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LUCKY MARTY
Producciones editoriales,
Avda. José Antonio, 800 - BARCELONA Es propiedad
COLECCION LA LEY DEL REVOLVER
© LUCKY MARTY Depósito Legal: B.45.608 —76 I. S. B. N. 84-
365-0912 -9
Impreso en España Printed in Spain
Imprimió: NIGSA. HOSPITALET
CAPITULO PRIMERO
Caía la tarde cuando la cansina mula regresaba al paso hacia la
apartada cabaña. El hombre que la montaba ya habría cumplido los sesenta
años, tenía todo el revuelto cabello canoso y en sus manos, endurecidas
por el trabajo y arrugadas en mil pliegues, apareció una gastada armónica
que se puso a tocar.
Las notas de una vieja balada del Oeste pareció alegrar la tarde ya
inundada por las sombras, al escurrirse el sol por los altos picachos de la
sierra que se confundía con el horizonte.
En la cabaña, un hombre empuñó su rifle y se acercó a la única
ventana de la casucha sucia y destartalada. Desde allí estuvo observando el
exterior y se dijo:
—¡Es la señal! Esa vieja mofeta regresa.
El viejo que montaba la mula quedó plantado ante la cabaña y desde
lejos gritó, mientras guardaba la armónica en uno de sus bolsillos:
—Baja el rifle, míster. ¡Soy yo! ¡El viejo Roger!
La puerta de la cabaña se abrió y un hombre alto, de anchas espaldas
y aspecto de fiera acosada, apareció con sus dos revólveres en las caderas
y el “Winchester” de repetición aún en las manos. Estaba sin afeitar,
cumplido los cuarenta años. Sus ojos negros brillaban como carbones
encendidos y tras mirar al viejo que montaba la mula indagó, la voz ronca
mientras receloso parecía observarlo todo:
—¿No le ha seguido nadie, viejo?
—No, hombre, no... ¿Quién se va a molestar en seguir al viejo Roger?
—Deje la mula en el cobertizo y entre.
El viejo Roger Carel obedeció, aunque aquella apartada cabaña era
suya. Hacía muchos años que la había construido con sus propias manos,
harto de vivir entre los otros hombres y deseando apartarse de un mundo
que jamás le había comprendido.
Y allí había vivido tranquilamente los últimos veinte años, cultivando
un poco de tierra, cazando en las montañas vecinas y ganando los pocos
dólares que necesitaba con las pieles que conseguía al tender sus trampas
en los vericuetos de la sierra.
Hasta que aquel tipo mal carado llegó y...
—¡Le estoy esperando! —tronó el recio vozarrón de su forzado
huésped desde la puerta.
—¡Voy, hombre, voy! “Sofía” se ha ganado un buen pienso y creo
que...
—¡Deje ya esa mula y venga!
Tenía gracia: encima, con exigencias.
El viejo Roger olvidó el pienso que pensaba darle a su fiel compañera
y caminó hacia la entrada de la cabaña desde el cobertizo. Lo hacía con sus
cortas piernas piernas curvadas y una sonrisa de burla en la boca
desdentada que indagó, buscando los ojos negros del hombre alto y recio:
—¿Qué le pasa, míster? ¿Siempre es tan terrible?
—¿Dio mi encargo?
—¡Claro que lo di!
—¿Se lo dio a ella misma? ¿En mano?
—¡Pues claro! —volvió a exclamar el viejo trampero—. ¿Cree que
soy tonto, míster? En West City todo el mundo conoce a Sandra Russell.
¡Es una mujer que no se olvida! Y digo yo que...
Impaciente, ya entrando en la cabaña y atracando la puerta, aquel
hombre le atajó sus comentarios al indagar:
—¿Qué le dijo Sandra?
—Que vendrá.
—¿Cuándo...? ¿Cuándo le dijo que vendría a verme?
El viejo Roger Carel, aquella vez no contestó con la prontitud que su
visitante deseaba. Perezosamente se puso a rascarse las barbas también
canosas hasta que musitó, la voz queda:
—Bueno, míster... Parece que tiene dificultad. Ese... ese Maurice
Jarre no la deja ni a sol ni a sombra. Siempre la está vigilando como si
fuese una preciosa joya y...
—¡Termine de una condenada vez, viejo! ¿Cuándo vendrá?
Roger Carel volvió a buscar los ojos negros de su forzado huésped.
No estaba acostumbrado a los gritos, y mucho menos a recibirlos en su
propia casa. Pero le había aceptado cuando días antes aquel hombre llegó
allí y le dio un puñado de dólares y ahora...
—Dijo que vendrá cuando pueda, míster —replicó al fin secamente.
El hombre alto y recio empezó a pasear furioso por la pequeña
cabaña. Para moverse mejor dejó el “Winchester” sobre la mesa de madera
sin labrar, mascullando entre dientes:
—¡Maldita sea! Siete años esperando verla y ahora... ¡Esa mujer me
volverá loco!
Los ojos del viejo trampero quedaron atraídos sobre el rifle que
descansaba en la mesa. Casi lo tenía a su alcance; le bastaría dar un paso,
empuñar el arma y gritarle a aquel desagradable tipo que ya estaba demás
en su casa.
Claro que aquel hombre llevaba dos “Colt” calibre 44 en sus caderas
y Roger Carel era lo suficiente viejo como para adivinar que aquel tipo
debía saber manejarlos muy bien. Lo más prudente era seguir resignándose
con su presencia y ladinamente indagó, para ocultar sus pensamientos:
—¿Quiere mucho a la señorita Russell, míster?
—¡Sí! —fue la seca respuesta del forastero, que no dejaba de dar
vueltas por la reducida habitación.
—¿Es... es su hija? —apuntó el viejo medroso.
Su huésped paró bruscamente en sus nerviosos paseos quedó plantado
ante él con toda su formidable estatura y, tras plegar los labios gruesos y
sensuales en un mohín de desprecio, masculló con rabia:
—¡Usted es estúpido, viejo!
—Hombre, míster, yo... yo...
—¿Cree de veras que Sandra Russell puede ser mi hija?
—Bueno, míster... Sandra no habrá cumplido los veintitrés y usted...
usted parece que tiene...
—Prepare la cena y déjese de adivinar. —Volvió a atajarle
desabridamente—. Lo que interesa es que le haya dado mi recado y que
ella venga.
Roger Carel fue hacía el rincón donde tenía instalado el fogón y al
trastear con las cacerolas volvió a escuchar la voz de su huésped que
indagaba con visible mal humor:
—¿Va a darme otra vez fríjoles?
El dueño de la cabaña se volvió, excusándose:
—No tengo otra cosa, míster. No es temporada de caza.
—Pudo comprar algo de comida en West City. ¿No? ¡Le di buenos
dólares!
—Sí, pero... ¡No se me ocurrió, míster! Yo no hago las compras nada
más que una vez al año, cuando bajo mis pieles en primavera.
Quiso atajar el nuevo reproche que adivinaba en los labios de aquel
hombre y al instante añadió;
—Y como usted me dijo que procurase pasar inadvertido en la
ciudad, pues yo, míster... yo...
—Por comprar un poco de tocino o carne nadie se hubiese fijado en
usted, ¿no, viejo?
—¡Huy! ¡Se equivoca, míster! En. West City no me ven el pelo nada
más que una vez al año. Saben muy bien que, exceptuando cuando vendo
mis pieles, no tengo un centavo encima. Y pensé que si a usted no le
gustaba que nadie supiera que estaba aquí, pues...
—¡Está bien, abuelo! Termine de calentar eso de una vez. ¡Cenaré lo
que sea!
Minutos después, sentados frente a frente ante la mesa, mientras con
su boca desdentada el viejo Roger Carel procuraba triturar los duros
frijoles, una vez más buscó los ojos negros de su visitante y quedamente
osó preguntar:
—¿Puedo saber su nombre, míster?
—¡No!
—Es que, si va a seguir unos días más aquí, yo...
—Mi nombre no le importa, abuelo. Puede seguir llamándome míster.
—Como quiera, amigo; pero no me parece muy correcto. Cuando un
hombre llega a la casa de otro y le pide que...
—Vuelvo a recordarle que le di buenos dólares, abuelo. ¿Qué más
quiere?
—¡Saber quién es, leñe! Estoy en mi casa y creo que tengo derecho.
Se miraban fijamente y el forzado visitante recomendó al fin,
señalando con él índice al plato del viejo:
—Termine y a dormir, abuelo. ¡Será lo mejor!
