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de la ética
En ética existen y han existido multitud de teorías y paradigmas, producto de la variedad y ambigüedad de los
postulados que nos han ido dejando los filósofos de cada época. Mas, antes que realizar un exhaustivo estudio de las
teorías de cada tiempo y cada autor, cabría realizar una introducción a su estudio con la exposición de sus dos
paradigmas más importantes: el de la filosofía moral griega, cuyo máximo exponente lo encontraremos en Aristóteles,
y el de la filosofía moral de la Ilustración, donde lo será Immanuel Kant. Que estos dos periodos sean considerados la
base del estudio ético no es casualidad: la Grecia Antigua fue la cuna de la filosofía occidental, por lo que fue en ella
donde comenzaron a desarrollarse los primeros conceptos éticos del pensamiento, y Aristóteles, el último de los
grandes pensadores de ese periodo recogió todos esos planteamientos en su obra. Por otro lado, la Ilustración supuso
el culmen de las ideas emancipadoras que dieron lugar al final de la Edad Media y al nacimiento de la Modernidad,
mostrándose Kant como el más destacado de los teóricos de ese tiempo en materia moral. Además, como veremos,
son dos periodos en los que los postulados llegarán a ser hasta antagónicos.
Comencemos pues analizando la filosofía moral griega , cuyo objetivo fue la excelencia de las personas, por lo que se la
conoce como una ética de las virtudes; por virtud entendemos el significado del griego “ areté”, adjetivo que se utilizó
para designar aquello que cumple su función a la perfección, que ha alcanzado la excelencia. Para los griegos todo
tenía una meta, su “ télos”, y al alcanzarlo se conseguía la virtud, la “ areté”, la excelencia, con lo que este concepto
hace referencia a los fines hacia los que tiende algo o alguien, y esta ética de las virtudes será una ética teleológica ,
que estudiará el objetivo, “ télos” , y la excelencia que con él se alcanza, “ areté” , del ser humano. A ese fin, “ , al
télos”
que tiende cada cosa, los griegos lo llamaron “ agathós” , el bien. Ser virtuoso, será lo mismo que ser bueno, y puesto
que la virtud es excelencia, “ areté” , alcanzar ese bien nos llevará a ser el “ aristos” , el mejor. Todos estos conceptos nos
hablan de una sociedad muy competitiva . Así planteada, la ética supone dos cosas: que la naturaleza tiene un bien o
un fin determinado que hay que realizar, y que esa realización depende del ser humano, es decir, que la virtud debe
adquirirse, no se nace con ella, luego la formación moral de cada persona irá, pues, encaminada a esa adquisición;
parece evidente que la ética en este momento estuviera muy vinculada a la educación.
Antes de esta concepción de la ética, estos términos existían en el lenguaje y en la vida de los griegos, pero tenían
otros usos. En los poemas homéricos la guerra era el espacio natural del hombre, y la mejor forma de existir, la del
guerrero; así pues, los buenos, los “ agathós” , aquellos que han cumplido con el “ télos” de su vida alcanzando la
excelencia, la “ areté”, son aquellos que lucharon y vencieron, es decir, los héroes homéricos. Pero hay que entender
que esta es una concepción muy aristocrática de la virtud , porque no a todos los hombres les estaba dado el derecho a
participar en la guerra, sino que era un privilegio reservada para la nobleza, con lo que sólo los nobles tendrán la
posibilidad de alcanzarla, por el mérito de haber nacido así, y no por su consecución como agente moral. Nos
encontramos ante una sociedad muy jerarquizada, sumida en una cultura de la vergüenza, en la que el aprecio de la
sociedad es fundamental como indicador del valor moral de una persona. Y sin dejar de lado esta sociedad, se inició
una reflexión al respecto, cuando los filósofos, historiadores y poetas de la época comenzaron a darse cuenta de que lo
que socialmente se solía identificar con la virtud o con la justicia no siempre coincidía con lo que deberían ser, y
comenzaron a interesarse en otras aplicaciones de estos términos, en las que eran dados a diversas cualidades
humanas que poco o nada tenían que ver con la aristocracia o la forma en que un hombre cumplía la función que se le
había asignado socialmente, lo que dio lugar a la visión que hemos visto en el párrafo anterior. Es decir, había nacido
una duda fruto del relativismo en el que se daban estos términos.
Esta duda alcanzó su punto álgido con los sofistas , los cuales no buscaban la verdad, sino que aceptaban que ni en la
ética ni en la política se podían dar juicios más allá de la “ doxa” , de la opinión, porque ni la una ni la otra eran ciencias,
es decir, no se basaban en verdades sino en opiniones, las cuales no son demostrables; para ellos, ni los juicios morales
ni las leyes pasan de ser algo más que una convención, útiles para la convivencia o el gobierno, pero en los que no
existe una esencia de virtud o de justicia, sino que simplemente dependen de la conveniencia de su aplicación. Luego,
a lo único que se podía aspirar era a convencer o a persuadir de la utilidad de estos, y por ello, han pasado a la historia
como los maestros de la retórica . Precisamente por esta concepción relativista, no todos los sofistas son iguales ni se
aferran a estos ideales de la misma forma. Que hayan pasado a la historia como referentes de la argumentación
engañosa es consecuencia de la mala fama que adquirieron por la condena generalizada que hizo Platón de ellos; esta
se basa en la contraposición de la concepción convencional y pragmática de la virtud y el bien sofista, a la esencialista
e intelectualista de Sócrates. De forma que la ética socrática afirma que el bien y la virtud se deben encuentran en uno
mismo, aplicando la mayéutica . Esta visión individualista en una sociedad competitiva y atenta como era la ateniense
fue lo que llevó a Sócrates a la pena capital.
La muerte de Sócrates afectó mucho a Platón , lo que unido a la decadencia de la democracia ateniense, le llevó a
desconfiar de la política, como se puede comprobar en la Carta VII: “no cesará en sus desdichas el género humano
hasta que el linaje de los que son recta y verdaderamente filósofos llegue a los cargos públicos, o bien que el de los
que tienen el poder en las ciudades, por algún favor divino, lleguen a filosofar de verdad”. Existen en esta afirmación
dos ideas que resumen su pensamiento moral:
a) La primera es que sólo los verdaderamente filósofos deberían llegar a los cargos públicos. Por filósofos se
entiende su sentido etimológico, “amantes de la sabiduría”, por lo tanto, son los que se empeñan en querer
saber y en buscar la verdad los que están en condiciones de ser excelentes (una vez más, “ areté”) en las
tareas de gobierno. Con esto se afianza que la virtud es conocimiento , y que sólo el sabio es virtuoso.
b) La segunda deriva de esta primera, y es que el pensamiento moral platónico sigue siendo elitista y
aristocrático, aunque ahora el virtuoso no es el héroe, sino el sabio. Pero no todos los hombres podrán
acceder a la condición de sabios. En “ La República” ofrece una visión de la ciudad en la que sus miembros se
dividen en tres estamentos (reflejados en su triple división del alma): los obreros, los guardianes y los
filósofos. Cada estamento tiene unas virtudes que le son propias y por ello han sido encuadrados en uno u
otro, para poder alcanzar su fin (su “ télos” ), en la mejor de las condiciones, porque a cada estamento le es
dada una educación y una formación específica y diferente del resto, y sólo a los que se encuentren en el de
los filósofos les será dada la posibilidad de gobierno.
