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CITA EN EL INFIERNO

LUCKY MARTY

Producciones editoriales,
Avda. José Antonio, 800 - BARCELONA Es propiedad
COLECCION LA LEY DEL REVOLVER
© LUCKY MARTY Depósito Legal: B.45.608 —76 I. S. B. N. 84-
365-0912 -9
Impreso en España Printed in Spain
Imprimió: NIGSA. HOSPITALET
CAPITULO PRIMERO
Caía la tarde cuando la cansina mula regresaba al paso hacia la
apartada cabaña. El hombre que la montaba ya habría cumplido los sesenta
años, tenía todo el revuelto cabello canoso y en sus manos, endurecidas
por el trabajo y arrugadas en mil pliegues, apareció una gastada armónica
que se puso a tocar.
Las notas de una vieja balada del Oeste pareció alegrar la tarde ya
inundada por las sombras, al escurrirse el sol por los altos picachos de la
sierra que se confundía con el horizonte.
En la cabaña, un hombre empuñó su rifle y se acercó a la única
ventana de la casucha sucia y destartalada. Desde allí estuvo observando el
exterior y se dijo:
—¡Es la señal! Esa vieja mofeta regresa.
El viejo que montaba la mula quedó plantado ante la cabaña y desde
lejos gritó, mientras guardaba la armónica en uno de sus bolsillos:
—Baja el rifle, míster. ¡Soy yo! ¡El viejo Roger!
La puerta de la cabaña se abrió y un hombre alto, de anchas espaldas
y aspecto de fiera acosada, apareció con sus dos revólveres en las caderas
y el “Winchester” de repetición aún en las manos. Estaba sin afeitar,
cumplido los cuarenta años. Sus ojos negros brillaban como carbones
encendidos y tras mirar al viejo que montaba la mula indagó, la voz ronca
mientras receloso parecía observarlo todo:
—¿No le ha seguido nadie, viejo?
—No, hombre, no... ¿Quién se va a molestar en seguir al viejo Roger?
—Deje la mula en el cobertizo y entre.
El viejo Roger Carel obedeció, aunque aquella apartada cabaña era
suya. Hacía muchos años que la había construido con sus propias manos,
harto de vivir entre los otros hombres y deseando apartarse de un mundo
que jamás le había comprendido.
Y allí había vivido tranquilamente los últimos veinte años, cultivando
un poco de tierra, cazando en las montañas vecinas y ganando los pocos
dólares que necesitaba con las pieles que conseguía al tender sus trampas
en los vericuetos de la sierra.
Hasta que aquel tipo mal carado llegó y...
—¡Le estoy esperando! —tronó el recio vozarrón de su forzado
huésped desde la puerta.
—¡Voy, hombre, voy! “Sofía” se ha ganado un buen pienso y creo
que...
—¡Deje ya esa mula y venga!
Tenía gracia: encima, con exigencias.
El viejo Roger olvidó el pienso que pensaba darle a su fiel compañera
y caminó hacia la entrada de la cabaña desde el cobertizo. Lo hacía con sus
cortas piernas piernas curvadas y una sonrisa de burla en la boca
desdentada que indagó, buscando los ojos negros del hombre alto y recio:
—¿Qué le pasa, míster? ¿Siempre es tan terrible?
—¿Dio mi encargo?
—¡Claro que lo di!
—¿Se lo dio a ella misma? ¿En mano?
—¡Pues claro! —volvió a exclamar el viejo trampero—. ¿Cree que
soy tonto, míster? En West City todo el mundo conoce a Sandra Russell.
¡Es una mujer que no se olvida! Y digo yo que...
Impaciente, ya entrando en la cabaña y atracando la puerta, aquel
hombre le atajó sus comentarios al indagar:
—¿Qué le dijo Sandra?
—Que vendrá.
—¿Cuándo...? ¿Cuándo le dijo que vendría a verme?
El viejo Roger Carel, aquella vez no contestó con la prontitud que su
visitante deseaba. Perezosamente se puso a rascarse las barbas también
canosas hasta que musitó, la voz queda:
—Bueno, míster... Parece que tiene dificultad. Ese... ese Maurice
Jarre no la deja ni a sol ni a sombra. Siempre la está vigilando como si
fuese una preciosa joya y...
—¡Termine de una condenada vez, viejo! ¿Cuándo vendrá?
Roger Carel volvió a buscar los ojos negros de su forzado huésped.
No estaba acostumbrado a los gritos, y mucho menos a recibirlos en su
propia casa. Pero le había aceptado cuando días antes aquel hombre llegó
allí y le dio un puñado de dólares y ahora...
—Dijo que vendrá cuando pueda, míster —replicó al fin secamente.
El hombre alto y recio empezó a pasear furioso por la pequeña
cabaña. Para moverse mejor dejó el “Winchester” sobre la mesa de madera
sin labrar, mascullando entre dientes:
—¡Maldita sea! Siete años esperando verla y ahora... ¡Esa mujer me
volverá loco!
Los ojos del viejo trampero quedaron atraídos sobre el rifle que
descansaba en la mesa. Casi lo tenía a su alcance; le bastaría dar un paso,
empuñar el arma y gritarle a aquel desagradable tipo que ya estaba demás
en su casa.
Claro que aquel hombre llevaba dos “Colt” calibre 44 en sus caderas
y Roger Carel era lo suficiente viejo como para adivinar que aquel tipo
debía saber manejarlos muy bien. Lo más prudente era seguir resignándose
con su presencia y ladinamente indagó, para ocultar sus pensamientos:
—¿Quiere mucho a la señorita Russell, míster?
—¡Sí! —fue la seca respuesta del forastero, que no dejaba de dar
vueltas por la reducida habitación.
—¿Es... es su hija? —apuntó el viejo medroso.
Su huésped paró bruscamente en sus nerviosos paseos quedó plantado
ante él con toda su formidable estatura y, tras plegar los labios gruesos y
sensuales en un mohín de desprecio, masculló con rabia:
—¡Usted es estúpido, viejo!
—Hombre, míster, yo... yo...
—¿Cree de veras que Sandra Russell puede ser mi hija?
—Bueno, míster... Sandra no habrá cumplido los veintitrés y usted...
usted parece que tiene...
—Prepare la cena y déjese de adivinar. —Volvió a atajarle
desabridamente—. Lo que interesa es que le haya dado mi recado y que
ella venga.
Roger Carel fue hacía el rincón donde tenía instalado el fogón y al
trastear con las cacerolas volvió a escuchar la voz de su huésped que
indagaba con visible mal humor:
—¿Va a darme otra vez fríjoles?
El dueño de la cabaña se volvió, excusándose:
—No tengo otra cosa, míster. No es temporada de caza.
—Pudo comprar algo de comida en West City. ¿No? ¡Le di buenos
dólares!
—Sí, pero... ¡No se me ocurrió, míster! Yo no hago las compras nada
más que una vez al año, cuando bajo mis pieles en primavera.
Quiso atajar el nuevo reproche que adivinaba en los labios de aquel
hombre y al instante añadió;
—Y como usted me dijo que procurase pasar inadvertido en la
ciudad, pues yo, míster... yo...
—Por comprar un poco de tocino o carne nadie se hubiese fijado en
usted, ¿no, viejo?
—¡Huy! ¡Se equivoca, míster! En. West City no me ven el pelo nada
más que una vez al año. Saben muy bien que, exceptuando cuando vendo
mis pieles, no tengo un centavo encima. Y pensé que si a usted no le
gustaba que nadie supiera que estaba aquí, pues...
—¡Está bien, abuelo! Termine de calentar eso de una vez. ¡Cenaré lo
que sea!
Minutos después, sentados frente a frente ante la mesa, mientras con
su boca desdentada el viejo Roger Carel procuraba triturar los duros
frijoles, una vez más buscó los ojos negros de su visitante y quedamente
osó preguntar:
—¿Puedo saber su nombre, míster?
—¡No!
—Es que, si va a seguir unos días más aquí, yo...
—Mi nombre no le importa, abuelo. Puede seguir llamándome míster.
—Como quiera, amigo; pero no me parece muy correcto. Cuando un
hombre llega a la casa de otro y le pide que...
—Vuelvo a recordarle que le di buenos dólares, abuelo. ¿Qué más
quiere?
—¡Saber quién es, leñe! Estoy en mi casa y creo que tengo derecho.
Se miraban fijamente y el forzado visitante recomendó al fin,
señalando con él índice al plato del viejo:
—Termine y a dormir, abuelo. ¡Será lo mejor!
Roger Carel perdonó el resto de su cena al levantarse y caminar hacía
donde tenía su camastro. Sólo al llegar allí se volvió y encarándose con el
hombre que no dejaba de observarle, advirtió:
—Voy a decirle algo, míster... Algo que tengo en el buche desde que
se descolgó por aquí.
—A dormir, viejo. ¡Será mejor que se calle!
—¡No me sale de las narices! —se encrespó el dueño de la cabaña—.
Repito que estoy en mi casa y hablaré todo lo que quiera.
—Pues desembuche y déjeme en paz de una condenada vez.
—Lo que quiero que sepa es esto... —aún pareció vacilar ante aquella
dura mirada cargada de amenazas, pero siguió—. Si usted es un forajido
perseguido por la ley, y me busca algún lío, yo... yo...
—¿Qué, viejo?
—Pues yo... yo... ¡Le diré al sheriff de West City que me forzó a
tenerle aquí!
—Eso no es cierto. Le pedí albergue y le pague bien.
—¡Sí! Pero yo acepté porque creí que usted... que usted era un
hombre más sociable, más...
—Escuche, viejo: si se pasa aquí solo todo el año y ahora tiene ganas
de hablar, no se desahogue conmigo, ¿quiere?
El viejo Roger Carel refunfuñó muy irritado mientras se metía bajo
las mantas:
—¡Está bien! ¡Pero ojalá que mañana le vea reventado por cenar esos
frijoles!
El hombre, que aún seguía cenando calmosamente ante la mesa,
sonrió, deseando:
—Buenas noches, viejo. ¡Qué duerma bien!
El también se retiró al poco rato a un camastro, pero no cerró los ojos
para dormir. Desde donde estaba alcanzaba a ver el ventanuco por donde
penetraba la claridad de la luna y clavó sus negros ojos allí, mientras
calmosamente fumaba un cigarrillo.
Su pensamiento voló hacía West City y hacia hermosa mujer, a la que
no había dejado de recordar en todos aquellos años de forzada separación.
Los labios de aquel hombre se distendieron al imaginarle que pronto
volvería a verla, a estrecharla entre sus brazos, a tenerla junto a él para
siempre y a gozar de una vida mejor que la mala suerte siempre les había
arrebatado.
—Sandra Russell... —pronunciaron sus labios.
Al pronunciar aquel nombre sintió como si le invadiese una dulzura
infinita y esto le puso de mejor humor. Ladeó la cabeza al escupir la punta
del cigarrillo consumido y al distinguir el camastro del dueño de la cabaña
preguntó, menos áspera su voz:
—¡Eh, viejo! ¿Duerme ya?
—¡Sí! ¡Duermo!
—Era para decirle mi nombre.
—Ya me importa un higo.
—De todas formas se lo diré, viejo parlanchín... Yo soy Cedric
Masson.
Pudo escuchar perfectamente como el viejo daba un salto en el
camastro, casi quedando en pie sobre él al exclamar:
—¡Diablos! ¿Ha... ha dicho Cedric Masson?
—Sí, abuelo. ¡Eso dije!
—Pues entonces... entonces yo... yo...
No pudo seguir con sus balbuceos.
En aquel instante, tras el ruido de unos cascos de caballo, una voz
gritó desde fuera:
—¡Aquí nos tienes, Cedric! ¡Esta vez si que no podrás escapar!
CAPITULO II
Cedric Masson saltó a su vez del camastro como un gato montés.
Estaba vestido y de lo único que se cuidó fue de buscar en la oscuridad su
cinto con los dos revólveres y su “Winchester”.
En la reducida habitación tropezó con el dueño de la cabaña, y su
poderosa mano se alzó para golpear el rostro del viejo Roger Carel al
bramar:
—¡Sucio traidor!
El anciano cayó desplomado y desde el suelo balbuceó:
—¿Pe... pero qué... qué... le pasa? ¡Yo no... no...!
Dos secos disparos de “Colt” calibre 44 tronaron en el interior de la
cabaña, segando para siempre la voz de un viejo y pacifico trampero que
se había llamado Roger Carel.
Las dos balas casi le clavaron sobre las carcomidas tablas del suelo
de su cabaña, a las que empezó a regar con su sangre mientras su asesino
se precipitaba sobre el único ventanuco de la casa.
Cedric Masson descubrió desde allí que tres sombras se movían en el
exterior. Pensó que era mejor no dejarles tomar posiciones y tras destrozar
los vidrios del ventanuco con uno de sus revólveres, empezó a disparar
frenéticamente contra los tres jinetes que acababan de llegar.
La noche se llenó de estampidos al replicar los sitiadores. Cedric
Masson era un experto en armas y por el ruido de aquellos disparos
calculó mentalmente:
—Un “30-30”, un “Remington” y un rifle de cañón recortado que
puede ser el de...
Se interrumpió girando velozmente la cabeza hacía el suelo, para
mirar al cuerpo sin vida del hombre al que había matado. Y el hecho de
haber reconocido el ronco ladrar de aquel rifle de cañón recortado le hizo
exclamar:
—¡Diablos! ¡Entonces no fue cosa de él! No me traicionó y yo...
No podía permitirse el lujo de seguir pensando en un muerto. Al fin
de cuentas, no era el primer hombre inocente que Cedric Masson mataba.
Su vida no había sido precisamente un suave camino de rosas y ahora...
“¡Esos tres buitres por fin me cazarán!”, fue lo que pensó.
No había duda de que eran ellos: Glen, Remy y Kurly, el sapo que
empuñaba aquel rifle de cañón recortado que su dueño había hecho famoso
en varios estados del Oeste. La certeza de sus disparos también les
delataba: las balas entraban silbando su canción de muerte por el
ventanuco y el hombre sitiado pensó que estaba cerca de su final.
—¡No me dejarán salir con vida de aquí!
Aquella casucha era como una ratonera. Una trampa mortal para él.
A pequeños intervalos, mientras los tres sitiadores recargaban sus
armas alguno de ellos hablaba. Lo hizo Glen con su voz marcadamente
nasal al gritarle con tonos burlones:
—¿Qué tal te sientes, Cedric? ¡Vamos a achicharrarte, pajarraco!
Le secundó la voz de Remy, que dijo:
—¡Es la fija, Cedric! ¡Llegó tu hora!
Era cierto y sólo tenía una solución: forzar la salida o intentar pactar
con ellos. Al instante desechó lo último: conocía muy bien a sus tres
atacantes y sabía que tenían motivos para matarle. Ninguno de ellos eran
hombres dado a la piedad o el perdón: al mismo Remy le había visto
degollar una vez a un niño, porque no le dieron el dinero del rescate que
pidió.
¿Qué podía esperar ante buitres así?
“Aunque les ofrezca lo que vienen buscando, me mataran”, volvió a
pensar el sitiado.
Era preferible seguir allí encerrado, con la remota esperanza de
“cazar” él al menos a alguno o esperar que terminasen sus balas. Sólo
tenía que vigilar el pequeño ventanuco y la única puerta de entrada. En el
fondo, ahora le gustaba que aquella sucia cabaña fuera tan sencilla y
pequeña.
Sólo de vez en cuando respondería a los disparos, más que nada para
excitar a sus atacantes y que gastasen más munición. Aquella sería la
noche más larga de la aventurera vida de Cedric Masson.
—Quizá, también será la última —volvió a decirse.
En esto no se equivocaba porque sus atacantes decidieron forzar su
salida. Uno de ellos lanzó una estopa encendida sobre el techo de la cabaña
y el humo pronto empezó a ser denso, hasta concretarse en llamas.
—¡Saldrá como una rata! —gritó uno de sus atacantes.
Tampoco se equivocó, aunque Cedric Masson salió disparando sus
dos “Colt” 44, alocadamente, en su último esfuerzo de morir matando. Sus
tres enemigos ya estaban bien parapetados y a su vez dispararon sus rifles
a placer lastrándole con sus plomos.
La víctima empezó a vacilar sobre sus pies, pero aún se esforzaba en
mantener la vertical y seguir disparando. Lo consiguió pese a recibir tres
balas más su cuerpo, que al fin cayó de bruces sobre la explanada frontera
a la cabaña.
Pero no soltó sus revólveres, los que descargó dejando vacíos sus
cilindros.
Disparos tan inútiles como ineficaces, ya que prácticamente Cedric
Masson había accionado los gatillos casi muerto.
Como si deseara seguir matando desde el Más Allá..,
Después de un corto silencio tras aquel infierno, los tres atacantes
abandonaron sus parapetos y corrieron hacia la cabaña incendiada. Aunque
uno de ellos, al pasar junto al cuerpo del hombre que acababan de matar,
tuvo el capricho de dispararle un tiro más en la nuca.
Quizá hizo bien.
Con Cedric Masson nunca se sabía lo que podía ocurrir. Otras muchas
veces la gente le había dado por muerto, pagando ese error con sus vidas.
—Vamos, Remy... ¡Hay que buscar antes de que arda del todo la
cabaña!
Remy se apartó del cadáver, corriendo con sus dos compañeros hacia
la casa. No se extrañaron al ver el cuerpo del viejo Roger Carel tendido en
el interior, o simplemente no le dieron importancia. Su afán sólo estaba en
encontrar algo que nerviosamente se pusieron a buscar, revolviéndolo todo
con precipitación y tosiendo por el denso humo.
Las llamas que empezaban a devorar los troncos del techo y las
paredes les obligó a salir, con aire de desaliento. Pero al instante volvieron
a fijarse en el cuerpo tendido de Cedric Mascón y uno de ellos exclamó:
—¡Es posible que la tenga encima!
—¡Pues vamos a registrarle!
También fue inútil que cayeran como buitres sobre aquel despojo
humano. Registraron sus bolsillos, desgarraron sus ropas y tantearon todo
el cuerpo; pero no encontraron tampoco allí lo que buscaban.
La proximidad del fuego que devoraba la cabaña les hacía sudar
copiosamente, por lo que arrastraron el cuerpo de su enemigo un poco más
allá. Al fin se dieron por vencidos y uno de ellos, dijo:
—¡Mala suerte! Pero al menos nos hemos cargado a este traidor.
—¿Dónde puede haberla dejado?
—¡Ni idea! Quizá se la dio al viejo, cuando le mandó a West City.
—¡Pues tenemos que encontrarla!
—Cierto, Remy. Pero ahora es mejor alejarse de aquí.
La noche seguía iluminada por aquel incendió que destrozaba la
vivienda de un viejo. Un hombre que, buscando su paz, su tranquilidad,
había decidido hacía años vivir apartado de los otros.
¿De qué le había servido?
Problemas totalmente ajenos a él, habían venido a meterle en aquella
vorágine de disparos, plomo y fuego, en donde su cuerpo quedaría
irreconocible, convertido en cenizas.
Polvo eres y en polvo te convertirás...
¿Es ese el destino de todos los hombres?
¿El de los inocentes como el viejo Roger Carel también?

