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Cátedra Agustiniana – 2022

“La Ciudad de Dios”

Textos (IV)

ciu. 2,1: «Si la inteligencia humana, con su conducta enfermiza, no opusiera su orgullo a la
evidencia de la verdad, sino que fuera capaz de someter su dolencia a la sana doctrina, como a
un tratamiento médico, hasta recuperarse del todo mediante el auxilio de Dios, alcanzado por
una fe piadosa, no harían falta largos discursos para sacar de su error a cualquier opinión
equivocada: bastaría que quien está en la verdad la exponga con palabras suficientemente
claras»

ciu. 2,4: «En primer lugar, ¿cómo sus dioses no han puesto un poco de interés en que las
costumbres no degeneraran del todo? Porque con toda razón el verdadero Dios dejó marginados
a quienes no le honraban. Pero ¿por qué no han fomentado con alguna ley siquiera el recto
proceder de sus adoradores esos dioses, de cuyo culto están quejosos estos individuos ingratos,
por habérselo prohibido? No hay duda, los dioses han tomado interés por el proceder de los
hombres en la misma proporción que éstos lo han tomado por el culto de sus dioses.
Pero responden: nadie se hace malo más que por su propia voluntad. ¿Y quién lo va a negar?
Sin embargo, era incumbencia de los dioses, como consejeros que eran, no dejar ocultas a los
pueblos adoradores suyos las normas de una conducta honrada, sino predicarlas a los cuatro
vientos; por sus augures, reconvenir y reprender a los pecadores; lanzar públicas amenazas
contra los malhechores, y prometer premios a los de conducta recta. ¿Quién jamás hizo resonar
su voz con énfasis y claridad sobre esta materia en los templos de sus dioses?».

ciu. 2,7: «¿Invocarán quizá los paganos a favor suyo las escuelas filosóficas y sus discusiones?
He de decir, en primer lugar, que éstas no son romanas, sino griegas. Y si lo son, puesto que
Grecia es ya una provincia romana, sus enseñanzas no tienen un origen divino, sino que son
descubrimientos de los hombres. Éstos, dotados de sutilísimo ingenio, han ido descubriendo
con el esfuerzo de su raciocinio los secretos de la Naturaleza; el bien conveniente y el mal
rechazable para la conducta; el arte mismo de razonar: cómo, de una manera inequívoca y de
unas premisas, se sacan unas conclusiones positivas, negativas o incluso contrarias.
Algunos de estos filósofos llegaron a descubrir cosas importantes, en la medida que eran
ayudados por Dios. En cambio, en la medida que, como hombres, han chocado con su
limitación, cayeron en el error, máxime cuando Dios, que todo lo gobierna, con razón les hacía
frente a su orgullo. Mostraba con su ejemplo cómo el camino de la religión, que se eleva hasta
lo más encumbrado, arranca de la humildad. De ello trataremos más adelante, por partes y con
detención, si ésa es la voluntad de Dios, el Señor verdadero.
Supongamos, en todo caso, que los filósofos han llegado a dar con soluciones válidas para
lograr una conducta digna y conseguir la felicidad humana. ¡Cuánto más merecen ellos que se
les tributen honores divinos! ¡Cuánto mejor y más honesto sería leer en un templo de Platón
sus propios libros que contemplar en los templos de los demonios la castración de los galos, la
consagración de los invertidos, la mutilación de los furiosos y todo cuanto hay de cruel y de
vergonzoso, o de vergonzosamente cruel o de cruelmente vergonzoso, que se suele celebrar en
los ritos sagrados de esos dioses! ¡Cuánto mejor hubiera sido, para instruir suficientemente a
los jóvenes en la justicia, recitar en público las leyes de los dioses en lugar de lanzar alabanzas
inútilmente a las leyes e instituciones de sus mayores! Porque todos los adoradores de tales
dioses apenas son tocados con la pasión, “impregnada -dice Persio- de un veneno ardiente”,
más bien se fijan en los hechos de Júpiter que en las enseñanzas de Platón o en las censuras de

