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© Silver Kane
ISBN: 84-406-0731-8
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Wichita, marzo
Este musitó:
—¡Pero si es un momento!...
—Poco a poco, nena. Sería una lástima ir aprisa. Pero ahora será
mejor que me olvides.
—¿Qué te pasa?
—Tengo un asunto.
No, no era un asunto con una mujer, es decir un asunto de los que a
él le gustaban. Todo lo contrario. Más allá de la puerta, más allá del
porche, bajo el sol que ya era caliente, podía aguardarle la muerte.
Y salió.
El sol le dio en la cara. Pero aun así vio a los dos hombres que le
estaban esperando, dos hombres con los brazos arqueados y los
sombreros echados sobre los ojos.
—Quieto, Milton.
—¿Doce pasos?
—¡Fuego!
Y bisbiseó:
El dueño del saloon, que pesaba dentó veinte kilos, salió y dio una
palmada en la espalda de Milton que le hizo toser. Al joven se le cayó
el revólver y tuvo que recogerlo del suelo. Por un momento pensó que
le había embestido un bisonte por detrás.
—¿Por qué?
—¡Te voy a detener por escándalo público, nena! ¡Hay que ver! ¡Ni
un pellizco con buena intención aguantáis las chicas de ahora! Vamos a
ver, Milton: ¿y estos tipos te habían perseguido durante un año para
vengar al bandido de su hermano?
—¿Con quién?
—¿Cuál?
Llena de curvas.
Ahora que no tenía que desafiarse con nadie, era mejor aprovechar
la ganga antes de que ella cambiara de opinión.
Subió a su reservado.
Llamó a la puerta.
—Entra, chato.
¡ZAAAAAAAAS!
¡BLAAAAAAM!
—Claro, Milton.
—Supongo que no habrás cambiado de idea.
—¿Es indispensable?
Dio un paso.
Dos.
¡CHAAAAAAP!
Evelyn musitó:
—Pero, cariño...
—Preciosa, no importa.
¡AAAAATCHISSSS!
—Ven, acércate.
—Tienes que darme lo que dijiste que tenías para mí, amor.
—¡Eres mía!
—¿Una carta?...
—No pongas esa cara, amor. Ni saltes por la ventana. ¿Pues qué te
habías creído?
Porque Milton era joven, era un pistolero de unos treinta años con
los hombros cuadrados, la cintura estrecha y los ojos grises. Porque
Milton era un hombre que aún llamaba la atención en cualquier parte.
Pero él mismo decía que no servía para nada. Estaba retirado.
Apuntó.
¡BAAAAANG!
Apuntó de nuevo.
¡BAAAAANG!
Otra vez el plomo se estrelló contra la pared, aunque ahora casi llegó
a rozar el marco del cuadro.
—¡Puaf!
Kirk gruñó:
—¡Je, je...! De modo que nunca falla, ¿eh? ¡Pues conmigo falló!
¡Ese tal Milton es una filfa! ¡Repartía esas fotografías como
propaganda! ¡Para que le dieran trabajo en las ciudades turbulentas!
¡Decía que era el mejor! ¡Pero narices! ¿El mejor de qué...? Todo
cuento. Todo mandanga. Milton, esté donde esté, aunque supongo que
estará en el infierno, es un hombre acabado. Así como yo me conservo
en plena forma, él está hecho un flan, un merengue, una gelatina. ¡Puaf!
—¿El whisky?
—¿Cuál?
—¡Vete al diablo!
Allí no había más que dos sillas, una mesa y un par de medias que
quizá se había olvidado alguna bailarina. También había un tipejo
pequeño que estaba barriendo el suelo lleno de facturas sin pagar y de
botellas vacías de whisky.
El tipejo gruñó:
—Hola, Kirk.
—Hola.
—Ujú.
—¿Por qué?
—Bueno, bueno.
—Además, si las otras bailarinas se enamoran de mí, yo no tengo la
culpa.
—Claro, muchacho.
—Eso.
—¿Qué le dijiste?
Y el tipejo salió.
No traía el dinero.
Un ojo morado.
Kirk gruñó:
—¿Qué pasa? ¿Es que la Bella Lin no tenía dinero suelto?
—¿Por qué?
—Sí, sí...
—Pacificaste Amarillo.
