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HISTORIA DE POR QUE LA LLOICA TIENE EL PECHO COLORADO

Resulta que una vez, hace muchos, pero muchos años, andaba por unos potreros un Hombre, morral al
hombro y escopeta lista, viendo si veía algún pájaro para hacerle la puntería. Y en esto se encontró con una
Lloica, muy distraída en una rama de un roble, cantando una tonada que recién había aprendido. Verla el
Hombre, hacer puntería y disparar fue todo uno.

Pero resultó que la escopeta estaba mal cargada y el tiro reventó, hiriendo en la cara al Hombre, en tal forma,
que quedó medio ciego, dando grandes gritos de dolor y auxilio.

Por los contornos no pasaba un alma.

La Lloica, mientras tanto, había volado a un árbol lejano, y desde allí, muy asustada por el peligro que
acababa de correr, miraba al pobre Hombre bañado en sangre y quejumbroso.

--Socorro... Socorro... Me he quedado ciego... Auxilio...

Y sus gritos se perdían por las quebradas inútilmente.

Poco a poco el Hombre dejó de gritar. Daba ahora ayes y suspiros y al fin pareció perder el conocimiento y se
quedó inmóvil, recostado en el pasto y con la cara mirando al cielo.

La Lloica, mientras tanto, se había ido acercando lentamente, de árbol en árbol, hasta quedar sobre aquel que
cobijaba al herido. Desde ahí siguió un rato observándolo. Y cuando se convenció de que estaba como
muerto, de un vuelo se dejó caer sobre el pecho del Hombre, escuchando atentamente si el corazón latía aún.

La Lloica era una buena avecilla del bosque, temerosa del Hombre y de su malignidad que se distrae
matando. Pero al propio tiempo tenía por el Hombre un gran respeto y admiración: por el hombre que sabe
cantar, que sabe silbar, que sabe hablar y. en cuyas manos están el Bien y el Mal de los habitantes de los
bosques. Y la Lloica, que nunca había visto abatirse y morir a un Hombre, tuvo una gran compasión por éste
que ahí alentaba apenas.

Entonces la Lloica fue hasta el río y trajo unas gotitas de agua, que echó en la boca del Hombre, y fue de
nuevo al río y trajo otras gotitas que refrescaron sus heridas, y fue hasta la montaña y trajo hierbas
medicinales que fue poniendo sobre las llagas que eran los ojos, y de nuevo trajo agua y de nuevo trajo
hierbas, y tanto trabajó la pobre y con tanta inteligencia, que al fin el Hombre dio un suspiro hondo y pareció
recobrar el conocimiento.

Entonces la Lloica llamó a la Brisa, que todo lo sabe porque hasta por las rendijas se mete para curiosear, y le
preguntó dónde vivía el Hombre. La Brisa dio la dirección y la Lloica se fue de un vuelo hasta la casa que
estaba en la colina rodeada de jardines. Ahí llamó al Perro y le dijo:

--Avisa a tus patrones que el Hombre está herido en el potrero, al comienzo de la montaña.

El Perro empezó a ladrar desesperadamente, a correr, a aullar. Hasta que llamó la atención del Hombre Viejo
y del Hombre Joven, que salieron detrás de él, encontrando al herido.

Mientras tanto, la Lloica estaba feliz en la rama del roble viendo cómo, con grandes precauciones, se llevaban
al Hombre en una improvisada camilla. El Hombre estaba salvado...

Pero resulta que entonces oyó a la señora Cachaña que le decía:

--¡Qué linda pechera roja tiene usted, comadre Lloica! ¿Dónde la ha comprado?
La Lloica se dio cuenta de que la sangre del Hombre le había manchado toda la pechuga.

Y la señora del Jote --que ni siquiera tiene nombre, y que estaba por allí cerca-- se dirigió a la Lloica en forma
insidiosa y llena de envidia.

Pero resulta que aquel día San Pedro había bajado a la Tierra a tomar un poquito de fresco a la sombra de
unos hualles y había visto todo lo pasado. Entonces se acercó a las aves y les dijo:

--Atestiguo que la Lloica tiene el pecho manchado por obra de una buena acción. Y en premio de ella, con la
venia del Padre que está en los cielos, desde hoy en adelante tendrá sobre su noble pecho un escudo
escarlata.

