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TEMPO PROFUNDO
El escritor se sentó durante muchas horas de paciencia frente a
su máquina Underwood, pero solo obtuvo teclas enguerrilladas, puros
cuentos de Babel, ideas rondándole igual que pájaros inocuos. ¿Y las
musas?, las musas se resistían a comunicarle la gratitud de una
mísera palabra. El escritor cerró los ojos y pensó en Balzac, “qué
facilidad para las novelas por entregas”, “qué humana comedia”,
“cuánta prodigiosa lucidez”, pero a pesar de esas evocaciones la
cuartilla seguía tan indemne como la conciencia de los arcángeles.
Recordó también el tiempo perdido de Proust, “¡carajo, Marcel,
ilumíname con tu filigrana de memoria!, ¡sóplame osadas narraciones,
curiosas soledades!”. Nada. Tres silencios de café, tres cigarrillos de
humos mudos. El artífice rompió la hoja e insertó otra más motivante,
para anotar: “Había una vez...”. Sin embargo, no hubo ninguna vez
porque los conceptos continuaban aferrados a su invariable
intransigencia. “Quizás un trago me cure el entendimiento y me abra la
ciencia infusa”. Fracaso total y mareo absoluto.
Salió de paseo citadino con el objeto de refrescar sus penumbras,
y se quitó el sombrero reverencial ante damas esquivas, compró una
revista en esperanto para enterarse menos del mundo, compartió la
respiración de cuatro millones de almas en ahogo, le dio patadas a un
perro que tenía cara de cobarde, siempre pensando en una anécdota
favorable para el comienzo de un relato que marcara hitos antológicos.
Con ansias de protesta se incluyó dentro de la mayoría silenciosa que
manifestaba tedios por las calles, y cuando estaba al borde de
pronunciar vehementes discursos contra todos los gobiernos,
comprendió que la marcha era para montarse en el Metro, “un boleto,
tenga la bondad”, y se acomodó en un asiento panorámico, dirección
Propatria. Sus adormecidas fibras nacionalistas vibraron nuevamente
ante aquel underground de murales de Cruz Diez, “qué maravilla”, su
admiración se revolucionó a la francesa frente a la gran obra dirigida
por modernos conquistadores gálicos, “un Métropolitain magnifique”, y
coronó su odio al reino inglés mediante frases sin flema, “nojoda, this
is more beautiful...”.
Se sentía, en paradojas, como un astronauta tropical y
subterráneo, como un Julio Verne viajando hacia las estrellas del
centro del planeta; Estación Bellas Artes, y allí subieron tres
esculturales chicas broncíneas, algunos pintores de brocha naïf y dos
estudiantes que se herían de amor mutuo con un beso de bachillerato;
Estación La Hoyada, vasto hueco tecnológico, hendidura en la misma
columna vertebral de los milenios, tierraaaa de Rodrigo de Triana que
luego ingirieron gusanos y tractores, y el escritor se creyó
reflexivamente solo pero no era el único: la dama de atrás tejía los
ovillos de su propia odisea y un matrimonio se injuriaba a empellones
de monosílabos; “Se ruega no fumar”, imponía el letrero, y acto
seguido rememoró su postgrado en París: “Défense de fumer”,
infumables franchutes, buhardilla con vista hacia la tumba de
Napoleón, dos tumbas en suma, ¡merde!, y después su estancia de
suburbios en New York: “No smoking”, y nada de nada, Whitman
convertido en la poesía de las hamburguesas Mc Donald’s, Satchmo
transformado en cornetazos automovilísticos, mexicanos y
pueltorriqueños asociados en estado de libre pobreza, fin de la beca y
go to hell, vuelta al país para enseñar en una enana escuela de barrio
la grandiosa importancia de las lenguas muertas; Estación Capitolio,
¡oh, regio Parlamento de la democracia!, sede ilustrísima donde los
políticos se gritan solemnes obscenidades en nombre del pueblo, lugar
del espíritu de las leyes aunque muchos repletos senadores pregunten
que quién era el tal Montesquieu; Estación Gato Negro, y el escritor
regresó de sus cavilaciones para fijarse en un hombre de años
oscuros y felinos que asesinaba con pasión estrábica los episodios de
un cuento de Poe, y entraron en ese momento diez infantes de colegio
presididos por una maestra (¡a todas luces sin historia universal!), y
penetró además un anciano que a hurtadillas trasegaba cañaverales
de 40 grados; y él, cansado de acontecimientos, se durmió durante
sucesivas estaciones vivaldianas hasta que el conductor anunció el
arribo a Propatria.
