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Cátedra Agustiniana – 2022

“La Ciudad de Dios”

Textos

1. Introducción

1.1. El saqueo de Roma (24 de agosto de 410)

«Entre tanto, Roma fue destruida por la irrupción de los godos, que actuaban a las órdenes del
rey Alarico, y fue arrasada por la violencia de una gran derrota. Los adoradores de una multitud
de dioses falsos, que llamamos originariamente paganos, esforzándose en atribuir su
destrucción a la religión cristiana, comenzaron a blasfemar contra el Dios verdadero más
despiadada y amargamente de lo acostumbrado. Por eso yo, ardiendo del celo de la casa de
Dios, me decidí a escribir contra sus blasfemias y errores los libros de La Ciudad de Dios. Obra
que me ocupó durante algunos años, porque me llegaban otros muchos asuntos que no podía
aplazar, y reclamaban antes mi atención para resolverlos» (retr. 2,43,1)

«Nos han anunciado cosas horrendas. Exterminios, incendios, saqueos, asesinatos, torturas de
los hombres. Ciertamente que hemos oído muchos relatos escalofriantes; hemos gemido sobre
todas las desgracias; con frecuencia hemos derramado lágrimas, sin apenas tener consuelo. Sí,
no lo desmiento, no niego que hemos oído enormes males, que se han cometido atrocidades en
la gran Roma» (exc. urb. 2, 3).

«Estáis viendo, amadísimos, qué se les pide en esta vida a los siervos de Dios en cambio a la
gloria futura que se revelará en nosotros. Frente a esa gloria carece de significado cualquier
tribulación temporal, sea la que sea. Los sufrimientos de este tiempo, dice el Apóstol, no son
equiparables con la futura gloria que se revelará en nosotros. Si las cosas son así, nadie piense
ahora carnalmente; no hay tiempo: el mundo se conmueve, el hombre viejo es echado fuera, la
carne siente la opresión, aniquílese el espíritu. —El cuerpo de Pedro yace en Roma, dicen los
hombres; en Roma yacen los cuerpos de Pablo, de Lorenzo y de otros santos mártires; sin
embargo, Roma está reducida a la miseria y es asolada: es afligida, pisoteada e incendiada. El
hambre, la peste, la espada, siembran la muerte por doquier. ¿Dónde están las memorias de los
apóstoles? —¿Qué estás diciendo? —Esto es lo que dije: grandes son los males que afligen a
Roma. ¿Dónde están las memorias de los apóstoles? —Allí están, allí están, pero no en ti.
¡Ojalá estuvieran en ti, quienquiera que seas quien eso dice, quien así desvaría, quien, llamado
en el espíritu, sólo entiende lo de la carne, quien es de esa manera! ¡Ojalá estuviesen en ti las
memorias de los apóstoles; ojalá pensaras en ellos! Verías qué felicidad les fue prometida, si
la terrena o la eterna» (s. 296,6)

«Ya estoy viendo lo que piensas en tu interior: «Roma es o ha sido saqueada e incendiada en
tiempos cristianos; ¿por qué en los tiempos cristianos? —¿Quién eres tú que esto preguntas?
—Un cristiano. —Entonces, si eres cristiano, respóndete a ti mismo: «Porque Dios lo quiso.»
—Pero ¿qué respondo al pagano que me insulta? —¿Qué te dice? ¿Por qué te insulta? —He
aquí que, cuando ofrecíamos sacrificios a nuestros dioses, Roma se mantenía en pie; ahora,
cuando prevalece y abunda el sacrificio ofrecido a vuestro Dios y son rechazados y prohibidos
los ofrecidos a los nuestros, ved lo que sufre Roma. —Respóndele brevemente por ahora, para
deshacerte de él. Por lo demás, sea otra tu reflexión: No has sido llamado para abrazar la tierra,

