaciones


sobre la enfermedad de Marta. También debía tener apuntada la
medicación que pensaba darle. No es seguro, pero es posible. Yo creo
que deberíamos registrar en el despacho de Ulber.

—Buena idea, muchacho. Es raro que la hayas tenido.

—Muy amable, amigo. Pero si fracasamos dirás: «Claro, como la


idea fue tuya...»

Los dos hombres se dirigieron a la que había sido la casa del doctor
Ulber. No se ve apenas a nadie por las calles. El silencio seguía siendo
angustioso.

Abrieron la puerta empleando un alambre curvado sin que nadie les


molestase. Luego entraron en el despacho del médico.

Había allí un pequeño laboratorio con probetas, tubos de ensayo,


mecheros Bunsen y diversos artilugios que indicaban que el doctor
Ulber no se dedicaba sólo a hacer visitas, sino también a investigar.
Distinguieron sobre una mesa varios papeles con anotaciones y una
agenda de tapas negras donde podía haber cosas importantes. En
realidad era eso lo que buscaban, de modo que los dos hombres se
apoderaron de todo aquello, introduciéndolo en sus bolsillos.

Kirk susurró:

—A su manera debía ser un sabio. Fíjate... Tenía de todo, incluso


nitroglicerina. Y cuidado con ese vaso, no se te caiga encima. Por su
aspecto, lo que contiene es ácido sulfúrico.
—Creo que tienes razón, pero ahora el pobre hombre ya no podrá
seguir sus investigaciones. Hala, salgamos de aquí.

Fueron a hacerlo.

Pero se quedaron con las ganas.

Porque en aquel momento tres hombres armados con rifles y con los
dedos ya sobre los gatillos, aparecieron en la puerta.

***

Lo mismo Milton que Kirk se quedaron helados. Comprendieron


que ya no tenían tiempo de sacar. No tenían tiempo de nada, excepto,
en todo caso, de rezar la primera palabra de una oración.

Los tipos que acababan de irrumpir en el despacho no necesitaban


ninguna tarjeta de presentación. Eran esbirros de la Mining Company
que les habían visto entrar y habían acudido en seguida para hacer el
sucio trabajo de liquidarles. Aunque esa primera impresión se
desvaneció en seguida.

Había sorpresa en los ojos de aquellos tres hombres. Y también en


los del cuarto tipo que acababa de aparecer tras ellos.

Entonces comprendieron Milton y Kirk que aquellos esbirros habían


entrado por otra causa, sorprendiéndose al verlos allí. Claro que eso no
variaba las cosas.

—Bonito hallazgo... —susurró uno di ellos—. Los dos pichoncitos


metidos en su jaula...

Kirk movió un poco los dedos. Fue como un reflejo nervioso.


Pareció que de pronto iba a intentar sacar desesperadamente.

—¡Quieto, perro!
Kirk dejó inmovilizada la mano en el aire. Sus ojos y los de Milton
eran como dos puntitos de acero. Comprendieron que no tenían ninguna
posibilidad y que habían llegado ya a la antesala de su propia muerte.

—¡Fuera las armas!

Se desciñeron los cintos y los dejaron caer poco a poco. Aquella


sensación de quedar desnudos sin sus revólveres, casi les avergonzó.
Pero seguían mirando con desafío a sus verdugos, demostrando que no
les tenían ningún miedo. Incluso había en sus ojos una chispita de
burla.

Lo único que les dolía era que, después de su muerte, Marta y La


Bella Lin quedarían indefensas. Lo único que les destrozaba era saber
que las dos hermosas mujeres les seguirían poco más tarde en el camino
fatal.

Milton intentó ganar tiempo, aun estando convencido de que eso de


poco serviría Preguntó:

—¿Nos habéis visto entrar?¿Por eso habéis venido?

—No. No sabíamos que estabais aquí...

—¿Pues entonces por qué diablos?...

—Mac Gregor nos ha encargado hacer este trabajo. El piensa que


quizá Marta Silverton entregó su testamento al médico, que era la
persona de más confianza y si está guardado aquí, hemos de destruirlo.

—¿Por qué razón?

—Porque, una vez destruido, y una vez liquidada Marta Silverton,


cosa que no tardará en suceder, nadie podrá decir que es su heredero y
reclamar sus bienes. Entonces las minas quedarán vacantes y el señor
Mac Gregor hará que lleguen a sus manos. Medios no le faltan.
—Los doy por supuesto —dijo Kirk. Y tendió un poco la mano. —
¡Quieto!

—¿Qué pasa, Hombre? ¿Es que no puedo beber un vaso de agua


antes de morir? ¿Tan terriblé es eso?

Sin esperar la respuesta, tomó una jofaina que había sobre la


superficie de mármol y se llenó un vaso. Aquello era agua, no cabía
duda. Y por tanto, el peligro que podía representar para los cuatro
pistoleros resultaba nulo.