Un ajedrez de losas laberínticas lo llevó a la salida. El aire
enjundiaba olores a pomarrosa y guayabas tiernas, y los árboles —con
algazara de mariposas— parecían risueñas torres embanderadas. Las
casas de techos como fuego enrojecían más sus tejas bajo el aliento
cercano de las trinitarias, mientras las callejuelas en sierpe lamían las
últimas claridades de la tarde. Flores erguidas y ovalados helechos lo
acompañaron en la solitaria caminata, y pudo oír el brevísimo lenguaje
de los colibríes, el diálogo opalino de las libélulas, el bronco aullido del
sol; y sus pupilas se llenaron de policromías y matices, de fachadas
marítimas y ventanas confidentes; y los portones de tallas coloniales,
remozados por la caudalosa intemperie de los años, se entreabrían
para mostrar zaguanes infinitos, patios de azucenas, corredores
eurítmicos. Se detuvo frente a una casona de calizas alburas,
sorprendido por la perfección de sus altas romanillas, y
repentinamente un alborozo de abrazos lo introdujo en la sala familiar.
“¡Hijo, alégrate!, la guerra ha terminado”, dijo don Eutimio,
embadurnándolo de felicitaciones, y la tía Avelina se lavó las manos
culinarias para enjugarle las mejillas, “no llores, muchacho, que es
hora de contento”, y allí estaban también sus cinco pequeños
hermanos, y Tulo el perro paramero, y Rita la niña de caricias tibias
como fogaje, y él se hurgó en el bolsillo trasero del pantalón (ausente
del suceso mundial) para mostrar el orgullo de su colección de
barajitas multicolores y aquel sapo belfudo que había hallado en la
maraña del campo, pero nadie le hizo caso pues la radio todo lo
avasallaba con palomares de noticias y mensajes de paz, y hubo
cañonazos de corchos espumantes y salvas de viñedos del Danubio; y
afuera estallaban canciones y cohetes, risas aliadas y burlas sobre los
extintos bigotes del Führer, y como proseguía sin entender por qué
tanto derroche de jolgorio, por qué tantos delirios de cordialidad, se
escondió junto con sus hermanos en la prohibida biblioteca del viejo,
entre volúmenes de Justiniano y leyes impenetrables, para jugar con
piratas y espadas de madera dentro del fílmico galeón que habían
visto una vez en el Cine Rialto; y cuando la lucha estaba a punto de
resolverse en medio de la calavera del palo mayor, don Eutimio abrió
la puerta, y le temblaban las canas de la barba, y sus ojillos de juez
parroquial auguraban sentencias de palmetazos por doquier, y los
niños empalidecieron valentías, “perdón, papá”, pero como el viejo
estaba demasiado gozoso para perseguirlos a través de la docena de
habitaciones (y de seguro muy abrumado de dichas licorosas), sólo les
decomisó las armas y les ordenó rendirse de sueño hasta el día
siguiente; y ellos, ya en sus camas, cubiertos de mantas y de música,
escucharon las triunfantes copas de los brindis, y los “vivas” en yídish
del zapatero de la esquina, y la improvisada oratoria libertaria de don
Eutimio. Lentamente el picó fue apagando sus notas de 78
revoluciones, se disolvieron voces y alegrías, y la noche lo condujo de
nuevo hasta la entrada del Metro.
El escritor no salía de su asombro, ni su asombro salía de él. Se
palpó el lado derecho del corazón y el lado derecho del corazón
continuaba en el mismo sitio de siempre, “menos mal”; reflejó el rostro
surcado en los vidrios del tren y el rostro permanecía intacto de
grietas, “estoy idéntico”; se metió la mano en el bolsillo y el bolsillo le
devolvió una colección de coloreadas barajitas (El Elefante, mamífero
del género de los proboscidios; El Avestruz, ave corredora que vive en
África; El Camello, cuadrúpedo rumiante...), “qué misterioso enredijo”,
y al no conseguir explicación alguna se desmayó de lividez en la
Estación Caño Amarillo, para reponerse en la Plaza Venezuela,
cuando una damisela sartreana le pedía respetuosamente que la
dejara sentarse a su lado, “sí, por supuesto”, y las piernas de la recién
llegada empezaron a adherírsele en cada curva, y los brazos en cada
sinuosidad, y los cabellos en cada movimiento, y casi oyó a la mujer
proponerle placeres de quince minutos, “¡mi amor!, en el Hotel La
Naranja me comerás íntegra”, pero justo en el instante lúbrico de
decidirlo el vagón se paró también en la Estación Sabana Grande e
ingresaron varios poetas malditos, con sus alientos de vid y sus
desalientos de vida, capas de Lautréamont y esplines de Baudelaire, y
en verso libre desparramaron agonías y tormentos, y juraron tomar por
asalto el mundo, “gota a gota y litro a litro”, y desaparecieron en
Chacaíto, destino final, dispuestos a enfrascarse una temporada en el
infierno de los bares.
