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Psicoanálisis orientación lacaniana: clínica y escritura


Titular: Dra. Prof. Inés Sotelo


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Teórico “Kant con Lacan”


por Miguel Rossi1

Fragmentos de “Kant con Sade” de Jacques Lacan2

“Si Freud pudo enunciar su principio de placer sin tener siquiera que señalar lo que
lo distingue de su función en la ética tradicional, sin correr el riesgo de que fue
entendido, haciendo eco al prejuicio incontrovertido de dos milenios, para recordar
la atracción que preordena a la criatura para su bien con la psicología que se
inscribe en diversos mitos de benevolencia, no podemos por menos de rendir por
ello homenaje a la subida insinuante a través del siglo XIX del tema de la ‘felicidad
en el mal’. Aquí Sade es el paso inaugural de una subversión de la cual, por picante
que la cosa parezca ante la consideración de la frialdad del hombre, Kant es el
punto de viraje, y nunca detectado, que sepamos, como tal”. (p. 727)

“La losofía en el tocador viene ocho años después de la crítica de la razón práctica.
Si, después de haber visto que concuerda con ella, demostraremos que la completa,
diremos que da la verdad de la Crítica.” (p. 727).

“El principio de placer es la ley del bien que es el wohl, digamos el bienestar. En la
práctica, sometería al sujeto al mismo encadenamiento fenomenal que determina
sus objetos. La objeción me aporta a ello Kant, es según su estilo de rigor,
intrínseca. Ningún fenómeno puede arrogarse una relación constante con el placer.
Ninguna ley pues de un bien tal puede enunciarse que de niese como voluntad al
sujeto que la introduce en su práctica.
La búsqueda del bien sería pues un callejón sin salida, sino renaciese das Gute, el
bien que es el objeto de la ley moral. Nos es indicado por la experiencia que
tenemos de oír dentro de nosotros mandatos, cuyo imperativo se presenta como
categórico, dicho de otra manera, incondicional. Observemos que ese bien sólo se

1 Profesor de Enseñanza Secundaria, Normal y Especial en Filosofía. Facultad de Filosofía y Letras.


UBA. Magister en Ciencias Sociales. FLACSO. Doctor en Ciencia Política. Universidad de San Pablo.
Brasil. Egresado del Instituto  Clínico de Buenos Aires (ICdBA).  Titular Regular de la Cátedra de
Filosofía y Asociado a cargo de la Cátedra de Teoría Política y Social, Facultad de Ciencias Sociales,
UBA.  Investigador Principal del CONICET. Director de la Maestría en Teoría y Filosofía Política.
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.  Codirector del Doctorado en
Ciencias  Sociales y Humanidades. Universidad Nacional San Juan Bosco. Chubut. Director de la
revista Anacronismo e Irrupción.
2 En Escritos 2. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, 2da. ed.

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supone que es el Bien por proponerse, como acabamos de decir, a despecho de


todo objeto que le pusiera su condición, por oponerse a cualquiera de los bienes
inciertos que esos objetos pueden aportar, en una equivalencia de principio, por
imponerse como superior por su valor universal. Así su peso no aparece sino por
excluir, pulsión o sentimiento, todo aquello que puede padecer el sujeto en su
interés por un objeto, lo que Kant por eso designa como ‘patológico’” (p. 728)
“Retengamos la paradoja de que sea el momento en que ese sujeto no tiene ya
frente a él ningún objeto cuando encuentra una ley, la cual no tiene otro fenómeno
sino algo signi cante ya, que se obtiene de una voz en la conciencia, y que, al
articularse como máxima, propone el orden de una razón puramente práctica o
voluntad.” (p. 729).

