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MEMORIA DE ESPEJOS ROTOS

SEUDÓNIMO: CUARTETO DE ALEJANDRÍA


Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de
formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.

Jorge Luis Borges


GLORIAS DE TRASPATIO

Juro que no fui la amante de Hernando Carlos Amézquita,


polígrafo sagrado y consagrado. No fui su derechura de mujer ni formé
parte de sus atónitos deseos. Me correspondió ser el sesgo de su
sombra, la dueña de las llaves maestras, la voz de al lado, la mano de
su voluntad yerta. Nadie sabe todavía que falleció esta noche, a
golpes suaves de corazón.
Lo he vestido lentamente. Escogí, para sus luces de cadáver, el
vanidoso traje con el que recibió la banda cervantina, en un Madrid
lleno de reyes y de elogios. Le anudé la corbata de anémonas, “ésa
me gusta, Beatrice”, para que combinase con un fondo de pechera
francesa. Le calcé los zapatos de cabritilla, moldeables a fines
eternos. Lo peiné, sin olvidar la raya surcal, y le impuse -otra vez y en
soledad- sus condecoraciones ilustres, su merecido latón perpetuo.
Quiero disfrutarlo un rato más así, inmaculado y senil, compartiendo
con él los desgastes del tiempo antes de proferir la noticia: “¡Murió el
gran escritor Amézquita!”, porque luego vendrán todos los periodistas
del orbe para congelar su imagen en retratos dormidos, y yo tendré
que arrinconarme, con mi cofia y mis llaves, como un verdadero animal
de los adentros.
Veinte años junto a don Hernando (jamás pude decirle Hernando
a secas porque la devoción me lo impedía) construyendo los sosiegos
del hogar, veinte años y el té con limón, las pantuflas al borde de su
mandato, la biblioteca compuesta, el jardín metódico, los pájaros... Yo
habitaba en un pueblo de fastidio frecuente, a varios ferrocarriles de la
capital, y me vine -con mi carácter hecho en casa y el recorte de
prensa- para optar por el empleo. Don Hernando, después de
auscultarme la indigencia, exclamó sin pasión alguna: “Quédate, pero
de ahora en adelante no te llamarás Mariadelosantos sino Beatrice.
Recuérdalo, eres una Beatrice sin apellido”.
Me complació que me tratara con ruda distancia (igual actuaban
los patrones a caballo), y me agradó también su olor de bosque
perfumado, “es un escritor de aromas”, “un intelecto de fragante
seriedad”. Para esa época Amézquita acababa de enviudar, pero no
me pareció adolorido por la ausencia conyugal. Más bien pensé que
se sentía gozosamente libre, para poder abrazarse a su literatura. Yo
le hubiera abierto mis piernas, “¡don Hernando, abuse!”, “¡don
Hernando Carlos, desgárreme!”, “¡doctor Amézquita, perfóreme ya!”,
pero pronto me di cuenta de que sus deseos sólo residían en el
entusiasmo del cerebro.
Mi respeto hacia él se nutrió de afinidades aprendidas. Lo
escuchaba perorar en lenguas muertas; leía -a hurtadillas-  sus libros
sobre las sagas escandinavas, las mil noches árabes o la realidad
histórica del Buddha; me aficioné, por su culpa, a no acostarme sin
revisar La Divina Comedia; adopté como magíster novelesco al marino
Conrad; conocí la ingente poesía: Virgilio, Coleridge, Víctor Hugo;
marqué en los mapamundis dónde quedaban Bactriana y Tartaria;
supe que nightmare  es yegua de nocturna pesadilla inglesa; vi un
dibujo de el Catoblepas (fiera de tamaño mediano y andar perezoso), y
quise poseer alas-elefantes como el Ave Roc.
Las palabras perecieron por hábito de ausencia. Yo, sin embargo,
adivinaba las nobles inclinaciones de Amézquita, sus rigurosas
manías, sus cucharadas reconstituyentes, y siempre permanecía de
pie -con mi admiración alerta- para complacerlo... Y velaba sus sueños
renacentistas (¿pues en qué otro espectáculo total podía él
adentrarse?), le escogía los atuendos de chaleco y bastón, lo
alimentaba con verduras jóvenes para que recreara ideas
memorables, y más de una vez lo acompañé -al rescoldo de sus
pasos- mientras persistía en descifrar las pieles del universo.
“Beatrice, siéntate y atiende”, me ordenaba cuando quería oír la rima
de un poema en ciernes, y yo Beatrice, Beatrice de don Hernando, la
modesta penumbra, la extraña entrañable, casi moría de contento por
tanta distinción.
El último año apenas pernoctó en el país. Un seminario sobre
Heidegger lo mantuvo aferrado a la Universidad de Lovaina. Se tragó
el océano en viaje rápido para asistir al Coloquio Whitmaniano, bajo el
patrocinio de la Fundación George Washington. El rector de la
Universidad Andina, después de envolverlo en lisonjas, logró su
participación en el XIX Encuentro de las Culturas. Por fin el
radiograma económico: “Llego sábado Panamerican 506”.
La casa era un galimatías enciclopédico, una ruina ilustrada, porque
yo -en provecho de mis irrevocables vicios- me había dedicado a
rellenar lagunas insapientes, como una Simone de Beauvoir de la calle
Independencia, como una Lillian Hellman esperando al detective
Hammett. Entonces, dispuse los ritos en su santo lugar para que don
Hernando no se percatase de nada, y lustré la tetera de Bavaria, y
engalané la mesa con un mantel de flores poblanas, y me calcé el
tailleur de las oportunidades pretenciosas.
Tres timbrazos. Un breve haikú de espejos para retocarme la
apariencia. “Buenas tardes, querido profesor Amézquita, ¡bienvenido!”.
-Gracias, Beatrice-, respondió con desgano y se encerró en las
disneas del cuarto: la escalera fue testigo de su ajedrez de pisadas
vacilantes. Lloré un insomnio entero por el pobre don Hernando,
anegué con aguas lastimosas los mexicanos pétalos de la mesa, y
maldije a los intelectuales, a los esnobistas, a los anfitriones, “envié un
cuerpo glorioso y me retornan este lémur horrible”. Serían las seis en
mi recuerdo del día siguiente cuando don Hernando Carlos amaneció
paralítico del habla y de la inteligencia.
No llamé al doctor Lerner, su benéfico Pasteur de cabecera, ni a
los vecinos, ni a la Revista Iberoamericana. Decidí que era preferible
conservar intachable (mientras pudiese) el nombre y el prestigio de
nuestro inmóvil prócer. Y me armé de ardides abnegados, “el señor
disfruta de vacaciones, el señor corrige sus memorias, el señor
termina un poemario”, para que nadie se enterara del desastre
hemipléjico. Y fui más lejos: lo cargaba hasta la notoriedad del balcón
con el objeto de no dejar resquicios sobre la certidumbre de su
existencia. Encima del vargueño se acumulaban las cartas en procura
de artículos y textos eruditos.
El editor Irarrázabal, vasco o anarquista, casi derribó nuestras
puertas para que don Hernando le entregase la treintena de cuartillas
pactadas acerca del fenómeno estético. “El profesor se encuentra en
trance inspirativo –mentí–  pero yo misma las llevaré a la editorial”. -Si
Amézquita no cumple, ¡leñe!, nos demandarán en divisas alemanas-,
vociferó el viejo, alejándose entre aspavientos de tabaco.
Don Hernando respondió como un dolmen de silencio a mis
preguntas. Únicamente le interesaba el coloritmo enjaulado de sus
pájaros. Por fortuna, encontré el esqueleto del ensayo: atisbos,
pensamientos, embriones de un corolario. “No debemos fallar”, dije
para convencerme en plural, y me encerré dentro de la biblioteca con
el panteísta Escoto Erígena, Benedetto Croce, el gato (Kater) de
Nietzsche “que pisa tapices de estrellas”, y también con Joyce y los
sonetos de Quevedo. Tomé la máquina de Amézquita y sus alientos
Olivetti 44, y escribí sin enmiendas hasta el final de la angustia.
Concluí con los versos de un sabio ciego: “Debo justificar lo que me
hiere. / No importa mi ventura o mi desventura. / Soy el poeta.”
Obligué a don Hernando a que oyese la pieza ensayística, “siéntese y
atienda”, y muy Virginia Woolf, muy Anaís Nin y muy Kristeva, declamé
exaltada las treinta cuartillas de osadía. Hernando Carlos Amézquita ni
siquiera me felicitó con un ademán de catalepsia.
La editorial El Ovejo de Babilonia, ante el férvido aplauso de los
lectores, solicitó nuevas y constantes colaboraciones: La Cábala, El
Unicornio Chino, Poe, Alejandro Magno... Mis astucias pasaron
desapercibidas, mientras las del polígrafo encendían los cuatro
costados de la crítica mundial. El jardín se encrespó de hierbas largas,
la cocina fue templo de fast-food, la loza bávara se tiñó de
exclusiones, porque yo había contraído una responsabilidad incurable:
preservar la fama amezquitiana.
Hoy, bajo la lumbre de agosto, ocupaba mi visión semiótica en un
análisis sobre los personajes de Flaubert. Y me adelantaba al
comentario: “¡La obra culmen del autor, qué profundidad, qué prosa
envolvente!”.
Don Hernando, ajeno en su silla de momia, se divertía con los aleteos
de la vida emplumada, como un faraón de las minucias. De pronto,
emitió enjutos hilos de dolor y se fue enrollando en su propia y lenta
muerte. Traté de revivirlo con corazones boca a boca, pero su saliva
ya era de difunto.

Estás ahí, don Hernando, vestido y vanidoso, para que un


carruaje te conduzca hasta el mármol de los discursos, “la irreparable
pérdida, el llanto que nos embarga, señores, señoras...”. Pero yo he
resuelto otro destino. No ataré mis bríos y mis cofias, mi voluntad ni
mis resplandores, no ahora cuando siento las alcurnias del éxito, las
palmas de la glorificación. Nadie debe conocer la noticia. Te enterraré,
Hernando Carlos, en tu jardín de réquiem, en el traspatio de nuestro
pasado, con la corbata de anémonas y tus honores de metal en el
pecho. Y durante las tardes, te leeré las mejores páginas que
publicarás de por muerte.
Yo, Beatrice, Beatrice sin apellido, juro que seguiré adelante en el
recuerdo.
BOLERO DE ÚNICA MUERTE