La ética platónica reacciona, pues, frente al relativismo y convencionalismo de los sofistas, con la teoría de las Ideas. Y
hay algo más a tener en cuenta, la complementariedad entre la ética y la política ; a partir de ahora, para los griegos, la
ética no va a ser pensada por el individuo, sino desde la colectividad, pues el hombre es virtuoso porque vive en la
polis y se debe a ella, dado que sólo en su seno le es dado desarrollar esa excelencia que se concreta en la vida
virtuosa.
Todas estas ideas serán recogidas por Aristóteles , máximo exponente ético de este periodo que estamos estudiando,
quien las recogerá y las ordenará para desarrollar su propio paradigma. Como ya hemos dicho, hablar del bien de algo
es hablar de su fin, de aquello que cada cosa persigue, y en el caso de los seres humanos, los fines que buscamos se
subordinan unos a otros, encadenándose hasta alcanzar el que, debería ser, el fin último del hombre. Aristóteles
concluye que este fin, este bien, es la felicidad , la “eudaimonía” , por lo que la misión de la ética debe ser la de
encaminarnos hacia la consecución de ésta. El problema estriba en la falta de consenso a la hora de decidir en qué
consiste, porque el sentido de la felicidad es subjetivo y depende de las necesidades de cada uno. Ante tal diversidad
de opiniones, decide embarcarse más allá de las subjetividades en la búsqueda del esclarecimiento de esta imprecisión,
determinando dónde debe hallarse y por qué.
Teniendo en cuenta que la excelencia se alcanza en adecuación al fin que se persigue, será la actividad propia del ser
humano la que nos lleve a la felicidad como tal, luego su determinación será vital para solucionar la cuestión
planteada. En este empeño, Aristóteles atendió a los tres tipos posibles de vida en los que Platón ya había trabajado, a
saber: la vegetativa, propia de las plantas, la sensitiva, propia de los animales, y la racional, reservada para los seres
dotados de razón, es decir, los hombres. Será pues el corresponder con esto el fin del hombre, su bien, su felicidad, y
en ello irá el encauzar los deseos de forma que no obstaculicen ni entorpezcan el camino hacia la virtud, lo que quiere
decir vivir de acuerdo con la razón . Para Aristóteles, el aprendizaje del discernimiento no será estrictamente
intelectual, rechazando la tesis platónica de que la virtud es conocimiento, la cual descansa sobre una teoría de las
ideas y un intelectualismo radical; para él, las ideas serán sólo el punto de partida del conocimiento moral, pues no por
conocer la definición de la idea de bien aprenderemos a ser buenas personas, virtuosas, sino que lo aprenderemos en
la práctica, enfrentándonos a situaciones en las que debamos escoger entre varias posibilidades, y estas decisiones
nunca serán las mismas ni para válidas para todos por igual. Por eso generalizar será siempre una simplificación
absurda, y hacer descansar la virtud en un saber puramente teórico nos lleva a error; la virtud es una actividad práctica
que consiste en saber escoger el término medio entre las posibilidades que se nos presentan .
Este rechazo a la concepción intelectual de la virtud le lleva a distinguir entre virtudes éticas y dianoéticas . Las
primeras se originan por la costumbre, y son las que contribuyen más directamente a la formación del carácter.
Además, ser virtuoso no consiste en serlo durante un tiempo, sino en serlo a lo largo de toda una vida, de forma que
quien se habitúa a actuar de forma virtuosa, adquiere un carácter virtuoso y consigue serlo al final de sus días; de esto
deriva que las virtudes no son naturales, sino que se adquieren por costumbre. Sin embargo, existen otras virtudes, las
dianoéticas o intelectuales, que se aprenden de la enseñanza, mas no una enseñanza exclusivamente teórica, sino
derivada de la experiencia. Dentro de estas últimas se encuentra una que es la síntesis de todas las demás, la
prudencia , o “ , y se constituye la base de todas las demás porque es la exigencia que nos ordena indagar en
phrónesis”
la medida y en el término medio, que como ya hemos visto, es en su aplicación en la que encontraremos el camino
virtuoso. Este carácter sintético de la prudencia es aplicable a las virtudes desde la perspectiva del intelecto, puesto
que pertenece, como hemos dicho, a las virtudes dianoéticas. Aquella que posee la misma capacidad de síntesis desde
la perspectiva práctica es la , que es la virtud perfecta porque es capaz de ordenar en armonía la convivencia
justicia
humana, equiparando las cosas que se encuentran en desigualdad. Aristóteles distinguió entre justicia legal, la que se
refleja en las leyes, y , que es aquella “que tiene en todas partes la misma fuerza y no está sujeta al
justicia natural
parecer humano”, una especie de ley natural que trata de ordenar la realidad de modo apropiado.
Lo importante de esto es que, a diferencia de los héroes homéricos que tenían como virtud básica la nobleza, ésta ha
pasado a centrarse en la prudencia y en la justicia, y con esta última se introduce un paso fundamental en del
desarrollo de la ética: el valor de la igualdad . No obstante, ésta igualdad todavía dista mucho de ser la igualdad de
todos ante la ley actual, y aún muchos quedarán fuera del alcance de las virtudes, como los esclavos, que apenas son
considerados seres humanos, las mujeres e incluso los trabajadores, que se dedican a los trabajos manuales y carecen
de tiempo para dedicarse a la vida política (para Aristóteles, la actividad más noble y exclusiva era la política, propia de
los hombres libres, para la cual se piensan las virtudes). Nos encontramos aún con una ética elitista, aunque al menos
se ha pasado de valorar la nobleza de nacimiento a reconocer la del espíritu, pese a lo cual, la posibilidad de cultivarlo
aún no es accesible a todos.
