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MÓDULO I: TEORÍA

GENERAL DEL PROCESO


TEMA 1: FUNDAMENTOS DE
DERECHO PROCESAL

Prof. Dr. Lorenzo-Mateo Bujosa Vadell


1. INTRODUCCIÓN
Cuando nos referimos a los fundamentos de Derecho Procesal queremos
hacer referencia a aquellos elementos basilares sobre los que se asientan el concepto,
las instituciones y los principios que conforman nuestra disciplina. Son estas bases lo
que debemos identificar en este primer tema, partiendo naturalmente de las
construcciones doctrinales que fueron construyendo esta especialidad, en particular
desde la segunda mitad del siglo XIX, pero teniendo en cuenta que debemos valorar
hasta qué punto podemos asumir su vigencia en un entorno social muy distinto, mucho
más acelerado e interrelacionado y con una profusión de poderes reales que influyen en
el Derecho, en su interpretación y en su aplicación.

La mayoría de edad del Derecho Procesal, como construcción científica, en


la más amplia de las acepciones de “ciencia”, vino dado cuando se empezó a elaborar
un orden pretendidamente sistemático de ideas, por supuesto interrelacionadas entre
sí, y con una estructura lógica y completa. Con ello ya se superaba la recopilación de
meras instrucciones para una actuación más o menos exitosa en el ámbito forense, y
asimismo el comentario de los preceptos procesales, cuya pujanza tuvo su justificación
inmediata al paso en que se iban incorporando a los ordenamientos jurídicos esas
magnas obras a las que todavía llamamos códigos, con su declarada intención de
completitud, de previsión -explícita o implícita- de cualesquiera cuestiones necesarias
para la regulación efectiva de la articulación de los procedimientos encaminados a la
resolución de reclamaciones fundadas en el Derecho.

Muchas son las transformaciones que el contexto económico y social ha


operado en el tejido sobre el que el Derecho actúa y, desde luego, el Derecho Procesal
no ha permanecido indiferente a esos cambios esenciales. Junto a una persistente
preocupación por la eficacia de las normas procesales, en los países de nuestro entorno
geográfico o/y cultural han sido determinantes de la posición del Derecho Procesal en
el conjunto normativo, y asimismo de su contenido, la aparición en la escena jurídica de
Constituciones vinculantes -no ya catálogos programáticos de buena voluntad- y niveles
supranacionales que también influyen en la configuración y el entendimiento de las
normas que nos ocupan en este Máster, y que como es obvio debemos tener en cuenta.

Todo ello viene condicionado, cómo no, en la particular posición que las
normas procesales ocupan en el panorama normativo, pues no se trata de una rama
más del ordenamiento, sino de una disciplina de cierre, de garantía del ordenamiento
jurídico, como decía ALMAGRO. Con lo que, ante las patologías en la aplicación ordinaria
de las normas materiales, es necesario impetrar la actuación procesal, con lo que la
eficacia del conjunto dependerá de una adecuada configuración y funcionamiento del
Derecho Procesal.

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2. LA CONSTITUCIONALIZACIÓN DEL DERECHO
PROCESAL
El entronque constitucional del Derecho Procesal aparecerá repetidamente
en los temas que siguen, porque ha supuesto un cambio trascendental para la
comprensión del conjunto de normas que componen nuestra especialidad. No se
entiende el Derecho Procesal sin atender a la propia Constitución y a aquellos órganos
que en cada país se han establecido para la interpretación de las normas procesales a la
luz de los principios y garantías constitucionales, en particular los Tribunales o Cortes
Constitucionales -o Tribunales Supremos con funciones de control último de
constitucionalidad-.

Pero esa vinculación es aún más directa cuando nos damos cuenta de que
es en la parte orgánica de las Constituciones donde se configura el basamento para que
determinados órganos que satisfagan determinadas garantías tengan unas funciones
particularmente decisivas para la satisfacción de intereses jurídicamente relevante
según los criterios fijados en términos generales y abstractos por el ordenamiento
jurídico. Por otro lado, la consolidación del Estado moderno supuso una paulatina
implementación de la prohibición de ejercer la venganza privada a cambio de ofrecer
cauces pautados y más o menos eficaces para responder ante desconocimientos -
amenazas o vulneraciones- de derechos subjetivos y de intereses legítimos. Para ello se
concibe, desde la propia Constitución, una vía específica en la que se combinan ambas
perspectivas y que debe responder a determinadas salvaguardias, proclamadas en el
propio texto constitucional y, normalmente, configuradas como derechos
fundamentales, es decir, contenida en la sección de más potentes salvaguardias, lo que
nos indica la alta relevancia jurídica que las caracteriza.

Con ello tenemos una manifestación evidente del reforzamiento de las


garantías procesales, que debe enlazarse con todas las consecuencias con el ejercicio de
un derecho fundamental al acceso a la jurisdicción, y por tanto, con unos determinados
órganos que la propia Constitución prevé -por lo menos embrionariamente, para su
posterior desarrollo en normas de rango inferior, pero con la suficiente estabilidad
orgánica, a pesar de las excesivas reformas que caracterizan las distintas ramas del
Derecho casi sin excepción.

Podemos afirmar que la constitucionalización del Derecho Procesal es una


característica esencial que no debe perderse de vista en el estudio de cualquier aspecto
de los que van a ser expuestos. La Constitución, como verdadera norma jurídica, opera
un efecto irradiador en los niveles normativos inferiores, por mucho que los jueces y
magistrados estén obligados a aplicar la ley en los casos concretos. Desde luego, el
carácter vinculante de las normas constitucionales no puede convertirse en patente de
corso para desconocer los productos del legislador ordinario, pero estas leyes formales,
u otras normas con el mismo rango, deben ser leídas, interpretadas y aplicadas desde el
prisma constitucional y, si eso fuera imposible, deben ser puestas en discusión a través

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de las vías que cada ordenamiento establezca, como en España ocurre con la cuestión
de inconstitucionalidad, de evidente inspiración italiana.

3. LA INTERNACIONALIZACIÓN DEL DERECHO PROCESAL


Decía CAPPELLETTI, cuando trazaba la fenomenología del Derecho Procesal
en el siglo XX, que uno de los rasgos destacados, especialmente a partir de la segunda
postguerra mundial, fue la internacionalización. Y en efecto, fue entonces cuando se
procedió a formula no sólo declaraciones de internacionales de derechos -algunos de
ellos con indiscutible contenido procesal, sino también verdaderas normas de hard law,
convenios internacionales firmados y ratificados por numerosos Estados, muchos de
ellos con fructíferas proclamaciones de garantías procesales, de las que con el tiempo
se ha construido un enorme acervo que constituye un mínimo común fundamental a
respetar en el contexto internacional.

Si no perdemos la perspectiva de los tiempos, se nos hará patente lo


llamativo que fue acompañar alguno de esos textos internacionales con la creación de
algunos órganos específicos -y además con la asignación de algunas funciones nuevas a
órganos preexistentes- encargados de la interpretación y la aplicación de los derechos
contenidos en estas convenciones internacionales. Todos estamos pensando en el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos (órgano permanente y complejo en la
actualidad, que sustituye a la Comisión Europea de Derechos Humanos y al Tribunal
Europeo originarios), en la Comisión Interamericana de Washington y en la Corte
Interamericana de San José de Costa Rica. Es loable la construcción paulatina de una rica
y avanzada jurisprudencia de la que han bebido, no sin razón, todas las cortes
constitucionales internas, así como otros tribunales de inferior rango. Así, por ejemplo,
un concepto constitucional de contenido jurídicamente indeterminado como el
“derecho a un proceso sin dilaciones indebidas” ha sido llenado de sentido a partir de
los parámetros fijados por el Tribunal Europeo. Hay, así pues, un diálogo multinivel
enriquecedor también en la conformación de las garantías básicas del proceso.