En el café Azul tocaba el piano para damas que dormitaban una


siesta de chocolate. Mujeres de inmensa suavidad tardía, ancianas
con la misma vida de dientes de plata, viejas anudadas a un collar de
perros y zafiros. “¡Complázcalas siempre!”, había dicho el dueño, y
Agustín sacaba notas del piano sin nombre para que la música fuese
otra mosca común. La ciudad, aparte, lamía un sol de lenguaradas y
se resguardaba el pecho a nervio de edificios.
Con la tarde, Agustín abandonaba las reliquias y empezaba su
viaje de neón. Dos tragos en El Ánfora, un par de abrazos a los
amigos en Le Coq Noir, una botella en El Tanaxú, cigarrillos de luz
entre la noche, alcohol fondo blanco, gritos para despertar a la
madrugada, traspiés como gusano de patas públicas. Dormía sin
enlace de ojos, porque se figuraba ante un gran piano de caoba, en La
Habana o en Caracas, en Nueva York o San Juan, interpretando sus
canciones al lado de un cuchillo de aplausos. Y también imaginaba
aquel oleaje de burbujas que lo conducía hacia otros tiempos, y él —
en mitad del éxito— con sonrisas de pura fama, “¡Muchísimas
gracias!”.
Un agosto igual a cualquier costumbre, Gabriel Mejías, más
conocido como "el Ganzúas" (no por ladrón sino por largas manos
para rasgar los instrumentos), se presentó en el café Azul. Su entrada
causó un aleteo de inconformidad y las damas lo miraron, de cabeza a
zapatos de tacón, porque el intruso resquebrajaba todas las
parsimonias. El Ganzúas prendió un tabaco de últimas categorías,
distribuyó el aire con soplos malignos y saludó a Agustín: “Por fin te
encuentro, buey, ¿acaso huyes de la poli?”. Agustín alzó los tonos
para que el mujerío no escuchara el diálogo. “Renuncié al Hola-Hola y
necesito un pianista que me sustituya. Tú eres el mejor. Pagan de
vacilón pero agregan la bebida. Decídelo ya, hermano lobo”. Agustín
se fijó durante tres acordes en una anciana que sorbía su copa de
nieve dulce: “¡Acepto, Ganzúas!”.
El Hola-Hola era un sitio de kilovatios anémicos y cortinas en
cascada, adonde iban los parroquianos a sorprenderse con las
exactas historias del día anterior. El Hammond se diplomaba
sobreviviente de naufragios tuberculosos, los vasos desconchaban
una pátina de imprudencias, el calor reducía el hielo hasta
condensarlo en virutas de arena. Sin embargo, los tragos equilibraban
las desgracias: rones de barrica, tequilas con limón, whiskies de grano
legítimo, mezcales, “vuelvevidas”, “tirabuzones” y “levantamuertos”.
Al principio, Agustín se sintió parte de un decorado a punto de
cadalso, y revisaba una y otra vez la terca dignidad de los clientes, sus
narices en hematomas, sus piernas guindando de los banquillos
giratorios, sus toses sin alivio. Pero a reflexión de misericordia
descubrió que esos beodos poseían una transparencia oculta y que
hablaban en lenguas parecidas a la verdad. Entonces les dedicó su
piano y su voz de gangrena amorosa. Y fue más allá: compuso boleros
para lastimarlos de melancolía y rociarles los despechos. “Siga,
Agustín, no cese nunca, acompáñenos hasta las derrotas finales,
mátenos de nostalgia, beba y brinde, purifique estos corazones”,
solicitaban los noctívagos; y Agustín se mecía en el piano como si un
viento de otros mundos, con fiebres y calofríos, lo obligase a
subsistir.
Doña Martina, asidua de penas líricas, se convirtió en su
admiradora providencial, y noche tras noche amurallaba la misma
mesa para oír las canciones y alumbrarse de recuerdos. Siempre
alentaba una copa única, “Odio marearme, querido Agustín”, mientras
sus lágrimas repetían aguas de antiguos cataclismos. El músico,
“¿Doña, qué le ocurre?”, buscaba fórmulas de apaciguamiento, gratas
melodías, auxilios de charangas, pero Martina continuaba los dolores
derretidos que no paraban de brotar. Y Agustín regresaba a su
habitación, con sorpresas en la ingle, por la ajena cercanía de aquella
hembra tan helénica.
Doña Martina se le desnudaba en simulacros de buhardilla. Los
senos de leche maciza, la cintura de pequeñez absurda, su lunar
hondo e insaciable. Y él, a fuetes de amor erecto, la hacía
estremecerse en devoción y desbordes. Falsa astucia de ilusiones,
porque cuando estaban dentro del Hola-Hola, a un beso de distancia,
se volvía piedra tímida y las palabras sólo extenuaban torpezas.
—Soy la más desdichada de las viudas universales, amigo
Agustín —le confesó Martina, luego de múltiples brumas de evasión—,
porque mi esposo, el general Clemencio Arévalo, de las honestas
familias de Tepoztlan, se largó a pelear por los rumbos de Veracruz y
dicen que ahí murió. No puedo apartarlo de los quebrantos del alma,
no puedo. Sobrevivo en nuestro domicilio de añoranzas, acosada por
acreedores y penurias, y pronto tendré que subastar la propiedad junto
con los gatos. Aunque usted no me crea, Agustín, lloro todas las
noches sobre la fotografía de mi general Clemencio.
Agustín miró la efigie al trasluz de una envidia en movimiento: el
sombrero ancho, los bigotes como pájaros de violencia, el máuser
terciado, las pupilas en eclosión oscura. Y el general se quitaba el
uniforme, las botas, las insignias, las estrellas, “Ven, Martina”, y ella
abriéndose, desgajándose, “Sí, mi Clemencio”.
Doña Martina acudió la semana siguiente al Hola-Hola bajo la
entereza de una felicidad que no quiso revelar; y después nunca más
regresó ni nadie supo de ella. Agustín la presentía en cada turno de
bohemia, en cada aplauso lejano, en cada heroicidad rítmica: sombra
de acecho que no lograba apartar de las congojas. Mil veces revolcó a
Martina en las tierras de un verano fantástico, descalza, amplia,
sumisa, “Sí, mi Agustín”; y mil veces contrarias se halló entre los
monólogos de su propio cielorraso, “Martina, Martina, Mart...”.
Ya solamente tocó para frecuentar el olvido. Bebía a trancos de
suicidios líquidos. Fumaba hasta la raíz de la ceniza. Su esqueleto se
devoraba en curvas de arrugas y un vértigo le revolvía las angustias. Y
abandonó el Hola-Hola sin siquiera despedirse de los borrachos
transparentes.
Se recluyó en su buhardilla para morir a fuerza de hambre
humana. De ahí lo sacaron los vecinos con pálpitos de reloj de
catedral, y estuvo seis meses en una clínica de beneficencia colectiva.
Cuando salió le informaron que al Hola-Hola se lo había comido el
terremoto (un musgo tenue crecía en el lugar, y los aires de octubre
agitaban pequeños escarnios verdes). Dibujó sobre la superficie el
sitio preciso donde se sentaba doña Martina, el recodo del barman, el
anaquel de botellas, las mesas de inestable paradura. De repente,
escuchó la tragedia de un piano que desmigajaba notas viles. Sin
meditarlo, cruzó la calle y destituyó al intérprete, “Hijo, te enseñaré
cómo se usa”. El administrador del Zig-Zag, extasiado por el vivo
melodrama, le suscribió un contrato a fecha ciega.
Los alcohólicos del Zig-Zag eran de distinto escalafón, aunque los
unía el resabio por el juego. Apostaban las entrañas, dirimían sueldos
anuales en un mazo de cartas, pugnaban en el black-jack o la
seguidilla, adquirían tómbolas de azar, y tiraban los dados con
vociferaciones de fanatismo. Jamás percibieron las destrezas de
Agustín, ni sus manos como galgos armoniosos, ni su música a temple
de llamas tropicales. Si ganaban, un arrebato los envolvía; y si la
suerte les resultaba calavera adversa, también se hundían en
libaciones y barahúndas, “¡Chupemos, que Dios proveerá!”.
Agustín enmoheció en un destino de transeúnte. Por las mañanas
iba a radio BTQ América para agrupar salarios y victimarse de
rancheras. Al mediodía liquidaba cuatro sets en El Duque, con una
banda de jazz parroquial que agriaba de sepelios la cabina de
presentación. De inmediato, El Zig-Zag y su tapiz de rufianes sordos.
Luego, el deambule lo conducía hasta La Lechuga Mágica, siempre
llena de poetas sin obra encuadernada y artistas de lienzos virginales.
Las divas del espectáculo le negaban huidas: “¡Truena y síguenos,
Agustín!”. Boleros, guarachas, danzones, ginebras, jarras, bebedizos.
Salvo yerba, porque entumecía el lado ágil de las arterias
sentimentales.
El Ganzúas lo consiguió nuevamente al borde de una catástrofe
histórica, “¿Buey, qué haces en el Zig-Zag, si aquí ninguno tiene
orejas para la música?”. Agustín cerró el piano y escupió
obscenidades de rencor. Deseaba ser globo etéreo para trasladarse,
con un simple ventarrón, hacia Buenos Aires, San Francisco o París,
en smoking de gentleman y reflectores a muchas lunas veloces.
Quería romperle la cresta al Ganzúas sin previo aviso de amarguras.
Tentaba la idea de destruirlo mediante una zambumbia de golpes.
Pero no, prefirió el silencio y tres tristezas de añejo Bacardi.
Su amigo mostraba una espeluznante flor en el ojal. Clavellina
viciosa, pétalos de araña oronda, aquelarre de desenfados. Agustín
creyó que el Ganzúas hablaba a través de los labios vegetales: “La
Marquesa busca un musiquito para su harem de putas serias. Exige
buen porte y discreción de cadáver. Está en la colonia Polanco,
número... ”. Lanzó un papel arrugado y se fue. Desde lejos, la flor
insistió: “Le dices que yo te recomendé”.
Agustín se bañó a lo largo de una ducha bautismal. En la
escogencia de la camisa tardó iguales coqueterías que Tyrone Power.
Refrenó las ganas de una corbata sonrosada y se puso la de órbitas
blancas. Betún para el salpique moderno de los zapatos tragaleguas.
Perfume detrás de la hilera de mechones. Un paraguas contra las
ofensas de la naturaleza. El espejo le devolvió los síntomas de la
seguridad, y brincó en procura del bus directo. La mansión se extendía
sobre una capa de césped indomable y sus árboles fulguraban
bosques verticales. Rejas de flechas impedían el acceso. Tensas
columnas aguantaban la arquitectura de épocas porfirianas; y los
ventanales, como espacios milagrosos, lucían balconetes de cedro
con alabes. Adentro, rumores de escándalo y un berrinche en do
menor. Agustín temió equivocarse, pero el papel del Ganzúas no se
prestaba a dudas necias. Después de timbrar, apareció la interrogante
en idioma de un portero mímico: “¿A quién anuncio, silvuplé?”.
—Tengo cita con la Marquesa... soy el nuevo pianista —flaqueó
Agustín bajo una cobardía de tobillos.
El polichinela, oloroso a ajos frescos, lo condujo hasta la amplitud
del primer salón. Agustín escogió la butaca menos visible para
detallar, sin temores, su campo de guerra. Un cortinaje, en marrón
profundo, se le vino encima junto con una lámpara de cristales
lacrimosos. Los muebles de patas tigrescas lograban el perfecto
complemento de estilo; y cada uno en su esplendor irradiaba
omnipotencias individuales. De la pared izquierda sobresalían retablos
churriguerescos, plenos de vírgenes doradas y ángeles de vuelos fijos;
y, en el lado opuesto, contrastaba una sucesión de estatuillas y
bibelots: hidalgos exquisitos, fisonomías palaciegas, niños de vidrio
absoluto. El tiempo de una armadura medieval presidía los círculos de
