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Cátedra Agustiniana – 2022

“La Ciudad de Dios”

Textos (V)

ciu. 3,1: «Ahora voy a hablar solamente de aquellos males que los paganos se niegan a sufrir,
como son el hambre, la enfermedad, la guerra, el pillaje, la cautividad, las torturas y otros por
el estilo, ya citados en el libro primero. Los malvados sólo tienen por malo lo que no pervierte
a nadie. En cambio, no les da ningún apuro ser ellos mismos malos, entre los bienes que alaban.
Incluso llegan a sentir mayor desazón si su casa de campo no es buena, que si no lo es su propia
vida, como si el supremo bien del hombre fuera tener todas sus cosas en buen estado,
exceptuada la propia persona. Pero sus dioses no los preservaron ni de estos males, los únicos
temibles para ellos, en la época de plena libertad para su culto.»

ciu. 3,2: «Luego, ¿es verdad que Apolo y Neptuno trabajaron a sueldo para Laomedonte?
Porque, al parecer, éste les prometió un sueldo y juró en falso. Me sorprende que un Apolo,
llamado el Adivino, trabajase tan penosamente, sin saber que Laomedonte no iba a cumplir su
promesa. Aunque en realidad tampoco le cae bien desconocer el futuro al mismo Neptuno, su
tío, rey del mar, hermano de Júpiter. Porque Homero, poeta, según tradición, anterior a la
fundación de Roma, presenta a este dios haciendo una profecía importante sobre la raza de
Eneas, cuyos descendientes fundaron Roma. Asimismo nos presenta a Neptuno arrebatándolo
en una nube para librarlo de morir a manos de Aquiles. Y Virgilio confirma también: “Estaba
deseando arruinar de raíz aquellos muros de la perjura Troya, construidos por sus propias
manos”. Así que unos dioses tan importantes como Neptuno y Apolo, al ignorar que
Laomedonte les iba a negar la paga, se convirtieron en constructores, actuando gratis y para
ingratos, de las murallas de Troya. Miren a ver los paganos si no es más grave creer a tales
dioses que hacerles perjurio.»

ciu. 3,4: «Alguien me va a decir: pero ¿tú no crees todo esto? No; yo esto no me lo creo. El
mismo Varrón, un romano lleno de sabiduría, aunque le falte audacia y firmeza, llega casi a
confesar que todo esto es una patraña. Sin embargo, afirma que resulta útil a las ciudades, aun
siendo falso, el que sus hombres más significados se crean engendrados por dioses. De este
modo el espíritu romano es portador de una seguridad que infunde la pretendida ascendencia
divina, y se siente lleno de audacia para emprender grandes empresas; incluso se considera
lleno de energía para realizarlas, y lleno de un acierto infalible para concluirlas. Esta forma de
pensar de Varrón, expresada con mis palabras, como he podido, ya te das cuenta qué puerta tan
ancha abre a la mentira. Podemos concluir que muchos de los ritos ya sagrados, y para ellos
religiosos, han podido ser inventados, desde el momento en que haya parecido ventajoso a los
ciudadanos la mentira, aunque fuera sobre los mismos dioses.»

ciu. 3,8: «¿Con qué visión, después de la experiencia de Troya, se encomendó Roma a la
protección de los dioses de Ilión? Se diría que ya tenían fijada su residencia en Roma cuando
Ilión cayó bajo los ataques de Fimbria. ¿Por qué, pues, quedó en pie la estatua de Minerva?
Por otra parte, si se encontraban en Roma cuando Fimbria destruyó Ilión, tal vez se encontraban
en Ilión cuando la misma Roma fue tomada e incendiada por los galos... Pero, como tienen un
oído tan fino, y una tal rapidez de movimientos, volvieron veloces al oír el graznido del ganso,
para defender al menos el Capitolio, que aún estaba a salvo. ¡Fue una lástima que el aviso para
defender el resto de la ciudad llegara tarde!»

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ciu. 3,10: «¿Me responderán que la dominación romana no se habría podido dilatar tan a lo
largo y a lo ancho de la geografía, ni extender su gloria tan brillante, de no haber sido por las
continuas guerras, en constante sucesión unas de otras? ¡Hermosa razón! ¿Es que para que un
imperio sea grande deberá vivir sin paz? ¿No es preferible para el hombre tener una estatura
pequeña, pero con salud, en lugar de aspirar a un cuerpo gigantesco, lleno de continuas
molestias, y cuando ya te hayas hecho gigante no quedar tranquilo, sino padecer mayores
molestias cuanto más grandes se hacen tus miembros? ¿Pero habría sucedido algún mal, mejor
dicho, no habría sido un gran bien para Roma la prolongación de aquellos tiempos de que habla
Salustio en pocas palabras cuando dice: “Al principio, los reyes -éste fue el primer nombre que
recibió la autoridad sobre la tierra- eran diferentes: unos cultivaban los valores del espíritu,
otros las habilidades corporales. En aquello época la vida del hombre se desenvolvía sin
pasiones, contento cada uno con lo que tenía”. ¿Es que para acrecentar tanto el Imperio debió
ocurrir lo que Virgilio dice con indignación: “Poco a poco fue viniendo una edad peor,
descolorida, y llegó la rabia de las guerras y la ambición de la riqueza”?