—Al que tienes que darle es a Ben Joyce. Se trata de un bicho. Hace
poco cometió una de sus clásicas fechorías. Todo el mundo habló de
ello. Si no le liquidas, La Bella Lin acabará mal.
—Sí, pero me trata muy mal. Para que el whisky me dure más, tengo
que mezclarlo con matarratas.
—¿Quéeeeee?...
Y salió.
Todo el pasillo que daba a los camerinos de las actrices estaba lleno
de carteles proclamando un solo nombre: «La Bella Lin», «La Bella
Lin». «¡LA BELLA LIN!»
Sensacional.
Ben Joyce.
Murmuró:
—¿Por qué tiene que gastar balas, señor? Demasiado sabe usted que
La Bella Lin no recibe visitas.
El otro se volvió y clavó en él sus ojos sanguinolentos. Vio que Kirk
era un tipo alto, delgado, musculoso, de facciones rectas y duras, cuyos
dedos parecían haber nacido para tocar el revólver.
—¿Qué dice?
—Es cierto que actuó allí, señor. Pero yo entonces aún no era su
representante.
Sabía ante qué clase de pistolero se encontraba. Sabía que Ben Joyce
había matado, en desafío, a más de una docena de hombres sin contar a
las varias docenas de ellos a los que había matado por la espalda.
—¿Qué, señor?
Kirk musitó:
De pronto, se derrumbó.
Sí, todo había sido como en los viejos tiempos, cuando él no era la
piltrafa humana en que hoy se había convertido.
—Bueno, yo...
El pasó.
—Es que esto puede traer malas consecuencias. Joyce tenía amigos,
que quizá tratarán de vengarlo.
—Pues entrénate otra vez. A ver si te has creído que puedes vivir
como un rey sin decir «este revólver es mío»...
Kirk suspiró.
Pero La Bella Lin se volvió hacia él no con unos dólares, sino con
un sobre blanco.
—Toma. Me lo han dado para ti hace una hora. Parece que viene de
muy lejos.
Kirk tomó el sobre con gesto de decepción, porque estaba seguro de
que se trataba de alguna factura ya olvidada. Pero, de pronto, sus ojos
se achicaron. Pasó por ellos como una chispita de remota nostalgia.
Lo rasgó, extrajo el papel, que estaba escrito con una letra clara y
limpia, y miró, ante todo, la firma Comprendió que sus recuerdos no le
habían engañado. La firma decía: Marta.
«Déjalo todo y ven a verme, Kirk. Ven a verme aquí por última vez,
antes de que muera...»
CAPITULO III
Kirk carraspeó.
—¡Cuerno!
—No sé a qué viene esa exclamación. ¿Te extraña que una chica de
buena salud como yo, y que quiere mantener sus curvas, coma de vez
en cuando?
—No lo digo por eso. Lo digo porque ayer se nos terminaron casi
todas las provisiones.
—¿Cazar?
—Lo malo es que los únicos bichos que veo son escorpiones. Y no
creo que te guste un escorpión a la brasa.
—Ya sé... ¡Si tuviera suerte...! Por las cercanías pasa el río Wash,
que es más bien un riachuelo con unos cañaverales y unas lagunas. Allí
se refugian los patos. Quizá alguno vuele por encima de nuestras
cabezas...
—Mujer, yo...
Kirk suspiró.
Gritó:
—¡Ya es mío!
Guardó el revólver y corrió tras él. No sabía aún en qué lío se metía.
CAPITULO IV
Rodeó la colina.
Vio a lo lejos el pato, que ya no batía las alas. Era una presa segura.
Parecía estarle esperando con un cartelito que decía: « ¡Cómeme!»
Kirk gritó:
—Sí, ¿eh?
—¡Sí, cuerno!
Gritó:
—¡Muere, marranooo...!
E hizo fuego.
Acababa de gritar:
Kirk movió la palanca del rifle. Lo hizo con rabia y apretando los
labios en un gesto de obstinación.
Tenía delante un tipo duro de mollera, por lo visto. Muy bien, tanto
peor para él.
Apretó el gatillo y la bala pasó por el enemigo del centro, pero sin
que éste se moviera. El proyectil acabó estrellándose contra un poste
recién instalado de telégrafos, que ya llegaba hasta San Francisco.
—¡Ya eres mío, miserable! ¡Adornaré tu cadáver con las plumas del
patooo...!
Y disparó de nuevo.
