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Naturaleza
de la Revelación
En los temas precedentes hemos hablado del proceso de la revelación, es decir, del modo
como ésta ha tenido lugar y se transmite en la historia. De ahora en adelante, y desde una
perspectiva aún más teológica, nos adentraremos en la naturaleza de la revelación, teniendo en
cuenta su carácter dialogal, es decir, su relación con Dios como su fuente y el ser humano como
su destinatario.
Por su relación con Dios, la naturaleza de la revelación depende de la realidad del misterio,
y más estrictamente, del misterio trinitario, del cual derivan la libertad (el amor) y la gratuidad de
la revelación salvadora. Por parte del hombre, la naturaleza de la revelación se plantea a partir
de las realidades fundamentales de su ser: la naturaleza histórico – corpórea y su razonabilidad
que, junto al acontecimiento, la palabra, la verdad y la experiencia, son los elementos con los que
la existencia humana se teje. Todo esto sustentado en la realidad básica del “ser humano”
llamado a la comunión con Dios y necesitado de salvación.
Sin embargo, así como no han de ser separadas, creación y salvación no han de ser
confundidas. El texto conciliar compagina la idea de la dualidad de los órdenes con la idea de la
unidad de la acción divina regida por la palabra, y se produce un enlace dialéctico entre
proctología y soteriología: “Queriendo abrir el camino de la salvación eterna, se manifestó
además (insuper) a sí mismo, desde el principio, a los primeros padres. Y después de su caída
los levantó a la esperanza de la salvación con la promesa de la redención” (DV 3).
La conclusión a la que lleva esta relación distintiva es que la revelación de Dios es libre y
don de amor, y no está en el orden del puro acto creado: el único ser humano que ha existido es
el que ha sido llamado a la comunión con Dios, el hombre dotado no solamente de la razón que
forma parte de su naturaleza, sino el que es destinatario de la revelación.
La revelación manifiesta que el ser humano es creado con un destino sobrenatural, aunque
ese destino es don gratuito, con una gratuidad distinta a la de la misma creación. Sin la revelación,
este destino no sería propiamente conocido y el hombre ignoraría lo más profundo de su ser, que
acabaría siendo un enigma sin solución. Por el puro hecho de ser “humano“, el hombre tiene un
deseo que no puede interpretar plenamente, y que en último término es deseo de Dios. La
revelación de Dios le da a conocer el origen de ese deseo en el don gratuito de la llamada de
Dios a la filiación, interpreta esa llamada y muestra el modo de realizarla. Ese deseo de Dios es
el que actúa como motor en la búsqueda de un acceso a Dios en el llamado conocimiento natural
de Dios.
ha dado gratuitamente, de forma que no existe ningún hombre privado de ella. La revelación
forma parte de esa salvación iniciada por Dios y que culminará, después de la caída, con la
redención realizada por Cristo, en quien Dios manifiesta al hombre que Él es su salvador, le da a
conocer que su fin es llegar a la intimidad divina, y le descubre cuál es su verdadera realidad (cf.
GS 22).
La revelación forma parte de la salvación, pero no se identifica con ella. Dios no condiciona
la salvación de forma absoluta a la aceptación de su revelación en Cristo. La revelación no ha
llegado de hecho a todos los hombres, mientras que la voluntad salvífica universal de Dios
alcanza a todos sin excepción: todo hombre está llamado a la comunión con Dios. Por tanto, la
salvación es más amplia que la revelación, y afecta, al menos como vocación sobrenatural,
también a quienes no han recibido el Evangelio, ni han oído hablar de Cristo. ¿Cómo tiene lugar
esa salvación?. Como se verá más adelante, esa salvación va unida a una manifestación de Dios
al hombre, y no es independiente de la aceptación o rechazo de esa manifestación: “Los que
inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios,
y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por
el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (LG 16).
A su vez, Cristo es el único nombre en el que el hombre puede salvarse (cf. Hch 4, 12). Si
esto es así, todos, aún los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo, se salvan por
medio de Él ya que hay una “misteriosa relación” entre Cristo y todo hombre (GS 22). Aunque
pueda darse la salvación sin revelación, en el hombre hay inscrito un dinamismo que se
manifiesta como apertura, como interrogante y como espera de una respuesta, de un saber que
no puede provenir del propio espíritu.