Y algo también novedoso de la ética aristotélica es la . Para establecer esta
vinculación de la justicia con la amistad
relación se hace alusión a la definición de hombre como “animal político”: el hombre tiende por naturaleza a
relacionarse con los demás, y en este hecho se radican las situaciones de semejanza que originan la amistad. Ahora,
bien, estas semejanzas son selectivas, puesto que los hombres no son todos iguales, por lo que existirán distintas
formas de amistad: la interesada, la que busca el placer... Y más allá de estas, existe una “amistad completa”, la
“philía”, que está motivada por el bien, y es la única que puede calificarse como moral; esta amistad tiene como
características la reciprocidad, la intimidad, el sentimiento desinteresado y el deseo de comunión, y sólo puede darse
entre hombres buenos como iguales. Por otro lado, la felicidad se encuentra en la autarquía, la autosuficiencia que,
aunque nunca pueda ser completa por la propia naturaleza social del hombre, sí es posible acercarse a ella, y es un
ideal del hombre griego libre que busca prescindir de todo lo que no depende de sí mismo y se siente orgulloso de ser
un dechado de virtudes. Ese orgullo está representado por la virtud de la magnanimidad, la grandeza del alma, que
consiste en el aprecio de sí que debe sentir el hombre virtuoso, y es aquí donde es importante la amistad, porque sólo
la auténtica amistad entre hombres buenos permite el reconocimiento de uno mismo en el otro, estimándose uno
estimando al otro. Y la relación que tiene con la justicia es que el contexto en el que se da es en el político, ya que se
da entre hombres buenos y estos se dedican a la política, y la estabilidad de los regímenes no puede depender sólo de
la justicia natural, pues esta no es tangible y sólo se da en las utopías, por eso el ser humano creó la legal, que no es
perfecta en todos sus términos, con lo que se hace necesaria la amistad para mantener unidos a los ciudadanos de la
polis.
Para acabar con este apartado, como se ha podido inferir, al definir al hombre como “animal político”, e indicar que el
fin del hombre es la felicidad, Aristóteles apunta a que la actividad racional por excelencia es la política, como se ha
dicho anteriormente, y que en ella se ha de buscar no ya la felicidad individual, sino crear un sistema en el que la
comunitaria se vea favorecida. Y este sistema habrá de tener en cuenta que ni los razonamientos por sí solos bastan
para hacernos buenas personas, ni la educación consigue siempre los objetivos que se persiguen, luego habrá que
hacer uso de la coacción, y la educación y las costumbres de los jóvenes deberán ser reguladas por las leyes. Para
Aristóteles, tras la ética, se impone adentrarse en política.
Cambiando de tema, tras el paradigma aristotélico, aparecieron entre los siglos IV y II a. C. unas escuelas que, si bien
no hicieron una contribución tan sólida a la filosofía moral como Aristóteles, sí que expresaron ideas que han estado
presentes en el debate moral posterior, por lo que resulta interesante una exposición breve de ellos:
a) Los cínicos fueron los primeros en aparecer. Desarrollaron una conducta anárquica radical , oponiéndose a
todo lo establecido, totalmente contracultural. Por ejemplo, Diógenes el cínico elevó a los esclavos a la
categoría de hombres puesto que consideraba que la libertad se encontraba en el alma, y Antístenes hizo lo
propio con las mujeres. Para estos pensadores, la virtud se bastaba a sí misma para proporcionar la felicidad,
y ésta no era otra cosa que la total independencia de la sociedad , para vivir de acuerdo con la naturaleza. A
pesar de que carecieron de una teoría que fundamentara esta concepción de la naturaleza cono constitución
de la libertar y objetivo de la vida moral, sus planteamientos tuvieron su eco en discursos posteriores.
b) Por su parte, los estoicos desarrollaron un pensamiento más completo y sistematizado en el que la lógica, la
física y la ética se interrelacionaban y complementaban. Se basaba en la idea de que existe un cosmos, donde
se integran todos los seres, sometido a una ley natural que rige tanto la naturaleza como la conducta
humana; la función de la filosofía era, pues, el conocimiento de esta ley con el fin de adaptarse a ella y
reconocerla como inevitable, aceptando lo que no puede ser de otra manera. Se trata de un planteamiento
determinista y materialista, en el que la libertad queda reducida al conocimiento de la necesidad y,
desde esta perspectiva, la inmortalidad es una idea absurda ya que la muerte es la reintegración en el orden
natural de las cosas, y el mal es aquello que pretende eludir ese orden. De ahí que practicaran la “
ataraxia”
como forma de llegar a la virtud, que consistía en la total aceptación de lo que no se puede evitar.
c) Finalmente, Epicuro concibió la filosofía como un aspecto que, si bien contaba con un importante componente
teórico, no se reducía a él, y el
epicureísmo se implantó como una
forma de vida más que como un estudio,
articulado alrededor de tres ideas fundamentales:
Tanto la ciencia física como la lógica son interesantes en la medida en que son útiles y eficaces para
conseguir la felicidad. De la lógica diría que, si bien versa sobre los criterios de verdad, el criterio básico
del conocimiento es la sensación, que siempre es verdadera, y el errar sólo existe en el juicio que imagina
o se representa ideas que carecen de fundamento real; en cuanto a la física, entiende el cosmos como un
compuesto de átomos que se mueven mecánicamente, lo cual hace superfluo el recurso de cualquier
intervención divina como motor del mundo, y la utilidad de la física consiste en que nos ayude a superar
el miedo a la muerte, la cual no debe preocuparnos porque, mientras vivimos, no estamos muertos, y
cuando morimos, ya no existimos.
La felicidad consiste en el placer , que es ausencia de dolor: Epicuro basa su ética en torno a la
identificación de felicidad y placer. Ahora bien, ese placer es selectivo y consiste en la serenidad del
ánimo, el intento de evitar toda inquietud; lo primero que hay que disolver son los miedos ilusorios y,
luego, hacerse con la idea de que es fácil tanto procurarse el bien como soportar el dolor. Aunque todos
los placeres son buenos, no todos hay que procurárselos, y aunque todos los dolores son malos, no hay
que evitarlos todos: el sabio es aquel que llega a saber qué placeres son convenientes y qué dolores
apropiados, y llega a saberlo en su esfuerzo por independizarse de sus propios deseos cultivando su
pensamiento mediante una vida espiritual.
Consiguiendo la independencia con respecto a los deseos y a los demás, esto es, la
autarquía , es donde
alcanzaremos el placer o la . Para esta autarquía la política es un estorbo, y lo único que le
felicidad
merece ser tenido en cuenta es el valor de la amistad , entendida en su faceta utilitarista, pues será en los
amigos donde encontraremos la seguridad y la confianza, motivos de placer y felicidad.
Vemos pues como la ética va, con el desarrollo de las escuelas helenísticas, deslizándose poco a poco hacia una
concepción de la igualdad más actual. Con esto finalizamos la exposición de la ética griega, uno de los dos grandes
paradigmas de la ética, que tiene en Aristóteles su máximo exponente. Sobre él cabe un análisis más pormenorizado,
en el que se incluya las vicisitudes que se encontró a la hora de decidir qué bien era el que debía perseguir el hombre
(manteniendo un serio dilema sobre si era o no en el placer donde se encontraba la eudaimonía) , y una explicación
más detallada de las relaciones que se establecen entre la virtud y la justicia o la amistad en su estudio. Pero baste
esta somera exposición para darnos cuenta de la importancia tanto de sus estudios, como los de sus precursores y
sucesores en el discurso moral.