“Digamos que el nervio del factum está dado por la máxima que propone su regla al
goce, insólita en tomar su derecho a la moda de Kant, por plantearse como regla
universal. Enunciemos la máxima: ‘Tengo derecho a gozar de tu cuerpo, puede
decirme quien quiera, y ese derecho lo ejerceré, sin que ningún límite me detenga
en el capricho de las exacciones que me venga en gana saciar en él”. (p. 730)
“Pero además de que, si hay algo a lo que nos ha avanzado la deducción de la
crítica, es a distinguir lo racional de la suerte de lo razonable que no es sino un
recurso confuso a lo patológico, sabemos ahora que el humor es el transfuga en lo
cómico de la función misma del ‘superyo’” (p. 731)

“Se vislumbra aquí cómo en toda desnudez se revela a qué nos introduciría la
parodia dada más arriba de lo universal evidente del deber del depositario, a saber,
que la bipolaridad con la que se instaura la Ley moral no es otra cosa que esa
escisión del sujeto que se opera por toda intervención del signi cante:
concretamente del sujeto de la enunciación al sujeto del enunciado (…) En lo cual la
máxima sadiana es, por pronunciarse por la boca del Otro, más honesta que si
apelara a la voz de dentro, puesto que desenmascara la escisión, escamoteada
ordinariamente, del sujeto.” (p. 732)

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Fragmentos de El Seminario 7, Libro 7, La ética del


psicoanálisis de Jacques Lacan3

Clase VI: “De la ley moral”

“La ética kantiana surge en el momento en que se abre el efecto desorientador de la


física, llegada a su punto de independencia en relación a das Ding, al das Ding
humano, bajo la forma de la física newtoniana. La física newtoniana fuerza a Kant a
una revisión radical de la función de la razón en tanto que pura y en tanto que
expresamente dependiente de este cuestionamiento de origen cientí co se nos
propone una moral cuyas aristas, en su rigor, no habían podido incluso hasta
entonces ser nunca entrevistas -esa moral que se desprende expresamente de toda
referencia a un objeto cualquiera de la afección, de toda referencia a lo que Kant
llama pathologisches Objekt, un objeto patológico, lo cual quiere decir solamente un
objeto de una pasión cualquiera. Ningún Wohl, ya sea el nuestro o el de nuestro
prójimo, debe entrar como tal en la nalidad de la acción moral. La única de nición
de la acción moral posible es aquella cuya fórmula bien conocida da Kant - Haz de
modo tal que la máxima de tu acción pueda ser considerada como una máxima
universal. La acción sólo es moral entonces en la medida en que es comandada por
el único motivo que articula la máxima. Traducir Allgemeine por universal plantea
una pequeña cuestión, pues está más cerca de común. Kant opone general a
universal, al que retoma en su forma latina- lo que prueba claramente que algo aquí
es dejado en cierta indeterminación. Handle so, dass die Maxime deines Willens
jederzeit zugleich als Prinzip einer allgemeinen Gesetzgebung gelten konne. [Actúa
de manera tal que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre como principio de
una legislación que sea para todos]”. (pp. 95-96)

“Esta fórmula que es, como saben, la fórmula central de la ética de Kant, es llevada
por él hasta sus consecuencias más extremas. Este radicalismo llega hasta la
paradoja de que, a n de cuentas, la gute Willen, la buena voluntad, se plantea
como exclusiva de toda acción bené ca. A decir verdad, creo que la realización de
una subjetividad que merece ser llamada contemporánea, la de un hombre de
nuestra época, que tuvo la suerte de haber nacido en esta época, no puede ignorar
este texto. Lo subrayo tal cual, pues uno puede prescindir de todo --el vecino de la
derecha y el de la izquierda son hoy en día, si no prójimos, al menos personajes
su cientemente cercanos volumétricamente como para impedirnos caer al piso.

3 Buenos Aires, Paidós, 2007.

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Pero hay que haber atravesado la prueba de leer este texto, para medir el carácter
extremista y casi insensato, del punto en el que nos arrincona algo que tiene de
todos modos su presencia en la historia- la existencia, la insistencia de la ciencia.”
(p. 96)