Y ya saben ustedes por qué la Lloica tiene esas plumillas rojas que le hacen tanta gracia.

DOÑA TATO

Llegó prestigiada por treinta años de servicios en casa de unas viejecitas solteronas que acababan de morir
con pocos días de diferencia. Sabía cocina y repostería. Exigía una pieza dormitorio para su uso particular y
que le aceptaran un gato negro, gordiflón y taciturno. Ella se llamaba Tránsito; él, "Paquito". Porque siempre
iban juntos, pareja estrafalaria: doña Tato, vieja, magra, la cara llena de arrugas hondas convergentes a la
boca, el trasero saliente, los brazos muy largos y hábito del Carmen; "Paquito", desmadejado, bostezante,
silencioso en sus escarpines blancos.

Lo trastornaron todo en casa. La vieja empezó por expulsar de la cocina a los otros gatos y a las otras
sirvientas. La cocina era suya. Sólo a mí --con aires de condescendencia-- me dejaba entrar. Encerrada con
llave se entendía con las sirvientas por el torno, y si alguna quería deslizarse adentro o insinuaba el propósito,
la insultaba, mezclando a los dicterios tiradas de latines. Y como vomitando ese mejunje al par que aspeaba
los largos brazos tenía algo de bruja, la creyeron en pacto con el demonio y, horrorizadas, la dejaron vivir a su
placer.

Los gatos tardaron más en darse por vencidos. Llegaban oteando por el torno o la ventana, buscando
piltrafas, ansiosos de rescoldo. Y hallaban un brazo y una escoba mucho más largos que lo previsto y que
siempre, invariablemente, les caían en medio del lomo. Hasta que uno quedó descaderado no parecieron
tomar en serio el peligro que era la vieja. Desde entonces se refugiaron en el repostero, junto al anafe y las
otras sirvientas, en acercamiento de víctimas del mismo poder.

Al principio hubo muchas protestas. A cada rato llegaba alguna mujer en son de acuse, y hasta los gatos --en
su idioma-- supongo que me darían quejas. Prometía amonestarla y hasta ponerla en la calle si no cambiaba
de conducta. Pero cuando al anochecer venía doña Tato llena de majestad --seguida por "Paquito"-- a tomar
órdenes para el día siguiente, mis propósitos se iban arrastrados por la marea de respeto rayano en terror que
la vieja me producía.

Empezaba mi aprendizaje de ama de casa; la falta de conocimiento y de práctica me hacía indecisa, débil,
temerosa. Doña Tato se daba perfecta cuenta de su superioridad. Fingiéndose humilde, empezaba siempre:

--Aquí estoy a las órdenes de su mercé.

--¿Cómo está, doña Tato?

--Muy bien, para servirle. ¿Qué haremos mañana?


Yo me ponía a pensar en minutas, buscando con verdadera ansia en mis recuerdos los nombres de todos los
guisos que conocía, y siempre, siempre, encontraba sólo aquellos que comiera en la mañana o--alejándome
un poco--en la noche anterior.

Doña Tato decía al descuido:

--"Paquito" está bien.

Mala iba la cosa... Cuando no se le preguntaba por el gato, se ponía de peor humor que el pésimo de
costumbre.

--Haremos..., haremos... budín de coliflor y berenjenas rellenas con queso.

Y la miraba, feliz de mi hallazgo, porque tenía la perfecta seguridad de no haber comido coliflor hacía largos
meses.

--¡Es el tiempo ahora! --y en semicírculo, de pared a pared, su mirada ponía al salón por testigo de mi
imbecilidad.

Pero yo, realmente imbécil, insistía porfiada:

--Quiero budín de coliflor... Debe haber coliflor en conserva y berenjenas también.