***

Un solitario jinete distinguió el resplandor del fuego desde lejos y


varió el rumbo de su caballo, taconeando al fiel animal.
—Vamos, “Lord”, algo se quema allí.
A Warren Kohlman no le importaba variar de camino. Cualquier
pueblo del estado de Kansas le daba igual: el caso era no volver a cruzar la
divisoria y encontrarse en Colorado porque, últimamente, los aires del
estado vecino no le podían sentar muy bien.
Cuando descendió de su caballo, el animal no le siguió dócilmente
como otras veces. Su joven dueño se volvió hacia él, preguntándole como
si se tratase de un ser racional:
—¿Qué pasa, “Lord”? ¿Te da miedo el fuego?
Fue acercándose a la solitaria cabaña incendiada, de la que ya sólo
quedaban unos troncos chamuscado en pie. Desde lejos, Warren Kohlman
creyó distinguir al resplandor de las llamas el cuerpo de un hombre
tendido de bruces, echando a correr hacia él.
Al inclinarse sobre él, vio que si aquel hombre tenía más de siete
balazos encima, aún vivía. Una de las balas había destrozado su nuca y la
sangre fluía hacia la curtida piel del cuello de aquel hombre, que al sentir
que le tocaban masculló sordamente:
—¡Termina ya conmigo! ¡Rematadme de una condenada vez!
Warren Kohlman le dio la vuelta y unos ojos negros ya vidriosos le
miraron, esforzándose por identificarlo. Jamás había visto el rostro de
aquel hombre y sintió piedad por él: estaba sentenciado y aun era un
milagro que con todo aquel plomo atravesando su cuerpo pudiera respirar.
Los labios ensangrentados del moribundo temblaban al querer
hablarle y le tranquilizó:
—No se esfuerce. Intentará curarle, pero me temo que...
—No... no me... me mueva, por... por favor —suplicó acentuando su
gesto de dolor. Ya... ya todo es inútil.
—Tiene muchos balazos, amigos. ¡Se ensañaron bien con usted!
—Ella... ella...
—¿Fue una mujer? —indagó intrigado Warren Kohlman.
Pero aquel hombre casi no le podía hablar. Su respiración era cada
vez más entrecortada y se esforzó en musitar:
—En... en mi bota... ¡En la bota, por favor!... Yo... tengo una... una...
¿Qué ocurre con su bota? ¿Le duelen las piernas y quiere que se las
quite?
—Sí... sólo... sólo la derecha. ¡Está ahí! ¡Ahí la tengo!
—No le entiendo, amigo. ¿Qué es lo que tiene en esa bota?
—La medalla... ¡Mi... mi medalla al... mi medalla al valor!
Era difícil entender todo lo que decía, pero una cosa estaba clara. El
moribundo deseaba que le quitase su bota derecha y buscase algo en ella.
Warren lo hizo escuchando sus quejidos al estirar de su pierna y entonces,
del interior de aquella bota salió algo pesado que resbaló hacia el suelo.
Vio que era una medalla militar, una condecoración con la fecha de la
famosa batalla de Gettysburg grabada en uno de sus lados, con otra
inscripción en la cara posterior que decía:
“Al valor de Cedric Masson”.
Nada más.
Pero el moribundo intentó aclararle con un hilo de voz:
—La... la gané en la guerra... ya... ya hace años... Yo... en Gettysburg
fui... fui...
—No hable, amigo: se le va la sangre.
—Lo... lo sé... Sé que voy a morir... ¡Esos cobardes! Yo...
—¿Quién le atacó? ¿Era esa su cabaña? ¿Por qué lo hicieron?
Warren Kohlman frenó sus preguntas al ver aletear una de las manos
de aquel hombre. Desesperadamente le miraba con sus grandes ojos negros
ya mortecinos, como deseando darle a entender que la respuesta a sus
preguntas no importaba. Le interesaba decirle algo más y prestó toda su
atención al oírme balbucear.
—Llévela... a West City... se... se la da a ella... Mi hijo tiene que... Se
llama Sandra... Sandra Russell... ¡Ella... ella comprenderá!
Era desesperante.
De buena gana le habría gritado que no mezclase las cosas y que lo
que tuviera que decirle lo hiciese con orden. Pero a un hombre con siete
balazos en el cuerpo, a un hombre que va a morir irremisiblemente, no se
le puede ya exigir nada.
Y aquel hombre estaba sentenciado.
—De acuerdo, amigo. ¡De acuerdo!
—¿Me... me ha enten... entendido...?
—¡Sí, hombre, sí! Quiere que lleve esta medalla a West City, que
busque a su hijo y que...
—¡No! Ella... ella, la medalla..> Sandra Russell es mi... mi...
—No se fatigue más. Haré lo que pide.
—Es que yo... en Gettysburg fui... fui... ¡Un héroe!
Un estremecimiento más acusado que los demás, le anunciaron a
Warren Kohlman que aquel hombre había muerto. Quedó con una de sus
grandes manos apretando su muñeca, manchándole con su sangre y
mirando al cielo estrellado de la noche con unos ojos grandes, que ya
debían estar contemplando la Eternidad.
En la otra mano Warren tenía la medalla que aquel hombre debía
haber ganado por su valor en la famosa batalla de Gettysburg, cuando la
guerra de los estados del Norte contra los del Sur, de esto ya hacía muchos
años.
Sintió una sensación muy extraña al pensar que allí, en medio de la
noche y en la soledad, junto a la cabaña que terminaba de consumir el
fuego, un héroe de la Guerra de Secesión había muerto entre sus brazos.
¿Quién sería aquel hombre? ¿Por qué le habían matado? ¿Por qué
vivía allí, tan apartado en aquella cabaña? ¿Por qué le habían lastrado el
cuerpo con aquella andanada de balas? ¿Cómo había podido seguir
viviendo, hasta transmitirle aquel raro encargo a él?
Demasiadas preguntas sin contestar.
Aunque, pensándolo bien, todas podrían tener respuesta si cabalgaba
hacia West City y buscaba a aquella mujer que le había dicho.
Sandra Russell.
Warren procuró grabar bien en su mente aquel nombre y, al hacerlo
así, se encontró preguntándose a sí mismo si es que ya en su interior había
decidido buscar aquella ciudad y a la mujer.
—Sí... Debo hacerlo: este hombre no debió ser un cualquiera. A
ningún moribundo se le niega su última voluntad. ¡Y mucho menos a un
héroe!
CAPITULO III
Mientras enfilaba la calle principal, Warren Kohlman pudo
comprobar desde el caballo que West City era una ciudad próspera. Se
notaba en sus muchas casas de dos pisos, en sus muchas tiendas y
establecimientos y, sobre todo, en sus muchos saloons y garitos.
También pasó delante de un hotel que tenía cómodas mecedoras en su
porche. En una de ellas se balanceaba una hermosa mujer rubia y el jinete
giró la cabeza para seguir contemplándola, mientras “Lord” seguía
avanzando. La mujer dialogaba con un hombre elegantemente vestido que
permanecía de pie junto a ella, pero a su vez le miró con interés.
Toda una real hembra, sí, señor.
Una manzana más allá paró el caballo y preguntó a un joven vaquero
que atravesaba la calle:
—¿La oficina del sheriff, por favor?
El joven cow-boy le miró catalogándole como forastero y al poco
dijo, señalándole una esquina:
—Tuerza por esa calle, la encontrará fácilmente.
—Gracias, amigo.
—No hay de qué.
Cuando llegó frente a la oficina del sheriff Warren Kohlman no tuvo
necesidad de atar a “Lord”: tenía amaestrado muy bien a su caballo y el
animal se quedó esperándole mientras él, con sus largas piernas fuertes y
elásticas, ascendía los tres escalones. Empujó la puerta y al entrar en la
oficina vio a un hombre como de treinta años sentado tras la mesa,
luciendo una placa:
—¿El sheriff? —indagó, dirigiéndose hacia él.
—Pase: soy su comisario.
Warren Kohlman empezó a buscar la medalla que el moribundo le
había dado, mientras decía:
—Encontré a un hombre con siete balas de rifle en la colina.
Quemaron su casa y al poco murió. Me dio esta medalla y me dijo que...
Se interrumpió al ver con la precipitación que aquel comisario se
levantaba para quedar ante él. Era muy alto, pero no alcanzaba a mirarle
directamente a los ojos grises de Warren Kohlman porque él lo era todavía
más. Adivinó su aire receloso al situarse de espaldas a la puerta,
indicándole:
—Siéntese... Tendré que hacerle algunas preguntas.
—Soy Warren Kohlman, comisario. Vengo de Colorado y...
—Conque de Colorado, ¿eh?... ¿No se sienta amigo?
Otro comisario entró en la habitación, procediendo del pasillo donde
debían quedar las celdas. También era alto y fornido, aunque parecía
bastante más viejo. Warren captó una muda mirada que los dos hombres
intercambiaron, y esto le hizo preguntar a él:
—¿Qué les pasa?
El comisario que acababa de llegar también se situó ante la puerta
replicando:
—Lo que ha pasado es lo que usted nos va a decir.
—A eso he venido.
—Pues empiece aflojándose ese cinturón —vio que el joven forastero
vacilaba y ordenó a su compañero más joven, la voz más perentoria—.
¡Desármale, Joe!
No lo hizo porque el visitante dio un paso hacia atrás. Los tres
hombres se miraban fijamente y Warren indagó:
—¿Qué pasa? ¿A qué viene esto?
—Simple formulismo amigo ¿Me va a dar su revólver?
—¡No!
—Bueno, entonces tendremos que...
—¡Quietos! —la orden de Warren detuvo a los dos comisarios cuando
nuevamente intentaban acercarse a él. También quedaron quietas sus
manos que habían ido a buscar sus respectivos revólveres. Lo único que
movieron fueron sus ojos para volver a intercambiar nuevas miradas, esta
vez con inquietud y alarma.
Tras medio minuto de denso silencio, el comisario más joven dijo:
—Un gallito, ¿verdad, chico?
—Le dije que me llamo Kohlman... Warren Kohlman.
—Sí, ya te oí. Y con ese nombre puedes ser tú el asesino.
Ya era demasiado.
Warren desenfundó veloz su revólver y sordamente bramó:
—Se pasa de la raya, amigo.
Antes de que ninguno de los dos pudiera evitarlo, alzó la mano
armada y castigó con el cañón del revólver el mentón del comisario más
joven, a la par que proyectaba su puño izquierdo contra el feo rostro del
otro que inició el movimiento para atacarle.
Cuando los dos quedaron tendidos a sus pies, nuevamente detuvo sus
movimientos en busca de sus pistolas al gritarles, su voz más irritada:
—¡Quietas las manos! No conocí a ese hombre de nada y me acerqué
para ayudarle. ¿Qué claro?
El movimiento del cañón de su revólver les indicó que se podían
levantar. Cuando mohínos y malhumorados quedaron ante él, mostrándoles
en la mano Ubre la medalla siguió:
—Y ahora... ¿Pueden decirme dónde puedo encontrar a una mujer
llamada Sandra Russell? Ese hombre me dio esta medalla para ella...
Quizá su única fortuna.
Tocándose el mentón castigado, el comisario joven empezó a
articular:
—¿Ha... ha dicho Sandra Russell?
—Eso dije.
Contestó el comisario más viejo, también tocándose su chata nariz
que sangraba:
—A Sandra Russell la podrá encontrar en su casa. Vive en...
—Díganle que me encontrará en el hotel, en ese que hay en la calle
principal —le atajó el visitante.
Warren Kohlman reculó hacía la salida sin perderles de vista,
añadiendo al llegar a la puerta:
—Y allí tranquilamente y con buenos modos si quieren contestaré a
todas las preguntas que me hagan. ¿Queda claro, amigos?
—Como el agua —contestó malhumorado el comisario joven—. Pero
se ha metido en un buen lío, amigo Kohlman.
—¡Sí! ¡Por pegar a la autoridad! —remachó el otro.
—Eso lo aclararé con su jefe: no me gusta que me insulten ni me
provoquen.
Giró en la misma puerta y el joven visitante bajó los escalones del
porche disponiéndose a regresar a la calle principal. No tuvo que cuidarse
de llamar a su caballo porque “Lord", dócilmente como un perro, caminó
tras él. Tampoco se molestó en mirar si los dos comisarios salían al porche
para desquitarse y sorprenderle.
Warren Kohlman no había cumplido aún los treinta años, pero su
agitada vida le había proporcionado la suficiente experiencia para conocer
a los hombres. Y aquel par de tipos con placas de comisarios le dijeron
con sus ojos que ya estaban bastante asustados.
Con él no volverían a arriesgarse así como así.
Cuando llegó frente al hotel, la mujer rubia ya no estaba sentada en la
mecedora. En su lugar había un par de viejas que cuchicheaban algo,
mientras tomaban el fresco de la tarde. El sol ya empezaba a morir y la
calle parecía tranquila, con pocos vecinos que iban y venían a sus cosas.
El establecimiento se llamaba Harold-Hotel y parecía bastante limpio
y cómodo. El recepcionista le sonrió de oreja a oreja, mostrándole una
dentadura no muy limpia. Le faltaban dos dientes y con una voz de
comadreja en celo le informó:
—Son tres dólares por día: cuatro con desayuno, comida y cena. ¿La
quiere interior o...?
—Exterior —le atajó en su sabida cantinela—. Que dé a esta calle.
—Muy bien, señor...
—Kohlman... Warren Kohlman.
—¿Tiene la bondad de firmar aquí, señor Kohlman?
—También quiero un buen baño. Y que cuiden de mi caballo.
—Lo tendrá, señor Kohlman. El agua del Salomon River es hasta
desinfectante.
Muy gracioso.
Aquello lo había dicho el esmirriado empleado del hotel arrugando la
nariz al fijarse en las ropas del forastero, como indicándole con su gesto
que venía muy sucio, cubierto de polvo y olía mal.
Pero no se molestó por la velada alusión. A Warren Kohlman lo único
que le irritaba eran las provocaciones de los matones, no las alusiones de
hombrecillos inofensivos como aquél.
Una hora después, tras un buen baño y con ropa limpia, mientras
ordenaba sus cosas en las alforjas Warren Kohlman se puso a contemplar
la medalla al valor que el moribundo le había dado. Volvió a leer la fecha
de la famosa batalla de Gettysburg y en el dorso la leyenda grabada:
“Al valor de Cedric Masson”.
El no era de Kansas. Venía de muy lejos, del otro extraño del estado
vecino de Colorado y no le podía sonar aquel hombre.
Se dio cuenta que el tiempo pasaba y nadie venía a verle al Harold-
Hotel. Pensando en la mujer a la que debía encontrar, quedamente se dijo:
—¿Acaso no han querido avisar a esa Sandra Russell, o no vive aquí,
en West City?
Lo mejor era salir a indagar y al decidirlo Warren recordó uno de los
muchos consejos de su abuelo: “Ya que la montaña no viene a ti, ves tú a
la montaña”.
Confusamente también recordó que su abuelo le dijo que aquello lo
había dicho un tal Mahoma.
Pero... ¿Quién diablos fue Mahoma? ¿Algún granjero, como su
abuelo?
CAPITULO IV
—Ahí le tiene, señor Jarre. Ese es el tipo que dice vio muerto a
Cedric Masson y trae algo para la señorita Russell.
Maurice Jarre dejó de fumar su aromático habano, y displicente
sacudió con la mano ensortijada la solapa de su elegante levita gris, donde
había caído algo de ceniza. El labio superior se distendió con leve sonrisa,
dando movilidad a un cuidado bigotito muy negro, lo mismo que los
cabellos ensortijados de aquel hombre.
Y su voz casi resultó inaudible, pero tajante al decir:
—¡Mátale!
Lee Thompson era un profesional del revólver y se dispuso al trabajo.
Sus manos fueron a buscar las culatas de sus revólveres, cuando la voz
suave y bien timbrada de Maurice Jarre le frenó:
—Aquí no, Lee... ¡Quiero un buen trabajo!
—De acuerdo, señor Jarre. Fingiré una pelea con los muchachos y...
Los dos estaban mirando al hombre alto que avanzaba directamente
hacia el Jarre Saloon. Parecía muy musculado, pero andaba con
sorprendente elasticidad. La mirada experta del pistolero se fijó en el
único revólver que lucía en su cadera aquel forastero y rezongó:
—Habrá que tener cuidado, patrón. Esa forma de llevar el arma es...
—¿Miedo, Lee?
Maurice Jarre sabía cómo azuzar a sus hombres. Hacía años que vivía
en West City, pero él no era producto del Oeste americano. Pertenecía a
otra civilización más culta, más refinada, con modales más exquisitos y
muchos siglos de intriga.
Sí, había sido una lástima que sus aristocráticos abuelos murieran en
la guillotina cuando la Revolución Francesa. Aunque, al trasladarse su
padre a América, a él no le había ido tan mal.
En el fondo, aquella gente tan ruda del Oeste eran como niños para él.
Y los hombres como Lee Thompson, aunque otra cosa creyeran ellos,
muñecos sin voluntad que él podía mover a su antojo por un puñado de
dólares.
Los ojos maliciosos del pistolero le estaban mirando fijamente
cuando replicó muy serio:
—Sabe que no tengo miedo a ningún hombre, señor Jarre.
—¡Mejor, Lee...! ¡Mejor! Es precisamente eso lo que me gusta de ti,
muchacho. ¡No debes ofenderte!
Se separaron y Maurice Jarre caminó por la calle en dirección opuesta
a su establecimiento, volviendo a saborear su aromático puro. Antes de
consumirle del todos, unos disparos en su local le anunciarían que aquel
alto forastero había muerto y que él podría seguir viviendo tranquilo.
Sólo entonces regresaría.