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sino para conquistar el cielo; no has sido llamado a la felicidad terrena, sino a la celeste; no al
éxito temporal y a la prosperidad vana y transitoria, sino a la vida eterna con los ángeles. Con
todo, responde rápidamente a este amante de la felicidad carnal y murmurador contra el Dios
vivo que lo que quiere es servir a los demonios, a los troncos y a las piedras. Su historia muestra
que Roma ha sufrido tres incendios; según la historia, según sus propios escritos, el incendio
que acaba de sufrir Roma es el tercero. La que ahora ha ardido una sola vez, coincidiendo con
los sacrificios de los cristianos, ya había ardido antes otras dos veces cuando los sacrificios de
los paganos. Una vez la incendiaron los galos, quedando a salvo solamente la colina del
Capitolio; otra Nerón —no sé decir si por crueldad o embriaguez— cuando el fuego devoró a
Roma. Nerón, emperador de la misma Roma, siervo de los ídolos, asesino de los apóstoles, lo
mandó, y Roma fue incendiada. ¿Cuál os parece que fue la causa? Hombre vanidoso, soberbio
y débil, encontró su deleite en el incendio de la ciudad. «Quiero ver, dijo, cómo ardió Troya.»
Así, pues, Roma ardió una, dos y tres veces. ¿Por qué te deleita tanto chirriar contra Dios por
aquella ciudad para la que arder es una costumbre?» (7 296,9)

«“Advierte —dice— que Roma perece en los tiempos cristianos”. Quizá no perezca; quizá sólo
ha sido flagelada, pero no hasta la muerte; quizá ha sido castigada, pero no destruida. Es posible
que no perezca Roma si no perecen los romanos. Pues, si alaban a Dios, no perecerán; si
blasfeman contra él, perecerán. En efecto, ¿qué otra cosa es Roma sino los romanos? No se
trata aquí de las piedras y de las maderas, ni de las manzanas de elevados bloques de casas o
de las enormes murallas. Todas estas cosas estaban hechas de forma que alguna vez tenían que
perecer. Al edificarlas, un hombre puso piedra sobre piedra; al derruirlas, otro hombre separó
una piedra de otra. El hombre lo levantó, el hombre lo destruyó. ¿Se hace una injuria a Roma
porque se dice que se derrumba? No a Roma, sino, en todo caso, al que la construyó. ¿Hacemos
una injuria a su fundador al decir que se derrumba Roma, la ciudad fundada por Rómulo? El
mundo que creó Dios ha de arder. Pero ni siquiera lo que hizo el hombre se derrumba sino
cuando lo quiere Dios; ni tampoco lo que hizo Dios se derrumba más que cuando lo quiere él.
Si, pues, la obra del hombre no se derrumba sin el consentimiento de Dios, ¿cómo puede caer
la obra de Dios por voluntad del hombre? No obstante, Dios te hizo un mundo que se ha de
derrumbar y por eso te creó mortal. El hombre mismo, adorno de la ciudad, que la habita, la
rige, la gobierna, vino para marcharse, nació para morir, entró para emigrar. El cielo y la tierra
pasarán, ¿qué tiene de extraño que llegue alguna vez a su fin la ciudad? Y quizá este fin no le
ha llegado todavía, pero le llegará alguna vez. Mas ¿por qué perece Roma cuando se ofrecen
los sacrificios cristianos? ¿Por qué ardió su madre Troya cuando se ofrecían los sacrificios
paganos? Los dioses en quienes pusieron su esperanza los romanos, sin género de duda los
dioses romanos, en quienes pusieron su esperanza los paganos romanos, emigraron de Troya
incendiada, para fundar Roma. Los mismos dioses romanos fueron antes dioses troyanos. Ardió
Troya: Eneas cogió a los dioses fugitivos; más aún, huyendo él, tomó consigo a los dioses
ineptos. Pudieron ser transportados por un fugitivo; ellos solos, en cambio, no pudieron huir.
Y llegando a Italia con esos mismos dioses, con falsos dioses, fundó Roma. Llevaría mucho
tiempo continuar con el resto; no obstante, recordaré brevemente lo que contienen sus escritos.
Uno de sus autores, conocido de todos, dice así: “La ciudad de Roma, según yo he recibido, la
fundaron y tuvo su comienzo con los troyanos, los cuales, en su fuga, con Eneas al frente,
vagaban por lugares desconocidos” (Sall. Catil. 6,1). Tenían, pues, consigo a los dioses,
fundaron la ciudad de Roma en el Lacio, colocaron allí, para adorarlos, a los dioses que
adoraban en Troya. Uno de sus poetas introduce a Juno, airada contra Eneas y los troyanos que
huían, diciendo: “Un pueblo enemigo mío navega por la llanura del Tirreno llevando hacia
Italia a Troya y a sus derrotados penates” (Verg. Aen. 1,67sq.), es decir, llevando consigo a
Italia a los dioses vencidos. Y ahora, ¿cuando llevaban a Italia a los dioses derrotados, estaban
ante algo divino o ante un presagio? Amad, por tanto, la ley de Dios, y no sea para vosotros