Uno de ellos barbotó:

—¿A qué tanto esperar? ¡Vamos a darles ya, muchachos! ¡Que


reviente!

Los dedos fueron a cerrarse sobre los gatillos.

Pero Kirk ya había lanzado, con un suave gesto, el vaso de agua


sobre el recipiente en que se encontraba el ácido sulfúrico. Uno de los
pistoleros se encontraba pegado a aquel recipiente, lo cual no
significaba, sin embargo, ningún peligro.

Pero ahora fue distinto.

La situación cambió radicalmente, en unos segundos.

El ácido sulfúrico puede derramarse sobre el agua sin que ocurra


nada, pero hacer lo contrario, o sea derramar el agua sobre el ácido,
produce un conocido y a veces mortal fenómeno. Simplemente el ácido
se transforma en una especie de terrible surtidor que abrasa todo lo que
está cerca.

Y eso fue lo que le ocurrió al pistolero. De repente sintió que se


abrasaba. Lanzó un alarido mientras los ojos de sus compañeros se
volvían por un momento hacia él.
Fueron sólo unas décimas de segundo, pero Milton y Kirk estaban
acostumbrados a aprovecharlas. Se dejaron caer al suelo mientras
rodaban junto al lugar donde yacían sus revólveres.

Las balas fueron instantáneas, pero sus tres enemigos habían


disparado mecánicamente, sin rectificar. En cuanto al cuarto, se llevaba
angustiosamente las manos a la cara abrasada por el ácido.

Los plomos pasaron altos y se hundieron en la pared del otro lado


del despacho. Mientras tanto los dos jóvenes alzaron sus revólveres sin
perder tiempo en sacarlos de las fundas.

Dispararon y amartillaron instantáneamente. Sus tres enemigos


quisieron bajar los rifles para apuntar al suelo, pero ya no tuvieron
tiempo.

Una nube de plomo les estaba segando la cintura.

Sus cuerpos se contorsionaron en el aire mientras las balas de los


rifles se perdían en el techo.

El otro, el que había recibido el ácido sulfúrico intentó llegar hasta


la puerta mientras sacaba el Colt, pero quedó hecho un ovillo en el
umbral. Dos balas le habían alcanzado de lleno, dos balas que casi
fueron misericordiosas porque le ahorraron sufrimientos.

Milton miró a Kirk.

—Ha sido buena idea —susurró—. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—Una vez me lo quisieron hacer a mí.

—¿Quién?

—Un acreedor.

—Entonces ya me lo explico. ¿Y qué pasó?


—Nada.

—¿Por qué?

Yo tenía entonces un oficio extraño. Era ayudante de un químico


borrachín.

—¿Y qué pasaba con el químico borrachín?

—Que había sustituido el ácido sultúrico por ginebra. De ese modo


se podía atizar cada merluza de espanto sin que nadie lo sospechase.
Cuando le veían salir con los ojos blancos, todo el mundo creía que era
un pobre mártir sacrificado por la ciencia.

—¿Y qué hizo el acreedor al ver que allí no pasaba nada?

—Se bebió la ginebra, el muy bestia.

—Y tú le acompañaste, supongo.

—Bueno, yo le acompañé por educación, para que el pobre no


bebiera solo... El caso fue que nos hicimos grandes amigos y terminó
prestándome cien dólares más.

—¿Y ahí concluyó la cosa?

—No, no concluyó. Desde entonces me busca para matarme, porque


aún no le he devuelto nada. Las últimas noticias que tengo fue que
compró un cañón procedente del desguace de un acorazado, lo montó
en una diligencia y con ella va recorriendo todo el Oeste hasta que me
encuentre.

—¿Pero no vives a costa de La Bella Lin? ¿No paga ella tus deudas?

—No creas que es tan sencillo. Además con La Bella Lin la gente
se llevaría muchas sorpresas.
Salieron los dos llevándose los papeles del medido y pasando por
encima de los cadáveres.

Llegaron a la calle.

Todo seguía tranquilo y silencioso, pero hostil. Se mascaba en el


ambiente ese raro misterio de las ciudades muertas. Los ojos de los dos
hombres escrutaban las esquinas, las ventanas; diríase que palpaban el
aire.

Kirk susurró:

—No me gusta eso, muchacho.

—A mí tampoco. Supongo que Mac Gregor se lanzará con todas sus


fuerzas, porque sabe que ha llegado el momento decisivo.

—Lo peor es que puede sorprendernos desde cualquier sitio. El


conoce la ciudad mucho mejor que nosotros.

Avanzaron pegados a un costado de la calle. Sus manos casi rozaban


los Colt

Había en ambos esa tensión, esa incertidumbre que precede a la


muerte.

De pronto oyeron aquello.

—Uf, uf, uf...

¿Era una locomotora?

