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Cátedra Agustiniana – 2022

“La Ciudad de Dios”

Textos (III)

retr. 2,43: «La Ciudad de Dios, en veintidós libros. 1. Entre tanto, Roma fue destruida por la
irrupción de los godos, que actuaban a las órdenes del rey Alarico, y fue arrasada por la
violencia de una gran derrota. Los adoradores de una multitud de dioses falsos, que llamamos
originariamente paganos, esforzándose en atribuir su destrucción a la religión cristiana,
comenzaron a blasfemar contra el Dios verdadero más despiadada y amargamente de lo
acostumbrado. Por eso yo, ardiendo del celo de la casa de Dios [Sal 68,10], me decidí a escribir
contra sus blasfemias y errores los libros de La Ciudad de Dios. Obra que me ocupó durante
algunos años, porque me llegaban otros muchos asuntos que no podía aplazar, y reclamaban
antes mi atención para resolverlos. En cuanto a esa obra de La Ciudad de Dios, por fin, la
terminé con veintidós libros.
Los cinco primeros refutan a aquellos que desean que las cosas humanas prosperen, de tal modo
que creen que para eso es necesario volver al culto de los muchos dioses que acostumbraron a
adorar los paganos, y, porque está prohibido, sostienen que por eso se han originado y abundan
tamaños males. En cuanto a los cinco siguientes, hablan contra esos que vociferan que esos
males ni han faltado ni faltarán jamás a los mortales, y que, ya sean grandes, ya pequeños, van
cambiado según los lugares, tiempos y personas, pero sostienen que el culto de muchos dioses
con sus sacrificios es útil a causa de la vida futura después de la muerte. Por tanto, en esos diez
libros refuto estas dos vanas opiniones contrarias a la religión cristiana.
2. Pero, para que nadie pueda reprenderme de que he combatido solamente la doctrina ajena, y
que no he afirmado la nuestra, la segunda parte de esa obra, que comprende doce libros, trata
todo esto. Aunque, cuando es necesario, expongo también en los diez primeros libros la
doctrina nuestra, y en los doce libros últimos refuto igualmente la contraria. Así pues, los cuatro
primeros de los doce libros siguientes contienen el origen de las dos ciudades: la primera de
las cuales es la ciudad de Dios, la segunda es la de este mundo; los cuatro siguientes, su
progreso y desarrollo; y los otros cuatro, que son también los últimos, los fines que les son
debidos. De este modo, todos los veintidós libros, a pesar de estar escritos sobre las dos
ciudades, sin embargo toman el título de la ciudad mejor, para llamarse preferentemente La
Ciudad de Dios.
En el libro décimo no debí «poner como un milagro que en el sacrificio de Abrahán la llama
de fuego bajada del cielo recorriese por entre las víctimas descuartizadas» [Gn 15,9], porque
todo eso Abrahán lo vio en visión [cf. Gn 15,1].
En el decimoséptimo, lo que dije de Samuel: «Que no era de los hijos de Aarón», debí decir
más bien: que no era hijo de sacerdote. En realidad, la costumbre según la ley era que los hijos
de sacerdotes sucedían a los sacerdotes difuntos; efectivamente, el padre de Samuel se
encuentra entre los hijos de Aarón [1Cro 6], que no fue sacerdote, ni figura así entre los hijos
de manera que lo hubiese engendrado el mismo Aarón, sino como todos los de aquel pueblo se
llaman hijos de Israel.
Esa obra comienza así: Gloriosissimam civitatem Dei.»