Pasemos ahora al segundo gran paradigma de la ética con la exposición de la ética de la Ilustración , y la consecuente
explicación de las ideas kantianas. “Humanista” se denominó, en el Renacimiento, al cultivador de las disciplinas
centradas en la lectura, el comentario y la imitación de los clásicos, con el fin de proporcionar a los estudiantes una
formación semejante a la “ paideía” griega. Pero un humanista no era tan solo un estudioso de las humanidades, sino
también quien las protagoniza, y e n ética se dedicará a la reflexión moral sobre el ser humano concebido como un
microcosmos, por contraposición a la ciencia moderna, cuyo objeto era el macrocosmos . Esta condición microcósmica
del hombre, a caballo entre lo divino a lo que aspira y lo animal a lo que teme, ha sido resaltada como un carácter de
“nudo” de estos extremos, el cual puede tender tanto a uno como a otro, y esa caracterización de la condición
humana, cuya indefinición radica en su condición de libre, persistirá hasta la Ilustración.
Esta ambigüedad está también reflejada en la época que la alumbró: en la Modernidad se dan por igual la capacidad
civilizadora y la de explotación, impuestas globalmente a través de la expansión imperialista de las potencias europeas.
Desde el punto de vista político, la contraposición entre Nicolás Maquiavelo, quien en su “ El Príncipe” instaura una fría
mirada del realismo político, y Tomás Moro, que con “ Utopía” invita a trascenderla y a criticarla desde un punto de
vista más elevado, el ético, pone de manifiesto la tensión entre política y ética de la época. Kant recogerá todas estas
tensiones y sostendrá ese tópico modernista, del que ya hemos hablado, de que el hombre no es un ángel ni una
bestia, si bien puede inclinarse hacia un extremo u otro en función de su libertad.
Filosóficamente hablando, Kant adquirió cierta familiaridad con la tradición metafísica racionalista sistematizada por
Christian Wolff. Este sostenía que todos los seres han de ser posibles y existen en virtud de una razón suficiente, y este
principio de no-contradicción y de razón suficiente se bastan para explicar todo cuanto hay, sugiriendo la construcción
teórica de una realidad perfecta, dispuesta a dejarse aplicar el principio de “todo está bien en el mejor de los mundos”
y nada hay que se oponga a la armonización de las reflexiones con las exigencias de la religión, un armonismo del que
le ayudarían a salir David Hume y Jean-Jacques Rousseau. El escepticismo del primero, Kant admitió haberle
“despertado del sueño dogmático wolffiano”, previniéndole de la tentación racionalista de atribuirle a Dios la
causalidad de la existencia al margen de cualquier posibilidad de confirmarlo empíricamente, aunque no está tan claro
que su empirismo radical sea la teoría del conocimiento más adecuada para satisfacer sus necesidades de pensamiento
científico; para con Rousseau, Kant reconocería deberle su “sentido de la humanidad”, ya que para este, el mal es
imputable a los seres humanos y se podría tratar de remediarlo mediante la organización de la sociedad conforme a la
teoría del contrato. La condición del sujeto moral será, pues, la de ser autónomo para con su moralidad, ya que el
hombre es quien se impone a sí mismo, y con libertad, sus propias leyes morales, en lugar de esperar a que le vengan
impuestas. Con todo, el mejor modo de volver la vista a Kant es atendiendo directamente a los problemas que se
planteó, que son: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer? y ¿qué me es dado esperar?, preguntas a las que añadiría una
última como conclusión qué es ¿qué es el hombre? Para un mayor aprovechamiento en el tema que nos ocupa,
atenderemos más a la segunda de ellas.
Comencemos pues con la primera pregunta: ¿qué puedo saber? , a la que Kant dedicaría su “Crítica de la razón pura”;
con ella, trataba de responder a su pregunta diseñando lo que llamaremos estructura del sujeto cognoscente.
Cualquier suceso que nosotros conozcamos se da en un espacio y en un tiempo, y puede ser concebido como producto
de una causa que a veces conocemos y a veces no, pero que se supone que conoceríamos si dispusiéramos de la
información suficiente de las circunstancias en que se produjo; en semejante panorama, el conocimiento de las
circunstancias no sólo nos permitiría explicarlo, sino también predecirlo. Ahora bien, esta dualidad entre explicación y
predicción no se da en las ciencias sociales. En ellas, el científico que mejor logra explicar un fenómeno social no se
halla en situación de predecirlo, y esta asimetría corresponde a que los actores sociales, sus circunstancias, pueden
contribuir a acelerar o a anular la predicción dada. Por eso diseñó Kant la estructura del sujeto cognoscente, para
explicar que, cuando la razón teórica iba más allá de lo permitido por ella, se encontraba en una situación de
dificultades insalvables, porque dentro del mundo natural rige el principio de causalidad, pero no hay modo de probar
que el mundo natural en conjunto, terreno de las ciencias sociales, tenga una causa, como tampoco lo hay de probar lo
contrario. Y de entre todas esas dificultades, a las que llamaremos antinomias de la razón, existe una que nos interesa
especialmente.
Cuando describimos las acciones de nuestros semejantes no es ilegítimo que lo hagamos en términos causales,
explicándolas en virtud de condicionamientos naturales y sociales que les llevan a comportarse de una manera u otra,
de forma que solemos afirmar que “las circunstancias obligaron a Fulano a actuar como lo hizo”, llegando en ocasiones
a excusarle, otorgándole lo que llamamos el beneficio de la causalidad. El problema surge cuando nos aplicamos el
mismo beneficio a nosotros mismos, de forma que eludamos siempre la responsabilidad moral de nuestros actos. Esto
es, en palabras de Sartre, “ lo más indigno que un ser humano podría hacer, pues equivale a renunciar a su condición de
tal, situándose por debajo de su propia dignidad” , ya que, ahora en las de Kant, “
dimito de mi condición de persona,
capaz de actuar libremente, pasando a concebirme como una cosa más, sometida a la ley de causalidad que trato de
aducir a mi favor” . Esta antinomia de la causalidad y la libertad se soluciona aceptándola, pues nosotros, como
hombres, somos en parte seres naturales y en parte sociales, sometidos a la causalidad de un tipo u otro; pero
asimismo somos seres racionales, y por lo tanto, libres. Yendo más allá, la libertad de la que no podemos exonerarnos
nos lleva más allá del reino del ser, para enfrentarnos al del deber, lo que nos llevará a la siguiente cuestión, la de
¿qué debo hacer? , cuestión para la cual ya no basta con haber respondido a ¿qué puedo conocer”, porque ya no basta
con la ciencia, la cual tan solo puede suministrarnos indicaciones sobre las condiciones en las que se tiene que elegir,
pero no es capaz de elegir por nosotros.