Pero el camino de la globalización ha seguido derroteros aún más intensos


con la creación de determinados órganos encargados de evitar la impunidad en
crímenes internacionales especialmente odiosos. Así lo hizo el Consejo de Seguridad con
el Tribunal para la exYugoslavia o con el Tribunal encargado de enjuiciar el genocidio de
1994 en la pequeña Ruanda. O, con mayor ambición, la reunión de plenipotenciarios en
Roma en julio de 1998, que lograron elaborar un código penal de crímenes
internacionales, crear una organización también compleja que conocemos
abreviadamente como Corte Penal Internacional o componer toda una compleja red de
reglas destinadas a asegurar la cooperación de los Estados con los órganos
específicamente creados. Se trata, como se sabe, del Estatuto de Roma y de la Corte
Internacional.

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Todo ello, además sin obviar la imperfecta pero fascinante construcción de
un Espacio Judicial Europeo, paso a paso, con normas de armonización normativa entre
los distintos Estados miembros de la Unión Europea y, a la vez, de simplificación de la
cooperación policial y judicial entre estos mismos Estados. Con ello se han conseguido
articular unos mínimos normativos comunes que son importantes en sí mismos, pero
que tal vez algún día puedan ser considerados el embrión de modelos procesales de
alcance continental, pero que los actuales zarandeos de la realidad política europea no
permiten vislumbrar como inminentes, sino más bien aún cercanos a la utopía.

4. LA VIGENCIA DE UN TRÍPODE MENOS DESVENCIJADO


A pesar de que los autores que se han acercado a estas cuestiones
fundamentales del Derecho Procesal de maneras diversas e incluso llamativamente
divergentes, con lo que es evidente que las bases de nuestra disciplina han estado casi
en perpetua discusión, propugnamos aún la utilidad de los conceptos clásicos, leídos de
manera contemporánea con los parámetros que acabos de apuntar. Tenemos la
convicción de que es conveniente desmenuzar los fundamentos del Derecho Procesal
teniendo en cuenta que se trata de un conjunto normativo dinámico, desde una
perspectiva “postpositivista” atenta a la práctica social, y en buena medida superadora
de la confrontación tradicional entre iusnaturalistas y positivistas, para situarnos en una
concepción en la que es importante tener en cuenta las normas positivas, pero también
su justificación moral externa, que no tiene nada de arbitraria, sino que está configurada
por los valores y los fines fijados por la propia Constitución, norma suprema a su vez
abierta a las exigencias supranacionales contenidas en las convenciones y en las
interpretaciones de los órganos específicamente creados para su aplicación.

Para ello debe traerse, sin duda, a colación que los órganos que el Estado
predispone para esa delicada labor están entroncados en la propia configuración
constitucional, con la función específica de responder al ejercicio de derechos subjetivos
públicos de rango fundamental y a través de un cauce que no es de configuración
indiferente, sino que aún permitiendo distintas posibilidades de concreción debe
respetar las garantías constitucionales esenciales.

No se trata de elementos absolutos, sino adaptables a las realidades


contemporáneas, sin perder su sentido último. Pero deben servir de elementos
esenciales de comparación para aquellas experiencias que están extendiéndose en la
actualidad jurídica comparada, por ejemplo, a través del reconocimiento de medios
alternativos o complementarios de resolución de controversias (MASC), de aplicación
de sistemas heterocompositivos extraestatales (como el arbitraje) o la flexibilización de
las otrora imperativas normas que rigen el proceso, y que especialmente a partir de las
reformas Woolf en Inglaterra o de su incorporación híbrida en Portugal o en Brasil
permiten negocios jurídico-procesales o una ampliación destacada de la
discrecionalidad procesal a la hora de seguir las normas procedimentales.

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4.1. LA JURISDICCIÓN EN SU VERTIENTE DINÁMICA

Es inevitable resaltar que estamos ante instituciones de Derecho Público,


aunque el contenido de fondo trate sobre cuestiones o controversias particulares y
privadas. Aun cuando se reclame el cumplimiento de un contrato de compraventa ante
los órganos jurisdiccionales se pretende una actuación del Estado, una respuesta
encauzada y justificada que redunde en la paz social. Son evidentes intereses públicos y
aún, como de inmediato recordaremos, poderes públicos los que deben ponerse en
funcionamiento para dar una respuesta de relevancia constitucional y por tanto también
pública. Naturalmente, tampoco esta conclusión ha sido pacífica durante mucho tiempo
por lo que se refiere al Derecho Procesal Civil. Pero en la actualidad es difícil de discutir
que la actividad de los Juzgaos y los Tribunales es una actuación pública, por muy
anfibológica que pueda considerarse este adjetivo -lo cual nos permitiría afirmar que es
una actuación pública en varios sentidos-.

Nos interesa en este apartado detenernos brevemente en el análisis de la


Jurisdicción, no tanto como potestad constitucional, configurada como decíamos en la
parte orgánica de la Constitución por lo menos en cuanto a sus elementos esenciales -y
también respecto a algunas excepciones-, sino más bien en la jurisdicción en su
perspectiva dinámica o de funcionamiento, es decir, en la función jurisdiccional que
corresponde a todos los Juzgados y Tribunales. Es lo mismo que preguntarnos por el
significado profundo del verbo “juzgar” -y, en consecuencia, de su correlato “hacer
ejecutar lo juzgado”-. Cuestión polémica donde las haya, lo cual es frecuente respecto a
las grandes preguntas sobre los fundamentos del Derecho Procesal. No corresponde al
nivel de profundidad que hemos trazado para este Máster poner en discusión a los
dignos autores que se han enfrentado a esta pregunta (“¿De que hablamos cuando
hablamos de ‘juzgar’?”) con sus respuestas encontradas, en las que se subrayan unos u
otros elementos y se refuerzan con intrincadas argumentaciones.

Sírvanos para el propósito de profundizar mínimamente en el estudio del


Derecho Procesal la esquematización en la que podemos distinguir aquellos que se fijan
en la protección de situaciones subjetivas de ventaja (derechos subjetivos e intereses
legítimos) y aquellos que entienden que los Jueces y los Tribunales a lo que se dedican
es a aplicar el Derecho objetivo a los casos concretos. Si se nos permite continuar en
esta simplificación, podríamos añadir que ambas posturas pueden tener parte de razón,
si pensamos que lo que las normas objetivas hacen es disponer de manera general y
abstracta -también con excepciones de normas ad casum- cómo satisfacer los derechos
subjetivos e intereses legítimos, que lo son precisamente por su reconocimiento
normativo. Así podríamos decir que los Juzgados y Tribunales cuando actúan lo que
deben hacer es satisfacer (dar respuesta) a las pretensiones y a las resistencias basadas
(con mayor o menor rigurosidad y acierto) en las normas jurídicas aplicables al caso y
eso, en último término de manera irrevocable (en algún momento del procedimiento)
como exigen los criterios de certeza y de seguridad jurídica inherentes al ordenamiento
jurídico.