Roger Carel perdonó el resto de su cena al levantarse y caminar hacía
donde tenía su camastro. Sólo al llegar allí se volvió y encarándose con el
hombre que no dejaba de observarle, advirtió:
—Voy a decirle algo, míster... Algo que tengo en el buche desde que
se descolgó por aquí.
—A dormir, viejo. ¡Será mejor que se calle!
—¡No me sale de las narices! —se encrespó el dueño de la cabaña—.
Repito que estoy en mi casa y hablaré todo lo que quiera.
—Pues desembuche y déjeme en paz de una condenada vez.
—Lo que quiero que sepa es esto... —aún pareció vacilar ante aquella
dura mirada cargada de amenazas, pero siguió—. Si usted es un forajido
perseguido por la ley, y me busca algún lío, yo... yo...
—¿Qué, viejo?
—Pues yo... yo... ¡Le diré al sheriff de West City que me forzó a
tenerle aquí!
—Eso no es cierto. Le pedí albergue y le pague bien.
—¡Sí! Pero yo acepté porque creí que usted... que usted era un
hombre más sociable, más...
—Escuche, viejo: si se pasa aquí solo todo el año y ahora tiene ganas
de hablar, no se desahogue conmigo, ¿quiere?
El viejo Roger Carel refunfuñó muy irritado mientras se metía bajo
las mantas:
—¡Está bien! ¡Pero ojalá que mañana le vea reventado por cenar esos
frijoles!
El hombre, que aún seguía cenando calmosamente ante la mesa,
sonrió, deseando:
—Buenas noches, viejo. ¡Qué duerma bien!
El también se retiró al poco rato a un camastro, pero no cerró los ojos
para dormir. Desde donde estaba alcanzaba a ver el ventanuco por donde
penetraba la claridad de la luna y clavó sus negros ojos allí, mientras
calmosamente fumaba un cigarrillo.
Su pensamiento voló hacía West City y hacia hermosa mujer, a la que
no había dejado de recordar en todos aquellos años de forzada separación.
Los labios de aquel hombre se distendieron al imaginarle que pronto
volvería a verla, a estrecharla entre sus brazos, a tenerla junto a él para
siempre y a gozar de una vida mejor que la mala suerte siempre les había
arrebatado.
—Sandra Russell... —pronunciaron sus labios.
Al pronunciar aquel nombre sintió como si le invadiese una dulzura
infinita y esto le puso de mejor humor. Ladeó la cabeza al escupir la punta
del cigarrillo consumido y al distinguir el camastro del dueño de la cabaña
preguntó, menos áspera su voz:
—¡Eh, viejo! ¿Duerme ya?
—¡Sí! ¡Duermo!
—Era para decirle mi nombre.
—Ya me importa un higo.
—De todas formas se lo diré, viejo parlanchín... Yo soy Cedric
Masson.
Pudo escuchar perfectamente como el viejo daba un salto en el
camastro, casi quedando en pie sobre él al exclamar:
—¡Diablos! ¿Ha... ha dicho Cedric Masson?
—Sí, abuelo. ¡Eso dije!
—Pues entonces... entonces yo... yo...
No pudo seguir con sus balbuceos.
En aquel instante, tras el ruido de unos cascos de caballo, una voz
gritó desde fuera:
—¡Aquí nos tienes, Cedric! ¡Esta vez si que no podrás escapar!
CAPITULO II
Cedric Masson saltó a su vez del camastro como un gato montés.
Estaba vestido y de lo único que se cuidó fue de buscar en la oscuridad su
cinto con los dos revólveres y su “Winchester”.
En la reducida habitación tropezó con el dueño de la cabaña, y su
poderosa mano se alzó para golpear el rostro del viejo Roger Carel al
bramar:
—¡Sucio traidor!
El anciano cayó desplomado y desde el suelo balbuceó:
—¿Pe... pero qué... qué... le pasa? ¡Yo no... no...!
Dos secos disparos de “Colt” calibre 44 tronaron en el interior de la
cabaña, segando para siempre la voz de un viejo y pacifico trampero que
se había llamado Roger Carel.
Las dos balas casi le clavaron sobre las carcomidas tablas del suelo
de su cabaña, a las que empezó a regar con su sangre mientras su asesino
se precipitaba sobre el único ventanuco de la casa.
Cedric Masson descubrió desde allí que tres sombras se movían en el
exterior. Pensó que era mejor no dejarles tomar posiciones y tras destrozar
los vidrios del ventanuco con uno de sus revólveres, empezó a disparar
frenéticamente contra los tres jinetes que acababan de llegar.
La noche se llenó de estampidos al replicar los sitiadores. Cedric
Masson era un experto en armas y por el ruido de aquellos disparos
calculó mentalmente:
—Un “30-30”, un “Remington” y un rifle de cañón recortado que
puede ser el de...
Se interrumpió girando velozmente la cabeza hacía el suelo, para
mirar al cuerpo sin vida del hombre al que había matado. Y el hecho de
haber reconocido el ronco ladrar de aquel rifle de cañón recortado le hizo
exclamar:
—¡Diablos! ¡Entonces no fue cosa de él! No me traicionó y yo...
No podía permitirse el lujo de seguir pensando en un muerto. Al fin
de cuentas, no era el primer hombre inocente que Cedric Masson mataba.
Su vida no había sido precisamente un suave camino de rosas y ahora...
“¡Esos tres buitres por fin me cazarán!”, fue lo que pensó.
No había duda de que eran ellos: Glen, Remy y Kurly, el sapo que
empuñaba aquel rifle de cañón recortado que su dueño había hecho famoso
en varios estados del Oeste. La certeza de sus disparos también les
delataba: las balas entraban silbando su canción de muerte por el
ventanuco y el hombre sitiado pensó que estaba cerca de su final.
—¡No me dejarán salir con vida de aquí!
Aquella casucha era como una ratonera. Una trampa mortal para él.
A pequeños intervalos, mientras los tres sitiadores recargaban sus
armas alguno de ellos hablaba. Lo hizo Glen con su voz marcadamente
nasal al gritarle con tonos burlones:
—¿Qué tal te sientes, Cedric? ¡Vamos a achicharrarte, pajarraco!
Le secundó la voz de Remy, que dijo:
—¡Es la fija, Cedric! ¡Llegó tu hora!
Era cierto y sólo tenía una solución: forzar la salida o intentar pactar
con ellos. Al instante desechó lo último: conocía muy bien a sus tres
atacantes y sabía que tenían motivos para matarle. Ninguno de ellos eran
hombres dado a la piedad o el perdón: al mismo Remy le había visto
degollar una vez a un niño, porque no le dieron el dinero del rescate que
pidió.
¿Qué podía esperar ante buitres así?
“Aunque les ofrezca lo que vienen buscando, me mataran”, volvió a
pensar el sitiado.
Era preferible seguir allí encerrado, con la remota esperanza de
“cazar” él al menos a alguno o esperar que terminasen sus balas. Sólo
tenía que vigilar el pequeño ventanuco y la única puerta de entrada. En el
fondo, ahora le gustaba que aquella sucia cabaña fuera tan sencilla y
pequeña.
Sólo de vez en cuando respondería a los disparos, más que nada para
excitar a sus atacantes y que gastasen más munición. Aquella sería la
noche más larga de la aventurera vida de Cedric Masson.
—Quizá, también será la última —volvió a decirse.
En esto no se equivocaba porque sus atacantes decidieron forzar su
salida. Uno de ellos lanzó una estopa encendida sobre el techo de la cabaña
y el humo pronto empezó a ser denso, hasta concretarse en llamas.
—¡Saldrá como una rata! —gritó uno de sus atacantes.
Tampoco se equivocó, aunque Cedric Masson salió disparando sus
dos “Colt” 44, alocadamente, en su último esfuerzo de morir matando. Sus
tres enemigos ya estaban bien parapetados y a su vez dispararon sus rifles
a placer lastrándole con sus plomos.
La víctima empezó a vacilar sobre sus pies, pero aún se esforzaba en
mantener la vertical y seguir disparando. Lo consiguió pese a recibir tres
balas más su cuerpo, que al fin cayó de bruces sobre la explanada frontera
a la cabaña.
Pero no soltó sus revólveres, los que descargó dejando vacíos sus
cilindros.
Disparos tan inútiles como ineficaces, ya que prácticamente Cedric
Masson había accionado los gatillos casi muerto.