Todavía con un aturdimiento en los recuerdos, el escribidor
abandonó el andén. Sentía náuseas existenciales y una especie de
revuelta en el lóbulo de la voluntad. Ventarrones de calofrío interior lo
obligaron a acelerar el paso, aunque pronto se dio cuenta de que era
inútil su apuro individual, pues las avenidas poseían aceras mecánicas
y rodantes. Alrededor de una moderna plaza adornada por cascadas
de agua o de luz, observó decenas de edificios sin cimientos que
pendían del cielo. Creyó ver innumerables aeroplanos traspasando las
alturas, pero al fijar más la atención verificó que se trataba de seres
humanos con sencillos cohetes pegados a sus espaldas. Detuvo la
mirada en el firmamento, quizás en busca de sacratísimas respuestas,
y una cúpula de vidrio le aumentó un millón de veces el tamaño de la
Luna, y distinguió naves de pasajeros con rutas insólitas: “A la Osa
Mayor sin escalas”, “Neptuno directo”, “Caracas-Marte-Caracas”. A su
izquierda, un enorme aviso de rayos láser proclamaba
intermitentemente: “Centro Comercial H. G. Wells”, y al lado otro que
le hacía competencia: “Paseo Huxley”, y los árboles estaban pintados
en la transparencia del aire, y los vestidos unisex tenían escafandra, y
los gatos llevaban lentes y los conejos usaban relojes atómicos; y la
gente reía un minuto y al minuto siguiente lloraba, para conservar el
sabio equilibrio de la conducta; y los niños saboreaban heladas
píldoras de Banana Split, y los adultos ingerían diminutas cápsulas de
bistec término medio; y no hacían falta los periódicos, porque bastaba
con sintonizar las noticias en la mente: “Este año 2124 se realizarán
en nuestra galaxia los xcm(n+z) Juegos Deportivos Inter-Robots; y los
ancianos sólo se enfermaban de eternidad, y las parejas podían
escoger sus genes Einstein o sus genes Marx en las vidrieras de las
tiendas; y los políticos se encontraban encarcelados en los anillos de
Saturno para que no contaminasen el ambiente; y entonces dos
jóvenes se acercaron y le transmitieron un saludo de ondas
cerebrales: “Hola, somos tus tataranietos, ¿cómo están por allá?”, y él
no tuvo que esforzarse en contestar nada porque todo lo sabían, y los
adolescentes agregaron que estudiaban astrogenia sideral y
matemática cuántica y que se graduarían dentro de quinientos lustros-
luz, y poco a poco al escritor se le fue oscureciendo la nitidez de las
percepciones y cayó al suelo con una baja de tensión en la entereza.
De ese limbo alguien lo trasladó a su cuarto, y ahí abrió los ojos
en motín de interrogantes, y le tañían los nervios, y el habla se tragaba
las palabras, y tenía la sien acelerada de espantos, pero luego
comprobó que el verano aún irradiaba calores palpables, y que las
sillas se mantenían dóciles, y que un hambre viva le exigía leoninos
alimentos, y logró serenarse para confesar a la máquina Underwood
las incidencias de su primer viaje en el Metro de Caracas.
-II-
Mientras limpiaba, encontré en la computadora el cuento lleno
de equívocos que escribió Roldán; su verdadero nombre es otro, pero
yo le digo Roldán para mofarme del seudónimo que utilizaba en el
periódico. El maligno cuento requiere infinidad de aclaratorias, pues
confunde hechos, lugares y personajes, exponiéndome al sarcasmo
público o, cuando menos, a la ironía de quienes me conocen. Aparte
de mostrar errores y alteraciones, nada busco ni persigo, solo hago
esto por mi derecho a réplica.