óleos modernos; y varios gatos —respirantes y escurridizos— se
posaban sobre las losas aguamarinas. Agustín cerró la boca para no
traicionarse, “¡Qué alto he caído, Ganzúas!”
Una puerta de láminas de cristal se empinaba hacia otra sala. La
música en volumen de euforia no amenguaba el bullicio de la
concurrencia: Agustín se otorgó la libertad de espiar durante breves
sustos. Jamás había mirado, salvo en las películas del cine Apolo, un
despliegue de mujeres tan hermosas y excesivas. Rubias con
empeños imperiales, morenas de tizne limpísimo. Evas locuaces,
jovencitas en edad de duraznos, muchachas para la fiesta de las
glándulas perversas. La champaña corría a cien espumas por metro
descuadrado, y los gritos amables se atizaban sin prohibición de la
casa. Los hombres no escondían rangos ni condiciones: seguramente
eran ministros, burócratas de clase aparte, negociantes en ejercicio o
políticos que disfrutaban a mano suelta.
Agustín retornó a su butaca anónima para no sentirse culpable de
desventajas, y aferró la vista en la escalera con balaustres torneados
que ascendía hacia el piso superior. El relieve de una dama aún
jugosa y de elegancias expansivas le causó laberintos en el cerebro.
Ella bajaba del empíreo prostibulario como si la aguardara la
santificación de las hembras a su cargo. El escote sutil, una diadema
de perlas orientales, dos bucles con espigas, el tailleur a molde
clásico. Agustín, inundado de temores subterráneos, no lograba
encontrar el acuerdo de las palabras, “¿Qué le diré?, ¿será necesario
saludarla en francés?, ¿atenderá la recomendación del Ganzúas?”. La
mujer culminó su descenso para acercarse con lentitud de reina
formidable. Le pareció más prodigiosa, más monumental, más
abundante. Agustín no pudo sofrenar un alarido ni ella tampoco:
— ¡Doña Martina!
— ¡Mi genial pianista!
Se abrazaron en un dueto de recuerdos, y Martina concibió todas
las lágrimas factibles. Por último pidió que fueran a su despacho, “Me
aterroriza que me encuentren con esta cara de monja inservible”. Bajo
el retrato del general Clemencio Arévalo, doña Martina halló una fibra
de serenidad. “No me juzgue sin escucharme, Agustín. Inicié el
negocio porque era la única vía, ¡la única!, para preservar mis bienes y
mis nostalgias. Nunca me he entregado a nadie, pues sigo fiel a la
memoria de Arévalo. Confío en que volverá alguna noche de buenos
astros”.
Se arregló un desliz de cabellos e insistió: “Pura por siempre,
Agustín. Administro a mis adorables muchachas como una beata, y las
retribuyo con ganancias estupendas. La clientela es selectísima, lo
mejor de la crème, la élite, el savoir faire, la mera nata. ¿Busca
empleo? No se preocupe, tocará aquí y vivirá en el cuarto de
trasfondo; establezca usted mismo los honorarios. Jamás me llame
Martina, soy la Marquesa. Venga para que se haga cargo del piano”.
— Sí, Marquesa.
Desde su debut en aquel serrallo de finos putaísmos, Agustín
enloqueció a la audiencia. Las chicas se congelaban de caluroso amor
ante las letras de sus boleros, y los hombres utilizaban la evasión
melódica para sobar, fuera de tarifa, los benditos cuerpos de las
demonias. Sin quererlo, el recién llegado se convirtió en el centro del
harem, “¡Salud, Agustín!”, “¡Dedícanos otra!”, “¡Contigo, la madrugada
no envejece!”. Y el piano retumbaba a trueno limpio en la estricta zona
roja de la colonia Polanco.
La Marquesa lo abrumó de amapolas diarias y cheques abiertos
para el sastre italiano que revolucionaba los garbos de la capital. Pero
ninguna proximidad de pasión, ningún encendimiento, ninguna
rozadura, porque vivía con el nombre del general en la lengua y sólo
buscaba a Agustín para que le prestase su silencio. El pianista no
resistía las hinchazones de la desesperación, “Marquesa, mi
Marquesa”, y se imaginaba explotando de un sueño, transformado
también en guerrero, a fin de invadirle la cama y los goces. Equívocos
delirios, pues doña Martina también soñaba que el general Arévalo
volvería junto con su máuser tenso y lujurioso. “Lo sé, Agustín, lo veo,
está a salvo, aún me necesita, viene hacia acá”.
Todo burdel tiene sus leyes inquebrantables, y el de la Marquesa
no escapaba al decálogo: “Somos una cofradía de servicios, el público
nos reclama, las penas y zozobras hay que guardarlas en el desván,
exijo la verdad, no admito discusiones, quien más trabaje más ganará,
la puerta es franca para quien desee irse... ” Y Agustín, aún sin alma
de buscona, tuvo que acatar el reglamento. Dormía hasta que los
gatos amaestrados le indicaban la hora del almuerzo. La Marquesa lo
esperaba, atildadamente cariñosa, en el presídium del comedor,
donde un mayordomo enano se engrandecía para satisfacerlos. Por
las tardes, el pianista repasaba las canciones de su archivo personal o
escribía las notas, ritmos y zumbidos que le susurraban unas musas
inverosímiles. Después de cenar, se calzaba su perifolle de ave
nocturna y salía a brindarles gusto a juerguistas y disolutas.
Ovación insuperable. Trofeos on the rocks. Agasajos de botellas
completas. La solidaridad lo hacía vivir en las albricias del éxito y,
como añadidura, la potentísima Isaura, mirífica atracción del local,
babeaba vehemencias frente a su estilacho de crooner pulmonar, “¡Ay,
Agustín!”. No perdía ocasiones para admirarlo y mimarlo en
entreactos, no aceptaba que las otras mujeres lo retuviesen
demasiado, ni consentía besos putaicos que no fueran los suyos.
Por Isaura, los clientes se disparataban en ofertas y proposiciones. Y
les cabía razón, porque sus muslos encerraban un azogue frondoso y
su erizo íntimo sanaba cualquier bochorno. “¡Isaura devora, lame,
relame, acaba docenas de veces!”. Pero Agustín se mantenía invicto,
pues no contemplaba la traición de engañar a Martina. Isaura lo
acorraló en una longitud de pequeñas caricias y afables obsequios. Le
regaló la pianola que funcionaba a bisagras de pasado, usó los colores
de su preferencia taciturna, adquirió libros musicales para leerlos en
cercanía. La persecución adoptó forma de alboroto y la hembra
resolvió, una mañana, cobijarse dentro de las sábanas de Agustín.
Estaba desnuda y en el sexo blandía un trébol alegórico: “¡Quítamelo
ya, mi tormento!”.
Agustín agotó su palidez. Le sonaba el esqueleto. Una frialdad
ambigua lo hacía callar. De inmediato, la mujer se pintó de iras,
temblaba furibundias, crujía, “¡Maricón, me rechazas porque prefieres
los ascos de esa Marquesa de barrio. Acuérdate de que la venganza
de las putas no tiene límites, adiós!”.
Desde el incidente, Agustín sólo acató el compromiso del piano,
bebía a trasiegos escondidos y procuraba hablar a susurro de
canciones. Isaura, sin embargo, acrecía en desplantes de busto y
sabrosuras para exaltarse, “Estoy linda, ¿no?”. El harem participó,
entonces, de un fandango de miradas revueltas, de un presagio, de un
tabernario teatro sensual. Isaura cumplía años y se destapó en
fierezas: “¡Atención amiguitas, silencio vejucones!, ahora me
desnudaré para Agustín, mi macho”. Sostén al viento, ligas abajo, el
triángulo espléndido. El pianista brincó y quiso cubrirla, pero Isaura
tuvo más agilidad: rompió un vaso y se lo incrustó en los caminos de la
mejilla. Los gritos no calmaban la sangre a torrentera, ningún médico
presente, qué lástima. Agustín despertó en un hospital de pobres
auxilios, la herida le agraviaba el rostro. Perenne surco, sí, venganza
de puta enamorada.
Doña Martina lo adoptó como un enfermo familiar, y dispuso del
cuarto de huéspedes para que la atención tuviese carácter de
apremio. Lavaba sus purulencias con sales rocosas, le untaba cremas
de melocotón y avellanas, rezaba versículos paliativos y consentía sus
lamentos en un celibato de tierna generosidad. Agustín juzgó que esa
dicha era el divino envés de la tortura, porque ahí estaba la Marquesa
para acariciarle sus desolaciones. Pero el general también lo hería a
cada segundo, pues doña Martina no paraba en la evocación,
“Clemencio me llevó al altar de la Guadalupe un sábado de diciembre,
yo engalanada de hilos blanquísimos, él con la chaqueta de honor, y
cuando afirmé la pregunta del sacerdote caí en un desmayo”. Y
Agustín se transfiguraba, a solas, en el propio general, te quiero
Martina, bésame, ábrete, dame tu hostia magnífica.
El tajo cedió paso a una cicatriz de bordes ásperos y su costra
encerraba el malogro de varias ampollas. Agustín quebró todos los
espejos para ahuyentar la desarmonía, y se negaba al escenario y al
piano, temeroso de que las muchachas salieran en estampida frente a
su extravagancia de monstruo musical. Por fin, Martina lo convenció,
“Te ves horriblemente apuesto, mi genio”, y Agustín recuperó la
voluntad para satisfacer a la Marquesa. Estrenaría boleros y un
smoking de tornasoles.
Ella le prometió ataviarse con galas de serafín auspicioso. El
pianista observó a una multitud que lo aplaudía sin paralelo en la
ofuscación del burdel, “Viva, vivaaa, Agustín”; y tras agradecer la
bienvenida con una mueca nueva, acometió su faena nostálgica.
Descorches, copas, propinas. El barullo alcanzó máximos niveles, y
Agustín sintió la voz recurrente del general, “No, no he muerto,
ninguna tropa pudo conmigo, los dioses me sanaron, tengo todavía
suficiente amor para Martina, voy hacia ella... ”.
El general Arévalo, a duros esfuerzos, lograba mantenerse en
pie. Una fragilidad quebradiza le agotaba las extremidades, y los
daños emergían de su cuerpo con triste apogeo: el pecho en
menoscabo, vacilaciones de decaimiento, inanición de hormiga
trágica. Aun así, había realizado el viaje desde Veracruz hasta la
capital en un solo turbión de suspiros. La colonia Polanco olía a
Martina; y mientras más se acercaba a la casa, su fragancia lo iba
quemando. La ruidosa luminosidad de la mansión le hizo pensar que
ya Martina no habitaba allí, pero entró con furia de empujones y el
polichinela se apartó para conservarse en vida, “Soy yo, tu Clemencio
Arévalo, no he muerto, Martina, vengo para toda la eternidad”.
Sobrepasó la primera sala y la algarabía lo condujo al sitio de las
putairas y sus acompañantes, “¿Qué carajo hacen en mi hogar?,
¿dónde está Martina?”. El revólver precipitó la desbandada, las chicas
se agazaparon bajo un pavor de coloretes, y los hombres eligieron la
decisión de escape. Sólo Agustín entendía el sueño real.
Clemencio corrió en busca de Martina y el pianista lo siguió. La
Marquesa bajaba por la escalera con el vestido de alas celebrativas y
cuando vio al general, tan completo y perfecto, tan extraño y
verdadero, lanzó un grito y se apresuró a abrazarlo, “Clemencio,
Clemencio, mi Clemencio”.
El general la midió con el revólver. “¡Puta, ya no serás la más
grande de las putas!”. Cinco balas sonaron en fuego de horror
amarillo. La Marquesa gimió una última alegría y tiñó de sangre el
suelo de los gatos. Agustín se acercó lentamente para abrirle el
vestido mortal, y por única vez la besó en el corazón.
TEXTAMENTO