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Catón. Así, por ejemplo, en las obras de Terencio mira un mozo lleno de vicios un cuadro
mural “donde estaba representado aquel episodio en que -según dicen- Júpiter envió al seno de
Dánae como una lluvia de oro”. Y el mozo se gloría de imitar al dios en su propia torpeza,
amparándose en una tan alta autoridad. “¡Y qué dios! -dice-; nada menos que el que hace
retemblar con su trueno altísimo las bóvedas celestes. Y yo, que soy un pobre hombrecillo, ¿no
voy a hacer lo mismo? ¡Vaya si lo he hecho! ¡Y de muy buena gana!”»

ciu. 2,12: «Los romanos, por su parte, no permitieron que su vida y su reputación estuviera al
capricho de los baldones y de las injurias de los poetas, como de ello se gloría Escipión en la
citada disputa de La República. Es más, se castigaba con pena de muerte a quien tuviera la
osadía de publicar un tal poema. Decisión ésta honrosa en lo que a ellos respecta, pero llena de
orgullo y de impiedad con relación a seis dioses. Conscientes los romanos de que sus dioses se
dejaban denigrar no sólo paciente, sino gustosamente, con toda clase de ultrajes y maldiciones,
se tuvieron por más indignos ellos, de tales injurias que sus dioses. Incluso se defendieron
jurídicamente de tal posibilidad, mientras que para sus dioses hicieron una mezcolanza de sus
infamias con la solemnidad de los ritos sagrados.
¿Eres tú, Escipión, el que celebras la prohibición impuesta a los poetas romanos de meterse
con la vida de los ciudadanos cuando estás viendo que ninguno de vuestros dioses ha escapado
de ellos? ¿Te parece que es más digno de estima vuestro Senado que el Capitolio? ¿Más aún
Roma sola que el cielo entero, puesto que los poetas están impedidos hasta legalmente de
emplear su envenenada lengua contra tus compatriotas, mientras que contra tus dioses pueden
tranquilamente lanzar toda clase de afrentas, sin que haya senador, ni censor, ni autoridad, ni
pontífice que le ponga trabas? Indignamente, a todas luces, sería que un Plauto o un Nevio
lanzaran imprecaciones contra Publio o contra Gneo Escipión, o que contra Marco Catón lo
hiciera un Cecilio. ¿Y acaso fue más digno que vuestro Terencio excitara las perversas
inclinaciones de la mocedad a través de los vicios de Júpiter?»

ciu. 2,13: «Allá se las entiendan griegos y romanos en esta controversia. Los griegos piensan
honrar con todo derecho a los comediantes, puesto que dan culto a los dioses que les exigen
estos juegos teatrales. Los romanos, por el contrario, no les dejan ni siquiera deshonrar con su
presencia una tribu plebeya, cuánto menos la Curia senatorial. En tal disputa, queda resuelto el
nudo de la cuestión con el siguiente raciocinio. Proponen los griegos: si tales dioses deben ser
adorados, también, naturalmente, han de ser honrados tales hombres. Añaden los romanos:
pero de ninguna manera se debe honrar a tales hombres. Y concluyen los cristianos: luego de
ninguna manera tales dioses deben ser honrados.»

ciu. 2,16: «No se han preocupado en absoluto los dioses de que sus adoradores quedasen a
salvo de los males, tanto del alma como de la conducta externa privada y social, males éstos
de tal magnitud que son la ruina de los Estados, aun cuando queden en pie las ciudades, según
el testimonio de los sabios de más prestigio entre ellos. Más aún: estos dioses han puesto
empeño por todos los medios en agravar esta peste, como ya hemos evidenciado hace poco.»

ciu. 2,17: «El que las divinidades no hayan promulgado leyes al pueblo romano, ¿será debido
acaso a que, como dice Salustio, “la justicia y la bondad tomaban entre ellos más fuerza del
instinto natural que de leyes dictadas”? […] ¿Qué hay, en efecto, más justo ni mejor que traer
engañadas a una fiesta a un grupo de chicas forasteras y luego llevárselas a casa no
precisamente por haberles concedido la mano sus padres, sino por la violencia, cada uno como
pudo?»