A esta segunda cuestión dedicó Kant la “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”, la “Crítica de la razón
práctica” y la “Metafísica de las costumbres”. Esta pregunta nos introduce en un orden de cuestiones de total
trascendencia para el ser humano, el orden de la moralidad; y se trata de un orden exclusivamente humano, al que
sólo ellos tienen acceso y del que sólo ellos tendrán necesidad. Los animales, al carecer de voluntad racional, no
pueden acceder a él, y un ser supuestamente superior, como Dios, no necesitaría hacerse esa pregunta, ya que su
voluntad santa quiere el bien sin necesidad de verse movida por el deber. La del hombre, sin embargo, ni lo es ni
puede aspirar a ello, pero sí a que sea una voluntad justa; mas, como nuestra inclinación a ella puede verse desviada
por otra que tienda hacia la injusticia, necesitamos que la ley moral se nos presente bajo la forma de un deber o, como
diría Kant, de un imperativo.
No todo imperativo es un imperativo moral. Los mandatos del tipo “si quieres tal cosa debes hacer tal otra” son
imperativos hipotéticos, pero no morales, porque estos son mandatos que ordenan sin tener en cuenta ninguna otra
finalidad ulterior a conseguir con nuestra acción, son imperativos categóricos. El problema estará en señalar la fuente
de estos. Los códigos morales, como los jurídicos, nos indican qué se debe o qué no se debe hacer, pero son máximas
sociohistóricamente condicionadas y a menudo, contradictorias, y un imperativo categórico no debe ser confundido
con ellas. Tampoco podría abrazarse la ley de Dios, ya que una voluntad que se imponga sobre la mía anularía mi
libertad, sin la cual, la moralidad es imposible, porque, además de categórico, el imperativo debe ser autónomo, y esa
autonomía deriva en que sólo yo puedo dictarme a mí mismo mi propia ley moral.
Así las cosas, un ejemplo de lo que Kant entiende por imperativo categórico es “obra de tal modo que la máxima de tu
voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal”, y a esta aspiración de
universalidad de la fórmula la llamamos principio de universalización. Existen otras formulaciones que añaden otros
principios al imperativo, como la exigencia de autonomía en la fórmula “no llevar a cabo ninguna acción por otra
máxima que ésta, a saber, que dicha máxima pueda ser una ley universal y, por tanto, que la voluntad pueda a la vez
considerarse a sí misma a tenor de ella como universalmente legisladora”, que llamamos principio de
autodeterminación. Lo que el primero nos querría decir sería que ninguna máxima de conducta podría ser elevada a
ley moral si no puede ser universalizada, de forma que valga para cualquier sujeto en cualquier situación, y dicho
principio plantea, en principio, una serie de problemas, que podríamos resumir en formalismo; el principio es
formalista porque no nos propone la realización de ningún bien y se desentiende de las consecuencias de nuestros
actos, no tiene en cuenta los diferentes intereses del sujeto y obvia la felicidad humana.
Esto se supera si atendemos al hecho de que la ética kantiana no es una ética del bien, sino que se sitúa por encima de
estas. Lo que sea el bien para cada cual se halla intrínseco en sus máximas y el principio de universalización tiene por
misión proveernos de un criterio para la evaluación moral de estas. Tampoco es una ética de las consecuencias, ya que
el valor moral de nuestras máximas no se ha de medir por eso, puesto que entonces quedaría reducido a un valor
instrumental, como los imperativos hipotéticos; el valor moral depende de la intención con que las asumamos, de ahí
que defendiera que lo único realmente bueno fuera “una buena voluntad”. Más complicado resulta el problema de
conciliar la pretensión universalizadora de sus principios con la autonomía del sujeto. ¿Cómo sería posible garantizar el
consenso entre voluntades autónomas? La ética comunicativa o discursiva ha insistido en que no hay otra vía que el
diálogo entre los interesados. Esa es la razón por la que Jürgen Habermas reformuló el principio de universalización de
la siguiente forma: “en lugar de considerar como válida para todos cualquier máxima que quieras convertir en ley
universal, somete tu máxima a la consideración de los demás con el fin de hacer válida discursivamente tu pretensión
de universalidad”. De todas formas, aun cambiando “discursivamente” por “democráticamente”, estaríamos intentando
resolver el principio por la regla de las mayorías, y la decisión mayoritaria bien podría ser injusta.
Vemos pues como la conciliación de estos dos principios se antoja complicada aún en nuestros días. Existen otras
formulaciones del imperativo que no se identifican con estos dos principios, como el siguiente: “obra de tal modo que
tomes a la humanidad siempre como un fin en sí mismo y nunca como un medio”, formulación que algunos, como
Agnes Heller, llaman principio material del imperativo, el cual se dice es el menos formal de todos ellos.
Como defensa al pretendido formalismo de la ética kantiana, habría que alegar que, aunque en este último principio,
“tomar al hombre como un fin y no como un medio” no será lo mismo hoy que dentro de un par de siglos, y Kant
pretende que el principio si se tome por igual en ambos momentos, no pecaría de formalidad porque no se
desentiende de los contenidos de la moral, sino que toma por único contenido fundamental la dignidad humana, la
cual considera que no necesita ser sometida a consenso de ningún tipo. Tampoco se olvidó de la felicidad humana ni
de los fines (como hemos dicho, el hombre constituiría un fin en sí), en el sentido que se interrogó en busca de qué
fines habrían de ser tomados por deberes, a lo que se respondió “la perfección propia y la felicidad ajena”; ahora bien,
la perfección es cosa de cada cual, y cada cual deberá procurarse la suya exclusivamente, y aunque debamos intentar
la felicidad de los demás, no será ilícito buscar la propia, por ello no estableció ninguna formulación del imperativo con
el contenido de “sé feliz”, sino que nos conmina a hacernos merecedores de ella, algo que tan sólo puede conseguirse
a través del cumplimiento del deber, no como medio para hacer acopio de ella, sino como fin en sí.
Ahora bien, ¿no sería demasiado cruel eso de cumplir el deber por el deber? ¿No cabría confiar en que nuestro
esfuerzo moral obtenga el premio de la felicidad? A estas inquietudes dedicó su tercera gran pregunta: ¿Qué me es
dado esperar? , cuestión que nos sitúa en la frontera de la ética. Este tema es tratado también en su “Crítica de la
razón práctica”, donde no añade nada nuevo a la estructura del sujeto moral, de lo que se deriva que, para Kant, la
ética será la misma tanto si hubiera algo que esperar, como si no. No obstante, estaba convencido de que el esfuerzo
moral del hombre no merecía haber sido en vano y consideraba intolerable la idea de que “el verdugo pudiese triunfar
sobre su víctima”, de forma que ofreció dos postulados de la razón práctica: la inmortalidad del alma y la existencia de
Dios.