Como si deseara seguir matando desde el Más Allá..,
Después de un corto silencio tras aquel infierno, los tres atacantes
abandonaron sus parapetos y corrieron hacia la cabaña incendiada. Aunque
uno de ellos, al pasar junto al cuerpo del hombre que acababan de matar,
tuvo el capricho de dispararle un tiro más en la nuca.
Quizá hizo bien.
Con Cedric Masson nunca se sabía lo que podía ocurrir. Otras muchas
veces la gente le había dado por muerto, pagando ese error con sus vidas.
—Vamos, Remy... ¡Hay que buscar antes de que arda del todo la
cabaña!
Remy se apartó del cadáver, corriendo con sus dos compañeros hacia
la casa. No se extrañaron al ver el cuerpo del viejo Roger Carel tendido en
el interior, o simplemente no le dieron importancia. Su afán sólo estaba en
encontrar algo que nerviosamente se pusieron a buscar, revolviéndolo todo
con precipitación y tosiendo por el denso humo.
Las llamas que empezaban a devorar los troncos del techo y las
paredes les obligó a salir, con aire de desaliento. Pero al instante volvieron
a fijarse en el cuerpo tendido de Cedric Mascón y uno de ellos exclamó:
—¡Es posible que la tenga encima!
—¡Pues vamos a registrarle!
También fue inútil que cayeran como buitres sobre aquel despojo
humano. Registraron sus bolsillos, desgarraron sus ropas y tantearon todo
el cuerpo; pero no encontraron tampoco allí lo que buscaban.
La proximidad del fuego que devoraba la cabaña les hacía sudar
copiosamente, por lo que arrastraron el cuerpo de su enemigo un poco más
allá. Al fin se dieron por vencidos y uno de ellos, dijo:
—¡Mala suerte! Pero al menos nos hemos cargado a este traidor.
—¿Dónde puede haberla dejado?
—¡Ni idea! Quizá se la dio al viejo, cuando le mandó a West City.
—¡Pues tenemos que encontrarla!
—Cierto, Remy. Pero ahora es mejor alejarse de aquí.
La noche seguía iluminada por aquel incendió que destrozaba la
vivienda de un viejo. Un hombre que, buscando su paz, su tranquilidad,
había decidido hacía años vivir apartado de los otros.
¿De qué le había servido?
Problemas totalmente ajenos a él, habían venido a meterle en aquella
vorágine de disparos, plomo y fuego, en donde su cuerpo quedaría
irreconocible, convertido en cenizas.
Polvo eres y en polvo te convertirás...
¿Es ese el destino de todos los hombres?
¿El de los inocentes como el viejo Roger Carel también?
***
***
***
Una sombra caminó furtiva sobre el tejadillo del Harold-Hotel, al que
daban las habitaciones del primer piso.
En la mano de aquel hombre brillaba un cuchillo, al que la pálida luz
de la luna hacía despedir destellos siniestros en su ancha hoja.
Precavidamente el hombre se había quitado las espuelas y, a juzgar por sus
felinos movimientos, podía calcularse que no era la primera vez que hacía
una cosa así.
Cuando llegó a la ventana que buscaba se detuvo y miró con muchas
precauciones al interior de la habitación. Remaba la más completa
oscuridad y no alcanzó a distinguir el lecho que buscaba.
Y su objetivo estaba precisamente en aquella cama.
No quería fallar porque hay “negocios” en los que, o se gana, o se
pierde. Pero la ventaja de la sorpresa estaba de su parte y se decidió a
penetrar en la habitación del hotel, deslizándose como una serpiente
venenosa hacía su presa, ya en la mano alzada esgrimiendo el cuchillo.
Bastarían dos buenas cuchilladas y listo.
Luego, a escapar por donde había venido.
¡Adivina quién te dio!
El bulto del hombre que dormía en el lecho guió a la mano asesina y
el agresor hundió por dos veces el arma, empleando toda su fuerza con
saña y brutalidad.
—¡Ya está! —se dijo.
Pero su alegría se heló en su garganta, al oír que una voz
marcadamente varonil venía de uno de los ángulos de la habitación a
oscuras, anunciándole:
—¡Fallaste, matarife! ¡Quieto ahí!
Antes lo había pensado:
“En cierta clase de «negocios», o se pierde... ¡O se gana!”
El individuó aún quiso ganar y se revolvió veloz hacia donde había
oído la voz, soltando el cuchillo e intentando sacar sus dos revólveres.
Fue el último movimiento consciente que hizo.
Dos trallazos sonaron en la habitación, tan seguidos, que parecieron
un sólo disparo. Aunque más tarde se podría comprobar que ciertamente
habían sido dos las balas que segaron la vida de aquel fracasado asesino.
Antes de encender la lámpara de petróleo, Warren Kohlman avanzó
hacia el bulto del hombre sin vida que había caído con ruido sordo sobre
las tablas de aquella habitación. Sus pasos empezaron a confundirse con
las carreras precipitadas que ya empezaba a oír en el pasillo, para al
instante oír que llamaban con nerviosismo a su puerta.
Cuando les franqueó la entrada al empleado del hotel y a un par de
huéspedes que en camisón de dormir le miraban, Warren ya tenía en la
mano la lámpara encendida. Hizo un gesto para invitar a entrar a los
curiosos y permitió:
—Pasen y verán lo “seguro” que es este condenado hotel, señores...
—¡Dios santo! —exclamó el esmirriado empleado—. ¡Un hombre
muerto!
—No pudo elegir, amigo, ¡O él, o yo!
Iluminó el lecho para que adivinaran las intenciones de aquel asesino,
aclarando al ver que examinaban las dos almohadas acuchilladas:
—Cuando en algún sitio no me reciben muy bien, no suelo dormir en
la cama de los hoteles. Es más prudente... ¡y más saludable!, poner las
almohadas de forma que cualquier inesperado “visitante" crea que
descanso tranquilamente.
Luego señaló un ángulo de la habitación donde había una manta y
amplió:
—Le vi entrar desde ahí.
Uno de los hombres que estaba en camisón de dormir, con ojos
espantados quiso saber:
—¿Por qué intentó asesinarle?
Warren se encaró con él al indagar a su vez:
—¿Usted lo sabe, amigo?
—¿Yooooooo...?
—Pues avise al sheriff y quizá él pueda averiguarlo. ¡Le aseguro que
me interesa!
Warren pareció olvidar al huésped del camisón y preguntó al
empleado señalando al cadáver:
—¿Le conoce?
—No... ¡Jamás vi a este hombre!
—¿Y alguno de ustedes?
—No, tampoco... ¡Yo me vuelvo a la cama!
—Espere, amigo —le recomendó—. No se asuste. Quiero que le
digan al sheriff lo que encontraron aquí nada más entrar.
—Por... por... por supuesto que lo haremos, joven. ¡No faltaba más!
—Gracias.
Minutos después, con los ojos llenos de sueño, el sheriff Dam
Shepard volvía a martirizar a su oreja con los pellizcos perplejos de sus
dedos. Hacía muecas con los labios y al fin dijo, sin dejar de examinar el
cadáver:
—Sí... Creo que esta tarde vi a este hombre. Pero es forastero... ¡Y
llegan tantos a West City!
Warren quiso concretar y pidió:
—Resumiendo, sheriff. ¡Nadie le conoce!
—Pues no, Kohlman.
—Llévenselo. ¡Quiero seguir durmiendo!
—Le aconsejo que...
Warren Kohlman atajó al hombre grueso de la placa:
—No, señor Shepard. Estoy cansado y quiero dormir. No creo que
vuelvan a intentarlo por esta noche y mañana...
—Dijo que se iría, Kohlman.
—Bueno, lo dije pero... ¡Ya veremos!
Obsequioso, el empleado ofreció:
—Si quiere que le de otra habitación, yo...
—No se moleste amigo. Me gusta ésta. ¡Buenas noches a todos!
Aquella vez Warren Kohlman si que durmió tranquilamente en la
cama.
Al otro día tenía una cita con una hermosa mujer y no quería tener
mala cara.
¿O es que los hombres no son también presumidos...
CAPITULO VII
Warren Kohlman condujo a “Lord” en la dirección que le habían
dicho, donde el Salomón River confluía con el río Salinas.
Se había informado que había unas tres millas, pero “Lord” era un
excelente caballo que podía salvar aquella distancia al galope sostenido.