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ciu. 2,18,3: «Pues bien, si todos estos enormes males de aquellos períodos de su historia, más
tolerables en un principio, intolerables ya y horrendos a partir del aniquilamiento de Cartago,
no se atreven a imputárselos a sus dioses, que con artera malicia inoculaban en las mentes
humanas formas de pensar de donde brotase, como en terreno abonado, la maleza salvaje de
tales vicios, ¿cómo es que los males de nuestra época se los imputan a Cristo, quien con su
doctrina salvadora prohíbe dar culto a dioses falsos y engañosos, detesta y condena, y con
divina autoridad, todas estas desviaciones humanas, nocivas y escandalosas, formando su
propia familia, a la que por todas partes va apartando poco a poco de esta corrupción, en un
mundo que se tambalea y se derrumba, y con lo cual va fundando una ciudad eterna, la más
gloriosa, no por el aplauso de vanas superficialidades, sino por el valor auténtico de la verdad?»

ciu. 2,19: «¡Cómo embellecería el mundo ya aquí abajo, con su felicidad, esta República! ¡y
cómo ascendería hacia el culmen de la vida eterna para conseguir un reinado de completa
felicidad!»

ep. 138,2,15: «Si la disciplina cristiana condenase todas las guerras, se les hubiese dado en el
Evangelio este consejo saludable a los soldados, diciéndoles que arrojasen las armas y dejasen
enteramente la milicia. En cambio, se les dijo: A nadie golpeéis, a nadie calumniéis y
contentaos con vuestra paga. A los que les mandó que se contentasen con su propia paga, sin
duda no les prohibió la milicia. Por lo tanto, los que dicen que la doctrina de Cristo es enemiga
de la república dennos un ejército de soldados tales cuales los exige la doctrina de Cristo.
Dennos tales provinciales, tales maridos, tales esposas, tales padres, tales hijos, tales amos,
tales siervos, tales reyes, tales jueces, tales contribuyentes y cobradores de las deudas del fisco,
como los quiere la doctrina cristiana, y atrévanse a decir que es enemiga de la república. Más
aún, no duden en confesar que, si se la obedeciera, prestaría un gran vigor a la república».

ciu. 2,20: «La verdad es que los adoradores y amigos de estos dioses, de cuyos crímenes y
vilezas tienen a gala el ser imitadores, en absoluto se preocupan de poner remedio al estado tan
lamentable de infamias de su Patria. «Con tal que se mantenga en pie -dicen ellos-, con tal que
esté floreciente y oronda por sus riquezas, gloriosa por sus victorias o -lo que es más acertado-
en una paz estable, ¿qué nos importa lo demás? Esto es lo que más nos importa: que todos
aumenten sus riquezas y se dé abasto a los diarios despilfarros, con los que el más poderoso
pueda tener sujeto al más débil; que los pobres buscando llenar su vientre estén pendientes de
complacer a los ricos, y que bajo su protección disfruten de una pacífica ociosidad; que los
ricos abusen de los pobres, engrosando con ellos sus clientelas al servicio de su propio fasto;
que los pueblos prodiguen sus aplausos no a los defensores de sus intereses, sino a los que
generosamente dan pábulo a sus vicios. Que no se les den mandatos difíciles ni se les prohíban
las impurezas; que los reyes se preocupen no de la virtud, sino de la sujeción de sus súbditos;
que las provincias no rindan vasallaje a sus gobernadores como a moderadores de la conducta,
sino como a dueños de sus bienes y proveedores de sus placeres; que los honores no sean
sinceros, sino llenos de miedo entre doblez y servilismo; que las leyes pongan en guardia más
bien para no causar daño a la viña ajena que a la vida propia; que nadie sea llevado a los
tribunales más que cuando cause molestias o daños a la hacienda ajena, a su casa, a su salud o
a su vida contra su voluntad; por lo demás, cada cual haga lo que le plazca de los suyos, o con
los suyos, o con quien se prestare a ello; que haya prostitutas públicas en abundancia, bien sea
para todos los que deseen disfrutarlas o, sobre todo, para aquellos que no pueden mantener una
privada. Que se construyan enormes y suntuosos palacios; que abunden los opíparos banquetes;
que, donde a uno le dé la gana, pueda de día y de noche jugar, beber, vomitar, dar rienda suelta
a sus vicios; que haya estrépito de bailes por doquier; que los teatros estallen de griteríos y
carcajadas deshonestas, y con todo género de crueldades y de pasiones impuras. Sea tenido