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Uno de los debates a los que ha dedicado tiempo la doctrina al profundizar
en el concepto y caracteres esenciales de la jurisdicción ha sido sobre su carácter relativo
o absoluto. La mayoría -como nosotros mismos- se ha pronunciado a favor de enlazar la
comprensión de la jurisdicción con el concepto de Estado, mientras que otros ilustres
procesalistas (SERRA DOMÍNGUEZ) mostraron su favorabilidad por un concepto más
amplio de jurisdicción, y por tanto absoluto (válido para cualquier tiempo y lugar). Nos
parece que esta concepción amplia, aunque correcta, es poco útil a los fines del examen
del funcionamiento de los órganos jurisdiccionales contemporáneos, porque no
introduce ningún criterio de valor condicionante, lo cual entendemos fundamental en
un Estado constitucional.

Por consiguiente, nuestro concepto de jurisdicción implica que, desde el


punto de vista estático, es decir, de conformación constitucional de los poderes del
Estado, la jurisdicción se caracteriza por su imprescindible independencia, que se refleja
en la vertiente dinámica (función jurisdiccional) como condición de imparcialidad, como
nos enseñó CALVO SÁNCHEZ. Lo que se predican como caracteres de la jurisdicción giran
en torno a estos núcleos duros y merecen una atención específica.

4.1.1. Independencia

Por mucho que hayan evolucionado los tiempos, desde el punto de vista de
la independencia sigue siendo importante la concepción de separación de poderes
enunciada por los grandes teóricos ilustrados y, principalmente por el barón de
Montesquieu. Separación de carácter más político que estrictamente jurídico, por tanto
como equilibrio de poderes con el fin de que el poder limitara el poder y asegurara así
el ámbito de libertad del ciudadano. Si el poder ejecutivo y el legislativo cumplían -y
cumplen- una función político social de representación, no era -y sigue sin ser- así para
lo que globalmente podemos considerar como poder judicial, aún a sabiendas de que
individualmente cada órgano jurisdiccional ejerce no un poder, sino una potestad
enmarcada y fundamentada en la propia Constitución política. Es así por lo menos en
los países en que los jueces no son elegidos en sufragios populares, en los que su
legitimación les viene no sólo por su origen -por un sistema de elección objetivo basado
en el mérito y capacidad- sino también -y sobre todo- por su funcionamiento –
“legitimidad a través del proceso” como afirmaba LUHMANN-.

Así pues, como en MONTESQUIEU la jurisdicción justifica su posición


constitucional por su independencia, por no depender ni del poder ejecutivo, ni del
poder judicial, por mucho que no implique el ejercicio de un poder social y político, sino
de una potestad configurada jurídicamente y fundada en la Constitución. Lo que ya no
es válido en el entorno jurídico actual es entenderla como “la simple boca que pronuncia
las palabras de la ley” – lo cual tendría directas consecuencias en los tiempos en que
estamos valorando la posible objetivación de las decisiones judiciales a través de
algoritmos matemáticos que den paso a un papel central de la inteligencia artificial en
el proceso-. Parece claro que al decidir los órganos jurisdiccionales por lo menos ejercen
una función “casi creadora” del Derecho en el caso concreto. Así lo reconocía la

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exposición de motivos de la Ley española que en 1974 reformó el importante Título
preliminar del Código Civil, cuyo artículo primero por cierto habla aún de la
jurisprudencia como complemento de las fuentes del Derecho (art. 1.6 CC: “La
jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo
reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y
los principios generales del derecho”).

Desde el punto de vista que adoptamos en este punto es importante


subrayar que ese margen de “complementación” que corresponde a los tribunales,
cuando no de creación directa de normas jurídicas en los países en los que se ha
reconocido la figura de los precedentes vinculantes, debe responder a criterios objetivos
y no de oportunidad; atendiendo a las normas del ordenamiento jurídico -no sólo reglas,
sino también principios como justificaciones morales externas a la propia legislación
formal- deben ser interpretadas y aplicadas sin atender a criterios particulares, que no
sean los propios hechos probados del asunto sometido a enjuiciamiento. Eso es lo que
debe implicar la referencia al “sometimiento únicamente al imperio de la ley” que
aparece en el artículo 117 de la Constitución española.

Pero la independencia aparece como una característica proteica, de


complejas consecuencias, pues opera por un lado en un doble sentido: tanto para evitar
que se inmiscuyan en las decisiones judiciales los otros poderes del Estado, como para
evitar que los órganos jurisdiccionales ocupen posiciones propias de esos otros poderes
-lo que suscita el debate en torno a los frecuentísimos acuerdos de Sala no jurisdiccional,
que pretendiendo unificar criterios se acercan peligrosamente a la creación de normas
generales y abstractas propias de la legislación, sin tener legitimidad para ello; y aún con
mayor razón cuando eso se hace contra legem-. Por otro lado, tiene su sentido en el
interior de la organización jurisdiccional, como parapeto para evitar que unos órganos
influyan indebidamente en las decisiones de otros, sin que se sigan los procedimientos
prefijados por la ley -medios de impugnación-.

Además, es básica garantía de independencia el reforzamiento de la


objetividad en los sistemas de acceso y promoción de los jueces y magistrados, lo cual
veda por supuesto los nombramientos directos por parte del ejecutivo, pero también
pone en riesgo la posición de aquellos que quieren acceder a los altos tribunales si ello
condiciona su interpretación y aplicación de las normas al caso concreto, es decir, si sus
legitimas aspiraciones a una promoción personal modifican en el caso concreto su
imparcialidad por querer asegurarse las simpatías de quienes tengan el poder de
decisión sobre esos ascensos.

En un entorno donde la corrupción y la “venta de procesos” se ha


demostrado, debe darse relevancia también a la independencia económica. Los jueces
y magistrados deben tener, por su trabajo, una suficiencia de ingresos ordinarios y
públicos que refuercen su posición y que alejen tentaciones de someter las resoluciones
judiciales a criterios ilegales, particulares y, por tanto, prevaricadores.

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Por último, se contemplan en las diferentes legislaciones criterios de
incompatibilidad para los jueces y magistrados, unas veces más justificados que otras,
como por ejemplo el impedimento de militar en partidos políticos o en sindicatos

4.1.2. Inamovilidad

Históricamente la independencia se ha tenido que mostrar especialmente


frente a los intereses o veleidades del poder ejecutivo, que durante el Antiguo Régimen
o en períodos dictatoriales más recientes ha actuado quitando y poniendo jueces más o
menos favorables a su posición y a su ideología. Por eso es importante que desde el
propio texto constitucional se asegure que “Los jueces y magistrados no podrán ser
separados, suspendidos, trasladados ni jubilados, sino por alguna de las causas y con las
garantías previstas en la ley”, es decir, que quienes ocupan los órganos jurisdiccionales
como personal jurisdiscente no pueden ser removidos de sus respectivos cargos si no es
por los motivos y a través de los procedimientos que la propia ley establezca.

Y esa ley debe estar específicamente reforzada, por eso es bueno que como
en España sea una ley orgánica -que exige mayoría absoluta para su creación, y lo que
tal vez sea más importante todavía, también para su modificación-, y además una ley
orgánica específica como la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) que es la que
establece de manera reforzada, entre otras disposiciones importantes, el régimen
jurídico de jueces y magistrados.

