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Estefanía
Diseño y Maquetación: Alesander Sesma Ilustración Cubierta: © NORMA -
Fabá Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 849774097-1 Imprime:
Liberdúplex Depósito Legal: B-40.216-03
CAPITULO PRIMERO

Caminar bajo la terrible tormenta de nieve y viento helado, era


algo superior a la fortaleza media. Se necesitaba un espíritu de
sacrificio a prueba de dificultades.
La realidad puede que fuera un instinto de conservación
agudizado, ya que dejarse abandonar, suponía una muerte cierta.
No era conveniente caminar jinete sobre el caballo ensillado, ni
sobre los otros dos que iban cargados con fardos de pieles.
Cualquier otro habría sentido temor en la orientación, pero
Ronald Anderson conocía el camino de una manera perfecta.
Sabía adónde iba y tenía como referencia los raíles del
ferrocarril, una vez llegado a ellos.
Se había descuidado esa temporada y descendió de la montaña
cuando habían pasado los buenos días. Los primaverales, que en
aquella zona se daban con cuentagotas en todo un año.
Animaba a sus animales y de vez en cuando saltaba al suelo para
combatir el peligro de congelación de las extremidades.
Hubo, sin embargo, unos momentos de vacilación. Los
remolinos de nieve eran tan intensos que no veía absolutamente
nada y dudó respecto a la dirección conveniente que debía
llevar.
El silbido de la máquina del ferrocarril le hizo sonreír satisfecho.
Una vez más había funcionado bien su sentido de la orientación.
Estaba en el buen camino. No había más que seguir.

Minutos más tarde pasaba, a media milla de distancia, lo que los


indios llamaron el "caballo de hierro”.
Su caminar era jadeante con pulmones de hierro y vapor.
Y dos horas más tarde, el jinete se detenía ante la puerta del
almacén de Tom Bunting.
Había caminado en las últimas horas con bastante rapidez para
evitar que se le hiciera nuevamente de noche.
En las últimas millas le había servido de referencia, como un
faro, la ventana iluminada del almacén.
Recordaba los relatos de Tom de cuando todavía nadie pensó
en hacer pasar un ferrocarril por allí. Y ahora, sin embargo, se
encontraba muy cerca del enlace entre los que iban al Norte, al
Canadá, y al Sur y los que procedentes del Este, llegaban al
Pacífico.
Para Tom, no era motivo de alegría este progreso y eso que
recibía con regularidad cuanto le hacía falta para su próspero
negocio.
Solía decir que la gente se había hecho más mala también.
De las dos docenas de cazadores habían quedado poco más de
seis.
Y esto, como es natural, suponía menos cantidad de pieles cada
año.
Había sido autorizado en virtud de esta razón, por la compañía,
para convertir el almacén en una especie
de saloon.
—¿A qué esperas para entrar, Ronald? ¿Es que no tienes frío?
—decía una voz femenina desde la puerta.
—¿Y qué haces que no me ayudas, Cleo? —respondió él.
La muchacha se acercó y tras estrechar la mano que Ronald
tendió, ayudó a descargar los fardos.
—Me encargo de entrarlos —dijo Ronald—; lleva los caballos a
la cuadra y no tengas miedo en ponerles pienso.
—¿Dónde se ha metido esa muchacha que nos atendía? —
exclamó una voz alcohólica a la puerta.
—¡No hagas caso! —dijo Cleo en voz baja a Ronald.

—No le conozco. ¿Quién es?


—Es un huésped que admitió mi tío. Dice que es el ayudante
del nuevo agente que viene para la reserva de los pies negros.
—¿Qué pasó con Norton?
—Ha sido trasladado. Me encargó te saludara en su nombre y
me pidió que...
—¡Eh, tú, muchacha! —gritaba el de antes—. ¡Ven aquí!
—Ahora no puedo. Tengo trabajo —respondió al fin ella.
—¡Qué frío hace! —añadió el que llamaba, metiéndose en el
local.
—Me ibas a decir... —exclamó Ronald.
—Que Norton me encargó te dijera que velaras por los indios.
Que no le gustaba su traslado...
—¿Qué puedo hacer por ellos? Estoy lejos de la agencia. Y la
reserva, aunque muy extensa, está bajo la vigilancia del agente de
turno.
—Es que teme que el designado en su puesto sea una mala
persona y que venga a hacerse rico a costa de esos desgraciados.
Fueron sus palabras.
—Me habría agradado verle.
—Has venido más tarde. Esperó tres días por si llegabas.
—Lo siento. Atiende a los caballos.
La muchacha llevó los animales de la brida y des-apareció a la
espalda del edificio.
Ronald cogió dos fardos y empujando la puerta con un pie
entró en el almacén.
—He supuesto en el acto que eras tú... Cleo no saldría con esta
noche si se tratase de otro —decía Tom, sonriendo al salir del
mostrador para abrazar a Ronald—. ¿Dónde está?
—Atendiendo a los animales. ¡Vaya frío que se me ha echado
encima! A poco no puedo llegar.
—Eres demasiado duro y conoces el frío muy bien.
Ronald miraba a los que había en el salón.
Todos ellos eran desconocidos y contó hasta seis.
—¡Ya está! —decía Cleo entrando por otra puerta.

—¡Ven aquí! ¡Me estabas sirviendo! —protestó el que antes


llamó desde la puerta.
—¡Emily! —llamó Cleo a la otra mujer—. Atiende a míster
Woodman.
—¡Tienes que hacerlo tú!
—Está bien —dijo Cleo, acercándose—. ¿Qué quiere?
—Siéntate ahí.
—Nada de eso, amigo. ¿No cree que se está equivocando? No
soy una india a la que, sin duda, ordena cuando está en la
agencia.
—¡He dicho que te sientes ahí!
Tom avanzó hacia él y le dijo:
—Escuche, amigo, mi sobrina no se sienta ahí. Y lo que va a
hacer es salir de esta casa ahora mismo y busque donde estar.
¡No le quiero aquí!
—¿Habéis oído, muchachos? —dijo el aludido a los otros
clientes—. No quiere que sigamos aquí y ha cobrado dinero por
adelantado.
—Si molesta a mi sobrina, no quiero que sigan aquí.
La respuesta fue un coro de carcajadas.
—Me gustaría saber cómo se las va a arreglar para hacernos salir
—dijo uno de los que estaban cerca del mostrador.
—Acudiré, si es necesario, al sheriff.
—Hay media milla a la ciudad. Y media milla de nieve espesa...
No creo le hiciera caso y menos si sabe que soy el ayudante del
agente —dijo Woodman.
—¿Has pensado, Cleo —decía Ronald a la muchacha—, en que
tengo hambre?
—Ahora mismo preparo algo. Ven a la cocina.
Pero cuando los dos iban a entrar por la puerta que conducía a
la cocina,, el que había estado de acuerdo con el ayudante del
agente, les dijo:
—Parece que no entendéis el idioma que hablamos. Ha dicho
míster Woodman que ha de ser ésta la que le atienda. Estaba
haciéndolo estos días.
—¡Hoy no quiero! —dijo la muchacha—. ¡Aparte esa mano de
ahí!
El que habló se había apoyado con una mano en el quicio de la
puerta, interceptándola.

—¡Vuelve a tu sitio, preciosa!


Mas el que volvió fue él y sin tocar en el suelo con los pies, a
causa del puñetazo que Ronald le dio en la barbilla.
Cuando cayó, lo hizo como un guiñapo, y sin cono-cimiento, a
los pies de míster Woodman.
—¡Esas manos muy altas! —decía Ronald con un “Colt" en
cada mano, apuntando a los amigos del caído.
—¡Y usted también, amigo! —añadió el ayudante.
—¡Esto es un abuso! —decía Woodman.
—Diga lo que quiera, pero levante las manos.
Obedecieron todos, menos uno que, mordisqueando la pipa
sonreía de modo suficiente.
—¿Es que no ha entendido mi orden? —dijo Ronald al tiempo
de disparar y deshacerle la pipa.
En el acto levantó las manos por encima de su cabeza.
—Mientras estén por aquí, es conveniente que no tengan armas.
Puedes desarmarles, Cleo.
Así lo hizo la muchacha y demostrando que sabía hacerlo.
—Ahora, ya se están marchando todos de aquí. Pueden volver
dentro de unos días, o mañana, a recoger lo que tengan aquí
suyo.
—Tengo una habitación aquí y...
—¡Tenía! —rectificó Ronald—, Ya no es huésped de aquí. Ha
ofendido a la patrona. Pero puede decir al sheriff que le he
echado yo.
—No puede consentir esto —dijo Woodman a Tom.
—Las “razones” que Ronald esgrime son de las más
convincentes. Lo siento.
Disparó a los sombreros de dos sujetos y éstos se precipitaron
hacia la puerta seguidos de los otros.
Uno de los que más corrían era míster Woodman.
La tormenta no había amainado.
—¿Queréis decirme qué es lo que habéis conseguido con
empeñaros en que fuera esa muchacha la que sirviera? —decía
uno—. Ahora, andando hasta la ciudad. Y no os hagáis
ilusiones; hay que caminar con rapidez.
Los demás callaron.

En el almacén decía Cleo:


—Toma, padre; estas armas vendrán a buscarlas.
—Creo que te has excedido, Ronald. La cosa no era para tanto.
—Has visto que dos de ellos buscaban sus armas. He debido
matarles porque se trata de un grupo de
ventajistas.
—Son los que vienen destinados a la agencia de los pies negros,
con el agente que llegará de un momento
a otro.
—Es lo mismo. Sean lo que sean en la vida, personalmente, son
unos ventajistas cobardes.
—Tendremos disgustos con ellos. ¿Cuándo marchas? —
Esperaré unos días. No voy a marcharme con esta tormenta.
—Cuando marches, volverán por aquí. Tengo miedo por Cleo...
y por mí.
—Se le dice al sheriff y que él se encargue de hacerles saber que
si sucede algo, les castigará.
—No se atreverá a decirles nada. Conozco muy bien al sheriff
—dijo Tom.
—¡Tiene que hacerlo!
—Repito que le conozco bien.
—He visto alguna vez a Tris y no podía imaginar que fuera lo
cobarde que está usted dando a entender.
—No es que sea cobarde, es que se trata de empleados de la
agencia y por esta zona son respetuosos con ellos. Hay muchos
que encuentran trabajo en ella cuando hay crisis por aquí.
—La ganadería va aumentando y cada vez harán falta más cow-
boys —dijo Ronald.
—Pagan mejor en la agencia —comentó Tom.
—No habléis más de ello. Están echados. Pase lo que pase, me
alegra la medida.
Y Cleo, una vez dicho esto, añadió:
—Voy a preparar comida para ti, Ronald.
—Gracias. Mientras, trataré de intentar pasar el whisky que le
traen a tu tío. Parece como si no pagara su importe, a no ser que
haya cambiado de proveedor.

—¡No me gustan esas bromas, Ronald! —decía Tom. riendo.


Mientras, los caminantes luchaban con la tormenta, el frío y la
nieve.
Cuando llegaron a la ciudad, era cerrada la noche y en los dos
locales de bebidas se habían congregado los empleados de la
estación. Había un enlace ferroviario de cierta importancia.
También había ganaderos y cow-boys.
Los ranchos habían aumentado de una manera considerable en
los dos últimos años.
El ferrocarril había dado mucha vida a toda esa parte de
Montana.
Los caminantes, casi agotados por el esfuerzo, llegaron a la
puerta de uno de los locales y entraron decididos para recibir la
caricia da una temperatura cálida por el ambiente viciado.
Todos los que estaban en el salón se les quedaron mirando.
—¡Nos han echado de casa de Tom! —dijo Wood- man—. Soy
el ayudante del agente que llegará en breve para la reserva.
—¡Es verdad! Les vi ayer allí. ¿Qué ha pasado? —preguntó uno.
—Nos ha hecho salir un cazador que nos sorprendió pon sus
armas.
—No he preguntado la forma de echarte, sino las causas. Soy el
juez —añadió el mismo de antes.
—Ya he dicho que nos sorprendió con sus armas. Nos desarmó
y ha hecho que abandonemos el almacén.
—¿Por qué? —preguntó sonriendo el juez—, ¡Es lo que me
interesa!
—Una broma de ése con la hija de Tom —y Wood- man señaló
al interesado.
—¡Comprendo! —añadió el juez.
—No crea que íbamos a hacer mal a la muchacha. Pero ese
cazador tan alto, se ha de acordar de mí. El golpe que me dio he
de devolvérselo con muchos réditos.

—Debe tratarse de Ronald. No le habíamos visto aún por aquí.


Se ha descuidado mucho este año.
—Sí —comentó Woodman—. Así es como se llama ese
muchacho que nos ha sorprendido.
El golpeado se tocaba la barbilla que aún le dolía intensamente.
—¿Está lejos la oficina del sheriff? —preguntó Woodman.
—Frente a esta casa, pero no creo esté ahora en ella. Se habrá
ido a su casa.
—¿Lejos?
—Bastante, para ir con este tiempo —añadió el juez—. Pero si
lo que trata es de quejarse por lo que han hecho con ustedes, ya
lo han hecho ante mí. Hay que esperar a ver qué es lo que dicen
ellos.
—Parece que no se ha dado cuenta, amigo, de quién soy.
—Lo ha dicho muy claro. Es el ayudante del agente que va a
sustituir a Norton. ¡Ese sí que era una buena persona! No han
debido cambiarle.
—Pues las noticias que había lejos de aquí, no coinciden.
—¿Es verdad? ¿Qué decían de él?
—Que los indios «hacían lo que les daba la gana.
—Les atendía como es obligación en un agente —comentó el
juez—. Eso no es malo. Lo sería si les hubiera tratado con
excesiva dureza.
—Pues no será lo mismo con George. ¡De él no se van a reír
esos sucios repulsivos! ¿Es que ya no se acuerdan del daño que
han hecho? ¿Han oído hablar alguna vez de las víctimas que
hicieron?
—Escuche, amigo, usted no vale para ir a la agencia. Lo haré
saber a las autoridades de Helena.
—Usted nada tiene que ver con la agencia. ¡Somos
independientes!
El juez escupió en el suelo cerca de Woodman y no le hizo más
caso.
Los amigos del ayudante, movieron las manos y se dieron
cuenta que no tenían armas.

Pero se dieron cuenta de este movimiento el juez y los demás


que estaban en el local.
— ¡No me sorprende que les hayan echado del almacén!
¡Nosotros deberíamos colgarlos! —dijo otro—. Han intentado
ir a sus armas. Y de tenerlas habrían disparado sobre el juez.
—¡No! —gritó Woodman.
Estaba aterrado.
—¡No hemos querido disparar! ¡No tenemos armas...! —decía
otro.
—Eso es lo que ha evitado vuestra cobardía. ¡Largo de aquí!
¡Podéis ir a la agencia!
Y cogiendo un látigo que había sobre una mesa, empezó a
golpearles.
Un amigo se abrazó a él cuando salían escapados los sometidos
al castigo.
—¡Os aseguro que habría que colgarlos! ¡Son unos cobardes! —
decía mientras luchaba con el abrazado a él.
Woodman, en la calle, seguía asustado.
Y marcharon al otro local, del que se oía el ruido de mucha
gente.
No hablaron como en el anterior.
Pidieron de beber en silencio.
—¿No estaban en el almacén de Tom? —preguntó el barman.
—Sí.
Los clientes comentaban el hecho de verles sin armas.
—¿Ha pasado algo?
—Una discusión y hemos decidido cambiar. ¿No hay algún
hotel?
—Han tenido suerte. No tenemos más que tres huéspedes.
¿Para todos?
—Sí.
—Está bien. Pues ya tienen hospedaje. ¿El ayudante del agente,
verdad?
—Sí —respondió Woodman—, El no tardará en llegar.
Les dieron de cenar y después se metían en cama.

CAPITULO II

A la mañana siguiente, la tormenta había decaído bastante.


El frío continuaba si es que no aumentó.
Pero el piso estaba más transitable, gracias a la gruesa capa de
nieve.
Donde la nieve se había endurecido, resultaba peligroso
transitar.
El dueño del hotel en que se habían hospedado Woodman y sus
acompañantes, fue informado de lo sucedido con el juez.
—No me atrevo a echarles, porque su estancia supone un
ingreso con el que no contaba. Y son espléndidos —comentó al
saberlo—. Pero no estoy de acuerdo con lo que trataron de
hacer, si es que es verdad lo que dicen.
—Puedes estar seguro. Te digo que estaba yo allí.
—No debe enfadarse contigo. No sabía nada cuando les admití.
—En cambio lo sabes ahora, y les dejas continuar.
—Tienen la agencia para ir.
—No ha venido el agente.
—Deben esperarle allí. Será su domicilio.
—Repito que ya no tiene remedio.
—¡Hola! ¡Buenos días! Parece que se puede caminar. Voy hasta
el almacén de Tom para informarme qué es lo que pasó con los
que tienes hospedados aquí.
—¡Hola, sheriff! —dijeron los dos que hablaban.
—¿Están durmiendo aún? Dicen que uno de ellos es el ayudante
del nuevo encargado de la agencia que viene en el puesto de
Norton.
—Pero que, por lo que hablaron anoche, no será como el que
ha marchado. ¡Pobres indios! Les van a hacer la vida imposible.

—El juez está dispuesto a dar cuenta a las autoridades de


Helena.
—Ellos dependen directamente de Washington.
—El gobernador puede dar cuenta de lo que sucede en su
territorio.
—¡Buenos días! —dijo Woodman, apareciendo—. Me alegra
verle, sheriff. Quería ir a verle.
—Pase por mi oficina si es que quiere algo de mí.
—En principio, que envíe a alguien para que nos sean devueltas
nuestras armas y lo que dejamos en el almacén de Tom.
—Me han referido lo que han contado ustedes. Debe tratarse de
Ronald. Es un buen muchacho y uno de los cazadores más
tranquilos que andan por aquí. Es extraño que perdiera la
paciencia.
—Puede que ese amigo mío se excediera en su actitud para con
la hija de Tom.
—En ese caso, reconoce que fue justo lo que hizo.
—Es posible que así sea en lo que el golpe dado haga referencia.
Pero de ahí a que nos encañonara y desarmase, es otra cosa.
—Si dos de sus amigos intentaron empuñar...
—Eso es lo que él dijo para justificar su actitud.
—Tienen de testigos a Tom y a su hija —añadió el sheriff.
—Y está de otro lado la palabra mía.
—Bien. Eso ya lo aclarará ante él, pues está en la ciudad.
Esto, que no lo esperaba Woodman, le hizo rectificar en el acto
y añadir:
—Bueno... Puede que no me diera cuenta de ello y que sea
verdad que trataron de sacar.
El sheriff, que había mentido para observar la reacción del otro,
miró con desprecio a Woodman y marchó sin añadir una
palabra.
Woodman se mordió el labio. Estaba disgustado con él mismo.
Acababa de comprobar que ya no podría contar con la ayuda del
sheriff y había confiado en ello.

De este modo, con el juez y el sheriff frente a ellos, lo mejor


sería marchar cuanto antes a la agencia.
Pensando en la estancia de Ronald en el pueblo, siguiendo ellos
sin armas, llamó a los amigos.
Y les dio cuenta de lo que pasaba.
—Hay que ir por las armas —dijo uno de ellos.
—Se lo he dicho al sheriff. Hay que ir a ver a éste a su oficina.
El que se acercó a la oficina, trató de mentir como había hecho
Woodman sobre los hechos acaecidos en el almacén de Tom.
—No es ése el camino entre nosotros. No nos gustan los que
falsean las cosas —dijo el sheriff.
Como estaba informado de lo sucedido con Woodman, no
insistió.
—Iré en busca de esas armas, pero no les serán entregadas hasta
que salgan de aquí. No me agradan los jaleos en la ciudad. Y si
hubiera otro intento de usar esas armas, no podría contener a
mis paisanos.
—No es justo que nos tengan sin armas.
—Cuando no se piensa hacer nada malo, no supone
inconveniente el ir sin ellas.
—Pueden abusar de nosotros.
—¿Por qué? No deben temer nada.
Cuando Woodman fue informado, se disgustó, pero estaba
seguro que era mejor no protestar más.
—Cuando llegue George sabrá hablar a estas autoridades —
comentó.
En la pequeña ciudad se comentaba estos hechos, ya que no
solía haber asuntos de que hablar.
Woodman fue hasta la cercana estación para preguntar si los
trenes§ podían llegar procedentes del Este.
—No. La tormenta ha obstaculizado la vía. No es de esperar
que antes de una semana llegue ningún tren.
—Pues vaya un servicio —exclamó Woodman.
—Hay un tren a la semana en cada dirección. Se habrán perdido
en realidad tres días. No es tanta demora. ¿Esperan al agente?
—Sí.
—¿Saben en la agencia su llegada?