¿O un rinoceronte escapado de un zoo?

—Pronto se dieron cuenta de que era una combinación de las dos


cosas.

—Uf, uf, uf...


Cruyff se presentó llevando una bolsa a la espalda. Las tablas del
porche crujían cada vez que ponía un pie sobre ellas. Los dos pistoleros
acercaron instintivamente aún más las manos a las culatas.

—Nada de eso, amigos —dijo Cruyff—. Amor con amor se paga.

—¿A qué viene eso ahora, muchacho? ¿No te ha encargado Mac


Gregor que nos mates?

—Exacto. Me ha encargado eso.

—Pues te será fácil.

—¿Por qué?

—Bastará con que te sientes encima de uno de nosotros.

Cruyff alzó un poco las manos y se sacudió las migas que tenía en
su pechera.

—No he venido en ese plan —gruñó—. Vosotros os portasteis bien


conmigo durante la pelea en las minas, y por eso digo que amor con
amor se paga. No quiero que os apiolen. Podéis largaros antes de que
Mac Gregor y sus hombres ataquen. Lo harán por aquel lado de la
plaza.

Señaló hacia uno de los rincones más silenciosos y tranquilos de la


población, y que por eso mismo infundía desconfianza. Kirk musitó:

—Sabes demasiado bien que no podemos huir. Hay dos mujeres


cuya vida depende de nosotros.

—Pues que huyan también. Aunque en realidad no vale la pena que


Marta Silverton se mueva; está condenada de todos modos.

Las sencillas palabras produjeron una sensación helada en los dos.


Fue una sensación amarga, lejana, que les hacía retroceder a los buenos
tiempos en que Marta Silverton era toda su vida. ¿Seguían ahora
pensando igual? Kirk sí, pero Milton no estaba tan seguro. Aunque de
todos modos el resultado final sería el mismo, ya que ninguno de los
dos estaba dispuesto a abandonarla.

Milton logró sonreír mirando al gordo, cuya sudorosa humanidad


llenaba media calle.

—Gracias, Cruyff. No lo olvidaremos.

—Eso es. A ver si un día me pagáis una cena.

Y fue a largarse.

Pero Kirk tocó la bolsa que Cruyff cargaba a su espalda.

—¿Qué llevas ahí?

—Explosivos, pero son de poca potencia. Un simple juego de niños.


Hacen «pum» y basta.

—Deja que los usemos nosotros, Cruyff.

—Contra mis antiguos compañeros no. Al fin y al cabo hemos


peleado juntos mucho tiempo.

—¿No dices que son de poca potencia?

—Eso es cierto. Sólo sirven para asustar.

—Pues entonces los emplearemos para eso. Creo que vamos a


necesitarlos si nos atacan en masa.

Cruyff les cedió la bolsa, y Milton sacó un cartucho. Se puso un


cigarrillo en los labios y lo encendió. En cualquier momento podía
prender fuego a la mecha, si el ataque llegaba.

Y éste no se hizo esperar.


Fue algo fulminante.

De pronto ocho caballos aparecieron al galope por la esquina que


antes había señalado Cruyff, mientras sus jinetes disparaban a
mansalva. Caso de no estar ya prevenidos los dos pistoleros, hubiesen
sido alcanzados de lleno.

Pero sabían ya que el ataque vendría por allí y se lanzaron de cabeza


hacia el porche, donde podían estar parapetados. Además vieron algo
que les hizo lanzar al mismo tiempo un rugido de odio.

¡Mac Gregor era uno de los atacantes!

¡Venía hacia ellos como un ciclón!

CAPITULO XII

Caliente, junio

Los dos pistoleros pensaron lo mismo. Aquel sucio asesino se lo


había jugado todo a una carta, y eso iba a ser peor para él. Mac Gregor
podía muy bien liquidarles, pero muy mal tenían que rodar las cosas si
él no recibía también una ración de plomo.

Mientras Kirk disparaba desde detrás del porche, Milton prendió


fuego a la mecha del cartucho. Lástima que, como había dicho Cruyff,
fuera de poca potencia y sólo sirviese para asustar.

Los jinetes atacantes se dieron cuenta de que estaban siendo


recibidos por una lluvia de plomo y de que a caballo ofrecían más
blanco aún. Saltaron en todas direcciones, pero dos de ellos lo hicieron
para no levantarse más.

Milton pensó:

«También ha saltado ese maldito de Mac Gregor...»

Le envió materialmente encima el cartucho con la mecha ya casi


consumida.

Lo tenía a veinte pasos. El lanzamiento fue perfecto.

Se oyó apenas un grito. Un grito leve.

Y en seguida la fantástica explosión.

¡BRAAAAAAM!

Pareció como si toda la calle hubiera de levantarse. Varios cristales


se rompieron. Algunas casas de madera temblaron, a causa de la onda
expansiva.