Por eso no había salido de West City hasta una hora antes de la cita, tras
levantarse muy tarde, comer en el Harold-Hotel y salir a dar un paseo por
la ciudad, secretamente ansioso de captar algo que le indicase de dónde
había venido la intentona de asesinarle.
Todo aquello ya empezaba a interesarle.
Todo depende del temperamento del hombre. Los hay que, ante las
dificultades, ante el peligro, se amilanan y se achican. Y los hay que se
crecen y agigantan ante esos mismos problemas.
Y Warren Kohlman era de los últimos.
Su abuelo se lo había dicho, cuando se enfadaba con él:
—"Te viene de casta, Warren. En algunas cosas... ¡Desganadamente
eres como tu padre!”
En “algunas cosas” nada más, claro.
Por ejemplo, también en la mortal destreza de utilizar sus armas.
Bien estaba eso en el Oeste donde, por una fracción de segundo, uno
podía matar... ¡O morir!
“Lord” sostuvo el galope tal como se le pedía y con su agudo sentido
de orientación su amo pronto le llevó allí donde dos corrientes de agua se
fundían. Warren se puso a examinar el lugar donde le había citado la mujer
rubia, frunciendo el ceño.
Era un lugar excelente para una emboscada.
A unas treinta yardas de la orilla izquierda del Salomón River, había
un grupo de rocas desde el cual un rifle podía tronar traicionero. A la
derecha empezaba un bosquecillo a medida que los juncos se convertían en
arbustos y algo más allá, éstos, en árboles que no permitían ver mucha
distancia. La corriente era ancha al unirse los dos ríos, pero con un rifle de
largo alcance también podía venir el ataque desde la otra orilla.
Warren siguió pensando que aquello podía ser una cita en el infierno.
Cada vez estaba más seguro de una cosa: tras la medalla que le dio el
moribundo Cedric Masson se ocultaba “algo”.
"Algo” que obligaba a los hombres a matar.
Pero Warren Kohlman también era de los que cuando empezaban una
cosa, la terminaba.
Sobre todo si en ello estaba mezclada una hermosa mujer como
aquella diosa llamada Sandra Russell.
Calculó por la marcha del sol que ya eran más de la seis, pero
esperanzado su corazón le dijo:
—¡Vendrá!
Y siguió esperando allí, con mil ojos y deseando que aquello no se
convirtiera en lo que había pensado.
En una cita en el infierno...
***
El elegante Maurice Jarre vestía una de sus levitas color gris, con
ribetes negros en las solapas, en el final de la mangas y en los bolsillos. La
camisa blanca era de fina seda, con botonadura dorada que muchos
apostaban era de oro.
Otros, más desconfiados, decían que el dueño del Jarre Saloon sólo
era un fanfarrón.
Un presumido.
Pero Sandra Russell no parecía afectada por tanta elegancia. Al
contrario, parecía irritada por la inesperada visita del hombre, golpeando
nerviosamente la palma de la mano enguantada con la fusta que sujetaba la
otra.
Maurice se dio cuenta nada más entrar y, aunque siempre con finos
modales y voz parsimoniosa, indagó:
—¿A dar un paseo, mon cheri?
—¡Sí...! Tengo ganas de que me de un poco el aire.
—¡Oh, oui, mon amour! Eso siempre es muy saludable.
Y algo ladinamente, observó al instante:
—Te sentará bien para los nervios.
Sandra Russell comprendió. Maurice Jarre podría ser un hombre que
jamás se excitaba, pero era lo suficiente astuto para adivinar que ella
estaba nerviosa. Por eso replicó vuelta ya hacia él, dejando de mirar al
exterior por la ventana de su habitación en el Harold-Hotel:
—Sabes que no me gusta que me vengas a visitar aquí, a mi
habitación.
—¿Por qué no, mon petite?
—La gente habla ya demasiado de nosotros, Maurice. ¡Y deja ya de
hablar conmigo en francés! ¡Tú naciste en Boston!
—¡Pero mis queridos padres fueron franceses, mi querida Sandra! No
puedo evitar utilizar su idioma. ¿No te parece más dulce, más delicado?
La mujer rubia no quería prolongar la conversación. Calculaba que no
podría llegar puntual a la cita y temía que el alto forastero de las anchas
espaldas y mirar descarado, se cansara de esperar. Por eso nada replicó,
ansiosa de que el dueño del Jarre Saloon diera por terminada su inesperada
visita a tales horas.
No lo consiguió, porque el hombre de la elegante levita gris insistió:
—¿Qué te preocupa, mi amor?
—¡Oh, basta ya, Maurice! A veces me empalagan tus dulzuras.
—A mi me encanta prodigártelas. Y esta equívoca situación puede
terminar nada más que tú quieras.
Sandra Russell sabía perfectamente a qué se refería. Pero ella no
podía mostrarse más amorosa con él. Admitía que se estaba portando con
ella maravillosamente y que era muy difícil pedirle más paciencia. Pero al
menos, hasta que aclarase su situación y se sintiera libre, completamente
libre de un anterior compromiso que Maurice Jarre jamás debía conocer,
aquella situación equívoca a la que él hacía referencia debía seguir.
Hasta que...
—Maurice, por favor... ¡Quiero dar ese paseo a caballo!
—Bien: te acompañaré, cariño.
—¡No! —replicó ella con vehemencia.
Vio el recelo en aquellos ojos negros que conocía tan bien y al
instante aclaró, la voz más calmada:
—Prefiero ir sola.
—¡Mientes!
—¡Maurice! —exclamó la mujer rubia, extrañada por la musitada
explosión colérica del hombre tan exquisitamente educado.
—¡Oui, mon petite! Lo que pasa que ese Warren Kohlman te ha traído
pasados recuerdos “sentimentales”. ¿No es así?
—¿Por qué dices eso, Maurice?
—¿Crees que soy un estúpido, Sandra? Todos pudimos verte cuando
ese forastero te habló de Cedric Masson... ¡Y de la bonita medalla que dice
le dio para ti!
—Dije que no conocía a ese hombre.
—¡Y yo digo que por eso mientes!
Tras su nueva explosión de ira, Maurice Jarre avanzó hacia ella y
firmemente atenazó entre las suyas las manos enguantadas de la mujer. Y
su mirada dejó de ser dulce para convertirse en inquisitorial, al añadir
ronca la voz:
—¿Qué fue ese canalla para ti? ¿Por qué ese hombre te trajo su
medalla?
—¡No lo sé, Maurice! ¡Oh, por favor! ¡Me haces daño!
—¡Habla, Sandra! ¡Quiero que lo digas! ¡Que lo confieses tú misma!
—¡Pero si no tengo nada que confesar! ¡Repito que no sé quién fue
Cedric Masson!
El hombre la soltó, pero para decir con infinito desprecio en su voz:
—¡Eso es una majadería! ¡Todo Kansas sabe quién fue Cedric
Masson!
—Bueno, yo...
—Tú has oído lo que todos. ¡Que fue un canalla! ¡Un cobarde asesino
dedicado a robar y matar! Pero lo que me interesa que me digas es qué fue
lo que tuvo ese pistolero contigo.
—Te lo repito, Maurice. ¡Nada! ¡Nada absolutamente!
—¿Ah, sí, cariño?
Dejó su maliciosa pregunta colgando llena de dudas, para rebatir por
él mismo al instante:
—Entonces... ¿Cómo te explicas que por West City se descuelgue un
forastero que jamás ha estado por aquí, llegue preguntando por tu nombre,
te busque y te ofrezca una medalla al valor ganada por ese cerdo en la
batalla de Gettysburg, diciendo que el moribundo Cedric Masson se la dio
para ti?
—¡Yo qué sé, Maurice! Debió confundirse... Le diría otro nombre de
mujer y él... él...
—Y otra cosa, Sandra —insistió el hombre, implacable—. ¿Qué hacía
Cedric Masson cerca de West City? ¿Por qué estaba en la cabaña del viejo
Roger? ¿Quién le dio siete balazos allí? ¿Por qué fue incendiada la cabaña
de ese pobre trampero?
Acosada por todo lo que representaban aquellas preguntas, Sandra
Russell clavó sus grandes y verdes pupilas en las del hombre, volviendo a
exclamar:
—¡Maurice! ¿Es que... es que pretendes insinuar que yo... yo...?
—No, cariño... Sé muy bien que tú no fuiste a matarlo. ¡Pero pudiste
muy bien pagar para que lo hiciera alguien!