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escándalo la caída de Roma. Os ruego, os suplico, os exhorto: sed mansos, compadeceos de los
que sufren, acoged a los desamparados. Y en estas circunstancias en que abundan los exiliados,
los necesitados, los fatigados, multiplíquese también vuestra hospitalidad, multiplíquense
vuestras buenas obras. Hagan los cristianos lo que manda Cristo, y la blasfemia de los paganos
revertirá exclusivamente en mal para ellos» (s. 81,9)

«Si Roma puede perecer, ¿qué puede estar seguro?» (JERÓNIMO, ep. 123,16)

«¿Por qué, entonces, te turbas? Tu corazón se turba por las tribulaciones del mundo, igual que
la nave en que dormía Cristo. Advierte, hombre cuerdo, la causa de la turbación de tu corazón;
advierte cuál es el motivo. La nave en que duerme Cristo es tu corazón en que duerme la fe.
¿Qué se te dice de nuevo, oh cristiano? ¿Qué se te dice de nuevo? “En los tiempos cristianos
se devasta el mundo, perece el mundo”. ¿No te dijo tu Señor que sería devastado el mundo?
¿No te dijo tu Señor que perecería el mundo? ¿Por qué lo creías cuando se prometía y te turbas
cuando se cumple? La tempestad se abate contra tu corazón; evita el naufragio, despierta a
Cristo. Que Cristo —dice el Apóstol— habite por la fe en nuestros corazones. Cristo habita en
ti por la fe. Si está presente la fe, está presente Cristo; si la fe está despierta, está despierto
Cristo; si la fe está olvidada, Cristo duerme. Despiértale, sacúdele, dile: “¡Señor, que
perecemos! Mira lo que nos dicen los paganos, lo que nos dicen —y esto es más grave— los
malos cristianos. Despierta, Señor, que perecemos”. Despierte tu fe, comience a hablarte
Cristo: “¿Por qué te turbas? Todo esto te lo predije. Te lo predije para que, cuando llegasen los
males, esperases los bienes y no sucumbieras en medio aquellos”. ¿Te extrañas de que se
derrumbe el mundo? Extráñate de que el mundo haya envejecido. Uno es hombre: nace, crece,
envejece. Múltiples son los achaques de la vejez: aparecen la tos, las flemas, las legañas, la
angustia y la fatiga. Así, pues, envejece el hombre y se cubre de achaques; envejece el mundo
y se cubre de tribulaciones. ¿Es poco lo que te ha concedido Dios, quien en la vejez del mundo
te ha enviado a Cristo para fortalecerte precisamente cuando todo se viene abajo? ¿Ignoras que
esto lo significó en el linaje de Abrahán? Pues el linaje de Abrahán, dice el Apóstol, es Cristo.
No dice: “Y a tus descendencias”, como si fuesen muchas, sino, como hablando de una sola:
“Y a tu descendencia”, que es Cristo. Si le nació un hijo a Abrahán en su ancianidad fue porque
Cristo había de venir en la senectud del mundo. Vino cuando todo envejecía y te hizo nuevo.
Como realidad hecha, creada, perecedera, ya se inclinaba hacia el ocaso. Era de necesidad que
abundasen las fatigas; vino él a consolarte en medio de ellas y a prometerte el descanso
sempiterno. No te adhieras a este mundo envejecido y anhela rejuvenecer en Cristo, que te dice:
“El mundo perece, el mundo envejece, el mundo se viene abajo y respira con dificultad a causa
de su vejez. No temas; tu juventud se renovará como la del águila”» (s. 81,8)

1.2. La Ciudad de Dios

1.2.1. Cuestiones preliminares

«Estos dos amores, de los cuales el uno es santo y el otro impuro, el uno social, el otro privado;
el uno que busca la utilidad común para conseguir la celestial compañía; el otro que encauza,
por el arrogante deseo de dominar, el bien común en propio provecho; el uno que está sometido
a Dios, el otro en pugna con El; el uno tranquilo, el otro alborotado; el uno pacífico, el otro
sedicioso; el uno que prefiere la verdad a las alabanzas de los que yerran, el otro que está ávido
de cualquier clase de honores; el uno caritativo, el otro envidioso; el uno que desea para el
prójimo lo que quiere para sí, el otro que ansía someter al prójimo a sí; el uno que gobierna al
prójimo para utilidad del mismo prójimo, el otro que le gobierna para su propio provecho;
tuvieron su asiento en los ángeles, uno en los buenos y otro en los malos, y diferenciaron bajo