Empiezo por señalar que me llamo Celia y no Leyla, que Roldán y
yo no somos primos ni formamos parte de una misma familia, porque
nuestros apellidos Castilla y Castillejo se parecen pero no son iguales;
tampoco le conocí en una celebración de tíos donde nos besamos
“hondamente” (como él lo expresa de manera grotesca), ni a la
semana estaba yo acompañándolo en su cama de soltero. No, no fue
así.
Yo iniciaba mi carrera como actriz y me asignaron un papel
menor en la Òpera de tres centavos que montaba el Teatro
Pandemónium. El día de la inauguración conocí a Roldán, periodista
del semanario Artiletras que me doblaba en edad, fumaba pipa
continuamente y observaba a los demás como si fueran piezas de
laboratorio. Él me preguntó algo sobre la puesta en escena y yo entré
en pánico y le respondí cualquier incoherencia, pero me serené y
proseguimos la charla en la cafetería. Me pareció una rara celebridad
de otras épocas, pequeño de estatura para mi gusto y con un tic
nervioso que le hacía entrecerrar los ojos. Recordé a mi padre; y
quizás por eso le di el número telefónico para vernos próximamente. Al
despedirnos, noté que inflaba el pecho como si festejara un triunfo.
Luego de varias excusas y posposiciones, fui a su apartamento
en las afueras de la ciudad. Me recibió con un aperitivo “para que
entres en confianza” (así dijo), e inició los pasos del ataque: resumen
de su vida de soltero, periodista y profesor en Letras, mesa con velas
de imitación, arroz chino enviado por el restaurant de la esquina, vino
tinto nacional y concierto de Bach. “Lo único que no me gusta es la
música, ¿tienes algo de los Beatles o de Jimi Hendrix?”, pregunté
animada por el vino; y él, sonriendo, puso Let it be y comenzó a
besarme por todas partes. Luego con sus “hondas” caricias me llevó a
la cama. Recuerdo que gritamos de placer al mismo tiempo y que ese
día nos convertimos en amantes libres, o sea, cada quien en su
apartamento.
Nuestra relación se mantuvo cercana a la felicidad, aunque en
ocasiones me desaparecía para comprobarle a Roldán que era una
mujer independiente. Así íbamos cuando el director del teatro me
ofreció una beca para estudiar artes escénicas en Ciudad de México,
que por supuesto acepté (nunca se trató de una beca para estudiar
danzas folklóricas en la India, nunca). Al principio Roldán se alegró por
el ofrecimiento y las posibilidades que me brindaba, pero después
cayó en una tristeza absoluta. Quise llamar al médico, pero él lo
rechazó: “¡Se me pasará, se me pasará!, son trastornos del alma,
querida Celia”. Cuando se calmó, le solicité paciencia en los próximos
cuatro años, asegurándole que estaríamos en contacto por Internet.
Finalmente, Roldán me ayudó con las últimas diligencias y el arreglo
de las maletas, y en el aeropuerto lloró tras los vidrios que nos
separaban. Como él mismo diría: “La suerte trama su propio juego”.
Ciudad de México me deslumbró por su extensión, sus olores a
maíz tierno y una multitud silenciosa que se agolpaba en todas partes
(¡obviamente inferior a las muchedumbres de Calcuta!). Los
funcionarios del Instituto de Bellas Artes me alojaron en la Colonia
Azuaje, a pocos metros de la estación del Metro, y desde la residencia
podía observar el hollín que cubría la atmósfera y el ritmo incesante
de la capital. Todo ello se lo describí a Roldán en los primeros correos
electrónicos y me sorprendió que no contestara de inmediato, tal vez
porque deseaba elaborar sus respuestas con pinzas.
Al fin Roldán rompió el silencio y ambos empezamos a utilizar
(¿inconscientemente?) un tono informativo para el resumen de
nuestras vidas: él comentaba asuntos ordinarios y de escasa
importancia, y yo de igual forma le sintetizaba mis rutinas. Por
amigos me enteré que Roldán se había dedicado de lleno a la
escritura, aunque no aceptaba críticas ni sugerencias; ojalá la suerte le
acompañe porque en mi opinión sus textos son irreales y carecen de
fuerza, y para constatarlo sugiero lean de nuevo el cuento donde me
maltrata. También supe que a Roldán jamás lo nombraron director
de Artiletras, pues el periódico dejó de publicarse; que tampoco obtuvo
el ascenso como profesor porque no cumplió los trámites; que el pobre
padecía una tos horrible a causa del tabaco, y que bebía ginebra
directamente de la botella (como acostumbraba Nagarkar).