—¡A ver si afinas la puntería de una vez! ¡Puede que me mates, pero
será de aburrimientooo...!
Y apretó el gatillo.
—¡Oye, bestia!
—Ni a mí tampoco.
—Lo que te digo es una cosa: nos estamos cargando medio Nevada.
—¿Qué?
—¡Pues adelante!
—¡Cerdooo...!
—¡Mofeta...!
Los dos se lanzaron al galope uno contra el otro, llevando los rifles
dispuestos. Pero cuando estaban más o menos a cinco pasos frenaron de
golpe y estuvieron a punto de salir despedidos por encima de las orejas.
—¡Kirk!
—¡Milton!
—¡So animal!
—¡So bestia!
Los dos se querían tanto, que se largaron dos puñetazos con ánimo
de partirse las narices. Pero no debían estar en forma, porque lo único
que consiguieron fue resbalar desde las sillas de los caballos y
desplomarse al suelo.
Milton susurró:
—¡Toma, y yo también!
—¡Toma!
Kirk suspiró.
—En realidad no hay otro tipo al que odie tanto como tú, Milton.
¿Pero qué ha sido de ti? ¿Cómo te rodaron las cosas desde que nos
separamos?
—¡Uf! ¡Fenómeno!
—¿Tienes trabajo?
Veinticinco centavos.
—Y que lo digas.
Milton gruñó:
—¿Por qué nos engañamos? Parece que las cosas no nos han ido
demasiado bien en los últimos tiempos, ¿eh? Hasta hemos perdido el
pulso.
—Eso mismo te iba a decir yo. Y me pasa algo peor. Antes me bebía
una tonelada de whisky y no me pasaba nada. Ahora echo un trago y lo
empiezo a ver todo doble.
—Eso es.
—A los dos igual.
—Una pluma para ti, una pluma para mí... Una pluma para ti, una
pluma para mí...
CAPITULO V
Caliente, mayo
Y sonrió a Kirk.
Muy bajo había caído, después de ser uno de los pistoleros más
temidos del Oeste.
—¿Qué te pasa?
Y gruñó:
—Ah, diablos...
Lo mismo Milton que Kirk habían oído nombrar aquella zona. Era
un importante núcleo minero que aún hoy se sigue explotando. Y los
dos preguntaron al mismo tiempo, de dónde había sacado Marta los
fondos para comprar aquello, ya que cuando la dejaron era una
muchacha más bien pobre, que sólo poseía unas modestas tierras que le
dejaron sus padres.
—Parece que esa mujer tenía unas tierras que pudo vender. Con lo
que le dieron, compró unos locales en Carson City y los revendió con
beneficio. Entonces invirtió parte en esas minas creyendo que hacía un
gran negocio. Los entendidos le dijeron que había plata, pero la verdad
es que no hay nada. Es decir, ella se arruinó. Y como las desgracias
nunca vienen solas, últimamente ha contraído una grave enfermedad
que acabará por llevarla a la tumba. Ya ven ustedes qué panorama tan
alentador. ¿Son viejos amigos suyos?
—¿Vienen a verla?
—Sí.
—Un momento.
—¿Qué pasa?
—Sí.
Apuntaban con ellos a los dos recién llegados, que de ese modo
habían quedado acorralados por todas partes.
—Lo que pasa lo veréis en seguida —dijo el del rifle—. Soltad las
armas.
Se secó con las yemas de los dedos unas gotitas de sudor que habían
nacido en su frente.
Miraron los cadáveres sin comprender aún muy bien lo que sucedía.
Una cosa solamente estaba clara: aquellos tipos habían tratado de
liquidar a Marta.
—-¿Queee...?
—El cementerio es demasiado pequeño —dijo el alguacil—.
Milton gritó:
—¡Marta! ¡Chata!
Y Kirk:
—¡Cariño!
La verdad era que sólo habían visto una pierna, pero eso poco
importaba.
Los dos se agarraron a ella como dos cosacos.
CAPITULO VI
Caliente, mayo
Esta vestía una bata. Una bata de seda roja que le llegaba hasta los
mismos pies.
Marta susurró:
—He oído tiros y he pensado que... Pero, en fin, veo que vosotros y
las balas siempre llegáis juntos.