“Si, evidentemente, nadie pudo nunca -Kant no dudaba de ello siquiera un instante-
poner en práctica de ningún modo un tal axioma moral, no es empero indiferente
percatarse del punto al que llegaron las cosas. A decir verdad, hemos arrojado un
gran puente más en la relación con la realidad. Desde hace algún tiempo, la estética
trascendental misma -hablo de lo que en la Crítica de la razón pura es designado de
este modo - puede ser cuestionada, al menos en el plano de ese Entiéndanlo bien
-Kant nos invita, cuando consideramos la máxima que regla nuestra acción, a
considerarla un instante como la ley de una naturaleza en la que estaríamos
destinados a vivir. Este es, le parece, el aparato que nos hará rechazar con horror
tal o cual máxima a la que nuestras inclinaciones nos arrastrarían gustosamente.
Nos brinda ejemplos al respecto, cuya notación concreta no carece de interés
considerar, pues, por evidentes que parezcan, pueden prestarse, al menos para el
analista, a algunas re exiones. Pero observen que dice las leyes de una naturaleza,
no de una sociedad. Está por demás claro que las sociedades no sólo viven muy
bien teniendo como referencia leyes que están lejos de soportar la instalación de
una aplicación universal, sino que más bien, como lo indiqué la vez pasada, las
sociedades prosperan por la transgresión de esas máximas.” (pp. 96-97).

“No quiero aquí, para operar el efecto de choque, de despertar, que me parece
necesario en el camino de nuestro progreso, más que hacerles observar lo siguiente
- si la Crítica de la razón práctica apareció en 1788, siete años después de la
primera edición de la Crítica de la razón pura, hay otra obra que apareció seis años
después de la Crítica de la razón práctica poco después de Termidor, en 1795, y
que se llama La losofía en el tocador.” (p. 97)

“La losofía en el tocador, como saben todos, pienso, es obra de cierto marqués de
Sade, célebre por más de una razón. Su celebridad de escándalo no dejó de
acompañarse al inicio de grandes infortunios y, puede decirse, del abuso de poder
cometido con su persona, pues permaneció cautivo unos veinticinco años, lo cual es
mucho para alguien que no cometió, por Dios, que sepamos, ningún crimen esencial
y que en nuestra época llega, en la ideología de algunos, a un punto de promoción
que también, puede decirse, implica al menos algo confuso, si no excesivo. Aunque
algunos puedan verlo como entrañando la introducción a algunas diversiones, la
obra del marqués de Sade no es, hablando estrictamente, de las más regocijantes, y
las partes más apreciadas pueden parecer también las más aburridas. Pero no
puede pretenderse que carezca de coherencia 'y, en suma, ella propone para

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justi car las posiciones de lo que puede llamarse una suerte de antimoral,
exactamente los criterios kantianos.” (p. 97)

“Su paradoja es sostenida con la mayor coherencia en esa obra titulada La losofía
en el tocador. Incluido en ella hay un pequeño trozo que, tomando en consideración
el conjunto de los oídos que me escuchan, es el único cuya lectura les recomiendo
expresamente - franceses, todavía un esfuerzo para ser republicanos.” (p. 97)

“Si todos disponen de la misma apertura, se verá qué es una sociedad natural.
Nuestra repugnancia puede ser legítimamente asimilada a lo que Kant mismo
pretende eliminar de los criterios de la ley moral, a saber, un elemento sentimental.
Si se elimina todo elemento de sentimiento de la moral, si se lo retira, si se lo
invalida, por más guía que sea en nuestro sentimiento, en su extremo el mundo
sadista es concebible - aun cuando sea su envés y su caricatura- como una de las
realizaciones posibles de un mundo gobernado por una ética radical, por la ética
kantiana tal como ésta se inscribe en 1788” (p. 98)

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Fragmentos de la Fundamentación de la Metafísica de las


Costumbres de Immanuel Kant

Capítulo I
1.-
Ni en el mundo ni, en general, fuera de él es posible pensar nada que pueda ser
considerado bueno sin restricción, excepto una buena voluntad. El entendimiento, el
ingenio, la facultad de discernir, (1) o como quieran llamarse los talentos del espíritu;
o el valor, la decisión, la constancia en los propósitos como cualidades del
temperamento son, sin duda, buenos y deseables en muchos sentidos, aunque
también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que
debe hacer uso de estos dones de la naturaleza y cuya constitución se llama
propiamente carácter no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El
poder, la riqueza, el honor, incluso la salud y la satisfacción y alegría con la propia
situación personal, que se resume en el término, dan valor, y tras él a veces
arrogancia.
Si no existe una buena voluntad que dirija y acomode a un n universal el in ujo de
esa felicidad y con él el principio general de la acción; por no hablar de que un
espectador racional imparcial, al contemplar la ininterrumpida prosperidad de un ser
que no ostenta ningún rasgo de una voluntad pura y buena, jamás podrá llegar a
sentir satisfacción, por lo que la buena voluntad parece constituir la ineludible
condición que nos hace dignos de ser felices.