El tiempo transcurrió con increíble rapidez y un día me vi en la
situación de regresar a Venezuela. Los problemas se juntaban: no
tenía empleo en Caracas, las actrices más jóvenes colmaban las
nóminas, había dispuesto de la vivienda y los muebles cuando me
trasladé a México, mi familia estaba en las Islas Canarias en una
ilusión sin retorno, y para colmo Cristian Albuerne, tutor de mi tesis y
famoso dramaturgo, se empeñaba en viajar conmigo para atender una
invitación de teatreros venezolanos. ¡Ni modo!, la única posibilidad era
Roldán, aunque sin anunciárselo. Y así sucedió.
Una tarde del mes de agosto arribé a Caracas en compañía de
Cristian, y sin demora fui al apartamento de Roldán y toqué el timbre.
Luego de unos minutos Roldán abrió la puerta, todavía
desperezándose de su siesta de ginebras, y se abismó muchísimo
cuando me vio. Enseguida, de forma natural como si nunca nos
hubiésemos separado, le di besos en las mejillas y tomé la delantera:
“Mi amor, él es Cristian Albuerne, archi-famoso dramaturgo mexicano
y nuestro huésped durante un tiempo”. Roldán, haciendo grandes
esfuerzos, saludó a Cristian con la mano en alto y los tres fuimos al
recibo. Luego, para romper la situación incómoda, subí las escaleras a
fin de arreglarle el cuarto a mi tutor. Advierto que jamás he usado
túnicas, sandalias ni aretes con imágenes de animales desagradables,
y que odio los tatuajes en cualquier sitio del cuerpo. ¡Lo juro!
Según estaba previsto por el destino, volví a acostarme con
Roldán en su cama de soltero, pero no fue igual que antes porque él
se mostraba indiferente a mis caricias (algunas de ellas aprendidas en
Mexico) y permanecía con la atención fija en un punto muerto. Como
traté de abordar el problema y no obtuve respuesta, dejé el asunto de
ese tamaño aunque a costa de un desánimo que todavía me carcome
por dentro.
La relación diaria con Cristian resultó desbordante porque “mi
genio preferido”, como yo le llamaba, era un ser humano de
asombrosa cultura que no paraba de hablar sobre cualquier tema
(desde los tacos de saltamontes que venden al pie del Popocatépetl
hasta las hordas de Atila o el libro póstumo de Sylvia Plath), y lo hacía
con gestos histriónicos y voz afeminada, pues se jactaba de sus
preferencias homosexuales. Cristian y Roldán se hicieron amigos
rápidamente, a lo que contribuyó la dedicación alcohólica de ambos:
¡ninguno de los dos podía ver una botella sin vaciarla! Cristian,
después de algunas semanas, se mudó al hospedaje asignado por los
colegas de teatro, y solo acudía a nuestra casa los sábados,
desdichadamente para Roldán y para mí que regresamos al esquema
de las palabras cortas.
La lentitud de los meses ocurría sin salirse del rumbo, hasta que
Cristian nos dio la noticia de su matrimonio (“¡Estoy enamorado con
irracionalidad de adolescente y ternuras de anciano, por fin encontré el
amor universal, la conjunción única!”). Dijo que el novio se llamaba
Macedonio, peluquero de oficio y entusiasta de las tablas, a quien
pronto conoceríamos porque la boda tendría lugar en nuestro
apartamento, “si ustedes están de acuerdo, naturalmente; llevaré
todo…hasta los invitados, no se preocupen”. Accedimos con inquietud,
esperando las sorpresas.
El día del matrimonio llegó el tumulto, se trataba de un bullicioso
grupo de compañeros que ataviados con el vestuario de sus obras,
hacían reverencias a los novios. Cristian, de falda larga y capa violeta,
repartía saludos desvergonzados, mientras que el joven Macedonio
exhibía su piel morena debajo de una malla traslúcida. Un falso cura,
casi tan real como los verdaderos, estuvo a cargo de la celebración del
sacramento: después de leer en un libro de utilería los deberes “que
casi nunca cumplen los cónyuges” y pedirles el sí de rigor, los
declaró unidos en matrimonio “hasta que la suerte los separe”. A
continuación y para sorpresa de Roldán y mía, el postizo sacerdote
procedió a casarnos mediante igual ceremonia. La fiesta duró dos
noches y varias cajas de alcoholes, y solo terminó porque el elenco
debía cumplir compromisos de trabajo.