La vieja saltaba furiosa:

--Tamién..., tamién... ¿Y qué más? ¿Un pajarito volando tamién? Estas iñoritas que no saben ónde están
parás y se meten a disponer. Ora pro nobis... Tamién... Yo sabré lo que hago mañana. ¡No faltaba otra cosa!
Cuando una ha servío treinta años en una casa no tiene pa' qué andar mendigando mandares. Per Christum
Dominum nostrum. . . ¿Qué te parece, "Paquito"? Si no juera por mí te mataban de hambre. Nicolasa..., pa' tu
casa. Amén.

Y se marchaba de estampía, seguida perezosamente por el gato, dejándome humillada, indignada y


amedrentada. Hasta que opté por abandonar mis aires de dueña de casa y decirle que no viniera más a tomar
órdenes, que dispusiera ella a su antojo. Comíamos admirablemente. En el servicio había orden. En las
cuentas, economías. ¿Qué más pedir?

La doncella me contó cómo rezaba la vieja el rosario, los rosarios, porque el día entero se pasaba en eso.
Trajinando, siempre en una actividad enfermiza por lo continua, doña Tato murmuraba las avemarías a media
voz, y al terminar, en el amén, agregaba un número, de uno a diez, para contar las decenas sin necesidad de
tener en las manos un rosario que le impidiera seguir en sus quehaceres. Y los misterios los señalaba en la
repisa con cinco papas que iba sacando de un cajón.

Lo encontré tan cómico que fui a mirarla y a oírla por el torno disimuladamente. Y era cierto. Desgranaba
porotos e iba diciendo:

--Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Ocho. Dios te salve, María... Amén. Nueve. Dios te salve... Santa María... Diez.

Y puso una papa negra junto a las otras dos que estaban en la repisa.

Pero otro día me trajeron una historia que no me agradó ni pizca. Al llegar del mercado, doña Tato colocaba
en el mesón toda la carne, llamaba a "Paquito" y decía:

--Elija, mi lindo.

Y el gato oliscaba trozo a trozo hasta hallar uno a su gusto para comérselo.
Hice llamar a doña Tato. Con mucho miedo, pero mucho valor, le dije:

--No es posible que cuando usted llega del mercado haga que "Paquito" meta el hocico en toda la carne para
elegir su pedazo. Eso es muy sucio, doña Tato.

--Sucio..., sucio... ¿Y qué más? Miserere nobis. ¿"Paquito" sucio? Ya quisiera su mercé tener la boca tan
limpia como "Paquito". Ora pro nobis, sancta Dei Genitrix. "Paquito" no se pone porquerías de pinturas en la
cara ni menos en el hocico. Vade retro. ..

¡Era el colmo! Fui yo quien salió de estampía para llegarme al escritorio de Pedro y decidirlo con muchos
arrumacos a despedir él a la vieja insolente.

Fue. Llegó a la puerta de la cocina, tocó con los nudillos. Se abrió el torno, apareciendo la cara mal agestada.

--Doña Tato...--pudo decir.

--Si quiere alguna cosa--interrumpió-- ; pídasela a la Petronila. Aquí no moleste.

Y cerró de golpe el postigo.

Pedro volvió mohíno y me dijo que era yo la llamada a echar a la vieja; que él, abogado de veintitrés años,
con mujer y casa --aunque sin clientela, esto lo agrego yo--, no podía descender a esas pequeñeces. Y que,
además, otra vez posiblemente no lograría dominarse y pondría a la vieja en la calle a fuerza de puntapiés.
Mentira. Le pasó lo que a todos: le tuvo miedo a doña Tato. Y así siguió ésta inexpugnable en la cocina.

Por ese entonces, Pedro trajo varias veces invitados a comer. La segunda vez, doña Tato llegó como un
basilisco a decirme:

--¿Qué se han imaginado que voy a pasarme alimentando hambrientos ociosos? Agnus Dei, qui tollis peccata
mundi. Ni lesa que fuera...

--Pero, doña Tato...

--Si viene gente a comer, me mando a cambiar al tiro.

Y yo, iluminada, le contesté suavemente:

--Mire, Tatito, le diré con franqueza que Pedro quiere traer todos los días un amigo a comer. Si no está
conforme con esto, lo mejor será que se vaya..., que busque ocupación en otra casa.