4.1.3. Unidad

Una de las formas en que se refuerza en la actualidad la independencia es a


través del principio de unidad jurisdiccional como base del funcionamiento y de la
organización de los tribunales (art. 117.5 CE). Conviene recordar, sin embargo, que este
principio fue un insistente anhelo de los liberales decimonónicos frente a la persistencia
y profusión de jurisdicciones distintas a la estatal durante el período del absolutismo.
Como corolario del principio de igualdad en el ámbito de la organización jurisdiccional
se pretendía que fuera el mismo tipo de jueces quienes juzgaran a los ciudadanos. Ya la
Constitución de Cádiz dispuso: “En los negocios comunes, civiles y criminales, no habrá
más que un solo fuero para toda clase de personas”. Puede decirse que, salvo por lo que
se refiere a algunas concretas excepciones mantenidas por el Decreto de unificación de
fueros en 1868, fue a través de la Ley provisional para la organización del Poder Judicial
de 1870 cuando en España se conformó el régimen jurídico del juez ordinario.

Como afirma GIMENO, a partir de ese momento, la unidad desvió un tanto


su sentido para convertirse en una manera de garantizar mejor la independencia
jurisdiccional. ¿De qué manera? Pues de un modo que enlaza perfectamente con esa
pretensión de tratamiento igualitario de los ciudadanos y que en la actualidad se
establece en el artículo 122 de la Constitución, por el cual se establece, por un lado, que
la LOPJ determinará la constitución, funcionamiento y gobierno de los Juzgados y
Tribunales, así como el estatuto jurídico de los Jueces y Magistrados de carrera, que
formarán un Cuerpo único, y del personal al servicio de la Administración de Justicia. Y

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además, que el Consejo General del Poder Judicial es el órgano de gobierno del mismo,
y por ley orgánica se establecerán, entre otras particularidades, sus funciones entre las
que se encuentran los nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario.

Conviene recordar que la propia Constitución puede reconocer excepciones


a este principio, reconociendo o creando otros órganos jurisdiccionales cuya
composición y régimen es distinto al ordinario. Así se habla de “tribunales especiales
constitucionales”. En ellos la independencia se pretende garantizar de otra manera,
siguiendo las normas particulares de cada caso. Dos ejemplos en el ordenamiento
jurídico español son la llamada “jurisdicción militar” y el Tribunal Constitucional.

4.1.4. Exclusividad

La exclusividad también tiene sentido en función de la independencia de los


Jueces y Magistrados, pues se trata de una garantía de la jurisdicción por la que se
pretende que los juzgados y tribunales se dediquen en exclusiva a la función
jurisdiccional, es decir, que su función exclusiva sea la de juzgar y hacer ejecutar lo
juzgado (art. 117.3 CE). Ello no impide que el propio Estado, a través de los mecanismos
jurídicamente establecidos, pueda ceder el ejercicio de parte de su soberanía -en
concreto, el ejercicio de parte de la función jurisdiccional- a órganos supranacionales,
tales como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o la Corte Penal Internacional.
Tampoco imposibilita el reconocimiento de resoluciones judiciales externas a través de
los procedimientos previstos en la legislación procesal interna (exequatur) o a través de
vías más directas que se han ido incorporando al Espacio Judicial Europeo, como
manifestación del llamado principio de reconocimiento mutuo de resoluciones
judiciales.

Pero esta manifestación no es la única respecto a la exclusividad de juzgados


y tribunales, pues también suele hablarse de un sentido negativo porque se expresa con
una frase negativa, que procede de la Constitución misma en el apartado cuarto del
artículo 117: “Los Juzgados y Tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas
en el apartado anterior y las que expresamente les sean atribuidas por ley en garantía
de cualquier derecho”. Como es obvio las funciones principales son las de juzgar y
ejecutar lo juzgado, pero aquí también caben excepciones con la condición de que se
cumplan dos exigencias: que se atribuyan por ley formal y que materialmente garanticen
algún derecho.

4.1.5. Imparcialidad

Estamos ante otra de las garantías definitorias de la jurisdicción, hasta el


punto de que no es descabellado afirmar que un órgano que pierda su imparcialidad
deja de ser un verdadero órgano jurisdiccional. Como veíamos, si la independencia
opera en el momento constitucional de la jurisdicción, la imparcialidad es su reflejo
funcional: los Juzgados y Tribunales deben actuar imparcialmente en las actuaciones
jurisdiccionales.

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La imparcialidad tiene un evidente aspecto subjetivo, relativo al sujeto
juzgador, para el cual no es aceptable la existencia de vínculos con los demás sujetos
procesales, en particular con las partes o con sus defensores y representantes, ni
tampoco con el objeto del proceso, es decir, con la pretensión sobre la que gira la
actividad procesal en su conjunto -ni por supuesto con la eventual resistencia a esa
pretensión-. Pero la imparcialidad también tiene una dimensión objetiva, más
estructural, por la que se examina si un juez determinado ofrece suficientes garantías
para excluir cualquier duda razonable al respecto (STC 47/1982, de 12 de julio).

Es importante señalar que estamos hablando de una apariencia de


imparcialidad y no sólo de parcialidad real. El ejercicio de la función jurisdiccional no
sólo debe realizarse de manera objetiva, sino que también debe parecerlo. Eso debería
tener una implicación directa a la hora de valorar si algún juez o magistrado es o no
imparcial, y por tanto, lo ideal sería encontrar un equilibrio entre, por un lado, el
resguardo del juez o tribunal frente a intentos malintencionados de retirarlo de la causa
y, por otro, el aseguramiento de una actuación imparcial también en apariencia.

Hay diversas formas de garantizar la imparcialidad en un proceso o fuera de


él, específicamente los mecanismos de la abstención y la recusación sirven para que,
respectivamente, bien por iniciativa propia, bien por iniciativa de quien está legitimado
para ello, pueda ser retirado del proceso y sustituido por otro juzgador.

4.1.6. La predeterminación del juez legal

Con alcance de derecho fundamental, la Constitución española proclama el


derecho al juez predeterminado por la ley (art. 24.2 CE). Y ello implica la preexistencia
del órgano antes que la ley le atribuya la posibilidad de ejercer la función jurisdiccional.
Por tanto, se entiende que es básico en un Estado de Derecho que el enjuiciamiento se
lleve a cabo por órganos que en el momento de la realización de los hechos previstos
por la norma aplicable ya estuvieran creados. Eso justifica, por ejemplo, que la Ley
Orgánica del Tribunal del Jurado de 1995, en su primera disposición transitoria, relativa
a las “causas penales en tramitación” estableció: “Los procesos penales incoados o que
se incoen por hechos acaecidos con anterioridad a la entrada en vigor de esta Ley se
tramitarán ante el órgano jurisdiccional competente conforme a las normas vigentes en
el momento de acontecer aquéllos”.

El Tribunal Constitucional establece varias implicaciones de esta garantía:


“que el órgano judicial haya sido creado por una norma legal invistiéndolo de
jurisdicción y competencia con anterioridad al hecho motivador de la actuación o
proceso judicial y que su régimen orgánico y procesal no permita calificarlo de órgano
especial o excepcional” (SSTC 210/2009, de 26 de noviembre y 220/2009, de 21 de
noviembre, entre otras). Están vedados, pues, los tribunales especiales o tribunales ex
post facto.

Es fundamental que estas exigencias no se vean burladas por normas de


menor rango como las que establecen los turnos o reparto de asuntos en los casos de

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pluralidad de órganos con la misma competencia objetiva en un mismo lugar, o por
ejemplo, a través de un reparto arbitrario de las ponencias en un órgano jurisdiccional
colegiado.

4.1.7. Responsabilidad

La actuación de cualquier funcionario del Estado está sometida a la exigencia


de responsabilidad por sus actos, también para aquellos que necesariamente deben
gozar de independencia. De hecho, se ha dicho que la otra cara de la moneda de la
independencia es la justamente la responsabilidad.