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ep. 212/A [1/A*] [J. Divjak]: «Agustín saluda en el Señor a Firmo, señor eximio y justamente
honorable e hijo digno de ser acogido.
1. Como te había prometido, te envié los libros de La ciudad de Dios, que tan vivamente me
habías pedido, después de haberlos vuelto a leer. Lo pude hacer, ciertamente con la ayuda de
Dios, porque mi hijo, y hermano tuyo, Cipriano, insistió tanto como yo quería que se me
hiciese. Son veintidós cuadernos, demasiados para reunirlos en un solo volumen. Si quieres
tenerlos en dos, has de dividirlos de modo que uno contenga diez libros y otro doce. En efecto,
en los diez primeros refuto las vacuidades de los paganos, y en los restantes demuestro y
defiendo nuestra religión; aunque, cuando me pareció más oportuno, también hice esto en los
primeros y aquello en los otros. Si, por el contrario, prefieres tenerlos en más de dos volúmenes,
es preciso que pienses en cinco. El primero contendrá los cinco iniciales, en los que discutí
contra los que pretenden que el culto, no ya de los dioses, sino de los demonios, es útil para la
felicidad en la vida presente; el segundo los cinco siguientes, escritos contra los que piensan
que se debe rendir culto, mediante ritos sagrados y sacrificios, a tales dioses o cualesquiera
otros, infinitos en número, con vistas a la vida que vendrá tras la muerte. Los tres volúmenes
siguientes han de tener cada uno cuatro libros. He distribuido esa parte de modo que cuatro
mostrasen el origen de aquella ciudad; otros tantos, su marcha, o como preferí decir, su
desarrollo, y los cuatro últimos, los fines respectivos.
2. Si eres tan diligente para leer dichos libros como lo fuiste para hacerte con ellos, conocerás
por ti mismo, más que por mis palabras, cuán grande ayuda aportan. Nuestros hermanos de
Cartago no tienen esos libros de La ciudad de Dios: si te los piden para copiarlos, te ruego que
te dignes concedérselos de buen grado. No has de dejárselos a muchos, sine a uno o, al máximo,
a dos, y ellos se los dejarán a los demás Tú verás cómo has de proceder para dárselos a tus
amigos ya sean cristianos que deseen instruirse, ya otros que estén atados por alguna
superstición de la que parezca que puedan verse libres mediante mi trabajo, con la gracia de
Dios.
3. Si el Señor lo quiere, yo me cuidaré pronto, por carta, de que me digas hasta dónde llega tu
lectura. Como hombre erudito no se te oculta cuánto ayuda la lectura repetida para comprender
lo que se lee. No hay ninguna dificultad para comprender o, en todo caso, es mínima, cuando
existe facilidad para leer, y ésta va en aumento a medida que la lectura se repite, como si la
constancia [hiciera madurar aquello que una cierta ligereza en la lectura] hubiera dejado
superficial.
Señor eximio e hijo justamente honorable y digno de ser acogido. Te pido que me indiques por
escrito cómo te hiciste con los libros Contra los Académicos, que escribí recién convertido,
puesto que en una carta anterior me indicaste que habían llegado al conocimiento de tu
excelencia. El contenido de los veintidós libros escritos te lo indicará el índice que te envío.»

OROSIO, Historias, 7, 39: «Se presenta Alarico, asedia, aterroriza e invade a la temblorosa
Roma, aunque había dado de antemano la orden, en primer lugar, de que dejasen sin hacer daño
y sin molestar a todos aquellos que se hubiesen refugiado en lugares sagrados y sobre todo en
las basílicas de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y, en segundo lugar, de que, en la medida
que pudiesen, se abstuvieran de derramar sangre, entregándose sólo al botín».

ciu. 1,3: «De momento voy a hablar un poco, según el plan trazado y mis posibilidades, de
aquellos ingratos que le imputan a Cristo, entre blasfemias, los males que están padeciendo
como efecto de la corrupción de su vida. Se les perdonó incluso a ellos, por reverencia a Cristo,
y ellos ni siquiera prestan atención a este hecho. Con desenfreno sacrílego y perverso desatan
contra este nombre las mismas lenguas que lo usaron con hipocresía para salvar su vida: esas
lenguas que frenaron llenos de miedo en los lugares a Él consagrados, quedando a salvo y sin

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peligro al ser respetados de sus enemigos por amor a Él. Y luego salen furiosos de estos
sagrados asilos vomitando maldiciones contra Cristo.»

ciu. 1,8,1: «Sin embargo, [Dios] ha querido que estos bienes y males pasajeros fueran comunes
a todos para que no se busquen ansiosamente los bienes que vemos en posesión también de los
malos ni se huya, como de algo vergonzoso, de los males que con mucha frecuencia padecen
incluso los buenos.»