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como enemigo público la persona que sienta disgusto ante tal felicidad. Y si uno intentara
alterarla o suprimirla, que la multitud, dueña de su libertad, lo encierre donde no se le pueda
oír; lo echen, lo quiten del mundo de los vivos. Ténganse por dioses verdaderos los que se
hayan preocupado de proporcionar a los pueblos esta felicidad y de conservar la que ya
disfrutaban. Sea el culto como a ellos les plazca, exijan los juegos que se les antoje, los que
puedan obtener de sus adoradores o junto con ellos; procuren únicamente que una tal felicidad
no la pongan en peligro ni el enemigo, ni la peste, ni desastre alguno». ¿Alguien, en sus cabales,
establecerá un paralelo entre un Estado como éste, y no digo ya el Estado romano, sino el
palacio de Sardanápalo? Este rey antaño estuvo entregado de tal manera a los placeres, que se
hizo escribir en la sepultura: “Sólo poseo de muerto lo que de vivo he logrado devorar para mi
placer”. Pues bien, si nuestros adversarios lo hubieran tenido por rey, siempre indulgente en
estas materias, sin ponerle a nadie la más mínima traba, le habrían consagrado un templo y un
flamen de mejor gana que lo hicieron a Rómulo los viejos romanos.»

ciu. 2,22: «Pero, de momento, no quiero entretenerme tratando de los males que llegan
incidentalmente o que son del cuerpo, originados por el enemigo u otra calamidad cualquiera.
Me interesan, más bien, los males del espíritu. Ahora estoy tratando de la caída de las
costumbres, que primero fueron perdiendo gradualmente su esplendor, y luego se precipitaron
como un torrente, ocasionando una tal ruina en la República, que, a pesar de seguir intactas las
casas y las murallas, sus escritores de mayor talla no dudan en decir que entonces sucumbió la
República. Con toda razón, “los dioses se habían ido retirando, y habían abandonado sus
santuarios y sus altares”, hasta dejarla en total desamparo, si la ciudad había abandonado los
preceptos sobre la vida buena y la justicia. Y ahora yo pregunto: ¿qué clase de dioses eran
éstos, que se negaron a vivir con el pueblo que les daba culto, y al que, cuando llevaba una
mala vida, no le enseñaron ellos a vivir bien?»

ciu. 2,24,1: «Y ahora me intriga una duda: ¿por qué los dioses se tomaron la molestia de
anunciar todas estas venturas, y ninguno de ellos se preocupó de corregir con una advertencia
a Sila, dispuesto como estaba a perpetrar calamidades de tal magnitud con la criminal guerra
civil, que no sólo mancillaron el honor de la República, sino que la hicieron sucumbir por
completo? Sí, no hay duda; os lo he dicho muchas veces, lo vemos con claridad en los Libros
Sagrados y los acontecimientos mismos lo acusan suficientemente: estos dioses son demonios
que están haciendo de las suyas con el fin de ser tenidos y honrados como dioses. Así serán
obsequiados con unos ritos que hacen cómplices a sus adoradores para que tengan también,
como ellos, el mismo abominable veredicto en el tribunal de Dios.»

ciu. 2,24,2: «Fíjate bien, que interesa mucho a nuestro asunto: ¡bajo qué dioses desean vivir los
blasfemos del Salvador, el que rescata a sus fieles del dominio satánico! Grita un hombre en
son de vaticinio: «¡La victoria es tuya, Sila!»; y como prueba de que habla por inspiración
divina predice un acontecimiento que pronto va a suceder y otro que acaba de realizarse, a gran
distancia del lugar donde habla el espíritu aquel. Pero, en cambio, no se le ocurre gritar: «¡Basta
ya de crímenes, Sila!». Aquellos crímenes tan horrendos que cometió allí mismo, tras
declararse vencedor, a pesar de que se le apareció en el hígado del becerro una corona de oro
como símbolo de la fulgurante victoria. Si unas señales como éstas vinieran normalmente de
unos dioses justos, y no de parte de los impíos demonios, en realidad aquellas entrañas
sacrificadas lo que deberían pronosticar era nefastos acontecimientos, así como graves
perjuicios para la persona de Sila. Porque fue mayor el daño que aquella victoria le infligió a
su codicia que el bien que le reportó a su gloria. El resultado de tal victoria fue un ansia
desmesurada de grandeza. Por encumbrarse soberbiamente en la prosperidad, su caída
estrepitosa en la corrupción moral fue mayor perjuicio para él que el causado corporalmente a