—¡Qué absurdo! ¿Por qué iba hacer una cosa así?
—Porque conociste a ese hombre. ¡Sé que le conociste, Sandra!
Ahora mismo me lo están diciendo tus lindos ojos.
—¿Y me eres capaz de... de...?
Repentinamente, Maurice Jarre volvió a calmarse y su voz sonó más
dulce al comentar:
—¡Oh, mon cheri! Las mujeres siempre sois extremosas, mi pequeña.
O mejores...! O terriblemente peores que los hombres!
—¿Qué quieres decir? ¡Deja ya de torturarme con tus celos!
—Quiero decir que si Cedric Masson tenía algún “secreto” tuyo...
algún “pecadillo” que deseas ocultar, al saber que estaba en la cabaña del
viejo Roger pudiste...
—¡Es monstruoso! ¡Nunca pensé que llegarías a creerme capaz de
una cosa así, Maurice!
—Verás, Sandra... No te estoy acusando de asesinar a un tipo como
Cedric Masson. ¡Era un canalla que mereció mil veces la muerte! Pero si
me molesta que no tengas confianza en mí y no me lo digas todo.
Tajante, alzando su hermoso cuello de cisne en actitud arrogante, la
mujer replicó:
—¡No te estoy ocultado nada!
Maurice Jarre volvía a ser el hombre educado y pacífico de siempre.
Y mientras arreglaba los puños de su pulcra camisa de seda, prefirió
cambiar de sistema y recordó:
—Son muchos años, Sandra... Mucho tiempo que comes mi pan y te
tengo como una reina. Te encontré donde tú sabes y te he estado teniendo
como si fueras una preciosa joya, para que un día... el día que tú quieras,
seas para mí, cariño. No he escatimado nada contigo y vives como una
gran “dama”, cantando alguna que otra vez en mi local... para justificar
algo ante la gente y piensen que ganas tu “jornal”, ¿comprendes?
—¿Vas a echármelo en cara ahora? ¡A ti es a quien le gusta que yo
aparezca alguna vez por ese antro! ¡Te gusta lucirme, Maurice! ¡Tu
vanidad te hace desear que todos los hombres te envidien!
—Bien... —admitió él con un gesto de satisfacción—. No niego que
me encanta que todos sepan que vas a ser mí esposa algún día. ¡Pero
precisamente porque serás mi mujer no debe haber equívocos entre
nosotros!
—¡Y no los hay, Maurice! ¡No los hay!
—Mira, Sandra... ¡Ya estoy harto de tus promesas! Sólo me has dado
eso. ¡Promesas!
—Seré tu mujer cuando yo vea que... que...
La mano bien cuidada de Maurice Jarre atajó con un movimiento de
cansancio al recordar, en un intento de imitar el tono de la hermosa mujer:
—¡Sí, ya sé, cariño! Te lo he oído miles de veces...
El día que te des cuenta de que me quieres tan apasionadamente como
yo o ti. ¿No ibas a decir ahora también eso?
—Una mujer no puede entregarse sin amor, Maurice. Si lo hace es
como poseer algo sin valor, algo que se obtiene por... por...
—¿Comprándolo? —ayudó él.
Las pupilas verdes buscaron las del hombre y quedaron fijas allí
eternizando los segundos. Ella conocía su poder y Maurice Jarre terminó
por encogerse de hombros con leve sonrisa en los labios al musitar, ya
camino de la puerta:
—Está bien, cariño... Perdona y ves a dar ese paseo si quieres.
También opino que calmará tus nervios.
Sandra Russell aún le siguió con la mirada cargada de reproches,
girando al verle caminar sobre sus lustrosas botas altas hacía la salida de
la habitación. Al llegar a la puerta, el hombre elegante también se volvió,
depositó un beso en su propia mano y luego sopló hacia la mujer,
sonriendo con más dulzura al desear:
—Que te diviertas, mi amor. ¡Te estaré esperando...! Como siempre.
Desde la ventana de su habitación en el Harold-Hotel, Sandra Russell
le vio atravesar la calle y caminar con su natural soltura hacia el Jarre
Saloon. No se retiró tras los visillos hasta pasados unos minutos, por si
Maurice volvía a salir y la espiaba.
Pero no pudo oír que, ya dentro de su local, al dirigirse hacia el
mostrador, Maurice Jarre alzó la mano, sus dedos chasquearon en el aire y
al instante siguiéndole como perritos falderos cuando se les ofrece el plato
de comida, dos de sus empleados fueron tras él hasta entrar en el despacho
privado del dueño del Jarre Saloon.
—Y allí, ante Lee Emmett, el hombre elegante dijo: —Sandra va a
salir a dar un paseo a caballo. ¡Seguidla!
—Sí, patrón.
CAPITULO VIII
Warren Kohlman se incorporó llevando en la mano el rifle que había
tenido entre las piernas, al oír los cascos de un caballo que se acercaba al
trote.
"Lord” también percibió la proximidad del otro animal y, al relinchar
suavemente, su amo le agradeció:
—Gracias, “Lord”; pero ya lo he oído. ¡Veremos quién es!
Se ocultó más entre un grupo de arbustos y desde allí vio avanzar a
una yegua de magnífica estampa, de remos nerviosos y larga crin flotando
al viento. El pelaje del animal contrastaba con la negra indumentaria que
lucía la hermosa amazona: pantalón negro de montar muy ajustado a sus
armoniosos caderas, botas altas y una blusa blanca abierta en el escote y
de mangas cortas, que hacía resaltar la piel morena de aquella mujer
singular, que traía todo su dorado cabello suelto sobre la espalda, también
flotando al viento al cabalgar con elegante soltura hacia allí.
Desde su escondite, Warren Kohlman siguió extasiándose ante
aquella visión que despertaba en él deseos largo tiempo reprimidos.
Olvidó que llevaba más de una hora allí anhelando aquella cita,
prolongando su silencio por el placer de mirarla y con sus ojos golosos
recrearse en la contemplación de aquel cuerpo de mujer, sueño dorado de
los hombres hecho carne.
La vio frenar su yegua, girar la cabeza hacia los lados y buscar
ansiosa con sus grandes ojos verdes que intentaban escudriñarlo todo. Un
mohín de disgusto se dibujó en aquellos labios rojos y sensuales,
entreabriendo la boca para mostrar una dentadura perfecta que invitaba a
acercarse a ella.
Como un poderoso imán que obligó a salir de su escondite a Warren
Kohlman.
Ella se asustó al oír salir al hombre con el rifle en las manos entre los
arbustos, agitándose su respiración que hacía subir y bajar el seno
femenino magníficamente dibujado bajo la tela de la blusa blanca.
—¡Oh!...
—No se asuste, pero uno debe tomar sus precauciones, señora.
Sandra Russell sintió una vez más la mirada descarada de aquel
hombre posada sobre ella, como si aquel par de ojos grises intentasen
desnudarla. Parpadeó confusa desviando su mirada de la del hombre,
desmontando por sí misma para no dar lugar que el par de grandes manos
que ya se alzaban hacia ella aprisionaran su cintura.
Warren Kohlman sonrió levemente, adivinando el mudo rechazo de
ella que comentó, recordando lo que había pasado la noche anterior en el
Harold-Hotel.
—Ya me enteré que anoche intentaron...
—Asesinarme —ayudó él.
Ella se puso a caminar hacía un grupo de rocas, molesta al adivinar
que la mirada del hombre recorría su silueta para clavar las ansiosas
pupilas en la parte más carnosa de Su cuerpo. Desde jovencita, Sandra
Russell tenía motivos para sentirse orgullosa de su anatomía. Sabía que
siempre había gustado mucho a los hombres y eso siempre les encanta a
las mujeres. Pero también siempre había creído que sus caderas eran
excesivamente ampulosas, marcadamente...
Cierta vez, una vieja amiga de su madre le había dicho:
“—Serás muy fecunda, pequeña. Las mujeres que están construidas
como tú, suelen tener muchos hijos.” Siempre recordaría que había
preguntado, con el rubor en las mejillas:
—“¿Por qué, señora Moore?”
Y la contestación de la amiga de su madre aún la dejó más confusa:
—“Porque Dios sabe cómo hacer las cosas, Sandra. Así como a los
hombres fuertes les dota de anchos hombros y tórax desarrollado para que
puedan alimentar sus pulmones con mucho aire, a las mujeres que quiere
hacer fecundas les concede un cuerpo como el tuyo, para que puedan tener
hermosos hijitos...”