***

Cuando Warren Kohlman entró en el Jarre Saloon, le bastó una sola


ojeada para calcular que al dueño de aquel establecimiento las cosas le
debían ir muy bien.
Estaba lleno de parroquianos, al fondo y a la izquierda distinguió
varias mesas de juego y al otro lado, sobre un escenario iluminado, varias
coristas canturreaban una tonadilla que nadie parecía escuchar.
Lo malo era que olía a sudor, a tabaco barato y a whisky.
Un barman en mangas de camisa muy blanca, con los bigotes
engomados y retorcidos artísticamente hacía arriba fregoteó por
costumbre el mostrador, sonriéndole con sus ojos de pillo al indagar:
—¿Qué le sirvo, joven?
—Escocés. ¡Del bueno!
No pudo saborear la bebida porque una voz gutural sonó a su espalda
advirtiendo:
—No le sirvas, Larry.
Warren Kohlman se guió por los ojos picarones del barman que
parecían mirar divertidos al hombre que debía estar tras él. Giró
lentamente para que sus movimientos no resultasen sospechosos. Estaba
en inferioridad de condiciones y el hombre que había dado la orden no
debía encontrar ninguna excusa para balearle por la espalda.
Cuando giró del todo y quedó frente a Lee Thompson tras saetearle
con sus ojos grises sólo preguntó:
—¿Por qué?
El pistolero profesional no se inmutó. Le obsequió con media sonrisa
y con leve encogimiento de hombros encontró el fútil motivo al decir:
—No me gusta tu cara. ¡Eso es todo!
—¿Busca pelea?
—Yo no, pero si tú la buscas...
En torno a ellos, los parroquianos que estaban junto al mostrador
empezaron prudentemente a apartarse. Aquella provocación no era muy
original y, probando suerte, Warren Kohlman pidió:
—Lárgate y déjame tranquilo.
El tipo no se movió, repitiendo como un disco de gramófono rayado:
—Dije que no me gusta tu cara de raposa.
Estaba claro que la pelea resultaría inevitable. Sin embargo, .con la
mayor calma el alto forastero replicó: —Lo siento por ti. No tengo otra.
Pero al instante se lanzó sobre el provocador ya esgrimiendo sus
puños, añadiendo veloz:
—¡Pero sí puedo cambiar la tuya!
—¡Augh!
Para sorpresa general, aquel forastero repitió su golpe lanzando un
zurdazo demoledor sobre el rostro del hombre que se había situado a su
derecha, y que si no había despegado los labios, lo hizo para lanzar
también un rugido tanto de sorpresa como de dolor:
—¡Uf!
Al instante, el agresor retrocedió unos pasos, desenfundando
velozmente su revólver al ordenar vuelto hacía la izquierda, deteniendo al
hombre que ya se le venía encima:
—¡Quieto, pelirrojo! No busco camorra, pero te balearé la frente si
pestañeas.
Al silencio que reinó siguió un general murmullo de comentarios y
protestas entre los muchos parroquianos, la mayoría ya puestos en pie
fijándose en la escena. Sólo la musiquilla que venía del escenario donde
evolucionaban las coristas siguió, aunque al poco cesó volviendo a reinar
el silencio.
Fue cuando el hombre alto que seguía empuñando el revólver, alzó la
voz para anunciar a los presentes:
—Sólo vine a buscar a Sandra Russell. ¿Alguien la conoce, señores?
Algunas voces se alzaron hablando a la vez, pero al instante volvieron
a callar todos. Warren se fijó con el rabillo del ojo, que por la izquierda,
los parroquianos apelotonados se apartaban abriendo calle para que
alguien pasara.
Hacía él avanzaba una mujer rubia, alta y bien proporcionada, vestida
con una exquisita elegancia que parecía impropia de aquel local. Le
miraba con sus grandes ojos verdes y al andar sus caderas se balanceaban
de tal forma que era imposible no mirarlas.
Warren Kohlman la reconoció al instante, diciéndose para sí que era
la misma mujer que al llegar a West City había visto sentada en el porche
del Harold-Hotel. Sólo que ahora, al verla levantada, parecía mucho más
hermosa y sugestiva.
Y aunque irritada, su voz sonó como una campanilla de plata al
anunciar:
—¿A qué tanto alboroto, vaquero? Yo soy Sandra Russell y nadie me
dijo que me buscaba.
Por la sorpresa, el forastero nada contestó dándole tiempo a la mujer
a añadir, algo retadora ya plantada ante él:
—¿Qué quiere de mí?
Warren Kohlman se dijo que necesitaba recuperar todo su aplomo,
contestando al fin con excesivo desparpajo:
—Encantado, reina... Empezaba a creer que era un fantasma.
Aquellas pupilas verdes casi le hacían daño en los ojos. Le miraba
directamente en actitud desafiadora y el forastero amplió:
—Un hombre quedó tendido a balazos en la colina y antes de morir
me dio esto para usted. Es una medalla al valor, ganada en Gettysburg.
Le estaba mostrando la medalla de oro que le había entregado el
desconocido moribundo antes de morir, pero ella ni pestañeó al replicar:
—No sé quién es ese hombre, ni eso significa nada para mí. Debe
confundirse, forastero.
—Oí bien su nombre, señora... Me dijo Sandra Russell.
—No insista y salga de aquí. ¡Ya formó demasiado ruido!
—Sólo vine a cumplir la voluntad de un moribundo señora. Aquí dice
que debió llamarse Cedric Masson.
Resultaba molesto estar allí, rodeados de tanta gente y siendo el
blanco de todas aquellas miradas curiosas. La mujer también parecía
inquieta y, por su parte, insistió:
—¿No se va a marchar?
—O. K., señora... Si nada le dice ni esta medalla, ¿para qué seguir?
Aquel hombre me habló también de su hijo y...
—¡Basta! Puedo ordenar que le echen a patadas de aquí.
Warren Kohlman sonrió mostrando su blanca y perfecta dentadura, al
tiempo que alzaba amistoso una de sus grandes manos al opinar,
ciertamente burlón.
—¡Oh, no, señora! Eso no... Si empieza otra vez la “fiesta”... ¡Por
Dios vivo que habrá más de un cadáver aquí!
Ella seguía plantada ante él y si avanzaba para salir, forzosamente
tropezaría con aquella mujer al seguir los dos rodeados por los curiosos.
Pero cuando dio el primer paso una voz de hombre, con ligero acento
francés se dejó oír:
—Perdón, amigo —pidió cortésmente.
Warren giró el rostro hacia el hombre que le hablaba, encontrándose
con un tipo muy elegante vestido con una levita gris, un cabello muy negro
ensortijado y un cuidado bigotito sobre el labio superior que le sonreía
amable.
La mano ensortijada de aquel hombre quedó extendida
significativamente ante él, al seguir hablándole:
—Sandra aceptará encantada esa medalla, señor. Warren ya estaba
estudiando al individuo de finos modales, pero su mano fue a buscar
nuevamente la medalla en el bolsillo, cuando la voz de la mujer pidió casi
con un grito:
—¡No, Maurice! ¡No la quiero!
Con dulzura y modales exquisitos, el hombre elegante de la revista
gris tomó la mano que la mujer rubia había alzado al negar, depositando
un suave beso muy versallesco en su dorso de piel fina y sedosa, al insistir
siempre amable y sonriente:
—¿Por qué no, mon cheri? Si este caballero ha sido tan amable de
traerte algo que te pertenece, creo que tú...
—¡No, Maurice! No conozco a ese Cedric Masson que dice y por lo
tanto no quiero su medalla. ¡Vámonos de aquí, por favor!
—Espera, cariño. El caballero...
Warren Kohlman ya empezaba a estar harto de todo aquello y,
volviendo a hundir en la profundidad del bolsillo de su chaleco de cuero la
medalla, atajó los exquisitos modales del hombre elegante al anunciar:
—El “caballero” se larga con la medalla, ya que su “dama” niega
conocer al hombre que me la dio para ella.
El círculo de curiosos se había abierto algo y el alto forastero se
dispuso a retirarse, pero insistiendo antes que nadie le respondiera:
—Pero conste que oí perfectamente el nombre de esa mujer, amigos.
Antes de retirarse del todo del corro, buscó los ojos del pelirrojo que
había intentado lanzarse sobre él, encontrando que el individuo estaba
junto a los dos tipos que había castigado con sus puños. Le alegró poder
mirar a los tres y advirtió:
—La próxima vez os envió al cementerio, amigos. ¿Queda claro?
No esperó la respuesta y salió.
Ya empezaba a necesitar respirar aire puro.
CAPITULO V
Nada más salir del Jarre-Saloon, Warren Kohlman se fijó en tres
hombres que parecían tomar tranquilamente el fresco fuera, recostados en
el porche. Uno de ellos hurgaba sus dientes raídos y negros con una pajita
y forzó una sonrisa que más bien pareció una mueca, como si le dolieran
las muelas.
“Seguro que las tiene también careadas”, pensó Warren.
Los otros dos abandonaron su inmovilidad y el más alto, señalando
con el pulgar hacia el interior del local, pareció felicitarle al comentar:
—Les dio una buena lección a esos matones, amigo.
—¡Vaya puños! —halagó el otro más bajo.
Warren también forzó una sonrisa de circunstancias, pero de forma
que les vino a decir:
“Gracias, pero déjenme en paz. ¡No les conozco!”
No obstante, nada comentó en voz alta y se limitó a caminar hacia el
Harold-Hotel con paso vivo. Estaba decidido a pasar la noche allí y salir al
otro día cabalgando sobre "Lord" hacia donde le llevase el instinto de su
fiel caballo. Ya había comprobado que West City tampoco era un lugar
muy “saludable” para él.
Y si venía desde Colorado para quedarse en cualquier lugar de
Kansas, lo más prudente era hacerlo allí donde fuera bien recibido.
Al entrar en el hotel, el recepcionista le alargó la llave desde el
casillero, pero anunciándole:
—Tiene visita.
La mirada perpleja de aquel huésped le obligó añadir, al ver que nada
decía:
—En el comedor: le espera el señor Shepard.
—¿Quién es el señor Shepard?
—Dam Shepard, nuestro sheriff.
Siguió la indicación de la mano del hombrecillo esmirriado y penetró
en el amplio comedor del hotel. No tuvo que buscar mucho porque,
sentado en una mesa frontera a la puerta, un hombre grueso con una chapa
de sheriff sobre la camisa a cuadros de franela dejó de engullir lo que tenía
sobre el plato. Le vio chuparse los dedos con glotonería al clavar la mirada
en él, levantarse y quedar con su corta estatura ante él, indicándole:
—¿Me acompaña a mi oficina?
—Si es para que sus dos ayudantes me acusan, no.
La tajante respuesta le hizo sonreír al hombre grueso que lucía la
placa, aclarando:
—Joe y Peter son dos exaltados, señor Kohlman. A veces se exceden
en sus funciones y hay que frenarlos.
—Yo lo hice, señor Shepard.
—¡Ya lo vi! —exclamó ampliando su sonrisa franca y bonachona—.
A Peter le ha dejado una señal en la barbilla y al pobre Joe le ha chafado
sus narices. Ahora se comportarán.
—Mejor para todos, sheriff. Les dije que no tengo inconveniente en
declarar todo lo que vi.
Caminaban hacia la salida del hotel, cuando el sheriff dijo:
—Sí, pero usted les habló de un hombre que murió en sus brazos allí.
¡Y hemos encontrado dos cadáveres!
—¿Ha ido a la cabaña incendiada en la colina?
—Sí... Era la casa del viejo Roger Carel. Un pobre hombre que no se
metía con nadie.
—No se me ocurrió mirar dentro; La cabaña aún estaba ardiendo
cuando llegué yo.
Nada le dijo, al ocuparse en saludar al recepcionista, al pasar ante el
mostrador:
—Gracias, Brian. ¡Buenas noches!
—Lo mismo le deseo, señor Shepard —contestó el empleado.
Cuando entraron en la oficina del sheriff, lo primero que encontró
Warren Kohlman fue cuatro pupilas rencorosas que intentaban taladrarle.
Los dos comisarios estaban allí sentados, pero su jefe les indicó, por todo
saludo:
—Dad un par de vueltas por ahí, muchachos. He oído que en el Jarre
Saloon había jaleo.
El comisario Joe Engle señaló al forastero que acababa de entrar con
su jefe, acusándole:
—El jaleo lo formó él. Se lió a mamporros con Lee, Emmett y
amenazó a Cassius con su arma.
Al buscar los ojos del grueso sheriff los suyos, Warren alzó una mano
prometiendo:
—Se lo explicaré, cuando termine con lo otro.
El hombre de la placa aceptó, indicándole una silla ante su mesa:
—Hace, señor Kohlman. Siéntese.
Se dio cuenta que sus dos ayudantes no se movían y vuelto hacía ellos
apremió, dando palmadas:
—¡Arreando, chicos! Dad esa ronda. ¿A qué esperáis?
Al quedar solos, tras escuchar el relato de Warren Kohlman, el sheriff
pareció quedar pensativo y se puso a musitar:
—De forma que usted viene desde Colorado, nunca había estado en
Kansas y por tanto, según dice, no conocía ni al pobre viejo Roger Carel ni
a Cedric Masson. ¿No es así, joven?
—Así es, sheriff.
—Bien, bien, bien... Pero al menos habrá oído hablar de ese hombre,
¿no?
—¿De quién?
—¡Leñe! ¿De quién va a ser? ¡De Cedric Masson!
—No, jamás oí hablar de ese hombre. Calculo que sería un héroe en
la guerra, ya que la medalla que me dio...
Warren Kohlman vio que el grueso sheriff sonreía al comentar:
—¡Sí, sí! ¡Menudo héroe estaba hecho el angelito! No discuto que
fuera un valiente en la guerra, pero luego...
Se atajó a sí mismo haciendo un vago gesto con las manos al decir:
—Dejemos eso. Lo importante es saber quién le mató y, sobre todo,
quién asesinó al viejo Roger Carel e incendió su cabaña. ¿No tiene usted
idea, Kohlman?
Extrañado, contestó con otra pregunta al señalarse al pecho:
—¿Yo...? Le he dicho que jamás estuve por aquí, sheriff. No conozco
a nadie.
El grueso sheriff parecía pensativo. Se pellizcaba la oreja como
esperando sacar alguna idea de allí, mientras comentaba como para él
mismo:
—Cedric Masson podía tener muchos enemigos, pero el pobre
Roger... ¿Qué diablos haría un tipo como Cedric en la cabaña de ese viejo
trampero?
Por su parte, volviendo a sacar una vez más la medalla del bolsillo de
su chaleco de cuero, el joven visitante objetó:
—A mí se me ocurre hacer otra pregunta, sheriff.
—Hágala, Kohlman.
—¿Por qué Sandra Russell niega que conocía a ese hombre?
—No lo sé: quizá es cierto que no le conocía.
—No, sheriff. Un moribundo no gasta los últimos instantes de su vida
en decir tonterías. ¡Oí perfectamente que me dijo ese nombre!
Se miraban los dos muy extrañados. Todo aquello parecía muy
extraño. Era un rompecabezas difícil de resolver, pero que ya había
costado la vida a dos hombres.
Uno de ellos, un inocente trampero ya viejo.
De pronto, el sheriff escuchó preguntar a su visitante:
—¿Conoce usted bien a esa Sandra Russell?
—Sí: lleva años aquí. Vino con el señor Maurice Jarre, el dueño del
saloon que está en la calle principal.
—Sí, ya le conozco. ¡Parece un tipo muy “fino"!
—Lo es. Dicen que desciende de aristócratas franceses.
—¿Qué es ella de él?
—¿Quién? —el sheriff al instante se arrepintió de su pregunta y
aclaro, al comprender al fin a qué se refería—. Bueno... Parece ser que la
señorita Russell es la novia del señor Jarre.
—¿Novia...? —forzó Warren Kohlman, con cierto retintín.
—No me meto en asuntos "particulares” —rechazó el grueso sheriff
—, ¡Allá ellos!
—¿Sandra Russell trabaja en el saloon?
—A veces, aunque en muy raras ocasiones. La señorita Russell tiene
una bonita voz y algunas noches canta.
Vio la mirada burlona de su joven interlocutor y al instante amplió,
como arrepentido de sus palabras:
—No crea que Sandra es una corista cualquiera, no, amigo.
—¡Ya...! Debe ser algo así como el “objeto” de lujo del elegante y
refinado señor Jarre, ¿no, sheriff?
Dam Shepard también sonrió, comentando:
—¡Allá ellos! La señorita Russell vive en Harold-Hotel y...
—Y Maurice Jarre paga su cuenta —atajó su visitante.
—Ya le he dicho que no me meto en esas cosas. Hasta ahora, Sandra
Russell parece que se porta como toda una señorita. ¿Es pecado aceptar las
galanterías de un hombre?
—No, no es pecado, sheriff. ¡Y menos siendo tan hermosa!
Dando una fuerte palmada sobre la mesa, el grueso sheriff exclamó:
—¡Ya está! ¿A que le gustó, amigo?
Warren Kohlman era sincero siempre que podía y confesó con
énfasis:
—¡Una barbaridad, señor Shepard! ¡Es una diosa rubia!
—Pues ya lo dijo que es terreno vedado, joven.
Eso le llevó a preguntar al representante de la ley en West City:
—¿Qué piensa hacer?
Warren también fue sincero al decir, ya levantándose:
—¡Largarme mañana de aquí! No me ha recibido muy bien en esta
ciudad.
—¿Y qué hará con eso?
—¿Se refiere a la medalla?
—Sí.
Warren dudó, mirando la medalla de oro que de forma tan desusada
había llegado a sus manos. La estuvo contemplando por ambos lados
leyendo una vez mas las inscripciones, terminando por anunciar:
—Puesto que ella no la quiere y niega conocer a ese hombre, me la
guardaré. Mi padre también luchó en la batalla de Gettysburg. ¿No es
casualidad?
El sheriff torció los labios como indicando:
“¿Y eso qué? Ya hace muchos años de la guerra". Pero en voz alta
quiso saber:
—¿Por el Norte... o por el Sur?
Warren Kohlman confesó algo quedamente:
—Por el Sur, sheriff... Mi padre nació en Texas y...
—¡Ya! No es que defendiera a los esclavistas, sino simplemente una
cuestión geográfica, ¿verdad, muchacho?
—Eso debió ser.
—Pues para su gobierno, le diré que a Cedric Masson le dieron esa
medalla los yanquis. Fue teniente.
Warren Kohlman sonrió sordamente, volviendo a clavar sus ojos
grises sobre la condecoración que le habían dado a un hombre que luchó
en bando contrario al de su padre y que ahora, por raro capricho de su
destino, él tenía en su mano.
Guardó silencio mientras parecía calcular el peso de la medalla de
oro sobre la palma de su mano, preguntando al fin:
—¿Y después de la guerra qué fue ese Cedric Masson?
La respuesta salió rotunda y sin vacilar de los labios del grueso
sheriff:
—¡Un canalla!
—¿Cómo...? —volvió a indagar, algo desilusionado, sin saber por
qué.
—Sí, amigo... Un redomado bribón que siguió matando, pero para
robar y asesinar. En Kansas, Cedric Masson ha dejado una negra leyenda.
Warren Kohlman pareció reflexionar antes de musitar:
—Sí, hay hombres que después de la guerra se siente inadaptados —y
tras breve pausa añadió, como si confesara algo que le pesaba en el alma
—. Mi padre fue uno de ésos.
—Lo siento, Kohlman.
—Verá, señor Shepard... Tomó parte en tantos combates, en tantas
batallas y en tantos asaltos, que luego no supo frenar. Disparar un arma se
había hecho una costumbre en él y cuando perdieron la guerra... En fin...
¡Ya pagué algo esas consecuencias!
—Usted sería muy niño.
—Cierto: pero también era el hijo de Niven Kohlman y eso... Bueno,
eso no lo olvidaron ciertos tipos a los que mi padre había perjudicado.
Dam Shepard se puso a mirar a su joven visitante comprensivamente.
Todo eso que le contaba ahora, enlazándolo con la noticia que le dio de que
venía del estado vecino de Colorado, le permitía sacar ciertas
conclusiones. Si lo unía a la forma de llevar aquel joven su revólver y a
cierto aire que se desprendía de toda su persona, podía adivinar que...
Pero, fiel a no meterse en cosas que no le importaban, el grueso
sheriff de West City también se levantó deseando:
—Busque un sitio tranquilo y eche raíces, joven. La vida es hermosa,
cuando se sabe elegir el camino debido. ¿Quiere que le diga algo que me
solía repetir mi abuelo?
Warren Kohlman sonrió al pensar en el suyo. El viejo granjero que le
había criado cuando su padre se lanzó por una senda indebida. Por eso
invitó:
—Sí es bueno, suéltelo ya, señor Shepard.
—No sé dónde diablos lo pude leer, pero la frase es muy bonita. A
ver... a ver... Creo que dice más o menos así...
Volvía a pellizcarse la oreja derecha con los dedos, al recitar:
—“El mayor mérito del hombre consiste en determinar, en la medida
de lo posible, las circunstancias. Y nunca dejar, en la misma medida, que
las circunstancias le determinen a él.”
Pareció quedar muy satisfecho de su buena memoria y exclamó:
—¿Qué tal?
—Sí, señor Shepard. Es un buen consejo. ¡Su abuelo debió ser un tipo
muy listo! Gracias.
—De nada, Kohlman. ¡Le deseo suerte!
Pero Warren Kohlman no la tendría.
O bien fue de los que permitió que las circunstancias le determinaran
a él...
CAPITULO VI
Al regresar al Harold-Hotel, el esmirriado empleado volvió a
sonreírle y saludó manifestando:
—¡Se está haciendo célebre, señor Kohlman?
Warren pensó que se refería a la pelea que había sostenido en el Jarre
Saloon, pero se hizo el inocente e indagó al tomar la llave:
—¿Por qué dice eso?
La respuesta estaba en un sobre cerrado que le ofrecía con mirada
maliciosa. Antes de extenderle la carta la pasó un par de veces bajo su
nariz, como si oliese algo, cuchicheando de forma confidencial al guiñarle
un ojo:
—¡Huele muy bien, señor!
Warren recordó el mohín de desagrado de aquellas mismas narices,
cuando llegó por primera vez a aquel hotel y aquel tipo le dijo que el agua
del río próximo a West City hasta desinfectaba.
Decididamente, aquel hombrecillo tenía muy fino el olfato.
—Gracias.
Le dejó chasqueado al no abrir la carta allí mismo, ordenándole ya
camino tío la escalera:
—La cena, arriba.
—Sí, señor Kohlman. ¡Se la subiré yo mismo!
—Hágalo, pero no crea que le voy a dejar meter sus narices aquí —le
anunció alzando la mano que sostenía el sobre.
Mientras consumía la cena en su habitación, Warren Kohlman estuvo
pensando en el contenido de la nota que le habían dado en aquel pulcro
sobre blanco perfumado. Estaba escrita con fina letra de mujer y el papel
rezaba:
“Señor Kohlman:
”Le espero mañana a las seis en la orilla izquierda del Salomon River,
en su confluencia con el Salinas. Traíga esa medalla y no falte, por favor.
"SANDRA RUSSELL.”
Warren Kohlman sonrió al leer la nota una vez más. Recordaba
perfectamente a la hermosa mujer rubia de grandes ojos verdes excitados
al mirarle, musitando al meterse en la cama:
—Parece que la “dama” se arrepintió. Debe querer explicarme su
negativa.
Volvió a pensar en la medalla, en el incendio de aquella cabaña, en el
hombre moribundo que encontró y en todo lo que le venía pasando bacía
cerca de veinticuatro horas.
Se puso a arreglar las almohadas y ya no pensó más.