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la admirable e inefable providencia de Dios, que ordena y gobierna todas las cosas creadas, las
dos ciudades creadas en medio del género humano; la una de los justos, la otra de los pecadores;
las cuales, entremezcladas ahora temporalmente, transcurren la vida del mundo hasta que sean
separadas en el último día del juicio; y así, la una uniéndose a los ángeles buenos, teniendo por
jefe a su Rey, lleve una vida eterna; y la otra, juntándose a los ángeles malos, vaya con su
príncipe al fuego eterno. Tal vez, si quiere el Señor, hablaremos más largamente en otro lugar
sobre estas dos ciudades» (Gn. litt. 11,15,20)

«Yo, a todo esto, no olvido, sino que reclamo tu promesa: te pido que escribas algunos libros
en respuesta a estas objeciones que han de aprovechar increíblemente a la Iglesia,
especialmente en estos tiempos» (ep. 136,3)

«Agustín saluda en el Señor a Firmo, señor eximio y justamente honorable e hijo digno de ser
acogido. 1. Como te había prometido, te envié los libros de La ciudad de Dios, que tan
vivamente me habías pedido, después de haberlos vuelto a leer. Lo pude hacer, ciertamente
con la ayuda de Dios, porque mi hijo, y hermano tuyo, Cipriano, insistió tanto como yo quería
que se me hiciese. Son veintidós cuadernos, demasiados para reunirlos en un solo volumen. Si
quieres tenerlos en dos, has de dividirlos de modo que uno contenga diez libros y otro doce.
En efecto, en los diez primeros refuto las vacuidades de los paganos, y en los restantes
demuestro y defiendo nuestra religión; aunque, cuando me pareció más oportuno, también hice
esto en los primeros y aquello en los otros. Si, por el contrario, prefieres tenerlos en más de dos
volúmenes, es preciso que pienses en cinco. El primero contendrá los cinco iniciales, en los
que discutí contra los que pretenden que el culto, no ya de los dioses, sino de los demonios, es
útil para la felicidad en la vida presente; el segundo los cinco siguientes, escritos contra los que
piensan que se debe rendir culto, mediante ritos sagrados y sacrificios, a tales dioses o
cualesquiera otros, infinitos en número, con vistas a la vida que vendrá tras la muerte. Los tres
volúmenes siguientes han de tener cada uno cuatro libros. He distribuido esa parte de modo
que cuatro mostrasen el origen de aquella ciudad; otros tantos, su marcha, o como preferí decir,
su desarrollo, y los cuatro últimos, los fines respectivos. 2. Si eres tan diligente para leer dichos
libros como lo fuiste para hacerte con ellos, conocerás por ti mismo, más que por mis palabras,
cuán grande ayuda aportan. Nuestros hermanos de Cartago no tienen esos libros de La ciudad
de Dios: si te los piden para copiarlos, te ruego que te dignes concedérselos de buen grado. No
has de dejárselos a muchos, sine a uno o, al máximo, a dos, y ellos se los dejarán a los demás
Tú verás cómo has de proceder para dárselos a tus amigos ya sean cristianos que deseen
instruirse, ya otros que estén atados por alguna superstición de la que parezca que puedan verse
libres mediante mi trabajo, con la gracia de Dios. 3. Si el Señor lo quiere, yo me cuidaré pronto,
por carta, de que me digas hasta dónde llega tu lectura. Como hombre erudito no se te oculta
cuánto ayuda la lectura repetida para comprender lo que se lee. No hay ninguna dificultad para
comprender o, en todo caso, es mínima, cuando existe facilidad para leer; facilidad que aumenta
a medida que se repite, de modo que la frecuencia... lo que estaba aún verde, señor eximio e
hijo justamente honorable y digno de ser acogido. Te pido que me indiques por escrito cómo
te hiciste con los libros Contra los Académicos, que escribí recién convertido, puesto que en
una carta anterior me indicaste que habían llegado al conocimiento de tu excelencia. El
contenido de los veintidós libros escritos te lo indicará el índice que te envío» ep. 212/A [1/A*
J. Divjak], 1