Por tal motivo, la revelación es inmediatamente salvación para la inteligencia, pues libra al
conocimiento del riesgo del error en las cuestiones últimas del saber y de la realidad. Además de
librar del error a la inteligencia, también, en Cristo, le ofrece la Verdad, es decir la respuesta a
todas las preguntas e interrogantes últimos del hombre. La revelación como “respuesta”, como
fuente del sentido último de la existencia, está en la base de la dimensión sapiencial del
conocimiento de fe, y forma parte del fundamento sobre el que se apoya la credibilidad de la
revelación.
La revelación representa el aspecto cognoscitivo de la salvación. Por tal motivo, podemos
decir que la salvación es auténticamente “humana” sólo si el hombre conoce la “verdad de su
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salvación”, es decir, que Dios le salva: “La revelación del misterio de Dios es la revelación del
misterio de nuestra salvación; ella es la verdad salvífica fundamental y central de la fe cristiana,
cuyo contenido central afirma que Dios Padre se ha acercado y comunicado definitivamente a
través de Jesucristo, su Hijo, en el Espíritu Santo. La revelación ilumina la historia de la salvación,
da el sentido profundo de los hechos, descubre la presencia y la acción de Dios en la historia. Sin
la revelación la salvación de Dios se confundiría con una causalidad puramente humana o
histórica, con una acción determinada por otras acciones humanas, sin más sentido ni valor que
el puramente histórico.
El carácter primariamente teologal de la salvación se basa en el hecho de que ella
comienza con una revelación que Dios hace de su propia acción salvadora: es Dios quien salva,
y no el hombre quien se salva a sí mismo. Al atestiguar este hecho, la revelación pone de
manifiesto la densidad del hombre y “de su misterio” (GS 22). El ser humano puede “salvarse” a
sí mismo de peligros y de males, pero solamente se salva en su totalidad cuando es redimido,
cuando es liberado de la raíz de todo lo que le esclaviza, que es el pecado. Aquí se muestra el
límite de lo que el hombre puede hacer por sí mismo: no puede autojustificarse, sino sólo abrirse
a la justificación de Dios aceptando por la fe su revelación. De este modo, la revelación de Dios
ilumina la existencia humana, orienta la vida moral y le abre perspectivas de autocomprensión.
El ser humano se entiende plenamente sólo a la luz de Cristo.
Por su parte, el ser humano puede colaborar a esa salvación que viene de Dios. En ese
sentido, el hombre se salva sólo si quiere: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San
Agustín). La creación y la llamada del ser humano son acciones esencialmente gratuitas, pero la
salvación definitiva sólo tiene lugar si el hombre se convierte en interlocutor de Dios y cooperador
de su gracia. El inicio de la justificación, de la salvación del hombre (initium humanae salutis) se
da cuando se acepta la revelación de Dios mediante la fe. Y al comienzo que es la fe le deben
seguir las obras en las que la fe se encarna.
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cf. Sab 13,1; Sal 8; 19,1-2; 104; Eclo 18; 39; 43; Hch 17,24-29.
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pero contingentes: llevan en sí un clamor del Ser del que proceden, y del que reflejan un vestigio
en virtud de la semejanza por la que imitan algo de su perfección.
El Nuevo Testamento señala que la revelación de la creación está orientada hacia la
revelación de Jesucristo, Mediador de la creación y de la reconciliación, y meta de toda la
creación. Él es la “palabra” por medio de la cual fueron hechas todas las cosas, la luz verdadera
que ilumina a todo hombre (Jn 1, 3.9). En Él fueron creadas todas las cosas: es antes que toda
la creación y todas las cosas tienen en Él su consistencia (cf. Col 1, 16s.). En Jesucristo, Dios
“nos eligió antes de la creación del mundo” y, en la plenitud de los tiempos, Él es constituido
Cabeza de todo lo que hay en el cielo y en la tierra. Todo esto significa que la automanifestación
de Dios en la creación tiende a integrarse en la revelación de Cristo.
A la luz de la Sagrada Escritura puede hablarse, por tanto, de una cierta revelación de
Dios por vía natural. Esta “revelación natural” responde a una auténtica iniciativa de Dios, de
modo que no es sólo la consecuencia de un estado de cosas: Dios ha querido dejar un testimonio,
una huella de sí en la creación.