en. Ps. 66, 3: «Dios quiso que estas cosas temporales las poseyeran indistintamente unos y
otros; porque si las tuvieran sólo los buenos, creerían los malos que se debe dar culto a Dios
para obtenerlas; y si las tuvieran sólo los malos, tendrían recelo de convertirse los buenos de
espíritu débil, temiendo que les faltasen a ellos. Porque todavía hay almas débiles, poco
preparadas para el reino de Dios; por eso el Señor, nuestro agricultor, debe nutrirlas. El árbol,
que ya resiste con su fortaleza las tempestades, al brotar era una hierba. No sólo sabe nuestro
agricultor podar y limpiar los árboles robustos; también sabe proteger con un seto a las tiernas,
recién brotadas».

ciu. 1,8,2: «He aquí lo que interesa: no la clase de sufrimientos, sino cómo los sufre cada uno.
Agitados con igual movimiento, el cieno despide un hedor insufrible, y el ungüento, una suave
fragancia.»

ciu. 1,9,1: «De esta forma, los justos están descontentos, es cierto, de la vida de los malos, y
por ello no vienen a caer en la condenación que a ellos les aguarda después de esta vida; pero,
en cambio, como son indulgentes con sus detestables pecados, al paso que les tienen miedo, y
caen en sus propios pecados, ligeros, es verdad, y veniales, con razón se ven envueltos en el
mismo azote temporal, aunque estén lejos de ser castigados por una eternidad. Bien merecen
los buenos sentir las amarguras de esta vida, cuando se ven castigados por Dios con los
malvados, ellos que, por no privarse de su bienestar, no quisieron causar amarguras a los
pecadores.»

ciu. 1,9,3: «Tienen, además, otra razón los buenos para sufrir males temporales. Es la misma
que tuvo Job: someter el hombre a prueba su mismo espíritu y comprobar qué hondura tiene
su postura religiosa y cuánto amor desinteresado tiene a Dios.»

ciu. 1,13: «Por eso, cuando en el saqueo de Roma, o de cualquier otra ciudad, les han faltado a
los cadáveres de los cristianos estas atenciones, ni fue culpa de los vivos, que no podían hacerlo,
ni constituyó una desgracia para los difuntos, que no podían sentirlo.»

ciu. 1,16: «Quede bien sentado en primer lugar que la virtud, norma del bien vivir, da sus
órdenes a los miembros corporales desde su sede, el alma, y que el cuerpo se santifica siendo
instrumento de una voluntad santa. Si ésta permanece inquebrantable y firme, aunque algún
extraño obrase con el cuerpo o en él a su antojo acciones que no se podrían evitar sin pecado
propio, no hay culpa en la víctima. Ahora bien, como no sólo se pueden conseguir en un cuerpo
ajeno efectos dolorosos, sino también excitar deleite carnal, cuando esto pudiera suceder, no
por eso se logró arrancarle al alma su pureza defendida valientemente, aunque el pudor sí
quedase turbado. No se vaya a creer consentido por la voluntad más íntima lo que tal vez no
ha sucedido sin algún deleite carnal.»

b. coniug. 21,25: «Sabido es que la continencia es una virtud del espíritu, no de la carne. Pero
las virtudes del ánimo se manifiestan unas veces por las obras exteriores y quedan latentes otras