Mi existencia, para decirlo con la verdad en el puño derecho,


como los milicianos de otros siglos, ha frecuentado un mustio rumbo,
un vaivén indeseable, un poderío juvenil que se convirtió en
melancólicas argucias. Ya casi no tengo cabello y me cuesta la
firmeza de la respiración, estas piernas tiemblan de solo cumplir actos
reflejos, veo mediante marañas de obstáculos, hablo (por lo bajo) sin
asiduidad de interlocutores, concibo planetas de perpetua inercia, y ya
dejé el cigarrillo -vicio noctámbulo- porque la tos aceleraba mis
arritmias. Oigo música desde el amanecer, sus melodías lustran el
espíritu y se convierten, digo yo, en palabras recónditas o en claras
naturalezas: recursos para que el tiempo no me vuelva un fugitivo del
porvenir. Felizmente, he desechado la colaboración de los médicos y
la ayuda de unos bisturíes al interés por ciento cuyo objeto es
quitarnos el dinero.
“Pienso, luego resisto” podría ser la máxima de mis pasos
vitales. Avances, huídas, enmiendas, nuevos derrumbes, círculos
concéntricos, etcéteras sin expiación. Al atravesar la puerta escogida,
ya no habrá fuerza posible que cambie el destino, ni voces de los
adentros capaces de mitigarlo; siempre reflexiono sobre “suerte” y
“muerte”, pues sus opciones difieren en una simple letra.
Los recuerdos semejan un vendaval discontinuo y turbio que se
abrevia o enaltece. Es mediodía, el sol se halla en su cénit mágico,
voy de pantalón corto por la finca, observo a mi padre cabalgando
sobre “Danubio” (como un prócer de barba y sombrero) y me escondo
para no evidenciarme. Algunos hombres emergen de la nada, gritan, le
rodean, “Danubio” se encabrita, mi padre intenta sacar el revólver pero
ya la fatalidad ha escrito su nombre: muchos puñales terminan la
faena. Lloro sin lágrimas, todavía escondido, y me abrazo a la tierra de
los litigios. Aurora, mi madre, entabla con Dios un perenne diálogo de
oraciones ineficaces, mientras nuestro hogar se hunde en el
aturdimiento; por fortuna las tías están ahí para evitarnos mayores
congojas. Tengo doce años, leo Las mil y una noches y me sumerjo en
el prodigio de sus espacios, revivo cada episodio, anhelo comprender
los secretos de la imaginación, juro una madrugada voraz que seré
escritor, tiemblo, siento fiebre. Asisto a la escuela donde la maestra
nos enseña la suave ternura de ámbitos que no conoce, ella se ha ido
en pos de indagarlo (o de negarlo); más tarde, la pequeña escuela se
transforma en un plantel de aulas repletas de muchachos cuya única
proeza es el desorden. Con orgullo, me afeito por primera vez una
exigua pelusa de adulto y recorro mi cuerpo hasta la humedad.
Invocaciones, espejismos, vuelta al pretérito como si todo el
universo girara a nuestro alrededor. Acudo a clases en la Facultad de
Derecho, no sé por cuáles motivos elegí esta lógica ancestral que
beneficia a los de más jerarquía, con profesores especialistas en la
omnipotencia del egoísmo, no lo sé. Me alisto como militante rebelde,
los policías me apresan saliendo de la Universidad, después de una
jornada de boínas y discursos. Los esbirros penetran en la celda sin
ventanas y me agreden con saña e insolencias, piden nombres,
lugares, planes de magnicidio; los golpes vibran sus odios frontales, la
lluvia de una sangre tan solo mía embadurna la pared, las armas
compiten en resquebrajarme el pecho, yo callo, guardo tercos
silencios, me elevo por encima de la jauría. La orden judicial acuerda
mi libertad, luego de un itinerario de ocho meses y tres cambios de
prisión.
Soy finalmente abogado. Llevo toga y birrete, recibo el diploma
en el paraninfo universitario, apenas me acompaña una prima insípida
que a cada rato esmera abrazos de familia. Los jueces contemplan,
imperturbables, el inicio de mi tartamudo desempeño de la profesión;
tengo miedo, no resisto la acidez, sufro de jurídicos síntomas
cobardes. Con lentitud llega el hábito, desaparecen las dudas
genéricas y aparecen las novias concretas. Alejandra, la última,
susurra boleros dentro del cuarto de hotel que hoy restablezco en la
nostalgia, mientras baila su frutal desnudez caribeña. Siempre
paradójico, la beso con atropellada calma.
La perseverancia del amor y su exclusivo fuego mutuo
determinan que el matrimonio con Alejandra resulte inevitable. El
alcalde se halla frente a nosotros y firma un acta de inútil significación,
lo profundo es la alianza que hemos acordado para las pacíficas
guerras de la vida en común. No hay regalos o anillos de brillantes,
tampoco madrinas o damas de compañía. Alejandra escoge como
amparo una casa al borde de la montaña y hasta allá vamos en
procesión secreta porque no queremos compartir la felicidad.
Alejandra todo lo dispone de acuerdo a su santo lugar (muebles,
artesanías, velas, cuadros), y como dioses terrenales viajamos por un
camino de épocas superpuestas junto a Santiago y Eugenia, los hijos
que nos dona la existencia. Al cabo de la placidez, los trastornos de
Alejandra pretenden suplantar a la cordura, repite frases huecas,
despliega lágrimas inusitadas, cuenta leyendas de invención propia,
tiene largos insomnios; los doctores prescriben sosiego y unas
pastillas azules. Es viernes y regreso del bufete, el silencio colma los
rincones, subo las escaleras, no hay nadie, por un presagio entro al
baño, mis gritos de horror acompañan la tragedia: Alejandra está
desnuda en la tina, dejó de respirar, su cabeza permanece bajo el
agua, el frasco de barbitúricos se halla completamente vacío.
Inserto en la memoria vestigios e imágenes que no me consuelan.
Distingo a Santiago y Eugenia arrojando últimas flores sobre la tumba
de su madre, la lluvia cae en turbiones infinitos. Me recluyo en la
biblioteca para leer al lado de muchas botellas, el alcohol posee la
virtud de enajenarnos sin récipe, a veces me desplomo sobre la
alfombra y duermo. Una parienta, de bucles y gestos nobles, me
ayuda en la educación de los hijos; ellos jamás le obedecen. Escondo
las botellas a fin de que nadie logre encontrarlas; por la mañana, el
espejo me devuelve una cara de pájaro triste, desvarío. No voy
regularmente al bufete, como socio puedo otorgarme esa licencia,
aunque necesito otra actividad para sentirme útil. Me duelen las
piernas, los internistas aconsejan que deje el licor y use un bastón;
adquiero el bastón. Detallo la antigua fotografía donde aparezco al
lado de algunos compatriotas, no he vuelto a verlos ni a ocuparme de
la política, quizás por pánico al fracaso colectivo. Aunque juré una y
mil noches que sería escritor, lo he incumplido al pié de la letra; aún
las cuartillas permanecen vírgenes. Cuando me emborracho, grito
incoherencias que nadie oye, “¡malditos los tribunales veniales, la
justicia injusta, las cortes cortesanas, el Derecho al revés, las argucias
sucias!” No tengo amigos, pero conservo la esperanza de hallarlos en
cualquier oscuridad.
Deseo aspirar aires intensos, vago por las calles y descubro en la
mesa de un Café a la rubia platinada que toma en sorbos la eternidad
de su bebida; sin permiso, arrimo una silla y ordeno lo mismo.
Entonces le hablo atropelladamente para revelarle desgracias, vicios,
júbilos casi tristes; ella sonríe con ganas de oír más bien temas
generales. Yo enmudezco y le cedo la palabra: es secretaria a
destajo, escucha estruendos modernos en la radio, ama los
atardeceres de café crema y odia la soltería. Le convido a casa, los
chicos no están, corremos al cuarto, resucito el ejercicio del sexo,
jadeo lascivias, aúllo crestas terminales, le propongo que vivamos
juntos, “Lo pensaré y te contesto enseguida”. Me deprime acudir al
bufete; de solo imaginarme en la poltrona giratoria dictando actas y
libelos, surgen los vahídos. O las agujas de la inconformidad, o los
escorpiones autocríticos. Mis colegas no entienden, activan burlas y
ataques, estaré atento a cualquier cataclismo entre nosotros. Santiago
y Eugenia crecen con la avidez de andar por el mundo, han trazado
mapas y señales en territorios lejanos. Sé que pronto me
abandonarán sin aviso, no hay manera de oponerse.
La rubia acepta compartir el lecho y los olores diarios. A la
semana ya no es platinada, deja de teñirse el pelo, advierto que
hebras blancas le adornan el cráneo. Discurre y discute en un
insoportable estilo de afectación televisiva, nadie le gana a su
ignorancia para cocinar, delira por obsequios y zapatos de marca,
juega barajas en los casinos, eructa antes de dormirse. Al cuarto año
de incompatibilidades, le exijo que desaparezca, ella se resiste,
hipoteco la vivienda para pagarle sus prestaciones carnales. Los
socios alteran mi firma en la compra-venta del bufete y me despojan,
no gestiono ningún recurso, el infierno juzgará a los malignos. Mis
hijos partieron, ocasionalmente me escriben breves noticias a través
del correo electrónico, nunca piden la bendición, aprenden la forma de
ser ciudadanos de otros países. Santiago integra un grupo de rock
ácido en Saint Tropez, toca la batería, no distingue preferencias en la
cama. Eugenia marcha con sandalias por África, quiere enrolar a la
negritud en un nuevo culto sin dioses ni gratificaciones; bajo silencios
de padre le auguro rotundos naufragios.
La soledad abruma las molestias de la próstata, la cabeza me da
vueltas alrededor de un eje enfermo, en las madrugadas solicito
auxilios sin respuesta. No tengo a nadie para ayudarme con por lo
menos, unas palmaditas de apoyo. Mi teléfono dejó de funcionar a
base de mutismos continuos, las amistades se hundieron en una
distante desidia, rezaría si supiera hacerlo, carezco de cielos y
paraísos.
Al fin, traspaso la puerta, ya no habrá fuerza posible que cambie
mi destino. El director del establecimiento me otorga un saludo
benéfico por ser el longevo más joven de quienes allí habitan. Los
ancianos emergen de las sombras y me ven con sus pequeñas pupilas
quietas, algunos subsisten en las sillas de ruedas como espectros del
desvencijo. La exhalación general huele a pieles secas, a eternidad
inmóvil, a vahos culminantes; quiero llorar pero me avergüenzo. En
poco tiempo alcanzo sus costumbres; cada noche me reúno con ellos
para contarles estas historias de olvido inmediato que afectuosamente
les lego de por vida y de por muerte, y que mañana contaré otra vez.
TRES LUSTROS DE NO VERTE

Yo te espero en esta esquina rosada, tal y como lo acordamos hace


quince años de cuentos, quince años de mucho correr los puentes sobre
las aguas; “a las cinco en punto del futuro”, dijiste, y aquí estoy, con mis
rigurosos cabellos de etiqueta blanca, mi paltó cruzado de tormentos, un
cigarro sucesivo en la mano diestra de nicotinas, meditando — a lo largo
de olores y recuerdos inteligentes— lo que habré de referirte. He
desechado, por familiarmente obvia, la exigua relación de mis afanes de
escritor: la novela que se achicó primero en nouvelle y después en relato
brevísimo, los artículos semanales (y luego esporádicos por orden del
orwelliano jefe de redacción), los poemas tan concentrados como una
japonesa sopa de letras; y he desechado también, quizás a la luz de una
sombría timidez, el recuento innecesario de muchas noches de mujeres
filantrópicas. ¿Qué decirte, además del “hola, ¿cómo te encuentras”?
¿Qué episodio real y maravilloso trasmitirte en lengua barroca? ¿Cuál de
mis intentos fallidos te resultará de menor aburrimiento? No sé, pero
tendré que apelar a las neuronas imaginativas, hemisferio cerebral
izquierdo, segundo axón a la derecha (como los baños de los bares).
Ensayo, así, tu llegada. Los tres lustros de no verte se perfeccionan
en un busto de dama antañona y prolífica, pero caminas con el garbo de
Greta, te conservas despampanante como una Pampanini lúbrica, luces
feliz y pecadora igual que la María bonita de Agustín Lara, y yo te
pregunto si me hallas idéntico, si el tiempo me ha tratado con benignidad,
y tú —sin comedimiento de sonrisas filosofales— respondes que
Heráclito tenía razón: “No nos bañamos en vano en la corriente de un
mismo río”. Y como pienso que se trata de alabanzas, aguzo poses de
artista jubilado, y convierto las adiposidades ventrales en dimensión de
pecho muscular, y proyecto una voz de engolamientos operáticos:
“Muchas gracias”; sin embargo, el ensayo carece de objeto porque aún
no te presentas en la esquina histórica. “Dentro de quince años, sin falta”,
aseguraste, y por eso —repito— me he afeitado con la meticulosidad de
varias heridas en el rostro, lavé mi único paltó en las hazañas de una Dry
Cleaning parroquiana, me manicurearon las uñas de mi tic nervioso en la
barbería de un Centro Comercial, y el espejo (¡espejito!, ¡espejito!) al fin
me confirmó que era el vejete más bello del reino de este mundo, el
enfermo menos cadavérico, un alma sin pesadumbres de almanaque.
Programo de nuevo el inminente encuentro: tu flacura corre montada en
las muletas de unas pantorrillas endebles, las ojeras te han
embanderado de senectud, ya no calzas tacones rumbosos, sino unos
zapatos tenis para jugar al despiste de la muerte, y me abrazas friolenta
como si yo fuese camposanto final, y no me queda más remedio piadoso
que mentirte: “¡Mi amor!, tu belleza deja atrás a las misses planetarias, a
las modelos de televisión, a las princesas del celuloide”, pero por dentro
rectifico infundios: “¡Mi amor!, eres una meretriz patibularia, un modelo de
aflicción, una princesa esquizoide”, y tú para convenir en justos
requiebros me devuelves la pelota del deporte blanco de nuestras canas:
“¡Querido!, tienes faz de Robert Redford, porte de Thatcher masculino,
agilidad de salsoso cantante o maraquero”. Y cuando voy a contestarte
con otras dulzuras encomiásticas, me persuado de que hablo en solitud
porque todavía no acudes a la cita memorable.
Al tenerte frente a frente, face to face, arrugas contra arrugas, te
recordaré la madrugada de la primera cópula que deleitamos juntos, mis
gritos de Johnny Weissmuller enredándose en las lianas de tu cabellera,
mis posiciones de saltimbanqui para entrar en el jardín perfumado de tus
mieses profundas, mis alegres lágrimas de autor laureado por tu disfrute
horizontal, mientras tú, Amelia, despertabas a los vecinos con un
telegrama de alaridos: “Ya-no-soy-vir-gen-pun-to”, pero el heroico
erotismo no terminó allí (tan sólo empezaba) porque al constatar que mi
pajarraco sufría de intermitentes contracciones de fatiga automática,
proclamaste galileana eppur si mouve y te aferraste a él, como una loca
sin complejos, para revivirlo totalmente. Y nuestra cama siguió girando
alrededor del sol y de los deseos, ¡oh, Amelia!, durante tres días
continuos hasta que la inexorable inquisición del cansancio derrotó
nuestras quimeras. ¡Qué pretérito tan presente, amiga!
Hace una hora que te aguardo. El clavel de reconocimiento que
traspasa de rojo eléctrico mi ojal, se deshace en impaciencias. Quizás
aún estás en la casa, consultando con tu colección de elefantes la
buenaventura de este rendez-vous, tal vez le inquieres al I Ching si es de
buen augurio retrotraerte a la anciana juventud. Siempre fuiste medrosa
y dubitativa, Amelia, no te atrevías a dar un paso en la vida sin
preguntarlo antes al más allá, pero acepto que tenías todo derecho
porque tu pierna medio paralítica (la siniestra, naturalmente) se
empecinaba en conocer de antemano las seguridades del triunfo. Y sí
que triunfaste, cariño, pues aunque no te fue dada la presteza de la
locomoción, pudiste recorrer la existencia a través de la velocidad de los
libros, y en cada situación orgásmica —que es cuando se revela el
verdadero ánimo femenino— me abrumabas con tus quejidos a lo
Madame Pompadour, o me llamabas Fuenteovejuna (“todos a una”), o
reías más paroxística que la misma Anaís Nin. Yo en esa época carecía
de una sólida cultura, igual que ahora, y por ello tu literaria conducta
sensual me anegaba de sangre las cavernas ignorantes, me endurecía
las arterias apetitosas de conocimiento, me transformaba en un sin par
Alejandro “el Glande”.
La tarde apenas sobrevive en el horizonte de los omnibuses y tú,
amor, no te materializas en estampa corporal. Cientos de citadinos se
devuelven a sus hogares, con el orgullo de una jornada concluida que los
acerca más a la tranquila desmemoria; una luna impresionista me hace
señas detrás de velamen cósmico; tres beodos se toman hasta la libertad
de vociferar frases contra esta sociedad de consumo alcohólico. Y yo,
mientras, desespero fumando, me acuerdo de que no traje las pastillas
reguladoras del corazón, ninguna enfermedad de grave marcapaso, de
urgente bypass, solamente una taquicardia siglo veinte, una disritmia de
tambores escriturales; pero no te preocupes, Amelia, porque cuando
llegues serás mi Mago de Hoz, y me regalarás un moderno fuelle
sensiblero para poemizarte todo un canto general. Olvidé también, en la
mesa de noche noctámbula, las tabletas gástricas, que me disuelven las
agruras de una permanente indigestión, mal colectivo, sobresalto de
estómago ante las náuseas de una guerra caliente, aunque no importa
tampoco, querida, porque los dos iniciaremos un diálogo norte-sur: una
cruzada pacífica, una pausa amorosa que nos refresque los ánimos
sedentarios. Por fortuna, cargo conmigo las gotas oftálmicas, ésas que
disminuyen la presión ocular, el tenso fogaje alrededor de las retinas,
pero que —por efecto paralelo—me hacen escrutar las circunstancias
como si fuese un pintor cubista, y así te veré, Amelia, con carcajada en el
esófago y caderas guindando de tus orejas plácidas. No me agobia ya el
irremisible enfisema y su imposibilidad de respiraciones totales, porque
me he conformado con la mediocre aspiración del contorno, y descubrí
para beneplácito pulmonar que fabrican cigarrillos mentolados, cuyo frío
nos defiende de los hervideros del carcinoma. Y tú me interrogarás con
sorna acerca de mis antiguos padecimientos de esclerosis amnésica, y
yo te diré que he comprado decenas de volúmenes al respecto, los
cuales estudiaré cuando logre hallarlos en el desorden de mi biblioteca. Y
en honor de nuestra salud imperecedera, permíteme que brinde con dos
largos tragos antitusígenos.
Te he escrito, Amelia, infinidad de poemas en la promiscuidad de
los tocadores para señoras, con la esperanza de que en un
momento  de azares urbanos mis versos pudieran encontrarte. He
publicado mis obras incompletas en los muros de la ciudad, como un
pekinés cualquiera que libera amoríos de dazibao. He sido actor de
telenovelas dentro del minúsculo albedrío de mi habitación, para
declamarte precisos parlamentos histriónicos. Bebí en tu nombre y
apellido, todos los grados etílicos que pasaron ante mi sed bohemia, y
espanté a multitud de gatos maulladores con los falsetes de mis
despechos mariachis. Fui boxeador versus un mundo que me apaleó en
cada round de adversidad, pero yo desde la lona te esbocé digitales
signos de victoria para que supieras que nada me arredraba. Me alisté en
el ejército abstracto de los artistas, y dibujé para ti océanos sangrantes y
montañas de verdes vertiginosos. Por puro anhelo de trascendencia
geométrica me convertí en triángulo isósceles, y desde la pirámide de
mis pensamientos te designé como faraona de la popelina egipcia.
Obtuve el mérito de cliente asiduo en la trifulca de los bares, y sólo me
ganaron aquéllos que se hallan hoy en mejor vida. Dediqué el desgano
plateado de mi Seiko a cronometrar las horas de tu compañía ausente, e
ideé campanarios en las plazas para que tocasen huracanes de
nostalgia. Fui rockero made in USA, balada de Koljoz, sonero sudoroso
y tropical, y lancé por el universo toneladas de megaciclos tiernos para
agasajar el dial de tu audición. En quince años de no verte, ¡ma chérie,
chama, darling!, aprendí los idiomas de la soledad, y aquí te espero,
geriátrico y omniadolorido, con el punzante objetivo de historiarte mi
pasado.
La noche empieza a dar vueltas alrededor de las bombillas, las
tiendas abren paso a la locura insomne de sus maniquíes, las torres de
edificios sueñan con amanecer en brazos de Le Corbusier, y yo en esta
ingrimitud aún aliento expectativas. Quizás un coro de hijos y de esposo
te impida cumplir el compromiso; ya sé: biberones lácteos, mugre de
sartenes, huevos fritos con ojos de rutina pálida. Si es así, tráelos a la
entrevista, y yo los saludaré ceremonioso, qué lindos chicos (mocosos de
mierda), encantado señor marido (burócrata impotente), un verdadero
cuadro familiar (para colgármelo de los cojones), y luego los convidaré a
la cafetería más cercana, menú de emparedados y Ovomaltina, a fin de
festejar mis opciones individuales, mientras tú fijarás las cataratas de tu
vista en el rojinegro mantel de remembranzas, remontándote al
Restaurant Zig-Zag, los dos solos, la viuda alegre Cliquot, la carne
amedrentada por tus caninos al aire, boleros con sordina escenográfica,
y yo muy cerca de ti, casi junto al cielo raso de lo que estabas
elucubrando: tomar la última copa en mi conocido estudio de escritor
anónimo, y cuando llegamos al apartamento afirmaste benévola que era
“sencillito, pero chic”, y se te desataron todos los abrazos que habías
almacenado durante tu desdicha virginal, y después me rogaste que
apagara la lámpara porque te causaban mucha risa los grandes lunares
de mis ropas menores, y a continuación, ¿recuerdas?, vino el periplo de
lenguas, los ósculos oscuros, la cabalgata estelar... No me es posible
proseguir la memoria de lo que antes fuimos, ya que tus hijos han
pervertido la mesa con sus lágrimas escolares y el progenitor te ordena,
silente, que regresen al hogareño circo cotidiano (¡debe revisar los
favoritos equinos del domingo!), y yo cancelaré la cuenta y el episodio
para dejarlos marchar en el Ford de cuotas mensuales, carroza de
miserable burguesía, contemplando cómo los adorables chiquillos se
disputan a puñetazos la dignidad del asiento delantero.
No es cierto, Amelia, no te has casado con ningún chupatintas de
oficina, estás en el Pabellón n.° 6 de Chejov. Te llevaron allí porque un
Sigmund de la psiquiatría actual determinó que hablabas demasiadas
insensateces coherentes, demasiadas greguerías peligrosas,
demasiadas sabias pendejadas. Le confiesas en este instante a Iván
Dimitrich, en medio de la nota regresiva de un Valium, que te escaparás
por cualquier intersticio volitivo para encontrarte conmigo en la esquina
rosada. Le añades al compañero, con tu sana alienación, que nuestro
amor fue un infinito electroshock de corrientazos cálidos, una divina
comedia entre demonios, un llano de pieles en llamas, y que fracasamos
porque cada semana elaborábamos una fe de erratas existenciales que
luego nos negamos a aceptar. Corres, desnuda, a través de un smog de
avenidas, millares de enfermeros con corbata y maletín te persiguen,
inclementes, han alertado por la radio que una fiera trastornada de
pacifismo amenaza con reescribir la Carta de las Naciones Unidas, tres
regios mendigos absortos en sus cigarros Camel te escoltan las
espaldas, un apostolado de doce hippies aprovecha para vender collares
hechos en casa, voceros generalmente bien informados (que solicitan no
se divulgue la fuente) expresan a los periodistas que la OTAN ha
decidido —ante tanto conflicto demencial— filmar en vivo el Apocalipsis
de “El Día Siguiente”. ¡Corre, Amelia!, ¡huye, Iván Dimitrich!, ¡saltad las
tapias! ¡Locos del mundo, uníos!, ¡arriba, orates de la tierra! No llores,
Amelia, detrás de tus barrotes perpetuos.
¡Me equivoqué de nuevo, amada! Mi cerebro de oxímoron florece
en contradicciones especulativas. Un viento nervioso me ausculta como
si yo fuese estatua de parque público, unos perros han lustrado mis
botines con el aguacero de sus intimidades; aves voladoras me
confundieron con la pátina del Louvre, desgraciando las rayas
aplanchadas de este atuendo festivo. Pero nada me conmueve, Amelia
de la Concepción, porque mi marcial deber consiste en esperarte. Intuyo
que cambiaste de nombre y de vida, a lo mejor te he admirado en
primera plana de los diarios sin percatarme de tu postiza identidad,
¿serás acaso la fémina Guinnes más peluda del orbe?, ¿o Ministro de
Estado para el Desarrollo del Subdesarrollo?, ¿o Embajadora
Plenipotenciaria en el maravilloso país de Alicia? Una perspicacia de
sentidos ocultos me susurra que te has dedicado a la lucha, las masas te
aclaman con el prolijo frenesí de los desposeídos; tus discursos
gauchistas hacen temblar la ribera derecha del Sistema, la Revolución te
ha escogido como su vibrante bandera rossa; ahí estás, camarada
Amelia, en el sendero luminoso de los fieros altruismos, y el uniforme
verde oliva hace juego con la férrea marejada de tus pupilas, y de
repente pones un punto suspensivo a las labores (porque te acuerdas de
nuestra cita ineludible) y vienes hasta aquí, con tu alias de “Amelia
Luxemburgo” y tu clandestino penacho de peluca, y me abrumas de
besos a lo Ho-Chi-Minh, y me invitas —dialécticamente dulce— a unirme
a los cerreros combates del porvenir; y yo me excuso respondiéndote
desde mi mezquina clase media que sólo soy un escriba de retruécanos,
un combatiente del calembour, un utópico verbal, y tú me avergüenzas
con fervientes proclamas de Fidel y me dejas plantado, como una
palmera enana, en el mismo sitio donde me encontraste.
Tal vez continúo siendo errático, exquisita Amelia. Los fantasmas
espeluznan a las estrellas con aullidos encantados, el farol cercano
resuelve disminuir sus clarores para que no alumbren tanta odiosa
orfandad, los perros de pedigrí famélico ladran para insuflarse una
valentía de dientes rabiosos. Bien quisiera, en esta ocasión íngrima, que
vinieses a buscarme y que tus manos me condujeran hasta la tibia bruma
del bar donde trabajas. El mesonero te apocopa “Mely” y tus amigas a
destajo nos abren paso a través de una música desamparada. El ron con
soda (high-ball le dices tú para no desvirtuar el semiótico argot de la
taberna) se desflora en confidencias: un hijo atronado, el hombre de
turno que te lleva la contabilidad de las transacciones vaginales, la
costumbre de un orgasmo calculado en billetes inflacionarios. Y de
improviso, como suelen ocurrir siempre los hechos, el tugurio se colma
de beodos sensitivos y las chicas bailan con ellos una guaracha de
prestigio, y el dueño italiano te conmina con la maffia de su mirada para
que me consumas con adicionales pedidos de licor. Y después del quinto
trago amargo, me atrevo a rumbear contigo una sabrosa provocación de
Benny Moré, y al oído te deslizo mis ansias postergadas, pesadilla de
eyacular ende- con-por-si-sobre-tras otras hembras que poseían tu
misma cara y tu perfecta mismidad. Las mujeres estallan en cabriolas de
un tren danzante, adheridas a la cintura de sus parejas, y una bola de
múltiples cristales rojizos deifica los movimientos rítmicos. Y tú, ajena a
nuestro fulgurante encuentro, me preguntas que cómo es que me llamo,
“perdona, corazón, sufro de anemia en los recuerdos”, y yo contrariado
rezongo una retahíla de apelativos ininteligibles y me devuelvo a los
avatares de mi esquina rosada.
La calle se ruboriza de lluvia y una gárgola en desuso silba su
ahogo milenario. Desafortunadamente, no porto el hongo azul de mi
paraguas, ni el sombrero que me resguarda de los rayos celestiales.
Canto en altísima voz, igual que un cronopio de Cortázar en trance de
concitar las esperanzas, y unos lagrimones metálicos recorren la
autopista del sur de mis melancolías, y te observo —nos observo a los
dos— aquella mañana cuando descubrimos las armas secretas de Julio,
y jugamos una rayuela de pasión y nos incluimos dentro de todos los
fuegos del amable sufrimiento literario. Se me ocurre pensar, Doña
Amelia, que eres en este momento una fama voluptuosa,
una madonna de rubíes y pendientes, una acolchonada voluntad de
misérrimas aspiraciones mundanas, y lo creo porque me saludas 
howdoyoudo  descendiendo de tu conspicua elegancia, y apenas me
rozas la barba con un ademán frígido. La incomunicación se regodea en
el semblante de un conejo peludo que te circunvala la garganta, y yo te
propongo guardar un minuto de silencio afectuoso por Charlie Parker, y
tú ni siquiera me oyes debido a la crónica en minucias de tu último viaje
Madrid-Bruselas, el coche cama contratado a la Wagons Lits, la duquesa
que compartió contigo los mareos de un Beaujolais, el caballero belga
que te surtió de lisonjas y de terrones de azúcar; y yo, Amelia, entretanto,
sonrío, descomunal,  para conmemorar el gran éxito de tus sandeces
rituales, y Johnny Carter desde lejos toca su saxo drogo en prueba de
que nadie te perseguirá por los siglos de los siglos, Amelia…
Perdóname, Amelia. Todo ha sido una mentira masoquista, un
ejercicio cerebral, una evasión indecente, porque mi cobardía indócil me
impidió asistir a la cita convenida; y aquí estoy, dentro del cautiverio de
un anecdotario fantástico, siempre añorando tu afecto cristalino.
LA ROJA VIDA DE CAPERUCITA