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1.2.2. Método

1. Originalidad de la doctrina cristiana

«Por tanto, cualesquiera filósofos que han reconocido al verdadero y supremo Dios como autor
de las cosas creadas, luz de las cognoscibles y bien de las que han de practicarse, que es el
principio de nuestra naturaleza, la verdad de nuestra doctrina y la felicidad de nuestra vida: ya
sean los llamados propiamente platónicos o de cualquier otra denominación que hayan dado a
su secta; sean sólo de la escuela jónica, que fueron los principales entre ellos, los que han tenido
esta opinión, como el mismo Platón y los que mejor lo entendieron; o sean también los itálicos,
teniendo presentes a Pitágoras y los pitagóricos, o también otros que ha podido haber de la
misma opinión; sean cualesquiera de los tenidos por sabios y filósofos entre las otras naciones,
los libios, del Atlántico, los egipcios, indos, persas, caldeos, escitas, galos, hispanos y demás:
a todos los que hayan pensado así y enseñado estas doctrinas los anteponemos a los demás y
confesamos que están más cercanos a nosotros» (ciu. 8,9)

«En los temas que exigen arduos razonamientos –pues tal es mi condición que
impacientemente estoy deseando de conocer la verdad, no sólo por fe, sino por comprensión
de la inteligencia– confío entre tanto hallar entre los platónicos la doctrina más conforme con
nuestra revelación [quod sacris nostris non repugnet]» (Acad. 3,20,43)

- Autoridad de la Escritura

«En efecto, cuando la agitación frenética de los herejes ataca muchas cuestiones relativas a la
fe católica, para defenderlas de sus embestidas, se consideran con más cuidado, se comprenden
con más claridad y se predican con mayor insistencia; y la cuestión suscitada por el adversario
proporciona una oportunidad de aprender» (ciu. 16,2,1)

- Firmeza de la fe

Aquí debemos tener presentes dos convicciones profundas de Agustín. La primera, ver
es un premio, una merced, de la fe: premio de la fe es la visión [contemplatio quippe merces
est fidei] (trin. 1,8,17). De aquí el famoso crede ut intelligas que es uno de los principios
fundamentales de la metodología teológica de Agustín. No sorprendería que la mente humana,
ante el misterio, encontrase dificultades insuperables. En tal caso, valdría otro principio
agustiniano: es preferible la ignorancia del creyente a la ciencia temeraria [melior est fidelis
ignorantia quam temeraria scientia] (s. 27,4).

- Confianza en la razón

Aun poniendo la fe como fundamento de su especulación teológica, ya que sólo la fe puede dar
una solución rápida, segura y global a los problemas de la vida y de la historia, no es fideísta.
Al contrario, tiene una grande confianza en la fuerza especulativa de la razón. Es la razón, lo
vemos en trin. y en ciu. la que tiene que responder a la razón, aunque sea ilustrando y
defendiendo la fe.

2. Recuperación de la doctrina antigua

«¿Quiénes son ésos? [se está refiriendo al descenso de Cristo a los infiernos] Parece temerario
el afirmarlo. Si decimos que fueron libertados en absoluto todos los que estaban allí, ¿quién no

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lo celebrará, con tal de que podamos demostrarlo? Nos regocijaríamos especialmente por
algunos que nos son familiarmente conocidos por sus trabajos literarios, y cuyo ingenio y
elocuencia admiramos. No me refiero tan sólo a los poetas y oradores, que en muchos de sus
pasajes mostraron que los falsos dioses de los gentiles eran dignos de risa y desdén, y a veces
llegaron a confesar un solo y verdadero Dios, aunque con los demás rindiesen culto a la
superstición. Me refiero también a los que se expresaron de ese modo, no ya componiendo
poemas y discursos, sino filosofando. También me refiero a otros cuyos escritos no tenemos,
pero cuya vida, laudable a su modo, se nos ha transmitido en la literatura profana. Exceptuado
el culto de Dios, en el que erraron adorando las vanidades que públicamente estaban propuestas
a la veneración, con motivo se proponen a nuestro ejemplo sus costumbres de parsimonia,
continencia, castidad, sobriedad, desprecio de la muerte por la salvación de la patria y lealtad
no sólo para con los ciudadanos, sino aun para con los enemigos» (ep. 164,2,4)