—No ha querido avisar George. Le agrada llegar cuando menos


le esperan. Dice que así es como se entera de la verdad.
—Pues con este tiempo, sin medios de locomoción adecuados,
les resultará difícil llegar hasta la agencia. Está bastante lejos
aún.
—Compraremos unos caballos.
—No sobran por aquí. Les será algo difícil conseguirlos.
—Parece que no les agradan los que estamos en la agencia.
El jefe de la estación le miró sonriendo y replicó:
—Eso depende de las condiciones de las personas que estén en
ella. Hasta ahora hemos tratado con todo afecto a Norton. Y
hemos sentido que haya sido trasladado.
—Deben tener en cuenta que no es culpa nuestra ese traslado.
—Eso es lo que no sabemos. Él no había pedido el traslado.
Alguien se ha movido para sacarle de aquí. ¿Vienen ustedes de
muy lejos?
—Sí. Bastante. Estábamos al sur de Colorado.
—¿Y les ha dado tiempo de llegar?
—Nos avisó George que viniéramos hacia acá porque iba a ser
trasladado a esta agencia —dijo uno de los que iban con
Woodman.
Este, le miró con enfado y el jefe de la estación sonreía de una
manera especial.
Cuando salieron de allí, Woodman estuvo riñendo al que habló.
—Ahora se han dado cuenta de que es obra de George el
traslado de Norton.
—¿Y qué importa?
—Mucho, para la actitud de esta gente hacia nosotros.
Por su parte, el jefe de estación visitó al de telégrafos y le dio
cuenta de lo hablado.
A la hora del almuerzo lo sabía la población en
pleno.

Los huéspedes del hotel, miraban a Woodman y sus


amigos con una franca hostilidad.
Ellos se daban cuenta del estado de ánimo de la población.
Llegaron a la ciudad, Ronald y Cleo.
Los de la agencia les vieron a través de la ventana
del comedor del hotel.
—¡Mucho cuidado! —dijo Woodman—. Acaba de entrar ese
muchacho. Y no quiero más contrariedades. Tenemos a la
población contra nosotros.
Los dos jóvenes entraron hasta el mostrador y sin mirar a los de
la agencia, dejó Ronald un paquete, diciendo:
—Aquí están las armas de los que fueron desarmados en el
almacén de Tom. No sé lo que habrán dicho ellos, pero la
verdad es que debería haberlos colgado. ¡Son unos cobardes!
—Se habla muy bien así, cuando se sabe que estamos
desarmados —dijo uno de los amigos de Woodman.
Ronald le miró con indiferencia. Abrió el paquete y cogiendo un
“Colt” se acercó al que acababa de protestar, y siempre en
silencio, le dejó el “Colt” en la funda.
—Ahora ya no estás desarmado —añadió Ronald—. Y voy a
repetir que eres un cobarde.
Los testigos se miraban asombrados.
—¿Es que no has oído? ¡Te he llamado cobarde y tienes el
“Colt” a tu costado!
—Lo habrás puesto descargado —exclamó el aludido. Se acercó
Ronald a él y al estar al alcance, le dio con la mano del revés en
la boca, haciéndole caer de espaldas.
Le puso en pie con gran facilidad con una mano y con la otra
siguió dándole bofetadas.
—¡Esto para que aprendas a tratar con hombres! No todos
somos tan cobardes como tú —dijo Ronald al darle la espalda.
El castigado no comprendió que era una trampa y cayó en ella
de una manera clara.
Pues al ver a Ronald de espaldas, sacó el “Colt”.

No pudo hacer más. Ronald se volvió con rapidez y disparó dos


veces.
—¡Una cuerda! —pidió al barman.
El herido se lamentaba de dolor. Los dos brazos pendían a sus
costados.
—¿Es que vais a permitir que me castigue? —decía a sus
amigos.
—Ellos prefieren que te cuelgue solamente a ti —dijo Ronald.
Lleno de terror, echó a correr el amenazado.
Le alcanzó de dos zancadas Ronald.
—¡Te voy a colgar! —exclamó.
Y con la cuerda que le tendió uno de los testigos, hizo lo que
estaba anunciando.
Cuando entró de nuevo, los amigos del muerto le miraban con
temor.
—Supongo estaréis conformes con mi actitud. Era un cobarde y
un traidor.
—Has hecho bien —dijo Woodman—. No hay duda que trató
de sorprenderte por la espalda.
—Y podéis comprobar que las armas están como las dejasteis
vosotros. Es decir, como las teníais en el momento de ser
desarmados.
Ninguno se atrevió a decir nada.
En silencio, fueron cogiendo los “Colt”. Cada uno el suyo.
Los amigos de Woodman se sentían más tranquilos ahora.
No dejó de pensar que eran muchos para Ronald y que sería
justo se le castigara por lo que había hecho, aunque lo realizado
fuera justo.
Pero quedaban los testigos y el resto de la población. Y
pensando en esto, no hizo lo que estaba deseando: •provocar a
Ronald para que los otros dispararan sobre él.
El sheriff ordenó que se descolgara al muerto y se le llevara a
casa del que hacía de enterrador.
—No es que no esté de acuerdo con el castigo cuando éste es
merecido —decía a Ronald—, es que no me agrada que se
tomen la justicia por su mano.

—En este caso, me habría matado él de no obrar así. Y cuando


le herí, lo hice para colgarle. De lo contrario, le habría matado al
disparar —aclaró Ronald.
—Repito que no es que no esté de acuerdo, pero será
conveniente que os abstengáis en lo sucesivo. Estoy aquí yo
para castigar —añadió el sheriff.
Minutos más tarde marchaban Ronald y Oleo.
Woodman y sus amigos estaban más arrogantes ahora.
Después del almuerzo se pusieron a jugar entre los mismos.
Después de la partida de naipes, salieron para entrar en el otro
local.
El barman les miraba con recelo al saber que ya tenían armas y
conocer lo que había pasado en el hotel.
—¡Hola, mal genio! —dijo uno al barman.
Este no contestó.
—¿Dónde está el que quería colgarnos? —preguntó otro.
—¡Paciencia! —pidió Woodman—. No hay que reñir. Ellos nos
consideraron de otro modo a como somos.
—Se rieron de nosotros porque no teníamos armas y lo sabían.
—Bien. No se hable más de ello —dijo Woodman—. Vamos a
beber. Hemos venido a ello.
De mala gana, se sometieron los que le acompañaban.
Los clientes estaban intranquilos.
Se daban cuenta de que habían entrado con ganas de armar jaleo
y de disparar sus armas.
Uno de ellos, que salió, visitó al sheriff, que estaba tan cerca,
para decirle lo que sucedía.
Y el sheriff se presentó en el bar, en el momento que uno de los
acompañantes de Woodman escupía el whisky bebido y
exclamaba:
—¡Esto es una porquería! ¿Te atreves a llamar whisky a esto?
—Si no te gusta, puedes ir a beber a otro sitio —dijo el
sheriff—. O bebes agua.

—Cuando se me cobra por una bebida, ha de ser


buena.
—¡He dicho que te largues de aquí! —añadió el sheriff—. No
quiero matones en la ciudad, si no quieres que os colguemos a
todos. Creo que ha sido una torpeza entregaros las armas. Vais a
tener que ir muriendo
poco a poco.
Los clientes, antes tan asustados en apariencia, estaban ahora
alerta.
—No se preocupe, sheriff —dijo Woodman—. No pasará nada.
—¡Eso lo sé yo! —replicó el sheriff—. Se han equivocado de
pueblo, amigos. Tienen una hora exacta para salir de aquí. Del
pueblo, me refiero.
—Sabe que no puede hacer esto.
—Pero lo haré, Y peor para vosotros si dejáis que pase el plazo
dado sin. cumplimentar mi orden. No lo olvidéis. ¡Una hora!
Y el sheriff salió del bar.
Woodman miraba al provocador con odio.
—¿Has conseguido algo? —le preguntó—. ¡Mira!
Por la ventana vieron al sheriff que llamaba a varios y se
acercaban a él.
—¡Tendremos que salir de aquí dentro del plazo dado! —añadió
Woodman.
—¡No tenemos caballos!
—No les importará mucho —decía Woodman—. Es lo que has
conseguido.
—Estabas conforme con mi actitud —dijo el aludido.
—Pues ya ves lo que ha pasado.
—Algún día volveremos.
—¿Y si llega George hoy? Esperará que estemos aquí —dijo
otro.
—Iremos camino de la agencia.
—No está el camino para andar.
—No tenemos más remedio que hacerlo. Nos colgarían si no
marchamos.
—¡Es un abuso de autoridad! Hay que dar cuenta de ello
—Lo hará George cuando llegue —dijo Woodman.

Pagaron la bebida, incluido lo que echó fuera de la boca el


provocador, y al salir, vieron a varios vaqueros que estaban al
lado del sheriff vigilando el local.
—¡Sheriff! —dijo Woodman—. No voy a discutir su orden,
aunque es injusta, pero tenemos equipajes en el almacén de
Tom. ¿Hemos de perder lo que es nuestro?
El sheriff se rascó la cabeza y dijo al fin:
— ¡Está bien! Podéis quedaros aquí hasta que llegue vuestro
amo, pero no quiero más provocaciones.
Era una sorpresa la rectificación. Pero no dijeron nada ni dieron
las gracias.
Se metieron en el hotel y allí pasaron las horas, jugando entre
ellos.
—Hay que recoger lo que tenemos en el almacén —dijo uno.
—Iré a hablar con el sheriff para que se encargue de enviar a
buscarlo.
Pero Woodman no conocía al sheriff.
—Uno de ustedes o dos, pueden ir por ello —respondió—. No
hay criados en esta ciudad.
Decidieron ir todos.
Y al verles marchar en esa dirección, el sheriff fue tras de ellos.
—¡Viene el sheriff detrás! —exclamó uno.
—Hay que tener cuidado con lo que se habla en el almacén.
Que nos den nuestras cosas y nada más.
El suelo empezaba a estar más pesado por el barrillo que se
hacía al licuarse la nieve.
Tom les vio entrar y quedó preocupado.
Ronald estaba sentado cerca de la lumbre, fumando y leyendo.
Les miró con indiferencia. Pero se veía en él que estaba
pendiente de ellos.
Cleo se asomó por la puerta de la cocina y quedó asustada.
—Venimos a recoger nuestras cosas —dijo Woodman—. Y
crea lamento lo que ha pasado.
Tom envió a la muchacha que atendía la casa, para que trajera lo
que pedían.
Pidieron de beber, y lo hacían en silencio, cuando se oyeron
voces de varios jinetes que desmontaban a la puerta.

Hablando entre ellos, entraron hasta cinco.


—¡Hola, Tom! Creíamos que no podríamos visitarte hasta la
primavera. Vaya tiempo más desagradable que hemos tenido.
—¡Hola! —dijo Tom sin mucha efusión.
—¿Sigues con el mismo whisky? —preguntó otro de los jinetes.
—¿Era malo?
—Todo lo contrario. Por eso lo pregunto.
—Es el mismo.
—¡Un doble para mí entonces!
Los otros pidieron bebida también.
Ronald, que estaba pendiente de todos ellos, se dio cuenta de la
mirada que Tommy, el capataz de Dickie Pell, dirigió a
Woodman.
—¿Forasteros? —preguntó Tommy.
—Vamos a la agencia. Esperamos al agente para acompañarle.
—¡Vaya! Al fin echaron a ese gruñón de Norton. Siempre
estábamos de jaleos con él. Espero que nosotros nos llevemos
mejor. Tenemos el ganado limitando con los terrenos de la
reserva. No nos poníamos de acuerdo sobre los límites de las
dos propiedades.
—No creo que tenga jaleos con nosotros —dijo Woodman,
riendo.
—¿Beben con nosotros? —invitó Tommy.
Para Ronald era una preocupación esta actitud y lo que
hablaban. Estaba seguro de que se conocían y que estaban
disimulando.
¿Sería esta la causa, de haber sido trasladado Norton?
Recordaba a Dickie de la última vez que había estado en el
almacén.
Norton le habló de él. Y según lo que le había dicho, se trataba
de un cuatrero sin escrúpulos que trataba de llevarse el ganado
que pertenecía a los indios.
Por lo que veía, sospechó que lo que iban a hacer
era robar a esos desgraciados sin la menor consideración.
Permaneció en silencio, fumando y simulando que leía.
—¡Encantados! —respondió Woodman a la invitación de
Tommy.
—¿Estáis hospedados aquí?
—Estábamos, pero fuimos echados —dijo Woodman.
—¿Es posible? —exclamó Tommy, sorprendido.

CAPITULO III

Y Tommy miraba a Tom con los ojos muy abiertos.


—¿Por qué los habéis echado? —preguntó.
—Fue aquel que está fumando al lado del fuego —dijo uno de
los de Woodman.
—¿Y lo consentisteis? —exclamó Tommy—. ¡Palabra que no lo
comprendo!
—¿Por qué no dice a su “viejo amigo” lo que pasó? —exclamó
Ronald.
Estas palabras desconcertaron a Tommy y a Woodman.
—¿Quién le ha dicho que seamos amigos? ¡Es la primera vez
que nos vemos!
—Ya veo que han creído tontos a los demás. Eso se lo harán
creer a los chiquillos. No saben disimular.
—¡He dicho que...!
—¡No grite, por favor! Me ponen nervioso los gritos. ¡Y esas
manos, lejos de las armas! Mejor sobre la cabeza. Así... ¡Y
vosotros lo mismo!
—¿Qué sucede? —decía el sheriff entrando.
—Ese Tommy que estaba gritando. Parece le incomoda que me
haya dado cuenta de que son viejos conocidos él y este que
viene de ayudante del agente.
El sheriff miraba a los dos aludidos.
—¡Vaya! ¡Eso sí que es una sorpresa! —decía el sheriff—.
Supongo que ahora no habrá protestas del agente por la falta de
ganado a los indios. Esa es la razón por la que han trasladado a
Norton...
—¡No he visto a este muchacho en mi vida! —gritaba Tommy.
—Me he dado cuenta cuando entró. Se han mirado como viejos
amigos. Han tratado de disimular, pero no lo han hecho bien.
Es de suponer que Dickie y el agente, al enterarse, se enfaden
—añadió Ronald—. ¡Nada de bajar las manos! Iban a disparar
varios sobre mí. ¿Qué le parece, sheriff, si me ayuda a colgar a
este grupo de granujas?
—Será mejor que les dejemos marchar, pero que no aparezcan
más por aquí.
—Eso no es solución. Y no lo es, porque esta familia queda
aquí desvalida cuando yo marche. Y ellos volverían a hacerles
daño. Así que quiera o no, les voy a colgar.
—No temas. Si ellos molestaran a Tom y a su familia, les
colgaría yo.
—¿De veras se atrevería a hacerlo? ¿Y si ya no es sheriff cuando
eso suceda?
—No hay que pensar así.
—Prefiero hacer lo que deba hacerse y cuanto antes.
Tommy pidió perdón, así como Woodman afirmó que no les
molestarían más, ya que marchaban a la ciudad nuevamente.
Por fin, Ronald cedió, ante la insistencia del sheriff
y de Tom.
Tommy, una vez en la calle, dijo:
—¡Me las pagará! ¡Vamos a esperar a que salga!
—No saldrá. Se queda en la casa.
—Alguna vez ha de salir. Esperaré aunque sea toda la noche y el
día de mañana.
—Tenemos tiempo de volver —dijo otro—. Y lo haremos
antes de que marche a la montaña.
Y se llevaron a Tommy con ellos.
Fueron hasta la ciudad con Woodman y sus hombres.
No hablaron una sola palabra de lo que había sucedido.
Los vaqueros, así como Tommy, eran muy conocidos y
saludaron a los que se hallaban en el hotel.

—Hacía algún tiempo que no se te veía por aquí, Tommy —


dijo uno.
—Hemos tenido mucho trabajo.
—¿Es que conocía a Tommy? —preguntó el dueño del hotel a
Woodman.
—Nos hemos encontrado en el almacén de Tom —respondió.
—¿Han recogido las maletas?
—Sí. Las vamos a llevar a nuestras habitaciones.
—¿Conoce a un cazador muy alto que estaba en casa de Tom?
La pregunta sorprendió al barman.
—¿Por qué lo preguntas? Supongo te refieres a ese que llaman
Ronald.
—Curiosidad.
—¿Os ha pasado algo con él?
—Es a él a quien le pasará algo con nosotros y no tardando
mucho —dijo uno de los vaqueros de Tommy.
Los curiosos se echaron a reír.
—¿A qué vienen esas risas? —gritó el mismo.
—No debes enfadarte. Es que nos ha hecho gracia la forma que
has tenido de decir que estás disgustado con él.
—Ya veréis cuando le vea fuera de la casa de Tom.
Todos comprendieron que algo grave les había pasado a juzgar
por el rostro de los otros.
Y guardaron silencio.
—Es que nos ha sorprendido y con las armas en la mano quería
colgarnos. Gracias a que le ha convencido
el sheriff.
—¿Estaba allí?
—Fue tras de nosotros —dijo Woodman—. Gracias a ello
estamos aquí. Estaba decidido a colgarnos.
—Algo le habréis hecho cuando se ha enfadado tanto. Es un
muchacho bastante formal —dijo uno.
—¿Crees que de hacerle algo, siendo tantos como somos, habría
podido encañonarnos? —exclamó uno de los vaqueros.
Para evitar la pelea, ya que el que había hablado era un
pendenciero, calló el otro.

—Os aseguro que cuando le vea frente a mí, no volverá a


adelantarse —dijo otro.
—Es lo mismo que hizo con nosotros —dijo uno de los de
Woodman.
—Es que de otro modo, no podría haberlo hecho —aclaró
Woodman.
Comentaron de todas formas estos hechos y afirmaron de la
manera más rotunda que matarían a Ronald así que le vieran.
El más fanfarrón era el pendenciero Henry.
Y miraba amenazador a todos los que estaban en el bar, por si
ponían en duda que era capaz de hacer lo que estaba diciendo.
Pero nadie se le enfrentó.
Sin embargo, cuando pasados unos minutos, otro vaquero que
estaba con unos amigos se reía de lo que entre ellos hablaban,
exclamó:
—¿De qué te ríes, idiota? ¿Es que crees que voy a dejar que te
rías de-mí?
—No me río de ti. Estamos hablando nosotros.
—Eso es lo que dices, porque eres un cobarde y no te atreves a
confesar la verdad.
Todos quedaron paralizados.
—¿No me has oído? ¡Te he llamado cobarde!
—Vamos, Henry —medió el dueño de la casa—; no ha querido
reírse de ti. Hemos visto todos que estaba hablando con sus
amigos.
—Repito que eso es lo que dice para no confesar su cobardía.
—¿Por qué te enfadas con él? —dijo Ronald entrando con el
sheriff—. ¿No estabas diciendo que me ibas a matar cuando me
vieras? Parece que te irrita pongan en duda que eres capaz de
hacerlo. Pues bien; yo aseguró que no te atreves y que el unico
cobarde que hay aquí eres tú. ¿Qué dices ahora?
Henry miraba a todos sus amigos.
—No mires a nadie. Es contigo con el que hablo. ¿A qué
esperas? Estabas dispuesto a disparar sobre ese muchacho que
no te ha hecho nada, para demostrar que eres un valiente, ¿no es
eso? Pues yo afirmo que eres un cobarde.