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en forma de estado habitual, como la virtud de los mártires se manifestó con inusitado
esplendor soportando valerosamente los más ásperos sufrimientos. Pero cuántos, en cambio,
encontramos que, poseyendo la misma fortaleza de ánimo en el fondo de su espíritu, les ha
faltado la hora de la tentación y de la prueba para poder dar ante los hombres testimonio de
aquella disposición de ánimo, patente solo a los ojos de Dios, ya que a su virtud no le faltó sino
los medios y ocasión de manifestarse. El santo Job, por ejemplo, poseía en alto grado la virtud
de la paciencia, que era obvia a los ojos de Dios y de la cual dio él inconcuso testimonio; pero
esa virtud no fue conocida de los hombres sino solo cuando fue sometida a prueba y
confirmación, y la virtud que estaba oculta, por los contrastes que exteriormente acaecieron,
no se engendró entonces, sino que se manifestó largamente [cf. Job 1].
Asimismo, Timoteo poseía la virtud de la abstinencia del vino, la cual no le forzó a perderla
San Pablo cuando le aconsejaba que usara del vino con moderación atendiendo a la debilidad
de su estómago y a sus frecuentes quiebras de salud [cf. 1Tm 5,23], pues de lo contrario habría
de afirmar que le dio el consejo pernicioso de debilitar la virtud de su alma por robustecer la
salud de su cuerpo. Pero, como quiera que Timoteo podía aceptar el consejo del Apóstol sin
ningún menoscabo de su virtud, el alivio que él procuraba a su cuerpo débil con la añadidura
de un poco de vino no le arrastraba a perder el hábito de prescindir de él. El hábito consiste en
la aptitud de hacer una cosa cuando es necesario. Cuando no se hace, no es que falte la
posibilidad de hacerla, sino la necesidad inmediata.
La continencia en lo que al matrimonio concierne no es la virtud habitual de aquellos a quienes
el Apóstol se refiere cuando dice: Si no pueden contenerse, cásense [1Co 7,9], pero sí lo será
de aquellos a quienes se dice: El que pueda ser capaz de ella, que lo sea [Mt 19,12]. De ese
modo, los hombres perfectos en la virtud han usado de las cosas de este mundo,
subordinándolas a otro bien superior por el hábito de la continencia, el cual no solo no
determina una obligación respecto de esos bienes, sino que capacita incluso para no usar de
ellos cuando no es necesario. Nadie, en efecto, hace mejor uso de los bienes terrenales que
aquel que sabe y puede no usar de ellos. Es mucho más fácil para un gran número de hombres
abstenerse del uso de una cosa que observar moderación en el uso lícito que de ella pudiera
hacer. Nadie, sin embargo, puede usar más cuerdamente de esos bienes que aquel que puede
no solo usar de ellos con continencia, sino también abstenerse en absoluto. A esta suerte de
hábito se refería San Pablo cuando escribía: Yo sé vivir en la abundancia, pero sé también
sufrir el hambre y la pobreza [Flp 4,12].
Es cierto que tener que sufrir hambre y pobreza es condición común a todos los hombres, pero
el saberlas sufrir y soportar es negocio reservado solo a las almas grandes. Del mismo modo,
¿quién es el que no sabe nadar en la abundancia? Pero el saber abundar es propio solo de
aquellos que no se han dejado corromper en la abundancia.»

uirg. 8,8: «No hay, pues, fecundidad física alguna que pueda compararse con la virginidad
también física. Tampoco ésta es objeto de honra por ser virginidad, sino por estar consagrada
a Dios. Aunque se practique en la carne, la guarda la piedad y devoción del espíritu. Por este
motivo es espiritual incluso la virginidad física que promete y guarda la continencia por
motivos de piedad. Como nadie hace un uso impuro de su cuerpo si el espíritu no ha concebido
antes la maldad, así tampoco nadie guarda la pureza en su cuerpo si no ha albergado antes en
su espíritu la castidad. Aunque la pureza conyugal se practica en la carne, no se le atribuye a
la carne, sino al espíritu, pues, presidiendo y gobernando él, la carne misma no se une a nadie
que no sea el propio cónyuge. Si esto es así, ¡cuánto más y con cuánta mayor honra no habrá
que computar entre los bienes del espíritu aquella continencia por la que se ofrece, consagra y
conserva la integridad de la carne al creador del espíritu y de la carne!»