Es evidente que las normas penales de cualquier país prevén tipos penales
que tienden a garantizar el cumplimiento de la función jurisdiccional sin incurrir en actos
dolosos ni siquiera culposos (cuando hay imprudencia grave o ignorancia inexcusable).
Tal responsabilidad penal será exigida por las vías penales ordinarias, en ocasiones con
alguna particularidad relativa a aforamientos o a inmunidades de detención (art. 398
LOPJ).

Pero entre la conducta ejemplar de un juez hay un margen en el que caben


acciones u omisiones que pueden generar también responsabilidad de otra clase. Así se
habla de “responsabilidad disciplinaria” cuando hay infracciones de los deberes que
obligan al personal jurisdiscente y que se encuentran configuradas en la legislación
orgánica que fija el régimen jurídico de jueces y magistrados (en España, como ya se ha
dicho, la Ley Orgánica del Poder Judicial). En esta normativa también es importante que
estén prefijadas las conductas sancionables, los órganos competentes para investigarlas
y para imponerlas, así como los procedimientos con suficientes garantías para ello.

Por otro lado, en la redacción originaria de nuestra vigente LOPJ se


contemplaba una responsabilidad civil para el resarcimiento de actuaciones
jurisdiccionales dañosas o perjudiciales, pero la previsión de una responsabilidad
objetiva por el mal funcionamiento de la administración de justicia, así como -
específicamente- por errores judiciales hizo innecesaria tal regulación.

4.1.8. La pluralidad de jurisdicciones y la necesidad de delimitación

En la exposición anterior, salvo algunas referencias puntuales, hemos


partido de una consideración limitada: la jurisdicción como expresión fundamental de
la soberanía de un Estado. Pero, como es evidente, la comunidad internacional está
formada por una amplia pluralidad de Estados y por tanto implica una concurrencia de
jurisdicciones. Desde una perspectiva miope un Estado determinado puede organizar
sus juzgados, tribunales y procesos como si no hubiera otros en el mundo; pero en una
sociedad interconectada y globalizada no es realista esa visión porque supondría una
continua fuente de conflictos. Por ello, se impone la necesidad de establecer, de manera
suficientemente flexible, la extensión y límites de la jurisdicción en cada uno de los
Estados, y, a su vez, la aplicación de mecanismos jurídicos que eviten en la medida de lo

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posible situaciones de injusticia material manifiesta con el doble enjuiciamiento de la
misma persona por el mismo hecho o la impunidad de determinados crímenes graves.

4.2. LA ACCIÓN COMO DERECHO FUNDAMENTAL A LA


JURISDICCIÓN

Por mucho que el concepto de acción haya sido discutido como ningún otro
en el ámbito del Derecho, consideramos que todavía tiene una importante misión si se
reconoce como derecho subjetivo público a la jurisdicción, como consecuencia del
monopolio de la jurisdicción por el Estado y de la prohibición de la autotutela privada,
salvo excepciones en que el propio ordenamiento permite primar la justicia material (la
más evidente es la causa de justificación que conocemos como “legítima defensa”). En
consecuencia, el propio ordenamiento jurídico debe ofrecer la alternativa de alcance
constitucional de ofrecer a todo sujeto jurídico la llave para poner en marcha la actividad
jurisdiccional. Pero debe reconocerse que las leyes procesales y el lenguaje forense está
sembrado de ambigüedades en la utilización de este término, como resultado de la larga
e influyente tradición romanista.

Debe recordarse que en el Derecho Romano clásico las legis actiones y el


proceso formulario eran procedimientos en cuya primera parte el magistrado
autorizaba o no el procedimiento mediante un dare o un denegare actionem (fase in
¡iure, frente a la fase apud iudicem en la que se procedía a juzgar). Así, el Derecho estaba
conformado por una serie de acciones de la ley que permitían acudir al proceso por el
cual se podía obtener la satisfacción de la correspondiente reclamación. La
conformación del Derecho privado a lo largo de los siglos, influido como es sabido en
una inmensa proporción por las construcciones jurídicas romanistas continuó utilizando
el término acción en un sentido distinto como consecuencia de la elaboración del
concepto básico de derecho subjetivo, que en ante la patología de su desconocimiento
venía a activar un elemento interno que permitía poner a ese derecho “en pie de
guerra”, es decir, impetrar su protección ante los órganos competentes para ello. Pero
lo esencial era el contenido material del derecho y esa activación de la protección
permanecía como un anexo normalmente adormilado.

Esencialmente fueron los profundos debates del siglo XIX en torno a la


acción que permitieron un cambio importante de perspectiva al situarla en el ámbito
del Derecho público, es decir, como un derecho subjetivo en sí mismo de acceder a una
respuesta jurisdiccional, separado del derecho subjetivo material al que proteger. Es
preciso añadir que ese aquilatado concepto demostró sus limitaciones y estrecheces
ante las nuevas realidades socioeconómicas y por hubo una ampliación al adjuntársele
el concepto de interés legítimo, como una flexibilización de las situaciones jurídicas
protegibles.

Al margen de esta concepción privatista, que ha sido ampliamente superada,


aunque no lo reconozcan aún los civilistas, el debate sigue por lo menos entre tres
concepciones de la acción. Una que es calificada como “abstracta” porque implica

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entenderla como un derecho subjetivo a la protección genérica de los órganos
jurisdiccionales; una segunda que la entiende en sentido concreto, que es la relativa a
la obtención de una respuesta favorable de los juzgados y tribunales, y aún una tercera,
más minoritaria pero sugestiva que se basa en la creación judicial del Derecho y por
entiende la acción en un sentido monista: el derecho se crea a través de la decisión
judicial y, por tanto, no existe hasta que lo crea la sentencia.

En este contexto cabe decir que la Constitución y, sobre todo el Tribunal


Constitucional, nos permite relativizar el peso de todas esas distinciones, pues a través
de la jurisprudencia constitucional se ido elaborando un contenido complejo para llenar
de sentido la conceptualmente equívoca proclamación del artículo 24.1: “Todas las
personas tienen el derecho a obtener la tutela judicial efectiva en el ejercicio de sus
derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”.

Por tanto, la Constitución no habla de “acción” pero constitucionaliza ese


derecho subjetivo dirigido frente al Estado en forma de derecho fundamental a la tutela
judicial efectiva. De ahí, el Tribunal Constitucional ha deducido que, en esencia, este
derecho implica que se dicte una resolución jurídicamente fundada, siempre que existan
los requisitos procesales para ello y, por tanto, se satisface este derecho tanto si la
resolución que pone fin al proceso es estimatoria, como si es desestimatoria.

Obsérvese que, desde el punto de vista subjetivo, este derecho fundamental


ha sufrido una enorme expansión interpretativa, pues ya no se sigue la literalidad del
precepto que lo contiene “Todas las personas…”, sino que las leyes procesales han ido
extendiendo la titularidad de este derecho a la vez que se iba ensanchando la dicotomía
entre “persona” y “sujeto”, pues en los distintos ordenamientos jurídicos ya es común
reconocer el derecho de acceder a la justicia a entes distintos a las personas naturales o
jurídicas, a partir de las necesidades prácticas de la actividad forense, y posteriormente
han sido recogidas en los textos legales: no solo el nasciturus y las sociedades
irregulares, también los patrimonios separados o los grupos inorgánicos ven reconocido
-con ciertas condiciones y limitaciones- su derecho de acceso a la tutela jurisdiccional.
En algunos códigos contemporáneos hasta la naturaleza es vista como un sujeto con
capacidad para ser parte: así se prevé por ejemplo en el COGEP ecuatoriano.