Me miraba con los ojillos desconfiados agudos de malicia y al fin dijo, riendo marrullera:

--¡Je! Era pa' eso... Vade retro... No se incomode su mercé. No pienso irme, porque estoy muy a gusto y
"Paquito" tamién. Deo gratias. Pero a esos ociosos .., ¡ya los espantaré!

Y los espantó, claro, porque siempre que teníamos invitados salaba o ahumaba la comida. Hubo a veces que
improvisarlo todo con conservas.

Pensamos recurrir a la policía para echar a la vieja. Y tras mucha vacilación acabé por escribirle una carta
muy atenta, con tres faltas de ortografía que corrigió Pedro, diciéndole que si no se retiraba para el 1º del mes
siguiente, llamaríamos al carabinero para obligarla a irse.

Y llegó el 1º y pasó una semana y doña Tato no se iba. La hallé en el patio una tarde y le pregunté
tímidamente:
--¿Cuándo se va, doña Tato?

--¿Usted cree que yo soy de las que duran un mes en cada casa? In nomine Patris et Filii et Spiritus Sanctis.
Aquí estaré otros treinta años. Amén.

Entonces --acuciados por el miedo a soportar per omnia secula seculorum a la vieja--, Pedro tuvo una idea
genial: le escribió a mi madre, invitándola a pasar unos días con nosotros. Y llegó mi madre con empaque de
juez y ojos escrutadores.

No dijimos nada; pero a la segunda comida, ante los guisos desastrosamente quemados, peores que en la
mañana, mi madre estalló en preguntas rápidas que Pedro y yo contestábamos, atropellándonos para narrar
nuestras desdichas bajo la tiranía de doña Tato.

Ante nuestros ojos mi madre adquiría su gran aire de imperatrice. Se puso de pie y salió, diciéndonos:

--Van a ver ustedes...

Nos mirábamos aterrados. Mirábamos la puerta esperando ver surgir en su vano a doña Tato, persiguiendo a
mi madre con el largo brazo y la larga escoba, al par que fulminaba denuestos y latines para nuestra total
exterminación.

Se oían voces, gritos, portazos, chillidos, caer de loza, carreras: todo simultáneamente. Luego un gran
silencio.

Angustiada, hecha un ovillo toda contra Pedro, dije temblando:

--Anda a ver... Con tal que no la haya matado...

Pero entraba mi madre con largo paso tranquilo y ojos duros de triunfadora.

--Ya se va. Mañana mandará a buscar sus cosas.

Nos mirábamos atónitos. ¿Doña Tato? Pero...

La vimos pasar por la puerta abierta al patio. Iba con el cuello extendido, como temiendo un peligro, ladeado
el moño, arrebozada en un chalón que le ceñía el trasero grotescamente, con "Paquito" en brazos,
somnoliento y friolero.

Pasaba..., se alejaba..., se iba...

Y sin saber por qué, me eché a llorar en la corbata de Pedro.

DOÑA SANTITOS

Tenía la cara rugosa, pequeñita, y el cuerpo endeble, de garfio tembloroso. Un pañuelo negro atado a la
cabeza le ocultaba el pelo, formando visera a los ojos grandes, cuencos de agua clara inexpresiva. Por la
hendidura de la boca asomaba un diente, un diente único, largo, torcido, amarillo de soledad. La nariz bajaba
en busca del mentón. Arrebozada en un chal obscuro, iba delante de ella, tanteando, un bastoncillo de quila.
Había oído decir que era vecina nuestra, dueña de un terrenito en Coínco. Se llamaba Santos Poblete, pero
todos, cariñosamente, le decían doña Santitos.

Llegó en un carretón de familia tirado por bueyes, uno de esos carretones que fueran el orgullo de nuestros
abuelos. Era una especie de casita con su puerta trasera y dos ventanas laterales, con cortinillas de percala a
pintas, todo ello verde rabioso y empingorotado sobre ruedas enormes y chirriantes. La acompañaba, picana
al hombro, un muchacho. Su hijo, tal vez.

Venía a verme porque le diera un remedio, atraída por mi fama de curandera. Luego de mucho pedir
disculpas y saludar y tornar a las disculpas y a los saludos nuevamente, me explicó su mal.