***
Una sombra caminó furtiva sobre el tejadillo del Harold-Hotel, al que
daban las habitaciones del primer piso.
En la mano de aquel hombre brillaba un cuchillo, al que la pálida luz
de la luna hacía despedir destellos siniestros en su ancha hoja.
Precavidamente el hombre se había quitado las espuelas y, a juzgar por sus
felinos movimientos, podía calcularse que no era la primera vez que hacía
una cosa así.
Cuando llegó a la ventana que buscaba se detuvo y miró con muchas
precauciones al interior de la habitación. Remaba la más completa
oscuridad y no alcanzó a distinguir el lecho que buscaba.
Y su objetivo estaba precisamente en aquella cama.
No quería fallar porque hay “negocios” en los que, o se gana, o se
pierde. Pero la ventaja de la sorpresa estaba de su parte y se decidió a
penetrar en la habitación del hotel, deslizándose como una serpiente
venenosa hacía su presa, ya en la mano alzada esgrimiendo el cuchillo.
Bastarían dos buenas cuchilladas y listo.
Luego, a escapar por donde había venido.
¡Adivina quién te dio!
El bulto del hombre que dormía en el lecho guió a la mano asesina y
el agresor hundió por dos veces el arma, empleando toda su fuerza con
saña y brutalidad.
—¡Ya está! —se dijo.
Pero su alegría se heló en su garganta, al oír que una voz
marcadamente varonil venía de uno de los ángulos de la habitación a
oscuras, anunciándole:
—¡Fallaste, matarife! ¡Quieto ahí!
Antes lo había pensado:
“En cierta clase de «negocios», o se pierde... ¡O se gana!”
El individuó aún quiso ganar y se revolvió veloz hacia donde había
oído la voz, soltando el cuchillo e intentando sacar sus dos revólveres.
Fue el último movimiento consciente que hizo.
Dos trallazos sonaron en la habitación, tan seguidos, que parecieron
un sólo disparo. Aunque más tarde se podría comprobar que ciertamente
habían sido dos las balas que segaron la vida de aquel fracasado asesino.
Antes de encender la lámpara de petróleo, Warren Kohlman avanzó
hacia el bulto del hombre sin vida que había caído con ruido sordo sobre
las tablas de aquella habitación. Sus pasos empezaron a confundirse con
las carreras precipitadas que ya empezaba a oír en el pasillo, para al
instante oír que llamaban con nerviosismo a su puerta.
Cuando les franqueó la entrada al empleado del hotel y a un par de
huéspedes que en camisón de dormir le miraban, Warren ya tenía en la
mano la lámpara encendida. Hizo un gesto para invitar a entrar a los
curiosos y permitió:
—Pasen y verán lo “seguro” que es este condenado hotel, señores...
—¡Dios santo! —exclamó el esmirriado empleado—. ¡Un hombre
muerto!
—No pudo elegir, amigo, ¡O él, o yo!
Iluminó el lecho para que adivinaran las intenciones de aquel asesino,
aclarando al ver que examinaban las dos almohadas acuchilladas:
—Cuando en algún sitio no me reciben muy bien, no suelo dormir en
la cama de los hoteles. Es más prudente... ¡y más saludable!, poner las
almohadas de forma que cualquier inesperado “visitante" crea que
descanso tranquilamente.
Luego señaló un ángulo de la habitación donde había una manta y
amplió:
—Le vi entrar desde ahí.
Uno de los hombres que estaba en camisón de dormir, con ojos
espantados quiso saber:
—¿Por qué intentó asesinarle?
Warren se encaró con él al indagar a su vez:
—¿Usted lo sabe, amigo?
—¿Yooooooo...?
—Pues avise al sheriff y quizá él pueda averiguarlo. ¡Le aseguro que
me interesa!
Warren pareció olvidar al huésped del camisón y preguntó al
empleado señalando al cadáver:
—¿Le conoce?
—No... ¡Jamás vi a este hombre!
—¿Y alguno de ustedes?
—No, tampoco... ¡Yo me vuelvo a la cama!
—Espere, amigo —le recomendó—. No se asuste. Quiero que le
digan al sheriff lo que encontraron aquí nada más entrar.
—Por... por... por supuesto que lo haremos, joven. ¡No faltaba más!
—Gracias.
Minutos después, con los ojos llenos de sueño, el sheriff Dam
Shepard volvía a martirizar a su oreja con los pellizcos perplejos de sus
dedos. Hacía muecas con los labios y al fin dijo, sin dejar de examinar el
cadáver:
—Sí... Creo que esta tarde vi a este hombre. Pero es forastero... ¡Y
llegan tantos a West City!
Warren quiso concretar y pidió:
—Resumiendo, sheriff. ¡Nadie le conoce!
—Pues no, Kohlman.
—Llévenselo. ¡Quiero seguir durmiendo!
—Le aconsejo que...
Warren Kohlman atajó al hombre grueso de la placa:
—No, señor Shepard. Estoy cansado y quiero dormir. No creo que
vuelvan a intentarlo por esta noche y mañana...
—Dijo que se iría, Kohlman.
—Bueno, lo dije pero... ¡Ya veremos!
Obsequioso, el empleado ofreció:
—Si quiere que le de otra habitación, yo...
—No se moleste amigo. Me gusta ésta. ¡Buenas noches a todos!
Aquella vez Warren Kohlman si que durmió tranquilamente en la
cama.
Al otro día tenía una cita con una hermosa mujer y no quería tener
mala cara.
¿O es que los hombres no son también presumidos...
CAPITULO VII
Warren Kohlman condujo a “Lord” en la dirección que le habían
dicho, donde el Salomón River confluía con el río Salinas.
Se había informado que había unas tres millas, pero “Lord” era un
excelente caballo que podía salvar aquella distancia al galope sostenido.
Por eso no había salido de West City hasta una hora antes de la cita, tras
levantarse muy tarde, comer en el Harold-Hotel y salir a dar un paseo por
la ciudad, secretamente ansioso de captar algo que le indicase de dónde
había venido la intentona de asesinarle.
Todo aquello ya empezaba a interesarle.
Todo depende del temperamento del hombre. Los hay que, ante las
dificultades, ante el peligro, se amilanan y se achican. Y los hay que se
crecen y agigantan ante esos mismos problemas.
Y Warren Kohlman era de los últimos.
Su abuelo se lo había dicho, cuando se enfadaba con él:
—"Te viene de casta, Warren. En algunas cosas... ¡Desganadamente
eres como tu padre!”
En “algunas cosas” nada más, claro.
Por ejemplo, también en la mortal destreza de utilizar sus armas.
Bien estaba eso en el Oeste donde, por una fracción de segundo, uno
podía matar... ¡O morir!
“Lord” sostuvo el galope tal como se le pedía y con su agudo sentido
de orientación su amo pronto le llevó allí donde dos corrientes de agua se
fundían. Warren se puso a examinar el lugar donde le había citado la mujer
rubia, frunciendo el ceño.
Era un lugar excelente para una emboscada.
A unas treinta yardas de la orilla izquierda del Salomón River, había
un grupo de rocas desde el cual un rifle podía tronar traicionero. A la
derecha empezaba un bosquecillo a medida que los juncos se convertían en
arbustos y algo más allá, éstos, en árboles que no permitían ver mucha
distancia. La corriente era ancha al unirse los dos ríos, pero con un rifle de
largo alcance también podía venir el ataque desde la otra orilla.
Warren siguió pensando que aquello podía ser una cita en el infierno.
Cada vez estaba más seguro de una cosa: tras la medalla que le dio el
moribundo Cedric Masson se ocultaba “algo”.
"Algo” que obligaba a los hombres a matar.
Pero Warren Kohlman también era de los que cuando empezaban una
cosa, la terminaba.
Sobre todo si en ello estaba mezclada una hermosa mujer como
aquella diosa llamada Sandra Russell.
Calculó por la marcha del sol que ya eran más de la seis, pero
esperanzado su corazón le dijo:
—¡Vendrá!
Y siguió esperando allí, con mil ojos y deseando que aquello no se
convirtiera en lo que había pensado.
En una cita en el infierno...