Es verdad que existe una excusa en tantas guerras emprendidas y realizadas por los romanos:
la necesidad de proteger la vida y la libertad de los ciudadanos los obligaba a defenderse de las
incursiones imprevistas de los enemigos, más bien que la ambición de gloria humana.
Plenamente de acuerdo. En efecto, «después que el Estado -escribe Salustio- fue adquiriendo
madurez por su legislación, por sus tradiciones, por su agricultura, dando ya una impresión de
bastante prosperidad y de poder, la opulencia dio origen a la envidia. Y he aquí que los reyes
y pueblos limítrofes empezaban a atacarlos, siendo pocos los amigos que los defendían, ya que
los demás, amedrentados, se mantenían lejos del peligro. Pero los romanos, siempre alerta, lo
mismo en la paz que en la guerra, se mueven con rapidez, se preparan, se animan unos a otros,
se enfrentan con el enemigo, le salen al paso, protegen con las armas la libertad de la patria y
la familia. Luego, una vez alejado valerosamente el peligro, prestaban auxilio a sus aliados y
amigos, concertando alianzas más por los beneficios que prestaban que por los que recibían».

Fue un digno crecimiento el de Roma por estos métodos. Pero me pregunto si durante el reinado
de Numa, dado que se mantuvo la paz durante tanto tiempo, hacían incursiones injustas los
pueblos, incitándolos al combate o nada de esto ocurría, y así lograron una paz tan estable.
Porque, si aun entonces Roma estaba instigada por guerras, y no respondía con armas a las
armas, ¿por qué después no utilizó las mismas tácticas para apaciguar al enemigo, sin necesidad
de derrotarlo en batalla alguna, sin sembrar el terror con su potencia bélica? Estaríamos así
ante una Roma que ejercita su dominio en una paz ininterrumpida, sin necesidad de abrir las
puertas de Jano. Pero si esta posibilidad no estuvo en su mano, entonces la paz que disfrutó
Roma no dependía de los dioses, sino de la voluntad de los pueblos vecinos, que no quisieron
provocarla con ningún ataque. A no ser que estos dioses hayan tenido la osadía de vender al
hombre lo que depende del querer o no querer de otro hombre... Sería interesante, por cierto,
saber hasta qué punto se les permite a estos demonios incitar hacia un fin o apartar de él a los
hombres ya corrompidos por sus propios vicios. Por otra parte, si siempre les fuera esto posible,
sin tomar otras decisiones, movidos con frecuencia de una fuerza superior y oculta, contraria a
las pretensiones de los dioses, tendrían siempre en su mano el conceder períodos de paz o
victorias bélicas, realidades que dependen casi siempre de las pasiones humanas. Es más, en la
mayoría de los casos, tanto la paz como la guerra suceden contra la voluntad de los dioses. Y
esto nos lo atestiguan no sólo las infinitas patrañas de sus leyendas, que apenas insinúan o
significan algo verdadero, sino la misma historia de Roma.»

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ciu. 3,20: «Supongamos, por ejemplo, que el pueblo saguntino hubiera sido cristiano, y se
hubiera visto en la necesidad de padecer algo semejante por su fidelidad al Evangelio (aunque,
en realidad, nunca se habrían exterminado a sí mismos a sangre y fuego); pero en el caso de
que hubieran padecido la destrucción por su fe evangélica, lo habrían hecho con una esperanza
que ha puesto su fuerza en Cristo, no por la recompensa de un tiempo insignificante, sino de
una eternidad sin fin. Mas en relación con estos dioses, a quienes -al parecer- se les da culto,
es más, se sienten en la obligación de dárselo, precisamente para asegurar la felicidad de estas
cosas escurridizas y transitorias, ¡qué nos responderán sus defensores para disculparlos sobre
la ruina de Sagunto, sino lo mismo que responden sobre la muerte del célebre Régulo? Con
esta única diferencia: que en aquel caso se trataba de un solo hombre, y en éste de una ciudad
entera. Pero en ambos casos la razón de la muerte ha sido la fidelidad al juramento prestado.
Por esta fidelidad precisamente el uno eligió volver al enemigo, y la ciudad no quiso pasarse a
él.