4.2.1 Contenido

La acción se presenta, pues, como el derecho de acceso a la justicia, y


constituye el derecho de todo sujeto jurídico a acceder a un Juez o Tribunal, al que
comunica formalmente la pretensión que sostiene contra otra persona, le pide que la
satisfaga, es decir, le dé una respuesta justificada y, de este modo, pone en marcha el
proceso por medio del cual se va a desarrollar la función jurisdiccional.

Pero una cumplida satisfacción de este derecho tiene un gran número de


consecuencias concretas, tal y como ha ido configurando el Tribunal Constitucional
español a medida que resolvía las cuestiones específicas que le planteaban los procesos
de amparo, alguna de ellas más evidente que las otras, y algunas otras bastante

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discutibles en cuanto a su configuración concreta como seguidamente trataremos de
explicar.

En primer lugar, resulta obvio que el derecho a la tutela judicial efectiva en


su primer elemento exige poder acceder a los órganos jurisdiccionales, punto sin
embargo que no deja de ser discutido en numerosos casos, con frecuencia por un
entendimiento estrecho y desactualizado de la legitimación procesal, que a su vez
trasluce un temor a un desbordamiento de los juzgados y tribunales, con lo que ya
podemos vislumbrar que la realidad económica y social condiciona la efectividad de este
derecho fundamental.

Además, el acceso se produce al proceso conformado legalmente, es pues


un derecho al cauce que el legislador haya previsto para cada tipo de pretensiones. No
obstante, también el exceso de procedimientos puede ser un obstáculo para el acceso
real a la jurisdicción, o por lo menos puede infringir el derecho a un proceso sin
dilaciones indebidas al propiciar de manera injustificada excepciones procesales de
procedimiento inadecuado.

Pero este proceso configurado legalmente tiene unos condicionamientos


concretos que no pueden ser desconocidos cualquiera que sea la concreción que el
legislador pretenda promulgar. Es propio de cualquier método de resolución
heterónoma de conflictos la garantía de la audiencia y la contradicción, así como la
igualdad de armas. Es más, estos principios deben ser aplicados también en cauces
autocompositivos siempre que intervenga un tercero que deba ser neutral. Por tanto, el
Tribunal Constitucional en su visión expansiva de este derecho fundamental del artículo
24.1 CE propició una cierta confusión pues entra en el ámbito de otros principios o
derechos fundamentales, como el derecho de defensa o el principio general de igualdad
del artículo 14 CE (“Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer
discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier
otra condición o circunstancia personal o social”).

El proceso legalmente establecido y con las garantías elementales a las que


se acaba de aludir debe conducir a la obtención de una resolución de fondo, sea o no
favorable a las pretensiones de las partes, y, en el caso de no entrar en el fondo por no
darse todos los presupuestos procesales o no cumplirse los requisitos de forma exigidos,
se habrá de razonar suficientemente. Es preciso recordar, no obstante, que no todas las
exigencias de forma deben tener el mismo peso en un Estado de Derecho, no es lo
mismo a forma superflua que aquella que es expresión de una garantía fundamental,
por tanto esa diferencia es y debe ser tenida en cuenta a la hora de la interpretación y
aplicación de las normas procesales.

Una vez alcanzada la resolución de fondo -o la resolución que establece una


terminación anticipada del proceso por alguna razón que acoge el órgano jurisdiccional-
se plantea la existencia o no de un derecho a recurrir. La concepción del máximo
interprete la Constitución español ha sido muy tacaña en este punto, pues se ha limitado
a constatar la vinculación al artículo 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y

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Políticos (“ Todapersona declarada culpable de un delito tendrá derecho a que el fallo
condenatorio y la pena que se le haya impuesto sean sometidos a un tribunal superior,
conforme a lo prescrito por la ley”) y aun de una manera discutible ha reconocido el
rango constitucional del derecho al recurso exclusivamente en el proceso penal.
Decimos que lo hizo de una manera discutible, pues, se planteó reiteradamente si
cumplía esa función internacionalmente exigida el recurso de casación penal, que era el
único medio de impugnación previsto contra las sentencias de única instancia en el
procedimiento para delitos graves de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal.
Reiteradas resoluciones del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas
constataron la insuficiencia de esta respuesta jurídica -lo cual a su vez fue contestado
de manera rotunda por algunos órganos internos- y llevó a la generalización de la
apelación penal en nuestro ordenamiento en una de las reformas procesales de 2015.

Sin embargo, por lo que se refiere a los demás órganos jurisdiccionales el


derecho al recurso pasa a ser regido por la regla general de la configuración legal
ordinaria del proceso, por tanto, según nuestro alto tribunal el legislador tendría plena
libertad de establecer recursos o de no establecer ninguno, y sólo cuando optara por la
primera posibilidad este recurso tendría alcance constitucional, aunque de menor
densidad que el derecho de acceso a la primera instancia. Tal modo de entender las
impugnaciones choca con el derecho a obtener una segunda respuesta jurisdiccional,
que se basa en una evidencia: la inevitable posibilidad de error. Es verdad que añadir
una segunda instancia no asegura el acierto ni la justicia, pero es probable que la
aminore. Por otro lado, ha habido autores que, en consecuencia, han propugnado la
cognición inicial ya por un tribunal colegiado, lo que también relativizaría la posibilidad
de equivocaciones. La influencia de las exigencias derivadas del coste de la justicia
obliga, en nuestra opinión, a que el legislador trate de equilibrar de la manera más
adecuada en todos los órdenes jurisdiccionales los recursos disponibles al derecho
fundamental de obtener una opinión fundada y vinculante por parte de un órgano
superior.

Por otro lado, la efectividad del derecho a la tutela judicial no se detiene en


un pronunciamiento declarativo del órgano jurisdiccional, que puede quedarse en papel
mojado si no es cumplido voluntariamente por el demandado o acusado que a su vez ha
sido condenado. De ahí se derivan dos consecuencias importantes: la
constitucionalización de las medidas cautelares y la del derecho a la ejecución.

En efecto, resultaría insuficiente la simple emisión de la correspondiente


decisión judicial, si esta no se llevara a efecto, en último término de modo coactivo, es
decir, en los casos en que voluntariamente no se cumplan los mandatos de dar, hacer o
no hacer contenidos en el fallo. Existe pues un derecho fundamental a la ejecución de
las resoluciones judiciales.

Sin embargo, es necesaria previamente asegurar la efectividad de este


derecho fundamental que acabamos de enunciar, por ello -y a partir de una valiosa
jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, ahora Tribunal de
Justicia de la Unión Europea- se reconoció el rango constitucional del derecho a la tutela

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cautelar. Resulta claro que, en numerosos supuestos, si no se han adoptado las medidas
cautelares imprescindibles, la ejecución forzosa del fallo será imposible o infructuosa.
Ello vulnera directamente la exigida efectividad de la tutela judicial y constituye, pues,
un mandato al legislador y otro al aplicador jurídico para que prevean y hagan un uso
razonable de estas medidas. Decimos razonable, porque estas medidas inciden en
derechos subjetivos, que a veces tienen el carácter de fundamentales, por tanto es
necesaria una valoración cuidadosa caso por caso para no extralimitarse. Ningún
derecho fundamental es absoluto.