***

El elegante Maurice Jarre vestía una de sus levitas color gris, con
ribetes negros en las solapas, en el final de la mangas y en los bolsillos. La
camisa blanca era de fina seda, con botonadura dorada que muchos
apostaban era de oro.
Otros, más desconfiados, decían que el dueño del Jarre Saloon sólo
era un fanfarrón.
Un presumido.
Pero Sandra Russell no parecía afectada por tanta elegancia. Al
contrario, parecía irritada por la inesperada visita del hombre, golpeando
nerviosamente la palma de la mano enguantada con la fusta que sujetaba la
otra.
Maurice se dio cuenta nada más entrar y, aunque siempre con finos
modales y voz parsimoniosa, indagó:
—¿A dar un paseo, mon cheri?
—¡Sí...! Tengo ganas de que me de un poco el aire.
—¡Oh, oui, mon amour! Eso siempre es muy saludable.
Y algo ladinamente, observó al instante:
—Te sentará bien para los nervios.
Sandra Russell comprendió. Maurice Jarre podría ser un hombre que
jamás se excitaba, pero era lo suficiente astuto para adivinar que ella
estaba nerviosa. Por eso replicó vuelta ya hacia él, dejando de mirar al
exterior por la ventana de su habitación en el Harold-Hotel:
—Sabes que no me gusta que me vengas a visitar aquí, a mi
habitación.
—¿Por qué no, mon petite?
—La gente habla ya demasiado de nosotros, Maurice. ¡Y deja ya de
hablar conmigo en francés! ¡Tú naciste en Boston!
—¡Pero mis queridos padres fueron franceses, mi querida Sandra! No
puedo evitar utilizar su idioma. ¿No te parece más dulce, más delicado?
La mujer rubia no quería prolongar la conversación. Calculaba que no
podría llegar puntual a la cita y temía que el alto forastero de las anchas
espaldas y mirar descarado, se cansara de esperar. Por eso nada replicó,
ansiosa de que el dueño del Jarre Saloon diera por terminada su inesperada
visita a tales horas.
No lo consiguió, porque el hombre de la elegante levita gris insistió:
—¿Qué te preocupa, mi amor?
—¡Oh, basta ya, Maurice! A veces me empalagan tus dulzuras.
—A mi me encanta prodigártelas. Y esta equívoca situación puede
terminar nada más que tú quieras.
Sandra Russell sabía perfectamente a qué se refería. Pero ella no
podía mostrarse más amorosa con él. Admitía que se estaba portando con
ella maravillosamente y que era muy difícil pedirle más paciencia. Pero al
menos, hasta que aclarase su situación y se sintiera libre, completamente
libre de un anterior compromiso que Maurice Jarre jamás debía conocer,
aquella situación equívoca a la que él hacía referencia debía seguir.
Hasta que...
—Maurice, por favor... ¡Quiero dar ese paseo a caballo!
—Bien: te acompañaré, cariño.
—¡No! —replicó ella con vehemencia.
Vio el recelo en aquellos ojos negros que conocía tan bien y al
instante aclaró, la voz más calmada:
—Prefiero ir sola.
—¡Mientes!
—¡Maurice! —exclamó la mujer rubia, extrañada por la musitada
explosión colérica del hombre tan exquisitamente educado.
—¡Oui, mon petite! Lo que pasa que ese Warren Kohlman te ha traído
pasados recuerdos “sentimentales”. ¿No es así?
—¿Por qué dices eso, Maurice?
—¿Crees que soy un estúpido, Sandra? Todos pudimos verte cuando
ese forastero te habló de Cedric Masson... ¡Y de la bonita medalla que dice
le dio para ti!
—Dije que no conocía a ese hombre.
—¡Y yo digo que por eso mientes!
Tras su nueva explosión de ira, Maurice Jarre avanzó hacia ella y
firmemente atenazó entre las suyas las manos enguantadas de la mujer. Y
su mirada dejó de ser dulce para convertirse en inquisitorial, al añadir
ronca la voz:
—¿Qué fue ese canalla para ti? ¿Por qué ese hombre te trajo su
medalla?
—¡No lo sé, Maurice! ¡Oh, por favor! ¡Me haces daño!
—¡Habla, Sandra! ¡Quiero que lo digas! ¡Que lo confieses tú misma!
—¡Pero si no tengo nada que confesar! ¡Repito que no sé quién fue
Cedric Masson!
El hombre la soltó, pero para decir con infinito desprecio en su voz:
—¡Eso es una majadería! ¡Todo Kansas sabe quién fue Cedric
Masson!
—Bueno, yo...
—Tú has oído lo que todos. ¡Que fue un canalla! ¡Un cobarde asesino
dedicado a robar y matar! Pero lo que me interesa que me digas es qué fue
lo que tuvo ese pistolero contigo.
—Te lo repito, Maurice. ¡Nada! ¡Nada absolutamente!
—¿Ah, sí, cariño?
Dejó su maliciosa pregunta colgando llena de dudas, para rebatir por
él mismo al instante:
—Entonces... ¿Cómo te explicas que por West City se descuelgue un
forastero que jamás ha estado por aquí, llegue preguntando por tu nombre,
te busque y te ofrezca una medalla al valor ganada por ese cerdo en la
batalla de Gettysburg, diciendo que el moribundo Cedric Masson se la dio
para ti?
—¡Yo qué sé, Maurice! Debió confundirse... Le diría otro nombre de
mujer y él... él...
—Y otra cosa, Sandra —insistió el hombre, implacable—. ¿Qué hacía
Cedric Masson cerca de West City? ¿Por qué estaba en la cabaña del viejo
Roger? ¿Quién le dio siete balazos allí? ¿Por qué fue incendiada la cabaña
de ese pobre trampero?
Acosada por todo lo que representaban aquellas preguntas, Sandra
Russell clavó sus grandes y verdes pupilas en las del hombre, volviendo a
exclamar:
—¡Maurice! ¿Es que... es que pretendes insinuar que yo... yo...?
—No, cariño... Sé muy bien que tú no fuiste a matarlo. ¡Pero pudiste
muy bien pagar para que lo hiciera alguien!
—¡Qué absurdo! ¿Por qué iba hacer una cosa así?
—Porque conociste a ese hombre. ¡Sé que le conociste, Sandra!
Ahora mismo me lo están diciendo tus lindos ojos.
—¿Y me eres capaz de... de...?
Repentinamente, Maurice Jarre volvió a calmarse y su voz sonó más
dulce al comentar:
—¡Oh, mon cheri! Las mujeres siempre sois extremosas, mi pequeña.
O mejores...! O terriblemente peores que los hombres!
—¿Qué quieres decir? ¡Deja ya de torturarme con tus celos!
—Quiero decir que si Cedric Masson tenía algún “secreto” tuyo...
algún “pecadillo” que deseas ocultar, al saber que estaba en la cabaña del
viejo Roger pudiste...
—¡Es monstruoso! ¡Nunca pensé que llegarías a creerme capaz de
una cosa así, Maurice!
—Verás, Sandra... No te estoy acusando de asesinar a un tipo como
Cedric Masson. ¡Era un canalla que mereció mil veces la muerte! Pero si
me molesta que no tengas confianza en mí y no me lo digas todo.
Tajante, alzando su hermoso cuello de cisne en actitud arrogante, la
mujer replicó:
—¡No te estoy ocultado nada!
Maurice Jarre volvía a ser el hombre educado y pacífico de siempre.
Y mientras arreglaba los puños de su pulcra camisa de seda, prefirió
cambiar de sistema y recordó:
—Son muchos años, Sandra... Mucho tiempo que comes mi pan y te
tengo como una reina. Te encontré donde tú sabes y te he estado teniendo
como si fueras una preciosa joya, para que un día... el día que tú quieras,
seas para mí, cariño. No he escatimado nada contigo y vives como una
gran “dama”, cantando alguna que otra vez en mi local... para justificar
algo ante la gente y piensen que ganas tu “jornal”, ¿comprendes?
—¿Vas a echármelo en cara ahora? ¡A ti es a quien le gusta que yo
aparezca alguna vez por ese antro! ¡Te gusta lucirme, Maurice! ¡Tu
vanidad te hace desear que todos los hombres te envidien!
—Bien... —admitió él con un gesto de satisfacción—. No niego que
me encanta que todos sepan que vas a ser mí esposa algún día. ¡Pero
precisamente porque serás mi mujer no debe haber equívocos entre
nosotros!
—¡Y no los hay, Maurice! ¡No los hay!
—Mira, Sandra... ¡Ya estoy harto de tus promesas! Sólo me has dado
eso. ¡Promesas!
—Seré tu mujer cuando yo vea que... que...
La mano bien cuidada de Maurice Jarre atajó con un movimiento de
cansancio al recordar, en un intento de imitar el tono de la hermosa mujer:
—¡Sí, ya sé, cariño! Te lo he oído miles de veces...
El día que te des cuenta de que me quieres tan apasionadamente como
yo o ti. ¿No ibas a decir ahora también eso?
—Una mujer no puede entregarse sin amor, Maurice. Si lo hace es
como poseer algo sin valor, algo que se obtiene por... por...
—¿Comprándolo? —ayudó él.
Las pupilas verdes buscaron las del hombre y quedaron fijas allí
eternizando los segundos. Ella conocía su poder y Maurice Jarre terminó
por encogerse de hombros con leve sonrisa en los labios al musitar, ya
camino de la puerta:
—Está bien, cariño... Perdona y ves a dar ese paseo si quieres.
También opino que calmará tus nervios.
Sandra Russell aún le siguió con la mirada cargada de reproches,
girando al verle caminar sobre sus lustrosas botas altas hacía la salida de
la habitación. Al llegar a la puerta, el hombre elegante también se volvió,
depositó un beso en su propia mano y luego sopló hacia la mujer,
sonriendo con más dulzura al desear:
—Que te diviertas, mi amor. ¡Te estaré esperando...! Como siempre.
Desde la ventana de su habitación en el Harold-Hotel, Sandra Russell
le vio atravesar la calle y caminar con su natural soltura hacia el Jarre
Saloon. No se retiró tras los visillos hasta pasados unos minutos, por si
Maurice volvía a salir y la espiaba.
Pero no pudo oír que, ya dentro de su local, al dirigirse hacia el
mostrador, Maurice Jarre alzó la mano, sus dedos chasquearon en el aire y
al instante siguiéndole como perritos falderos cuando se les ofrece el plato
de comida, dos de sus empleados fueron tras él hasta entrar en el despacho
privado del dueño del Jarre Saloon.
—Y allí, ante Lee Emmett, el hombre elegante dijo: —Sandra va a
salir a dar un paseo a caballo. ¡Seguidla!
—Sí, patrón.
CAPITULO VIII
Warren Kohlman se incorporó llevando en la mano el rifle que había
tenido entre las piernas, al oír los cascos de un caballo que se acercaba al
trote.
"Lord” también percibió la proximidad del otro animal y, al relinchar
suavemente, su amo le agradeció:
—Gracias, “Lord”; pero ya lo he oído. ¡Veremos quién es!
Se ocultó más entre un grupo de arbustos y desde allí vio avanzar a
una yegua de magnífica estampa, de remos nerviosos y larga crin flotando
al viento. El pelaje del animal contrastaba con la negra indumentaria que
lucía la hermosa amazona: pantalón negro de montar muy ajustado a sus
armoniosos caderas, botas altas y una blusa blanca abierta en el escote y
de mangas cortas, que hacía resaltar la piel morena de aquella mujer
singular, que traía todo su dorado cabello suelto sobre la espalda, también
flotando al viento al cabalgar con elegante soltura hacia allí.
Desde su escondite, Warren Kohlman siguió extasiándose ante
aquella visión que despertaba en él deseos largo tiempo reprimidos.
Olvidó que llevaba más de una hora allí anhelando aquella cita,
prolongando su silencio por el placer de mirarla y con sus ojos golosos
recrearse en la contemplación de aquel cuerpo de mujer, sueño dorado de
los hombres hecho carne.
La vio frenar su yegua, girar la cabeza hacia los lados y buscar
ansiosa con sus grandes ojos verdes que intentaban escudriñarlo todo. Un
mohín de disgusto se dibujó en aquellos labios rojos y sensuales,
entreabriendo la boca para mostrar una dentadura perfecta que invitaba a
acercarse a ella.
Como un poderoso imán que obligó a salir de su escondite a Warren
Kohlman.
Ella se asustó al oír salir al hombre con el rifle en las manos entre los
arbustos, agitándose su respiración que hacía subir y bajar el seno
femenino magníficamente dibujado bajo la tela de la blusa blanca.
—¡Oh!...
—No se asuste, pero uno debe tomar sus precauciones, señora.
Sandra Russell sintió una vez más la mirada descarada de aquel
hombre posada sobre ella, como si aquel par de ojos grises intentasen
desnudarla. Parpadeó confusa desviando su mirada de la del hombre,
desmontando por sí misma para no dar lugar que el par de grandes manos
que ya se alzaban hacia ella aprisionaran su cintura.
Warren Kohlman sonrió levemente, adivinando el mudo rechazo de
ella que comentó, recordando lo que había pasado la noche anterior en el
Harold-Hotel.
—Ya me enteré que anoche intentaron...
—Asesinarme —ayudó él.
Ella se puso a caminar hacía un grupo de rocas, molesta al adivinar
que la mirada del hombre recorría su silueta para clavar las ansiosas
pupilas en la parte más carnosa de Su cuerpo. Desde jovencita, Sandra
Russell tenía motivos para sentirse orgullosa de su anatomía. Sabía que
siempre había gustado mucho a los hombres y eso siempre les encanta a
las mujeres. Pero también siempre había creído que sus caderas eran
excesivamente ampulosas, marcadamente...
Cierta vez, una vieja amiga de su madre le había dicho:
“—Serás muy fecunda, pequeña. Las mujeres que están construidas
como tú, suelen tener muchos hijos.” Siempre recordaría que había
preguntado, con el rubor en las mejillas:
—“¿Por qué, señora Moore?”
Y la contestación de la amiga de su madre aún la dejó más confusa:
—“Porque Dios sabe cómo hacer las cosas, Sandra. Así como a los
hombres fuertes les dota de anchos hombros y tórax desarrollado para que
puedan alimentar sus pulmones con mucho aire, a las mujeres que quiere
hacer fecundas les concede un cuerpo como el tuyo, para que puedan tener
hermosos hijitos...”
Cosas de la señora Moore, claro.
Tuvo la necesidad imperiosa de volverse hacia Warren, para evitar
que la mirase de aquella forma tan posesiva. Prefirió encararse con sus
ojos tenaces y descarados, al indagar:
—¿Sabe por qué intentó matarle ése hombre?
—No... Aunque me figuró que debe estar relacionado con usted.
—¿Cómo...? —exclamó, entre molesta y alarmada.
—Así debe ser, señora... De otra forma, no veo la razón. ¡Yo jamás
estuve por aquí y mal puedo tener enemigos!
—Pero eso que dice...
—Bueno, me refería a esta medalla...
Warren Kohlman ya tenía en su mano la medalla que ofrecía a la
mujer rubia, al añadir tras el silencio de ella al contemplarla:
—¿No me dio la cita por ella, señora?
Sandra Russell apartó la vista de la medalla de oro, para indagar
inesperadamente al buscar los ojos del hombre:
—¿Por qué me llama siempre “señora”?
—¿No lo es?
Vaciló levemente antes de pestañear al negar:
—En el sentido que usted parece dar a la palabra... no... aún. ¡Pero no
tardaré en casarme con Maurice Jarre!
Warren respondió a la turbación de la mujer con leve sonrisa al
mentir:
—La felicito, señora. ¡Es un hombre muy elegante! ¡Todo un figurín!
—Me gusta como viste Maurice. Es un hombre refinado y culto... ¡Y
muy bueno!
—No voy a discutir sus cualidades, señora. ¡Usted le conocerá mejor!
—Sí... Le conozco. ¡Y desde hace años!
—Entonces... Dígale que no vuelva a lanzarme a sus “perros”. Tres de
sus hombres me provocaron en su saloon.
—Usted fue quien golpeó a Lee y a Emmett.
—Cierto, señora... Pero me di cuenta que esos dos y un pelirrojo se
habían situado de forma para lincharme allí. Y me da en la nariz que el
tipo de la noche también come el pan de la mano de su elegante
prometido...
—¡Se equivoca! Al hombre que intentó matarle anoche, nadie le
conoce en West City. El mismo sheriff dijo que era forastero.
Warren hizo un vago movimiento con las manos al opinar:
—Bueno... De todas formas pudo alquilar su revólver. ¿No cree?
—¡No! Maurice nunca haría una cosa así. Como usted mismo ha
dicho, yo le conozco bien.
—Usted sabrá, pero pudo empujarle los celos. No olvide que me vio
llegar preguntando por usted, para darle esta medalla que, a su vez, ese
Cedric Masson me dio para usted antes de morir.
Sandra Russell volvió a mirar la medalla que el alto forastero no
terminaba de entregarle, manteniéndola en la palma de su mano al
mostrársela. La mujer adelantó despacio una de las suyas, ya libre del
guante de fina piel, pero él hizo un leve movimiento de retroceso con sus
dedos al decir:
—Espere... Primero va a decirme si conoció o no a Cedric Masson.
—¿Le importa mucho eso?
—Lo bastante para darle o no esta medalla.
—Cedric le dijo que me la entregase a mí. ¡Yo soy Sandra Russell!
—No lo dudo, señora, pero... ¿Le conoció?
—Sí... —admitió ella al fin, cabizbaja rehuyendo la mirada del
hombre—. Hace muchos años.
Recordando las palabras entrecortadas del moribundo que encontró
junto a la cabaña ardiendo, Warren insistió:
—Aquel hombre me habló de... de su hijo. No le pude comprender
bien, pero... quizá quiso decirme que usted y él...
—¡Ignoro si Cedric Masson tenía un hijo! —atajó la mujer rubia,
volviendo a mirarlo, retadora.
La tenue sonrisa de Warren se acentuó en sus labios al pedir:
—Irrítese más si quiere, señora... ¡Cuando lo hace y relampaguean
sus hermosos ojos, está más bonita!
—Por favor... —cambió el tono de ella al suplicar—. No he venido a
recoger sus cumplidos.
—Lo supongo; ya tiene quién se los dé, y seguramente mucho
mejores que los míos. Su “novio” parece un refinado “caballero” que sabrá
decir cosas muy lindas a las mujeres. ¿Me equivoco?
—No hablemos más de Maurice. ¿Me va a dar esa me dalla?
—Sí... Creo que se la daré. Pero antes me gustaría saber por qué negó
ante todos que conocía a Cedric Masson.
—¡Son cosas mías! No encuentro la razón para que a usted le
interesen.
—Cierto, señora... ¡Muy cierto! Pero, teniendo en cuenta la zurra que
quisieron darme esos matones de su “novio” y el intento de asesinarme
anoche, creo que por los peligros corridos merezco un poco de su
confianza. ¿No le parece?
—Hay secretos que no se deben confiar a nadie.
—¿Ni a un tipo al que no va a volver a ver más?
Con cierta precipitación en la voz, traicionándola también su mirada
que volvía a buscar directamente las pupilas grises del hombre, la mujer
indagó:
—¿Se va a marchar de West City, señor Kohlman?
Era una delicia sentirse mirado así por aquellos grandes ojos verdes,
tan llenos de vida y ansiedad Warren Kohlman no podía recordar las
pupilas de ninguna mujer que le hubiesen atraído tan irresistiblemente
como aquel par de esmeraldas verdes, que semejaban a la vez profundos
lagos sin fondo, capaces de hundir a un hombre en la loca y apasionante
vorágine del amor.
Sí, señor. ¡Era pura delicia!
De no haberse frenado, habría buscado con sus labios ansiosos
aquella boca anhelante entreabierta ante él, para gustar la infinita dulzura
de una caricia que ya saboreaban sus ojos. Pero se contuvo y quedamente
admitió, como el reconocimiento de una derrota:
—¿Y qué otra cosa puedo hacer? A West City sólo llegué para buscar
a una mujer llamada Sandra Russell y darle esta medalla. Después de
hacerlo, nada me retendrá aquí.
—He oído que no es de Kansas...
—No, señora... Vengo desde Colorado. ¡No me gustaba estar allí!
Volvía a sonreír al confesar, aunque en tono jocoso:
—¿Qué cree, señora? ¡Yo también tengo mi “secretillo”!
—¿Le persiguen, señor Kohlman?
—¡Pisch!... Digamos que no. Pero quise vivir más tranquilo en este
estado.
Ladeó la cabeza al recordar todo lo que le venía pasando en los
últimos días y comentó, con aire divertido:
—¡Y ya ve! No lo he conseguido. Si me descuido un poco, al día de
llegar a su bonita ciudad... ¡Me matan!
Sandra Russell también había conseguido dominarse y más
tranquilamente reconoció:
—Sí, señor Kohlman: hará bien marchándose.
La mano femenina volvía a quedar extendida ante él y Warren,
comprendió, cerró los dedos de la suya sobre la medalla de oro al musitar,
intentando desesperadamente que ella volviese a clavar sus irresistibles
pupilas en las suyas:
—Se la daré, Sandra, pero...
—Diga, Warren —animó ella, también con un hilo de voz.
Era la primera vez que mutuamente se llamaban por sus respectivos
nombres. Sin saber fijamente por qué, se sentían como envueltos en un
extraño sortilegio que les obligaba a prolongar aquella furtiva entrevista,
en la soledad de un paraje totalmente deshabitado.
Quizá era por ser un hombre y una mujer, los dos llenos de vida y
anhelos en sueños no confesados.
Quizá por anhelar los dos el amor, ese loco amor que arrebata y que
no entra en consideraciones que no atañen a su propio fin. Quizá porque
aún no habiendo conocido ninguno de los dos, sabían que existía y siempre
le habían soñado.
Quizá porque sabían que nunca más volverían a verse, que sus
destinos ya estaban trazados y que jamás volverían a gozar de un instante
así.
Quizá por eso se atrevió a formular quedamente el hombre:
—Sí, Sandra... Te daré la medalla. Pero tú me tendrás que dar algo a
cambio...
—Warren, yo...
La vio impacientarse, empezar a sentirse molesta y recogerse en sí
misma y precipitadamente, para no dejar pasar el embrujo, el hombre
siguió vehemente al saber que ella había adivinado:
—¡Sí, Sandra! ¡Un beso! ¡Un solo beso tuyo y me voy! ¡Me iré para
siempre! ¡No volverás a verme más! Tu vida seguirá igual! ¡Jamás volveré
a molestarte! ¡No haré nada para cambiar los planes que tengas trazados!
¡No preguntaré si de veras estás enamorada de Maurice Jarre! ¡No intento
interferir entre vosotros! ¡Sólo quiero eso, Sandra! ¡Un beso! ¡Una sola
caricia tuya y me iré con esa infinita dulzura en mis labios, que me servirá
para siempre recordarte!
—¡Por favor, Warren! ¡Por favor!
El la había tomado entre sus brazos y la estrechaba contra su pecho,
que jadeaba al sentir el contacto de aquella carne divina de mujer que
parecía arder.
Al fin, los labios masculinos aprisionaron los de la mujer, dejándose
hundir los dos en una caricia más fuerte que su voluntad, que todos los
convencionalismos, que todos los reparos, que toda la prudencia y los
frenos que suelen atar a los humanos, haciéndoles esclavos.
Y Warren Kohlman sintió que, en lugar de una cita en el infierno
como no hacía mucho había pensado, aquello era una cita en el cielo.
¡En el Paraíso!
CAPITULO IX
Cuando Warren Kohlman logró dejar libre aquella boca, los grandes
ojos verdes de Sandra Russell siguieron cerrados, pero sus labios sonreían
dulcemente como los de una niña a la que se le ha dado el mejor regalo.
El también se sintió niño y musitó al oído de la mujer:
—¡Te adoro, Sandra!
—¡Oh, Warren!... ¡Creí que ya nunca podría ser feliz!
—¡Sandra! ¿Qué dices, chiquilla?
—Tú no sabes el infierno que ha sido mi vida. Después de lo de
Cedric Masson me conformaba con... —se interrumpió al leer mil
preguntas en los ojos del hombre, aunque siguió—. Luego conocí a
Maurice, me cuidó como si fuera su hija, me llenó de lujo y yo... ¡Yo
estaba dispuesta a conformarme con eso! Pero ahora...
Pareció recuperarse y mirando al paisaje musitó de pronto:
—Se está haciendo tarde. ¡Bebo regresar!
—No, Sandra. ¡Espera un poco más! ¡Tenemos que hablar de muchas
cosas!
—Ya lo haremos, Warren. Pero ahora, no. Maurice sabe que salí a dar
un paseo y temo que...
—¡Sandra! ¡No puedes dejarme así!
—Es mejor, cariño. Tú no te irás... ¡Sé que ya no te irás y los dos
seremos muy felices!
—¡Está bien! Toma al menos tu medalla.
—¡Ah, sí! —pareció recordar ella.
La guardó en las profundidades de aquel escote tentador, caminando
hacia su yegua blanca al decir, sonriendo:
—Te lo contaré todo, Warren. ¡Tú debes saberlo todo!
—¿Por qué no ahora?
Coquetamente procuraba poner en orden sus cabellos dorados como
el trigo, exclamando entre divertida y feliz;
—¡No seamos locos, mi vida! Te prometo que lo sabrás.
—¿Qué debo saber, Sandra?
Ya desde la silla, clavando con amor desde la altura del caballo sus
grandes ojos verdes en él, confesó:
—El “terrible secreto” de Sandra Russell. ¡Verás entonces que nada
tengo que reprocharme!
—No me importa tu pasado. ¡Me importa el presente! Nuestro
presente y el porvenir.
—Precisamente por eso debemos ser prudentes. ¿Me esperas mañana
aquí?
—¡Mañana! —protestó él con desilusión—. ¡Falta un siglo, para
mañana, Sandra!
—No seas niño, mi amor. ¡Aunque me encanta que lo seas!
Antes que Warren Kohlman pudiera impedirlo, ella ya estaba
taconeando a su yegua blanca y el nervioso animal inició el trote como una
exhalación. Al poco la vio desaparecer entre los árboles del bosque no
lejano a la orilla del Salomon River en su confluencia con el Salinas,
quedando con el brazo alzado como si ella aún pudiera ver su saludo da
despedida.
Y entonces sí.
Entonces sí fue cuando aquella cita se convirtió en un infierno...