¡Y el cuerpo de Mac Gregor desapareció!

¡Se convirtió en su propio fantasma!

¡Voló en pedazos!

¿Aquello era un explosivo de poca potencia?

¿Pero qué diablos sabía el maldito de Cruyff?

Los otros cinco hombres, dándose cuenta de que la sorpresa había


fallado, corrían en todas direcciones buscando guarecerse, mientras
disparaban rabiosamente. Cruyff tuvo que lanzarse detrás de una pila de
toneles, porque, de lo contrario, le hubieran alcanzado también. Uno de
los toneles se rompió al recibir el impacto de su cabeza.
Ahora Milton, después de lanzar el cartucho, disparaba también
frenéticamente. Ninguno de sus cinco enemigos llegó a los sitios donde
querían guarecerse.

Uno de ellos quedó quieto, abrazado a la columna de un porche.

Otro se estrelló contra los barriles que servían de parapeto a Cruyff.

El tercero dio una voltereta en el aire y chocó contra su propio


caballo.

El cuarto y el quinto hicieron lo mismo. Dispararon en el centro de


la calle, sin cubrirse apenas, sin darse cuenta de que estaban cosiendo
con plomo el suelo porque ya no podían levantar los revólveres.
Mientras tanto, una fila de botones rojos se marcaba en sus pechos.

Milton fue el primero en levantarse, saliendo de su precario refugio


del porche.

Aún estaba lívido, porque la sensación de la muerte seguía flotando


en su boca. Pero logró que a sus labios asomara una leve sonrisa, una
sonrisa que era al fin el anuncio de su victoria.

—Creo que les hemos dado, muchacho —dijo mirando a Kirk—.


Esta vez la Mac Gregor Mining Company se ha ido al diablo.

De pronto hizo un gesto de alarma.

—¿Pero qué te pasa, Kirk?

Kirk no se levantaba. Se arrastraba por el suelo. Su mirada estaba


hundida en el polvo.

—Muchacho, ¿te han dado? ¡Por todos los cielos! ¿Estás herido?
—¡Calla, burro! ¡Es que se me ha caído un dólar y b estoy
buscando!

—¡Maldito seas! ¡Ojalá te mueras! ¡Hago mal en preocuparme por


ti!

—¿Y qué quieres que te diga? Un dólar es un dólar.

—¿No se te ocurre pensar más que eso? ¿No ves que hemos
liquidado a Mac Gregor? ¡Ni siquiera se puede reconocer su cadáver!

—Por las ropas, sí.

—En fin, lo mismo da... El caso es que lo hemos liquidado. El


asunto está resuelto, muchacho. ¡Venga un abrazo! Pero ahora que
recuerdo...

—¿Qué pasa?

—¿Dónde está ese maldito de Cruyff?

Una voz tímida dijo, saliendo del fondo de los toneles:

—Estoy aquí... Pero es que no puedo salir... Tengo la cabeza dentro


de un barril...

—Oye, pedazo de ballena: ¿Quién te ha dicho que esos explosivos


eran de los flojos?

—Me he confundido —dijo tímidamente Cruyff—. He metido la


pata.

—¿Pero es que no tienes ojos en la cara?

—Los tengo, pero no veo a dos pasos.

—¿No se dice que tienes tan buena vista? ¿No eres tú por eso el
encargado de moverte en el fondo de las minas?
—Precisamente por eso, porque no veo —confesó tímidamente
Cruyff—. En el fondo de las minas hay que andar a tientas, como los
topos. ¡Y ahí sí que me defiendo!...

Kirk masculló:

—¡Maldito tipo! ¡Lárgate de aquí!

—¿Y adonde queréis que vaya?

—¡A una fábrica de embutidos, a ver si te aprovechan! ¡Largo!

Como el gordo no podía sacar la cabeza del barril, decidieron


dejarlo. Avanzaron por el centro de la calle, que ya se iba llenando de
gente. No podía decirse que aquél fuera un día de luto para Caliente,
sino todo lo contrario. Uno de los más satisfechos, y que daba saltitos
en torno a los cadáveres, era el empresario de pompas fúnebres.

—¡Qué notición! —gritaba—. ¡Qué fantástico! ¡Esto sí que es velar


por la prosperidad del país! ¡Esto sí que es mirar por la buena marcha
del comercio!

Milton susurró:

—Oiga, quiero que entierre a estos tipos. Que haga una ceremonia
de primera sobre todo con los restos que quedan de Mc Gregor

—Para servirle, amigo. Aquí estamos para eso y para lo que haga
falta.

—Eso me parece bien.

—Espero que me recomiende a sus amigos.

—Dirá usted a mis enemigos. A mis amigos no suelo matarlos.

—Es igual. Pero el día que la diñe, acuérdese usted de éste su seguro
servidor.
—Oiga, ¿no podemos hablar de otra cosa?