2.-
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice ni por su aptitud para
alcanzar algún determinado n propuesto previamente, sino que sólo es buena por
el querer, es decir, en sí misma, y considerada por sí misma es, sin comparación,
muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos realizar en
provecho de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones.

3.-
Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado,
es decir, adecuado teleológicamente para la vida, no se encuentra ningún
instrumento dispuesto para un n que no sea el más propio y adecuado para dicho
n. Ahora bien, si en un ser dotado de razón y de voluntad el propio n de la
naturaleza fuera su conservación, su mejoramiento y, en una palabra, su felicidad, la
naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura
como la encargada de llevar a cabo su propósito. En efecto, todas las acciones que
en este sentido tiene que realizar la criatura, así como la regla general de su

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comportamiento, podrían haber sido dispuestas mucho mejor a través del instinto, y
aquel n podría conseguirse con una seguridad mucho mayor que la que puede
alcanzar la razón; y si ésta debió concederse a la venturosa criatura, sólo habría de
servirle para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para
admirarla, regocijarse con ella y dar las gracias a la causa bienhechora por ello pero
no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa tarea y malograr la
disposición de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la
razón se volviese hacia su uso práctico y tuviese la desmesura de pensar ella
misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios
que conducen a ella; la naturaleza habría recobrado para sí no sólo la elección de
los nes sino también de los medios mismos, entregando ambos al mero instinto
con sabia precaución.

4.-
Para desarrollar el concepto de una buena voluntad, digna de ser estimada por sí
misma y sin ningún propósito exterior a ella (2), tal como se encuentra ya en el sano
entendimiento natural, que no necesita ser enseñado sino más bien ilustrado (3);
para desarrollar este concepto que se halla en la cúspide de toda la estimación que
tenemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a
considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, aunque
bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos que, sin embargo, lejos de
ocultarlo y hacerlo incognoscible, lo hacen resaltar por contraste y aparecer con
mayor claridad.

5.-
En cambio, conservar la propia vida es un deber, y además todos tenemos una
inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que
la mayor parte de los hombres ponen en ello no tiene un valor interno, y la máxima
que rige ese cuidado carece de contenido moral. Conservan su vida en conformidad
con el deber, pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin
consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con
ánimo fuerte y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun
deseando la muerte, conserva su vida sin amarla sólo por deber y no por inclinación
o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.
Ser bené co en la medida de lo posible es un deber. Pero, además, hay muchas
almas tan llenas de conmiseración que encuentran un íntimo placer en distribuir la
alegría a su alrededor sin que a ello les impulse ningún motivo relacionado con la
vanidad o el provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás
en cuanto que es obra suya. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos,
por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen,
sin embargo, un verdadero valor moral y corren parejos con otras inclinaciones, por

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ejemplo con el afán de honores, el cual, cuando por fortuna se re ere a cosas que
son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas,
merece alabanzas y estímulos, pero no estimación, pues la máxima carece de
contenido moral, esto es, que tales acciones no sean hechas por inclinación sino por
deber.

6.-
Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se
ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor como
inclinación no puede ser mandado, pero hacer el bien por deber, aun cuando
ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e
invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la
voluntad y no en una tendencia de la sensación, amor que se fundamenta en
principios de la acción y no en la tierna compasión, y que es el único que puede ser
ordenado

7.-
La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber no tiene su valor moral
en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la
cual ha sido resuelta: no depende pues, de la realidad del objeto de la acción, sino
meramente del principio del querer según el cual ha sucedido la acción,
prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Por lo anteriormente
dicho se ve claramente que los propósitos que podamos tener al realizar las
acciones, y los efectos de éstas, considerados como nes y motores de la voluntad,
no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absolutamente moral. Así pues,
¿dónde puede residir este valor, ya que no debe residir en la relación de la voluntad
con los efectos esperados? No puede residir más que en el principio de la voluntad.
prescindiendo de los nes que puedan realizarse por medio de la acción, pues la
voluntad situada entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori,
que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y puesto que ha
de ser determinada por algo, tendrá que serlo por el principio formal del querer en
general cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le
ha sido sustraído.