«Todas estas heroicidades y otras parecidas que se pueden encontrar en su literatura, ¿cuándo
iban a adquirir una tal celebridad, cuándo se iban a divulgar con tanta fama si el dominio de
Roma, extendido a lo largo y a lo ancho de la geografía, no hubiese alcanzado su grandeza a
través de brillantes acontecimientos? Así, aquel Imperio tan vasto, tan duradero, tan célebre y
glorioso por las virtudes de unos hombres tan eminentes, sirvió como recompensa de sus
aspiraciones, y para nosotros es una lección ejemplar y necesaria: si por la gloriosa ciudad de
Dios no practicamos las virtudes que han practicado los romanos, de una manera más o menos
parecida, por la gloria de la ciudad terrena, debemos sentir el aguijón de la vergüenza. Y si las
practicamos, no tenemos por qué engreírnos orgullosamente, porque, como dice el Apóstol, los
sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse,
reflejada en nosotros. La vida de aquellos hombres sí se consideraba suficientemente digna de
la gloria humana, una gloria del tiempo presente» (ciu. 5,18,3)

«Mientras peregrinemos lejos de ella [la celeste y divina república], soportaremos, si no


podemos corregir, a los que quieren que se apoye sobre la impunidad de los vicios una república
que los primeros romanos fundaron y aumentaron con las virtudes. Aunque es verdad que no
tenían la verdadera piedad hacia el Dios verdadero, piedad que hubiera podido conducirlos
también, con una religión salvadora, a la eterna ciudad. Pero por lo menos guardaban cierta
probidad en su clase, la suficiente para constituir, aumentar y conservar la ciudad terrena. Así
mostró Dios en el opulento y célebre Imperio romano cuánto valen las virtudes civiles aun sin
la religión verdadera, para que se entendiese que si la religión verdadera se une a ellas,
constituye a los hombres en ciudadanos de otra ciudad, cuyo rey es la verdad, cuya ley es la
caridad, cuya norma es la eternidad» (ep. 138,3,17)

«Esta ciudad celeste, durante el tiempo de su destierro en este mundo, convoca a ciudadanos
de todas las razas y lenguas, reclutando con ellos una sociedad en el exilio, sin preocuparse de
su diversidad de costumbres, leyes o estructuras que ellos tengan para conquistar o mantener
la paz terrena. Nada les suprime, nada les destruye. Más aún, conserva y favorece todo aquello
que, diverso en los diferentes países, se ordena al único y común fin de la paz en la tierra. Sólo
pone una condición: que no se pongan obstáculos a la religión por la que -según la enseñanza
recibida- debe ser honrado el único y supremo Dios verdadero» (ciu. 19,17)

3. Síntesis nueva entre la antigüedad pagana y la novedad cristiana

«Ambiciona estos bienes, ¡oh genio romano, digno de elogio; raza de los Régulos, de los
Escévolas, de los Escipiones, de los Fabricios! Ambiciona estos bienes. ¡Fíjate bien en la
diferencia entre ellos y esas torpezas estériles, y la falacia ladina de los demonios! Si sobresale

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algo laudable en ti por naturaleza, sólo se puede purificar y perfeccionar por la auténtica
religiosidad; en cambio, la impiedad te lo destroza y lo hace digno de castigo. Ahora ponte a
elegir tu camino y hazlo de forma que consigas la gloria sin error alguno. Pero no en ti, sino en
el Dios verdadero. Hubo un tiempo en que tu gloria sobresalió entre los pueblos. Pero, por un
oculto designio de la Providencia divina, te faltó el poder elegir la verdadera religión.
¡Despierta: es ya de día! Despiértate como ya lo has hecho en algunos de tus hijos, cuya
encumbrada virtud, e incluso sus padecimientos por la verdadera fe, hoy son nuestra gloria.
Ellos, luchando por todas partes contra los poderes más hostiles, y consiguiendo la victoria en
una valerosa muerte, «con su sangre nos han fundado esta patria». Recibe la invitación que te
hacemos de venir a nuestra Patria; anímate a alistarte en el número de sus ciudadanos, cuyo
asilo, por llamarlo así, es el verdadero perdón de los pecados. No hagas caso de tus hijos
degenerados: calumnian a Cristo y a sus seguidores haciéndolos responsables de estos tiempos
calamitosos; buscan días no para una vida en paz, sino para disfrutar de una depravación sin
riesgos. Jamás te han satisfecho esas épocas a ti, ni siquiera para tu patria terrena. Ahora
apodérate de la patria celestial. Te va a costar poco conseguirla, y en ella caminarás de verdad
y por siempre. Allí no tendrás el fuego de Vesta ni la piedra del Capitolio, sino al único y
verdadero Dios, que «no pondrá mojones ni plazos a tus dominios; te dará un imperio sin fin»
¡No te andes buscando dioses falsos, que te engañarán! ¡Recházalos, desprécialos y lánzate a
la conquista de la verdadera libertad!» (ciu. 2,29,1-2)