¿Cómo interpretar esta introducción de los postulados de la razón práctica? Kant propuso la posibilidad de una “fe
racional”, en la cual Dios no sería la garantía de la existencia de la ética, sino que la ética sería la garantía de la
existencia de Dios, entendido como el “sumo bien”, gracias al cual el ejercicio de la virtud por parte de los hombres y
su ansia de felicidad podrían coincidir, y como era obvio que muchas veces esa felicidad no era alcanzada en la Tierra,
se hacía necesaria la inmortalidad del alma para hacerla posible en otro mundo después de la muerte. Además, apuntó
a la posibilidad de un “bien derivado”, por el cual los hombres podrían llegar a ser más felices en la Tierra, para lo cual
el hombre debería ser tomado siempre como un fin, y gustaba de hablar de un “reino de los fines” en el cual los
hombres se asociarían bajo las leyes comunitarias que ellos mismos hubieran acordado darse, si bien ese reino “no
pasaría de ser un ideal”, consciente de que ninguna sociedad hasta entonces lo había hecho posible. Con todo, nunca
dejó de interesarse por las condiciones que podrían hacerla posible, y se inclinó por lo que llamó una “constitución civil
republicana”, denominación que introducía una opción política personal según sus preferencias, entre las que se
encontraba el poder alcanzarla mediante una revolución cuando no fuera posible alcanzarla por medios pacíficos.
La Ilustración ha tenido muchos intentos de definición, y quizá el más extendido sea aquel que afirma que fue un acto
de confianza en sí misma de la razón humana. Hoy en día vivimos el cierre de una época, la modernidad, e
inauguramos otra que, por el momento, hemos dado en llamarla postmodernidad. Y una de las claves del sujeto
postmoderno es la desconfianza en que la racionalidad haya de hacernos más decentes o mejores, tal y como se creía
en la modernidad. Kant fue uno de los primeros en hacerse cargo de la cuestión de la inclinación a la maldad del ser
humano, y reconoció que “la tarea de enderezarlo resulta poco menos que imposible”, si bien nos dejó una
enaltecedora caracterización de la condición humana y de su ubicación en el universo, un texto que se ha dado en
señalar como la respuesta a la pregunta ¿qué es el hombre?:
“Dos cosas colman el ánimo con una admiración creciente cuanto más frecuente reflexionamos sobre ellas: el cielo
estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Ambas no las debo buscar ni limitarme a conjeturarlas, como si estuvieran
ocultas; simplemente las veo ante mí e inmediatamente las relaciono con la consciencia de mi existir. La primera
comienza por el lugar que ocupo dentro del mundo y amplía la conexión en que me hallo con una inconmensurable
vastedad de mundos y sistemas en los tiempos sin límites de su movimiento periódico. La segunda parte de mi propio yo y
me escenifica en un mundo dotado de auténtica infinitud, pero que sólo es penetrable por medio del entendimiento, y con
el cual me reconozco en una conexión, como en el caso anterior, universal y necesaria. El primer espectáculo aniquila mi
importancia en cuanto criatura animal que ha de reintegrar el planeta; en cambio, el segundo eleva infinitamente mi
valor en cuanto inteligencia gracias a mi condición de persona, en la que la ley moral me revela una vida independiente de
la animalidad, por cuanto cabe inferir de la determinación de mi existencia conforme a un fin mediante semejante ley
abierta a lo infinito” .
Además, también nos advirtió de los peligros que acechan a la ciencia y la moral: “nuestra contemplación del mundo
se originó con el más espléndido panorama que pueda brindarse a los sentidos y terminó en la astrología. La moral
tomó origen en el más noble atributo de la naturaleza humana y terminó en el fanatismo”. No ha lugar a culparlo de
incoherencia; como todo hombre, fue hijo de su tiempo, y en su obra se dieron cita las ambigüedades y tensiones
propias de la Ilustración, todo sea que, como afirmó Kolakowski: “ acaso no tengamos otro remedio que vivir escindidos
entre dos pretensiones irreconciliables” .
El ámbito de la moralidad. Ética y moral
La ética es la disciplina que estudia nuestra conducta desde la perspectiva del bien, el deber o el valor, calificándola de
buena o mala, debida o incorrecta, valiosa o sin valor moral según ciertos criterios; este discurso es conocida con dos
nombres: ética y moral, los cuales provienen de distintas raíces etimológicas, pero antes de analizar este hecho,
conviene explicar de dónde nace este discurso, para lo que vamos a utilizar el texto “ Historia de la ética” , de Alasdair
McIntyre:
“En la sociedad reflejada en los poemas homéricos, los juicios más importantes que podían formularse sobre un hombre
se referían al modo en que cumplía su función social. La palabra ‘agathós’ , antecesora de nuestro ‘bueno’ , fue
originariamente un predicado vinculado específicamente con el papel de un noble homérico. Este concepto presupone un
cierto tipo de orden social. En una colección de poemas atribuidos a Teognis de Megara encontramos sorprendentes
cambios en el uso de ‘agathós’ . Ya no se le puede definir en términos del cumplimiento en una forma aceptada de una
función admitida porque ya no hay una sociedad única y unificada. El sustantivo homérico ‘areté’, traducido como
‘virtud’ , se le otorgaba a un hombre que cumplía la función que le era socialmente asignada, pero aquí, denotaba ciertas
cualidades humanas que podían separarse por completo de su función social. La idea de un orden moral único se ha
derrumbado” .
Es en este cambio donde surgen las cuestiones de qué cualidades desearíamos encontrar en un hombre o en qué
consiste la justicia. Fue entonces cuando surgió el debate que nos ocupa. Sigamos pues con el análisis etimológico de
ética y moral analizando las conclusiones de José Luis López Aranguren; “ética” deriva del griego “ êthos” y “
éthos” . La
primera acepción, posee dos sentidos: el más antiguo alude al “lugar donde se habita”, significado que fue
evolucionando hasta designar el lugar, interior, desde el que se vive, el carácter. Por otro lado, Platón y Aristóteles
derivaron el sentido de “ êthos” al de “éthos” , costumbre, y lo acercaron al significado de “ héxis” , hábito que se
adquiere a través de la repetición. El carácter aquí sería fuente de nuestros actos y, a su vez resultado, de ellos. Más
tarde, “êthos” y “éthos” fueron traducidos al latín por la palabra “ mos” , de la que proviene nuestra “moral”. En la
traducción prevaleció el significado más moderno, el de costumbre o hábito, con lo que la reflexión ética se fue
deslizando el plano íntimo del carácter al público de los hábitos. Así, se establece un círculo: nuestros hábitos, actos,
dependen de nuestro carácter, pero el carácter se forma a través de nuestras decisiones, de nuestros actos.