--Es un gurto que se me le pone por aquí, por el costao, y lueguito se me le corre pa' l'espalda y end'ehi me
agarra l'estomo y después se me le fija en el corazón. Y casi mi'ahogo, iñorita. Ya hacen como cinco años
qu'estoy sufriendo d'este mal. Hey tomao cuanto remedio se pue su mercé figurar. Me han visto toas las
meicas conocías de por aquí y hasta los doutores de Curacautín y de Victoria. Ninguno ha podío aliviarme ni
así tantito. Ya tenía perdías las esperanzas, cuando m'ijeron que su mercé era tan güena curandera; se lo
ijeron a Saldaña, onde Juana Campos, la que su mercé mejoró de la fiebre, y tamién onde Rosamel Pérez. Y
entonces Saldaña mi'animó pa' que viniera a molestar a su mercé... ¡Ay! ¡Este gurto me v'acabar con la vía!

La miraba perpleja, porque el "gurto viajero" no estaba en el catálogo de las enfermedades que conocía. Pero
no arredré. Le hice un examen prolijo, matizado con preguntas vagas. Y acabé por diagnosticar, muy seria:

--Lo que usted tiene es "gurtitis", una enfermedad muy rara, pero fácil de mejorar. Espérese que vuelva con el
remedio.

Fui al comedor, hice unas bolitas de miga de pan muy bien amasadas, las puse en una caja, les eché encima
canela en polvo y volví al escritorio donde la vieja me esperaba pacientemente, dando suspiros y ayes.

--Aquí tiene, doña Santitos; son unas pastillas especiales para su enfermedad. Tiene que tomarse dos todas
las mañanas, con un vaso de leche, vuelta para el lado sur, y rezar después tres avemarías. Verá cómo
mejora. Pero no vaya a olvidarse de estar de cara al sur y de rezar, porque entonces el remedio no le haría
efecto.

Me miraba, asintiendo a cabezadas, con los ojos ilusionados, temblando de ansia las manos sarmentosas al
coger la caja. Me dio las gracias. Repitió las disculpas. Volvió a decirme cómo Saldaña tenía fe ciega en mi
poder curativo. Me contó nuevamente el itinerario del bulto, con estaciones y paradas. Di otra vez mi
diagnóstico y repetí mis instrucciones. Las repitió ella para bien aprenderlas y al fin se marchó, con el bastón
buscando el camino donde la esperaban la carreta y el muchacho, contenta, mostrando el diente único,
badajo de su sonrisa.

--Las leseras que inventas... --me reprocharon en casa.

--¡Bah! --contesté--. Bien puede que mejore.

Y no hubo más comentarios y me olvidé de doña Santitos.

A la semana apareció otra vez en su vehículo colonial, transfigurada, con un rebozo a grandes cuadros, un
pañuelo rojo en la cabeza, la sonrisa tajeándole la cara y los ojos en baile de gozo. Detrás venía el muchacho
con un canasto con verduras, un pato y un ramo de cóguiles.

Había mejorado y aquello era su presente de gratitud.

Me quedé estupefacta. La vieja hablaba manoteando. Me hacía sopesar el pato, estimar las hojas prietas de
un repollo, admirar los granos del maíz, oliscar los cóguiles que reventaban de maduros. Hablaba, hablaba,
hablaba. De ella, de mí, de Saldaña, de su alivio, de mi saber, de su alegría, de mi bondad, de su
agradecimiento, de Saldaña.
¿Quién sería Saldaña?

Era una taravilla. Pregunté, interrumpiéndola:

--¿Pero ya no siente el bulto?

--No, iñorita. Es como si me l'hubieran quitao con la mano. Y hay que ver los años que llevaba fregándome,
con permiso de su mercé y disculpas por la palabra. ¿No es cierto, Saldaña?

El muchacho dio un gruñido que bien podía ser sí o no. Parecía un perrazo nuevo, grande, desmañado, con
una cabeza enorme y ojos buenos de lealtad y cariño.

--¿Saldaña es su hijo?

--M'hijo... ¡Bah, iñorita! Las cosas... Saldaña es mi marío.

Abrí los ojos abismados. Pero...

--Sí--prosiguió la vieja--, es mi marío, es decir, casaos no estamos, ni falta qui'hace. Vivimos así no más, ya
van pa' los tres años. Es sobrino de uno de mis finaos, del tercero, porque con Saldaña hey tenío cuatro
maríos; es sobrino y muy güeno; de los cuatro es el que mi'ha salío mejor.

El muchacho la miraba sonriendo, sin nada en la expresión que no fuera cariño. Y la vieja --más y más
locuazmente confiada-- siguió diciéndome en voz baja:

--Güeno, con el primero me casé por too lo que hay que casarse, y viera cómo me salió el condenao... Estaba
seguro de qu'hiciera lo qu'hiciera, siempre sería mi marío, amparao por la ley y por l'iglesia. Su mercé sabrá
que tengo una hijuelita que vale sus pesos. Por na no la embargaron pa' pagar lo que debía. Me abandonaba.
Se iba pa'l pueblo a remoler. Se curaba. Me trataba pior que a perro. Hasta que al cabo se murió. Entonces jui
yo y me'ije: "No, pues, Santos, no habís de ser más lesa. No te volvai a casar. Si querís otro hombre, vivís así
no más con él. Hombre necesitas, pa' que cuide l'hijuela más que no sea, pero tenelo así, con el interés de ser
agradoso pa' gozar de tu bienestar y con el susto de que como no es tu marío, el día que te canse lo echái
puerta ajuera". Y así lo hice. Viví con otro que era bastante güeno, pero no tanto como Saldaña. A los cuantos
años se enredó con una china de Quilquilco. Yo lo supe y l'ije que enredos no, y que se juera. Se jué. No supe
más d'él. Después viví con don Saldaña, un poco porfiao y otro poco aficionao al trago. Pero en fin: trabajador
y honrao. Murió de una lipidia. Lástima que l'iñorita no l'hubiera visto pa' que me l'hubiera mejorao. Pero más
vale que no, porque así di con Saldaña, éste de agora, qu'es tan güenazo, tan trabajaor, y que me aprecea
tanto. ¡Je!

--¿Y no tiene miedo de que, siendo como es mucho más joven que usted, se le enrede por ahí con alguna
chiquilla?

--¡Je! Pior pa'él. Si s'enreda con alguna lo echo. Pior pa'él, güelvo a repetirlo, ya que con naiden tendrá la vía
más descansá que conmigo.

--Pero entonces quiere decir que si vive con usted es sólo por interés.

--Y yo lo tengo tamién por el interés de que me cuide l'hijuela y me cuide a mí. Estamos pagaos.

--¿Y usted qué dice, Saldaña?

--¿Yo? --y dio otro gruñido de perro, ininteligible.

--Mire, iñorita... --Se interrumpió doña Santitos para decir al muchacho--: Saldaña, anda esperarme en la reja--
y luego continuó diciéndome misteriosamente--: Favor por favor: su mercé me mejoró de mi gurto. Yo le voy a
dar a su mercé el secreto pa' ser feliz. Es mi verdá aprendía en tantos años de tantas euperiencias. A los
hombres, pa' tenerlos seguros, hay qui'agarrarlos por el mieo a encontrarse cualquier día sin mujer. No hay
que icirles nunca sí ni no. Hay que icirles siempre quizá. Créame, iñorita: la mujer que no tiene al hombre
sobresaltao'e recelos, está perdía. Créame, se lo igo yo, que por decir una vez sí estuve cinco años penando,
y por decir quizá hey pasao el resto de mi vía muy contenta.

Seguía mirándola abismada. Debía de hacer una figura tontamente ridícula, con un pato que aleteaba en una
mano, un ramo de cóguiles en la otra, las verduras en ringla a los pies.

Pero la vieja había terminado sus confidencias y me hablaba otra vez de su enfermedad, de su mejoría; me
daba las gracias manoteando, se despedía y al fin se marchaba. El muchacho se le juntó en la reja del parque
y siguieron hasta la carreta: adelante ella, con el bastoncito tembloroso que parecía decir: quizá; atrás, él,
sumisamente, en la duda.