Fue al ver ese gesto cuando notaron que las apariencias podían
engañarles. Estaban acostumbrados a que Marta Silverton se moviese
de una forma decidida, audaz. Su gesto de ahora, en cambio fue el de
una chica que ya no tiene fuerzas, una mujer que conserva el buen
aspecto gracias a su maravillosa juventud, pero a la que la enfermedad
va devorando poco a poco.
Kirk susurró:
—Sí.
—En la comarca, fuera del doctor Ulber, no hay más que un par de
ellos que se- dedican sólo a extraer balas y no entienden de nada más.
Pregunté a uno de esos dos y me dijo que sí, que por los síntomas, el
doctor Ulber debía tener razón, pero tampoco me aclaró gran cosa. ¿Tú
sabes exactamente qué enfermedad es ésa, Kirk?
Lo dijo sin rencor, sin miedo, con una suave resignación que hacía
aún más dulce y más bello su rostro.
—¿Y por qué no? ¿No muere todo el mundo algún día? ¿Y no son
sepultadas continuamente mujeres de mi edad?
—...¿Sin qué...?
—Jamás.
Milton quiso sonreír. Preguntó, con voz que trataba de ser alegre:
—¿Pero por qué no te decidiste, Marta? Yo te quería de verdad.
¿Por qué no me aceptaste a mí? La elección no era difícil. Entre el
burro de Kirk y yo había un abismo de diferencia. Digo...
—¿Cuál fue?
Pero se acordó de que él, por su parte, se había dado más de una
trompada y hasta había caído dentro de una bañera por perseguir a una
hembra. La verdad era que ambos estaban hechos unos buenas pintas,
de modo que lo mejor era callarse.
—Oh, no, nada... Bueno, tal vez sí. Quería decirte que este verano
estarás tan sana como antes, ya lo verás.
—Prefiero que no hablemos de eso, Milton —susurró ella—. Te
pido, por favor, que no mencionemos mi enfermedad mientras viváis
aquí. Por cierto, todos vuestros gastos corren de mi cuenta.
—Nadamos en oro.
—Ahí enfrente.
—Nunca lo haré.
—No quiero ceder ante una sanguijuela como Mac Gregor —dijo
ella con firmeza—, y además no olvidéis que mi posición es distinta
que la de cualquier otra persona.
—¿Distinta por qué? Las balas te pueden hacer tanto daño como a
los otros propietarios.
—¡Oh, no...! A mí me harían menos daño. Mejor dicho, no me
harían ninguno, porque estoy condenada a morir. Si me liquidan antes,
¿qué importa? Y no quiero ir al otro mundo con el remordimiento de
haber cedido ante un asesino semejante.
Milton cabeceó.
—Siempre has sido una chica muy valerosa, Marta. Esto te honra,
pero creo que deberías pensarlo de nuevo.
Milton susurró:
—Si te da tiempo...
Sabía que llamar a Cruyff era como llamar a la muerte. Sabía que
esta vez, no podía fallar.
CAPITULO VII
Caliente, mayo
—Adelante.
El tipo que entró, tuvo que hacerlo de costado. Era gordo como un
tonel. Dejó de masticar el bocadillo de salchicha, que tenía entre los
dientes, y murmuró:
—¿Llamaba, jefe?
—¿Hay que abrir alguna nueva galería? ¿Hay que manejar otra vez
la dinamita?
—¿Distinto?
—Sí, los de mecha rápida. Los hemos empleado, a veces, contra los
coyotes.
CAPITULO VIII
Caliente, junio
Las señoras que paseaban por la calle se habían puesto más guapas.
Y eso hacía que tropezaran contra los porches o contra las ancas de
los caballos. Aquella mañana, a causa de las señoras, hubo más
coscorrones en Caliente que en todo el resto del año.
Milton parpadeó.
Menuda señora...
Claro que eso tenía una serie de nombres. A los tipos que vivían así,
la gente les despreciaba.
Ella le saludó.
—Oh, no...
—Es que no fue un momento. Fue casi media hora, qué diablos. No
acertabais una. Y, sin embargo, otras veces habéis demostrado ser unos
auténticos campeones. ¿Qué pasa?
—En otro tiempo Kirk y yo fuimos muy buenos. Tan buenos que
nos convertimos en rivales y por eso llegamos a ser enemigos,
especialmente después de enamorarnos los dos de la misma mujer.
Desde las ciudades más importantes, donde había problemas con los
forajidos nos llamaban para que las pacificáramos. El trabajo nos
sobraba. Llovían los dólares a nuestros bolsillos.