Hasta aquí, ética y moral vendrían a ser sinónimos, en los cuales estarían incluidos tanto la moral vivida, “ ethica utens” ,
como la reflexión sobre ella, “ ethica docens” . Mas, si durante mucho tiempo las fronteras entre el filósofo moral, cuya
labor es teórica, y el moralista, la cual es reformar y alentar la práctica moral, han sido difusas, las diferencias entre
uno y otro permiten distinguir entre ética y moral. Esta distinción se basa en el hecho de que, aunque el filósofo moral
reflexiona sobre la vida práctica, no por ello tiene que jugar el papel del moralista, sino que puede limitarse a una
reflexión teórica general sobre el fenómeno de la moralidad. Podemos decir, pues, que la moral hace referencia directa
al comportamiento humano y a su calificación, bajo los distintos códigos o principios que tratan de regular estas
acciones, mientras que la ética sería aquella rama de la filosofía que discurre sobre la vida moral, sin el propósito de
prescribir ni aconsejar como los códigos o principios morales, sino reflexionando sobre ellos para ver cómo funcionan.
En este sentido, Adela Cortina explica que la ética “supone un segundo nivel reflexivo acerca de los ya existentes
juicios, códigos y acciones morales”. Se nos revela así como un saber teórico-práctico porque, aunque adopta la
adecuada distancia respecto a la acción para su estudio, guarda la suficiente relación con ella como para advertir que,
en palabras de Aristóteles, “no estamos investigando qué es la virtud por saberlo, sino para ser buenos”.
De esta manera, el uso de moral suele ser el de un calificativo, que se refiere al bien, al deber o al valor, en
contraposición con inmoral , que sería lo malo, lo indebido o lo menos valioso (pero nunca lo “no” valioso para este
sentido). Sin embargo, antes de llegar a este enfrentamiento, es importante observar otros en los que moral puede
contraponerse a otros términos que nos revelan significados previos a esta distinción y más radicales en sus términos:
a) En primer lugar, la amoralidad supone la supresión de la dicotomía a la que nos referíamos al principio. Un
sujeto amoral es aquel que no se hace cuestión de la alternativa y pretende situarse “más allá” o “más acá”
de la misma:
Más acá de la alternativa es no hacerse cargo de la misma. Para ello, Soren Kierkegaard presentó al
hombre del estadio estético, aquel que realiza sus elecciones desde la indiferencia, en su obra “ O lo uno o
; con él, trató de mostrar cómo no elegir supone también un modo de elección, sólo que en
lo otro”
sentido indirecto. Así pues, razona que quien sólo elige estéticamente, se coloca a merced del capricho,
dejándose llevar por los impulsos o dejándose hacer por la sociedad, y, en palabras suyas, “quien se
pierde en su pasión pierde menos que quien pierde su pasión”. En este sentido, apuntaba Fernando
Savater cuando decía “el indiferente es cosa entre las cosas: sabe que de las cosas no puede esperarse
nada, porque todas dan lo mismo, y él no se siente llamado a introducir apasionadamente en ellas las
debidas distinciones”.
Más allá de la alternativa es la postura en la que pretendió situarse Friedrich Nietzsche, para quien el
perdón nace de la cobardía y el ideal de igualdad del temor a lo superior. En lugar de una moral reactiva,
la cual “no pretende nada en principio y es propia de espíritus sometidos”, propone la moral de alguien
“poderoso, plantado en sí mismo, que quiere ser señor”, frente a la moral común, la figura del
superhombre y frente a normas universales, el amor propio. Resulta evidente que su obra “ Más allá del
bien y del mal” pretende una redefinición del bien y del mal, una nueva jerarquía de valores.
Para Adela Cortina, si ya es complicada situarse más allá o más acá de la moralidad desde un punto de vista
individual, tampoco se han dado, según los estudios de antropología cultural, sociedades en las que no exista
un sistema de normas vinculantes para todo el grupo, con lo cual, la amoralidad debería entenderse como un
problema más psicopatológico que ético.
b) Atendamos ahora al término “ desmoralizado ”. La vida moral no consiste sólo en obrar bien, sino en
mantener, en medio de las dificultades, el ánimo suficiente para afrontarla, lo que no alude a un optimismo
radical que rehúya lo malo que pueda haber en ella, sino de un temple que se mantiene a pesar de ello,
tratando de contrarrestarlo. El sentido que adquiere “moral” cuando se contrapone a
“desmoralizado” viene a ser el de “fuerza para vivir”, fuerza que habrá de emplearse en el bien o en el mal,
sin la cual, ni uno ni otro pueden realizarse. Así pues, identificamos una especie de energía neutra, ni buena ni
mala, que nos empuja a actuar de una forma u otra, moral o inmoral, con lo que la ausencia de ella vendría a
identificarse con este término. José Ortega y Gasset diría acerca de esto: “un hombre desmoralizado es un
hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive si
vida, no creo, ni fecunda, ni hinche su destino”. Vendría a identificarse mucho con la postura de Kierkegaard
de situarse más acá de la moral, pero sin pretenderlo, sin que exista en voluntariedad de situarse en este
estado, como ocurre con la idea kierkegaardiana.
Hagamos un apunte aquí. Existe en este tema de la elección algo fundamental para la ética, y fue Aranguren quien,
siguiendo las sugerencias de Ortega y Gasset y los planteamientos de Xavier Zubiri, quien subrayó la importancia de
este aspecto, refriéndose a él con el concepto de “ moral como estructura ”. Una de las diferencias básicas entre el
hombre y el resto de los seres vivos, diría Erich Fromm en “ El miedo a la libertad”, es que estos se hallan ajustados al
medio, mientras que el hombre se presenta a menudo fuera de lugar, esto se pone de manifiesto cuando ante
estímulos similares, la respuesta del resto de seres se puede predecir, puesto que su equipamiento biológico le
proporciona respuestas instintivas, ante las que no caben alternativas. Sin embargo, al hombre ningún aspecto de la
realidad le viene ofrecido inequívocamente; al tener la capacidad de dar diferentes respuestas y crear a su vez diversas
propuestas, tiene que interpretar la realidad y elegir entre las posibilidades que se le presentan, lo que le comporta
una vida inestable. Esto es lo que Ortega y Gasset quería poner de relieve cuando afirmó que “el hombre está
condenado a ser libre. Condenado porque no se ha creado a sí mismo y, sin embargo, porque una vez arrojado al
mundo es responsable de lo que hace”. Como animal, la vida nos ha sido dada, pero, a diferencia de ellos, no nos ha
sido dada hecha, teniendo cada cual que ser su propio novelista, e inventar su propia vida. Es a esa obligación de tener
que escoger a lo que Zubiri y Aranguren llamaron moral como estructura. Más tarde, el hombre estructuralmente
moral puede conducirse debida o indebidamente, moral o inmoralmente, que es a lo que llamaron moral como
contenido , ya que el hombre, aun estructuralmente moral, no se encuentra directamente humanizado, sino que ese
trabajo de humanización es una tarea específicamente moral, la cual es capaz de llenarlo de un contenido, ya sea
moral o inmoral, humano al fin y al cabo.