***

Dos disparos de rifle tronaron y Warren Kohlman sintió cómo ardía la


piel de su mano izquierda alzada en la despedida.
Se lanzó velozmente sobre los juncos húmedos junto a la orilla del
río, dejando que su cuerpo rodase por la suave pendiente hacía la corriente
de agua, intuyendo por instinto que los rifles seguirían tronando para
vaciar sus recámaras sobre el sitio donde le habían sorprendido.
Y no se equivocó.
Sintió el zumbido de nuevas balas chocar contra la tierra que poco
antes le había sostenido, anunciándole que de no haberse apartado de allí
le habrían cosido con plomo.
—¡Malditos sean! —bramó mirándose la mano dolorida.
Afortunadamente, si sangraba en abundancia la bala sólo había
pasado rozándole y arrancándole un buen trozo de piel junto al dedo
meñique. Dejó de rodar para no hundirse en la corriente del río,
tendiéndose de bruces con el rostro hundido en la tierra húmeda próxima a
la orilla, al oír los pasos de un hombre que se acercaba.
Lo primero que vio de él al avanzar entre los juncos fue el cañón de
su rifle, para al próximo paso distinguir ya las manos asesinas que le
empuñaban. Por lo visto se acercaba agachado, tomando sus precauciones
por si sus disparos no habían sido tan certeros como esperaba.
Pero si avanzaba para comprobarlo, se daría una buena sorpresa.
Warren Kohlman siguió inmóvil, aparentemente con los ojos cerrados
la mejilla izquierda apoyada sobre la húmeda orilla, escuchando al agresor
gritar:
—¡Está aquí! ¡Tendido!
Una voz áspera llegó desde más lejos al ordenar:
—¡Remátale!
El ruido inconfundible del rifle que volvía a ser recargado le
galvanizó, obligando a que todos sus músculos quedasen tensos como
cuerdas de guitarra. Interiormente se dijo que sólo disponía de dos o tres
segundos, el tiempo que aquel hombre emplearía para enfilar su arma
asesina contra él.
Y actuó.
Afortunadamente y aunque tal cosa había sido lo que le disgustaba a
su abuelo, Warren Kohlman había heredado de su padre una fulminante
rapidez al utilizar sus armas. No tuvo más que ladearse para dejar libre la
mano derecha que ya empuñaba su “Colt” 45, bajo el cuerpo, cuando se
dejó caer para fingirse muerto.
Y el muerto fue el otro.
Dos balazos segaron su vida, antes de que pudiera darse cuenta de lo
que pasaba.
Le vio venir rodando hacia él por la pendiente, apartándose para que
no encontrase obstáculo y el cadáver terminase por hundirse en la
corriente del río, impetuoso allí al unir el Salinas su caudal con el
Salomón River.
Y al instante, volviendo a mirar hacia arriba, una lejana exclamación
de sorpresa:
—¡Diablos, Remy! ¿Qué fue ese disparo de revólver?
Warren guardó silencio volviendo a su inmovilidad, temiendo que si
se acercaba el otro ya no pudiera fingir que estaba sin vida, para permitirse
el placer de segar la del otro fracasado asesino.
Pero al no recibir respuesta del compañero, aquel hombre no se
acercó. Al poco, el batir de los cascos de un caballo furiosamente sobre el
terreno, le anunció que su otro enemigo huía.
Había adivinado y él quería salvarse.
Warren Kohlman se incorporó, trepando con rapidez por la pendiente
para intentar identificar al menos a uno de sus dos atacantes. Pero sólo
alcanzó a ver las espaldas de un hombre que huía velozmente, llevando de
la brida otro caballo que le seguía.
—La montura del otro —pensó Warren—. No quiere que por el
caballo les pueda identificar.
Al pensar esto volvió la cabeza hacia la corriente del rio,
arrepintiéndose de haberse apartado para que el cuerpo del hombre que
mató y bajó rodando hacia él, se hundiera en las revueltas aguas.
—¡La hice buena! —masculló entre dientes—. Ahora cualquiera le
encuentra.
Encontró el arma que al caer muerto el individuo había soltado. Era
un rifle con el cañón recortado, ya muy gastado por el uso a juzgar por lo
bruñida que del tacto tenía su culata. Un arma extraña, pero que a su dueño
le debía gustar así, para que sus disparos fueran más destrozadores.
—Ya no la usará más —volvió a musitar Warren, cargando con ella
para regresar junto a su caballo.
Se alarmó al ver que “Lord” no estaba donde él lo había dejado. Pero
al poco rato, un relincho amistoso a su espalda le anunció la treta del
inteligente animal al que jamás ataba ni dejaba trabado:
—¡Ah, bribón! Te alejaste nada más ver acercarse a ésos. ¡Pero
pudiste avisarme, “Lord”.
De pronto, “Lord” dejó de cabecear el hombro de su dueño al ver que
quedaba muy serio. No podía adivinar que Warren empezaba a pensar en la
mujer y en que, forzosamente, debía haber oído los dos disparos cuando
iniciaron el ataque para matarle.
—¡Diantre! ¿Será cosa de ella?
Al instante se arrepintió recordando sus caricias, dulcificándose su
gesto al exclamar:
—No... ¡No puede ser! Hay cosas que no pueden fingirse y Sandra...
Pero entonces... ¿Por qué no ha vuelto a ver si me ha pasado algo? ¡No
podía estar tan lejos!
A la memoria, un nuevo consejo de su abuelo:
“Hay mujeres, que cuando te están besando piensan en nuevos
engaños, hijo. ¡Huye de ellas!”
—¡Imposible! Sandra no puede ser una de esas diabólicas criaturas de
las que me hablaba el abuelo. Pude leer perfectamente en sus bellos ojos
que era feliz estando junto a mí y todas sus palabras, todos sus suspiros...
¡Leñe! ¿Será verdad que en el fondo soy un ingenuo?
Se sentía irritado con él mismo.
Por lo que pensaba, y por lo que no se atrevía a pensar. Al fin de
cuentas, solamente ella sabía que acudiría a la cita que le dio. Y el ataque
había llegado “precisamente” cuando ella se alejó sobre su briosa yegua
blanca...
—¡Y llevándose esa condenada medalla!
Su caballo parecía mirarle como si intentase comprenderle y, tal
como era su costumbre le habló, acariciando la noble cabeza del animal:
—¿Qué te parece a ti, “Lord”? Lo que sí podrías asegurarme es que
las yeguas no se portan como nuestras mujeres, ¿verdad, amigo? Ellas son
más naturales, más instintivas y francas, aunque Sandra... ¡Canastos!
También me pareció instintiva y sincera.
Lo mejor era regresar a West City e intentar aclarar todo aquello.
Sólo podía temer una cosa: que a la tercera fuese la vencida.
Dos atentados fallidos por pura suerte, pero... ¿Y al tercero? ¿De
dónde venían los golpes? ¿De aquel elegante de Maurice Jarre? ¿De la
propia Sandra Lee?
—¿Qué se esconde tras todo esto, “Lord”?
Montó sobre el fiel amigo, refunfuñándole:
—Sí, sí... Tú mucho mover las orejas de un lado a otro, mucho agitar
la cabeza, pero no me ayudas. Veremos si el sheriff me dice algo, cuando
le muestre este rifle con el cañón recortado. Puede ser una pista, lo mismo
que el nombre que le oí al tipo que logró huir: a su compadre le llamó
Remy... ¿Pero Remy, qué más? ¿Y por qué matarme si es cosa de Sandra,
si ya le di la medalla?
Nuevamente, como cuando se hizo una serie de preguntas ante el
cadáver de Cedric Masson al poco de darme la dichosa medalla que debió
ganar en Gettysburg, las respuestas podía sólo encontrarlas en un sitio: En
West City.
Y cabalgó hacia allí.
CAPITULO X
El grueso sheriff le miró de pies a cabeza al terminar de hablar y
preguntó:
—Dígame, Kohlman... ¿Atrae usted a la muerte?
—Al contrario, señor Shepard. Creo que todavía no ha llegado mi
hora. Todo lo más que consiguieron es herirme un poco en esta mano.
—Vaya al doctor Nielsen. Le pondrá un vendaje mejor que ese
pañuelo que se ha hado ahí.
—Lo que me importa es saber quién fue. Mejor dijo, como esta vez
eran dos, ¿quiénes fueron y quién les paga?
—¿Apunta hacia Maurice Jarre? —intervino el comisario Joe Engle,
que estaba presente.
Warren Kohlman le miró tan fijamente sin replicar, que el ayudante
del sheriff opinó, añadiendo:
—Se equivoca, amigo. ¿Qué interés puede tener el señor Jarre en
matar a un forastero, al que nadie conoce por aquí?
—Olvida algo, Joe, yo traje algo para Sandra Russell, su “novia”.
—Y yo le aseguro que ese rifle con el cañón recortado que dice
encontró donde le atacaron, no pertenece a ninguno de los empleados del
dueño del Jarre Saloon.
—¿Ninguno de esos empleados se llamaba Remy?
—No... —volvió a intervenir el grueso sheriff—. Y en la ciudad
siempre hay muchos forasteros, para intentar averiguar nada. Son gente
que van de paso por West City; esto es un nudo ferroviario y...
El comisario Joe Engle parecía que no podía olvidar el golpe que
aquel hombre le dio nada más entrar en su oficina y conocerse, por lo que
dijo con cierta intención:
—¿Qué diablos hacía usted, ya cerrando la noche, en Salomón River,
junto a la confluencia del Salinas?
Warren Kohlman se había callado lo de la cita con Sandra Russell.
Por eso mintió con aplomo y algo de sorna:
—Pescar, comisario.
—¿Sin caña?
—Pescaba cangrejos.
—¡No hay cangrejos en el Salomon! ¡Nunca los hubo!
—Ya ve usted, Joe... Como yo no soy de aquí, pues... Gracias por
advertírmelo y no volveré a perder más tiempo. ¡Me pirro por una buena
sopa de cangrejos!
—Pues pudo encontrar un par de balas allí...
—Me temo que, en algún revólver de esta ciudad, a estas horas
alguien estará destinándome nuevos cartuchos, al saber que regresé vivito
y coleando.
—Warren...
Se volvió hacia el sentado sheriff:
—¿Qué, señor Shepard?
—¿Por qué no se larga de una vez?
—Lo que son las cosas, sheriff. ¡Cambié de idea! Ahora me quedo.
El representante de la ley en West City, arrugó los labios, y refunfuñó;
—¡No me gusta, muchacho! Ya nos ha “obsequiado” con dos
cadáveres.
—Supongo que el enterrador me lo agradecerá. ¡Lástima que no pude
traer el segundo! Le arrastró la corriente del río.
El comisario Joe Engle volvió a terciar, encogiéndose de hombros:
—Bueno, Kohlman... ¡Eso es lo que nos ha contado usted!
—¿No cree en mi historia, comisario?
—Ahora ya es muy tarde, pero mañana iré a echar un vistazo por allí.
¡Ya averiguaré si es cierta!
—Al menos encontrará los cartuchos vacíos de éste chisme y dos
casquillos de mi revólver.
—Posiblemente encuentre “algo” más...
Warren le miró fijamente, pensando;
“¿Sabe este sabueso que tuve la cita allí con Sandra? Es posible que
encuentre las huellas de su yegua blanca y...”
Pero en voz alta sólo manifestó:
—Yo voy a ver si también encuentro “algo”. ¡Pero en el Jarre Saloon!
Pese a su gordura, Dam Shepard se levantó con prontitud, ordenando:
—¡Warren! ¡Le prohíbo que entre en ese local!
—¿Cómo dijo, sheriff? ¿Oí bien?
—Bueno... Sé que no puedo prohibírselo. No hay ninguna ley que
impida a un hombre echar unos tragos donde quiera. Pero le aconsejo que
busque otro establecimiento. Precisamente en West City nos sobran garitos
y....
—Me gusta ése, señor Shepard. A lo mejor tengo suerte y oigo cantar
a una mujer llamada Sandra Russell.
Malicioso, el comisario Joe Engle le recomendó a su jefe:
—Déjele, señor Shepard. Es posible que allí le pongan las cosas más
difíciles. Maurice Jarre no es hombre que se deje birlar la dama.
Recordando, Warren Kohlman volvió a encararse con aquel hombre,
al exclamar:
—¿Ah, no, amigo?
—¡No!
—De acuerdo: pues ya saben dónde estoy... ¡Si es que averiguan algo!
Se caló el sombrero de alas anchas y salió seguido por la mirada de
los dos representantes de la ley.