Cosas de la señora Moore, claro.
Tuvo la necesidad imperiosa de volverse hacia Warren, para evitar
que la mirase de aquella forma tan posesiva. Prefirió encararse con sus
ojos tenaces y descarados, al indagar:
—¿Sabe por qué intentó matarle ése hombre?
—No... Aunque me figuró que debe estar relacionado con usted.
—¿Cómo...? —exclamó, entre molesta y alarmada.
—Así debe ser, señora... De otra forma, no veo la razón. ¡Yo jamás
estuve por aquí y mal puedo tener enemigos!
—Pero eso que dice...
—Bueno, me refería a esta medalla...
Warren Kohlman ya tenía en su mano la medalla que ofrecía a la
mujer rubia, al añadir tras el silencio de ella al contemplarla:
—¿No me dio la cita por ella, señora?
Sandra Russell apartó la vista de la medalla de oro, para indagar
inesperadamente al buscar los ojos del hombre:
—¿Por qué me llama siempre “señora”?
—¿No lo es?
Vaciló levemente antes de pestañear al negar:
—En el sentido que usted parece dar a la palabra... no... aún. ¡Pero no
tardaré en casarme con Maurice Jarre!
Warren respondió a la turbación de la mujer con leve sonrisa al
mentir:
—La felicito, señora. ¡Es un hombre muy elegante! ¡Todo un figurín!
—Me gusta como viste Maurice. Es un hombre refinado y culto... ¡Y
muy bueno!
—No voy a discutir sus cualidades, señora. ¡Usted le conocerá mejor!
—Sí... Le conozco. ¡Y desde hace años!
—Entonces... Dígale que no vuelva a lanzarme a sus “perros”. Tres de
sus hombres me provocaron en su saloon.
—Usted fue quien golpeó a Lee y a Emmett.
—Cierto, señora... Pero me di cuenta que esos dos y un pelirrojo se
habían situado de forma para lincharme allí. Y me da en la nariz que el
tipo de la noche también come el pan de la mano de su elegante
prometido...
—¡Se equivoca! Al hombre que intentó matarle anoche, nadie le
conoce en West City. El mismo sheriff dijo que era forastero.
Warren hizo un vago movimiento con las manos al opinar:
—Bueno... De todas formas pudo alquilar su revólver. ¿No cree?
—¡No! Maurice nunca haría una cosa así. Como usted mismo ha
dicho, yo le conozco bien.
—Usted sabrá, pero pudo empujarle los celos. No olvide que me vio
llegar preguntando por usted, para darle esta medalla que, a su vez, ese
Cedric Masson me dio para usted antes de morir.
Sandra Russell volvió a mirar la medalla que el alto forastero no
terminaba de entregarle, manteniéndola en la palma de su mano al
mostrársela. La mujer adelantó despacio una de las suyas, ya libre del
guante de fina piel, pero él hizo un leve movimiento de retroceso con sus
dedos al decir:
—Espere... Primero va a decirme si conoció o no a Cedric Masson.
—¿Le importa mucho eso?
—Lo bastante para darle o no esta medalla.
—Cedric le dijo que me la entregase a mí. ¡Yo soy Sandra Russell!
—No lo dudo, señora, pero... ¿Le conoció?
—Sí... —admitió ella al fin, cabizbaja rehuyendo la mirada del
hombre—. Hace muchos años.
Recordando las palabras entrecortadas del moribundo que encontró
junto a la cabaña ardiendo, Warren insistió:
—Aquel hombre me habló de... de su hijo. No le pude comprender
bien, pero... quizá quiso decirme que usted y él...
—¡Ignoro si Cedric Masson tenía un hijo! —atajó la mujer rubia,
volviendo a mirarlo, retadora.
La tenue sonrisa de Warren se acentuó en sus labios al pedir:
—Irrítese más si quiere, señora... ¡Cuando lo hace y relampaguean
sus hermosos ojos, está más bonita!
—Por favor... —cambió el tono de ella al suplicar—. No he venido a
recoger sus cumplidos.
—Lo supongo; ya tiene quién se los dé, y seguramente mucho
mejores que los míos. Su “novio” parece un refinado “caballero” que sabrá
decir cosas muy lindas a las mujeres. ¿Me equivoco?
—No hablemos más de Maurice. ¿Me va a dar esa me dalla?
—Sí... Creo que se la daré. Pero antes me gustaría saber por qué negó
ante todos que conocía a Cedric Masson.
—¡Son cosas mías! No encuentro la razón para que a usted le
interesen.
—Cierto, señora... ¡Muy cierto! Pero, teniendo en cuenta la zurra que
quisieron darme esos matones de su “novio” y el intento de asesinarme
anoche, creo que por los peligros corridos merezco un poco de su
confianza. ¿No le parece?
—Hay secretos que no se deben confiar a nadie.
—¿Ni a un tipo al que no va a volver a ver más?
Con cierta precipitación en la voz, traicionándola también su mirada
que volvía a buscar directamente las pupilas grises del hombre, la mujer
indagó:
—¿Se va a marchar de West City, señor Kohlman?
Era una delicia sentirse mirado así por aquellos grandes ojos verdes,
tan llenos de vida y ansiedad Warren Kohlman no podía recordar las
pupilas de ninguna mujer que le hubiesen atraído tan irresistiblemente
como aquel par de esmeraldas verdes, que semejaban a la vez profundos
lagos sin fondo, capaces de hundir a un hombre en la loca y apasionante
vorágine del amor.
Sí, señor. ¡Era pura delicia!
De no haberse frenado, habría buscado con sus labios ansiosos
aquella boca anhelante entreabierta ante él, para gustar la infinita dulzura
de una caricia que ya saboreaban sus ojos. Pero se contuvo y quedamente
admitió, como el reconocimiento de una derrota:
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? A West City sólo llegué para buscar
a una mujer llamada Sandra Russell y darle esta medalla. Después de
hacerlo, nada me retendrá aquí.
—He oído que no es de Kansas...
—No, señora... Vengo desde Colorado. ¡No me gustaba estar allí!
Volvía a sonreír al confesar, aunque en tono jocoso:
—¿Qué cree, señora? ¡Yo también tengo mi “secretillo”!
—¿Le persiguen, señor Kohlman?
—¡Pisch!... Digamos que no. Pero quise vivir más tranquilo en este
estado.
Ladeó la cabeza al recordar todo lo que le venía pasando en los
últimos días y comentó, con aire divertido:
—¡Y ya ve! No lo he conseguido. Si me descuido un poco, al día de
llegar a su bonita ciudad... ¡Me matan!
Sandra Russell también había conseguido dominarse y más
tranquilamente reconoció:
—Sí, señor Kohlman: hará bien marchándose.
La mano femenina volvía a quedar extendida ante él y Warren,
comprendió, cerró los dedos de la suya sobre la medalla de oro al musitar,
intentando desesperadamente que ella volviese a clavar sus irresistibles
pupilas en las suyas:
—Se la daré, Sandra, pero...
—Diga, Warren —animó ella, también con un hilo de voz.
Era la primera vez que mutuamente se llamaban por sus respectivos
nombres. Sin saber fijamente por qué, se sentían como envueltos en un
extraño sortilegio que les obligaba a prolongar aquella furtiva entrevista,
en la soledad de un paraje totalmente deshabitado.
Quizá era por ser un hombre y una mujer, los dos llenos de vida y
anhelos en sueños no confesados.
Quizá por anhelar los dos el amor, ese loco amor que arrebata y que
no entra en consideraciones que no atañen a su propio fin. Quizá porque
aún no habiendo conocido ninguno de los dos, sabían que existía y siempre
le habían soñado.
Quizá porque sabían que nunca más volverían a verse, que sus
destinos ya estaban trazados y que jamás volverían a gozar de un instante
así.
Quizá por eso se atrevió a formular quedamente el hombre:
—Sí, Sandra... Te daré la medalla. Pero tú me tendrás que dar algo a
cambio...
—Warren, yo...
La vio impacientarse, empezar a sentirse molesta y recogerse en sí
misma y precipitadamente, para no dejar pasar el embrujo, el hombre
siguió vehemente al saber que ella había adivinado:
—¡Sí, Sandra! ¡Un beso! ¡Un solo beso tuyo y me voy! ¡Me iré para
siempre! ¡No volverás a verme más! Tu vida seguirá igual! ¡Jamás volveré
a molestarte! ¡No haré nada para cambiar los planes que tengas trazados!