—Por ejemplo —dijo Kirk—, ¿no podemos hablar de pagarle los


entierros a plazos?

Como el sepulturero ponía una cara muy extraña, los dos jóvenes se
largaron hacia el hotel donde se hospedaba Marta.

La muchacha se encontraba en su habitación, en compañía de La


Bella Lin. Y al verla tuvieron una sensación que no pudieron
explicarse. Tuvieron la sensación de que algo había cambiado allí.

Al principio no supieron explicarse en qué consistía. Y sin embargo


era algo muy fácil, era algo que estaba ante sus ojos. Se dieron cuenta
unos instantes más tarde.

¡Marta Silverton tenía mejor cara!

¡Parecía haber iniciado un proceso de recuperación!

Quizá nunca habían visto a la muchacha tan bella, tan tentadora


como entonces. Era igual que si todos los síntomas de la enfermedad
que la atormentó, se hubieran diluido en el aire.

Pero ni Milton ni Kirk se hicieron excesivas ilusiones. Ambos


sabían que casi siempre, antes de morir, los enfermos muy graves
tienen una mejoría pasajera que es como el canto del asno.
Precisamente ése es el síntoma peor, ante el cual muchos médicos
tiemblan. Fue Kirk el que musitó:

—Pareces muy mejorada, Marta.

—Sí... Y es extraño. Me siento esta mañana mucho mejor que


nunca. Cualquiera diría que jamás he estado enferma.

—¿No has tomado la medicación?


—No, no he podido hacerlo porque era el propio doctor Ulber el que
fijaba una dosis distinta cada día. El mezclaba las distintas medicinas y
yo no me atrevo a hacerlo.

—Eso es lo peor —susurró Milton—. Ahora no sabremos cómo


medicarte, a menos que... Oye, Kirk, hay que leer esa agenda. Quizá en
ella haya instrucciones, apuntes, alguna nota...

—Lo mismo estaba pensando yo. Veamos.

Los dos hombres hojearon uno las notas en papeles sueltos y el otro
la agenda. Mientras leían iban palideciendo. Allí había algo que les
trastornaba, que les hacía casi levantar los pies del suelo. De pronto
Kirk masculló:

—¡Diablos!

Y Milton:

—¡Infiernos!

—¿Pero qué bien hablados sois? —bisbiseó Marta—. ¿Qué pasa?

—Ahora está claro dijo Kirk—. Ese doctor Ulber era un as y encima
se convirtió en algo así como tu genio protector. Sabía que sólo había
un sistema para salvarte de las garras de Mac Gregon tenerte encerrada
aquí y decir a todo el mundo que ibas a morir. Sus notas y las
indicaciones que hizo para la medicación lo indican claramente. En
realidad te dio productos inofensivos a corto plazo, pero que te sumían
en una gran debilidad y te inclinaban a creer lo de una enfermedad
mortal. ¿Qué pretendía con eso? Primero, que Mac Gregor pensara que
no valía la pena matarte porque de todos modos ibas a morir. Ese era un
camino para salvarte. El otro también servía, por si fallaba el primero:
encerrada en esta habitación, eras mucho más invulnerable a cualquier
atentado. Puede decirse, muchacha, que durante este tiempo ha sido el
doctor Ulber el que te ha salvado la vida.
La muchacha hundió la cabeza.

Unas lágrimas quietas aparecieron en sus ojos, unas lágrimas que


quería ocultar a toda costa, pero que quemaban sus mejillas. Los dedos
que temblaban se unieron como en una plegaria.

También los dos pistoleros quedaron quietos, absortos un momento.


También ellos, en la soledad de sus conciencias, dedicaron un
homenaje a aquel hombre a quien al menos les cabía la satisfacción de
haber vengado.

Por fin Kirk susurró:

—Estás salvada y estás libre, Marta Silverton. Tu pesadilla ha


terminado.

Le señaló la ventana.

Le señaló la luz del sol.

Aquel gesto suave de su brazo pareció señalarle los caminos que


llevaban a la libertad y a la vida.

Como una promesa de que todo sería distinto ahora.

De que todo podía volver a empezar.

***

La muchacha tomó aquella mano dura y luchadora que tantas veces


se le había ofrecido, y avanzó poco a poco hacia la puerta. De repente,
palpitaba en sus ojos una nueva esperanza, una recién estrenada ilusión,
a pesar de que en sus ojos aún había lágrimas.

Lágrimas por la vida oscura que quedaba atrás.

Lágrimas de esperanza por la vida nueva que empezaba ahora.


—Es una lástima, Kirk —musitó—. Es una lástima que tú, el
hombre a quien en el fondo prefería, no seas más que el mantenido de
otra mujer.

—¿Mantenido? —susurró él.

—¿Es que vas a negarlo?

—Bueno, yo...

—¡Mira que te doy un guantazo!...

—Verás...

