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LIBRO I
PRÓLOGO
chos temas que anticipan aquellos tratados en La Ciudad de Dios, ya que Marcelino le
transmite la reacción de algunos paganos miembros de su circulo a la invasión de Roma
por los visigodos liderados por Alarico en el año 410. En la carta 138, Agustín le anuncia la
posibilidad de escribir un libro en respuesta a los reclamos de los paganos. Véase Obras
de San Agustín VIII, Cartas (1.) (1967), p. 976. Para mayor información sobre Marceli-
no, véase la excelente nota complementaria [1] en Obras de San Agustin XVI, La Ciudad
de Dios (1) (1988), p. 816.
5 Salmos 62,9; Salmos 118,6.
6 Santiago 4,6; 1 Pedro 5,5; Proverbios 3,34.
7 Virgilio, Eneida, 6,853 (2000, p. 191). Virgilio (70-19 a.C.), autor de las
Eglogas (o Bucolicas), las Georgicas y la Eneida. Esta Ultima obra es un poema épico que
trata de la mítica fundación de Roma por Eneas y los troyanos sobrevivientes de la guerra de
Troya. Es el texto poético mas citado en La Ciudad de Dios, y, como en este pasaje,
normalmente es utilizado para establecer que, incluso las obras mas refinadas y admirables de
autores paganos, son inferiores en su perspectiva moral que los principios cristianos
contenidos principalmente en la Biblia. Véase O'Daly (1999), pp. 246-248.
CAPÍTULO I
De esta ciudad terrena surgen los enemigos contra quienes hay que
defender la ciudad de Dios. Muchos de ellos, apartándose de sus errores
impíos, se convierten en moradores bastante laudables de esta ciudad.
Otros muchos, en cambio, se están abrasando en un odio tan violento con-
tra ella, y son tan ingratos a los evidentes favores de su Redentor, que este es
el día en que no serian capaces de mover su lengua contra esta ciudad si no
fuera porque encontraron en sus lugares sagrados, al huir de las armas
enemigas, la salvación de su vida, de la que ahora tanto se enorgullecen. ¿O es
que no son enemigos encarnizados de Cristo aquellos romanos a quienes los
bárbaros, por respeto a Cristo, les perdonaron la vida? Testigos son de ello
los santuarios de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en aquella
devastación de la gran Urbe acogieron a cuantos en ella se refugia-
ron, tanto propios como extrafios8. Allí se moderaba la furia encarnizada del
enemigo; allí ponía fin el exterminador a su saña; allí conducían los enemi-
gos, tocados de benignidad, a quienes, fuera de aquellos lugares, habían
perdonado la vida, y los aseguraban de las manos de quienes no tenían tal
misericordia. Incluso aquellos mismos que en otras partes, al estilo de un
enemigo, realizaban matanzas llenas de crueldad, se acercaban a estos luga-
res en los que estaba vedado lo que por derecho de guerra se permite en
otras partes, refrenaban toda la saña de su espada y renunciaban al ansia
que tenían de hacer cautivos.
De esta manera han escapado multitud de los que ahora desacre-
ditan el cristianismo, y achacan a Cristo las desgracias que tuvo que sopor-
tar aquella ciudad. En cambio, el beneficio de perdonárseles la vida por
respeto a Cristo no se lo atribuyen a nuestro Cristo, sino a su Destino.
Deberían más bien, con un poco de juicio, atribuir los sufrimientos y aspere-
zas que les han infligido sus enemigos a la divina Providencia, que suele
acrisolar y castigar la vida corrompida de los humanos. Ella es quien pone a
prueba la rectitud y la vida honrada de los mortales con estos dolores para,
una vez probada, pasarla a vida mejor, o bien retenerla en esta tierra con
otros fines.
Pero de hecho los bárbaros, en su ferocidad, les han perdonado la
vida, contra el estilo normal de las guerras, por respeto al nombre de Cristo, sea
en lugares comunes, sea en los recintos consagrados a su culto, y, para que
fuera aún mas abundante la compasión, eligieron los mas amplios, des-
tinados a reunir multitudes. Este hecho deberían atribuirlo al cristianismo.
He aquí la necesaria ocasión para dar gracias a Dios y recurrir a su nombre
con sinceridad, evitando las penas del fuego eterno, ellos que en masa
escaparon de las presentes calamidades usando hipócritamente ese mismo
nombre. Porque muchos de los que ves ahora insultar a los siervos de
Cristo, con insolente desvergüenza, no hubieran escapado de aquella carni-
cería desastrosa si no hubieran fingido ser siervos de Cristo. Y ahora, ¡oh
soberbia desagradecida y despiadada locura!, se hacen reos de las eternas
tinieblas oponiéndose con perverso corazón a su nombre, nombre al cual un día
se acogieron, con labios engañosos, para gozar de la luz temporal.
8 Agustín se refiere a que las tropas de Alarico por lo general respetaron la vida de
aquellos, fieles o paganos, que buscaron refugio en los templos cristianos y lugares sa-
grados.
CAPITULO XXIX
9 Salmos 42,4.
LIBRO XIV
CAPITULO IV
CAPiTULO XXVIII
Por eso, los sabios de aquella, viviendo según el hombre, han busca-
do los bienes de su cuerpo o de su espíritu o los de ambos; y pudiendo
conocer a Dios, no le honraron ni le dieron gracias como a Dios, sino que
se desvanecieron en sus pensamientos, y su necio corazón se oscureció.
Pretendiendo ser sabios, exaltándose en su sabiduría por la soberbia que
los dominaba, resultaron unos necios que cambiaron la gloria del Dios
inmortal por imágenes de hombres mortales, de pájaros, cuadrúpedos y
reptiles (pues llevaron a los pueblos a adorar a semejantes simulacros, o se
fueron tras ellos), venerando y dando culto a la criatura en vez de al
Creador, que es bendito por siempre
En la segunda, en cambio, no hay otra sabiduría en el hombre que
una vida religiosa, con la que se honra justamente al verdadero Dios, espe-
rando como premio en la sociedad de los santos, hombres y Ángeles, que
Dios sea todo en todas las cosas
132
1 Corintios 3,1.
133 Romanos 3,20.
134 Genesis 46,27.
135 1 Corintios 3,4.
136 Salmos 3,4.
137 Salmos 18,2.
LIBRO XIX
CAPITULO XIII
CAPITULO XVII
Y LA CIUDAD TERRENA