¡No preguntaré si de veras estás enamorada de Maurice Jarre! ¡No intento
interferir entre vosotros! ¡Sólo quiero eso, Sandra! ¡Un beso! ¡Una sola
caricia tuya y me iré con esa infinita dulzura en mis labios, que me servirá
para siempre recordarte!
—¡Por favor, Warren! ¡Por favor!
El la había tomado entre sus brazos y la estrechaba contra su pecho,
que jadeaba al sentir el contacto de aquella carne divina de mujer que
parecía arder.
Al fin, los labios masculinos aprisionaron los de la mujer, dejándose
hundir los dos en una caricia más fuerte que su voluntad, que todos los
convencionalismos, que todos los reparos, que toda la prudencia y los
frenos que suelen atar a los humanos, haciéndoles esclavos.
Y Warren Kohlman sintió que, en lugar de una cita en el infierno
como no hacía mucho había pensado, aquello era una cita en el cielo.
¡En el Paraíso!
CAPITULO IX
Cuando Warren Kohlman logró dejar libre aquella boca, los grandes
ojos verdes de Sandra Russell siguieron cerrados, pero sus labios sonreían
dulcemente como los de una niña a la que se le ha dado el mejor regalo.
El también se sintió niño y musitó al oído de la mujer:
—¡Te adoro, Sandra!
—¡Oh, Warren!... ¡Creí que ya nunca podría ser feliz!
—¡Sandra! ¿Qué dices, chiquilla?
—Tú no sabes el infierno que ha sido mi vida. Después de lo de
Cedric Masson me conformaba con... —se interrumpió al leer mil
preguntas en los ojos del hombre, aunque siguió—. Luego conocí a
Maurice, me cuidó como si fuera su hija, me llenó de lujo y yo... ¡Yo
estaba dispuesta a conformarme con eso! Pero ahora...
Pareció recuperarse y mirando al paisaje musitó de pronto:
—Se está haciendo tarde. ¡Bebo regresar!
—No, Sandra. ¡Espera un poco más! ¡Tenemos que hablar de muchas
cosas!
—Ya lo haremos, Warren. Pero ahora, no. Maurice sabe que salí a dar
un paseo y temo que...
—¡Sandra! ¡No puedes dejarme así!
—Es mejor, cariño. Tú no te irás... ¡Sé que ya no te irás y los dos
seremos muy felices!
—¡Está bien! Toma al menos tu medalla.
—¡Ah, sí! —pareció recordar ella.
La guardó en las profundidades de aquel escote tentador, caminando
hacia su yegua blanca al decir, sonriendo:
—Te lo contaré todo, Warren. ¡Tú debes saberlo todo!
—¿Por qué no ahora?
Coquetamente procuraba poner en orden sus cabellos dorados como
el trigo, exclamando entre divertida y feliz;
—¡No seamos locos, mi vida! Te prometo que lo sabrás.
—¿Qué debo saber, Sandra?
Ya desde la silla, clavando con amor desde la altura del caballo sus
grandes ojos verdes en él, confesó:
—El “terrible secreto” de Sandra Russell. ¡Verás entonces que nada
tengo que reprocharme!
—No me importa tu pasado. ¡Me importa el presente! Nuestro
presente y el porvenir.
—Precisamente por eso debemos ser prudentes. ¿Me esperas mañana
aquí?
—¡Mañana! —protestó él con desilusión—. ¡Falta un siglo, para
mañana, Sandra!
—No seas niño, mi amor. ¡Aunque me encanta que lo seas!
Antes que Warren Kohlman pudiera impedirlo, ella ya estaba
taconeando a su yegua blanca y el nervioso animal inició el trote como una
exhalación. Al poco la vio desaparecer entre los árboles del bosque no
lejano a la orilla del Salomon River en su confluencia con el Salinas,
quedando con el brazo alzado como si ella aún pudiera ver su saludo da
despedida.
Y entonces sí.
Entonces sí fue cuando aquella cita se convirtió en un infierno...
***
***
Entraba por segunda vez en aquel local, y ahora no lo hacía
precisamente porque tuviera sed.
Con disgusto, en el Harold-Hotel se había enterado que Sandra
Russell había ordenado llevar todas sus cosas al edificio del Jarre-Saloon,
trasladándose a vivir allí, seguramente para vivir con aquel elegante
Maurice que presumía de ser su novio.
A Warren, esto no le había gustado. Sobre todo después de tener en
sus brazos a la bella mujer y soñar por un momento que sería para él.
Aquel traslado le confirmaba que se había burlado de él, atrayéndole solo
a aquella cita para que le mataran. Para quedarse con la condenada
medalla y que así su flamante novio no se enterase que ella había admitido
conocer a Cedric Masson.
Y la única manera de aclarar las cosas, era yendo a donde Sandra
Russell ahora estaba.
Ya era algo tarde, pero el local seguía animado. Lo comprobó al
cruzar los batientes y caminar hacía el largo mostrador, donde el mismo
barman de los grandes mostachos engomados se afanaba en servir a los
clientes que se agolpaban allí.
Por segunda vez, Warren Kohlman se dijo que el negocio no le debía
ir mal a Maurice Jarre.
Desde la primera vez que escuchó su voz bien timbrada con ligero
acento francés, aquel hombre no le gustó. Quizá por verle tan elegante
junto a la mujer rubia, quizá porque intentó forzarla para que ella se
quedase delante de todos la medalla, quizá porque intuyó que, al ser el
dueño de aquel establecimiento, fue él quien lanzó a sus empleados a los
que tuvo que golpear.
Ahora, su profunda antipatía por Maurice Jarre estaba acentuada por
dos motivos más. El era el único que debía haber intentado por dos veces
eliminarle y, además, él vivía en aquel edificio donde últimamente se
había trasladado a vivir Sandra.
Al caminar hacía el mostrador notó que su presencia había sido
descubierta por tíos rostros que ya conocía. Per Lee Thompson y por
Emmett Hurt, los dos guardaespaldas del dueño al que él había golpeado.
El pelirrojo Cassius Frazier también convergió hacia él, cerrándole el paso
los tres matones, aunque sin decir palabra.
Los parroquianos empezaron a darse cuenta de la expectante actitud
de los tres empleados que Maurice Jarre tenía en su establecimiento para
guardar el orden. Algunos, prudentemente abandonaron sus asientos y
prefirieron salir del local. Los más curiosos se conformaron con
replegarse, atentos a lo que pudiera estallar allí.
Al fondo, sobre el escenario, las coristas parecían seguir
evolucionando mostrando sus encantos, al compás de la misma musiquilla
que Warren ya escuchó al entrar la primera vez allí.
¿O era otra?
De todas formas, todas se parecían como gotas de agua y en último
caso eso le importaba muy poco.
Llegó un momento en que, si Warren seguía avanzando hacia el
mostrador, tropezaría con los tres hombres que estaban plantados ante él.
No quiso apurar del todo la distancia y antes de dar los últimos pasos,
indagó:
—¿Tendré que abrirme paso a tiros, “señores”?
Aquello era no perder el tiempo y apostar fuerte. Era tanto como
avisarles que si no se apartaban, antes de llegar junto a ellos seguiría hacia
el mostrador cómo fuera. Podía darse el caso que los tres se achicaran y la
cosa terminaría allí. Si no era así, tendría que cumplir su amenaza.
¡Y lo haría!
Fue Lee Thompson el que decidió al hablar, secundado por la firme
actitud de sus compañeros:
—¡Inténtalo, pichón!
—¡Lo voy a hacer!
—Y nosotros lo impediremos. Nos pagan para vigilar esto. Si un
cliente resulta molesto, a la calle y en paz.
La musiquilla había cesado y el grupo de coristas ya no cantaba. El
silencio se había hecho absoluto y parecía pensar en el aire. No es que un
duelo resultase en West City cosa inusitada, pero todos los presentes
adivinaron que ni los tres empleados de Maurice Jarre cederían, ni aquel
alto forastero, tampoco.
Y la “cosa” era de tres a uno.
Prometía ser un digno espectáculo.
A no ser que aquel forastero fuera un auténtico gun-man capaz de
tumbar con sus balas a sus tres enemigos.
Las pupilas de los cuatro hombres se achicaron, atentas a observar los
mínimos movimientos. Todo se resolvería en fracciones de segundo, pero
mientras los de veloz acción llegaban, los que se iban consumiendo eran
realmente los que se antojaban siglos.