—¡No lo niegues o de un puntapié sales por la ventana!

—Me parece que estás demasiado bien, Marta. El doctor Ulber


debió darte más dosis de esa medicina debilitante.

—¿Te mantiene o no te mantiene La Bella Lin?

—Confieso que a veces paga algún gasto, pero no es lo que tú


crees. Y, al fin y al cabo, todo queda en casa.

—En casa, ¿eh? ¡Claro! Sois amiguitos...

Lo dijo con un oculto rencor, porque sabía que aquello hacía


imposible la boda que, en el fondo, siempre soñó. Pero en seguida se
avergonzó y dijo con voz suave, mientras cerraba los ojos un momento:

—Siempre te quise a ti, Kirk, pero si no te acepté fue porque no me


atrevía a ofender a Milton. Os aprecio tanto a los dos que me parecía
imposible ser la causa de vuestra discordia. Y si un día os llamé,
creyendo que iba a morir, era porque... porque... En fin, quería que
renaciera vuestra amistad y que recobrarais la confianza en vosotros
mismos que ya habíais perdido. Luchando juntos, reviviendo los viejos
peligros, seríais los de antes y saldríais del pozo de indiferencia, de
derrotismo en que habíais llegado a caer. Ese era mi propósito, Kirk,
pensando que el destino ya no me daría tiempo para casarme. Pero
ahora que me doy cuenta de que vuelvo a ser una mujer libre, me doy
cuenta también de que... de que esto no tiene remolió. Tú estás ligado a
esa mujer y honradamente debes seguir con ella.

Dijo aquello con pena, con una honda angustia que quería disimular,
pero que no podía. Kirk se dio cuenta de todo lo que aquella mujer le
había amado, de todo lo que había llegado a sufrir.

—Cierto —musitó sin embargo, como queriendo hacer más honda la


herida—, siempre estaré ligado a La Bella Lin.

—Es natural, Kirie. No te lo reprocho.

—Uno está siempre ligado a su hermana, ¿no?

Todo el cuerpo de Marta Silverton sufrió una sacudida.

Miró al joven con ojos alucinados.

También Milton.

Milton dio una especie de salto y plantó su boca a menos de un


centímetro de la boca de La Bella Lin.

—¿Su hermano? —gritó—. ¿Tú eres la hermana de ese pendocete?

—Claro que lo es —dijo Kirk contestando por ella—, y


naturalmente puedo justificarlo. Si me convertí en su administrador y
en su guardaespaldas fue para que pudiera seguir su carrera de
bailarina, que era la vocación de su vida, pero sin que pasara nada más.
Los hombres la asediaban tanto, que pensé que mi hermana acabaría
mal y me convertí en algo así como en su espantapájaros fijo. Desde
entonces, La Bella Lin fue una de las mujeres más difíciles del Oeste, y
también una de las de historia más limpia. En cuanto a lo de
mantenido... Bueno, es cierto que alguna vez me soltaba un dólar...
—Y algún guantazo —dijo La Bella Lin, con una sonrisa felina.

Pero no pudo añadir más.

Milton la estaba abrazando.

Y quizá iba a besarla, del mismo modo que Kirk se disponía a besar
a Marta Silverton.

Aquello era una escena romántica.

Aquello parecía la felicidad completa.

Aquello era como el final de una novela rosa en que la gente se casa
de dos en dos.

Pero que te crees tú eso.

No hubo ningún beso. No llegaron a tener tiempo de que sus labios


se unieran. En aquel momento llamaron a la puerta.

CAPITULO XIII

Caliente, junio

Fue Kirk el que abrió mientras pensaba caritativamente: «Al que


venga en un momento así le parto la boca».

Y, efectivamente, lanzó un directo nada más abrir la puerta.


Pero el directo pasó por encima del hombrecillo que había llamado,
a pesar de que éste estaba dando saltitos. Se coló dentro de la
habitación y gritó:

—¡Alegría, alegría!...

Milton arqueó una ceja.

—Pero ¿qué pasa?

—¡Hay que disfrutar de la vida y de los buenos negocios! ¡Ja, ja, ja!
¡Jo, jo, jo! ¡Ji, ji, ji!

—Oiga, ¿se ha vuelto majareta?

El tipejo gritó:

—¡Venga optimismo! ¡Venga carcajadas! ¡Esto es la monda!

—¿Pero puede saberse quién es usted?

El tipejo se quitó entonces el sombrero, hizo una reverencia y


murmuró:

—Para servirles, soy el secretario del empresario de pompas


fúnebres.

—Ah, ya se nota.

—¿Verdad que sí?

—¡Hombre!...

—La gente dice que valgo para este oficio.

—Yo creo que más bien valdría para anunciar en México un tablao
flamenco.
—¿Usted cree? ¿Y no podría hacer las dos cosas? ¿Anunciar tablaos
flamencos y tomar las medidas a los muertos?