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ciu. 1,18,2: «Saquemos más bien de lo dicho la siguiente conclusión: la santidad del cuerpo,
aun en el caso de violencia, no se pierde si permanece la santidad del espíritu; y al revés:
desaparece, aunque el cuerpo quede intacto, si se pierde la santidad del espíritu. Se deduce de
aquí que no hay razón alguna para castigarse a sí misma con el suicidio la mujer profanada
violentamente y víctima de un pecado ajeno. Mucho menos si es antes de la agresión. ¿Por qué
vamos a consentir un homicidio cierto, cuando aún es incierto el delito mismo, por más que
sea ajeno?»

ciu. 1,28,2: «Dios no puede permitir jamás que sucedan estos acontecimientos con sus santos
si con ello corre peligro de desaparecer la santidad que él les confirió y que en ellos continúa
amando.»

ciu. 1,29: «¿Dónde está tu Dios? [Sal 41,4], que digan ellos dónde están sus dioses, puesto que
están padeciendo precisamente aquellas calamidades contra las que, para evitarlas, les tributan
culto o pretenden que hay que tributárselo.
He aquí la respuesta de la familia cristiana: mi Dios está presente en todas partes; en todas
partes está todo Él; no está encerrado en ningún lugar: puede hallarse cerca sin que lo sepamos
y puede ausentarse sin movimiento alguno. Cuando me azota con la adversidad, está
sometiendo a prueba mis méritos o castigando mis pecados. Yo sé que me tiene reservada una
recompensa eterna por haber tolerado religiosamente las desgracias temporales. Pero vosotros,
¿quiénes sois para merecer que se hable con vosotros ni siquiera de vuestros dioses, cuánto
menos de mi Dios, que es más temible que todos los dioses, pues los dioses de los gentiles son
demonios, mientras que el Señor ha hecho el cielo? [Sal 95,4.5]»

ciu. 1,31: «¿Y cuándo iba a quedar satisfecha tal ambición en estos espíritus tan orgullosos,
más que cuando llegasen a poseer el dominio absoluto, tras escalar todos los honores? En
efecto, no habría la posibilidad de continuar manteniendo tales honores si no hubiera una
ambición superior. Pero jamás la ambición se adueñaría si no es en un pueblo corrompido por
la avaricia y el desenfreno. Y en avaro y desenfrenado se convirtió el pueblo romano por la
prosperidad, aquella prosperidad de la que el famoso Nasica, con penetrante visión de futuro,
opinaba que se debía evitar, oponiéndose a la destrucción del mayor, el más fuerte y más
opulento Estado rival. De esta manera el temor reprimiría la pasión; con la pasión así reprimida,
no se caería en el desenfreno; y contenido éste, no asomaría la avaricia. Teniendo atajados estos
vicios florecería y se incrementaría la virtud, tan útil a la patria. La libertad, compañera de la
virtud, estaría siempre presente.»

ciu. 1,33: «¡Oh inteligencias que ya no entienden! ¿Qué equivocación es ésta; mejor dicho, qué
frenesí es éste? Según nuestras noticias, mientras todos los pueblos de Oriente y las ciudades
más relevantes de los lugares más remotos de la Tierra lamentan vuestro desastre, y declaran
público luto, y se muestran inconsolables, vosotros, ¡a buscar teatros, a meteros en ellos y a
abarrotarlos para volverlos todavía más estúpidos de lo que eran antes! Era esta bajeza y esta
peste de vuestras almas, esta perversión de la integridad y de la honradez la que temía en
vosotros Escipión cuando ponía el veto a la construcción de teatros, cuando veía que la
prosperidad os podía sumir en la corrupción, cuando se negaba a que estuvierais asegurados
del terror enemigo. Nunca creyó él en la felicidad de un Estado de erguidas murallas, pero
arruinadas costumbres.
Sin embargo, en vosotros tuvo más poder la seducción impía de los demonios que las
advertencias de los hombres precavidos. Por eso los males que cometéis no queréis que se os
imputen, mientras que los males que padecéis se los imputáis vosotros al cristianismo. Y ni
siquiera en vuestra seguridad buscáis la paz de vuestra Patria, sino la impunidad de vuestro

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desenfreno; vosotros, que, viciados por la prosperidad, tampoco habéis sido capaces de
corregiros en la adversidad. Quería manteneros el célebre Escipión en el temor al enemigo para
que no os deslizarais hacia la molicie; y vosotros, ni hechos trizas por el enemigo le habéis
puesto freno a esa molicie. Habéis echado a perder los frutos aprovechables de la desgracia; os
habéis convertido en los más dignos de lástima y habéis continuado siendo los más
depravados.»

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