¿Conque el mantenerse fiel a la palabra dada provoca la cólera de los dioses? ¿O pueden
sucumbir no sólo un grupo de hombres, sino ciudades enteras, teniendo a los dioses de su parte?
En tal disyuntiva, les dejo a nuestros adversarios que elijan la respuesta que más les plazca.
Porque si la fidelidad mantenida excita la cólera de tales dioses, pónganse a buscar perjuros
que los honren. Y si, aun cuando los dioses les sean propicios, es posible a los individuos o a
las ciudades perecer víctimas de incontables y dolorosas torturas, es inútil darles culto con
vistas a la felicidad de este mundo. Así que basta ya de enojarse quienes se piensan
desgraciados por la pérdida del culto a sus dioses. Bien podría ocurrir que, a pesar de la
presencia, incluso de la protección de sus dioses, se encontrasen ahora no sólo renegando de
una desdicha semejante a la actual, sino en medio de atroces tormentos, como antaño Régulo,
o hasta ya totalmente devorados por la muerte.»

ciu. 3, 25: «Por una resolución, muy gentil por cierto, del Senado, se levantó el templo de la
Concordia, en el mismo lugar donde se conoció el fúnebre levantamiento en el que perecieron
cantidad de ciudadanos de todo rango. Así, como testimonio del castigo de los Gracos,
golpearía los ojos de los oradores, y les punzaría su recuerdo. Pero ¿qué fue sino una burla de
los dioses el levantarle un templo a una diosa que, si hubiera estado presente, no habría
permitido la ruina de la ciudad, hecha pedazos por tantas sublevaciones? A no ser que la diosa
Concordia, rea de tal crimen, por no haber prestado ayuda moral a sus ciudadanos, mereciera
ser encerrada en aquel templo como en prisión. ¿Por qué los romanos, para ser más
consecuentes con la realidad, no levantaron un templo a la Discordia? ¿Qué razones aducen
para que la Concordia sea diosa y la Discordia no; para que, según la distinción de Labeón, una
sea buena y la otra mala? Él no parece guiarse por más razones que ésta: en Roma advirtió que
se había levantado un templo a la diosa Fiebre, así como a la Salud. Con la misma lógica debió
erigirse templo a la Discordia y no sólo a la Concordia. Fue arriesgado para los romanos
decidirse a vivir bajo el enojo de una diosa tan maléfica. Se olvidaron de que su cólera fue el
origen de la destrucción de Troya. En efecto, no fue invitada al banquete con los demás dioses.
Entonces maquinó el arrojar la manzana de oro para encender la rivalidad entre las tres diosas.
De ahí se originó la disputa entre estas divinidades, la victoria de Venus, el rapto de Helena, la
destrucción de Troya. Quizá se sentía indignada de no merecer un templo en la urbe con los
demás dioses, y por eso traía revuelta la ciudad con tantos enfrentamientos. ¡Cuánto más tuvo
que encenderse su cólera al ver que en el preciso lugar de la matanza, es decir, en el lugar de
su intervención, veía levantarse un templo a su rival!

Cuando ven que nos reímos de todas estas ridiculeces, los paganos cultos y prudentes se ponen
de mal humor. Y, sin embargo, los adoradores de divinidades buenas y malas no salen de este

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dilema entre la Concordia y la Discordia: o bien que dejaron de lado el culto a estas dos diosas,
prefiriendo el culto a Fiebre y a Belona, a quienes antaño les dedicaron santuarios; o bien que
les rindieron culto también a aquéllas, pero he aquí que Concordia los abandona y Discordia
se ceba en ellos hasta llevarlos a la guerra civil.»

ciu. 3,30: «¿Cómo tienen los paganos el descaro, la osadía, la desvergüenza, la necedad, diré
más, la locura de dejar a sus dioses inmunes de responsabilidad en todas estas desgracias, y
luego imputar las presentes a nuestro Cristo? Según la confesión de sus propios historiadores,
las guerras civiles, con su crueldad, han sido más amargas que todas las guerras contra
enemigos extraños.»

ciu. 3,31: «Que acusen los paganos a sus dioses de tamaños males, ellos que muestran su
ingratitud a nuestro Cristo por tantos bienes. Por supuesto que, cuando ocurrían todas aquellas
desgracias, estaban ardiendo los altares de las divinidades con incienso de Saba, y exhalaban
su perfume de guirnaldas frescas, y gozaban de gran prestigio los diversos sacerdocios, y
resplandecían los santuarios, y en los templos se hacían sacrificios, y se organizaban juegos, y
se llegaba al estado de delirio. Pero, mientras tanto, la sangre de los ciudadanos corría a
raudales acá y allá, no precisamente en los lugares profanos, sino entre los mismos altares de
los dioses. No eligió Cicerón para refugiarse un templo: ya lo había hecho en vano Mucio.
Precisamente los que con más saña insultan al período de cristianismo se han refugiado en los
lugares consagrados a Cristo, o los mismos bárbaros los han conducido allí para asegurarles la
vida. […] Una tal falta de sentido como la que estamos soportando, y que nos obliga a dar una
respuesta, ¿cómo no echaría la culpa a la religión cristiana de estas calamidades, si hubieran
sucedido durante el período de cristianismo? Y a pesar de todo, no las quieren atribuir a sus
dioses. Eso sí: buscan darles culto para evitar sufrir todos estos males u otros menores, siendo
así que los han padecido mayores de parte de los mismos dioses a quienes desde antiguo vienen
adorando.»

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