Henry seguía sin decir nada y sin mover un dedo.


—¡Te están conociendo! Ya todos saben la verdad. ¡Eres un
despreciable cobarde! ¡Largo de aquí!
Y para mayor sorpresa de todos, salió en silencio el provocador
pendenciero.
—En cuanto a vosotros que tanto habéis hablado cuando no
estaba yo, ¿por qué no seguís fanfarroneando? —añadió Ronald.
—No creas que aquí es como en casa de Tom —dijo otro de los
provocadores.
—¿Es que vas a decir que tenía las armas empuñadas cuando
entrasteis?
—Supiste sorprendernos. Y ahora no es lo mismo. Somos
muchos para ello.
—Había creído que hablabas por tu cuenta solamente.
Ronald estaba pendiente de la puerta, en la seguridad de que el
que estaba hablando lo hacía para distraerle y que no se diera
cuenta de la entrada de Henry.
Así era en efecto.
Henry le había hecho señas por la ventana para que hablara.
Pero cuando, creyendo distraído a Ronald, empujó suavemente
la puerta, ésta rechinó haciendo que todos mirasen hacia allá.
Y en ese momento se oyeron dos detonaciones.
Henry cayó de bruces con el "Colt” en la mano.
—¡Ahora puedes seguir hablando tú, cobarde! —dijo
al otro.
—No quería molestarte. Es que...
—Lo sabemos y estamos viendo todos. ¡Eres un cobarde! Pero
vas a defenderte, porque te aseguro que estoy dispuesto a
matarte.
—¡No me mates! Confieso que tengo miedo. ¡Sí, lo confieso!
Mira mis manos cómo tiemblan. No puedo acercarlas a las
armas, ¿ves?
Y con toda rapidez empuñó el “Colt” para caer como el otro,
sin vida.

—¿Hay alguno más que quiera decir algo ahora que estoy aquí?
—decía Ronald.
Nadie se movió.
—Lo siento, sheriff. Pero suya es la culpa de todo esto. Debí
colgarles allí a todos. Ya está viendo que son unos cobardes.
Y al decir esto, se encaminó a la puerta.
—Me voy porque no quiero tener que matar a nadie más.
El barman miraba a los que antes hablan hablado tanto.
Todos ellos bajaron la mirada llenos de confusión.
—Desde luego, no habéis debido hablar como lo hacíais.
Estuvimos unos minutos escuchando —dijo el sheriff—.
Palabra que creía mataría a muchos más.
—¡Es un demonio con el “Colt”! Henry hubiera sor-prendido a
cualquier otro.
—No hay duda que tiene rapidez.
—¿Y qué dices de su seguridad? Siempre que dispara, mata.
—No hay duda que es peligroso.
—Lo que tenéis que hacer, es no molestarle más ni hablar de él.
Y no hablaron una sola palabra de él.
Recogieron los cadáveres los propios compañeros de
equipo y los llevaron al enterrador que preguntaba asombrado
quién le daba tanto trabajo.
Cuando quedó solo con sus amigos, el enterrador dijo:
—No daría por ese cazador lo que vale un clavo. Se ha
enfrentado a lo peor que hay por aquí. Es un equipo que
impone respeto y miedo, todo hay que decirlo.
—¿Te refieres al de Dickie? —preguntó uno.
—Sí.
—Como que son todos ellos pistoleros en otras regiones. Esa es
la razón de que sean tan fanfarrones. Eso es, al menos, lo que
he oído decir.
—Pues como no se vaya pronto ese cazador al monte en que
tenga su cazadero, no saldrá con vida de esta comarca —añadió
el enterrador.

En cambio, Woodman y sus hombres, al quedar solos después


de la marcha de Tommy y sus vaqueros, comentaban las dos
muertes, dándose por contentos de no haber sido ellos los
elegidos por Ronald para sus disparos.
—¡Ya debía estar George aquí! —decía Woodman—. No me
gusta tener que estar más tiempo en esta ciudad.
—No puede tardar —exclamó uno de sus acompañantes.
—Podríamos ir a la agencia —dijo otro.
—Es lo que haremos si en el primer tren que llegue no viene él
—dijo Woodman.
En casa de Tom, Ronald daba cuenta de lo que había tenido que
hacer.
—¡Es una locura que te quedes más días por aquí! —decía Tom.
—No es tiempo para mi marcha todavía. No creo que se
atrevan a insistir.
—No les conoces como nosotros. Todos los hombres que hay
en el rancho de Dickie han de tener cuentas pendientes con la
justicia. Es un rancho de huidos en realidad. Es lo que se ha
comentado siempre que se hablaba de ellos.
—Aun así, no pienso marcharme. No es tiempo para mí.
—Creo que mi tío tiene razón, Ronald —medió Cleo.
—Reconozco que tenéis la mejor voluntad del mundo, pero no
insistáis. No me marcho hasta que sea yo el que decida hacerlo.
—Te has complicado la vida por defendernos —decía
Clec.
—No ha de pasar nada. Son ellos quienes han perdido unos
hombres por una tontería.
—Pero son rencorosos, muy rencorosos. No te per-donarán lo
que ha sucedido, más que por las muertes, porque les has puesto
en evidencia ante toda la población. Hasta ahora, el poblado
tenía un miedo terrible a ese equipo.
Ronald hizo que hablaran de otras cosas.

Más tarde hablaban de la agencia.


—Me sorprende que se conozcan esos dos granuja:
Y tengo miedo que lo que traten de hacer sea robar a los pobres
indios. Si es que vienen por conocer a Dickie, y es verdad que
conoce al agente, no hay duda que lo que se proponen no es
nada bueno para aquéllos.
—¿Estás seguro que se conocían?
—Podría asegurarlo —dijo Ronald.
—Pues no hay duda que lo que buscan es el robo. Por eso han
hecho marchar a Norton. Con él en la agencia el ganado estaba
seguro.
—Lamentaré que les roben.
—Se les puede avisar a ellos —dijo Cleo—. Conozco a varias de
las muchachas que viven allí.
—¿Sería difícil que entráramos en la reserva? —preguntó
Ronald.
—Nada difícil. Hay muchos medios para entrar. Y es muy
extensa. No nos verían.
Tardaron muy poco en ponerse de acuerdo.
A la mañana siguiente salían los dos muy temprano.
Cleo se encargó de guiar a Ronald.
Poco más tarde del mediodía, estaban sentados en la vivienda de
uno de los jefes indios.
Una amiga de Cleo les había llevado hasta allá.
La muchacha expuso su temor ante la inmediata visita del nuevo
agente.
El indio, que hablaba dificultosamente el idioma de los
americanos, trataba de comprender.
Pero entonces, Ronald explicó lo que habían hablado.
—Me ha dicho que temen eso. Porque los que han quedado al
cargo de la agencia han expuesto los mismos temores. El agenté
que viene es conocido en las reservas por su crueldad.
—¿Cómo pueden saberlo ellos si no han salido de aquí?
—Hay indios que han estado en otras reservas. Dos de ellos, al
saber que era ése el nuevo agente, están dispuestos a escaparse
así que lleguen. No quieren que les maten. Y si les reconoce les
mataría, porque ya quiso hacerlo en otra reserva. Son los que
han dado más datos sobre ese personaje.

—¿Qué te han dicho de Dickie?


—Lo que sospechábamos. Es un cuatrero. Les roba todo el
ganado que puede. Y ahora, con el agente amigo, les dejará sin
reses.
—Pero eso es un delito, ¿no?
—Hay que demostrar que se les roba y si el agente no es el que
lo hace, nadie puede meterse en la reserva.
—Pero si las reses de los indios tienen los hierros de ellos y se
encuentran en el rancho de Dickie.
—No es tan sencillo como parece a simple vista.
Más tarde añadió Ronald:
—Tienen mucho miedo a ese agente.
—¿Y no se puede hacer nada contra él?
—¡Ya lo creo! Si se demuestra que está de acuerdo con el robo
de una res, habrá motivo para colgarle. Pero hasta sin ello, es
posible que los mismos indios se encarguen de castigarle si se
excede por su parte en el trato con ellos.
—¿Qué les has dicho?
—Lo que a mi juicio deben hacer. Norton les había hablado
muy bien de mí. Por eso me han atendido al saber quién era,
aunque nada hayan dicho de conocerme.
—¿Puedo saber qué es lo que les has aconsejado?
—No creo sea conveniente que lo sepas. Es posible que te
enteres cuando el agente esté aquí.
—Tengo miedo por ellos.
—Son muchos y están unidos. En otras reservas no pasa esto.
Es la razón por la que abusan de ellos.
Cuando regresaron al almacén era ya de noche.
—Parece que tenemos visita —dijo Cleo—. Hay caballos a la
puerta.
—Será mejor que nos enteremos quiénes son antes de entrar.
Se miraron uno a otro sorprendidos.
—¡Son los militares! —exclamó ella dirigiéndose a la puerta.

CAPITULO IV

—Cleo —dijo Tom al verla—, estos militares preguntan por


Ronald.
—¿Por Ronald? —exclamó ella sorprendida.
—Sí —dijo uno de los miliares—. ¿Dónde está?
Ronald, que tenía la mano en la puerta para empujar, quedó
silencioso.
—No lo sé —dijo la muchacha, desconcertada por la actitud de
los militares. Algo le decía que no era normal esa actitud.
—¿Es que crees que somos tontos, muchacha? Ha estado
contigo. ¿Dónde le dejaste?
—¿A qué viene tanto interés por Ronald? —añadió Cleo.
—Eso es cosa nuestra.
—Pues lo siento. No sé dónde está.
Ronald dio la vuelta para colocarse en la parte del almacén,
desde donde podría seguir escuchando.
—¡Tienes que decirnos dónde dejaste a ese pistolero!
—¡Vaya! —exclamó Cleo—. De modo que es pistolero y no
tiene inconveniente el capitán Baker de quedarse a hablar con él.
¡No lo comprendo! Pero ya veremos si cuando lleguen los dos,
que no tardarán, les dice lo mismo en su presencia.
Cleo, que había disparado al azar, comprendió que había hecho
diana.
Los militares, nerviosos, se asomaron a la puerta.
—¡Ah...! No me acordaba —dijo Tom que comprendió la
intención de su sobrina—. Es verdad que el capitán Baker dijo
que no quería marcharse sin saludar a Ronald.
—Nos ha encontrado hace poco más de una hora. Viene con él.
—Vendremos otro día...
—¿Es que no quieren que les vea el capitán? Les diré que han
estado aquí, ? Como se llama sargento¿ No creo eviten ya que
les encuentre aquí. Ha de estar llegando y les vera salir.
Ronald salió para observar las monturas de los militares.
Pronto se dio cuenta de que no eran caballos del ejército.
Aunque sospechaba que así era, le sorprendió el des-
cubrimiento.
Y el que las palabras de Cleo pusiera nerviosos a esos
personajes, le indicaron que no había tales militares y que lo que
se proponían era sin duda, eliminarle.
Llegado a esta conclusión, pensó que no sería excesivo delito
hacer lo mismo con ellos.
—El capitán Baker no pertenece a nuestro fuerte. No nos
importa que nos vea.
Cleo, que estaba cerca de la puerta, jugó la última carta.
—Entonces no se muevan. Está acercándose a la casa el capitán.
Y vienen otros militares con él.
La muchacha hablaba mirando a la parte exterior.
Uno de estos militares cogió a Cleo y dijo con voz sorda y
amenazadora:
—¡Vamos! Tienes que escondernos. Y si dices algo de que
estamos aquí, te mataremos.
Las armas estaban en manos de ellos.
Tom se vio amenazado también.
—Tienes que obrar con naturalidad —le dijeron.
Entonces, Cleo se echó a reír a carcajadas.
—¡Sabía que no sois militares! Estáis en el rancho de Dickie.
Por eso os he engañado. ¡No viene nadie!
No tardaron en comprobar que era cierto esto.
—¡Tienes que decirnos dónde quedó ese pistolero!
—Podéis esperar unos meses. «Ha marchado a sus cazaderos —
añadió Cleo—, No es tan torpe como para quedarse aquí a
esperar que los hombres de Dickie le busquen a traición.
Esto, que era bastante lógico, engañó a los falsos militares.

No se preocuparon en negar que no eran soldados.


Ni desmintieron que pertenecían al rancho de Dickie.
—Hemos de regresar al rancho —dijo el que se hacía pasar por
sargento—. Ya volveremos por aquí para convencernos de que
marchó a las montañas.
Ronald, mientras, había llevado los caballos de los militares lejos
de donde los dejaron y el suyo, con el de Cleo, también los llevó
a un lugar escondido.
Se colocó en posición que dominara la puerta, con un rifle
preparado.
El sargento se encaminó a la puerta. No hacían intención de
pagar lo que habían bebido y Tom no se atrevía a reclamar.
—Sí —añadió otro vestido de soldado—, vendremos otro día.
—¿Es que no pagan los militares en esta tierra? —exclamó
Cleo.
—Puedes decir a tu amigo que pague él —exclamó riendo a
carcajadas uno de los hombres.
—¿Y los caballos? —exclamó el sargento—. ¿No los dejamos
aquí?
—Sí —respondieron los otros tres que iban con él—. Es este el
lugar en que quedaron.
—¡Los han robado!
Unos rápidos disparos rompieron el silencio de la tranquila
noche norteña.
Cleo quedó paralizada al oír estos disparos.
—¡Le han visto! —exclamó aterrada.
—¡Ha debido esconderse! —dijo Tom.
Pero a los pocos minutos aparecía sonriente en la puerta.
—¡Oh! ¡Qué susto hemos pasado!
—He matado a los cuatro. Son unos miserables embusteros
asesinos. Venían a matarme. Dame herramientas para
enterrarles. Y no sabéis nada de la visita. De este modo se
descubrirá el que les haya enviado. Los enterraré lejos y soltaré
sus caballos.
Tío y sobrina estuvieron de acuerdo con él.

Amanecía el nuevo día cuando Ronald regresó para meterse en


cama.
Tom tenía orden de que le despertara si sucedía algo que
mereciera la pena hacerlo.
Cleo se metió también en cama.
Pasaron las horas sin que nadie apareciera por el almacén.
Pero a la caída de la tarde, cuando Ronald estaba de paseo con
Cleo, a la que llevó hasta la parte en que había enterrado a los
falsos militares, se presentaron dos cow-boys de Dickie.
Antes de entrar habían mirado en todas direcciones, pero la
nieve caída durante el día había borrado toda huella de caballos.
Incluso las de los que montaban Ronald y Cleo habían quedado
ocultos bajo la nieve.
Tom los observó en silencio a través de la ventana cuando
miraban el suelo con tanta atención.
Al entrar, le saludaron con normalidad.
—¡Hola! Ya tenemos la nieve de nuevo. ¡Vaya un tiempecito!
—Danos whisky: Es mejor que el que venden en la ciudad.
Tom iba a decir que era el mismo, pero se calló.
Sirvió lo que le pedían.
—Tom —dijo uno—, ¿no has visto a unos militares por aquí?
—El fuerte Assinimboine y el Penton están lejos. No es tiempo
para que lleguen hasta aquí. ¿Por qué? ¿Esperáis algunos
militares en el rancho?
—Dicen que iban a venir a la agencia.
—La agencia está lejos de aquí.
—Pero* eres amigo de ellos.
—Vienen menos que antes. Cuando lo hacen, emplean el
ferrocarril. Y no ha pasado el tren del Este todavía. Por lo
menos no lo he oído pitar y suele hacerlo siempre por aquí.
El otro vaquero hizo una seña a su compañero, espitada por
Tom, y no hablaron más de este asunto.
Una vez que hubieron bebido, salieron del almacén.

—¡No comprendo esto! —decía al montar a caballo uno de los


hombres.
—No se atreverían a llegar hasta aquí.
—No hemos preguntado por Ronald.
—No quiero jaleos con ese muchacho. Es mejor que no sepa
que tenemos interés por él.
—No comprendo lo de esos cuatro. ¿Dónde se habrán metido?
—Puede que haya marchado el cazador a sus montañas y hayan
ido detrás de él.
—Tom nos habría dicho lo de la visita de los militares.
—Es posible que ya estén en el rancho.
—Sí —dijo el otro—. Es posible.
Cuando regresaron los dos jóvenes, les dijo Tom lo de la visita
recibida y las preguntas que hicieron.
—Sospeché que eran de ese rancho —dijo Cleo—. No te
perdonan lo que has hecho. Y no creas que cesarán. Han de
insistir hasta que terminen contigo.
—¿No preguntaron por mí? — preguntó Ronald.
—No —respondió Tom—. Ni una palabra sobre ti.
—¡Ahí suena el tren! —exclamó Cleo—. ¿Vamos a la ciudad?
—¡Estás loca! Hablamos de los peligros que acecharán a Ronald
y tratas de llevarle a Shelby.
—Allí es donde más seguro se encontrará. No se atreverían a
hacer nada en la población contra él sobre todo a traición. El
sheriff no es de los que se dejan asustar.
Y los dos jóvenes marcharon a Shelby.
Llegaron bastante antes que el tren, pero la mayor parte de los
vecinos de Shelby esperaban en la estación.
Era casi un acontecimiento ver llegar los trenes. Eran ,pocos los
que pasaban.
Woodman y Tommy estaban allí también.
El rostro del primero estaba alegre.
Tommy hablaba con él.
—Ya no disimulan que son conocidos —comentó Ronald.

Cleo saludaba a muchos de los que estaban allí.


Los dos vaqueros que habían estado en el almacén se
encontraban también en la estación.
—¡Ahí tenéis a ese muchacho! —les dijo Tommy—. No han
hecho nada esos tontos.
—Podemos provocarle aquí.
—No. No quiero que el sheriff se dé cuenta...
—No ha de extrañarle que queramos vengar...
—No. No quiero más jaleos con él.
—Hace tiempo que hemos debido acabar con ese sheriff.
—Como no se hizo, hay que tener paciencia.
El tren entraba en agujas en esos momentos y los viajeros se
asomaban a las ventanillas.
—¡Ahí viene George! —gritó Woodman a sus hombres.
Y corrieron hasta ponerse bajo la ventanilla en que el agente se
asomaba.
—¡Cleo! ¡Cleo!
La muchacha miró en busca de la persona que gritaba su
nombre.
—¡Martha! —respondió con gran alegría—. ¡Qué sor-presa!
Cleo corrió a su vez para ponerse cerca de la puerta por la que
había de descender su amiga.
Ronald quedó donde estaba contemplando el resto de viajeros
asomados.
—Ronald —llamó Cleo—, haz el favor...
Cuando el muchacho llegó junto a ella, añadió la muchacha.
—Ayuda a coger la maleta de Martha. Es una amiga mía. Lleva
tiempo lejos de aquí.
Martha le tendió la mano desde la ventanilla.
—¡Encantada, muchacho! ¿Cazador?
—Sí —respondió al estrechar la mano de ella.
Cogió la maleta que la muchacha apenas podía sostener con las
dos manos y la dejó en el suelo al lado de Cleo.
Minutos después estaban las dos amigas abrazadas.
Y nuevo apretón de manos a Ronald.

Cleo vio la manera de mirarse los dos y sonrió.