Al destacar la forzosa libertad humana hemos puesto de relieve la posibilidad de que, aunque el hombre se piense
libre, su conducta se encuentre sometida a un determinismo . De este problema se ocupó Immanuel Kant en su “ Crítica
de la razón pura”, concluyendo en la imposibilidad, para la razón teórica, de resolverla, pues, por más que nuestra
conciencia nos presente libre, no podemos llegar a saber si esa conciencia es o no una ilusión y, por eso, la libertad
será asunto de la razón práctica. Y lo será porque es condición de posibilidad de la vida moral, puesto que no sería
posible exigir responsabilidad moral a quien carece de libertad, la cual se nos presenta como requisito indispensable de
la moralidad, su razón de ser. Aranguren finalizaría afirmando que frente a lo dado y el orden del “ , el hombre
ser”
trata de establecer el “ , y que, aunque estuviésemos determinados y tal intento estuviera abocado al
deber ser”
fracaso, el hombre no puede renunciar a él.
Todo esto no quiere decir que el hombre no se encuentre sometido a varios condicionamientos . Pero ante este hecho,
distinguimos entre conductas deliberadas y compulsivas , sin descuidar que la falta de deliberación puede ser también
imputable al hombre. Además, aunque podamos excusar a alguien de su conducta en virtud de una serie de
circunstancias, este “ beneficio de la causalidad ”, como lo ha llamado Javier Muguerza, debe ser aplicado siempre en
pasado y nunca en futuro o para excusarnos a nosotros mismos, puesto que estaríamos eludiendo nuestra
responsabilidad y nuestra propia condición de ser humano, algo que Jean-Paul Sartre no dudó en calificar de “mala fe”.
En definitiva, existe una diferencia entre el condicionamiento, el cual no implica ausencia de libertar, y el
determinismo, donde esto sí ocurre. Y es que, lejos de concebir la libertad como la ausencia de límites, es en el seno
de estos donde debemos realizarla, y sólo cuando los límites sobrepasan cierto grado, hablamos de conducta
coaccionada, puesto que la falta de límites no permite nuestra realización, sino que nos extravía y, al carecer de
referencias, no sabemos hacia dónde dirigirnos.
Volviendo al tema de la dicotomía inicial, la de moral‐inmoral , es a partir de la condición de moral como estructura
cuando el hombre trata no sólo de ajustarse a la realidad, sino de hacerlo de la manera en que lo prefiere, que es a lo
que Zubiri y Aranguren llamaban moral como contenido, contenidos que suelen venir ofrecidos por los códigos
culturales; hay que atender al hecho de que, en la medida en que el hombre no se abandone a la normatividad
socialmente vigente, y aun cuando concuerde con ella, habrá de asumirla personalmente si es que la ley que quiere
seguir es la que se da a sí mismo y no una externa, por la cual se instalaría en la moral cerrada de Henri Bergson, o si
no quiere ser producto de la presión social (cayendo en lo que Martin Heidegger llamó la banalidad del “ das Man” , del
“se”: se dice, se hace, se comenta...). Conviene señalar que la moral como contenido no es necesariamente una ética
material , a saber, práctica, sino que también puede venir constituida por una (o teórica): mientras que
ética formal
algunos códigos morales regulan con detalle el contenido de nuestro comportamiento, en ocasiones, los principios
morales a los que pensamos que debemos atenernos son formales (o como lo dijo Leszek Kolakowski, “éticas sin
código”). El caso ejemplar lo ofrece Kant con su imperativo categórico, con el cual no establece qué hemos de hacer,
sino tan sólo cómo hemos de obrar para que nuestro comportamiento sea moral. De este modo, la moral como
contenido se hace formal, es decir, vacía de contenido, hasta el momento en el que evaluamos un acto concreto o una
vida entera, momento en el que podemos hablar de moral como contenido moral o moral como contenido inmoral.
Es momento de hacer otra parada en nuestro discurso, y es que, para Aranguren, junto a la moral como estructura y
como contenido, aparece la moral como actitud , la cual es guiada por la conciencia, que se encuentra sometida está a
múltiples condicionamientos, y a la ética en última instancia; la conciencia puede y debe abrirse al diálogo para tratar
de desenmascarar sus autoengaños (actitud fruto del alumbramiento de la filosofía de la sospecha por Paul Ricoeur),
pero al final, es la última baliza irrebasable de la moral, lo que nos lleva a un individualismo ético que insiste en que el
individuo es el único e insustituible protagonista de la moral. Este individualismo no olvida que el individuo está
socialmente mediado y por ello no incide demasiado en la soledad de la conciencia, pues incorpora en sus términos el
diálogo con los demás, y será esa apertura la que posibilite que el individuo no tenga por qué desentenderse de los
otros, pues el que la decisión moral se ejerza de manera solitaria no quiere decir que no pueda ser solidaria.
En este contexto, cabe la exposición del caso planteado por Max Weber, en el que se contrapone la ética de la
intención a la de la responsabilidad . La primera asimila la ética kantiana y se movería por principios incondicionados,
con independencia de los resultados y sin ningún cálculo de las posibles consecuencias; pero esta no sirve para ciertas
funciones, como la del político, que aunque no carezca de principios, ha de estar atento a las consecuencias de sus
acciones, conforme a una ética de la responsabilidad. Y mientras la primera resulta políticamente inoperante, la
segunda puede introducir al político en la peligrosa vertiente de la violencia y el mal, pues “ninguna ética puede eludir
que para conseguir fines buenos hay que contar con medios moralmente dudosos, con la posibilidad de consecuencias
moralmente malas”.
Este dilema de Weber podría solucionarse atendiendo a la “ Fundamentación para una metafísica de las costumbres” , en
la que Kant insiste en que no hay nada que pueda considerarse bueno sin restricción a no ser una buena voluntad. Con
esta premisa quizá sea posible desmarcar la ética de la responsabilidad de una ética de los resultados, aunque no por
ello se la exime de la búsqueda de los fines que estime moralmente deseables y que se deben lograr, sólo que la
moralidad de la acción no reside en el resultado, pues al valor de la buena voluntad “nada puede añadir ni mermar la
utilidad o el fracaso”. De ser así, no se trataría de dos tipos de ética, una para el común de los mortales y otra para los
políticos, pues estos se encuentran tan sometidos a principios éticos como los demás, sino de las siempre complicadas
relaciones entre ética y política.
Acabando con nuestra breve exposición de la ética, hablemos ahora del debate que suscita su reflexión dirigida hacia sí
misma; habíamos afirmado que la reflexión filosófica sobre la moral no tiene un carácter normativo, aunque ello no
implique refugiarse en un plano incomunicado con ella, pues, aun cuando no intente dirigir la acción directamente, su
crítica no deja de tener incidencia en las formas de actuar; esta situación es la que produce la distinción entre ética
normativa y ética crítica, o metaética: