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E L  

B OXEADOR
Fabián Casas
12 02 2010 - 08:53

Alejandro, un amigo fotógrafo, me había


contado hace unos meses que Lorenzo
estaba esperando ser operado de un
cáncer. Diego, otro amigo “chasirete”, me
contó que lo vio cuando Lorenzo salió de
la operación y que estaba muy delgado,
pero “con el humor de siempre”. Diego le
sacó fotos y lo filmó brevemente. Hoy me
enteré que murió. Lorenzo se llamaba
Lorenzo Donato Beneventano y era una
roca de carne, petisa, con un don de
gentes extraordinario. Fue semifondista
del Luna Park, antes de las peleas de
Nicolino, y también el instructor que llevó
a Carlos Salazar a ganar su título mundial.
Y durante unos cuatro o cinco años, por
las mañanas, en la Federación de Box, fue
el maestro de una ristra de fotógrafos,
periodistas, y diseñadores que habíamos
formado —liderados por Mariano Del
Aguila— un outlet de boxeadores: El
Lorenzo Beneventano Boxing Team.
Tengo amigos que se ponen pelo, otros
que se matan en el gimnasio, hacen dietas
letales o se compran ropa anatómica para
modificar lo que natura no da o dio y se
acabó. Si yo pudiera cambiar algo,
comprar algo que me falta, compraría “un
buen estado de ánimo”. Porque eso es una
bendición que pocos tienen. Arthur
Schopenhauer decía que el que disfrutaba
de esta virtud, no necesitaba pedir nada
más. ¿Para qué? Beneventano estaba
siempre de buen humor. Lo recuerdo esas
mañanas en las que nos recibía a todos en
la puerta del gimnasio. ¿Qué dice la
prensa? ¿Qué piensa, Casas, en qué
piensa? ¿Usted está dormido? Desde que
soy chico padecí cierta afección en mi
ánimo, carecía de la habilidad de ser
completamente feliz. Esto lo combatí con
las drogas durante la adolescencia y
después con las endorfinas del deporte. El
boxeo me vino bien. Me concentraba
durante unas horas en que no me peguen.
Esto paraba a la Máquina de Pensar en
Gladys, cortaba el diálogo interno. El
ambiente y la gente con la que boxeaba
también ayudaba. Con muchos nos
habíamos cruzado en redacciones, en
notas y hasta habíamos hecho temporadas
de verano. Pero nunca nos habíamos
pegado. Lorenzo dividía la clase del
Gimnasio de este modo: primero,
corríamos alrededor de los rings de la
Federación. Después, nos vendábamos las
manos (yo no lo sabía hacer bien y a
veces, rumiando insultos, me vendaba
Lorenzo) e íbamos a pegarle a la bolsa.
Lorenzo pasaba cerca nuestro y nos
arengaba. Si veía que le pegábamos mal,
o de costado, sin convicción, decía. ¿Pero
qué hace? ¿Está loco? A veces me
preguntaba ¿a quién piensa que le pega
cuando le da a la bolsa? Yo le decía que a
mi viejo, lo cual lo divertía. Lorenzo
decía que el boxeo era horrible, que era
cruel e insensato. Sin embargo no pasaba
un día sin estar en el gimnasio entrenando
pupilos. Después de la bolsa subíamos al
ring, hacíamos guantes y a veces él se
ponía delante nuestro con unos gigantes
como si fueran las manos de Edmundo
Rivero y nos hostigaba para que le
pegáramos en ellos aprendiendo a
caminar el ring. Este ejercicio te mataba.
Si dejabas la cara libre, te surtía. Después
de hacer dos o tres rounds entre nosotros,
bajábamos y nos tirábamos en unas
colchonetas a hacer abdominales. Lorenzo
paseaba por el medio gritándonos: más
fuerte, más fuerte, téngale bronca al
cuerpo! Téngale bronca al cuerpo. Casi
una frase punk, anti new age, divertida.
Cuando nos contaba su vida de penurias
infantiles, empezaba: Yo, que fui esclavo
de los italianos… Y cuando reflexionaba
sobre su carrera, largaba: los golpes no
alimentan. Casas, me decía, poniéndome
la mano en el hombro, el boxeo es como
las estrellas, necesita de la oscuridad para
brillar. Una tarde me contó una de sus
peleas en el Luna Park. Me describió lo
que se veía desde el ring. El humo de los
cigarrillos contra el telón negro de la
noche. La forma en que le llegaban los
gritos de la gente. Yo agarré todo y lo
metí en un relato. Beneventano vivió la
época de oro del Luna Park como
boxeador y después llevó a su pupilo
Carlos Salazar a ganar el título del
mundo. Por eso estaba acostumbrado a ser
requerido por los periodistas. Algo que le
encantaba. Tenía una muletilla que
realzaba determinadas frases o anécdotas
“Esto lo dije al aire”. También tenía un
gran poder de observación que solía
resumir en un apodo. A uno de nosotros
que era extremadamente celoso de su
atención, le puso “Mimoso”. Me acuerdo
ahora y me río. Una tarde prendo la tele y
en Crónica tv está Lorenzo hablando en
medio de policías, gente tirada en la
vereda y patrulleros puestos de culata en
la entrada de la Federación de Box. En el
local pegado, que vende cosas de boxeo,
había entrado un caco. Tuvo la mala
suerte de que Lorenzo estuviera orinando
en el baño de atrás. Cuando salió, el caco
que encañonaba al vendedor lo apuntó a
él. Lorenzo le tiró una combinación de
piñas certeras, aéreas y pesadas. Se lo
tuvieron que sacar al tipo de encima.
Después “dijo al aire” que se había puesto
muy nervioso. No debería haber sido
lindo que te pegaran esa manos inmensas,
callosas. Sin embargo, Lorenzo no
transmitía ni tragedia ni dolor —como
muchos boxeadores— sino ganas de
abrazarlo. Era, como dice Conrad de Lord
Jim, uno de los nuestros.

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