- Por un lado, El Concilio Vaticano I pareció establecer una diferencia al distinguir entre la
naturaleza del conocimiento de Dios por vía natural y la revelación de Dios por vía
sobrenatural. Por otro lado, sin embargo, llegó a llamar a la revelación sobrenatural como “alia
via”, es decir, “otra vía”, dando a entender cierto paralelismo entre revelación “sobrenatural” y
manifestación en la naturaleza.
- Esta enseñanza del Vaticano I intentaba responder al fideísmo y al racionalismo del tiempo.
Debido a su desconfianza en las posibilidades de la razón, los fideístas sólo admitían, como
único medio de conocer a Dios, una enseñanza positiva recibida por revelación y transmitida
por tradición. Por su parte, el racionalismo, en forma de criticismo kantiano o de positivismo,
afirmaba que la razón humana era incapaz de llegar a un conocimiento cierto de Dios.
- Para superar el escepticismo religioso de ambas corrientes, y basándose en la Sagrada
Escritura, el Concilio Vaticano I llegó a afirmar la cognoscibilidad racional de Dios: sólo si el
hombre puede conocer naturalmente a Dios, se puede dar el paso siguiente y “llamar al
hombre un ser religioso” (CEC 28).
Sin embargo, el conocimiento natural de Dios no es exclusivamente racional. La búsqueda
de Dios por el hombre “exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su
voluntad, “un corazón recto” y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios”
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(CEC 30). Las llamadas “pruebas de la existencia de Dios” o “vías para acceder al conocimiento
de Dios” no deben entenderse en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino
en el sentido de “argumentos convergentes y convincentes que permiten llegar a verdaderas
certezas” (CEC 30). Estas “vías”, que tienen como punto de partida la creación, son el mundo
material y la persona humana (cf. CEC 32-35).
Entre conocimiento natural y sobrenatural de Dios no hay oposición radical: La “revelación
natural” precede lógicamente a la revelación sobrenatural. A ella le corresponde una función de
presupuesto: sólo si el hombre tiene ya una noticia de Dios, puede hablarse de revelación
sobrenatural, y discernirla por sus características propias.
- El luteranismo rechazó la posibilidad de que el hombre sea capaz de llegar a Dios por medio
de la creación. Él oponía la theologia crucis a la theologia gloriae: la primera contendría la
auténtica revelación de Dios que tiene lugar en la Cruz de Cristo; la segunda, en cambio, sería
la “teología de los filósofos”, según la cual Dios sólo se expresa en lo perfecto: infinitud,
impasibilidad, etc. Lutero resuelve esta tensión negando, en la práctica, el conocimiento
natural de Dios, tal como lo hizo en sus inicios Karl Barth y Eberhard Jüngel y la teología
protestante contemporánea. Esta postura, coherente con la naturaleza de la fe y con la
antropología protestante, lleva a la teología dialéctica, en la que Dios y el mundo aparecen
como términos opuestos y, en consecuencia, se rechaza la analogía entis.
- Para la teología católica, en cambio, el “Dios revelado” no se muestra como antagónico con
el “Dios de la razón”. Una pretendida oposición entre el Dios de los filósofos y el Dios cristiano
sólo se puede admitir en un sentido metodológico: Si el conocimiento natural, que nunca es
una pura posición humana, puede llegar a admitir la posibilidad de un Dios personal, libre y
trascendente al hombre, la revelación sobrenatural nos muestra a ese Dios como Dios-amor
y, a partir de Jesucristo, nos descubrirá el modo preciso de cómo se han de entender
teológicamente los atributos del Dios de la razón.
que se sitúa el acontecimiento que decide sobre el presente, ni tampoco fuera del tiempo. Esta
revelación de Dios en la historia, en cambio, es un acontecimiento localizado en el tiempo y en el
espacio, en un contexto cultural y lingüístico determinados: Dios se hace presente en la historia
humana por su acción y su palabra, en un momento concreto. Por lo mismo, esta intervención de
Dios no tiene lugar en un modo indistinto y común, como en la naturaleza, sino de modo personal
y particular. Tampoco responde a modelos o arquetipos de un modo mítico primordial, ni se
constituye en una pura experiencia subjetiva o en una relación inmanente del sujeto consigo
mismo fuera del tiempo. La revelación atestiguada por la Biblia presenta lo decisivo para el
presente como una serie de sucesos concretos de la historia: historia de Israel (origen, éxodo,
destierro…) y, sobre todo, historia de la vida de Jesús de Nazaret.