Desde la cama y a las once de la noche, un monstruo de nueve


años me ruega a gritos que le cuente un cuento. El monstruo que lleva
mi mismo nombre, usa lentes contra la miopía y razona con palabras
de cuarto grado, es, por supuesto, mi hijo. Recuerdo en ese momento,
un grafiti que vi rugir en los muros de la Universidad: “Los niños son
locos chiquitos”, y recuerdo también la modesta proposición de
Jonathan Swift: sacrificar a los párvulos para vender su carne a
personas de calidad y fortuna. Como por motivos de solidaridad
familiar no me es posible encerrar al pequeño en un establecimiento
psiquiátrico, ni ofrecer sus costillas en remate público, le refiero una
historia moderna basada en cuento antiguo:
En un barrio marginal vivía una alborozada muchacha llamada
Caperucita Roja, que era famosa por sus pezones en flor y su adicción
a la marihuana. Tenía tres entradas a la policía y muchas salidas a las
discotecas nocturnas, aunque su madre nunca supo de tales
peripecias por estar ocupadísima atendiendo una venta ilegal de
cerveza en el sagrado comedor de la casa. Caperucita no iba a la
escuela porque prefería las enseñanzas de la televisión, sólo leía
fotonovelas para no forzar su preclaro retardo mental, y —sin
problemas axiológicos— aspiraba casarse con un valiente asaltante de
bancos o con un minucioso falsificador de dólares. “Lo mío es el goce”,
solía expresar parodiando una hedonística balada de Tito Rodríguez,
mientras se rizaba la tenacidad de sus pestañas y se pintaba los labios
con el carmesí de un ansiado porvenir. Caperucita era una
adolescente que no adolecía de nada: piernas de estatua, glúteos de
estatua, cerebro de estatua, sobre todo cuando estaba durmiendo,
porque al ponerse en movimiento más bien parecía una verbena de la
sexualidad, un festín de pieles, un erótico postre de lascivias con
vainilla. Y ella, que se suponía tan demoníaca como Marlene Dietrich
en El ángel azul, paseaba sus olores de cangrejos profundos por la
hermosa suciedad de la barriada, y no había caballero fálico que no la
reverenciara con un leve dejo de cabeza (afirman que un tío la
sentaba a menudo en el tiovivo de sus muslos para hacerla reír; otros
relatan que el último padrastro murió de embolia seminal al verla tête a
tête completamente desnuda).
Caperucita prometía convertirse en una mujer de mundo y en un
mundo de mujer, pero creció desconfiando de las bajas pasiones de
los hombres, o sea, de la cintura para abajo, porque su madre no se
cansaba de advertirle que un pecado capital no debía cometerse sino
con un verdadero capitalista. Sin embargo, una amiga muy psicológica
y psicodélica le prestó un día el N° 69 de la Revista Luz: Órgano de
todo lo que usted debe saber sobre el sexo, y desde esa lectura se le
abrieron la reflexión y los deseos, y comprendió que las pastillas
anticonceptivas no servían para curar el malestar de los conceptos.
Aquel día amaneció con una mandarina de sol que se descolgaba
por la región más intransparente del esmog, no se oían los cantos de
los gallos (sencillamente porque en los barrios de concreto no hay
gallos), y el calor llovía sudores sobre el océano de las sábanas. La
mamá de Caperucita abrió el ojo derecho, ése que siempre se le
adornaba de legañas de oro, y con garganta de claxon conminó a su
hija a levantarse:
“Apúrate, Capi, que debes ir a visitar a la abuelita”. La niña no
deseaba despertarse, pero recordó en el rapto de una exhalación que
la vieja sufría de cáncer global (“metástasis” o algo así diagnosticaron
los médicos) y quería aprovechar los últimos chistes de la enferma,
chistes que ésta había aprendido durante sus setenta años de
dancings y nightclubes, de tabernas y lupanares, primero como
colipoterra a destajo, luego como dueña y posteriormente como
camarera, chistes acerca de virgos y estupros, galanterías y traiciones,
que le dejaron en la cara una sonrisa senil, una carcajada de arrugas,
pero que no le permitieron obtener la jubilación, ni la tarjeta del Seguro
Social, ni una miserable pensión por el joder cumplido, y por eso la
abuela repetía entre toses y desprendimientos de pulmón que si le
tocara vivir de nuevo, lucharía a vagina partida por la dignidad de la
profesión más penosa de la humanidad, y que sería capaz de
organizar revoluciones íntimas y huelgas de senos caídos con tal de
que cada rabiza pudiese retirarse en sana paz y a buena hora, sin
tener que afrontar la obligatoria postración de una cama, “sí, de una
cama, que es como morir a golpe de recuerdos en el mismo escenario
donde antes se desahogaron retozos y guarachas”. Todo ello le
circulaba por la achicada mente de avellana a la bella Caperucita,
igual que un film de Fellini que nunca llegó a ver, mientras se ponía el
sostén rojo, la blusa roja, la falda roja, el corazón rojo, y pensaba que
mejor era vender el cuerpo en matrimonio por una sola vez que
venderlo en incómodas cuotas como lo había hecho la mamá de su
mamá.
Caperucita tomó la cesta con regalos para la abuelita: media
manzana, media pera, un cambur incólume que había sobrado de la
cena, un recorte de prensa con recetas para fallecer sin complejos; y
tras un sonoro “hasta luego” que hirió el laberinto de varios tímpanos a
la redonda, se largó. Estaba tan contenta que lo miraba todo a través
de los binóculos de la felicidad, se sentía tan rozagantemente Gerber
que insufló más aire a los globos de su busto, se consideraba tan
saludable que saludaba a los demás para que éstos le respondiesen,
pero de repente pensó en la abuela y en ese cáncer en forma de
horóscopo comiéndosela por dentro, y lloró sin parar durante ocho
segundos seguidos, y después dijo “basta” y se secó las lágrimas con
las nubes de un pañuelo.
La ciudad recibió a Caperucita con un bosque de frondosos
automóviles y arboledas de edificios, copleros y helicópteros
revoloteando en el cielo, insípidos animales de corbata y un gran
bullicio plácido como de orquesta planetaria. Si nuestra heroína
hubiese sido culta, condición a todas luces innecesaria, a lo mejor
habría evocado los avatares del Dante en mitad de la selva oscura,
pero a ella solamente le cabían en las células de la cabeza aquellos
deleites que no le perturbaran su imperturbable tranquilidad. Por esa
razón, y por otras idénticas que no viene al caso mencionar,
Caperucita se distrajo ante los costosos aparadores de las tiendas
baratas, los rostros generosos de los mendigos, la cortante rapidez de
los motociclistas en noria de escape libre, aunque lo que más le llamó
la atención fue un combate casi televisivo entre unos ladrones vestidos
de policías y unos policías vestidos de ladrones Caperucita continuaba
risueña su larga caminata de zapatos de tenis y callos rojos, cuando
se percató de que alguien la seguía de cerca. En verdad no se le
asustaron los nervios porque sabía cómo meterle los pechos a
cualquier situación comprometedora; y más en verdad lo que ansiaba
era que una situación comprometedora le abismara los sentidos de
punta a punta y de cabo a rabo. Se hizo, pues, la tonta, actitud que le
costaba un mínimo de concentración, y revisó con el traserillo del ojo
al personaje que furtivamente copiaba sus pasos. Se trataba de un ser
ni fuerte ni exiguo, ni altísimo ni bajísimo, ni buen mozo como
paraexclamar “¡qué bárbaro!”, ni horrible como para enceguecer los
párpados, era en suma un individuo común y del standard, tal vez un
político, quizás un corredor de bolsa con cara inequívoca. José
Ingenieros lo hubiera tildado de mediocre, pero Caperucita que en
literatura no rebasó nunca la historieta de Los tres cochinitos,
determinó que estaba medianamente chévere, o sea, más o menos
chévere, es decir, de un chévere regular.
Cuando Caperucita creía que el tipo había escapado a causa de
“un trauma infantil de la libido” (Revista Luz, cit., p. 96 al derecho y al
revés), el susodicho se le acerca, buenos días, señorita, no le
pregunto cómo se encuentra porque sería redundante, pero
concédame la oportunidad de compartir con usted el optimismo de la
primavera, la luminosidad de los vocablos, el humo de los omnibuses,
perdone, yo me llamo Hobbes, a sus órdenes y desórdenes, tenga por
favor mi tarjeta de presentación, soy poeta titulado, hago sonetos a
domicilio, poemas por encargo, acrósticos a crédito, el cliente me da la
idea de su sentimiento: amor o despecho, por ejemplo, aunque en su
caso particular jamás sería lo segundo, y yo a partir de allí construyo
los versos, las imágenes, las metáforas (“Este hueco, la vida”; “Rosa
que te quiero fosa”, etc.), es algo así como “permítame versificar por
usted”, ¿ves?, pero excusa mi torpeza, no te he dejado hablar y ya te
tuteo, ahora dime: ¿tú trabajas o estudias?
Caperucita se quedó más obtusa que de costumbre ante aquel
chubasco de palabras, ante aquel maremoto de cultura, y sintió una
mortificación en el discernimiento, y sintió asimismo una especie ardor
en los rubores y una lava que le brotaba del volcán de sus intimidades
(—qué lavativa—), y el interlocutor esperando su respuesta dentro de
un traje ferozmente peludo, y ella todavía interrogándose si las flechas
que le paralizaban la lengua eran producto del hálito del amor o de la
vergüenza de la halitosis, y por fin contestó que estaba estudiando-
trabajar y que en eso duraba todo el día porque no le gustaba hacer
nada mal hecho, y Hobbes asintió con un sincero aullido de
admiración y la tomó del brazo, y le erizó los sueños con sus licencias
poéticas y sus licenciosas maneras, y juntos recorrieron la locura de la
ciudad en seis cuadras, hasta que Caperucita se acordó de que el
cáncer de la abuela debía estar medio muerto de hambre, y se
despidió de Hobbes no sin antes explicarle con pelos y señales la
razón de su premura.
Caperucita salió en maratón veloz hacia el destino, acompañada
de una miríada de ángeles y querubines que le dibujaba por dentro los
paisajes del verbo amar, y se halló en el vértice de un ciclón de
apetencias húmedas, y se convenció de que estaba enamorada, y
para convencerse más aún lo voceó como si fuese el titular a ocho
columnas del periódico de su existencia, y sin advertirlo llegó a la
morada de la enferma, y se sentó en el quicio de sus propios
pensamientos para recobrar el litro de cansancio que había gastado, y
esfumó en varias bocanadas un chucho de malas yerbas y buenos
viajes, y subió a millón los veinte pisos de escaleras y tocó por fin el
timbre, ring, de la puerta, ring, y oyó que la abuela le pedía —desde el
fondo de la habitación y de la voz— que entrara rápido y tapiara la
puerta con todos los cerrojos.
La niña detuvo la observación de su mirada en la agradable sala
del apartamento, cuya fina decoración incluía una amplia barra,
numerosas mesas, letreros enmarcados (“Más vale ser borracho
conocido que alcohólico anónimo”, etc.), diplomas del Sindicato de
Mesoneros, Busconas y Afines, y una rocola Wurlitzer de la época
cuando Agustín Lara todavía no tenía cicatrices en el entusiasmo.
Caperucita entró a la pieza de su gran mamá y la encontró ataviada
con la palidez de una magnolia que hacía perfecto contraste con su
dormilona sanforizada y sus bucles de peluca, y las dos se reiteraron
en sendos abrazos y en cariños mutuos, y la viejecita la invitó a
tomarse treinta cucharadas de un coctel contra los microbios del
carcinoma; y después de los efectos de la medicina, le solicitó por
caridad que le sobara los dolores alrededor de las piernas y la
entrepierna porque si no se iba a morir sin pasión duradera, y
Caperucita se sorprendió tanto al constatarla tan rígida en sus
quebrantos interiores que no se contuvo ni para suspirar, y la abuelita
casi al borde de la pequeña muerte le rogó que se desvistiera para ver
cómo le habían crecido los senos y la pubertad, y la muchacha
procedió a mostrar con creces lo aprovechada que había sido en
materia de sabrosuras y de curriculum.
Caperucita convino en cumplir los últimos deseos de la abuelita y
los primeros de ella misma sin preguntar las sandeces del relato
infantil, que por qué tiene esos ojotes tan grandotes y esas manotas
tan gigantescas y esa bocota para comerme mejor, y permaneció
tranquila compartiendo el lecho y los placeres de la supuesta
enferma, y al terminar le dijo a Hobbes: “Ha concluido el acto” y lo
obligó a que se quitara el ridículo disfraz y se fueran directamente a la
Jefatura para contraer la poesía del matrimonio, pero en ese momento
la auténtica abuela se desprendió las ataduras de la máscara de
oxígeno con que la había amarrado el más zorro de los lobos, y
reclamó para sí el derecho a constituirse en la esposa del violador,
“guerra es guerra y cáncer es cáncer”, y entonces Caperucita y la
abuelita comenzaron a nombrarse sus respectivas mamás, o sea, sus
respectivas bisabuela e hija, y no cesaron la disputa de imputaciones
hasta que unos casadores que por allí pasaban agarraron a Hobbes y
lo hicieron casarse con la vieja in artículo mortis.
Sin embargo, para aleluya de todos, el lobo curó a la abuelita con
aplicaciones intensivas de rayos ultrapénicos, y la anciana se sintió
robusta y vigorosa como una Edith Piaf cualquiera, e instaló un
dancing en el apartamento, La Bôite de Pandora, donde además
respondía consultas amorosas y reparaba entuertos de virginidad.
Hobbes en sus ratos libres atendía a los clientes, y en sus ratos de
trabajo atendía los insaciables requerimientos lúbricos de Caperucita,
que pronto llegó a superar la ecuménica sapiencia de la abuela.
Caperucita, como era de esperarse, concluyó este episodio de
su vida con un “colorín-colorado”, y jamás volvió a sonrojarse ante las
delicias del mundo.
HOTEL PARA SUICIDAS