Warren Kohlman creyó disponer de mucho tiempo para pensar
muchas cosas, o fue que su mente trabajó velos. Al ver la actitud de
aquellos tres hombres, ya no tenía duda de que era Maurice Jarre quien le
deseaba ver muerto. Y si sus empleados habían fallado por dos veces,
ahora, por aquel fútil motivo de no dejarle llegar hasta el mostrador,
buscaban la tercera oportunidad,
Una buena jugada.
Le lanzaba sus tres mejores pistoleros y allí, delante de todos y de
una forma “legal”, por una riña que parecía personal, al fin se desharía de
él.
Por un instante Warren Kohlman pensó que todo aquello era absurdo.
Se iba a jugar la vida, con muchas probabilidades de perderla, tan sólo
porque al elegante Maurice Jarre desde el primer momento él le resultó
antipático al llegar a West City, preguntando por Sandra Russell, su
“novia”.
Por su parte, aquella pelea ya inevitable, no resultaba tan absurda. A
él le habían intentado asesinar varias veces y, si quería llegar al culpable,
antes tendría que barrer aquel escollo.
Tres escollos: Lee Thompson, Emmett Hurt y el pelirrojo Cassius
Frazier.
Bien... ¡Lo intentaría!
Los brazos de los cuatro hombres ya estaban arqueados, las manos
engarfiadas cerca de las respectivas culatas de sus armas. Seis revólveres
contra uno que lucía el hombre que estaba frente a sus tres enemigos. Pero
Warren pensó fugazmente en otras circunstancias parecidas, en la que le
sobraron tres balas de las seis de su cilindro en aquella ocasión.
Si ahora conseguía la misma marca, seguiría viviendo.
Ya viviendo la tragedia, adivinando que los segundos fatales llegaban,
nadie respiraba y el silencio se hizo absoluto. De un instante a otro las
armas empegarían a ladrar.
Pero entonces, inesperadamente, la música volvió a sonar y una voz
que todos reconocieron gritó desde el escenario de las coristas:
—¡Atención, amigos! ¡Esta noche voy a cantar!
CAPITULO XI
Luciendo un vestido de seda verde generosamente escotado, con los
brazos y la espalda sin cubrir y un enorme abanico de plumas de avestruz
en una de sus manos, la sonrisa de Sandra Russell parecía más sugestiva
que nunca desde el escenario.
La seda de aquel vestido se pegaba a su escultural cuerpo de una
forma diabólica, resaltando cada una de sus perfecciones físicas en una
actitud marcadamente provocativa. Las luces de las candilejas le
iluminaban centrando el foco en aquella mujer, que con aires
desenvueltos, descocada, aún repitió para reforzar la sugestión de su
poderoso influjo, como si fuera ajena a lo que todos los presentes habían
estado temiendo:
—¡Acercaos! ¡Esta noche cantaré todo lo que me pidáis, amigos! ¡A
beber y a divertirse!
La tensión había quedado rota.
Y la elección era simple. De ver un duelo a muerte, la cosa pasaba a
poder contemplar a la mujer más arrebatadoramente hermosa que vivía en
West City.
Los cuatro contendientes casi se vieron arrollados por los alocados
clientes que, corriendo a ocupar los sitios de preferencia, se lanzaron al
asalto de las mesas y las sillas más próximas al escenario. Warren
Kohlman tuvo que emplear todas sus fuerzas para no ser atropellado en el
suelo, luchando a brazo partido con aquella riada humana que se les vino
encima. Por su parte, sus tres oponentes perdieron la cerrada formación
que firmemente habían mantenido ante él.
El alboroto resultaba indescriptible, pero entre los “¡hurras!”, los
“¡bravos!” y demás gritos de aliento hacía la mujer que se disponía a
cantar en el escenario, Warren creyó reconocer una voz con ligero acento
francés que le dijo:
—Ha tenido suerte, “amigo” Warren.
Giró la cabeza para mirar a Maurice Jarre que le sonreía por debajo
de su negro bigotito bien cuidado. Tuvo ganas de reventar aquellos labios
sobre los blancos dientes que también le mostraba con uno de sus puños,
pero de haberlo intentado, no habría podido. Los clientes del local aún
seguían pasando ante él por ambos lados, corriendo a ocupar los puestos
que quedaban para oír la canción prometida de Sandra Russell.
Cuando quedaron como olvidados, Warren buscó los ojos llameantes
del dueño del local y al fin pudo responder:
—La suerte ha sido de usted, Jarre. Le habría dejado sin sus tres
“perros”.
—¡No me diga! Lee y Emmett son muy rápidos. ¡Y no quiera saber lo
peligroso que resulta Cassius con un arma en sus manos!
Warren señaló hacia el escenario donde la canción dulce y melodiosa
de Sandra ya empezaba a cautivar a la clientela, protestando:
—Entonces... ¿Por qué ha preparado ese "número”?
Maurice Jarre pareció extrañarse mucho al señalarse a su blanca
camisa de seda blanca, contestando con otra pregunta:
—¿Yo...?
—¡Sí, usted, Jarre! No creo que su “novia” salga a exhibirse así, sin
su permiso.
—¡Pues lo ha hecho! Y ha debido ser para salvarle a usted...
Warren Kohlman le miraba aún más fijamente como si no llegase a
comprender, cuando le oyó añadir, cambiando su voz que se hizo triste:
—Por eso le dije que tuvo suerte...
Warren lo olvidó todo y, debido a su estatura, pudo ver por encima de
las cabezas de los reunidos a Sandra Russell cantando y evolucionando con
gracia sobre el iluminado escenario. Sonreía mientras de sus labios
brotaba la canción, abanicándose al compás con aquel enorme abanico de
plumas de avestruz que picaronamente cubría su cuerpo, para por unos
instantes permitir que su generoso escote fuese contemplando por los
ávidos ojos de los hombres.
Estaba realmente muy hermosa.
Recordó el incitante calor de aquellos labios de mujer junto a los
suyos y sintió que una oleada invadía todo su ser. Sobre todo, al creer
captar la mirada de Sandra que, aunque no dejaba de moverse sobre el
escenario, por más que cambiase de posición parecía prendida en la suya y
le sonreía.
Le sonreía, aunque, por sus mejillas, unas lágrimas rebeldes la
traicionaban.
Sí ahora comprendía la intención de aquella singular mujer.
Había irrumpido así en el escenario, para llamar la atención de todos
e impedir el duelo.
Un duelo en el que él habría llevado la peor parte.
A Warren se le aflojaron los nervios y ya no tuvo ganas de pelear. El
mundo le parecía maravilloso y la vida mucho mucho más. ¿Para qué
matar o morir, si en la Tierra existían criaturas así? ¿No era mejor...?
—Warren...
La voz bien timbrada con ligero acento francés al pronunciar las
erres, volvió a reclamar su atención. Pero le sonreía a Maurice Jarre
cuando giró la cabeza hacia él inquiriendo:
—Sí, señor Jarre.
—Salga conmigo fuera.
—¿Cómo?
El dueño del local le miró con infinito desprecio de pies a cabeza al
dudar:
—Supongo que no me tendrá miedo.
—¿Eh? ¿Pero qué le pasa ahora?
—Usted y yo tenemos que arreglar cuentas.
—Eso pensaba hace un instante, pero...
Los tres matones estaban acercándose y Warren creyó comprender.
Maurice Jarre no se daba por vencido y ahora, si aceptaba su reto, entre los
cuatro le balearían fuera con suma facilidad.
Pero no podía achicarse. No podía permitir que aquel figurín
presumido y elegante le...
La voz de Maurice Jarre volvió a sorprenderle al decir, como si
adivinase sus recelos:
—No tema. Lee, Emmett y Cassius se quedarán aquí. Esto lo
resolveremos entre usted y yo.
—Patrón... —empezó a objetar Lee Thompson.
—Me has oído bien, Lee —le atajó Maurice.
—¡Pero este tipo es peligroso! —terció a su vez el pelirrojo Cassius.
—El señor Kohlman aceptará las reglas del juego. ¿Vamos fuera?
Warren Kohlman miró por un instante a los tres empleados, se
encogió de hombros y tras fruncir los labios señaló al dueño del local,
como excusándose por lo que creía sería un encuentro fácilmente ganado
por él —dijo:
—Ya lo oís, chicos... ¡Si él lo quiere así...!
Y los dos salieron fuera del Jarre Saloon.
***