Desde luego, Martha regresaba mucho más bonita
que marchó y eso que era la más bella de toda esa parte de
Montana.
—No he visto a nadie de tu rancho...
—No saben que vengo. He decidido llegar por sorpresa. No
comprendo lo que pasa. Quiero aclararlo yo misma.
—No se habla muy bien de tu pariente.
—No debí dejarle encargado de mis asuntos. Sabía que había
sido un granuja, cometí la debilidad de querer darle una
oportunidad de rectificar. Y lo que ha hecho, es robarme de una
manera descarada. Le meteré en la cárcel si lo compruebo. ¿Y tú
tío?
—Está muy bien.
—¿Visitas a las indias?
—Voy poco por allí. Y ahora iré menos. Ha llegado en este tren
un nuevo agente.
—Le he conocido en el tren. ¡No me gusta! Parece cruel.
Hemos discutido mucho. No estábamos de acuerdo en ciertas
opiniones. ¡Es un gomoso! Se debe considerar un hombre
imprescindible. Me he venido riendo de él cuanto he podido.
¿Sabes lo que ha llegado a decir entre sus amigos?
—¿Amigos? ¿Es que trae más gente? Hay varios que le esperan
hace días.
—Vienen tres. Les dijo, oyéndolo yo, que me casaría
con él.
—¿Vamos al hotel?
—¿Sigue siendo de Link?
—Sí.
—Vamos. ¿Y éste...?
—Un buen amigo —dijo Cleo riendo al mirar a Ronald—. Y
que, por cierto, se ha enfrentado a lo peor que tenemos por
aquí.
—¿Dickie?
—Y al ayudante de ese agente que quiere casarse
contigo.
—¡Imbécil! —exclamó Martha.
George era saludado por Woodman y por Tommy.

—¿Qué sucede?
Le dieron cuenta de todo.
—¿Y sigue viviendo ese muchacho?
—No es tan sencillo acabar con él. Cuenta con la ayuda de las
autoridades.
— ¡Ya hablaremos de esto! ¿Es ese tan alto que va con esas dos
muchachas?
—Sí.
—Me ocuparé de él. Y también de las autoridades. No crean
que pueden intervenir en asuntos de la agencia.
—Querían mucho al que ha marchado; es otra dificultad. Y se
han dado cuenta de que ha sido cosa de Dickie el haberle
trasladado y que vengamos nosotros.
Han sospechado que vamos a robar el ganado a los indios.
—Habrá que tener paciencia. Es conveniente que no suceda
nada en los primeros días de estancia mía en la agencia.
—He reservado una habitación para ti en el hotel —dijo
Woodman.
—Has hecho bien, pero marcharemos cuanto antes a la agencia.
Cuando llegaron al hotel, Link dijo que sólo podía dar una
habitación.
La comprometida por Woodman.
—¿Y nosotros? —decía uno de los acompañante de George—.
¿Nos quedamos en la calle?
—No es culpa mía si no tengo más habitaciones.
—¿Y esos viajeros?
—Han llegado antes que ustedes. Lo siento.
—Podéis dormir con nosotros —dijo Woodman.
—¡No me gusta que se nos haga de menos! Tiene habitaciones
para ésos y la niega a nosotros.
—No es que niegue nada. Es que no tengo —añadió Link.
—¡Está bien! —medió George—. Si no tiene, nada puede hacer
el hombre. Es verdad que esos otros han llegado antes al hotel
que nosotros.
Y quedó zanjada la discusión.

Martha saludó a Link afectuosamente.


—¿Sabe tu tío que venías? —dijo Link.
—No le he dicho nada.. ¿Viene por aquí con frecuencia?
—Va más a Pondera. Le queda más cerca de la casa.
—¿Te quedas unos días, Martha? Puedes venir a casa. Mi tío se
alegrará de verte.
—No debes tentarme. Me agradaría descansar unos días.
—Pues no se hable más. Hoy te quedas aquí y mañana vienes a
casa.
—Podemos comer juntos —dijo Martha—, si es que no tenéis
que hacer nada.
—Hemos venido para ver la llegada del tren. No podía
sospechar que te iba a encontrar.
—Voy a lavarme un poco. Estoy llena de suciedad del tren.
¿Subes?
Las dos muchachas subieron y Link dijo a Ronald:
—¿Qué te parece Martha? La llamábamos la “Mascota de
Shelby”.
—¡Es preciosa! —exclamó Ronald.
—Pero no ha debido venir. Me asusta que se meta en el rancho.
—¿Qué es lo que pasa?
—Ahora te hablaré.

CAPITULO V
Después de escuchar la historia referida por Link, exclamó
Ronald:
—No hay duda que es un peligro para esa muchacha meterse en
ese rancho, aunque sea suyo.
—No ha debido dejar tanto tiempo al granuja de su tío. No sólo
se cree el amo verdadero, sino que todos los demás han llegado
a creerlo así.
—Eso es lo de menos. No le costará trabajo hacerles ver el
error.

—De eso puedes estar seguro. Y si hiciera falta afirmarlo con el


"Colt”, no temblará. Lo maneja desde muy pequeñita. Nadie
sabe quién le enseñó tanta habilidad Se decía que fue Clyde, un
cowboy muy aislado de todo y de todos. No suele meterse en
nada. No sé qué habrá de cierto en ello, pero una vez oí decir a
un viajero que se detuvo solamente un día, que hubo por lejanas
tierras más de un pasquín que se refería a él. No lo he dicho
nunca a nadie.
—Hizo bien. Podía no ser cierto, y aun siéndolo, es posible que
haya cambiado y que esté escondido hasta de él mismo. ¿Es
muy viejo?
— ¡No! Es posible que no llegue a los cuarenta aún. Representa
más por el cabello canoso. Tiene la cabeza completamente
blanca.
El hecho de bajar las dos muchachas de la habitación de
Martha, hizo que dejaran de hablar de ese tema.
Martha, femenina, estaba mucho más bonita con el traje que se
había puesto.
Todos se quedaron mirando y los que la conocían la saludaban
con efusión y sincero afecto.
Ella correspondía a los saludos en la misma forma.
George se puso ante ella y dijo:
—Espero que aunque no coincidamos en algunos puntos de
vista, seamos buenos amigos.
—Le aseguro que eso es cosa suya. Depende de cómo trate a los
indios. Ya le he dicho que son buenos amigos míos. En las
visitas que les haga, me lo dirán.
—Lamento cambiar algo las costumbres existentes. No me
agrada que sean visitados sin mi conocimiento y autorización.
—Pues le advierto noblemente que lo haré de todos modos. Lo
mismo que antes.
—Si no lo hiciera así, tendría que castigar a los visitados.
—¡Si lo hiciera, le dejaría marcado para toda la vida por
cobarde! Si no decido meter en su vientre un poco de plomo
difícil de digerir.
Y dando media vuelta, se unió a Cleo.
George estaba pálido de rabia. Había muchos testigos y era lo
que más le dolía.
Reaccionó de una manera violenta.

Se acercó a ella con la boca cerrada con fuerza y dijo, colando


las palabras entre los dientes:
—¡Colgaré al que reciba su visita sin mi autorización!
Fue Ronald el que dio con el puño en la boca de dientes
apretados, haciendo partir algunos de ellos por el golpe.
Cayó a varias yardas, boca arriba.
Se levantaba furioso, cuando oyó varios disparos y sonriendo se
incorporaba, pera palidecer intensamente.
Frente a él quedaban dos de sus amigos, bien muertos.
Woodman y los otros estaban con las manos sobre las cabezas.
Ronald se acercó a George cuando se incorporaba para ponerse
en pie y le dio una patada en la boca nuevamente.
—¡Perro, cobarde! —decía Ronald, furioso—. Si me entero que
molesta a uno solo de los que está en la reserva, le colgaré
después de arrastrarle por las calles de esta población. Este es el
primer aviso que recibe.
Pero George no podía oír nada porque había perdido el
conocimiento a causa del terrible choque.
—¡Sacad esa escoria de aquí! O no me contendré y lo colgaré
ahora mismo.
Martha miraba a Ronald entusiasmada.
Dos se inclinaron para levantar a George.
Uno de ellos cayó sobre su jefe.
Había intentado sacar el “Colt” y disparar sobre Ronald,
creyendo a éste distraído.
—¡Tendré que matar a todos estos cobardes! —decía ,Ronald.
Fue sacado de allí por las dos muchachas.
—¡Has hecho bien! ¡Y te agradezco que defendieras a los indios!
Pero es hombre es una cascabel. Te dará disgustos si te quedas
por aquí.
El sheriff acudió al oír los disparos.
Fue Link el que le dio cuenta exacta de lo sucedido.

—No ha de pasarlo muy bien por aquí este agente si es tan


cobarde —dijo el sheriff—. No es que esté de acuerdo con
tanta muerte, pero creo que es el mejor medio de combatir la
cobardía. No te preocupes, no pienso molestarle. No le habría
ido del todo bien con Martha, pero es mejor que lo haya hecho
él.
Woodman le pidió justicia.
—Le han golpeado a traición y ha matado a esos tres decía.
—Los tres tienen armas empuñadas... ¿Las puso usted en sus
manos después de muertos?
George abría los ojos y se quejaba sonoramente.
Al ver a Woodman le dijo con dificultad, porque apenas si podía
hablar:
—¿Has permitido esto?
—Mire cómo están los que trataron de ayudarle... —dijo el
sheriff.
—¿El sheriff?
—Sí. ¿No ve la placa?
—¡Tiene que detener a ese muchacho y...!
—¡Un momento! —interrumpió el sheriff—. No está en la
agencia. Aquí soy yo el que decide. No hubo delito alguno que
deba sancionarse.
—¿Ha visto cómo tengo la boca?
—Sé lo que dijo. Y estoy de acuerdo con el castigo. Si acaso, lo
considero inferior a lo que yo habría hecho si hubiera estado
aquí.
George comprobaba que era cierto lo que Woodman le había
dicho sobre las autoridades.
—¡Me quejaré en Washington!
—Allá usted. Esto es Shelby.
—¿No hay un médico?
—Pero no está. Marchó anoche a un rancho. Tenía un parto.
Sangraba copiosamente y George se asustó, pidiendo a gritos
que buscaran al médico.
Al quedar solo con sus amigos y servidores, les increpó :
— ¡Sois unos cobardes! ¡Habéis dejado me golpearan sin
disparar sobre él!

—Ya has visto lo que pasó a los que lo intentaron —dijo


Woodman—, Fuiste tú el que habló lo que no debía. Si llegara a
conocimiento de las autoridades superiores, serías destituido.
Has dicho que ibas a colgar a los indios que admitieran las
visitas de esa muchacha. Y sabes que pueden ser visitados
siempre que quieran.
—¡Haré lo que he dicho! Colgaré a los indios que sean visitados
por esa muchacha.
—No te extrañe, entonces, que te cuelguen a las pocas horas. Y
no quiero que hagan lo mismo conmigo. Será mejor que no te
acompañe a la agencia.
George rectificó, diciendo que estaba muy furioso y pidió que
buscaran al médico.
Cuando éste le vio, exclamó que era una herida difícil de curar
por la localización de la misma.
—Pasará más de cuatro semanas sin poder comer —añadió el
médico—. Se alimentará con líquidos exclusivamente. Tiene la
mandíbula partida y varios dientes, destrozados que han
desgarrado las encías.
Juraba y maldecía a Ronald mientras soportó la cura dolorosa.
El doctor no decía nada. Curaba en silencio.
—¿No cree que es motivo para detener al autor? —preguntó
George.
—No es mi asunto la policía. Depende del sheriff. Hable con él.
—¡Ya lo he hecho y no me hace caso!
—No tendrá usted razón. Es bastante justo.
—¿Cree que me he hecho yo mismo estas heridas?
—Ya le he dicho que mi misión es curar, y si sigue hablando,
será difícil que pueda hacerlo.
Esto hizo que George se callara al fin.
Tommy había marchado al rancho.
Dickie escuchaba el relato mientras paseaba nervioso por el
comedor.
—No hay duda que ese muchacho mató a los cuatro que iban
vestidos de militares. Ha hecho demasiado daño para que no se
le castigue. Y lo haremos nosotros sin que el sheriff intervenga.
—No creo que el sheriff hiciera caso si se trata de castigarle.

—¡El sheriff tiene la obligación de detener al que mata a un


semejante! Y ese muchacho ha matado a varios.
—No le molestará. Le ha dicho claramente.
—En ese caso, habrá que pensar en cambiar el sheriff.
—No lo consentirá la ciudad.
—¿Para qué tenemos tantos hombres? —decía Dic- kie—. Que
se encarguen de acabar con ese matón. Tienen como pretexto
ante las autoridades las muertes .hechas por él.
—Es que el sheriff no considera delito esas muertes.
—¡Tiene que considerarlo de otro modo! Bueno, lo que vamos
a hacer es cambiar de pecho esa placa.
—Hace tiempo que hemos debido hacerlo. Y ahora no sé si se
podrá realizar. Preocupa la estancia de ese cazador en casa de
Tom.
—Otro al que hay que castigar y dar una lección.
—Todo se ha estropeado por llegar Woodman antes que el
otro. Todos se han dado cuenta de lo que se busca con el
cambio de agente. Y el juez dijo que escribiría al gobernador.
—Nada tiene que ver con las agencias.
—El gobernador tiene que ver en todo lo que esté dentro del
territorio de su mandato —dijo Tommy.
—¿Es que vas a tener miedo ahora?
—Una cosa es el miedo y otra el sentido común... Y lo que estás
diciendo carece de ello.
—Lo que quiero es que sean castigados los que lo merezcan, si
queremos que se nos siga respetando.
—Habrá que hacerlo muy bien y después de dejar pasar unos
días.
—Se habrá marchado el cazador.
—Pues antes es peligroso. No creo que se vaya todavía. Está
muy bien con esa¿ dos muchachas.
—De modo que ha vuelto Martha, ¿no es esto?
—Es lo que he oído decir. No conocía a esa muchacha. Pero es
el nombre que dan a la que ha llegado en el tren.

—No le hará mucha gracia a Wallace. Me aseguraba que no


volvería más por aquí.
—Es una muchacha que no se muerde la lengua.
—Ni las manos. Y si es para manejar el “Colt”, es algo
asombroso cómo lo hace. Antes de marchar de aquí no había
nadie que se pudiera comparar a ella. Ganó todos los ejercicios
que se celebraron. Yo era uno de los que tenía una rabia
inmensa por ser derrotado por una mocosa.
—Amenazó a George con meterle plomo en el vientre si
molestaba a los indios.
—Pues ya puedes decir a George que será muy conveniente no
se meta con ellos. Martha cumpliría su amenaza.
—¿Crees...?
—Conozco bien a Martha. Su tío no lo pasará bien si se atreve a
decir que el rancho es de él como ha dicho a otras personas.
—Todos sabrán en el pueblo a quién pertenece el rancho.
—Es que Wallace no esperaba que viniera. Pero a ella no se
atreverá a decir lo que ha estado diciendo a los demás.
Al marchar Tommy, Dickie llamó a otros vaqueros y les citó
para la noche.
A la mañana siguiente ya estaban muy temprano en la ciudad.
Oficialmente iban para acudir al entierro de las víctimas.
El sheriff, desde su oficina les vio y con el amigo que le
acompañaba, comentó:
—¡No me gusta ver a ésos por aquí!
—Han venido al entierro.
—Repito que no me gusta —añadió el sheriff.
—¿A qué hora es el entierro?
—Dentro de tres horas. Por eso no me gusta que hayan venido
tan pronto.
—Si no pensaban trabajar hoy, lo mismo les daba venir antes
que después.

—Es que veo a tipos que no han frecuentado la ciudad. Me


gustaría conocer la historia de cada uno de los que ves en la calle
en estos momentos.
—No hagas caso de lo que dijeron.
—Es verdad que se trata de un rancho de huidos. Los federales,
con su fichero, encontrarían en ese rancho más de media
docena de personajes interesantes para ellos. Y otro que no me
gusta nada es el cobarde que ha venido a hacerse cargo de la
agencia.
—Y que aseguran es amigo de Dickie.
—Por eso quitaron a Norton. Pero voy a vigilar con
detenimiento. No dejaré, mientras pueda evitarlo, que roben a
los indios el ganado que es de ellos.
—No tienes autoridad en la agencia.
—Dentro de ella, no. Pero en el terreno en que está emplazada,
sí. Y sobre todo, podré hacer registros frecuentes en el rancho
de Dickie.
—¡Ten cuidado con éste!
—Ya estás viendo que me preocupa lo que hacen aquí todos
ésos.
—Hay muchos que no son conocidos, es verdad.
—Serán los que tiene escondidos —dijo el sheriff.
Martha se levantó temprano y se preparó para pedir un caballo a
Oleo y marchar hasta el rancho de su propiedad.
Esta era la razón por la que se vistió de amazona. Más bien de
vaquero.
Los hombres de Dickie, que estaban ante el mostrador del hotel,
miraron a la muchacha con admiración.
—¿Es ésta la muchacha que provocó la pelea que ha costado la
vida a varios compañeros nuestros? —pregunto uno a Link.
—Ella no provocó nada. Fue el agente el que dijo lo que no
debía.
—El agente puede hablar lo que quiera y hacer con los indios lo
que se le antoje —añadió el mismo.
Martha miró al que hablaba y no dijo nada.
—Link —dijo—, ¿ha venido Cleo?
—Todavía no.
—Iré hasta su casa. Si se cruzara conmigo, se lo dices.

—Escucha, monada; ¿no oyes que estaba hablando


de ti? —dijo el de antes.
—Los muertos lo fueron por traidores. Iban a disparar por
sorpresa.
—¿De veras? ¿Quién lo dice?
—¡Yo! —respondió Martha.
—No es eso lo que me han dicho a mí.
—Dile a quien te ha informado que no mienta... En esta tierra
no es agradable mentir. Es síntoma de cobardía.
—¡Vaya, vaya! —decía otro—. ¿Sabes que la muchacha sabe
hablar?
Martha, por la posición de los vaqueros, estaba segura de que no
la dejarían pasar y veía que estaban allí para provocar.
Dio media vuelta y volvió a su habitación.
Los com-boys reían.
Pero a los pocos minutos apareció con un "Colt” a cada
costado.
Los que se dieron cuenta de este detalle se miraron
sorprendidos.
Dickie les había advertido que con las armas era muy peligrosa.
Tenían que actuar cuando no las llevara si querían
que la provocación tuviera por resultado que Ronaid saliera en
defensa de ella.
El que había hablado al principio no se dio cuenta del detalle.
—¿Es que tienes miedo a pasar entre nosotros? —decía riendo.
—¿Miedo de ti? ¿Con esa cara de cobarde que tienes? —dijo
Martha.
Fue entonces cuando se dio cuenta que llevaba armas y recordó
lo que Dickie había dicho de ella.
Pero ya la noche antes le dijo que no creía que una mujer tuviera
la habilidad con el “Colt” que Dickie
afirmaba.
—¡Vaya! ¡Si ha ido en busca de armas! —decía el mismo—. Eso
quiere decir que si me insulta como está haciendo, hay que
tratarla como si fuese un hombre el que insulta.

—Llamarte cobarde a ti no es insulto, hombre —dijo Martha,


riendo.
—Deja a la muchacha tranquila —medió otro.
—¿Es que has creído que lo que dijo Dickie anoche sobre ella
es verdad?
—¿De modo que es Dickie el que os ha enviado? —decía la
muchacha.
Todos se dieron cuenta de la torpeza cometida.
—Es que hablando de ti, decía...
—Lo comprendo. Pero eso no quita para que seas un cobarde.
Y fíjate bien: ¡te voy a matar!
El aludido se echó a reír al tiempo que sus manos se movían
con rapidez.
—¡Era de plomo! —dijo Martha, tras disparar—. ¡Vosotros, las
manos arriba!
CAPITULO VI

La mecánica cerebral estaba paralizada por el asombro.


Y obedecieron de una manera inconsciente.
—Vais a decir al cobarde de Dickie que le mataré donde le
encuentre. ¡Daos la vuelta y apoyaos en la pared con las manos
cruzadas sobre las cabezas!
También obedecieron y a los pocos minutos estaban
desarmados todos.
—Voy a mandar vuestras armas a Dickie. Aunque lo que
debería hacer es colgaros por cobardes. ¡Siete hombres para
matar a una mujer!
—No íbamos a meternos contigo. Ha sido ése por su cuenta.
—¿Y este otro gracioso, qué? —y dio al aludido con la culata de
uno de sus “Colt” en la boca—. ¡Se estaba riendo de mí! ¡Fuera
de aquí y del pueblo!
Salieron del local sin bajar las manos.