—¿Y qué os pasó luego? ¿Por qué habéis llegado a ser tan patatas
como a veces sois ahora?
—Tomo medidas.
Y el gordo salió.
—Perdone, jefe.
—¡Sal en seguida!
—¿Por qué?
—Me dejo caer contra una de las paredes maestras del hotel y se
acabaron los problemas.
Giró.
—Tengo una vista soberbia, jefe. Usted sabe que en las galerías de
las minas me muevo mejor que nadie.
—Eso es cierto.
—Confíe en mí. Y prepárese para recoger los pedazos de Marta.
Pensó: «Adelante.»
En eso era un as. Nadie en las minas sabía moverse entre los
explosivos, tan perfectamente.
—¡Nena!
—¡Chato!
¡Braaam!
La camarera masculló:
Hizo fuego. Menos mal que el marido se las sabía todas, y al oír
abrirse la puerta saltó con la camarera debajo de la cama.
Cruyff parpadeó.
—¡Cuernos! —dijo.
La verdad era que Cruyff tenía un secreto, el cual guardaba
celosamente para no perder su empleo. Cruyff no veía tres en un burro.
Y si se movía con habilidad por las galerías subterráneas, era,
precisamente, porque allí no hacía falta ver, porque allí todo el mundo
se movía casi a tientas, y en cuestión de palpar las paredes él tenía
mucho más entrenamiento que los otros.
¡Braaam!
—¡A la carga!
Cruyff pestañeó de nuevo. ¿Pero de dónde habían salido tantas
manchas amarillas? ¿Es que aquella ventana cambiaba de sitio cada
medio minuto?
¡Braaam!
Cruyff barbotó:
De todos modos respiró tranquilo, puesto que las cosas volvían a ser
normales. La mancha amarilla estaba más o menos en el sitio donde
estuvo la primera vez.
¡Braaam!
Y murmuró:
Se puso lívido.
—¡Tuyo!
—¡Tuyo:
—Gracias.
CAPITULO IX
—Allí están.
Era un paisaje caótico, un paisaje que parecía lunar según como uno
lo mirase. La tierra calcárea estaba agujereada por todas partes,
mostrando el nacimiento de minas que parecían viviendas de
trogloditas. Se notaba que allí la gente se había lanzado a hacer
prospecciones en el terreno, fiándose de la leyenda, según la cual, todo
el subsuelo de Nevada era una inmensa masa de plata.
—Quizás has hecho mal en salir del hotel para enseñarnos esto,
Marta. El viaje puede perjudicarte.
—No tiene tanta importancia. ¿Qué más da, si de todos modos voy a
morir? El doctor Ulber se ha puesto como una fiera y me ha dicho que
no saliese, pero yo ya estoy harta de tanto encierro. Hacía semanas
enteras que no salía de mi habitación del hotel.
No quería desanimarla.
—Bueno... Hay que reconocer que bebe de vez en cuando, pero eso
no impide que sea una eminencia. Toda la gente de esta comarca tiene
una gran fe en él. Ha hecho curaciones realmente prodigiosas.
—En esas galerías parecía haber una gran fortuna —dijo—, pero
desgraciadamente no hay nada.
—No. Sólo las galerías que hay al lado oeste. Las del lado este
también están abandonadas porque no se ha encontrado nada que
valiese la pena. Es un triste final para mis aventuras, puesto que con
este «negocio» me he arruinado.
—Ya hablamos algo de eso, pero yo supongo que tiene una razón —
murmuró la muchacha—. Si compra mis terrenos podrá unirlos a los
suyos, que sí son buenos, y alargará sus propias galerías. De otro modo
no puede explotar debidamente las riquezas que hay en ellas.
—Comprendo.
Kirk susurró:
Mac Gregor y los siete hombres que estaban detrás del grupo, en la
cima de una colina algo más alta, tuvieron el mismo estremecimiento.
Mac Gregor aulló:
—¿Hacia dónde?
—Hacia allí.
—¿Qué?
—¿Por qué?
Una nueva silla quedó vacía. Mac Gregor se dio cuenta con angustia
de que jamás llegaría a recorrer las ochenta o cien yardas que le
separaban de sus víctimas.
Incluso era más que posible que el próximo fiambre fuera él. Los
dos pistoleros que tenía enfrente habían demostrado ser cualquier cosa
menos unos aficionados.