Por último, cabe plantearse si no deberían tener también alcance


constitucional las medidas preventivas y anticipadas que se prevén en algunos textos
legales más novedosos. La efectividad aquí también está en juego, así como la obtención
tempestiva de lo pretendido, con lo que hay implicaciones asimismo en el derecho a un
proceso sin dilaciones indebidas.

4.2.2. Acción y pretensión

Si acogemos un concepto concreto de acción por el cual se considera un


derecho a una sentencia favorable, el concepto de pretensión sería innecesario. Es con
un concepto amplio como el que ha acogido el Tribunal Constitucional que tiene sentido
añadir el concepto de pretensión. Si la acción es un derecho público subjetivo dirigido al
Estado, que hace surgir la obligación para el órgano jurisdiccional de poner en marcha
su actividad y de dar lugar a una resolución jurídicamente fundada, salvo que se lo
impida la ausencia de presupuestos procesales o la concurrencia de impedimentos
procesales, nos quedamos en el plano de lo abstracto y nos falta un paso lógico más
para que puedan actuar los sujetos procesales en torno a un objeto concreto. Aquí es
donde hace su entrada la pretensión,

La pretensión procesal sería, por tanto, una declaración de voluntad fundada


jurídicamente por la que se solicita una determinada actuación del órgano jurisdiccional
frente a un determinado sujeto jurídico. Así, aunque de manera incompleta, la Ley de
Enjuiciamiento civil española establece en su artículo 5, que “Se podrá pretender de los
tribunales la condena a determinada prestación, la declaración de la existencia de
derechos y de situaciones jurídicas, la constitución, modificación o extinción de estas
últimas, la ejecución, la adopción de medidas cautelares y cualquier otra clase de tutela
que esté expresamente prevista por la ley”. Habría que incluir la pretensión a la
declaración negativa sobre la existencia de derechos o de determinadas situaciones
jurídicas. Por otra parte, se añade que estas pretensiones “se formularán ante el
tribunal que sea competente y frente a los sujetos a quienes haya de afectar la decisión
pretendida”.

Siguiendo a GUASP, podemos establecer una serie de diferencias


importantes entre acción y pretensión, que ayudan a entender cada uno de estos
conceptos:

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• La acción se considera como un derecho público subjetivo, mientras que
la pretensión es un acto de declaración de voluntad petitoria.

• La acción, como derecho, corresponde a todos los sujetos jurídicos, la


pretensión sólo será eficaz si la plantea su titular.

• La acción es eficaz desde el primer momento, cuando se ponen en marcha


los órganos jurisdiccionales; en cambio la pretensión sólo será eficaz cuando se resuelva
sobre el fondo favorablemente a la petición del actor, es decir, sólo es eficaz si está
fundada, reconocida por el ordenamiento jurídico.

• La acción se dirige contra el Estado, el cual debe satisfacer tal derecho


por medio de los órganos jurisdiccionales que deberán resolver mediante una resolución
fundada jurídicamente, en cambio la pretensión se dirige contra el sujeto pasivo.

De todo ello se deduce la naturaleza claramente diversa de la acción y la


pretensión: la acción como concepto fundamental para el Derecho procesal, pero de
evidente alcance constitucional, mientras que la pretensión es netamente procesal,
entendida como objeto del proceso, es decir, aquella petición fundada en torno a la que
discurre la actividad de los distintos sujetos procesales en un proceso concreto y
determinado.

4.3. EL PROCESO COMO INSTRUMENTO PÚBLICO PARA LA


CONSECUCIÓN DE LA TUTELA JUDICIAL EFECTIVA

Una vez examinados los conceptos de jurisdicción y acción es preciso el


análisis del tercer pilar del Derecho procesal, es decir, el proceso, del cual procede como
es evidente la propia denominación de esta disciplina. No somos partidarios de una
denominación distinta, como la que se ha propugnado por FENECH y por MONTERO
como la de “Derecho jurisdiccional”, pues entendemos que el proceso es el cauce en el
que se encuentran la jurisdicción y la acción, y, por tanto, desde el punto de vista
conceptual, es preciso observar los tres conceptos tradicionales de un modo equilibrado,
cada uno de ellos justificado en los otros dos, sin los cuales carece de sentido, y el adjetivo
procesal ayuda a subrayar esa interactuación al mismo nivel que queremos resaltar.

Cuando un juez o tribunal ejerce la función jurisdiccional, es decir, juzga y


hace ejecutar lo juzgado, lo hace ineludiblemente a través del proceso; el proceso es el
único medio a través del cual pueden y de hecho cumplen su función. El proceso aparece,
pues, como medio del Estado para la tutela de los derechos subjetivos y de los intereses
jurídicos, siendo así apto para la resolución de conflictos aparentes que se le presenten -
decimos aparentes, porque nos referimos al inicio, ya que no será hasta el final que con
la sentencia firme se declare o no la existencia del derecho o de la situación hecha valer
y si corresponde al sujeto que la reclama (legitimación material)-. Se trata por tanto de un
medio heterocompositivo de satisfacción de pretensiones con una particularidad
importante: el Estado interviene directamente, por lo menos en la composición del órgano
decisor -sin contar que en muchos casos existen además otros representantes del Estado
en otras posiciones-.

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4.3.1. El proceso como instrumento

Nos parece muy válida la idea de que el proceso es un instrumento. Pero esta
idea instrumental no debe llevar a equívocos, como los que se han sostenido numerosas
veces en torno a que el Derecho Procesal es una rama instrumental respecto a las ramas
de Derecho Material, las que suministran los argumentos de fondo y que necesitan unas
normas que garanticen cómo hacerlo. La idea de instrumentalidad debe enlazarse aquí
también con el Derecho Constitucional, recogiendo justamente las ideas que antes se han
tratado de desmenuzar. Así el proceso debe verse como el instrumento que pone en
marcha quien tiene el derecho de acción para que la jurisdicción se ponga en
funcionamiento a través de las normas específicamente previstas en las normas
procesales, que tendrán según los casos una mayor o menor flexibilidad. Debe señalarse
que está en discusión la imperatividad de estas reglas, que en su mayor parte antes
dábamos por indiscutible, sobre todo a partir de las reformas Woolf en Inglaterra a finales
del siglo pasado, que han dado lugar a debates en torno al proceso flexible, con reflejos
ya en ordenamientos de raigambre romano-germánica como el portugués o el brasileño.

4.3.2. El objeto del proceso

Se ha discutido también la vigencia del concepto de objeto del proceso o, más


bien, la vigencia de toda la teorización para la identificación de sus elementos. Sin entrar
en detalles que no corresponden en un tema introductorio como este, debemos resaltar
algunos puntos importantes. En primer lugar, la idea intuitiva de que el proceso en
concreto debe tener unos elementos distintivos, que permiten diferenciarlo de otros
procesos y así poder aplicar algunas figuras esenciales de nuestra disciplina: la
prohibición de la mutatio libelli, por cuanto si identificamos esos elementos definitorios
podremos analizar si a lo largo de un proceso hay modificaciones indebidas en la cuestión
de fondo -todo ello por supuesto para evitar indefensiones de las partes ante mutaciones
sorpresivas-; pero también respecto a otros procesos, para determinar si es aplicable la
excepción de litispendencia o la de cosa juzgada, es decir, para evitar que haya dos
procesos iguales que se desarrollen al mismo tiempo en tiempos sucesivos.