Para el sheriff, que estaba vigilando el hotel, fue una sorpresa


ver salir con los brazos en alto a los que él temía desde que les
vio por el pueblo.
Salió de su oficina sin que la sorpresa desapareciera de su rostro,
y al ver a Martha detrás de ellos, comprendió la razón.
—¿Qué ha pasado que he oído un disparo? —dijo el sheriff,
acercándose a la muchacha.
—He tenido que matar a uno de estos cobardes, sheriff. Han
sido enviados por Dickie para matarme a mí.
—¡No es verdad! No nos ha mandado a matar a nadie. Hemos
venido al entierro —exclamó uno.
—Vais a darle mi encargo. ¡Le mataré donde le vea! ¡A caballo y
largo de aquí!
Todos obedecieron y el sheriff, conteniendo la risa, dijo a la
muchacha, al marchar los jinetes:
—No has debido hacer eso con ellos. Esta vez has podido
sorprenderles, pero la próxima vez serán ellos los que se te
adelanten y dispararán a matar.
—Lo mismo que haré con ellos si se repite la ocasión.
Ronald y Cleo llegaron a los pocos momentos y fueron
informados de lo que pasó, con todo detalle, por Martha.
—Me preocupa lo que has hecho —decía Cleo—. Esos
hombres no tienen escrúpulos y les has humillado ante la
población. Estarán deseando vengarse. No sabes cómo son.
—No podrían evitar ya el haber sido desarmados y han perdido
une? de los cobardes que les acompañaba.
—Por eso han de estar furiosos en estos momentos. Y no me
sorprendería que se presentaran de nuevo con el pretexto de
acudir al entierro, con armas nuevamente —dijo el sheriff.
—Debe vigilar con atención y tener a sus hombres preparados
por si lo hicieran —dijo Ronald.
—Es lo que haré.
Y el sheriff marchó para pedir ayuda a los vaqueros y a los
vecinos de la población.
—¡Has cometido una locura! —decía Cleo.

—Me estaban esperando para reírse de mí y para disparar sobre


mi cuerpo. Te aseguro que es verdad... Se estaban situando en el
bar para no dejarme pasar. ¡No estoy arrepentida de lo que he
hecho!
—Estoy de acuerdo, contigo —dijo Ronald.
—No es posible que animes a Martha. Tiene un carácter que lo
que necesita es freno —decía Cleo.
—Es como debe ser. Y si estaban decididos a molestar y a
abusar, ha hecho bien. De este modo sabrán a lo que se
exponen.
—Es que ahora ya no tratarán de reírse de ella. Lo que harán
será disparar sin el menor aviso. Saben que es peligroso
enfrentarse a ella.
—No se atreverán a disparar por la espalda. Por lo menos en la
ciudad.
—Debes tener en cuenta que vas a vivir en el rancho, donde a
los enemigos que habrá allá, capitaneados por tu tío, se unirán a
los hombres de Dickie, que es un gran amigo suyo.
—Siempre han sido amigos Dickie y mi tío.
—Hay quien dice que hay más que amistad... Parece que son
socios. Como tu tío afirmaba que el rancho era de él...
—¡Yo le daré a él propiedad! —decía Martha, sonriendo.
—¿Sabes si Clyde está en el rancho aún? No se le ve por aquí.
—No era partidario de las ciudades. Le gustaba el campo. Y no
salía nunca de allí. En la última carta que recibí de mi tío me
enviaba recuerdos suyos.
—Eso quiere decir que está todavía —dijo Cleo.
—Es lo que espero. Era lo mejor que había.
—Martha, ¿es verdad lo que se decía de él?
—¿Qué?
—Que había sido pistolero lejos de aquí.
—¿Quién ha dicho eso?
—Mi tío lo oyó una vez, aunque no lo haya comentado con
nadie.
—No sé qué habrá de verdad en eso. No le he preguntado
nunca. Sólo sé que es una buena persona y que me quería de
veras cuando estaba aquí.

—¿Fue el que te enseñó a manejar el "Colt”?


—Las primeras lecciones fueron suyas, pero más tarde aprendí a
fuerza de gastar munición.
—¿Y el tiempo que has estado en el Este?
—No he dejado de practicar —dijo Martha.
—Pues insisto en que has hecho mal en enfrentarte con todos
ésos.
—Lo que tienes que hacer es dejarme un caballo y me
acompañarás hasta mi casa. Podéis pasar unos días allí.
—Sabes que no puedo estar mucho tiempo fuera.
—No es época de cazadores —decía Martha—. Sabes que
conozco bien lo que sucede en tu casa.
—Quiero decir que no me es posible dejar a mi tío más de un
día. Lo que puedo hacer es ir hasta el rancho contigo y volver a
la mañana siguiente. Paso la noche contigo.
—Es suficiente. Es que no quiero estar sola la primera noche de
estancia en el rancho. Confieso que temo más a los que tiene mi
tío allí que a los hombres de Dickie.
—Todos son peligrosos —dijo Cleo.
—¿Por qué no hablamos en el hotel? —dijo Ronald—. De paso
beberé un whisky. Hace frío ya por las mañanas.
Entraron los tres.
Habían retirado el cadáver.
El sheríff, con los hombres que había podido reclutar, entraba
en la plaza dando instrucciones para qué se fueran colocando en
los lugares adecuados.
De esta forma estaban tomando las precauciones de que Ronald
habló con el de la placa.
Y poco más tarde se demostraba que eran medidas adecuadas
también.
Un grupo de jinetes llegó casi al galope para desmontar ante el
otro bar.
Iban parte de los que habían sido echados por Martha.
Y todos ellos llevaban armas.
Tommy iba al frente de los jinetes.

—¡Sheriff! —dijo Tommy—. ¿Tiene en su oficina las armas que


han quitado a éstos?
—Están en el hotel aún. Luego os las daré. Ya veo que llevan
otras.
—¿Es que íbamos a estar desarmados? —decía uno. —¡Y que
no espere esa muchacha sorprendernos otra
vez! —exclamó otro.
—Supongo que no habréis venido para provocar, ¿verdad? —
dijo el sheriff.
Tommy se dio cuenta de la presencia de varios cow-boys y
frunció el ceño.
—¿Qué hacen ésos ahí? —preguntó al sheriff.
—Me ayudan. No sería fácil escapar de este círculo de plomo.
Comprendió perfectamente la amenaza y se puso
nervioso.
No podrían hacer lo convenido entre él y sus vaqueros.
—No comprendo la razón de estas precauciones, sheriff —dijo
Tommy.
—Si es necesario, estamos vigilantes. No me agrada que se
armen jaleos. Y no hay duda que habéis venido buscando
camorra.
—¿Nosotros?
—Sí. ¿Por qué habéis venido?
—Al entierro.
—¿De veras?
—Así es.
—¿Y ésos que han vuelto cargados con un arsenal? Tenían las
armas aquí y, sin embargo, han venido con otras. ¿Para qué?
—Para no estar a disposición de los demás. Sin armas no se
debe andar por aquí —dijo uno de los aludidos.
—Si teníais las vuestras en el hotel. No había necesidad de
haber buscado o pedido otras.
—Estábamos más seguros así. Y de paso, queríamos comprobar
si esa muchacha que nos desarmó antes sería capaz de repetirlo
ahora.

—No tiene motivos para hacerlo. Antes os metisteis con ella.


—¡Eso no es verdad, sheriff! —gritó uno—. Miente esa
muchacha.
—¡No hay más embustero que tú! —gritó Martha, poniéndose
frente al que hablaba.
Este miró a sus acompañantes, pero ellos pensaban en los que
estaban colocados estratégicamente en la plaza.
—¿Verdad que has oído que te he llamado embustero? Ahora
añado que eres un cobarde también.
—¿Qué opina, sheriff?
—Es a ella a la que has de responder —dijo el de la placa—.
Pero pienso que no contarás con otra ayuda que la tuya propia.
—Es mejor que dejéis las discusiones —dijo Tommy.
—No hablo con usted —dijo Martha—, pero si quiere ponerse
al lado de él, puede hacerlo. Es el que les ha traído para dar un
espectáculo, ¿no es eso? Pues ya puede empezar. ¡Estoy
preparada!
Tommy tenía miedo a Ronald, que estaba pendiente de los dos.
Y sobre todo, a los ayudantes del sheriff.
—Lo que trato de evitar es que haya disgustos, accediendo a lo
que decía el sheriff antes.
—Ese fanfarrón que ha hablado sabiendo lo que decía y
esperando que nos iba a asustar, debe demostrar que se ha
puesto armas nuevamente para no permitir que le desarmen de
nuevo.
—Está viendo, sheriff, que no hace más que provocarme. Me
ha liado hasta cobarde y si lleva armas y sabemos que las maneja
bien, lo que se puede esperar es que yo dispare a mi vez.
—¡Eres de plomo, cobarde! —gritó Martha.
La nueva provocación dio resultado.
Pero no pudo disparar. Lo hizo ella antes.
Tommy miraba asombrado y lleno de miedo a la muchacha.
—¡Ahora tú! Eres el que ha traído este grupo para abusar de los
que considerabas que eran tan cobardes como tú y ese que he
tenido que matar.

—¡Sheriff! ¡No me he metido con ella! —decía Tom- mí,


aterrado.
—Has traído a todos éstos para hacer algo. ¿Verdad que sí? —
decía el sheriff.
—Hemos venido al entierro.
—¿Con armas preparadas?
—Estaban sin ellas y han cogido otras del rancho.
—¿Para qué?
—Por llevarlas. Sabe que las llevamos siempre... —añadió
Tommy.
—No discuta más con él. Lo que debe hacer es colocarse frente
a mí —dijo Martha.
—Deben pensar que hemos venido al entierro. No a pelear.
—¡Tendrá que pelear conmigo, porque le voy a llamar cobarde!
—añadió ella.
—¿Por qué permites te traten así? ¿Es que vamos a tener miedo
de una mujer?
Y el que hablaba, que se hallaba un poco de costado a Martha,
iba a disparar sobre ella cuando se oyó un disparo.
—Debes tener más cuidado y ser menos confiada —dijo
Ronald al enfundar.
Era él quien había disparado.
—Gracias, Ronald. Me habría matado a traición, que es lo que
ese cobarde se proponía que hicieran.
Tommy se colocó de un salto tras del sheriff, diciendo :
—¡Debe defenderme! Quiere matarme y ya ve que no quiero
pelear con ella.
El sheriff pidió a Martha que dejara tranquilo a Tommy, que ya
se marcharía llevándose a sus hombres con él.
Tommy no insistió en que había acudido al pueblo para asistir al
entierro.
Una vez que Martha accedió a que marchara Tommy, éste y los
suyos montaron a caballo ante las sonrisas de los testigos.
Iban furiosos, pero no menos asustados.
—¡Hemos estado muy cerca de que nos mataran a todos! El
granuja del sheriff colocó a los hombres para que no
escapáramos.
—El que ha salvado la vida de milagro has sido tú. Esa
muchacha estaba dispuesta a matarte —dijo uno.
—¡Cómo se va a poner el patrón cuando sepa lo sucedido!
—¡Y por una mujer! —exclamó otro.
—¡Pero qué mujer! —decía un tercero—. Tiene manos como el
rayo y es segura como la salida del sol.
—Lo peor es que marchamos sin haber esperado al entierro.
—¿Quién se quedaba después de lo sucedido?
Y comentando cada uno a su modo lo que les sucedió, llegaron
al rancho.
Dickie les miró antes de que desmontaran y por la hora que era,
supuso que algo extraño habría sucedido.
Cuando lo supo miró detenidamente a todos, y exclamó:
—¡Ya veo que estaba equivocado con vosotros!
—¿Por qué no has venido tú, Dickie? —exclamó uno—. No
tienes inconveniente en ordenar que se mate a una mujer.
¡Hazlo tú si es que te atreves!
—Ha estado muy cerca de morir. ¡Si no es por ese cazador tan
alto...!
—¿Otra vez ese Ronald? ¿Es que no podéis entre todos con él?
—Esperamos a que vayas a la ciudad. Esa muchacha ha dicho
que donde te encuentre te matará. Y creo que es muy capaz de
hacerlo.
—Si ha venido dispuesta a dar guerra, tendrá pelea —dijo
Dickie—, Hay que ir a llamar a su tío. Él se encargará, y con
mucho placer por cierto, de acabar con esa loca.
Tommy estaba nervioso. Había demostrado tener miedo ante
los hombres a los que acostumbraba atemorizar.
En lo sucesivo siempre se acordarían de ello.
Dickie le llamó a solas y le dijo:
—¡Me has decepcionado, Tommy! Te has puesto en ridículo
ante la población.

—Gracias a ese ridículo, que soy el que más lo lamenta, vivo.


Tu amiguita estaba dispuesta a disparar sobre mí. Y te aseguro
que lo hace muy bien.
—Lo ha hecho siempre, desde que era muy joven- cita.
—¿Has mandado llamar a Wallace?
—Sí, no te preocupes. Cuando sepa que está aquí, será el
encargado de que la eliminen. Es el medio de no ir a la cárcel y
de no tener disgustos.
—Pues puede hacerlo cuanto antes. ¡Es un demonio esa
muchacha! Y con la ayuda de ese cazador, todo se pone feo.
—¿No se ha sabido nada de los que fueron vestidos de
militares?
—¡Nada! Debió matarles ese muchacho. Ellos iban al almacén y
allí dicen que no les han visto. Lo que pasa es que están solos y
después de matarles les enterraron. Los caballos han vuelto,
pero sin jinetes.
—Había que ir al sheriff para denunciar esas muertes.
—¿Quieres que les enseñe los cadáveres vestidos de militares?
Dickie comprendió que Tommy tenía razón.
—¿Cuándo se hace cargo George de la agencia?
—Está herido en la ciudad. Fue una paliza terrible la que
recibió. Es otro que ha de pasarlo muy mal si se mete con los
indios.
—En la agencia puede hacer lo que quiera.
—Si no llega a conocimiento de quien puede castigar a su vez, o
de dar conocimiento.
—No creo que a George le asuste mucho.
—Pues de momento ha de estar una larga temporada en
tratamiento. Le dejaron la boca para reparar. Y reparación larga.
—Cuando se cure se acordarán de él. Es de los que saben
guardar rencor —decía Dickie.
—Me parece que ha encontrado la horma de su zapato.

—Lo que interesa es que vaya pronto a la agencia para vender el


ganado que saquemos a los indios. Lo podemos hacer sin
necesidad de cambiar las marcas. Loa vende como cosa de los
indios, aunque ellos no sepan nada. Es el agente y puede hacerlo
con autoridad.
—Hasta que se enteren y le cuelguen por ladrón.
—Siempre puede decir que les tiene el dinero guardado.
—Tendría que entregarlo. Es peligroso. Te lo advierto.
—No te preocupes. Lo sería para él.
Y Dickie se echó a reír.
CAPITULO VII

Los tres jinetes se acercaban a la vivienda lentamente.


Varios vaqueros les miraron con toda atención.
El hecho de ser conocida Cleo, les dejó el paso libre sin que
nadie les dijera nada.
Martha, a caballo, con el sombrero bien calado, daba la
impresión de ser un muchacho joven.
La muchacha no sabía que de los cow-boys que ella dejó,
solamente quedaban cuatro. El resto habían sido despedidos o
marcharon por propia voluntad.
Y de los que quedaban en el rancho, sólo Clyde tenía voluntad
propia. Los otros tres hacían lo que Wallace decía, sin pensar en
la justicia de lo pedido.
Muy cerca de la casa ya, Martha preguntó a un vaquero por
Clyde.
—Ha de estar por ahí atendiendo al ganado —respondió el
vaquero—. Si queréis verle, es mejor que esperéis a la hora de
comer. Lo hace en aquella vivienda.
Y señaló el lugar que Martha conocía perfectamente bien.
Todo estaba igual en esa parte.
—¿Quiénes son esos jinetes que han llegado ahora? —
preguntaba Wallace en el comedor, al verles por una de las
ventanas.
El capataz, que estaba allí, miró con atención, pero la distancia
era mucha para ver los rostros.

—Uno de ellos parece la hija de Tom, el del almacén —


respondió el interrogado.
—¿Qué busca por aquí? —repuso Brig, el capataz.
—¿Conoces a los otros?
—¡No! Uno de ellos es bastante alto.
—Ya lo estoy viendo. ¿Recuerdas a alguien de la ciudad con
esas señas?
—No.
Pero Brig, que seguía mirando con toda atención, exclamó :
—¡Es otra muchacha el otro jinete!
Wallace miró detenidamente en el momento en que Martha
levantaba el rostro para mirar a la ventana.
—¡Mi sobrina! —exclamó—. ¡Estoy perdido! ¡Ha venido la loca!
Brig miraba a Wallace, que había perdido el color de su rostro.
—No tiene por qué preocuparse.
—¡No conoces a mi sobrina! Debí sospechar, conociéndola, que
vendría.
—¿Es que tiene miedo a una mocosa?
No respondió Wallace. Salió al encuentro de la sobrina, en la
creencia de que era mejor mostrarse muy contento por su
llegada.
El capataz marchaba tras del patrón.
—¡Martha! ¡Qué alegría! —exclamó Wallace—. ¿Por qué no me
avisaste que venías?
—Te escribí una carta anunciando el viaje. ¿Es que no la has
recibido? Me ha sorprendido no encontrarte en la estación.
—No he sabido nada.
—Bien, es lo mismo. Ya estoy aquí. Estos son unos amigos que
vienen a pasar dos días en mi compañía. ¿Y Clyde? ¡Envía a
buscarle!
—Ahora mismo.
Brig miraba sorprendido a Wallace.
No comprendía esa humildad cuando era un hombre duro y
cruel en el trato con los vaqueros.

Le hacía gracia, a pesar de todo, que tuviera miedo de una


muchacha el hombre que hacía temblar a los
más audaces.
—Brig —dijo Wallace—, envía a un muchacho a buscar a
Clyde.
—Será mejor esperar la hora de la comida —dijo Brig—.
Entonces se le encuentra fácilmente. Creo que es para lo único
que vale.
—¿Quién es este cobarde? —preguntó Martha.
Brig se puso colorado primero y blanco más tarde.
—Es mi capataz.
—Puedes conservarle de capataz en otro rancho que tengas por
ahí. ¡Aquí ha dejado de serlo!
—No sabe lo que quieres a Clyde y...
—He dicho que ya no es capataz de este rancho.
—Pero ¿qué se ha creído esta muchacha?
—Esta muchacha —añadió Martha— es la dueña de este
rancho.
Brig comprendió que era verdad y que a eso se debía el miedo
de Wallace al ver a la sobrina.
—¿Es verdad? —preguntó.
Wallace movió la cabeza afirmativamente.
—¿No decía que era suyo?
—En ausencia de mi sobrina. ¡No vayas a creer, Martha, que
trataba de apropiarme todo esto!
—Habría sido una tontería, que no sería posible sostener. Ya
hablaremos de nuestras cosas. Has de darme cuenta de lo que
has hecho en esa larga temporada que has estado solo. Te
descuidaste en escribir y en girar dinero.
—Hemos tenido gastos...
—Más tarde. Eso más tarde. Ahora quiero que mandes a buscar
a Clyde... ¡Ah! Y este cobarde que insulta a los que no pueden
defenderse, no le quiero ni de vaquero.
—Mira, muchacha, la que está insultando eres tú... Y no insistas
porque en ese caso te aseguro que...
—¡Sigue! ¡Me interesa lo que dices!
Martha tenía un “Colt” firmemente empuñado que apuntaba al
pecho de Brig.

Completamente amarillo el rostro, dejó de hablar Brig.


Ronald sonreía al ver el miedo que tenía ese hombre.
—Estabas diciendo que si volvía a insultar..., ¿qué iba a pasar?
¡Habla! ¿Es posible que consideres un insulto el llamarte
cobarde? ¡No puedo creerlo! ¿Qué opinas, tío? De cobardías
entiendes mucho.
—No ha querido molestarte. Es que no te conocía y...
—Me estaba amenazando. Pero le dejaré que se defienda. Suele
resultar más conveniente enterrar a los cobardes que dejar que
anden sueltos por ahí.
Y Martha enfundó con habilidad y rapidez.
—Ahora ya no debes tener miedo a mi "Colt". Está en la funda,
como el tuyo —añadió Martha.
Pero Brig no tenía el ánimo de enfrentarse a ella.
Además, estaba Ronald.
—Es verdad que no he querido molestar y que no sabía que era
usted la dueña de todo esto. Había creído que era él el dueño.
Es lo que me ha estado diciendo todo el tiempo que llevo de
capataz.
—Ya digo que eso era porque estaba fuera mi sobrina. Pero ella
aquí es la dueña.
—¡Bien! Puedes marcharte. Recoge lo que tengas y lárgate
cuanto antes. Que te pague mi tío si te debe algo. Y si no,
esperas unos días hasta que esté informada de la cuestión
económica. Pero la espera es para cobrar, no para quedarte aquí.
Brig marchó a la habitación que había ocupado hasta entonces
allí, en ese mismo edificio.
No estaba tranquilo por haber tolerado que una muchacha le
hablara como lo había hecho Martha, pero supo captar el
peligro que había en ella. Empezaba a comprender la razón de
que Wallace se pusiera pálido al verla.
No pensaba discutir el despido, ya que Wallace no le defendió.

Era preferible huir de un peligro que no habla sospechado


pudiera existir en una mujer tan bonita como Martha.
Wallace llamó a un cowboy para que buscara a Clyde.
—Y ahora —añadió Martha—, vamos a que me des cuenta de
todo.
—Debes concederme unos días para poner todo en orden.
—Lo harás ahora mismo. ¿Qué dinero me has robado?
¿Cuántas reses has vendido sin darme cuenta y esperando que
no me enterase?
Wallace sudaba y eso que el día estaba frío de veras.
—Hubo que gastar en...
—He preguntado qué cuánto. me robaste —insistió Martha.
Wallace, suponiendo que Martha había estado en el Banco, en la
ciudad, dijo:
—Si puse ese dinero a mi nombre fue porque había de ser yo el
que lo manejara y...
—¿Cuánto?
—Debe de haber unos seis mil dólares en el Banco.
—¿Cuántas reses has robado? Ese dinero no responde a la
importancia del robo.
—Tengo unos cinco mil en dinero.
—Bien. Dame ese dinero. Y luego iremos por lo del Banco, en
las dos ciudades.
La palidez de Wallace aumentó.
—¡Ah, sí! No me acordaba del otro depósito.
—¡Eres muy frágil de memoria! —decía Martha, burlona.
Hizo que le diera el dinero que tenía allí, en la casa. Y fue todo,
porque al estar ella a su lado, sacó de la caja lo que había y que
se elevaba al doble de lo que había dicho.
La muchacha no hizo el menor comentario a este hecho.
—Ronald —pidió Martha—, ¿quieres hacer el favor de
acompañar a mi tío al Banco en Pondera? Mañana iremos a
Shelby.
Wallace estaba deseando alejarse de ella.

Y cuando iban hacia el pueblo indicado por Martha, trató de


sobornar a Ronald.
Lo hacía con habilidad, hasta que al fin realizó la oferta con toda
claridad.
—No quiero darme por enterado. Tendría que matarle si lo
hiciera —respondió Ronald.
Wallace guardó silencio. Se daba cuenta del mal paso dado y
sabía que si Martha se informaba, dispararía sobre él.
Temía lo que Clyde hablaría con la muchacha.
Preferiría no tener que regresar al rancho.
Y una vez en el pueblo y sacado del Banco el dinero que había,
dijo que se quedaba en la población.
—Debe regresar conmigo. Ha de dar cuenta a su sobrina de lo
que ha hecho en este tiempo.
Las palabras de Ronald fueron dichas ante testigos.
—¿Es que ha venido Martha? —exclamó uno—. He dicho
siempre que el día que ella regresara lo iba a pasar muy mal,
Wallace.
—Daré cuenta a mi sobrina cuando quiera. Ese rancho es tan
mío como de ella. Lo que sucede es que no se puede discutir
con una persona que dispara por nada.
—i Y yo estoy tentado de disparar también! —decía Ronald,
con un “Colt” empuñado—. Va a venir conmigo y a dar cuenta
de su gestión como administrador. De paso, demostrará ante
Martha que es tan dueño como ella.
—¡Tenéis que ayudarme! —pedía, mirando a todos.
—¿Quiere que me ponga nervioso y dispare? —decía Ronald.
—¡Avisad al sheriff! ¡No vais a consentir que me maten!
—Lo que quieren es que des cuenta de lo que has estado
robando —dijo uno—. Decía que su sobrina le había vendido el
rancho porque ya no pensaba volver.
—¡Vaya! ¡Es muy interesante! —decía Ronald.
—Tenía que decir algo para que se me respetara la
administración del rancho.
Ronald desarmó a Wallace y le dijo:

—¡A caballo! No es aquí donde se han de aclarar


las cosas.
Varios de los testigos reían al ver lo que pasaba.
Uno de éstos añadió:
—Parece que se ha acabado tu soberbia de propietario.
—¡Sheriff! ¡Sheriff! —gritaba Wallace—, ¡Quieren matarme en
el rancho!
Pero el sheriff no podía oírle porque estaba lejos de la ciudad.
Y Wallace no tuvo más remedio que obedecer a Ronald y
marchar con él.
Durante el camino de regreso trató de justificarse.
Ronald se puso a tararear una canción. Con ello quería
demostrar a Wallace que no le interesaba lo que pudiera decir.
A medida que se acercaba a la casa, Wallace estaba
más nervioso y asustado.
—Debes ayudarme, muchacho —decía, suplicante—. Mi
sobrina me matará si le dices que he asegurado que el rancho era
tan mío como suyo.
—No le diré nada de esto. Pero ha de entregar todo el dinero
que ha sacado en estos años.
—Es lo que estoy haciendo.
—Pero sin engaños —dijo Ronald.
Las dos muchachas estaban hablando con Clyde.
Ronald miró a éste con suma atención.
Se trataba de un hombre espigado, lleno de músculos y ni un
gramo de grasa. El cabello completamente blanco, pero las
facciones de la cara indicaban que no era viejo aún.
Martha hizo la presentación.
Clyde miraba a Wallace.
—Supongo que habrás entregado a tu sobrina parte de lo que
has estado robando de la manera más descarada —dijo—.
Estabas afirmando en todas partes que el rancho era tuyo por
habérselo comprado a ella. Y otras veces porque te pertenecía
tanto como a ella.
—Lo decía para que me respetaran.
—Sabes que no es así.

—Hemos de ir a Shelby a que recoja el dinero que


tenga depositado en el Banco de allá —dijo Martha.
—Yo iré con él si no quieres moverte ahora de aquí —exclamó
Clyde.
—Sería mejor. No me agrada que me vean por Selby ahora.
No aclaró la razón de estas palabras. Y no había dicho nada
todavía a Clyde sobre los hechos de Shelby.
Clyde quedó con Wallace en ir a la mañana siguiente a primera
hora hasta Shelby.
Para los cow-boys, era una sorpresa encontrarse con el despido
de Brig y que Clyde, al que no habían tomado en consideración,
fuera el nuevo capataz.
Wallace habló con algunos de estos cow-boys.
No les dijo nada respecto a Clyde. Pero les hizo creer que le
habían sorprendido entre todos para arrancarle el dinero que
tenía ahorrado.
No les negó que el rancho era en realidad de su sobrina, pero les
ofreció cifras tentadoras si eliminaban lo que se oponía al pleno
disfrute de esa propiedad.
Lo que no sabía Wallace era que estaba sometido a una estrecha
vigilancia para que no escapara.
Tenía que resultar sospechosa a Clyde la entrevista con los
vaqueros, que eran incondicionales a Wallace.
Antes de que se metieran en cama, dijo Clyde a Martha:
—Temo que no pueda ir mañana con tu tío a Shelby.
—¿Por qué?
—Porque es muy probable que tenga que matarle antes.
Y dio cuenta de lo que había visto.
—Son tipos que no me han gustado nunca. Se han dedicado, de
acuerdo con el cobarde de Brig y tu tío, a robar ganado a los
indios. Y ahora serían capaces de disparar sobre ti, que es lo que
más estorba y preocupa a tu tío.
—Si se ha entrevistado con ellos en secreto, no hay duda de que
han fraguado algo —decía Ronald—. Creo que lo más
conveniente es que nosotros les salgamos antes al paso.

—Es lo que iba a hacer.


—Cuente conmigo —añadió Ronald.
—¿Y os olvidáis de mí?
—No debes entrar en esto —dijo Clyde—. Deja que este
muchacho y yo lo arreglemos.
Resultó bastante difícil convencer a la muchacha.
Estaban discutiendo con ella cuando llamó un vaquero amigo de
Clyde para decir que Wallace había salido a caballo en dirección
al rancho de Dickie.
—No quiere estar aquí para poder justificar que nada tenía que
ver en lo que han planeado —comentó Ronald.
—Ya le buscaremos nosotros. No escapará sin castigo.
—Ahora los que interesan son los otros —agregó Ronald.
—Nada harán por la noche. De todos modos, vigilaremos por si
acaso.
Y se estuvieron poniendo de acuerdo sobre la forma de vigilar.
Fue en el turno de Ronald cuando éste vio acercarse lentamente,
pegado a la pared de la casa, el cuerpo de un vaquero. Se detuvo
debajo de la ventana del dormitorio de Martha.
Trepar hasta la ventana era la cosa más fácil del mundo.
Y es lo que intentó hacer a los pocos segundos de llegar.
A la mitad del camino, un cuchillo le entró por la espalda,
arrancando un ahogado grito de terror.

CAPITULO VIII

Despertado, Clyde supo lo sucedido por Ronald.


—¡Cobardes! Hay que buscar a los otros dos.
—Me ha parecido oír el galope de unos caballos. Sin duda
estaban observando el resultado de la visita de ese asesino —
dijo Ronald.
De todos modos, Clyde buscó a los otros dos en el dormitorio
de los vaqueros, diciendo lo que pasaba para que todos se
informaran y no les extrañase que una vez hallados les mataran.
Pero una vez llegado el nuevo día, comprobaron que faltaban
sus caballos.
—Eso es que estaban vigilando al compañero y al ver que caía
sin vida, se han asustado y huido.
—Estarán en el rancho de Dickie. Es el que recoge toda la
escoria que llega a la comarca —comentó Clyde.
Martha sintió miedo al saber lo cerca que había estado de que la
asesinaran.
Cuando lo comentó con Cleo, ésta dijo:
—Deberías marcharte una temporada nuevamente... ¡Tengo
miedo, Martha!
—También empiezo a tenerlo yo —confesó.
—Deberías marcharte.
—Ya no. Ha pasado el mayor peligro. ¡Y todo es obra de mi tío!
Enterraron al que había sido muerto por Ronald y Clyde
distribuyó el trabajo que tenía por primera intención: conocer el
número más aproximado de reses que había en el terreno de
Martha.
—Nosotros vamos a Shelby —dijo Clyde a Ronald—. Es
posible que Wallace haya ido para retirar el dinero que tiene en
aquel Banco.
—No lo habrá hecho al saber que han matado a uno de sus
emisarios. Tendrá miedo a que nosotros nos adelantemos a él en
la visita a la ciudad.
Pero de todos modos fueron todos a Shelby.
Cleo dijo que debía ayudar a su tío y por esta razón no iba a
quedar sola Martha en el rancho.
Ronald empezó a hablar de su próximo regreso a la montaña.
Cleo se había dado cuenta de que tanto Martha como Ronald
estaban inclinados el uno hacia el otro.
Pero no hizo el menor comentario en este sentido.
Cuando llegaron a Shelby, supieron que el agente había
marchado a la agencia.
No habían vuelto por allí los hombres de Dickie.

Este, con sus hombres de confianza, había ido a la agencia


acompañando a George.
Tanto durante el camino como una vez en la agencia, sólo
hablaron de venganza.
Pero no llegaron a perfilar un medio que resultara eficaz y sin
peligro a los ojos de todos.
George seguía con sus heridas y le tenían de un mal humor
constante.
Lo primero que hizo, una vez asentado en la agencia, fue
mandar llamar a los cabecillas indios.
Estos se presentaron en la oficina, con su característica
expresión pétrea.
—Les he mandado llamar —dijo en indio— para advertir que
no se puede salir de la reserva sin un permiso especial mío.
Nadie podrá recibir visitas si no están autorizadas por mí.
¿Entendido? ¡Deben darme relación del ganado que pasta en los
terrenos de la reserva! Y en lo sucesivo, me encargaré de las
ventas de ese ganado y les facilitaré, con el dinero obtenido, lo
que les haga falta.
Los indios recordaron las palabras aconsejadas por Ronald.
Ninguno respondió nada.
No expresaron oposición, pero tampoco su conformidad.
George perdía la paciencia.
—¿Es que no habéis entendido? ¡Hablo en vuestro idioma!
—No ser idioma nuestro —dijo uno—. No entender bien.
— ¡Me he entendido con todos los indios!
—No ser indio nuestro —repitió el que habló antes.
—¡Voy a empezar por apalear a estos soberbios! —gritó—.
¡Woodman!
—Debes tener paciencia, George. No es así como podrás
conseguir lo que deseas. Si el primer día les apaleas, ya no
conseguirás nada de ellos.
—¡He de enseñarles que aquí soy el amo!
—No te han entendido. Ellos hablan otro idioma... Todos los
blancos no nos entendemos. Eso es lo que sucede con ellos. Y
el no entender, no es motivo de castigo.

—No conoces a estos chacales como yo. Se están riendo de


nosotros.
—Te he dado un consejo.
—Tiene razón Wallace —dijo Dickie—. Si les pegas el primer
día, tendrás muchas contrariedades. Ten en cuenta que son
muchos. No provoques una estampida. No son cobardes.
—No puedo reír por el estado de mi boca. ¡Que no son
cobardes! —decía George—. Son de lo más cobarde que hay. Si
no pueden atacar a traición...
—Es que pueden hacerlo muy bien aquí.
—No se puede ser blando con ellos. Están acostumbrados a
Norton. Y he de hacerles ver que no es lo mismo ahora.
Convencieron a George para que no les castigara.
Los indios que hablaban el idioma de los otros, estuvieron
oyendo todo lo que pasó y lo comentaron entre
les suyos.
Esa misma tarde se aguzaban flechas y se tensaban los arcos
escondidos.
Y al llegar la noche, un indio joven escapaba a caballo hasta el
almacén de Tom.
Tom escuchó al emisario de los indios. Y le dijo que daría su
encargo a Ronald tan pronto como regresara al almacén.
Y esto es lo que hizo Tom al llegar los cuatro jinetes.
—¡Cobardes! —decía Ronald—. Hay que dar ejemplo para que
en otras reservas aprendan que es peligroso el abuso.
—De modo que estaba Dickie con el nuevo agente... —decía
Clyde—. No quieren perder tiempo. Han venido dispuestos a
robarles.
—No lo van a conseguir —dijo Ronald—. Les ayudaré para
evitarlo.
—Se llevarán las reses de todos modos —dijo Tom.
—No, si se vigila bien por las noches —añadió Ronald.

—Mi encargo de la vigilancia contigo —dijo Clyde—. Conozco


el terreno y sé por dónde suelen ir a robar las reses de los indios.
—Las tienen muy separadas de esos lugares —dijo Ronald—.
Es lo que les aconsejé hicieran. De este modo habían de meterse
en la reserva varias millas y ello es peligroso.
—Nosotros nos encargaremos de que los que entren no puedan
salir. Y de esta forma, el resto lo pensará mucho antes de
insistir.
Sin dejar de hablar de esto, Ronald y Clyde llegaron a la ciudad.
En el Banco les dijeron que Wallace tenía unos seis mil dólares a
su nombre.
El director dijo a Ronald que, en realidad, no podían negarse a
pagar esa cantidad a Wallace si éste se
presentaba a buscarla.
Pero Ronald aconsejó se visitara al juez, ya que sin una orden de
éste no podría retirar ese dinero.
—Me parece que el director es amigo de Wallace —comentó
Clyde.
—Si tiene una orden del juez, no podrá entregar un
centavo.
—Insisto en que ese granuja es amigo del otro.
Poco más tarde pudieron comprobar que era verdad lo que
Clyde decía.
El juez dio la orden al director, pero éste dijo que esa orden no
podía darla a no ser que obedeciera a una sentencia dictada por
un tribunal al efecto.
Pero el juez era hombre de carácter.
Se presentó personalmente en el Banco.
—Cuando hayamos cogido a Wallace, tendrá usted la sentencia.
Ahora le ordeno que no entregue el dinero a ese bandido. Y si
lo hace a pesar de esta orden, le detendré por cómplice de ese
ladrón.
—Yo cumplo con mi deber. No tiene que enseñarme cuál es.
—Está advertido, director.
Y el juez salió del Banco.
El único empleado que había dijo al director:

—No puede oponerse si Willace está buscado por ladrón.


—No tengo por qué saber nada.
—Se lo han advertido. Y no juegue con estos hombres. Son
capaces de colgarle. Sobre todo, mediando esa muchacha que es
a la que ha robado.
—No voy a dejarme asustar por una mujer. No crea que soy
como los que hasta ahora ha tenido frente a ella.
—Lo único que quiero es que no me consideren unido a usted
en esto. Y daré cuenta a la central de la locura que intenta. Sabe
que con una orden del juez es más que suficiente. Sobre todo
cuando la orden está dada por escrito.
El director miró asombrado a su empleado.
—Le despediré si se pone frente a mí.
—No tiene que despedirme. Me marcho ahora mismo. Yo diré
la razón por la que no quiere cumplir la orden.
El director se asustó. No esperaba esta reacción ante su
amenaza, que no pensaba cumplir.
Pero en su soberbia no quiso rectificar.
El empleado dio cuenta en el hotel de lo que le había pasado.
Noticia que llegó en el acto a Ronald y Clyde. Las mujeres
habían marchado al almacén.
Esperaron a que el director saliera del Banco.
Ronald se cruzó con él en la calle.
—¿Es que no ve por dónde pasa, imbécil? —le gritó al tropezar.
—Es usted el que...
Los puños de Ronald entraron en acción.
Cuando le dejó en el suelo, daba pena verle.
Le recogieron unos vaqueros para llevarle a ser curado.
Entre gritos de dolor decía al médico que le hablan pegado por
cumplir con su deber.
—Sabe la población entera que usted no tiene razón. Lo va
diciendo su empleado. Esta vez intervengo yo. La próxima será
el enterrador. No conoce esta tierra, director. No se ha hecho
en ella.

—Daré cuenta al sheriff...


—Los testigos dirán que es usted el que ha provocado a ese
muchacho.
—Pero no es cierto.
—Le digo lo que pasará. Y entonces ese muchacho recurrirá a
las armas. Esas heridas no podré curarlas. Ni las que hace la
cuerda en el cuello cuando le cuelgan a uno.
El director salió de la casa del médico cubierto el rostro de
vendas.
Al llegar al hotel, nadie le saludó. Todos le daban la espalda.
Furioso, salió de allí y marchó a la oficina del sheriff.
—Hola, director. ¡Que sea enhorabuena!
—¿Encima?
—Pues claro. Si ha dado motivos para que le cuelguen y aún
está vivo... No comprendo a ese muchacho. Claro que gracias a
que Martha estaba en el almacén. Ya veremos cuando se entere.
—¿Es que no me va a ayudar?
¿Yo? ¿Por qué? Es usted el que se llevó parte de lo robado por
Wallace. Cuando tengamos la declaración de su empleado será
usted detenido. La está haciendo en casa del juez.
—¡No es verdad! ¡No es verdad!
—Tendrá que demostrar que es mentira. Su actitud frente al
juez demuestra que es verdad.
—No es verdad. Puede que haya sostenido por soberbia una
cosa que no es justa, pero no soy cómplice de nadie.
—Lo va a pasar muy mal, director.
—Diga al juez que obedeceré su orden respecto a Wallace.
—Creo que es demasiado tarde, amigo.
El director, asustado, marchó al Banco.
Iba dispuesto a huir, llevándose el dinero que había allí.
Pero a la puerta del Banco había varios vaqueros cuyo aspecto le
aterró.

Sabía que estaban de vigilancia.


Y una vez en el interior del edificio, se sentó para llorar.
Comprendía que había ido muy lejos en su actitud.
Lo que más le asustaba era lo que el empleado pudiera decir.
Estaba seguro de que se había enterado de algunos de sus sucios
negocios con Wallace y Dickie.
Había sido muy torpe por orgullo y soberbia.
Y ahora tenía difícil solución.
Estuvo mucho tiempo sentado en su despacho con todas las
puertas cerradas.
Se asomaba por las ventanas y por todas partes veía vaqueros
que vigilaban el Banco.
El pánico le iba dominando.
Permaneció horas y horas sin atreverse a salir.
El empleado se presentó por la tarde, a última hora.
Le abrió sin que le pasara el susto, y al ver quién era, le pidió
perdón.
—Lo siento, director. No es culpa mía lo que está sucediendo.
No quería que pudieran castigarme también a mí. Y le advierto
que he telegrafiado a la central. Mire la respuesta. Me dicen me
haga cargo de todo y que usted queda cesante. Debe ir a Helena
a justificarse ante ellos por su actitud.
Esto colmaba el miedo del director.
—No ha debido hacerlo. Hablaba en un acceso de furor, pero
hubiera rectificado.
—Debo ver los libros y las cuerdas de todos los clientes que
guarda usted aquí.
—¡No dejaré que toque nada! —gritó el director, y empuñó un
“Colt”.
—¡No sea loco! La casa está rodeada y si se dan cuenta de su
locura, le matarán como a un conejo.
—Pero no evitarán que le mate a usted. ¡Y conseguiré escapar!
—¡Suelte ese “Colt”! —gritaron a su espalda.
Obedeció en el acto.
—¡Estaba bromeando! —gritaba el director, al sentir que le
enlazaban y tiraban de él.
Minutos más tarde estaba colgando en la plaza.
Dos vaqueros se hallaban en el interior del Banco. Entraron por
una ventana del archivo. Ellos fueron los que salvaron la vida al
empleado, ya que el director no estaba dispuesto a permitir que
descubriera lo que hablaron.

***

Wallace, que estaba en casa de Dickie, al llegar la noticia de lo


sucedido con el director del Banco, supuso que había perdido el
dinero que tenía allí.
—De nada te ha servido escapar del rancho —le decía Dickie,
que acababa de llegar de la agencia.
—Lo he perdido todo.
—Por avaricioso. Si hubieras seguido enviando dinero en
cantidad a tu sobrina, es posible que ésta no hubiera vuelto por
aquí. Pero quisiste quedarte con todo por creer que estando tan
lejos no vendría, y ya ves lo que has sacado. Estás sin un
centavo y muy cerca de morir. Porque si te agarran, puedes estar
seguro que te colgarán.
—En eso estoy como tú. También mi sobrina ha dicho que
donde te vea disparará a matar. Me lo han dicho los muchachos.
—Cuando quiera, iré a ver a tu sobrina y no volverá a asustar a
nadie.
—No creo que te atrevas a hacerlo —dijo Wallace, riendo—.
Conozco a Martha.
—También la conozco yo, pero no es ella la que sabe disparar
solamente.
—No puedes compararte a ella.
—No es necesario que lo haga yo. Ahora me interesan otras
cosas más que eso.
—¿La agencia? Puede que no salga como esperabais. No
estando en el rancho yo, el paso por él ya no se puede hacer
para llegar a la parte en que los indios han llevado estos días el
ganado.
—Iremos por donde él esté.
—¡Cuidado con los indios!

—¡Bah! —exclamó Dickie, con desprecio—. ¿Es que les vamos


a temer ahora que están sometidos y en- cerrados¿
—No hago más que advertirte. Son peligrosos si se enfadan.
—El agente que hay no es Norton.
—Ya lo sé. Y sólo por hablar mal de los indios, le han
destrozado. Cuando intente de veras hacerles daño, le matarán.
—Contarán con los militares —dijo Dickie.
—No creo que ayuden a eso. Son los que más quieren que se
trate bien a los indios.
—No pueden olvidar los muertos que han tenido a sus manos.
—Están lejos de todas formas —dijo Wallace.

CAPITULO IX

George estaba preocupado por la actitud de los que estaban con


él.
Se daba cuenta de que tenían miedo a lo que pudiera pasar, sin
pensar que habían ido a hacerse ricos con el ganado de los
indios.
Era la última agencia para la que trabajaría, pero para ello era
preciso precipitar el robo de reses.
Tenían un precio muy alto y si conseguían enviar en tres meses
unas dos mil reses, habrían asegurado una fortuna para siempre.
Los pies negros tenían más de seis mil cabezas de ganado.
Woodman era el más cobarde de todos y eso que se trataba de
la persona en quien más había confiado para esa misión. Razón
por la que le hizo venir desde muylejos.
Pero hasta que se encontrara completamente bien, le encargó de
todo.
—No me gusta el trato que les das —decía George, mientras
comían al día siguiente.

—No se debe cambiar a lo que están habituados. Sobre todo,


no debe hacerse de repente. Es mejor ir cambiando las cosas
poco a poco, y mientras, irán perdiendo el ganado.
—Estos malditos han llevado sus reses a la parte más alejada de
les ranchos que limitan con ellos.
—Han debido ser aconsejados por alguien que sospechó la
verdad. Esa es la razón por la que hay que actuar con toda clase
de precauciones.
George acabó por estar de acuerdo con Woodman.
—Y hay que esperar para el robo de reses. Hay que hacer que se
confíen.
—Tiene impaciencia Dickie. Tiene miedo a esa muchacha y al
cazador que le acompaña. Han prometido matarle donde le vean
y sabe que lo harán. Por eso quiere que las reses se vendan
cuanto antes.
—¿Has pensado en la forma de hacerlas llegar a los mataderos?
—Conseguiremos vagones. Serán solicitados por mí como
agente. Venderé oficialmente lo de los pies negros.
—¿Y si se les ocurre hacer una investigación y se presentan
unos comisionados?
—No dejaré que hablen más que con aquellos indios que
logremos se pongan a nuestro lado. Y para ello, no hay más que
halagar a los que sean peores vistos’ por ellos.
Woodman exclamó:
—Sigues teniendo imaginación, no hay duda.
—Hasta me alegraría, una vez que tuvieras los hombres
adecuados, que vinieran a hacer una investigación. Sería la
forma de robar todo el ganado antes de que puedan enterarse
que me he quedado con el dinero.
—No tienes que quedarte con él.
—Es lo que voy a hacer, pero antes simularemos un atraco a la
agencia y hasta habrá sus víctimas entre nuestros hombres.
Aquéllos que nos estorben para que el reparto se haga entre el
menor número posible.
Woodman miró a George con recelo.
Estaba pensando que, llegado el momento, también podría
hacer que le mataran a él.
Pero tomaría sus precauciones y se lo haría saber.

Mientras George seguía hablando de proyectos, Wood- man


pensaba en la vieja amistad que le unía con Dickie.
Y empezó a temer que los dos estuvieran de acuerdo para
quedarse con todo el importe de la venta del ganado.
No atendía lo que el otro hablaba.
—¿Es que no me oyes? —exclamó George.
-—Estaba pensando en las cosas que hay que hacer mañana.
—Debes seguir como hasta ahora. Puede que sea mejor la
política suave.
—Eso es lo más conveniente —añadió Woodman.
Pero los indios no se dejaban engañar.
Estaban alerta y la vigilancia del ganado no se interrumpía.
Ronald y Cleo llegaron por la noche para preguntar qué trato les
daban después de lo que George había dicho al presentarse.
—No nos gusta esto —decía el jefe más estimado.
—Y no es normal. Algo se proponen. Posiblemente confiaros.
—Y si os dicen que llevéis el ganado a otros pastos, les decís
que están mejor donde se encuentra ahora. Nada de acceder —
dijo Ronald.
—Seguiremos vigilando día y noche. Ya se cansarán.
—No tardarán en cansarse si es que las cosas no salen como
ellos esperan. Tenéis unos vecinos de los cuales podéis fiaros.
Me refiero a Martha y su nuevo capataz.
—Hace años que queremos a esa muchacha. Es amiga de la
mayor parte de las jóvenes nuestras.
—Ella nos mandará recado si sucediera algo. Está más cerca
para que aviséis.
En eso quedaron los indios.
A la mañana siguiente, Woodman paseó por la reserva.
Cuando llegó a la parte en que estaba el ganado, comentó :

—Tenéis el ganado muy agrupado. ¿Por qué no lo lleváis a


mejores pastos?
—Son estos los mejores de toda la reserva —dijo uno de los
que estaban al cuidado de las reses.
—Pero están muy juntas las reses y terminarán por dejar sin una
brizna de hierba todo esto.
—Entonces las llevaremos más al Sur. Han estado en la parte
norte muchos meses. Hay que dejar que los pastos crezcan en
esa parte.
Woodman no insistió.
Pero no supo disimular su disgusto.
Cuando llegó a las viviendas de los encargados de la agencia y de
los vigilantes armados, estaba furioso.
—¿Qué has visto? —preguntó George, que esperaba ansioso.
—La mejor ganadería de toda mi vida. Pero muy alejada de los
límites de la reserva. Ir allí por las reses es una locura. Seríamos
descubiertos mucho antes de llegar a las reses.
—Hay que hacerles llevar el ganado a otra parte.
—Se darían cuenta de lo sospechoso de ese interés. No hay que
decirles nada. Ya lo he insinuado y lo que han respondido es
bastante lógico y sensato. Insistir sería una locura.
—Pues que vayan a buscar las reses donde estén.
—No podrán sacarlas de allí en toda una noche. Mientras sigan
por allí, no se les puede quitar ni una.
—Me parece que no conoces a los hombres que tiene Dickie.
—Te digo que si las reses siguen donde las tienen esos leprosos,
no se debe intentar ir a buscarlas.
—¿Y estaremos aquí dos años en espera que las dejen cerca del
rancho de Dickie?
—No veo otra solución. Aquí no estamos mal. Se come bien, se
gana dinero y el trabajo no mata.
—No podemos estar mucho tiempo. Lo sabes como yo.
—Pues insisto en que si las reses están donde las he visto hoy,
no se pueden tocar.
—Ya veremos lo que Dickie opina.

—Lo que opine Dickie no va a modificar el emplazamiento de


ese ganado.
—Se me ocurre otro medio. Se hace venir a los compradores y
yo me encargo de cobrar lo que importa la manada vendida. Se
les engaña a ellos. Sobre todo si seguimos con este trato tan
afectuoso.
Durante tres días más, los indios estuvieron desconcertados
ante el trato recibido por parte de los servidores de la agencia.
Pero no por ello cambiaban de actitud.
Seguían teniendo el ganado en el mismo lugar apartado.
George, que había mejorado de las lesiones, se enfurecía al saber
que no se trasladaban las reses.
—¡Estos cerdos...! —decía George ante Dickie y Tom- mí—
¡Hay que ir por las reses!
—Mientras sigan allí es muy expuesto —dijo Tom- mí—. No se
puede cruzar una llanura como ésa, arreando reses sin que se
den cuenta de ello.
—Pues no podemos seguir así —exclamó Dickie—. Estoy de
acuerdo con George.
—Es mejor lo que habías pensado de los compradores. Ya
tenemos a cuatro indios que nos son incondicionales. En el caso
de una investigación, ellos serían los jefes.
Terminaron por acordar que el mismo Woodman fuera en
busca de los compradores que iban por las agencias.
Tardó una semana justa en el viaje. A su regreso, todo seguía
igual.
—Lo que no comprendo —decía George— es que
ese cazador siga por aquí. Se le va a echar el invierno encima.
—No sale del rancho de Martha ni del almacén de
Cleo.
—Pero ya es tiempo que se hubiera ido —comentó
Dickie.
—No quiero tener jaleos y estoy conteniendo a los muchachos,
pero es el tío de Martha el que les está incitando
constantemente.

—Hay que tener cuidado con las autoridades. Se han hecho


muy amigos de ese muchacho tan alto.
—Desde mañana va a cambiar todo en la agencia...
—Me estoy cansando de ser bueno —decía George—. ¡Estos
perros...! Nos están tratando como si fuéramos criados de ellos.
—Ten en cuenta que va a venir el comprador.
—Creo que es una torpeza. Si los indios hablan con ellos,
sabrán que no les representas en la venta —dijo Dickie—. Y lo
que vas a hacer, es facilitar que ellos ganen una fortuna que nos
corresponde a nosotros.
—Ellos no pueden entrar en la agencia sin mi permiso. Verán a
esos cuatro. Y éstos dirán a sus hermanos que los compradores
les pagarán las reses a buen precio.
—Han visto mis hombres a Martha visitar a las indias. Ella les
aconseja. No debéis intentar esa venta. El dinero," si se vende,
será para los indios.
—Se lo quitaríamos.
—¿Y dónde lo encontrarías? Parece que no conozcas a esos
hombres.
—Estoy de acuerdo con Dickie —medió Tomy—. Me parece
que os habéis metido en un mal negocio. Estos zorros saben
más de lo que parece.
—Os digo que no pasará nada. Estos cuatro se encargarán de
llevar a los compradores hasta donde están las reses.
La ausencia de Woodman había sido notada por los indios, que
lo dijeron a Martha y ésta a Ronald y a Clyde.
Cuando regresó también fueron informados.
—Hay que esperar —dijo Ronald—. Sabremos la razón de ese
viaje. Están disgustados porque están las reses donde están.
—Terminarán por perder la paciencia —dijo Clyde.
—Han venido por ese ganado y no pueden tomarlo —decía
Martha—. Me gustaría oírles hablar cuando estén ellos solos.
—Es ahora cuando han de estar más vigilantes... —aconsejó
Ronald.

—Lo que no comprendo es qué se proponen con la amistad que


han brindado a esos cuatro. Los indios sospechan que intentan
algo a través de ellos —dijo Martha.
—¿Son de confianza?
—Son los más despreciables perezosos y granujas... —dijo
Mártha.
—Es a través de ellos que intentan algo que no se nos ocurre —
dijo Ronald.
—Que les vigilen atentamente —recomendó Clyde.
—No salen de las dependencias de los encargados. Apenas si les
ven sus propias familias.
—Si fueran a ver a los suyos, sería mejor hacerles beber en
demasía para que hablaran lo que sepan.
—No se sacaría nada de ellos ahora. No les dirán lo que han de
hacer hasta que llegue el momento oportuno.
Ronald no decía nada de volver a la montaña.
Estaba trabajando, en realidad, en el rancho de Martha.
Reunidos en el comedor de éste, Clyde la muchacha y él, dijo
Ronald:
—Tu tío sigue en el rancho de Díckie.
—Ya lo sé. Ha de esperar alguna oportunidad que no se le
presenta. No va por ninguno de los pueblos.
—Es rencoroso y mala persona —afirmó Clyde—. Ha de
intentar algo.
Lo que intentaba Wallace desde que estaba en el rancho de
Djckie, era convencer a dos pistoleros que había allí, para que
mataran a su sobrina y a Ronald, diciéndoles que eran mejores
que ellos dos.
Pero los aludidos no caían en la trampa.
—Deje de hablar —dijo una vez uno—. Y traiga un manojo de
billetes. Ya verá cómo con ellos se acaba esa rapidez de su
sobrina de la que tanto habla siempre.
—El dinero os lo daría después, porque pasaría a ser el dueño
de ese rancho.
—¿Y cree que ella no habrá tomado medidas para, en el caso de
que le suceda algo, no vaya a parar a sus manos ese rancho? ¡No
diga tonterías! Dinero contante o no hay nada.

—Me parece que no lo conseguiríais de todos modos. Son dos


enemigos demasiado peligrosos.
Los dos pistoleros se echaron a reír.
—¡No vale ese truco! —dijo uno de los dos.
Esa noche, Wallace habló con Dickie.
—Sé que la que está aconsejando a los indios es mi sobrina. Hay
una posibilidad de que esos consejos ter-minen.
—Me imagino lo que buscas, pero no estoy dispuesto a dar un
solo centavo por matar a tu sobrina. Si lo intentaran tan sólo,
tendríamos a todos los vaqueros del condado en este rancho, y
el que pudiera escapar tendría que ir muy lejos. ¡No me interesa
lo que me vas a proponer!
—Si las cosas se hacen bien, nada hay que temer. Serían
responsables los que lo hicieran.
—Saben todos que estás aquí. Y con ello me ligas a la
responsabilidad de esa muerte. He dicho que no me interesa.
Pero Wallace no se desanimó.
Al día siguiente visitó a George y como éste odiaba a los dos
jóvenes, no tardó en ponerse de acuerdo con Wallace para que
los pistoleros fueran a verle.
Los dos jumen eran casi recién llegados al rancho de Dickie.
Llegaron recomendados por un amigo de Dickie, que estaba
muy lejos.
Supuso que convenía a los dos retirarse de la circulación. Pero
,no les dijo nada.
Cuando los dos fueron avisados por Wallace, uno de ellos
comentó:
—No creo que nos conozcan en estos pueblos. Estamos muy
lejos de Colorado.
—Depende de la cantidad que nos ofrezcan. Parece- ce que
tienen verdadero interés por la muerte de esos personajes. Hay
que sacar el máximo.
—No me gusta que se trate de una mujer.

—Ni a mí tampoco; pero si lo pagan bien, ¿qué más da?


—Repito que no me gusta que se trate de una mujer. Y por lo
que dicen, es muy estimada por aquí.
—Lo que no comprendo es que sea el agente quien quiera
pagar.
—Por hablar con él, nada perderemos.
Y con el propósito de explorar lo que dijera George, fueron a
verle.
Una vez ante el agente, éste les miró con atención.
—Wallace nos ha mandado venir —dijo uno.
—Me ha dicho que pedís dinero por hacer un cierto trabajo. ¿Es
verdad?
—Desde luego. Depende de lo que ofrezcan por ello.
—Es mejor que seáis vosotros quienes pongáis precio —dijo
George, con cinismo.
—Parece que hay un verdadero interés en matar a esos
muchachos. ¿No es eso?
—Mi interés se debe a estas heridas que conservo en la boca. La
hicieron los dos.
—Comprendo —dijo uno.
—¿Precio?
—Hay que tener en cuenta que se trata de una mujer. Eso es
sumamente peligroso.
—Ya lo sé. Y sobre todo, por tratarse de ella. Maneja el “Colt”
como el mejor ganan de la Unión.
Los dos se echaron a reír.
—No debéis reíros. No soy un novato y he visto lo que hace.
Os aseguro que es para preocuparse si se ha de enfrentar uno a
ella. Debéis disparar por sorpresa. De frente, lo pongo en duda.
Y no es que no crea en vuestra habilidad, es que a ella la he visto
y a vosotros no.
—¡Cinco mil para los dos! —dijo uno.
Ahora era George el que se echó a reír.
—¡Bonito medio de decir que no os interesa! Veo que os ha
impresionado lo que he dicho de esa muchacha. Supongo que
habéis querido decir cincuenta dólares a cada uno.
—Por ese precio no mato ni un conejo.

—No hablemos más de ello. Creo que ni por esa cantidad


podríais hacerlo.
—¿Es que cree que puede decidimos por hablar así? —Ya sé
que no os decidiríais por nada. ¡No hablemos más de esto!
Estoy ocupado.
Y deliberadamente, les dio la espalda a los dos. George
demostraba conocer a ese tipo de personas. —¡Mil dólares a que
lo hago solo! —exclamó uno. —¡Van! —respondió George,
sonriendo.

CAPITULO X

—¿Quiénes son esos dos tipos que están ahí hace rato?
—No les he visto antes de ahora. Y en el tren no han llegado;
estuve en la estación.
—Parece que están pendientes de lo que se habla y de las
personas que entran en el hotel.
—Ya me he dado cuenta de ello.
Eran el juez y Link los que hablaban.
—Me gustaría que viniera el sheriff.
—¿Para qué les preguntara?
—Es posible. No me gusta su aspecto. Es el típico de los
matones, de los que alquilan el "Colt” por una cifra cualquiera.
No importa si es elevada o baja.
Otro cowboy se acercó a los dos y dijo:
—¿Trabajáis en algún rancho de por aquí?
—Sí —respondió uno, secamente.
—Os he preguntado porque estamos preparando unos festejos
y queremos saber con quiénes podemos contar. ¿Estáis en el
rancho de Dickie?
—¿Y qué te importa en el rancho que estamos?
—Perdonad. No he querido molestaros —añadió el vaquero.
Y se alejó de ellos.
—¡No has debido hablarles así! —exclamó el otro.
—¡Me cansan los curiosos!

—Si van a hacer unos festejos, les agrada saber el número de


cow-boys que tomarán parte. No es para responder en la forma
que lo has hecho. Ahora todos se van a fijar en nosotros.
—No te preocupe. Lo que nos ha traído aquí no es para tomar
parte en esos festejos. Hay que demostrar a ese "sabio” que se
puede hacer lo que considera tan difícil.
—Se puede hacer sin molestar a los vaqueros. No es
conveniente enfrentarse a nadie.
—¿Qué te importa si después de hacer esto no vendremos más
por aquí?
—Repito que nada tiene que ver. No me ha gustado lo que has
hecho.
—Puedes marchar, entonces. No te necesito para hacer lo que
he dicho que haré yo solo.
El otro le miró con desprecio y exclamó:
—Ganas me dan de dejarte solo.
—Debes hacerlo. No te daré parte de los mil dólares que he
jugado con ese charlatán de agente.
—Está bien.
Y su compañero salió lentamente tras pagar su bebida.
El otro sonreía con superioridad.
Un nuevo vaquero se acercó a él para hacer la misma pregunta
que antes le hizo el otro.
—Trabajo en un rancho de Dickie, pero no me importan los
festejos que podáis hacer —respondió—. Así que debes
dejarme tranquilo.
Separase de él sin añadir una palabra, pero le vio más tarde
hablar con otros y mirarle al hacerlo.
Esto le ponía nervioso.
Y empezó a comprender que su compañero tenía razón. No
convenía indisponerse con los cow-boys.
Se encontraba en una ratonera.
Si en esos momentos aparecieran los que le interesaba, estaría en
una posición poco ventajosa. porque todos estarían frente a él al
empezar la discusión que le diera pretexto para disparar.
Había sido toda su vida díscolo e insociable.
Malo por naturaleza, gozaba molestando o haciendo mal al
prójimo.

Sin embargo, pensando en lo que se proponía, no estaba


tranquilo.
Seguían hablando de él y esto le irritaba, pero no iba a
enfrentarse con todos, cuando ellos estaban deseando, sin duda,
que así lo hiciera para darle una buena paliza, y si trataba de
sacar el “Colt”, coserle a tiros.
Desde luego, estaba convencido que no había hecho las cosas
bien.
Por eso, se acercó al que le había hablado y le dijo:
—Debes perdonarme. No sabía lo que hablaba. Acá-baba de
discutir con mi amigo y estaba furioso. Si en-tendéis que puedo
seros útil, contad conmigo.
Engañó a algunos vaqueros. Pero no a otros que le miraron con
indiferencia;
Y se pusieron a hablar con él.
El hecho de estar en un rancho cuyos cow-boys no iban por la
ciudad con frecuencia y de los que se hablaba en la forma que lo
hacían, hacía que el trato hacia este vaquero fuera un tanto frío,
a pesar de que había pedido perdón.
—Venís poco por aquí, ¿verdad? —decía uno.
—Está bastante lejos el rancho.
—Lo está mucho más el mío y suelo venir algunos días y todos
los festivos. ¿Sois muchos? ¿Es verdad que pasáis de cuarenta?
Y eso que aquellos incidentes con Martha y con Ronald redujo
el número...
—No estaba yo aquí entonces. ¡Una mujer pistolero...! ¡Es para
morirse de risa! Si oyeran esto en Colorado, creo que... Bueno,
quiero decir que no se comprende.
—Evitaron que los otros disparasen antes. Se adelantaron en la
intención y en el viaje a la funda. No les valió de nada.
—Repito que no estaba entonces yo en el rancho.
—¿Crees que lo hubieras evitado?
—Habría sabido vengar a los compañeros.
—No creas que hubiera sido tan sencillo.
—No hay que hablar de lo que ya pasó —dijo otro.

—Me agrada que habléis de esos tipos. ¿Es verdad que se creen
los mejores de la Unión?
—No he oído que lo hayan dicho nunca. No conceden
importancia a su habilidad con las armas.
Clyde entró con otro vaquero del rancho y como hablaban
estando en silencio los demás, oyó lo que decía el pistolero.
Y al fijarse en él, sonrió de una manera que sólo él sabía a qué se
debía.
—Si yo hubiera estado entonces por aquí, habríais visto cómo
cambiaban las cosas. Habláis como si no hubierais visto hacer
algo bueno con el “Colt”.
—¡No discutáis con él! Es uno de los mejores pistoleros de la
Unión. Y se enfada con facilidad. ¿Verdad, Christy?
El aludido miraba a Clyde con asombro.
—¿Quién te ha dicho que me llamo así?
—¿Es que no es verdad? ¿Qué pasó por Colorado para que
salieras de allí? ¿Te invitó algún sheriff o fueron los federades?
—Si sabes cómo me llamo, eso indica que me conoces. Y
deberías saber que no es sano hablarme así.
Clyde volvió a reír.
—¿Quién te ha metido en la cabeza que vengas a provocar a
Martha? ¡Podría jugar contigo! En un concurso de “Colt” te
sacaría tanta ventaja que tendrías que esconderte en la montaña
avergonzado. Y si es en un duelo a muerte, no llegarías a tocar la
culata de tu arma. ¿Ha sido su tío? Es tan cobarde que no me
sorprendería.
Christy miraba a Clyde con más atención.
Como Clyde tenía la costumbre de morderse un poco el labio
inferior al hablar, se quedó pensativo al observarlo.
Algo acudió a su imaginación.
Y poco a poco se iba poniendo pálido.
—Parece que te has quedado mudo. ¿Qué te pasa, Christy? —
añadió Clyde.
—¡Ahora te recuerdo! —exclamó—. ¡No me he metido
contigo...!

—Estabas hablando de Martha y de Ronald. ¿No es


eso? ¿Cuánto han ofrecido?
—Te aseguro que no quería molestarles.
—¡Pero si estabas diciendo que si hubieras estado aquí
entonces...!
—No sabía que fueran amigos tuyos, ni que estabas aquí.
—¿Es que tienes miedo a alguien? Todos éstos están pensando
que me tienes miedo a mí.
Ronald y Martha entraron en ese momento.
—¡Cuidado, muchachos! Está aquí Christy, el pistolero de
Denver, que ha venido para provocaros a los dos y demostrar
que sois dos novatos a su lado —dijo Clyde.
Christy miró a los dos jóvenes.
—Ya te he dicho que nada tenía en contra de ellos.
—Estabas asegurando unas cuantas cosas que han
oído todos. ¿Qué esperas?
—Ya me voy...
—¡Nada de eso! —dijo Ronald—. Si ha venido a demostrar que
es superior a nosotros, no puede marchase así. ¡Calla! ¡Si es
Christy! ¡Pero, hombre...!, esto sí que es una suerte para mí. No
esperaba verte nunca más.
Sorprendió a todos que Christy levantara las manos, diciendo:
—¡No sabía que eras tú! ¡No me mates! Es verdad que he
estado alardeando. Me habló el agente de vosotros y dijo que no
sería capaz de enfrentarme a los dos. He presumido ante él y
ante la apuesta de mil dólares...
Se quedó paralizado.
—¡Vaya! ¡De modo que mil dólares es lo que pensabas ganar!
—Repito que no sabía que se trataba de ti... Te creí muy lejos de
aquí. Puedes estar seguro que no intervine en la muerte de tu
hermano. Si te dijeron lo contrario, te engañaron.
—¿Por qué has venido hasta aquí?

—Me recomendaron a Dlckle. Ya sabes que fue uno de los que


anduvieron con James. Y estoy en su rancho.
—¿Estás seguro que Dickie anduvo con James?
—Sí. Y el agente también. Le he conocido al verle. Supe que
habías matado a James y a dos más que iban con él. Pero te
aseguro que no intervine en lo de tu hermano. ¡No me mires así!
Es verdad que no tomé parte. Fue obra de James.
—¡Te voy a matar, Christy! —dijo Ronald como una caricia, sin
levantar la voz—. No esperaba verte más. Te estuve rastreando.
¡Y te voy a encontrar cuando menos lo esperaba y en el lugar
menos adecuado...!
—¡No debéis matarme! ¡Dile que no lo haga, Ford! —dijo a
Clyde.
Ronald miró con sorpresa a Clyde.
—Si no te matara él, lo haría yo —replicó Clyde.
—¡No os he hecho nada!
—Venías dispuesto a matar a una mujer.
—No la iba a matar... ¡No!
—¡Estás mintiendo! Has dicho que te daba el agente mil dólares
por ello.
—Era una apuesta.
—¡Basta! ¡Baja las manos! Te voy a matar y quiero que te
defiendas —dijo Ronald.
—No debes creer lo que te hayan dicho. No tomé parte en el
atentado a tu hermano. Sabes que me apreciaba y no iba a
hacerlo.
—¡Fuiste el que le confió! ¡Creyó en ti! Le llevaste a la trampa;
estoy bien enterado. ¡Si no te defiendes, dispararé de todos
modos!
—¿Es que vais a consentir que maten a un indefenso como yo?
Veis que tengo las manos sobre la cabeza —decía Christy—. No
debes matarme, Ronald. Te juro que es verdad que no formé
parte de la intriga contra tu hermano. ¡Ahora que recuerdo...!
Tengo aquí un papel que lo demuestra.
Cuando sacaba la mano con un “Colt”, sonaron varios disparos.
Los testigos se miraban asombrados.
Habían disparado tres armas a la vez.
Las empuñadas por Martha, Clyde y Ronald.
—¡Era el mayor cobarde que he conocido! —comentó
Ronald—. Es posible que en los últimos instantes de su vida
creyera que me engañaba.
—Estaba otro con él —dijo Link—. Nos llamó la atención al
juez y a mí. Y le catalogamos como lo que era. Un matón a
sueldo.
—Ahora, ya sé que el agente es uno de los hombres rastreados
por mí. Esa es la razón por la que me odia. Ha debido
conocerme. Yo no sabía que fuera uno de
ellos
—Y ese Dick... —exclamó Martha—. Siempre me ha parecido
un granuja. Ha faltado temporadas de esta comarca. Sería
cuando andaba por ahí.
Clyde estaba silencioso.
—No te preocupe que haya dicho tu verdadero nombre. Lo
más probable es que nadie se acuerde de ti —le dijo Ronald.
—Son muchos los que me recuerdan todavía —respondió
Clyde—, y eso que hace más de once años que no salgo de aquí.
—Vives apartado de todo. No temas; nadie te molestará.
—¿Por qué te encerraste en la montaña?
—Era más feliz viviendo aislado.
—¿Te echaron?
—No llegué a terminar. Salí de la escuela antes de acabar. Quise
vengar a mi hermano. Y es posible que me excediera. No sé los
que maté. ¡Bastantes! Sin embargo, habían quedado los peores.
Y mira por dónde, encuentro a tres de los más odiados. Y eso
que no conocía más que a Christy.
La conversación se hizo general en la que intervenían los que
habían sido testigos de lo sucedido.
El compañero de Christy estaba en el otro bar.
Bebía en silencio apoyado al mostrador.
Con el ruido de las conversaciones, no habían oído los disparos
en el hotel.
Pero dos que entraron hablaron con el barman y
dueño.

—Acaban de matar a uno de los vaqueros de Dickie. ¡Vaya


manos las de esos tres! Dispararon a la vez cuando iba a sacar
un “Colt” del pecho.
—¿Quiénes han sido?
—Clyde, Martha y ese muchacho tan alto. El cazador. Los tres
han disparado al mismo tiempo. Parece que había venido para
provocar y matar a Martha.
Dejó de hablar al fijarse en el compañero del muerto.
Por la manera de mirarle, comprendieron los otros que pasaba
algo.
—¡Yo no sabía nada de que viniera a eso! Reñí con él y me
separé —dijo.
El que iba con el que estaba hablando con el dueño, salió para
correr al hotel y decir a Ronald que el otro pistolero estaba en el
bar.
Los tres echaron a correr, pero fue Ronald el primero que llegó
en virtud de sus piernas tan largas.
Nada más entrar, descubrió al interesado.
Le conocía como al otro. Era de los que iban con
James.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué dejaste a Christy solo? —
preguntó.
—No debes creer que yo estaba de acuerdo con él en lo de
matar a la muchacha. Me separé de él por no querer hacerlo.
—¡No sabes mentir! ¡Eres tan cobarde que...!
Esta vez estuvo muy cerca de caer a manos del que parecía
asustado vaquero.
Disparó cuando el otro se disponía a hacerlo.
—Hemos llegado tarde —dijo Clyde.
—Y muy cerca ha estado que me encontrarais muerto. ¡Era
veloz de veras!
—Es mejor que no haya podido escapar. Hubiera avisado a los
otros —dijo Clyde.
—Era un asesino v está bien muerto.
—Así que les habían encargado que me mataran... Cosas de mi
tío.
—Christy dijo que era cosa del agente.
—Iré a verle.

—Te quedarás aquí esta vez —dijo Ronald.


—Desde luego. Iremos Ronald y yo. Es posible que conozca a
ese agente.
—No tenéis derecho a impedir que vaya con vosotros —decía
Martha.
—Por esta vez, deja que sean los hombres los únicos que actúen
—pidió Ronald.
—Hemos de ir a dar cuenta de lo que ha resultado de la misión
encomendada a esos dos criminales de profesión.
Martha dijo que iría con ellos para llegar hasta su
casa.
A esto no se podían oponer.
En la agencia, Dickie comentaba con George:
—No has debido dejar que fueran para matar a Martha. ¿No
comprendes que me van a echar la culpa a mí .y al tío de ella?
—Han asegurado que podrían hacerlo. Es mucho lo que
ganaremos con ello, si es verdad que lo consiguen.
—Más vale que no disparen a traición. No iré a mi rancho hasta
que regresen ellos, porque si fallan y en el pueblo se dan cuenta
de la verdad, irán todos los de los otros ranchos.
—Los dos son capaces de hacerlo. Les he conocido, aunque
ellos a mí, no. Estoy muy cambiado desde que me quité la
barba. James decía de ellos que eran unos verdaderos demonios
con el “Colt”.
—No creas que son mancos los otros. ¡Tengo miedo!
George decía sonriendo:
—Nada tenemos que temer nosotros. Son ellos los que van a
provocar... Deseo que maten a ese tan alto. He estado pensando
en él y le he reconocido. ¿Sabes quién es?
—¿Le conoces? ¿De veras?
—Sí. Es el hermano de aquel inspector. Era tan alto como él.
—¡No!—exclamó asustado—. Dice que mató a James y a unos
cuantos más.
—A nosotros no nos conoce —dijo George—. Por eso quiero
que le maten. Es un peligro vivo.

FINAL

Wallace estaba paseando por el rancho, pero sin alejarse mucho


de la vivienda.
—¿Y Dickie? —preguntó a uno.
—Marchó a la agencia.
—Hace tiempo que debería estar aquí. No hemos comido por
esperarle.
—Creo que deben comer. Cuando va hasta allí suele quedarse
hasta la noche.
Para confirmar esto, Tommy le llamó para comer.
—Es una tontería esperar a Dickie. No vendrá ya —dijo
Tommy.
Estaban comiendo cuando se presentó Martha.
No había ido con ellos, pero decidió visitar a Wallace.
Si él se dedicaba a ofrecer dinero por matar a la sobrina, ella
podía colgarle para que no hiciera mal a nadie.
—¡Hola! —dijo al entrar en el comedor.
Wallace se puso en pie de un salto.
Clyde y Ronald que pensaron llegar a la agencia de noche,
volvieron grupas para visitar a Dickie y a Wallace.
—Ahí está el caballo de Martha. ¡Nos ha engañado! —dijo
Ronald desmontando al tiempo que echaba a correr.
Entró al oír la voz de la muchacha saludando a su tío.
—¡Hola, Martha! Me alegra verte.
—¡Eres un embustero! —añadió ella.
—¡Un momento! —dijo Ronald apareciendo detrás de
Martha—. Será mejor que hable yo con ellos.
Pero Tommy no estaba dispuesto a perder tiempo.
Y con su precipitación, provocó la muerte de los dos a manos
de Ronald.

—Lamento haberles matado sin decir lo que pensaba de ellos.


Otros disparos se oyeron en la parte exterior.
—¡Clyde! —exclamó Ronald, corriendo.
Era Clyde el que tenía un “Colt” en cada mano.
Frente a él había tres cadáveres.
—Iban corriendo hacia la casa con las armas empuñadas —dijo
Clyde—. No he tenido más remedio que disparar sin pensarlo.

***

—Esos dos no vienen —decía Dickie—. Ya te he ad-vertido


que era difícil lo que se proponían.
—Sí. Ya es de noche. Tienes razón. Puede que se hayan
escapado.
—Si no les diste dinero, no se habrán ido. Han muerto, que es
muy distinto.
—¿Crees que...?
George llamó a Woodman para que se acercara a la ciudad y se
informara de algo.
Este se disculpó, diciendo que iría a la mañana siguiente.
Unas sombras se arrastraban lentamente frente a la vivienda del
agente.
En esa parte no había vigilancia más que de día.
Clyde y Ronald se pusieron en pie ante la puerta.
Cada uno de ellos caminaba con un arco y una flecha colocada
en posición de disparo.
Iban orientados por las voces de los dos que estaban hablando
en el despacho de George.
Empujaron suavemente con el pie la puerta.
Y los dos quedaron frente a ellos, sin poder decir nada por el
asombro de la aparición.
Ellos, no queriendo que dieran la alarma, dispararon sus flechas.
Quedaron atravesados por la terrible arma.
Sin decir nada, salieron de la casa.

Cuando iban a retirarse hacia las casas de los indios


amigos, se encontraron a decenas de indios con arcos y flechas.
Había ido Martha a darles el aviso.
A la mañana siguiente, cuando los hombres de George salieron
de las viviendas, quedaron atravesados en el patio.

***

Uno de los primeros en salir fue Woodman.


—No hubiera vuelto a la ciudad. Pero me aseguraron que nada
había en contra mía y mi esposa quería vivir en el Este, aquí
estamos.
—¿Te pesa? —dijo Martha.
—No.
—¿Qué hicisteis del rancho de Martha?
—Se lo dejamos a Clyde. Sigue allí escondido y feliz.
—¿Y Oleo?
—Dice en su última carta que se casará con uno de los
cazadores.
—Todos creían que estabas enamorado de ella y ella de ti.
—Éramos solamente unos buenos amigos —dijo Ronald
—Gracias a eso te pude cazar, cazador —exclamó Martha.

FIN

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