8.-
Una acción realizada por deber tiene que excluir completamente, por tanto, el in ujo
de la inclinación, y con éste, todo objeto de la voluntad. No queda, pues, otra cosa
que pueda determinar la voluntad más que, objetivamente, la ley, y subjetivamente,
el respeto puro a esa ley práctica, y, por lo tanto, la máxima (4) de obedecer siempre
a esa ley, incluso con perjuicio de todas mis inclinaciones.

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9.-
Ahora bien, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al
efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad para que ésta pueda
llamarse, sin ninguna restricción, absolutamente buena? Puesto que he sustraído la
voluntad a todos los impulsos que podrían apartarla del cumplimiento de una ley, no
queda nada más que la legalidad universal de las acciones en general (que debe
ser el único principio de la voluntad); es decir, yo no debo obrar nunca más que de
modo que pueda querer que mi máxima se convierta en ley universal. Aquí, la mera
legalidad en general (sin poner como fundamento ninguna ley adecuada a acciones
particulares) es la que sirve de principio a la voluntad, y así tiene que ser si el deber
no debe reducirse a una vana ilusión y un concepto quimérico: y con todo esto
coincide perfectamente la razón común de los hombres en sus juicios prácticos,
puesto que el citado principio no se aparta nunca de sus ojos.

10.-
La verdad es que podía haberse sospechado esto de antemano: que el
conocimiento de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto, también a
saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más común. Y aquí
puede verse, no sin admiración, cómo en el entendimiento de juzgar prácticamente
es muy superior a la de juzgar teóricamente. En esta última, cuando la razón común
se atreve a salirse de las leyes de la experiencia y de las percepciones sensibles,
cae en simples incomprensibilidades y contradicciones consigo misma, o al menos
en un caos de incertidumbre, oscuridad y vacilaciones. En cambio, la facultad de
juzgar prácticamente comienza mostrándose ante todo muy acertada cuando el
entendimiento común excluye de las leyes prácticas todo motor sensible. Después
llega incluso a tanta sutileza que puede ser que, contando con la ayuda exclusiva de
su propio fuero interno, quiera, o bien criticar otras pretensiones relacionadas con lo
que debe considerarse justo, o bien determinar sinceramente el valor de las
acciones para su propia ilustración; y, lo que es más frecuente, en este último caso
puede abrigar la esperanza de acertar igual que un lósofo, y hasta casi con más
seguridad, porque el lósofo sólo puede disponer del mismo principio que el hombre
común, pero, en cambio, puede muy bien enredar su juicio en gran cantidad de
consideraciones extrañas y ajenas al asunto, apartándolo así de la dirección recta.
¿No sería entonces lo mejor atenerse en cuestiones morales al juicio de la razón
común y, a lo sumo, emplear la losofía sólo para exponer cómodamente, de
manera completa y fácil de comprender, el sistema de las costumbres y sus reglas
para el uso (aunque más aún para la disputa) sin quitarle al entendimiento humano
común su venturosa sencillez en el terreno de lo práctico, niempujarle con la
losofía por un nuevo camino de investigación y enseñanza?