Por tanto, el objeto del proceso es aquello en torno a lo que desarrollan su


actividad procesal los sujetos que actúan en el proceso: el órgano jurisdiccional para ir
tomando decisiones a lo largo del procedimiento hasta la decisión firme y las partes
proponiendo alegaciones, pruebas, conclusiones o impugnaciones, todas ellas con
referencia directa o indirecta respecto a la cuestión de fondo. Es esta cuestión de fondo la
que determina según las nuevas corrientes la necesaria adaptación de las normas
procesales, que deben siempre respetar sin embargo las garantías fundamentales y en ello
encontraremos una de las discusiones más interesantes en los próximos años.

4.3.3. Los principios del proceso

Cuando hablamos de principios queremos referirnos a aquellas ideas que


brevemente explican los rasgos principales del proceso. La exposición puede ser
meramente descriptiva de los principios que rigen en un determinado ordenamiento
jurídico, o, por el contrario, propositiva cuando introducimos juicios de valor. Como se
verá, no se trata de criterios excluyentes, sobre todo si queremos resumir en breves

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párrafos una explicación con validez general y no amarrada a una normativa concreta, ni
siquiera a la española.

El proceso se concibe en la actualidad con una estructura tripartita,


representable como un triángulo en cuyo ángulo superior está el órgano que ejerce la
potestad jurisdiccional y en ambos lados tenemos las posiciones procesales, activa y
pasiva. Ese es un primer elemento importante: la dualidad de posiciones. De ella se deriva
la necesidad de audiencia y de contradicción, que ya hemos visto que adquieren un claro
alcance constitucional y que viene acompañadas de la igualdad de armas
(Waffengleichheit) que se entronca también con el derecho a la tutela judicial efectiva.
Esta estructura es aplicable a cualquier proceso.

Cuando ya tengamos en cuenta la materia que se está enjuiciando, nos


podremos fijar en primer lugar por lo que se refiere al ámbito del proceso civil, en que la
regulación concreta nos permitirá conceder al aparente titular del derecho -o de un
derecho relacionado con aquél, por ejemplo en la sustitución procesal- la decisión de
iniciar o no un proceso, por estar en su mano la facultad de disponer del derecho
subyacente y así poderlo presentar o no ante el órgano jurisdiccional como una
determinada pretensión. Estamos ante el principio dispositivo, que en ocasiones se
confunde, o por lo menos contamina parcialmente el principio de aportación de parte,
pues este último se refiere a la posibilidad de que las partes puedan suministrar al proceso
las alegaciones fácticas y jurídicas que entiendan convenientes para su derecho, así como
los medios de prueba que puedan apoyarlo. Un proceso civil en que predomine el
principio dispositivo no necesariamente debe impedir la prueba de oficio, pues aunque
rija el principio dispositivo, si el aparente titular del derecho ejercitado ha optado por
iniciar un proceso, eso no debería llevar a limitar las posibilidades de llegar a la verdad
sobre los hechos alegados, todo ello respetando la indefectible imparcialidad del
juzgador.

En cuanto al proceso penal, se ha configurado un debate artificioso en torno


al proceso acusatorio, confundido con frecuencia con un proceso estrictamente
adversarial y el principio inquisitivo, abusivamente atribuido a muchos de los modelos
europeos no adversariales. Consideramos que en el fondo lo que subyace a esta discusión,
es el inexcusable respeto a las garantías fundamentales y entre ellas la imparcialidad del
decisor, por ello continúan siendo importantes máximas como las que siguen:
- No puede haber juicio si no hay acusación y ésta es formulada por
persona ajena al Tribunal sentenciador.
- No puede condenarse ni por hechos distintos de los acusados ni a persona
distinta de la acusada. En este sentido debe haber correlación entre acusación y fallo,
tanto subjetiva como objetiva.
- No pueden atribuirse al juzgador poderes de dirección del proceso que
cuestionen su imparcialidad, pero respecto de los hechos acotados por los acusadores
debería poder colaborar para determinar la existencia o inexistencia de los mismos.

También en el proceso penal se ha extendido la discusión acerca de la


vigencia del principio de necesidad y del margen que debe permitirse al principio de
oportunidad. Obviamente dependerá del ordenamiento en concreto ante el que nos
hallemos, pero en general se observa una clara expansión del principio de oportunidad
que lleva en algunos lugares a que la continuación del proceso hacia la fase probatoria

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sea realmente una exigua excepción. Esto se observa claramente, por ejemplo, en el
proceso penal de niños y adolescentes, en el que las soluciones que eviten iniciar el
proceso o seguir adelante en él se ven muy favorecidas por la finalidad educadora y
socializadora que se persigue.

En torno a la valoración de la prueba, se ha ido superando el modelo de tarifa


legal o de prueba tasada, que todavía tiene sus rezagos, pero que se ha visto superada en
general por sistemas más flexibles que, en la actualidad, dada la vigencia de un derecho
fundamental a la justificación de las resoluciones judiciales, no puede ser literalmente de
valoración libre, sino sujeta a criterios objetivadores en la medida de lo posible, como el
sistema de la sana crítica adecuadamente fundado o el de la mínima actividad probatoria
de cargo obtenida con todas las garantías.

Tampoco deberían caber dudas desde el punto de vista actual, respecto a la


conformación procesal de las impugnaciones, respecto a la necesidad de la doble instancia
como garantía constitucional en todo tipo de órdenes jurisdiccionales, fundada en algo
tan elemental como es la posibilidad de error judicial, que se aminora si son dos los
órganos que conocen del caso.

4.3.4. Proceso, procedimiento, juicio y enjuiciamiento

Es conveniente diferenciar, en primer lugar, siguiendo a MONTERO, entre


proceso y procedimiento. El proceso, entendido como medio a través del cual se ejerce la
función jurisdiccional por parte de Juzgados y Tribunales y que constituye una serie o
sucesión jurídicamente regulada de actos tendentes a la aplicación del Derecho en un caso
concreto, mientras que el procedimiento se referiría a las normas conforme a las cuales
se ha de desarrollar el proceso, a la apariencia externa y formal de los actos procesales.
Por tanto, como se ha afirmado; el proceso se desarrolla formalmente a través de un
procedimiento; el procedimiento es, por tanto, la forma externa del proceso, la mera
sucesión de actos procesales. En definitiva, puede decirse que el proceso se desarrolla
formalmente a través de un procedimiento y, asimismo hay procedimientos que no son la
apariencia de proceso alguno, como ocurre con el procedimiento administrativo.

Por su parte, el término “juicio” es particularmente complicado al ser


utilizado con sentidos muy diferentes. En algunos casos como equivalente a
procedimiento (juicio ordinario, juicio verbal), otras como una fase determinada del
proceso (juicio como audiencia en la que se practica la prueba en el procedimiento civil
ordinario de la LEC), pero es más interesante el sentido primigenio del término como
equivalente a la decisión judicial, que fue especialmente resaltado por SERRA
DOMÍNGUEZ y que será objeto de examen en el tema siguiente.

Finalmente, existe un término tradicional en el Derecho hispano que tiene un


sentido envolvente y, por ello, ha sido utilizado en la denominación misma de nuestros
principales códigos procesales: Ley de Enjuiciamiento Civil y Ley de Enjuiciamiento
Criminal. Sirva la definición de ESCRICHE de “enjuiciamiento” como clara justificación
de las razones: “el orden y método que debe seguirse con arreglo a las leyes en la
formación e instrucción de una causa civil o criminal, para que las partes puedan alegar
y probar lo que les convenga y venir el Juez en conocimiento del derecho que les asista y
declararlo por medio de su sentencia”.

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