1.2.3. Clave interpretativa

1. Maniqueísmo

Ésta, de hecho, es también una obra antimaniquea, no sólo por los juicios contra el
maniqueísmo (ciu. 11,22), sino también y sobre todo por algunas tesis de fondo que son
netamente antimaniqueas, como la doctrina de la creación (ciu. 11,22-24), la noción del mal
(ciu. 11,9; 12,7), la insistencia sobre la bondad de las cosas (ciu. 12,8; 22,24,1-5) y la defensa
de la libertad (ciu. 5,9,14).

2. Platonismo

No debe buscarse en el platonismo la clave de interpretación de ciu. Que se encuentren ideas


o consonancias platónicas y neoplatónicas en ciu. está fuera de toda duda; de hecho, Agustín
se muestra siempre contento cuando por razones apologéticas puede encontrar similitudes con
sus filósofos preferidos. Pero no debemos olvidar que ciu. es la obra más antiplatónica que
haya escrito Agustín. Así lo muestra en cuatro temas principales: la creación, la mediación de
Cristo, la resurrección de los cuerpos y la eternidad de la felicidad.

3. Escritura

La teología Agustín, como por otra parte la de todos los Padres, es una teología bíblica. Queda,
únicamente, preguntarse cómo interpreta la Escritura el obispo de Hipona. No hablaremos de
método exegético en sentido estricto, me detendré un momento en los aspectos más importantes
que nos permitirán ver la aplicación de la Escritura en la visión cósmica, omnitemporal,
peregrinante, escatológica y espiritual de la historia.

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4. Cristología

La obra fue prevista como instrumento para defender a Cristo de las acusaciones de los paganos
(ciu. 1,1; 2,18,3; 10,32,2; 11,1; 18,1). Cristo es el punto unificador de todas las partes de la
obra: Cristo promotor, con la doctrina y la gracia, también del bienestar temporal, contra los
paganos que afirmaban justamente lo contrario (1-5); Cristo mediador y vía universal de
salvación, contra la teología pagana y el recurso a la teúrgia (6-10); Cristo fundador de la ciudad
de Dios (11-14), Cristo culmen de las profecías del Antiguo Testamento (15-18); Cristo
resurrección y juez, fuente de felicidad para los justos (19-22).

1.2.4. Estructura de la obra

«Agustín saluda en el Señor a Firmo, señor eximio y justamente honorable e hijo digno de ser
acogido. Como te había prometido, te envié los libros de La ciudad de Dios, que tan vivamente
me habías pedido, después de haberlos vuelto a leer. Lo pude hacer, ciertamente con la ayuda
de Dios, porque mi hijo, y hermano tuyo, Cipriano, insistió tanto como yo quería que se me
hiciese. Son veintidós cuadernos, demasiados para reunirlos en un solo volumen. Si quieres
tenerlos en dos, has de dividirlos de modo que uno contenga diez libros y otro doce. En
efecto, en los diez primeros refuto las vacuidades de los paganos, y en los restantes
demuestro y defiendo nuestra religión; aunque, cuando me pareció más oportuno, también
hice esto en los primeros y aquello en los otros. Si, por el contrario, prefieres tenerlos en más
de dos volúmenes, es preciso que pienses en cinco. El primero contendrá los cinco iniciales,
en los que discutí contra los que pretenden que el culto, no ya de los dioses, sino de los
demonios, es útil para la felicidad en la vida presente; el segundo los cinco siguientes, escritos
contra los que piensan que se debe rendir culto, mediante ritos sagrados y sacrificios, a tales
dioses o cualesquiera otros, infinitos en número, con vistas a la vida que vendrá tras la muerte.
Los tres volúmenes siguientes han de tener cada uno cuatro libros. He distribuido esa parte de
modo que cuatro mostrasen el origen de aquella ciudad; otros tantos, su marcha, o como preferí
decir, su desarrollo, y los cuatro últimos, los fines respectivos» ep. 212/A [1/A* J. Divjak], 1

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