Los suicidas siempre otorgan atención a las señales del destino,


como si de su fuerza tumultuaria dependiesen los únicos actos del
porvenir. Y Erasmo Luque, en su calidad de mortal que buscaba las
pistas ocultas de la existencia, soltó un grito de eufórico estupor
cuando leyó el anuncio en Internet: “Foulton, hotel para suicidas, isla
de Saint Austin. Escriba sin compromiso”.
La dubitación no le permitió establecer inmediato contacto; temía
que el hallazgo formara parte de los juegos insidiosos y desleales que
abundan en la red. Se consagró, entonces, al disimulo de los
propósitos, revisando el correo electrónico y bebiendo elusivos sorbos
de café, pero cada cierto tiempo volvía al extraño anuncio. Sus pocas
letras en la pantalla del ordenador, el mensaje casi secreto y casi
absurdo, se apoderaron de su voluntad: quizás aguardaba desde
siempre tales osadías. Sin embargo, prosiguió el recurso de la evasión
y fue al trabajo como quien cumple una disciplina transitoria, habló con
amigos acerca del verano banal, telefoneó a su madre sorda, preparó
la comida de los perros y, por desacatos de la memoria, se bañó
varias veces aquella misma tarde. El ordenador mantenía, indemne, el
aviso para clientes desesperados.
Al acostarse, no logró dormir. Pensaba en los suicidas de su
familia, hombres y mujeres que habían decidido hacerse justicia por
esfuerzo propio; y meditaba también sobre aquel ánimo imperfecto
que se transmitía de generación en generación, mediante las luces
oscuras de una tristeza sin razones científicas. Sólo fastidio profundo,
sólo spleen vitalicio… mientras durasen. Dio vueltas en la cama, se
tomó una píldora contra el insomnio que tuvo consecuencias
paradójicas: enumeró infinitas ovejas saltando por encima de los
espectros familiares, ¡hilos tenues entre las sensaciones del presente
y los subterfugios de otros mundos!
Los ruidos de la mañana no lo reconfortaron, porque el
duermevelas continuaba y debía presentarse en la oficina, aún
ojeroso, descompuesto e inútil, para que le premiasen con el cheque
quincenal. Antes de partir, verificó la imagen del inequívoco Hotel
Foulton dentro de la pantalla del computador; ahí estaban sus grafías
y sus señuelos como un ardid inexorable, Escriba sin compromiso. Se
habla inglés, francés y español. Por supuesto no resistió y en un
impulso definitivo solicitó información, a través del correo electrónico,
acerca de planes, precios y ofertas (cuestiones insensatas, para no
decir infamantes, en el caso de una persona que solo desea
marcharse). Todo era cuestión de aguardar un poco.
Aquel día se arrepintió de haber salido, pues su automóvil caduco
se negó a trasladarlo -¡así actúan los modelos démodé!-, el Metro
estaba repleto de olores ofensivos y de colas hoscas, un chubasco
extemporáneo le mojó la camisa y milagrosamente logró eludir las
deyecciones de un pájaro que surcaba las alturas del smog. Luego, ya
en el despacho de arquitectos donde prestaba servicios, el jefe, un
anciano siempre agrio y de arrugas superpuestas, le reclamó con su
usual tosquedad de golpecitos en la mesa, algunos metros sin
justificación que contenía el proyecto del Club Miramar: “¿Usted no
sabe el valor del dinero, joven colega?, corrija ya ese esperpento que
nos puede costar millones”. Pero Erasmo Luque Luque no le prestó
atención; nada más reflexionaba sobre las tragedias suicidas de la
familia a la cual pertenecía por doble conducto sanguíneo. Pensó en el
tío Fernando, un pianista que, con máximo sigilo, buscó una urna y su
atril y las ubicó dentro de la sala de la casa. Después, completó la
mise en scène adicionando candelabros, flores de réquiem, el cortinaje
de fondo y una hilera de sillas para los deudos cercanos; por último, se
vistió de negro total antes de colocar la cinta grabada con la Marcha
Funebre de Chopin, y meterse en el féretro para morir de un ataque
del cerebro (Allí lo encontraron su mujer y sus cinco hijos, como si se
tratase de una sorpresa largamente prevista). Rememoró a la prima
Carmela –bella y virgen– que el día de su cumpleaños número 23
decidió ayunar hasta la extinción; evocó a su hermano Eliseo y
aquella gesta de Ícaro desplumado por entre las nubes del cerro El
Ävila; y recordó a Diógenes, pariente materno, que penetró por
absoluta voluntad de deceso en una franja roja de Caracas; y vio
también la asfixia de su sobrino Dagoberto con la cabeza dentro de
una bolsa plástica (Sí, vidas de nimia biografía, existencias nulas,
grises inmolaciones sin causa). Enseguida, obviando las reprimendas
del jefe, enrolló los planos y partió a su pequeño apartamento de
soltero.
Deseoso de noticias, encendió el computador y ubicó el correo; la
suerte estaba de su lado porque tenía una larga respuesta bilingüe de
mister Jad Foulton, propietario del Hotel Foulton, donde le explicaba
con detalles el programa que ofrecía el establecimiento, “bed, full
pension, drinks, wifi, cable TV, and varied daily tours”, la exigencia de
un único pago en dólares a la llegada, la garantía del “final” o the end
(de esa forma eufemística constaba en las letras digitales), la
confidencialidad del trato y la anuencia de las autoridades del país. Se
sirvió un vodka doble como celebración del suceso, y prestamente
tecleo en Hotmail su explícito acuerdo, “gracias, mister Foulton, le
avisaré fecha de mi arribo, línea aérea y número de vuelo, gracias otra
vez”.
Erasmo Luque Luque arregló con premura su viaje trascendental
(cuentas de bancos, colocación de los perros en un hospicio animal,
renuncia al trabajo, visita de despedida a la madre taciturna y demás
diligencias inexcusables), y tomó el avión directo de la Caribbean
Airlines, previa notificación electrónica a Jad Foulton. Después de una
travesía con idéntico espectáculo de ventanilla turbia, la nave se posó
en el aeropuerto de Saint Austin; allí, lo esperaba el chofer de Jad, un
negro de verrugas sobre la nariz que dando tumbos por el camino de
asfaltos desiguales en un carro a punto de explotar, llegó al ansiado
albergue (¿perpetuo?).
La casona del Hotel Fulton, hecha de madera conforme al estilo
isleño, se hallaba en medio de una empinada colina de la ciudad,
constaba de tres pisos, el techo a dos aguas y un paisaje inaudito
cuyo linde bordeaba el horizonte. Erasmo sonreía de placer íntimo
cuando Jad Foulton salió a recibirlo con saludos marciales, “¿Cómo
está, señor Luque”; “Mucho gusto de conocerlo, mister Fulton”. Jad
tomó las maletas de Erasmo con cortesías que semejaban enérgica
fraternidad, y lo condujo a su habitación del piso superior. Todo estaba
dispuesto a la altura de la modestia: la cama de barrotes, el
escaparate con vidrio circular, la Biblia encima de la mesa de noche, el
baño ínfimo, las cortinas salpicadas por el tiempo, pero la vista
resultaba sugestiva e intachable. “Luego de presenciar este panorama,
lo que queda es morirnos”, comentó Erasmo para sus adentros, pues
no quiso compartir el ácido chiste con el posadero por temor a que no
le causara gracia; después sacó del bolsillo un fajo de dólares y le
pagó el precio acordado. Foulton contó el efectivo con meticulosa
paciencia, sonrió cuando su cifra y la de los billetes coincidieron, y lo
citó a una reunión de huéspedes en el living del hotel, “Será dentro de
media hora, le agradezco no falte”. Erasmo notó que Jad entrecerraba
siempre el ojo derecho, como si afinase la puntería para disparar a un
blanco de guerra; “exageraciones tuyas, Erasmo”, le dijo su otro yo.
En la sala con dibujos de pavorosos animales marinos, estaban
dispuestas algunas pocas sillas en forma circular que ocuparon
Erasmo y los seis restantes huéspedes. El inmenso Jad, junto a su
diminuta esposa Eve, les dio la bienvenida (que sonó más bien al
pacto de un adiós) y añadió algunas palabras en clave de
ambigüedades y en los distintos idiomas de la clientela: “Todos
sabemos por qué estamos aquí, ustedes para cumplir con sus propios
deseos, y Eve y yo para favorecerlos. Considérennos sus amigos de
los trances difíciles y no dejen de solicitarnos ayuda y apoyo. Me
permito una sugerencia y una información; la casi paternal sugerencia
es que nunca pierdan la alegría ni el compañerismo, se los dice un
hombre de muchas batallas, pues los caminos terminan y empiezan
otros quizás más cristalinos y permanentes; y la información, para
tranquilidad de ustedes, se refiere a las autoridades de la isla, ellas
conocen nuestro negocio y en cualquier circunstancia nos otorgan
oportuna cooperación, sí, en cualquier circunstancia. Recuerden
siempre la frase del profético Leonardo Da Vinci: “Mientras pensaba
que estaba aprendiendo a vivir, he aprendido cómo morir”.Y sin más
demora los presentó: el saxofonista Walfredo Mejías y su esposa
Élide, maestra de escuela primaria, puertorriqueños radicados en la
célebre calle Calma de San Juan; el señor Mark Thompson y Catty su
mujer, norteamericanos ambos y dueños de una pequeña granja de
esplendorosos tomates en el Valle Central de California; monsieur
Antoine Busteau, profesor de Literatura Francesa en la Universidad de
París IV-La Sorbonne, y su esposa Agnès, instructora de la misma
cátedra; y el joven arquitecto venezolano Erasmo Luque Luque,
todavía soltero. Ya ustedes saben que soy Jad Foulton, ex piloto de la
Fuerza Aérea Británica y cabeza de este hotel; y ella es Eve, mi pareja
de siempre, oriundos de Glasgow, Escocia, pero arraigados aquí en
Saint Austin desde años inmemoriales. Ahora, para celebrar el
encuentro, el hotel les invita a unos tragos de ron de melaza,
autóctono y único, ¡salud!” (El vocablo salud se oyó como cúspide de
la ironía).
Los huéspedes, acordes con el jovial decreto de Jad,
comenzaron a entenderse en el pastiche idiomático de sus diferentes
lenguas, y al cabo de un rato departían como antiguos camaradas.
Hubo anécdotas y ocurrencias, reseñas de vida, álbumes de fotos,
canciones patrias, brindis efusivos y sucesivos; y ese ánimo de
bullente cordialidad se extendió en los días que correspondieron a
cada quien, como si no tuviesen en sus agendas personales el afán
del ocaso.
Lo fraterno se volvió costumbre: alrededor de una larga mesa,
compartían el desayuno y la cena agenciados por Eve, chef de
muchos mundos culinarios y de hazañas saboriles; el almuerzo lo
hacían fuera del hotel, con viandas para las excursiones que también
preparaba la anfitriona; en la tarde, degustaban aperitivos de frutas
dulces y 40º alcohólicos, mientras veían las enigmáticas aristas del
crepúsculo; y después de cenar jugaban cartas, oían música,
conversaban acerca de banalidades profundas o narraban las
experiencias del día. A las diez se retiraban a sus habitaciones, para
que una TV universal y uniforme les conciliase el sueño o les abriese
otros ensueños.
Los pensionistas de la fatalidad escogieron los paseos cotidianos
según sus gustos y aficiones: el par de puertorriqueños Walfredo y
Élide, con su síntesis de viento y océano en los ojos, resolvió transitar
por todos los confines de la geografía en un auto primitivo que Jad les
facilitó; Mark y Catty se decidieron por afanosas caminatas a través de
las colinas más escarpadas, recogiendo hojas y aspirando el aroma
del “reino de las especias”; el dúo de Antoine y Agnès se dedicó al
buceo y a la pesca en un solitario farallón marítimo; y Erasmo no
contuvo la inclinación de examinar minuciosamente el origen híbrido e
histórico de la arquitectura caribeña.
Cuando se conocieron mejor, en las veladas nocturnas Walfredo
sacaba el saxofón para modular en notas de jazz las canciones de su
negritud; a los profesores Busteau les dio por un recuento personal y
anímico de la poesía francesa (“Baudelaire et Rimbaud sont nos idoles
humaines”); los Thompson describían con particular minucia cómo
sembraban tomates en su finca californiana; y el arquitecto, mientras
tanto, los dibujaba en un cartapacio de páginas de color. Por su parte,
Jad mostraba sin reserva la panoplia de armas que presidían una Colt
45 y una Beretta 92, mientras Eve –al amparo de cautas sonrisas– lo
veía con admiración.
A Erasmo le parecíó que aquello semejaba una peña de pasiones
artístico-literarias, o un club de vocación deportiva, o una asamblea de
amigos constantes, pero nunca un hotel destinado a furtivos suicidas.
Y por mayor olfato que puso en práctica, no encontró pistas que
demostrasen actitudes fuera de la normalidad, salvo en las horas de la
madrugada cuando salía a fumar al pasillo de las habitaciones.
Entonces se percataba de que los Thompson y los Busteau
intercambiaban parejas: Antoine corría a dormir con Catty, y Mark se
acostaba con Agnès; que del cuarto de los puertorriqueños emanaba
un ardiente olor a marihuana fresca; y que Jad, alojado con Eve en la
pieza del fondo, emitía ronquidos truncos. Pero nada sospechoso,
nada susceptible de conjeturas más allá de lo evidente.
Al aproximarse la finalización del hospedaje, un aire extraño y
clandestino empezó a colmar los rincones y producir descalabros. El
reloj de pared se adelantó doce horas exactas, un árbol se plantó en
medio del techo por fuerza de inusuales borrascas, los gatos
apareaban sus lujurias encima de las personas, y una música de
bongóes -casi lejana y casi secreta- se apoderó del entorno. Y no en
vano aquel viernes lluvioso resintió la tardanza de Antoine y Agnès: los
demás contertulios los aguardaron para la cena sin verlos aparecer.
Jad, en función de aciago maestro de ceremonias, dijo que algo debió
ocurrirles a los Busteau y que al día siguiente se ocuparía del asunto
(pues ya daba por descontada su ausencia nocturna). Como siempre,
Walfredo tocó el hondo saxofón y luego jugaron cartas españolas
hasta el momento de dormir.
La mañana los despertó con el arribo de una furgoneta oficial. De
ella bajaron tres policías inexpresivos y parcos; el de mayor rango
habló, mirando a distancia: “Traemos los cadáveres de dos turistas, un
hombre y una mujer, que suponemos estaban alojados aquí.
Fallecieron por inmersión mientras realizaban pesca submarina, los
tiburones los despedazaron cerca del acantilado. Deberán identificar a
los occisos y firmar el acta”. Jad asintió como si se tratara de una
rutina automática y caminó detrás de los agentes hasta la furgoneta.
“Sí, son los Busteau, un matrimonio francés que ocupaba la habitación
azul, pronto partirían”, dijo Jad y repitió en eco “pronto partirían, pronto
partirían”. Los demás huéspedes observaban sin palabras, el silencio
resultaba imprescindible y tácito, Eve se persignó varias veces. Jad
suscribió el acta y entregó a los polizontes la autorización de Antoine y
Agnès Busteau para ser repatriados en caso luctuoso, “Hoy mismo la
funeraria recogerá los cuerpos y efectuará los trámites de envío,
gracias”. Los policías y Jad se despidieron con la complicidad de una
reverencia militar.
En la noche, como si nada hubiera acontecido, Jad retiró las sillas
que correspondían a los Busteau y sugirió que apostasen al juego de
póker, “una artimaña mediante la cual nos evadimos de nosotros
mismos”. Todos asintieron, quizás para no acordarse de los sucesos
cercanos, y pusieron todo su interés en aquel mazo de cartas
impredecibles. La suerte recompensó en estrella lúdica a Mark y Catty
Thompson, y por ello pidieron a Jad la mejor champaña que tuviese.
Luego del brindis, y achispados como estaban, especificaron
veinticinco formas para la preparación de los tomates que
cosechaban. En almíbar, al horno medio, en largas tiras o bajo las
reducciones de la deshidratación. Los demás callaban: el recuerdo de
otros fantasmas no les permitía seguir el hilo de la intrascendencia. Y
cuando Eve anunció que iba a dormir, enseguida el resto del grupo la
secundó.
Las lluvias continuaron su repique incisivo, los gatos no dejaban
las maromas rijosas, las hojas ascendían en empeño de torbellino. Sin
embargo, el nuevo día los levantó con la sorpresa de un calor firme y
esencial que entraba por las rendijas. Tomaron el desayuno de
tostadas, jugo de mango y café, y cada uno emprendió su plan de
paseos. El matrimonio Thompson se aventuró por la senda de las más
altas elevaciones, para archivar el ambiente en fotos testimoniales y
recoger plantas exóticas; Walfredo y Élide alquilaron un auto moderno,
porque el cacharro de Jad no resistiría las curvas del oeste de la isla; y
Erasmo, ávido de minúsculos descubrimientos, acampó en los
escombros de un inmueble tradicional para establecer vínculos con la
época francesa (Argucias de distracción, pausas calculadas, tardanza
de lo ineludible).
Mark y Catty Thompson no volvieron del último trayecto. Jad
retiró sus asientos del comedor e hizo algunas llamadas telefónicas
para las averiguaciones concernientes. Aunque todos sabían la
respuesta, faltaban los detalles. Por fin, el director de la morgue ratificó
que dos difuntos, norteamericanos según los pasaportes, se
encontraban ahí; y añadió que las víctimas, quizás en arrojo por
alcanzar una cumbre, habían caído al vacío del desfiladero. Jad
pronunció rezos de extrema brevedad y dijo que posteriormente
formalizaría las gestiones oficiales, mientras Eve -con cara de
ausencia- se ocupaba de servir el pollo a la naranja. En la sobremesa,
Walfredo moduló, como para sí mismo, viejas romanzas negras, Élide
se dormitó sobre el mantel y Erasmo narró sus pesquisas de
investigador fortuito.
El día posterior, cuando despertaron los tres huéspedes que aún
convivían en el Hotel Foulton, los gatos maullaban y se revolcaban al
compás de alocados acordes ocultos, el reloj decidió no señalar más
anticipos horarios e inmovilizó las manecillas, el viento frío y el sol
alternaban sus desquicios en un arduo juego de naturalezas opuestas.
Walfredo y Élide se excusaron de no acudir al desayuno, “aún
padecemos la fatiga de ayer, discúlpennos, nos quedaremos en la
habitación”; y por ello Erasmo tuvo que enfrentarse solo a los
panecillos con chocolate de Eve, antes de irse tras casonas abatidas
por los años.
Esta vez, Erasmo escogió los vestigios de un ingenio azucarero
del siglo XIX que había sido médula de la zona, pero al nomás
acomodarse bajo sus tejas de boquetes hacia el cielo, algo inasible,
algo como hecho de imprecisiones, algo como palabras sin voces, lo
obligó al retorno. Corría y descansaba, quería y no quería llegar al
hotel: la certidumbre siempre es un lastre para el espíritu. A su arribo,
Jad y Eve limpiaban y ordenaban el establecimiento con afanosa
insistencia, apartando a los animales lascivos que hacían cabriolas por
doquier. “¿Dónde están los puertorriqueños?”, preguntó Erasmo casi a
gritos y, sin esperar respuesta, fue hasta la alcoba de los Mejías. El
escenario despejaba cualquier incógnita: Walfredo y Élide estaban
encima de la cama ya muertos, los frascos de barbitúricos explicaban
el deceso por sobredosis. Erasmo, como en un film dramático, buscó
el saxofón y lo colocó al lado de Walfredo.
Jad, inmune a la tragedia ajena, notificó las defunciones mediante
los datos que exigía la autoridad, y separó del comedor las respectivas
sillas de los fallecidos. La misma furgoneta y los mismos gendarmes,
¿o serían otros idénticos?, llegaron al hotel para acarrear los
cadáveres. Jad suscribió la planilla de escudo oficial y se despidió de
los policías con un apretón de manos. Por la noche, Eve sirvió carne y
legumbres, sin cerveza.
Jad, Eve y Erasmo prosiguieron la convivencia de quienes creen
en el desenlace de un acuerdo insoslayable. Dialogaban sobre
oquedades y temas insustanciales, miraban a contraluz, eludían
honduras. Erasmo cambió de habitación para estar más cerca de los
dueños, pero no argumentó la necesidad de la cercanía (tampoco era
imprescindible); y retomó sus andanzas de vano arquitecto a plazo fijo,
escarbando iglesias carcomidas y vigas con polillas, santuarios y
balcones, escalinatas y herrumbres, pero dejó de anotar minucias en
el cuaderno (tampoco hacía falta). De nuevo el insomnio lo invadió de
evocaciones e infortunios de familia, y no bastaron las ovejas oníricas
para la recuperación del sueño: allí estaban, como fantasmas solícitos,
todos sus parientes, en ansiosa espera de que por fin los acompañara.
Dentro de la vigilia de la madrugada, Erasmo sintió unos quejidos
extraños y continuos y se levantó de la cama. Salió al pasillo, los gatos
dormían espejismos libertinos, siguió hasta el cuarto de los Foulton y
no había nadie, entonces afinó el oído y las premoniciones y bajó a la
cocina, ciertamente los quejidos surgían de allí. Abrió la puerta a golpe
de impaciencia y vio los hechos: Eve se había cortado las venas con
su cuchillo de siempre y se encontraba sobre las baldosas en medio
de una extensa laguna de sangre; mientras Jad, de rodillas, gemía y
se preguntaba “¿Por qué, Eve, por qué lo hiciste? Y al distinguir a
Erasmo, se limpió las lágrimas y con un rugido militar le ordenó:
“¡Váyase de aquí inmediatamente, cerdo suicida, váyase y no vuelva
nunca más!”.
Erasmo nada respondió. Se dirigió a la estantería donde Jad
guardaba la colección de armas, tomó la Beretta 92 y fue a cumplir su
destino en otra parte.
EPOPEYA MALANDRA