Kirk pensó:
«Pues no estoy en tan mala forma como creía...»
Y pensó que por un momento así bien valía la pena haberse metido
en un lío de plomo.
Susurró:
—¿No te han dicho nunca que eres una de las mujeres más bonitas
del Oeste, muñeca?
—¿Qué?
—¡Ja, ja!
—Mi administrador.
—¡Je, je!
—Mi guardaespaldas.
—¡Jo, jo!
—¡Ju, ju!
—Cuando tú y yo...
—¡Y dale con Milton! ¡Milton que muera! ¡Tienes que reconocer
una cosa, Marta!
—¿Qué?
—¿Cuál?
—Eres un cerdo.
—¡Ji, ji!
—Su guardaespaldas.
Y le dio un guantazo que por poco envía a Kirk fuera de la roca que
le servía de parapeto.
El gimió:
Kirk susurró:
—¿Cuál?
CAPITULO X
Caliente, junio
—Pero...
—Vuélvase.
—Muy bien... ¿Y qué es eso tan secreto que tiene que decirme?
¿Alguna mujer le ha contagiado algo que no puede explicar a la gente?
—Calle, marrano.
—¿Y qué es eso tan importante que he de hacer, señor Mac Gregor?
Usted es cliente mío. ¿En qué puedo servirle?
—¿Eliminarla? No le entiendo.
—¿Mi culpa?
—Usted la ha obligado a encerrarse en su habitación. Y su
habitación es como una fortaleza difícil de abordar, o por lo menos lo
ha sido hasta ahora.
—No lo contará.
Y apretó el gatillo.
Envió brutalmente, cruelmente, dos balas contra los dos ojos del
médico.
CAPITULO XI
Los únicos que estaban allí, aparte del sacerdote y los sepultureros,
eran Milton, Kirk, un alguacil y un par de personas respetables de la
población en representación del vecindario. Muchas personas se habían
abstenido de acudir por temor a las represalias de Mac Gregor, ya que
todo el mundo sabía que era éste el que había liquidado al médico.
Al fin murmuró:
—¿Queeeeé?...
—Los pacientes del doctor Ulber vivían más o menos una semana.
Si habían caído en sus manos por un simple resfriado, duraban a veces
hasta un mes, pero no había que hacerse ilusiones. Claro que eso será
una gran suerte para el doctor Ulber en el otro mundo.
—¿Por qué?
Milton bisbiseó:
—Eso es cierto.
Reflexionaron un momento mientras se acercaban a la población.
Estaban como empequeñecidos por su propia angustia. Al fin Kirk
musitó:
Los dos hombres se dirigieron a la que había sido la casa del doctor
Ulber. No se ve apenas a nadie por las calles. El silencio seguía siendo
angustioso.
Kirk susurró:
Fueron a hacerlo.
Porque en aquel momento tres hombres armados con rifles y con los
dedos ya sobre los gatillos, aparecieron en la puerta.
***
—¡Quieto, perro!
Kirk dejó inmovilizada la mano en el aire. Sus ojos y los de Milton
eran como dos puntitos de acero. Comprendieron que no tenían ninguna
posibilidad y que habían llegado ya a la antesala de su propia muerte.
—¿Quién?
—Un acreedor.
—¿Por qué?
—Y tú le acompañaste, supongo.
—¿Pero no vives a costa de La Bella Lin? ¿No paga ella tus deudas?
—No creas que es tan sencillo. Además con La Bella Lin la gente
se llevaría muchas sorpresas.
Salieron los dos llevándose los papeles del medido y pasando por
encima de los cadáveres.
Llegaron a la calle.
Kirk susurró:
—¿Por qué?
Cruyff alzó un poco las manos y se sacudió las migas que tenía en
su pechera.
Y fue a largarse.
CAPITULO XII
Caliente, junio
Milton pensó:
¡BRAAAAAAM!
¡Voló en pedazos!
—Muchacho, ¿te han dado? ¡Por todos los cielos! ¿Estás herido?
—¡Calla, burro! ¡Es que se me ha caído un dólar y b estoy
buscando!
—¿No se te ocurre pensar más que eso? ¿No ves que hemos
liquidado a Mac Gregor? ¡Ni siquiera se puede reconocer su cadáver!
—¿Qué pasa?