—Todo es cuestión de empezar —dijo Milton—. Mientras no se


confunda... Bueno, ¿a qué ha venido?

—A decirles que los entierros que ustedes encargaron están listos y


a punto de caramelo.

—¡Qué rapidez!

—Los negocios son los negocios, amigos. Nuestra funeraria tiene el


lema: «No hay que dejar que se aburran los muertos».

—¿Y... podemos pagar a plazos?

—Claro que sí, compadre. Nuestra funeraria tiene otro lema:


«Muérase hoy y pague mañana».

—¡Pues qué bien!

—Es el signo de los tiempos. El día de mañana se va a pagar a


plazos hasta la novia.

Y señaló la puerta.

—Supongo que querrán presidir los entierros. ¿Vamos?

—Vamos —dijo Milton.

—Vamos —decidió Kirk.

Miraron a las dos mujeres, aquellas dos bellezas que hacían pensar
en cualquier cosa menos en la muerte.

—Volvemos en seguida —dijeron al unísono. —Si no nos meten en


la cárcel por no pagar —añadió Kirk en voz baja.
Y salieron a la calle principal de Caliente. En efecto, los ataúdes y
los carromatos estaban preparados para ir al cementerio, formando una
larga comitiva. Nunca en Caliente había sido eliminada una banda tan
importante, tan despiadada, tan numerosa como la de Mac Gregor. Los
hombres que acabaron con ella volvían a tener el prestigio, la leyenda
que tuvieron cuando eran los dos pacificadores más famosos del Oeste.

Podían volver a empezar.

Se habían convertido otra vez en dueños de sus destinos. Bueno, al


menos eso parecía.

Pero el tipo que estaba encaramado tras aquella ventana, apuntando


con el rifle, estaba decidido a que no lo pareciera.

CAPITULO XIV

Caliente, Caliente, Caliente...

El punto de mira apuntó primero a Milton.

Era el que estaba en mejor posición para abatirle. Era también el


que llevaba la mano más cerca del revólver.

Un dedo acarició el gatillo.

Milton respiró hondamente.


No tenía idea de que un cañón ya le estaba apuntando. No tenía ni
idea de que iba a morir.

En aquel momento, el empresario de pompas fúnebres se acercó a él.

—Tome, esto es lo único que ha podido salvarse de entre los restos


de Mac Gregor. Le pertenece.

—¿Pero qué diablos es?

—Dos monedas de a dólar. Es todo el dinero que llevaba encima.

—¿Sólo eso?

—Sólo.

Milton palideció.

También palideció Kirk, que estaba escuchando.

Los ojos de los dos hombres escrutaron instantáneamente la calle,


aunque nadie pudo darse cuenta. En apariencia seguían andado tras los
ataúdes como si tal cosa. Pero se dieron cuenta de que a la izquierda
tenían un campo desierto donde no había ningún peligro. A la derecha
tenían una hilera de casas y...

De pronto giraron los dos.

Como lobos.

Como diablos.

Como máquinas implacables de matar.

Los revólveres vomitaron rabiosamente.

Las llamas rojas segaron el aire.


Mac Gregor, que ya iba a apretar el gatillo desde la ventana, sintió
una brutal sacudida y resbaló hacia delante mientras lanzaba un aullido.
El rifle resbaló de entre sus dedos. Las llamas color rojo, color naranja,
color escarlata, color sangre, parecieron llenarlo todo... todo... todo.

Cuando cayó casi a los pies de los asombrados espectadores, hecho


una piltrafa, Kirk musitó:

—Bonita idea tuvo el muy buitre al dar sus ropas al pistolero que
más se parecía a él. Lo malo fue que no le diese también su dinero...

—Claro. No salían las cuentas. ¿Un fulano así con sólo dos dólares?
¡Uf! Imposible...

—Tienes razón, muchacho. Qué vista tengo, ¿eh?

—¿Por qué dices eso?

—Porque le he dado yo.

—Mientes. Le he dado yo.

—Narices. Tú le has dado a la torre de la iglesia.

—Y tú a aquella faja que tiene tendida la mujer del alcalde.

—¡Te voy a!...

—Cuidado con tocarme.

—Siento no poder decir eso mismo de ti.

—Repítelo.

—Nada de nada.

—Sí, ¿eh? ¡Pues toma!

—¡Toma!
Y los dos puños fueron a salir disparados. Hubieran llegado a su
destino y hubieran cambiado más de una muela de sitio de no haber
saltado a tiempo el empresario de pompas fúnebres, quien los
inmovilizó con expresión ansiosa.

—¡Señores! ¡Señores, por Dios! ¡Que ésta es una ceremonia de paz!

—¿Por qué nos interrumpe? —masculló Kirk—. Yo creí que a usted


le interesaba que nos matáramos. A más difuntos, más negocio.