***
Entraba por segunda vez en aquel local, y ahora no lo hacía
precisamente porque tuviera sed.
Con disgusto, en el Harold-Hotel se había enterado que Sandra
Russell había ordenado llevar todas sus cosas al edificio del Jarre-Saloon,
trasladándose a vivir allí, seguramente para vivir con aquel elegante
Maurice que presumía de ser su novio.
A Warren, esto no le había gustado. Sobre todo después de tener en
sus brazos a la bella mujer y soñar por un momento que sería para él.
Aquel traslado le confirmaba que se había burlado de él, atrayéndole solo
a aquella cita para que le mataran. Para quedarse con la condenada
medalla y que así su flamante novio no se enterase que ella había admitido
conocer a Cedric Masson.
Y la única manera de aclarar las cosas, era yendo a donde Sandra
Russell ahora estaba.
Ya era algo tarde, pero el local seguía animado. Lo comprobó al
cruzar los batientes y caminar hacía el largo mostrador, donde el mismo
barman de los grandes mostachos engomados se afanaba en servir a los
clientes que se agolpaban allí.
Por segunda vez, Warren Kohlman se dijo que el negocio no le debía
ir mal a Maurice Jarre.
Desde la primera vez que escuchó su voz bien timbrada con ligero
acento francés, aquel hombre no le gustó. Quizá por verle tan elegante
junto a la mujer rubia, quizá porque intentó forzarla para que ella se
quedase delante de todos la medalla, quizá porque intuyó que, al ser el
dueño de aquel establecimiento, fue él quien lanzó a sus empleados a los
que tuvo que golpear.
Ahora, su profunda antipatía por Maurice Jarre estaba acentuada por
dos motivos más. El era el único que debía haber intentado por dos veces
eliminarle y, además, él vivía en aquel edificio donde últimamente se
había trasladado a vivir Sandra.
Al caminar hacía el mostrador notó que su presencia había sido
descubierta por tíos rostros que ya conocía. Per Lee Thompson y por
Emmett Hurt, los dos guardaespaldas del dueño al que él había golpeado.
El pelirrojo Cassius Frazier también convergió hacia él, cerrándole el paso
los tres matones, aunque sin decir palabra.
Los parroquianos empezaron a darse cuenta de la expectante actitud
de los tres empleados que Maurice Jarre tenía en su establecimiento para
guardar el orden. Algunos, prudentemente abandonaron sus asientos y
prefirieron salir del local. Los más curiosos se conformaron con
replegarse, atentos a lo que pudiera estallar allí.
Al fondo, sobre el escenario, las coristas parecían seguir
evolucionando mostrando sus encantos, al compás de la misma musiquilla
que Warren ya escuchó al entrar la primera vez allí.
¿O era otra?
De todas formas, todas se parecían como gotas de agua y en último
caso eso le importaba muy poco.
Llegó un momento en que, si Warren seguía avanzando hacia el
mostrador, tropezaría con los tres hombres que estaban plantados ante él.
No quiso apurar del todo la distancia y antes de dar los últimos pasos,
indagó:
—¿Tendré que abrirme paso a tiros, “señores”?
Aquello era no perder el tiempo y apostar fuerte. Era tanto como
avisarles que si no se apartaban, antes de llegar junto a ellos seguiría hacia
el mostrador cómo fuera. Podía darse el caso que los tres se achicaran y la
cosa terminaría allí. Si no era así, tendría que cumplir su amenaza.
¡Y lo haría!
Fue Lee Thompson el que decidió al hablar, secundado por la firme
actitud de sus compañeros:
—¡Inténtalo, pichón!
—¡Lo voy a hacer!
—Y nosotros lo impediremos. Nos pagan para vigilar esto. Si un
cliente resulta molesto, a la calle y en paz.
La musiquilla había cesado y el grupo de coristas ya no cantaba. El
silencio se había hecho absoluto y parecía pensar en el aire. No es que un
duelo resultase en West City cosa inusitada, pero todos los presentes
adivinaron que ni los tres empleados de Maurice Jarre cederían, ni aquel
alto forastero, tampoco.
Y la “cosa” era de tres a uno.
Prometía ser un digno espectáculo.
A no ser que aquel forastero fuera un auténtico gun-man capaz de
tumbar con sus balas a sus tres enemigos.
Las pupilas de los cuatro hombres se achicaron, atentas a observar los
mínimos movimientos. Todo se resolvería en fracciones de segundo, pero
mientras los de veloz acción llegaban, los que se iban consumiendo eran
realmente los que se antojaban siglos.
Warren Kohlman creyó disponer de mucho tiempo para pensar
muchas cosas, o fue que su mente trabajó velos. Al ver la actitud de
aquellos tres hombres, ya no tenía duda de que era Maurice Jarre quien le
deseaba ver muerto. Y si sus empleados habían fallado por dos veces,
ahora, por aquel fútil motivo de no dejarle llegar hasta el mostrador,
buscaban la tercera oportunidad,
Una buena jugada.
Le lanzaba sus tres mejores pistoleros y allí, delante de todos y de
una forma “legal”, por una riña que parecía personal, al fin se desharía de
él.
Por un instante Warren Kohlman pensó que todo aquello era absurdo.
Se iba a jugar la vida, con muchas probabilidades de perderla, tan sólo
porque al elegante Maurice Jarre desde el primer momento él le resultó
antipático al llegar a West City, preguntando por Sandra Russell, su
“novia”.
Por su parte, aquella pelea ya inevitable, no resultaba tan absurda. A
él le habían intentado asesinar varias veces y, si quería llegar al culpable,
antes tendría que barrer aquel escollo.
Tres escollos: Lee Thompson, Emmett Hurt y el pelirrojo Cassius
Frazier.
Bien... ¡Lo intentaría!
Los brazos de los cuatro hombres ya estaban arqueados, las manos
engarfiadas cerca de las respectivas culatas de sus armas. Seis revólveres
contra uno que lucía el hombre que estaba frente a sus tres enemigos. Pero
Warren pensó fugazmente en otras circunstancias parecidas, en la que le
sobraron tres balas de las seis de su cilindro en aquella ocasión.
Si ahora conseguía la misma marca, seguiría viviendo.
Ya viviendo la tragedia, adivinando que los segundos fatales llegaban,
nadie respiraba y el silencio se hizo absoluto. De un instante a otro las
armas empegarían a ladrar.
Pero entonces, inesperadamente, la música volvió a sonar y una voz
que todos reconocieron gritó desde el escenario de las coristas:
—¡Atención, amigos! ¡Esta noche voy a cantar!
CAPITULO XI
Luciendo un vestido de seda verde generosamente escotado, con los
brazos y la espalda sin cubrir y un enorme abanico de plumas de avestruz
en una de sus manos, la sonrisa de Sandra Russell parecía más sugestiva
que nunca desde el escenario.
La seda de aquel vestido se pegaba a su escultural cuerpo de una
forma diabólica, resaltando cada una de sus perfecciones físicas en una
actitud marcadamente provocativa. Las luces de las candilejas le
iluminaban centrando el foco en aquella mujer, que con aires
desenvueltos, descocada, aún repitió para reforzar la sugestión de su
poderoso influjo, como si fuera ajena a lo que todos los presentes habían
estado temiendo:
—¡Acercaos! ¡Esta noche cantaré todo lo que me pidáis, amigos! ¡A
beber y a divertirse!
La tensión había quedado rota.
Y la elección era simple. De ver un duelo a muerte, la cosa pasaba a
poder contemplar a la mujer más arrebatadoramente hermosa que vivía en
West City.
Los cuatro contendientes casi se vieron arrollados por los alocados
clientes que, corriendo a ocupar los sitios de preferencia, se lanzaron al
asalto de las mesas y las sillas más próximas al escenario. Warren
Kohlman tuvo que emplear todas sus fuerzas para no ser atropellado en el
suelo, luchando a brazo partido con aquella riada humana que se les vino
encima. Por su parte, sus tres oponentes perdieron la cerrada formación
que firmemente habían mantenido ante él.
El alboroto resultaba indescriptible, pero entre los “¡hurras!”, los
“¡bravos!” y demás gritos de aliento hacía la mujer que se disponía a
cantar en el escenario, Warren creyó reconocer una voz con ligero acento
francés que le dijo:
—Ha tenido suerte, “amigo” Warren.
Giró la cabeza para mirar a Maurice Jarre que le sonreía por debajo
de su negro bigotito bien cuidado. Tuvo ganas de reventar aquellos labios
sobre los blancos dientes que también le mostraba con uno de sus puños,
pero de haberlo intentado, no habría podido. Los clientes del local aún
seguían pasando ante él por ambos lados, corriendo a ocupar los puestos
que quedaban para oír la canción prometida de Sandra Russell.
Cuando quedaron como olvidados, Warren buscó los ojos llameantes
del dueño del local y al fin pudo responder:
—La suerte ha sido de usted, Jarre. Le habría dejado sin sus tres
“perros”.
—¡No me diga! Lee y Emmett son muy rápidos. ¡Y no quiera saber lo
peligroso que resulta Cassius con un arma en sus manos!
Warren señaló hacia el escenario donde la canción dulce y melodiosa
de Sandra ya empezaba a cautivar a la clientela, protestando:
—Entonces... ¿Por qué ha preparado ese "número”?
Maurice Jarre pareció extrañarse mucho al señalarse a su blanca
camisa de seda blanca, contestando con otra pregunta:
—¿Yo...?
—¡Sí, usted, Jarre! No creo que su “novia” salga a exhibirse así, sin
su permiso.
—¡Pues lo ha hecho! Y ha debido ser para salvarle a usted...
Warren Kohlman le miraba aún más fijamente como si no llegase a
comprender, cuando le oyó añadir, cambiando su voz que se hizo triste:
—Por eso le dije que tuvo suerte...
Warren lo olvidó todo y, debido a su estatura, pudo ver por encima de
las cabezas de los reunidos a Sandra Russell cantando y evolucionando con
gracia sobre el iluminado escenario. Sonreía mientras de sus labios
brotaba la canción, abanicándose al compás con aquel enorme abanico de
plumas de avestruz que picaronamente cubría su cuerpo, para por unos
instantes permitir que su generoso escote fuese contemplando por los
ávidos ojos de los hombres.
Estaba realmente muy hermosa.
Recordó el incitante calor de aquellos labios de mujer junto a los
suyos y sintió que una oleada invadía todo su ser. Sobre todo, al creer
captar la mirada de Sandra que, aunque no dejaba de moverse sobre el
escenario, por más que cambiase de posición parecía prendida en la suya y
le sonreía.
Le sonreía, aunque, por sus mejillas, unas lágrimas rebeldes la
traicionaban.
Sí ahora comprendía la intención de aquella singular mujer.
Había irrumpido así en el escenario, para llamar la atención de todos
e impedir el duelo.
Un duelo en el que él habría llevado la peor parte.
A Warren se le aflojaron los nervios y ya no tuvo ganas de pelear. El
mundo le parecía maravilloso y la vida mucho mucho más. ¿Para qué
matar o morir, si en la Tierra existían criaturas así? ¿No era mejor...?
—Warren...
La voz bien timbrada con ligero acento francés al pronunciar las
erres, volvió a reclamar su atención. Pero le sonreía a Maurice Jarre
cuando giró la cabeza hacia él inquiriendo:
—Sí, señor Jarre.
—Salga conmigo fuera.
—¿Cómo?
El dueño del local le miró con infinito desprecio de pies a cabeza al
dudar:
—Supongo que no me tendrá miedo.
—¿Eh? ¿Pero qué le pasa ahora?
—Usted y yo tenemos que arreglar cuentas.
—Eso pensaba hace un instante, pero...
Los tres matones estaban acercándose y Warren creyó comprender.
Maurice Jarre no se daba por vencido y ahora, si aceptaba su reto, entre los
cuatro le balearían fuera con suma facilidad.
Pero no podía achicarse. No podía permitir que aquel figurín
presumido y elegante le...
La voz de Maurice Jarre volvió a sorprenderle al decir, como si
adivinase sus recelos:
—No tema. Lee, Emmett y Cassius se quedarán aquí. Esto lo
resolveremos entre usted y yo.
—Patrón... —empezó a objetar Lee Thompson.
—Me has oído bien, Lee —le atajó Maurice.
—¡Pero este tipo es peligroso! —terció a su vez el pelirrojo Cassius.
—El señor Kohlman aceptará las reglas del juego. ¿Vamos fuera?
Warren Kohlman miró por un instante a los tres empleados, se
encogió de hombros y tras fruncir los labios señaló al dueño del local,
como excusándose por lo que creía sería un encuentro fácilmente ganado
por él —dijo:
—Ya lo oís, chicos... ¡Si él lo quiere así...!
Y los dos salieron fuera del Jarre Saloon.