Partieron y nuestra existencia prosiguió su tedio triste. Yo
conseguí empleo como asistente de producción en el Pandemónium,
cuyo sueldo apenas me alcanzaba para gastos menores e ir a cines
de precios solidarios; y Roldán, ya jubilado, se dedicó frenéticamente a
escribir porque su meta era verse en la solapa de un libro, fumando
pipa y con cara de profesor (¡le faltaba la botella de ginebra!), para que
al menos le otorgasen un premio municipal de cualquier miserable
poblado del país. Pero no tenía suerte: las empresas editoriales
rechazaban sus manuscritos con la excusa de “la crisis
presupuestaria”, y los jurados siempre dictaminaban a favor de otros
autores. Cada vez, Roldán se volvía más hosco y distante, y además
empezó a recriminarme estupideces hogareñas, como si se hubiese
tomado seriamente lo del falso matrimonio; y yo, en resguardo de mi
salud espiritual y mental, busqué refugio en la otra habitación con vista
hacia la montaña.
A finales de año, nos avisaron de la policía que Cristian Albuerne
se hallaba grave en el Hospital Central. Entre agitación y sorpresa,
acudimos con urgencia para enterarnos que Cristian se había cortado
las venas en un intento de suicidio, porque Macedonio (realmente de
nombre Wilmer) lo había abandonado por otro. Cristian, al vernos,
largó infinitos sollozos, como en parodia de una de sus piezas
teatrales, y luego se durmió entre jeringas y transfusiones.
Posteriormente, cuando nuestro amigo mejoró, establecimos contacto
con el embajador de México para que lo devolviera a su país en un
avión militar. Cristian, a veces, nos envía mensajes de voz, líricos y
afectuosos, como prueba de gratitud.
Roldán y yo volvimos a la rutina “matrimonial”, él escribe, toma,
se embriaga y envejece; yo me dedicó casi íntegramente al trabajo y a
reunir algún dinero para irme definitivamente a Ciudad de México,
necesito colmar de alguna forma menos trágica e injusta el resto de
vida y amor que me queda.
Espero que todo se haya aclarado en las líneas de esta réplica;
gracias por su lectura y atención.
UN SIGLO DE AUSENCIA
ASPASIA, EN EL CENTRO DE TUS ARDORES
EPÍSTOLAS AL CONTADO
-I-
-II-
Ivanova, la perra de mayor sagacidad que entrenó Pavlov para
sus experimentos sobre el reflejo condicionado, era una cuadrúpeda
hirsuta, de estilo voluntarioso y proclive a los devaneos lascivos. De
esto último, dan fe los incontables cachorros que dejó regados al
margen del espíritu científico, y los cuales también heredaron los
genes característicos de una madre (¡Perra madre!, expresarán
algunos) más dedicada a sus propias tareas que a las obligaciones de
familia.
De ilustración poco usual entre su especie, Ivanova aullaba en
distintos idiomas (incluyendo el húngaro y el serbo croata), aunque
prefería el ruso estepario para comunicarse con su mentor; tanto le
gustaba Tolstoy que se engulló La guerra y la paz en pocos
mordiscos; oía música clásica habitualmente, pero por alguna
inconfesada razón, mostraba los colmillos cuando del gramófono
emergían las notas de Vivaldi; le gustaba bailar y, por supuesto,
amaba el Can-can parisino. Un lazo rojo enaltecía su imagen de
Madame Bovary con cuatro patas; diferenciaba, al husmearlo, el vodka
auténtico de las imitaciones primitivas; y deliraba, en vigilia o en
sueños, por los blinis y la sopa de borsh.
Sin embargo, algunas anomalías la adornaban. Conforme al
relato de los estudiosos, la mamífera adiestró a Pavlov para que cada
noche se dejase lamer la entrepierna y luego se olvidara del asunto
hasta la velada siguiente; y también afirman que por obra de sus
ladridos conductuales, los perros ajenos -en lugar de apetito- sentían
unas ganas inmensas de morirse de hambre.
La historia oficial no incluye que muchos de los descubrimientos
pavlovianos se debieron a las argucias de Inavova, a su olfato
investigativo y a su sensible penetración psicológica; y por eso, un
grupo de defensa de los animales ha propuesto que ella aparezca, al
lado de Ivan Petrovich Pavlov, en todas las estatuas y en todas las
imágenes de enciclopedia.
La máxima reza que detrás de cada gran hombre, siempre hay
una gran mujer…o una gran perra llamada Ivanova o Frufrú.
-III-