Capítulo 2

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11.-
En efecto, la representación pura del deber y, en general, de la ley moral sin mezcla
de las adiciones extrañas de atractivos empíricos tiene sobre el corazón humano,
por el solo camino de la razón (que por medio de ella se da cuenta por primera vez
de que también puede ser por sí misma una razón práctica), un in ujo tan superior a
todos los demás resortes que podrían sacarse del campo empírico que, consciente
de su propia dignidad, los desprecia y se convierte poco a poco en maestra del
hombre (8). En cambio, una teoría de la moralidad mezclada y compuesta de
resortes extraídos de los sentimientos y de las inclinaciones y al mismo tiempo de
conceptos racionales deja inevitablemente el ánimo oscilante entre causas
determinantes diversas, irreductibles a un principio y que pueden conducir al bien
sólo por casualidad, pera que la mayoría de las veces lo hacen hacia el mal. Por
todo lo dicho se ve claramente que todos los conceptos morales tienen su asiento y
origen, completamente a priori, en la razón, y ello tanto en la razón humana más
común como en la más altamente especulativa; que no pueden ser abstraídos de
ningún conocimiento empírico y, por tanto, contingente; que en esa pureza de su
origen reside precisamente su dignidad, la dignidad de servirnos de principios
prácticos supremos; que siempre que les añadimos algo empírico restamos otro
tanto de su legítimo in ujo y empobrecemos el valor ilimitado de las acciones; que
no es sólo por una absoluta necesidad teórica en lo que atañe a la especulación,
sino también por su extraordinaria importancia práctica, por lo que resulta
indispensable obtener los conceptos y las leyes morales a partir de una razón pura,
exponerlos puros y sin mezcla e incluso determinar la extensión de todo ese
conocimiento práctico puro, es decir, toda la facultad de la razón pura práctica, pero
todo ello sin hacer que los principios dependan de la especial naturaleza de la razón
humana, como lo permite y hasta lo exige a veces la losofía especulativa, sino
derivándolos del concepto universal de un ser racional en general, y de esta
manera, la moral, que necesita de la antropología para su aplicación al género
humano, habrá de exponerse antes que nada de una manera completamente
independiente de ésta, como losofía pura, es decir, como metafísica (cosa que muy
bien se puede hacer en esta especie de conocimientos totalmente separados),
teniendo plena conciencia de que, sin estar en posesión de tal metafísica, no ya sólo
sería inútil intentar distinguir con exactitud, de cara a un enjuiciamiento especulativo,
lo propiamente moral del deber de lo que simplemente es conforme al deber (9),
sino que ni siquiera sería posible, en el mero uso común y práctico de la instrucción
moral, fundamentar las costumbres en sus verdaderos principios y fomentar así las
disposiciones morales puras del ánimo e inculcarlas en los espíritus para el mayor
bien del mundo.

12.-

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En la naturaleza cada cosa actúa siguiendo ciertas leyes. Sólo un ser racional posee
la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios, pues
posee una voluntad. Como para derivar las acciones a partir de las leyes es
necesaria la razón, resulta que la voluntad no es otra cosa que razón práctica.

13.-
Pues bien, todos los imperativos mandan, o bien hipotéticamente, o bien
categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible
como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera).
El imperativo categórico sería aquel que representa una acción por sí misma como
objetivamente necesaria, sin referencia a ningún otro n.

14.-
Una voluntad perfectamente buena se hallaría, según esto, bajo leyes objetivas (del
bien), pero no podría representarse como coaccionada para realizar acciones
simplemente conformes al deber, puesto que se trata de una voluntad que, según su
constitución subjetiva, sólo acepta ser determinada por la representación del bien.
De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa, no
valgan los imperativos: el no tiene un lugar adecuado aquí, porque ese tipo de
querer coincide necesariamente con la ley. Por eso los imperativos constituyen
solamente fórmulas para expresar la relación entre las leyes objetivas del querer en
general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional, por
ejemplo, de la voluntad humana.

15.-
Cuando pienso un imperativo hipotético en general no sé lo que contiene hasta que
me es dada la condición, pero si pienso un imperativo categórico enseguida sé qué
contiene. En efecto, puesto que el imperativo no contiene, aparte de la ley, más que
la necesidad de la máxima de adecuarse a esa ley (16), y ésta no se encuentra
limitada por ninguna condición, no queda entonces nada más que la universalidad
de una ley general a la que ha de adecuarse la máxima de la acción, y esa
adecuación es lo único que propiamente representa el imperativo como necesario.
Por consiguiente, sólo hay un imperativo categórico y dice así: obra sólo según
aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley
universal.

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