—¿No se dice que tienes tan buena vista? ¿No eres tú por eso el
encargado de moverte en el fondo de las minas?
—Precisamente por eso, porque no veo —confesó tímidamente
Cruyff—. En el fondo de las minas hay que andar a tientas, como los
topos. ¡Y ahí sí que me defiendo!...
Kirk masculló:
Milton susurró:
—Oiga, quiero que entierre a estos tipos. Que haga una ceremonia
de primera sobre todo con los restos que quedan de Mc Gregor
—Para servirle, amigo. Aquí estamos para eso y para lo que haga
falta.
—Es igual. Pero el día que la diñe, acuérdese usted de éste su seguro
servidor.
—Oiga, ¿no podemos hablar de otra cosa?
Como el sepulturero ponía una cara muy extraña, los dos jóvenes se
largaron hacia el hotel donde se hospedaba Marta.
Los dos hombres hojearon uno las notas en papeles sueltos y el otro
la agenda. Mientras leían iban palideciendo. Allí había algo que les
trastornaba, que les hacía casi levantar los pies del suelo. De pronto
Kirk masculló:
—¡Diablos!
Y Milton:
—¡Infiernos!
—Ahora está claro dijo Kirk—. Ese doctor Ulber era un as y encima
se convirtió en algo así como tu genio protector. Sabía que sólo había
un sistema para salvarte de las garras de Mac Gregon tenerte encerrada
aquí y decir a todo el mundo que ibas a morir. Sus notas y las
indicaciones que hizo para la medicación lo indican claramente. En
realidad te dio productos inofensivos a corto plazo, pero que te sumían
en una gran debilidad y te inclinaban a creer lo de una enfermedad
mortal. ¿Qué pretendía con eso? Primero, que Mac Gregor pensara que
no valía la pena matarte porque de todos modos ibas a morir. Ese era un
camino para salvarte. El otro también servía, por si fallaba el primero:
encerrada en esta habitación, eras mucho más invulnerable a cualquier
atentado. Puede decirse, muchacha, que durante este tiempo ha sido el
doctor Ulber el que te ha salvado la vida.
La muchacha hundió la cabeza.
Le señaló la ventana.
***
—Bueno, yo...
—Verás...
Dijo aquello con pena, con una honda angustia que quería disimular,
pero que no podía. Kirk se dio cuenta de todo lo que aquella mujer le
había amado, de todo lo que había llegado a sufrir.
También Milton.
Y quizá iba a besarla, del mismo modo que Kirk se disponía a besar
a Marta Silverton.
Aquello era como el final de una novela rosa en que la gente se casa
de dos en dos.
CAPITULO XIII
Caliente, junio
—¡Alegría, alegría!...
—¡Hay que disfrutar de la vida y de los buenos negocios! ¡Ja, ja, ja!
¡Jo, jo, jo! ¡Ji, ji, ji!
El tipejo gritó:
—Ah, ya se nota.
—¡Hombre!...
—Yo creo que más bien valdría para anunciar en México un tablao
flamenco.
—¿Usted cree? ¿Y no podría hacer las dos cosas? ¿Anunciar tablaos
flamencos y tomar las medidas a los muertos?
—¡Qué rapidez!
Y señaló la puerta.
Miraron a las dos mujeres, aquellas dos bellezas que hacían pensar
en cualquier cosa menos en la muerte.
CAPITULO XIV
—¿Sólo eso?
—Sólo.
Milton palideció.
Como lobos.
Como diablos.
—Bonita idea tuvo el muy buitre al dar sus ropas al pistolero que
más se parecía a él. Lo malo fue que no le diese también su dinero...
—Claro. No salían las cuentas. ¿Un fulano así con sólo dos dólares?
¡Uf! Imposible...
—Repítelo.
—Nada de nada.
—¡Toma!
Y los dos puños fueron a salir disparados. Hubieran llegado a su
destino y hubieran cambiado más de una muela de sitio de no haber
saltado a tiempo el empresario de pompas fúnebres, quien los
inmovilizó con expresión ansiosa.
—¿Por qué?
—Pero no trabajé para él. Eso no puedo negarlo, aunque jamás maté
a nadie.
—Nadie te va a pedir responsabilidades, Cruyff. Puedes estar
tranquilo.
—¿Una idea?
***
¡BRAAAAAAM!
—¡Kirk! —gritó.
Kirk susurró:
—¿Cuál?
FIN