La presencia de la palabra y de la acción de Dios en la historia, y particularmente la
presencia del Verbo encarnado, tienen lugar en la común historia humana. La historia es el
“medio” de la revelación, la cual se presenta como tal revelación en la historia y como historia. Al
mismo tiempo, la revelación no se confunde con la historia, sino que mantiene una reserva
respecto a ella. Esto significa que, en el seno de la historia de los hombres, acontece una historia
“santa”, una historia de salvación. A través de acontecimientos históricos, Dios realiza su designio
salvador y, por caminos diversos, conduce a la misma historia hacia su culminación en Dios
mismo. Estos acontecimientos no tienen por qué ser necesariamente hechos milagros, sino que
para muchos hombres puede tratarse de hechos corrientes de la historia. Si se conoce que en
ellos Dios está actuando es porque los mediadores de la revelación conocen la actuación de Dios
y explican el sentido de los hechos a los llamados a creer.
Esta propiedad histórica de la revelación divina implica un acontecer marcado por la
libertad. Es una iniciativa libre de Dios que persigue no sólo una respuesta provisional, sino una
relación estable con el ser humano, una “alianza”, lo cual presupone a su vez que el hombre es
un interlocutor libre. Por eso, la revelación de Dios es un acontecimiento plenamente personal,
distinto de todo lo que brota de la necesidad. Esto presupone que el hombre ha sido creado como
persona libre. La existencia personal del hombre es condición necesaria para esa comunicación.
Esa existencia y esa libertad se despliegan en la historia que es el lugar del acontecer libre. En
la historia puede ocurrir lo singular, lo nuevo, lo que no ha sucedido nunca. Y del acontecer de la
historia no se puede disponer, porque cada uno se ve confrontado con la libertad de los demás,
de la que no se es dueño y que, en cambio nos afecta. Así se entiende la relación íntima entre la
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revelación, como autocomunicación de Dios, y la historia. Para que la revelación, como acontecer
libre y del que no se puede disponer, afecte al hombre, ella debe darse en las condiciones y en
el ámbito de la historia.
La revelación en la historia implica un proceso continuo y progresivo. Por tener lugar en la
historia y como historia, pero sin confundirse con ella, la revelación no se da en un punto único
del tiempo, sino más bien mediante una sucesión de intervenciones discontinuas. La revelación
es un acontecimiento progresivo. Las intervenciones de Dios que hacen crecer el acervo, y la
claridad y profundidad de su autocomunicarse, constituyen una historia de la revelación, en la
que, como dice Hb, Dios ha hablado de varias maneras a través de los profetas, y en los últimos
días lo ha hecho por el Hijo.
Siendo que la revelación es histórica, ella se expresa en la cultura, con categorías y
lenguaje de las sociedades concretas. Por tal motivo, para expresar más claramente el sentido
literal de los textos bíblicos, es necesario profundizar en el conocimiento del mundo hebreo, de
modo que sea posible formular una interpretación exegética lo más ajustada posible a la realidad
histórica tal como puede ser hoy conocida.
creación. Para los bienaventurados, el único límite de su conocimiento será el de su propia finitud,
pues comprenderán tanto como les sea posible, pero nunca completamente: “Hay misterios cuya
ciencia está reservada a Dios, no solamente en este mundo, sino incluso en el mundo futuro, a
fin de que Dios tenga siempre que enseñar y el hombre tenga siempre que aprender de Dios”
(Santo Tomás). Ampliando esta perspectiva marcadamente, podemos afirmar que el misterio de
Dios Trinidad encierra en sí mismo una profundidad inconmensurable por el hecho de que nos
confronta con el amor de una realidad pluripersonal y divina, que implica una libertad propia del
amor siempre creativo, nuevo y sorprendente.
- Estos rasgos de la revelación histórica tendrán su culmen en la escatología que, como hemos
dicho, nos revelará a Jesucristo en “su gloria”, gloria que nos mostrará a Dios “cara a cara” y
que afectará nuestro ser y a toda la creación.
La revelación personal de Dios en la historia es el criterio para entender la revelación en
sus diversas etapas y fundamento de su unidad. Así nos lo muestra la Sagrada Escritura, que
evidencia la relación entre creación y salvación, entre Cristo y creación.
Creación inteligencia
Dios como causa las obras creadas adoración
(lumen rationis)