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sus enemigos. Esto, que era lo verdaderamente triste, lo verdaderamente deplorable, esos dioses
no se lo predecían en las entrañas del sacrificio, ni en agüeros, ni por los sueños o el vaticinio
de alguien. Más temían ellos su corrección que su derrota. Todavía más: estaban tratando por
todos los medios de que aquel glorioso vencedor de sus conciudadanos cayera derrotado y
cautivo de vicios nefastos, y así quedase sujeto más estrechamente a los mismos demonios.»

ciu. 2, 25,2: «Nos hemos visto en la necesidad de decir todo esto porque sus propios escritores
no han dudado lo más mínimo en decir y en consignar por escrito que el Estado romano, a
causa del grado sumo de corrupción moral de la sociedad, había sucumbido y nada quedaba de
él antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo. Esta enorme pérdida no se la imputan a sus
dioses quienes, en cambio, sí achacan a nuestro Cristo las desgracias pasajeras, que no pueden
ser la perdición de los buenos, ya continúen con vida o sucumban a su peso. Es un
contrasentido, sabiendo que nuestro Cristo multiplica los preceptos a favor del más intachable
comportamiento y en contra de la perdición de costumbres, al paso que sus propios dioses nada
han contribuido con preceptos parecidos en favor de su pueblo fiel para evitar la ruina de la
República. Peor todavía: han contribuido eficazmente a su perdición corrompiendo sus mismas
costumbres con la pretendida y nefasta autoridad de sus ejemplos.»

ciu. 2,28: «Al ver que los hombres quedan libres del yugo infernal de tales potestades inmundas
y de su compañía de castigo; al ver que pasan de las tinieblas impías de la perdición, a la luz
saludable de la piedad, se quejan y murmuran los malvados y los desagradecidos, posesión
cada vez más definitiva y enraizada de aquel espíritu infame. Observan cómo muchedumbres
afluyen a las iglesias; su casta asamblea, con separación honesta de ambos sexos; ven cómo
allí oyen cuáles son las normas del buen vivir en esta vida temporal, para merecer, después de
esta vida, la felicidad sin término. Allí, en presencia de todos, y desde un lugar elevado, se
proclama la Santa Escritura; los que la cumplen, la oyen para su recompensa, y los que no, para
su castigo. Si acaso entran allí algunos burlones de tales preceptos, experimentan un repentino
cambio: y todo su descaro o lo retiran o lo reprimen por temor o respeto. Allí, en efecto, ninguna
torpeza o maldad se saca a relucir que pueda ser imitada; allí se inculcan los preceptos del Dios
verdadero, o se relatan sus milagros, o se ensalzan sus dones, o se piden sus beneficios.»

ciu. 2,29,1: «Recibe [Roma] la invitación que te hacemos de venir a nuestra Patria; anímate a
alistarte en el número de sus ciudadanos, cuyo asilo, por llamarlo así, es el verdadero perdón
de los pecados.»

ciu. 2,29,2: «Incomparablemente más gloriosa es la ciudad celeste: allí la victoria es la verdad;
el honor, la santidad. Allí la paz es la felicidad; la vida, la eternidad. Si a ti te dio vergüenza
admitir en tu compañía a esos hombres, mucho menos admite ella en la suya a tales dioses. Así
que si sientes deseos de entrar en la ciudad bienaventurada, apártate de la compañía de los
demonios. Es indigno que hombres honrados den culto a quienes se aplacan por personas viles.
¡Quítalos de en medio de tu religión por la purificación cristiana, como quitaste de en medio
de tu honor a los histriones por certificación del censor! No tienen estos demonios el poder que
se les atribuye sobre los bienes corporales, objeto exclusivo del placer de los malvados; ni
sobre los males corporales, objeto exclusivo de rechazo para ellos. Es más, aunque lo tuvieran,
sería preferible despreciar tales bienes o males antes que darles culto por su causa y, como
resultado, vernos en la imposibilidad de conseguirlos por envidia de los dioses. Pero tampoco
en los valores de aquí abajo tienen ellos el poder que los paganos les atribuyen. Ellos insisten
en la necesidad de venerarlos para alcanzar estos bienes. Trataremos el tema más adelante.
Ahora pongamos fin a este libro.»

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