***

El callejón estaba muy oscuro debido a que la luna aquella noche


jugaba al escondite con las nubes.
Estaban en la parte posterior del edificio y la voz de Maurice anunció.
—Quítese el revólver, Kohlman. ¡Le voy a dar con los puños la
lección más dura que ha recibido en su vida! Warren sonrió en la
oscuridad, manifestando al fin:
—No sea niño. ¿A qué viene esto?
Su rival sólo dijo un nombre:
—¡Sandra!
Warren nada replicó y de nuevo le escuchó decir, mientras se aflojaba
el cinturón con el arma:
—Usted llegó aquí con su aire de fanfarrón y ha hecho que esa mujer
ya no se resigne a ser mi esposa.
—Pero yo...
—¡Calle, Kohlman! ¡Tiene que oírme! —casi le ordenó.
—¡Adelante, amigo! Desahóguese antes.
—Lo haré ahora y al final, cuando le haya triturado con mis puños su
bonita cara.
—¿Bonita? —exclamó con cierta burla—. Ni mi abuelo que era un
bendito, jamás me vio guapo.
—Pero usted sabe bien que resulta atractivo para las mujeres. Lo sabe
y ha hecho lo posible para interesar a Sandra.
—Yo sólo vine a West City porque...
—¡Sí! Lo sé bien... A darle una condenada medalla de otro hombre
que esa mujer tuvo en su vida.
—¿Es eso lo que le ha hecho odiarme, hasta el extremo de intentar
varias veces atentar contra mi vida, Jarre?
—Yo no he atentado contra su vida. ¡Ni piense que he mandado a mis
hombres hacerlo!
—¿Ah, no? Entonces... ¿Quién?
—Es cuenta suya. Pero Sandra será mía y a usted le voy a dejar que
ninguna mujer podrá mirarle a la cara sin sentir náuseas en el estómago.
—Está muy seguro de sus puños, amigo. ¡Yo no confiaría tanto!
—Al final lo verá. No crea que me asusta porque sea un gigantón.
Antes de soltar el cinto con el arma, mirando a todos lados intentado
penetrar en la oscuridad del callejón con sus pupilas, Warren receló:
—¿No será una bonita trampa todo esto?
—No... ¡Le doy mi palabra de honor!
—No me haga reír, Jarre. ¿Qué “honor” puede tener un tipo que se
dedica a explotar un negocio como el suyo?
—¿Qué quiere? ¿Que me dedique a marcar vacas, como cualquier
vulgar cow-boy?
—No es deshonroso. Yo he sido vaquero durante mucho tiempo.
—Ya no podrá. La gente huirá cuando le vea el rostro.
—¡Y dale con mi cara! ¿Por qué no empieza ya?
—Antes quiero que sepa esto, Kohlman... El que pierda esta pelea se
irá de West City...
Hizo una pausa mientras se despojaba de su elegante levita, antes de
apremiar al arrojarla al suelo:
—¿Acepta?
—¿Y no le parece que, en todo caso, es a Sandra a quien le toca
decidir?
—No quiera jugar con ventaja, Kohlman. Usted sabe muy bien que
Sandra ya ha decidido. Yo le prohibí esta noche salir a cantar, pero lo hizo.
¡Y fue para evitar que mis hombres le mataran!
—Entonces...
—Pero conozco bien a Sandra. Sé que es muy impresionable, pero
esto le pasará. Yo puedo darle una vida digna, lujo, comodidades y...
—¿Y amor, Jarre? ¿Se ha preguntado si puede darle el amor que esa
mujer necesita?
—Vuelve a fanfarronear. ¿O es que se cree más hombre que los otros?
—No, pero usted lo ha dicho antes. Sandra me ha elegido a mí.
—Le pasará cuando no le vea más por aquí. Usted y esa condenada
medalla han venido a remover su pasado, haciéndole soñar al tiempo con
el porvenir. Pero yo, Kohlman... ¡Yo soy el porvenir de Sandra Russell!
¿Lo entiende? He esperado mucho y ahora, ni usted ni nadie me la quitará.
Ya empezaban a habituarse a la oscuridad y Warren vio como aquel
hombre esgrimía los puños en una perfecta postura de boxeador,
incitándole:
—¿En guardia, Kohlman?
—Por mí... ¡Cuándo quiera, Jarre!
Y la pelea empezó.
CAPITULO XII
Minutos después, Warren Kohlman no se explicaba cómo aquel
hombre había podido llegar tantas veces a golpear su rostro con aquellos
hábiles puños, duros y dolorosamente expertos en castigar.
También le dolían los costados, el cuello y el estómago, donde, de vez
en cuando, como si fueran martillos pilones, los nudillos de Maurice Jarre
castigaban una y otra vez, en golpes repetidos y veloces.
Cierto que un par de veces él había podido conectar sus puños y le
había lanzado al suelo por la contundencia de sus golpes, pero Maurice
Jarre parecía a la par estar hecho de goma, ya que el instante volvía a
tenerle ante él, dando vueltas, fintando con excelente esgrima, esquivando
sus ataques y, a la vez, con una velocidad asombrosa, sabiendo encontrar el
hueco de su guardia para volverle a castigar.
Warren sintió que sangraba por la boca, la nariz y las cejas,
empezando a pensar si sería cierto que le iba a dejar con todo el rostro
desfigurado. Tal pensamiento le enfurecía y redoblaba en sus ataques,
lanzándose en tromba contra el rival que siempre lograba librarse de sus
golpes.
Era como si bailase.
Y aquella danza, al tener que perseguirle, aún le fatigaba más.
Llegó un momento en que claramente intuyó que perdería aquella
descomunal pelea. Warren había sostenido muchas luchas con sus
poderosos puños en distintos sitios de Colorado, pero jamás había estado
ante un consumado experto que parecía conocer perfectamente el arte del
pugilismo.
Sin ninguna clase de dudas, Maurice Jarre habría pagado muy bien
por aquellas lecciones.
Y ahora, la “lección” se la estaba dando a él.
Le encorajinó aún más pensar que si era vencido tendría que
marcharse de West City, dejando en manos de su odiado rival a Sandra.
También le enfurecía pensar que, aunque lo había negado, aquel hombre
había atentado contra él. Cuando le invitó a salir del Jarre Saloon creyó
que la pelea sería a tiros y de haber sido así la cosa habría resultado más
fácil para él.
Pero aquel refinado descendiente de aristócratas había elegido el
terreno que más le convenía.
Aun así, Warren Kohlman se dijo que era preciso vencerle.
Hizo acopio de todas sus fuerzas y se lanzó en tromba, agitando sus
largos brazos como aspas de molino, si no con el buen estilo de su
oponente, aquella vez sí que con eficacia. Por mucho que su rival se
esforzaba en esquivarle con sus hábiles y rápidas fintas, le resultaba
prácticamente imposible parar aquella auténtica lluvia de golpes.
Warren casi lanzó un rugido de loca alegría al lograr conectar su puño
derecho sobre el mentón de Maurice Jarre, viendo como le levantaba del
suelo y dejaba de bailotear ante él. No quiso desaprovechar la ocasión y
lanzó una vez más el puño izquierdo, para “cazarle” en pleno vuelo y
arrojarle al suelo a dos metros de distancia.
El dueño del Jarre Saloon quedó tendido sin sentido y Warren se
acercó a él jadeante. Su pecho resoplaba como el fuelle de una vieja fragua
y no pudo oír unos pasos que se acercaban por el otro extremo del callejón.
Pero si pudo oír el siniestro silbido de dos balas que pasaron rozando
su oreja izquierda, obligándole a lanzarse al suelo como si realmente le
hubiesen abatido.
Gateó por el suelo, buscando a tientas el cinto con el revólver que él
sabía había dejado caer por invitación de Maurice Jarre por allí. Sus
manos, ansiosamente tropezaron con la chaqueta de su rival, pero esto le
hizo orientarse y siguió buscando.
Tres disparos más llegaron entretanto del final del callejón,
orientándole los fogonazos. Creyó distinguir las piernas de un hombre
muy abiertas en compás, situado allí al tras luz, empeñado en alcanzarle
con sus balazos.
Al siguiente, tras el ruido inconfundible del gatillo al caer sin
encontrar cartucho que disparar, la sombra decidió huir velozmente al
comprender que había terminado la carga de su cilindro.
Warren había encontrado su revólver y se lanzó a una persecución
veloz, sintiendo que su visibilidad era poca. Se debía a la sangre que fluía
de sus dos cejas laceradas y de un brusco manotazo quiso aclarar su visión.
¡No necesitaba alcanzar a aquel hombre!
Al doblar el edificio vio que desembocaba en la calle principal de
West City, precisamente donde estaba la entrada del Jarre Saloon. No vio
al misterioso agresor, pero sí a un tropel de hombres salir del local al
ruido de los disparos.
Del grupo se destacaron tres hombres que al instante reconoció.
Eran Lee Thompson, Emmett Hurt y el pelirrojo Cassius Frazier. Y
uno de ellos gritó, como para justificar lo que pensaban hacer:
—¡Miradle! ¡Ha matado al patrón!
Warren comprendió: estaba visto que, tarde o temprano, su destino
era batirse con aquellos tres hombres.
Las distancias fueron acortándose, pero aún quiso evitar la nueva
lucha para la que no se sentía bien preparado. Si visibilidad seguía siendo
dificultosa, aunque tenía una pequeña ventaja de su parte: los tres
avanzaban por el porche iluminado hacía él mientras que su silueta salía
de las sombras:
—¡No! ¡Esperad! Jarre ha quedado en el callejón y un hombre...
—¡Sucio cobarde! —bramó la voz de Lee.
Fue el primero que llevó sus zarpas hacía las culatas de sus
revólveres y, por lo tanto, el primero que reclamó su atención. Warren traía
su arma en la mano y decidiendo aprovechar todas las circunstancias de
aquel encuentro solo dedicó una bala para él, ya que al instante tuvo que
variar el cañón del revólver para dirigir la siguiente hacia el pelirrojo.
Pero Cassius Frazier llegó a disparar, aunque sin encontrar su blanco
por caer hacia adelante en el instante mismo que presionaba el índice
sobre el gatillo.
La segunda bala de Warren Kohlman le había astillado la frente.
El que sí le habría “cazado” habría sido Emmett Hurt, a no ser porque
a las espaldas de Warren Kohlman se dejó oír el ladrido de un “Derringer”.
Warren intuyó un enemigo más y giró veloz nada más ver doblar las
rodillas a Emmett, para quedar con el humeante revólver apuntando al
hombre que menos podía esperar:
—¡No, Kohlman! ¡No dispare! ¡Soy yo!
También sangrando por la nariz, con su elegante camisa de seda
blanca sucia y desgarrada y el “Derringer” en la mano, Maurice Jarre
siguió avanzando hasta llegar a la zona más iluminada.
Warren era un experto en armas y sabía que en aquel “Derringer” que
empuñaba sólo quedaba una bala. Y no utilizaría contra él, ya que la
primera estaba claro que la disparó hacia su empleado.
Aunque resultase incomprensible que Maurice Jarre hubiese
disparado contra Emmett Hurt.
—Fue una cobardía —dijo simplemente al llegar ante él—. ¡Tres a
uno!
—Pero usted...
—He querido demostrarle que no era cosa mía, Kohlman. ¡No sé
cómo esos tres cobardes decidieron enfrentarse a usted!
—Oyeron unos disparos en el callejón y...
—Yo también los oí. Su zurdazo me dejó medio inconsciente, pero vi
cómo le atacaban.
La gente se arremolinaba en torno a ellos, haciendo mil conjeturas y
cábalas al verlos en aquellas trazas. Nadie dudaba que se habían estado
pegando y, sin embargo, ahora...
Warren aún quedó más sorprendido al sentir una de aquellas manos
que tanto le habían castigado tocar su espalda, al invitar:
—¿Quiere entrar a lavarse un poco, Kohlman?
—¿Eh?
Maurice Jarre seguía al parecer con sus buenos modales de puro
“caballero”. Pero contrariamente a lo que esperaba, a Warren aquella
actitud inexplicable más pronto le irritaba. Todo podía ser una astuta
“escena” preparada por aquel hombre de mente despierta, para quedar
como todo un “señor” ante los vecinos de West City y ante la propia
Sandra Russell.
—No, gracias. Iré al hotel.
—¿Qué le pasa, Kohlman? ¿No tiene un sentido deportivo de la vida?
—Le diré, Jarre... Yo no soy tan bien “educado” como usted. Prefiero
lamerme las “caricias” que me ha dado solo.
Maurice Jarre sonrió al decir, señalando:
—Se lo advertí, amigo. Esas cejas tardarán en curar.
—¿Y qué me dice de su nariz? Me apuesto un dólar a que quedará
chato..
Alguien del corro avisó:
—¡Ahí viene el sheriff!
Warren tocó a su vez el antebrazo de su rival, anunciándole:
—Se lo dejo a usted, Jarre. Sabrá explicarle mejor las cosas. ¡Voy al
hotel!
Y empezó a escabullirse entre los comentarios de los curiosos.
CAPITULO XIII
—¡Se lo dije, Kohlman! Usted atrae a la muerte.
—Supongo que Maurice Jarre ya le habrá explicado cómo pasaron las
cosas.
—¡Sí, sí! Pero sigue sin gustarme esto, muchacho. ¡Aún no sabemos
quién diablos está deseando la muerte de usted! Desde que se descolgó por
aquí, ya ha sufrido tres atentados.
Warren Kohlman no parecía escuchar al sheriff con mucha atención.
De ves en cuando tocaba su cara tumefacta, pese a que la hinchazón de las
cejas había bajado bastante desde la noche anterior con aquellas horas
seguidas de sueño. Dam Shepard se dio cuenta y exclamó:
—¡Buenos se pusieron los dos!
—Jamás lo habría creído, señor Shepard. ¡Ese condenado pega duro!
—¿Sabe que está haciendo las maletas?
Warren dejó de tantear su cara y exclamó, aquella vez vivamente
interesado:
—¿Quién, el dueño del Jarre Saloon?
—Así, esta noche mismo, después de mi visita cerró el trato con
Samuel Ross, el que también es dueño de la cantina de la esquina. El señor
Jarre le deja su local a muy buen precio.
—¡Diablos! ¿Y a dónde va?
—No lo sé. Me dijo que había dado su palabra de honor de abandonar
West City si perdía la pelea y...
Warren volvió a tantear sus cejas doloridas y comentó:
—No creo que esto sea perder una pelea. Yo le noqueé, pero él me
zurró bien.
De pronto quedó pensativo, para exclamar al poco:
—¡Diablos! Si Maurice se va, ella... Sandra.
—¡Eh! ¿Dónde va?
El grito del sheriff ya le pilló en la puerta de la oficina y desde allí
anunció:
—¡Al Jarre Saloon!
—¿Más peleas? ¿No han tenido bastante?
—Al contrario, sheriff. Ahora voy a dialogar. Maurice tendrá que
decirme si realmente no fue él quien pagaba para que me matasen.
—Creo que anoche, delante de mucha gente le defendió, ayudándole
cuando ya Emmett le iba a disparar.
—Cierto, y me extrañó mucho. Pero pudo hacerlo para silenciarlo y
que nunca pudieran descubrirle. Vio que yo ya había terminado con los
otros dos y quizá calculó que era mejor obrar así para quedar como todo
un “caballero”. ¡Esa es su manía!
Lo que Warren no dijo, pero sí iba pensando mientras caminaba a
buen paso por la calle, es que también tenía que aclarar su situación con
Sandra Russell. Todavía no había podido olvidar que cuando ella le dio la
cita en la confluencia del Salomon River con el Salinas, allí también le
habían atacado al poco de marcharse ella.
Al verle entrar, el barman de los artísticos mostachos engomados se
alarmó. Pero Warren hizo un gesto amistoso y se limitó a preguntar:
—¿Dónde está el dueño?
—¿A quién se refiere? ¿Al antiguo, o al actual?
—A Jarre... A Maurice Jarre.
—En su despacho. Entró un tipo que me dijo le quería hablar de
negocios y está hablando con él.
Warren miró el local, vacío a hora tan temprana al indagar:
—¿Dónde está el despacho?.
—Arriba, la tercera puerta a la derecha, pero no creo que ahora... ¡Eh!
¡Le he dicho que tiene una visita!
Warren no hizo caso y siguió subiendo las escaleras. Cuando llegó al
rellano enfiló el pasillo para buscar la tercera puerta. Fue a llamar con los
nudillos, pero se contuvo al escuchar una voz áspera que amenazaba:
—Usted elige, reina. O esa medalla o les dejo “fríos” a los dos.
Lo que más le alarmó a Warren fue la voz de Sandra Rusell, que
replicaba:
—¿Por qué quiere esa medalla? ¡La ganó mi marido en la guerra!
Quedó paralizado, lleno de estupor y a la par do alarma. Era fácil
adivinar que el visitante que el barman le había anunciado no solamente
amenazaba a Maurice Jarre, sino también a la mujer que estaba con él.
Y esa mujer era a la que él amaba.
Apretó los puños al pensar que sería una locura forzar la entrada de
aquella puerta. Si realmente les amenazaba, les estaría encañonando con
un arma y su llegada podía resultar peligrosa para Sandra. Por otra parte,
al oír nombrar la medalla de oro, vivamente se interesó. Por fin podría
saber qué diablos pasaba con aquella medalla que él había recibido de
manos del moribundo Cedric Masson.
Buscó un escondite, pero desde el cual pudiera seguir vigilando
aquella puerta. En el largo pasillo, al otro lado y casi frente al despacho,
vio una puerta y sin dudar la abrió; era uno de los reservados de lujo del
Jarre Saloon y una vez dentro, atisbando por la rendija, continuó esperando
con los nervios de punta.
Al fin la puerta del despacho se abrió y la misma voz áspera dijo:
—Sin jugarretas, señora Masson. A la menor tontería dispararé.
—Pero le he dicho que tengo la medalla en mi habitación. ¡Tengo que
ir a buscarla!
Era la voz de Sandra Russell, a la que aquel hombre llamaba “señora
Masson”.
Por la rendija, los vio salir a los tres. Delante iba Maurice Jarre con la
nariz aún bastante hinchada, ropa limpia y siempre tan elegante. Luego
salió Sandra y detrás de la mujer, empuñando uno de sus “Colt”, un
hombre que no le fue del todo desconocido.
Pero en aquel instante, Warren no pudo recordar donde había visto su
feo rostro. Estaba más atento a lo que tenía que hacer y, afortunadamente
para él, el individuó llevó a punta de pistola a los dos hacia el fondo del
pasillo.
No tuvo nada más que salir y situarse detrás de él, una vez les dejó
pasar a los tres. Por un instante temió que le traicionarían las espuelas y
por eso actuó veloz.
El golpe que descargó con la culata de su revólver sobre la nunca de
aquel hombre, era muy capaz de dejar sin sentido a un búfalo. Le dejó
desplomarse al suelo alfombrado del pasillo, lanzando un grito sordo que
hizo volver la cabeza a Maurice y a Sandra.
Los dos le miraron sorprendidos, con los ojos muy abiertos.
—¡Warren!
—¡Kohlman!
Sandra clavó en él su dulce mirada, pero al instante sus pupilas
verdes parecieron examinar el rostro algo hinchado por los golpes de
Warren. Un mohín compasivo apareció en sus labios al musitar:
—¡Qué locos! ¡Cómo os habéis puesto!
—Eso no tiene importancia ahora Sandra —manifestó Maurice,
volviéndose a su rival al indagar—. ¿Qué diablos hace usted aquí,
Kohlman?
Warren señaló al suelo, donde "dormía” al hombre golpeado:
—Ya lo ve, Jarre. ¡Salvarle el pellejo! ¿Qué buscaba este tipo?
—La medalla que me diste —aclaró la mujer.
—¡Dichosa medallita, Sandra! ¿Tanto vale?
—No lo sé, Warren. Para mí... sólo sirvió para desenterrar mi pasado.
Había quedado cabizbaja, pero Warren buscó una de sus manos y tras
el contacto de aquella piel pidió:
—De todo eso tenemos mucho que hablar, Sandra. ¡Recuerda que lo
prometiste!
Malhumorado, Maurice Jarre pidió, ya inclinándose sobre el hombre
inconsciente:
—Dejen de hacerse arrumacos y ayúdeme, Kohlman. ¿No quería
saber quién estaba una y otra vez atentando contra usted? ¡Pues aquí tiene
a uno de ellos!
—¿Cómo?
—Deje de asombrarse y le llevaremos al sheriff. ¡Este pájaro lo
tendrá que cantar todo en la jaula!
EPILOGO
El hombre confesó llamarse Kurly, sin poder dar ningún apellido.
Sencillamente, no los tenía porque jamás había conocido a sus padres.
Se derrumbó al verse encerrado en la celda y, tal como había dicho
Maurice Jarre, “cantó” de plano una vieja historia que se remontaba a
muchos años atrás.
Hacía tiempo que había conocido a Cedric Masson, cuando el famoso
bandolero condecorado en la guerra, fue a cumplir una de sus condenas a
prisión; Entonces, él y dos amigotes más que se llamaban Glen y Remy,
hicieron buenas migas con Cedric Masson y entre los cuatros prepararon la
fuga del penal.
Les urgía huir de aquella prisión, porque Cedric Masson les confesó
un secreto si es que le ayudaban a huir. El trato quedó cerrado y entonces
Cedric les mostró una medalla de oro que orgullosamente les dijo había
ganado por su valor en la batalla de Gettysburg.
Aquello no tenía mucha importancia, a no ser porque dentro de la
medalla que Cedric Masson había conseguido vaciar hasta convertirla en
una cajita secreta, guardaba algo de mucho más valor: un papel que
quedaba oculto una vez las dos caras de la medalla volvían a quedar
encajadas.
Y el papel contenía un plano que valía varios millones de dólares.
Aquel mapa indicaba el sitio exacto donde, durante la guerra, un tal
mayor Alexandre Gilroy había escondido las joyas de muchas grandes
damas del Sur que él había ido saqueando según el ejército del Norte iba
tomando por asalto las ciudades.
Cedric Masson había conocido al mayor Alexandre Gilroy también en
el penal, pero próximo a morir preso de unas fiebres malignas le confió su
secreto y el papel con el mapa. Cedric Masson estuvo consumiéndose en el
penal, sin ver la posibilidad de huir de allí hasta que más tarde fue cuando
conoció a Kurly, a Glen y a Remy.
Pero si la fuga les salió bien, más tarde el traidor de Cedric Masson
les dio esquinazo a sus tres compadres, que le persiguieron hasta la cabaña
del viejo trampero Roger Carel.
A partir de aquí, Warren Kohlman ya entraba a tomar parte en la
confesión de Kurly.
Ellos dejaron por muerto a Cedric Masson junto a la cabaña que
incendiaron, pero más tarde se enteraron que un tal Warren Kohlman
estaba en West City preguntando por la esposa de Cedric Masson para
darle una medalla.
Les vino de perlas ver que, nada más llegar, por los celos de Maurice
Jarre, aquel Warren tenía que reñir con sus hombres en el, saloon.
Pensaron que aquello les convenía pues, cuando le mataran para recuperar
la codiciada medalla, todo el mundo crearía que había sido el dueño del
Jarre Saloon quien ordenó su muerte.
Desde entonces, no le perdieron de vista.
La primera intentona la realizó Glen, pero tuvo mala suerte la noche
que intentó acuchillar a Warren en la habitación del Harold-Hotel.
Luego, le vieron cabalgar hacia el Salomón River y le siguieron,
probando suerte Kurly y Remy por segunda vez, cuando la muchacha se
alejó tras aquella cita que tuvo con ella.
Allí, junto al río, Warren Kohlman había matado a Remy.
El último intento fue la noche que Maurice Jarre retó a Warren a
pelearse en el callejón trasero a su local.
Cabizbajo, Kurly confesó que también falló por la oscuridad reinante,
y que por eso se había decidido a visitar a Maurice Jarre en su despacho,
pidiéndole que llamase a Warren Kohlman para quitarle la medalla. Creyó
tener más suerte que las otras veces al verle acompañado de Sandra
Russell, y al oír que al hablar de la medalla ella le decía que no la tenía ya
Warren, sino ella.
Luego, otra vez su mala suerte...
Cuando terminó de firmar su larga declaración, alzó los ojos
mortecinos para mirar a Warren Kohlman y rugió entre dientes:
—¡Es usted un diablo!
Warren ya recordaba dónde había visto por primera vez a aquel
hombre. Fue al salir del Jarre Saloon, cuando estaba allí con otros dos e
intentaron trabar conversación con él, felicitándole por los golpes que
había dado a Lee Thompson y a Emmett.
Al salir con Sandra de la oficina del sheriff, Warren se sinceró con la
mujer:
—Tienes que perdonarme, cariño. Hubo un instante que llegué a
pensar que al darme tú aquella cita...
—No tiene importancia, Warren. Era lógico que lo pensaras. Pero yo
no me atreví a volver al oír los disparos, porque Maurice estaba muy
furioso conmigo. ¡No quería verme envuelta en más complicaciones!
—¿Pensaste alguna vez en serio casarte con Maurice?
—Antes de llegar tú a West City, lo había pensado. Siempre se portó
muy bien conmigo y ha tenido mucha paciencia.
—¿Cuándo le conociste?
—Cuando yo estaba desesperada, porque a Cedric Masson le había
metido en prisión. Yo me había casado con Cedric casi siendo una niña:
entonces él presumía de héroe con su flamante medalla y creo... creo que
me deslumbró.
—Sigue, Sandra.
—Luego... ya tarde me enteré que era un canalla, pero íbamos a tener
un hijo.
La mujer caminaba cabizbaja, pero Warren comentó, sin darle
importancia:
—Es lo natural.
—Tuve que criar a Mike sola y pasé muchos apuros. Cuando nuestro
hijo murió, Cedric seguía en el penal y me encontré muy sola. Pero decidí
que jamás sabría de mí y en un viaje conocí a Maurice, que me dijo venía
a West City a poner un negocio. Le vi tan elegante, tan respetuoso
conmigo y siempre tan educado, que acepté trabajar en su saloon, pero sin
prometerle que llegaría a ser su esposa.
Habían llegado ante el Harold-Hotel y sin decidirse a entrar la mujer
exclamó:
—Yo no me podía casar con Maurice, estando ya casada con Cedric,
¿comprendes?
—Sí, Sandra, pero tú jamás te atreviste a decírselo a él.
—No, porque temí que ya no me considerase igual. Maurice siempre
me decía que, hasta que yo no me decidiera, él nunca me forzaría a nada.
Pero cuando llegaste tu preguntando por Sandra Russell sin conocerme, y
para darme una medalla de parte de un hombre, él...
Warren no hizo caso de la interrupción de la mujer y amablemente
invitó:
—¿No entras, Sandra? Quiero que hoy sea el primer día que comamos
juntos.
Anhelante, mirándole directamente a los ojos ella quiso saber:
—¿El primer día has dicho, Warren?
—Sí, cariño. Luego lo haremos siempre, cuando nos casemos.
—¡Warren!
—¿Te extraña?
—No, pero... ¡Oh, Dios mío! ¡Soy tan feliz al fin!
—Lo seremos los dos, Sandra. El destino nos ha juntado y no vamos a
luchar contra él.
—No, Warren, no. ¡No más luchas, mentiras ni enredos!
—Pues entra. ¡Encargaré un menú especial!
Lo hizo y los dos comieron con buen apetito, no dejando de hablar
por tener que contarse muchas cosas. Solamente al pedir la cuenta Warren
quedó un tanto preocupado por si subía mucho, debido a que no llevaba
mucho dinero encima.
Pero el camarero los sorprendió anunciándoles:
—Están invitados. Un caballero ya pagó la cuenta.
Los dos quedaron gratamente sorprendidos, mirándose a los ojos.
Creían adivinar y Warren preguntó al camarero:
—¿Un caballero con la nariz algo averiada?
—¡Exacto, señor! ¡El mismo! Y también medio...
Parecía dudar al mirar al hombre sentado ante la bella mujer, hasta
que decidió terminar y sacó un sobre que entregó a Sandra, excusándose al
mirar a Warren:
—No sé si debo ahora...
—Es lo mismo, no se preocupe. Ella terminaría leyéndome esa nota.
Sandra Russell ya había rasgado el sobre y tras leerlas le ofreció las
breves líneas que la mano diestra de Maurice Jarre, había trazado allí con
excelente letra.
—Dice que en su familia siempre se han casado con auténticas
“damas” y que yo...
—¡Qué tontería! —exclamó divertido Warren Kohlman—. ¡Tú eres
una auténtica dama! ¡La más hermosa y la más pura de las mujeres para
mí, cariño!
—Gracias, amor mío. ¡Haré que siempre sigas pensando así!
Y Warren Kohlman adivinó en los bellos ojos de su futura esposa, que
Sandra Russell cumpliría su palabra...
FIN
Table of Contents
CAPITULO PRIMERO
CAPITULO II
CAPITULO III
CAPITULO IV
CAPITULO V
CAPITULO VI
CAPITULO VII
CAPITULO VIII
CAPITULO IX
CAPITULO X
CAPITULO XI
CAPITULO XII
CAPITULO XIII
EPILOGO

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