HISTORIA DEL SAPETE QUE SE ENAMORO DEL SOL

Resulta que una vez había una familia de Sapos muy feítos, muy negrucios y muy saltones, que vivían en el
fondo de un pozo hondo y obscuro. Y resulta que en esta familia había un Sapo muy joven que se llamaba
Sapete, y que se pasaba la vida mirando para arriba, para la boca del pozo, allí donde el cielo ponía una
moneda de plata azul o de oro rubio, o por donde echaba la lluvia sus largos hilos de agua o por donde se
mostraban los clavos refulgentes con que la noche sujeta su toldo. Y Sapete, cuando bajaba el balde en
busca de agua, tenía unas grandes tentaciones de echarse en él de cabeza, para que lo subieran a conocer
todo eso que había arriba y que, según decían, era el mundo.

Pero una vez que expresó este deseo delante de su familia, le dijeron que no pensara más en tal cosa,
porque allí estaban los Señores-Hombres, que matan de un escobazo o de un pisotón a los Sapitos
negrucios, y estaban también las aves que hallaban muy sabroso comerlos.

En verdad --según la familia sabihonda--, en la tierra sólo calamidades esperaban a los Sapos.

Pero a Sapete estas pavorosas perspectivas no le hicieron gran mella. Y un buen día, cuando el balde se
llenaba de agua, dio un saltito y se dejó caer en él. Empezó el balde a subir y un gran gozo fue inundando a
Sapete y luego una claridad lo deslumbró, y cuando llegó arriba y unas manos tomaron el balde para volcar su
contenido en un jarro, oyó gritos de asco y apenas, dando un brinco prodigioso, pudo librarse del zapato que
amenazaba reventarlo.

Pero logró ocultarse entre unas matas.

--¡El Sol!

Fue tal su sorpresa cuando vio el Sol que un largo rato lo estuvo mirando con ojos redondos de asombro. No
sabía qué era esa especie de gran redondel brillante que iba cayendo allá a lo lejos, en una especie de charca
de agua blanca con ribetes rojos. Tampoco sabía qué era la yerba, ni las flores, ni los arbustos, ni los árboles,
ni el cielo. Él conocía sólo el pozo negro con su agua obscura y el balde que bajaba y subía. Y el pobre
Sapete creyó que el Sol era también un balde que iba a buscar agua en aquella extraña charca blanca
ribeteada de rojo.

Y en el corazón de Sapete nació el deseo violento de llegar hasta aquel balde y echarse dentro para llegar al
país que está más allá de las colinas. Y se puso a andar, saltando, saltando, como andan los Sapitos, hasta
que se hizo noche obscura y el cansancio y el miedo lo hicieron buscar un refugio para dormir.
A la mañana siguiente el balde apareció en lo alto, por el lado contrario al que desapareciera. Subía el Sol y
Sapete lo miraba fascinado subir y subir. Hasta que empezó a bajar. Y entonces Sapete empezó también a
andar, saltando saltando, como andan los Sapitos, deseoso de llegar al país de las colinas junto a la charca
blanca ribeteada de rojo y allí esperar el balde prodigioso y dejarse caer en él de un salto. Pero la noche se le
vino encima y no alcanzó su objeto.

Desde entonces la vida de Sapete no fue sino una constante marcha en pos de ese balde lejano, sin
desanimarse, sin una duda, firme en su esperanza, mirando siempre a lo alto.

Pero resulta que una mañana en que iba a descubierto por un prado de tierno trébol, lo vio desde arriba un
Aguila que se descolgó como una flecha sobre él, aprisionándolo para llevarlo a su cría como desayuno.

Sapete no supo que iba a morir. Sólo pensó que lo elevaban y que iba a alcanzar el gran balde, el Sol, el Sol
que recién amanecido era aún una bola roja. Tuvo un momento de perfecta dicha y luego murió, sin dolor,
entre las fuertes garras que lo aprisionaban.

Y aquí acabó la triste y bella historia de Sapete, el enamorado del Sol. Esta historia que, como todas las que
siguen, me la contó Mama Tolita hace muchos, pero muchos años, cuando era yo una niña tan niña como lo
eres ahora tú, Mari-Sol.

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