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Pero no solamente fue Nerón quien persiguió a los cristianos.

Después de él, vinieron Dioclesiano


y Trajano, quienes también persiguieron cristianos.

Pasó el tiempo y lo que consiguieron fue el efecto inverso: mas cristianos mataban y más gente se
convertía. Reconocer que Jesús era el Señor (Kiryos, en griego), era un desafío al gobierno de
Roma, a la autoridad política del imperio, porque no podía haber dos Señores (recordemos que el
Cesar, el emperador romano, sea quien fuere, era adorado como un dios). Era desafiar
directamente al cesar y buscarse la muerte, irremediablemente.

Porque Pablo dice:

Romanos, 10:9 que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que
Dios le levantó de los muertos, serás salvo. 
10:10 Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.

Aquí la palabra “confesar”, en griego, equivale a “martureo”, que significa mártir o martirio. El que
confiesa con la propia vida, con acciones. Ese es el que se salva.

Pero Mateo también dice:

Mateo, 7:21 No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que
hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. 7:22 Muchos me dirán en aquel día: Señor,
Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre
hicimos muchos milagros? 7:23 Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí,
hacedores de maldad.

En Mateo equivale no a “martureo” sino a algo así como “bocón o hablador” (no todo el que me
diga Señor, Señor). El que confiesa pero no con acciones. No el que dice sino el que hace la
voluntad del Padre. Solo el que demuestre con sus acciones (y, de ser necesario, con su propia
vida) quien es su Señor y para quien vive.

Luego apareció la figura de otro emperador romano: Constantino. Este hombre, que también fue
un perseguidor y masacrador de cristianos (al igual que sus antecesores), cambio la historia de
Roma. Constantino se dio cuenta de algo, de lo que no se dieron cuenta sus antecesores: agarran a
un cristiano, lo llevan al circo romano, lo atan de pies y manos, le sueltan un león y el cristiano
lejos de desesperarse y blasfemar, comienza a alabar a su Dios. Es así que mucha gente que estaba
presenciando ese espectáculo, quedaba conmovida ante semejante demostración de fe y de amor,
y se convertían ahí mismo. Muchos bajaban a la arena del circo romano, a acompañar a los
cristianos y eran devorados junto con ellos, demostrando con ese acto su conversión en el lugar de
los hechos. El circo romano no era un lugar donde un predicador predicara y luego invitara a los
presentes a “aceptar a Cristo” y luego recogían una ofrenda.

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