—No ustedes no — dijo el de pompas fúnebres, se presentó


apuradamente—Sobre todo ustedes no . Porque si los dos la diñan se
acabó lo que se daba….

No habían llegado a la salida de la ciudad cuando se presentó


Cruyff.

El gordo Cruyff parecía muy apurado y diríase que había perdido


el apetito. Con expresión plañidera susurró:

—He visto lo que ha pasado.

—Menos mal que ves algo, muchacho —dijo Kirk—. Ya empezaba


a estar intranquilo.

—¿Por qué?

—Temía que a la hora del bocadillo, me atizaras un mordisco a mí.

Cruyff no hizo caso de la indirecta. Se frotó los ojos y musitó:

—Mac Gregor era un sucio traidor, hay que reconocerlo.

—Bien está que al fin te hayas dado cuenta.

—Pero no trabajé para él. Eso no puedo negarlo, aunque jamás maté
a nadie.
—Nadie te va a pedir responsabilidades, Cruyff. Puedes estar
tranquilo.

—No lo digo por eso. Estoy muy tranquilo, ya que no pueden


meterme en una celda porque no quepo, ni colgarme, porque se
rompería la cuerda. Yo soy el Hombre Invencible. Lo digo porque no
quiero que Mac Gregor, al fin y al cabo, sea enterrado como un perro.

—Ese es un sentimiento de persona bien nacida, Cruyff.

—Permitan que lo entierre yo. Creo que es un último deber.

—Perfecto, Cruyff —dijo Milton—. Ocúpate tú de eso. Pero tengo


una idea...

—¿Una idea?

—El siempre ambicionó poseer las minas de Marta Silverton.


Entiérrele allí. Será un modo de dejarle satisfecho.

--Sí, es una buena idea —musitó el gordo—. Gracias, Milton. Por


éstas que lo haré. Voy a llevármelo.

Y se alejó pesadamente. Kirk respiró el aire tranquilo de la ciudad.


Un aire tranquilo, quieto.

—Vaya —suspiró—, por fin hay paz. Verdadera paz...

***

¡BRAAAAAAM!

La explosión, a pesar de haberse producido muy tejos, llegó hasta la


ciudad. Todo el mundo quedó extrañado, atónito. ¿Qué podía ser
aquello? ¿Qué clase de trueno siniestro había arrastrado desde la
lejanía, el viento favorable?

Ni Milton, ni Kirk, ni nadie podía comprenderlo.


Pero lo entendieron unas horas más tarde. Lo entendieron cuando
Cruyff se presentó hecho un guiñapo y con las ropas convertidas en
jirones.

—Ki... Ki... Ki... —gritó.

—Muchacho, ¿qué te pasa? ¿Te has convertido en un gallo?

Cruyff pudo terminar la palabra.

—¡Kirk! —gritó.

—Estoy aquí, muchacho.

—Mi... Mi... Mi...

—¡Cruyff! ¡Que pareces un gato!

—¡No quiero decir miau! ¡Quiero decir Milton!

—Menos mal. Estoy aquí, muchacho.

—He enterrado a Mac Gregor.

—Eso está bien, hombre.

—Pero me ha explotado un cartucho.

—Sí, ya hemos oído un trueno... ¿No te ha pasado nada? ¿No tienes


los huesos rotos? ¿No se te ha hundido la cabeza? ¿No se te ha quitado
el apetito?

—Nada de eso. Lo que pasa es que se ha hundido la pared de una


galería y eso me ha salvado. ¿Y qué he visto detrás de esa pared? ¿Qué
he visto, amigos? ¡Pues nada menos que oro! ¡Aquello está lleno de
oro! ¡Es una mina! Bueno, ya sabemos que es una mina. ¡Quiero decir
que es un fortunen!...
Lo mismo Milton que Kirk se miraron sin acabar de creerlo.
Resultaba que allí iban a ser todos ricos. Había oro: ¡Oro! ¡El bandido
de Mac Gregor supo desde el primer momento o que buscaba!

Tuvieron que apoyarse uno en el otro para no caer.

Pero se enderezaron, de repente, cuando Cruyff gruñó:

—También he visto algo raro. Un fulano que viene hacia aquí


conduciendo una diligencia. Pero no es una diligencia normal. La ha
arreglado para acoplar un cañón que yo diría que perteneció a un
acorazado...

Los dos hombres palidecieron.

Sobre todo Kirie.

Kirk susurró:

—¡Madre mía! ¡Ha dado conmigo!

—¡Estamos perdidos! —balbució Milton.

—Claro que hay todavía un remedio, muchacho.

—¿Cuál?

—¿Qué tal es el whisky de esta ciudad?

—Dicen que bueno.

—Pues hablaré con ese tipo antes de que empiecen a cañonazos y se


lo haré probar. ¡Veras como todavía obtenemos un nuevo préstamo!...

FIN

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