Partieron en tres orgías tripuladas, desde cualquier Guanahaní


San Salvador. Ningún caudillo visible, ningún capitán de nao altruista.
Solo desordenadores, trajinantes, desarrapados: ceniza e hijodalgos
para la escoria. Se reclutaron ellos mismos, pasaron la voz en tono de
arrebato: "Nos vamos de esta mierda de mundo que nada ofrece". Y
la reina de la cantina, puta al fin, se desprendió de sus ganancias
vaginales, -diez mil papeles obtenidos a zarpazo de sudores y
meneos-, para que el malandraje se fuera en pos de los pretextos.
Se embarcaron con sus loros desempleados, y sus hábitos de
contienda particular, y su maíz para la hornilla diaria, y sus perros sin
nombre (simplemente perros) y una esperanza en el cielo de otras ya
fenecidas: ganarse el premio a la mejor proeza en los quinientos años
del descubrimiento. No habían leído jamás "El País" madrileño, pero
alguien les comentó que ofrecían millones de pesetas a quien dejase
turulatos y ojiabiertos a los comunes del mercado europeo.
A raíz y flor de esa noticia sin críminis, se reunieron en su áspera
zona marginal. Discutiendo, arrechándose, sobreviviendo. Y luego de
intercambiar generalidades exentas de historia, acopiaron cartones de
"Fume usted, caballero", latas de Coca-Cola, planchas de zinc
inválido, tejas descarriadas, asbesto con carcinomas profundos, palos
mayores, cucarachas dispuestas al turismo y unos voluminosos
velámenes de utilería; y así construyeron tres barcazas, tres pedazos
de neo-América, para arrojarse a las ondas del estricto océano.
Ningún periódico de grandes tintas quiso divulgar la hazaña
inversa. Pero allí, en el puerto, se congregaron -como cardúmenes
parlantes- todas las esposas (creyéndose ya viudas de facto), junto a
los posibles huérfanos, para proceder a la decorosa despedida. No
faltaron barraganas subrepticias ni la hilera tuerta de alcohólicos
homónimos; y hubo cohetes, claro está, y regocijos de ánimo animal y
un descorche perverso de botellas de Ron Nacionalista, "el único
compañero en los momentos aborrecibles".
Lanzaron las carabelas al mar de los Caribes, sí señor, y un
mensaje de fulías los colmó de augurantes estrépitos, como si la
guaracha en imprudencia les demostrase la redondez terrícola del
planeta. Y no parecían carabelas, no señor, sino favelas desprendidas
de los cerros: despojos de inundación, restos de aguaceros,
bahareques en pantomima danzante. "¡Coño que les vaya bien!",
"¡Traigan vainas alimenticias!", "Pan, sardinas y dinero fresco, y
páginas de revistas y cuanto encuentren por allá". Nadie lloraba
porque era lo que habían efectuado siempre.
Entre crujidos y exasperaciones, las naves abandonaron tierra
firme. Un Valery redivivo, frente a aquel zaperoco en tornasol (con su
bandera Marlboro de cartón piedra), les hubiese pronosticado
sensibles y marinos funerales. El manco de Lepanto, decimos,
suponemos, hubiera preferido la ruina de su otra mano escribidora,
antes que embarcarse en tales esmirrios de muerte segurísima. Pablo
Neruda, aunque poeta, habría impugnado tanto destino falaz,
calamitoso. Y también Roa Bastos y Gallegos y Alfonso Reyes ("¡A mi
me dejan tranquilo en mi capilla alfonsina!"). O sea, pura soledad,
promiscuo aislamiento, bramura de oleajes.
Cuando las luces de la ciudad se chamuscaron a fuerza de
lejanía y un sol se les implantó en el cerebro cabelludo, los
vagamundis comprendieron que no existía ya posibilidad de retroceso,
y entonces escupieron loas obscenas, "Dios, coño, guíanos y
favorécenos"; "VírgendelaCoromoto, carajo, ayúdanos"; "Por este
puño de cruces, acuérdate de nosotros San Joségregoriohernández".
Pero como en el fondo de sus marasmos no creían en nada, pronto se
olvidaron de deidades y veleidades de sumisión, para abandonarse a
la propia aventura. La propia.
Dividieron los barcos en inmobiliarios ranchos horizontales,
sembraron sobre polietileno gustosas frondas de bananos y jitomates,
criaron gallos de pelea o mansedumbre, persuadieron a las codornices
para que procrearan huevos intactos y continuos, trasmutaron el agua
oceánica en sencilla sal de mesa, y entonaron boleros al compás
narcótico de una rockola construida a base de recuerdos. Una que otra
vez, sin asco marítimo, probaron carne de tiburón, como si fuese
obsequio de Neptuno; y los loros magníficos -ahítos de sardinas-
gritaban "Tierraaaa, tierraaa", anticipándose a los avistamientos del
triunfo.
Sabían que en el centro de los mares el calor se vuelve locura de
córnea y de visiones; mas ellos estaban adecuados a cualquier
exageración, a cualquier ardid absurdo, y por eso no se alteraron
cuando un vapor de la Grace Line, con petulancia de Titanic, surcó
sus flancos para hundirlos en cuestión de remolinos. Los miserables
bajeles resoplaron entrañas y querellas, bufidos e imprecaciones,
pero no sucumbieron. Desde las alturas, muchos fracs en travesía
alzaron saludos vinícolas: "Arrivederci, good bye, ciao, que se jodan".
En oportunidad diferente, ni siquiera se abismaron cuando un
acorazado de la marina yanky (sin corazón en el pecho) los urgió
mediante ruidos atómicos -"¡Go to hell, sonofabitch!"- a timonear
rumbos contrarios. Y sin haberlo leído nunca en epopeyas escritas ( ni
en el Imago Mundi), tampoco voltearon para enamorarse de unas
sirenas que con amor de escamas, los invitaban a sumergirse en el
aledaño plancton infinito. Quizás se sorprendieron un poco (nada más
un necio instante), la ocasión en que la ballena blanca -masiva y
tensa- les refirió en susurros aquella victoria acuosa sobre Ahab y sus
argonautas.
Después de varios alisios y tormentas, se amañaron con las
ringlas del viento, "más fresco hace en los escalones del cerro"; pero
otro oxígeno se les incubaba entre las moles de la varonía: una
pendenciera necesidad de velludas piernas de potrilla y besos a pedir
de boca. Entonces, soñaron despiertísimos con tetámenes de volumen
colosal y nalgatorios para la estupefacción, que los hostigaban sin
cesamiento. Vieron vulvas olorosas a langostinos (o langostinos
rezumando sexo), que se hacían pasar como damiselas de estruje y
andadura. Observaron, a palmos cercanos, oquedades tan estrechas -
casi virginales- por donde un pene no entraría sino con enérgicos
esfuerzos de pirata maldito.
Se enfrentaron, en suma y arrestos, a ombligos, clítoris,
curricanes, vértigos, desguaces y a toda factible coacción de los
cojones, pero ninguno perdió el macho aliento que los distinguía
(ninguno quiso abrirse de ancas femeninas para que los demás
ejecutasen el perfore). La solución no tuvo tiempo de calma, y así
empezaron a masturbarse frente a la luz de huracanes y resacas,
como en acto de fulgurante solipsismo comunal (También los perros
del paraíso se unieron a la desmedida autocomplacencia). El turbión
eyaculatorio -presto y arrollador- inundó las barcazas, atestándolas de
escrotos líquidos y espesas lechosidades. -¡Somos agujas entre un
pajar!- bramaban, con las pupilas a hierro vivo y las manos en vaivén,
sin darse cuenta de que el peso de las excreciones los llevaba
directamente hacia el naufragio. Pero una guacamaya aguda expidió
la clave: "¡Zozobramos, carajo!"; y los onanistas, contra sus
involuntarias voluntades, decidieron dividirse en bandos de labor:
mientras unos se restregaban las monsergas, otros achicaban con
baldes y maldiciones la fétida fragancia. Para no tentar castigos,
dirigían ruegos celestes en solicitud de perdón, amén.
Transcurrieron dos meses y sus zodíacos sin que los marineros
engendraran una sola duda para el retorno. Y rugían: "¡Patria o suerte,
venceremos!", con ganas profundas de que fuera verdad tanta mentira
esperanzada. "¡Encontraremos El Dorado y sus riquezas
consumistas!", vociferaban en el mismo centro del mar, donde el
piélago -según dicen- se devuelve y asesina.
("Navegamos en dirección de osas mayores. El vaticinio nos guía,
el oteo, la ilusión. Los tiburones son amigos, entrometidos colegas,
astutos camaradas. Maremagnum, mare nostrum, socaliña salobre, iris
modular.")
Pero nada los arredró: ni los salitres en silencio, ni aquella
absolución de azules, ni la falta de vituallas y sancochos a la redonda.
Y como no se atrevían a disminuir su zoológico fraternal (por ser signo
de clara adversidad) engulleron ratas al carbón y ratones en su jugo,
alimañas asadas, alacranes crocantes, sopa de jejenes, hormigas
circunvecinas y cualquier bicho afrentoso que pasó delante de su
hambruna. No vomitaron porque estaban acostumbrados, por miseria
crítica, a los toscos frutos de la marginalidad; pero no resistían la
carencia habitual del cigarrillo: único humo que los ennotaba de
certezas. En su defecto, desplumaron a las gallináceas parlanchinas,
para fumarse pipas y más pipas de un tabaco plumífero que los hacía
volar cual dioses taciturnos.
("Sin brújulas ni sextantes, aquí vamos, sobre algas en flor, sobre
ostrales adormecidos. Somos contemporáneos del ingenio y la ficción:
arterias, pulso, baratijas, argamaza de futuro").
Ya cerca de otras costas, se durmieron al unísono de sus
pesadillas. Y fantasearon, como alelados Jung del inconsciente, que
descubrirían el orgullo de los plenos porvenires: una vida llena de
ocios y distinciones. Las barcazas, absortas, proseguían el camino
estelar de sus quimeras.
("Levante fijo, surcos sin enmienda, el edén a la vuelta de las
esquinas del mar. Extasis verdadero, nirvana para la posteridad. Soy
el periquillo que habla: un sarniento avícola, un pendejo coronado de
pulgas.")
Cuando se hallaban a escasos metros del vozarrón de Rodrigo
de Triana (pero en sentido oeste-este), los loros se escalofriaron para
anunciar repetitivos una "Tierrraaa española", "Tierrraaa ibérica", que
jamás habían pronunciado en el argot del subdesarrollo.
Y ante la porfía, los nuevos cristóforos se despertaron sin legañas
somníferas o estregaduras hambrientas, con ánimo de celebrar el
suceso del siglo ("¡Ganamos, triunfamos, quévainatanbuena,
somosrricos!").
El Puerto de Palos, con su señorío recobrado, los acechaba tras
fandangos y perifollos. Allí estaban, en totalidad de albricias, las majas
de siempre y el pueblo consuetudinario, junto a los fablistanes de la
Revista Hola y los representantes protocolares y encorbatados del
gobierno socialista, para verlos e interrogarlos: "¿Qué cuentan de la
traviesa travesía, qué os parece este reino, qué harán con los ciento
cincuenta millones de pesetas?"; y los corsarios americanos, tímidos
y cuasi-desnudos, sin atinar el equilibrio de las palabras, respondieron:
"Todo nos parece de pinga absoluta, gracias".
Esa noche tenían alojamiento en un hostal para individualidades
"very important", pero ninguno aceptó separarse de sus micos y sus
tortugas, de sus gallos y tucanes; y fue forzoso inflar una carpa en el
estuario para que todos pernoctasen convivencias. Aunque no hubo
descanso, sino tambores y anises y bembé.
Después los condujeron en kilómetros de trenes sin humo hasta
las fauces de Madrid. Sus ojos caníbales repasaron vidrieras y
cafeterías, damas post-modernistas, hombres de alhaja y maletín,
automóviles intratables, edificios solares; y muy pronto se dieron
cuenta de que se encontraban en la ondulación centrífuga de El
Dorado: bulliciosa saciedad, plenario pedestal, alegoría veintiúnica.
Entonces se avergonzaron de sus ropas malandras y de su propia
leyenda negra; y se sintieron aún más estultos porque en la calle los
señalaban con rigor de dedo índice: "¡Son los sudacas que ahora
vienen a descubrirnos y conquistarnos".
El Palacio de El Pardo, friolento de otoño, tenía reservada la
inmodestia de sus salones en honor del trance premiatorio. Con
educación de alcurnia, los demócratas más imperiales y las hembras
más "Oscar de la Renta", al lado de los periodistas y accionistas de
"El País", esperaban a los famosos trans-oceánicos para conferirles el
galardón de sus saludos. Un ujier de inmenso báculo, prestado a esta
historia por Goya y Lucientes, notificó el arribo del tifón de pobrecía:
una montonera llena de asombros y turulancias que cargando la
enramada de sus animales, se resistía a admitir el boato circundante.
Hubo "¡Coooños! y ¡Vergación!"; y el ujier dio tres bastonazos de
cedro determinativo, "¡Silencio, por favor!", para anunciar a los
augustos Reyes de España y al señor Presidente de la República. Fue
indispensable amordazar a un papagayo verborreico para que no
empañase la auténtica majestad del acontecimiento.
El Rey, con su palidez de vidrio soplado, entonó un discurso
recordatorio de gestas implacables; mientras la ciudadánica reina,
arrugada de collares, parpadeaba en señal de aprobación. Ni el vuelo
de una mosca insigne, ni el mariposeo en discordia de un bichejo
abusivo, opacaron la arenga. Hasta que los filibusteros del mar se
hartaron de tanta lentitud arrastradora de palabras y aburrimientos, e
iniciaron las rechiflas: "¡Queremos nuestro premio ya!, ¡basta de
politiquerías!, ¡estamos cansados de lo mismo!". Y ante la zarabunda,
intervino el máximo magistrado constitucional: "Os pido calma,
terrícolas tercermundistas, porque de seguida os entregaré la bolsa
que habéis ganado en libérrima lid". Y los walter-raleighs
suramericanos, en voto de areópago, designaron al más viejo y
tuberculoso para que recibiese la monetarista recompensa. "Muy
agradecido, muy agradecido y muy agradecido", fue lo único que al
Pedro Vargas de los charcos sinfines, se le ocurrió decir en la excelsa
oportunidad. El funcionario de báculo y uniforme, al borde de una
efervescencia mortal, declaró terminado el acto.
Con la plata a cuestas, los trajinantes empezaron su rica
rondalera madrileña: se emborracharon en "Luis Candelas" y en
Cibeles ("¡Otro cocido, otro Marqués del Riscal y sus tapas de jamón,
un gazpacho, otro servicio de alubias y paellas!"); tomaron por asalto
alcohólico las tascas de La Castellana; se vistieron con chaquetas
capitalinas y gorros andaluces; hurgaron en los sitios insomnes de la
Gran Vía José Antonio ("¡Más churros y chocolate madrugador!");
sorbieron ostiones y pezuñas de percebes; probaron vizcaínas y
olivares, cangrejos, centollas, tocinos y besugos. Y se metieron en
todos los prostíbulos cachondos y en todas las burdelerías: "¡Salgan
gitanillas tiernas, canten desnudas, ábranse al gusto tropical!"; y
divirtieron en destape a miles de mozas fermozas, gratificándolas con
hincamientos y propinas. Mas no acudieron al Museo del Prado ni al
"Lázaro Galdiano" ni al tour visionario de Toledo, porque desconocían
el suave pleamar de la cultura: sólo juergas y jolgorios, conchabanza
de sexos, gimnasia de vinos. Pero al exiguo tiempo espeluznante las
divisas se volvieron sal y lágrimas, "¡El jodido premio no alcanzó para
el derrape!", y se vieron en la necesidad de pedir colaboración bajo el
deplorable rojo de los semáforos y la antesala de las noches, "Una
ayuda, una moneda, por fervor de Dios". Los transeúntes, en agobio
de bondades, se desprendían de cualquier ochavo con tal de
quitárselos de encima por los siglos de los siglos.
Luego fue puro deambule, licencia en los basureros, consecución
de una patata incólume: hambre de ladrones, prefiguración de lo
extinguible. Heridos de muerte caminante, trastabillaron de ciudad en
ciudad, con sus monos enfermos y sus iguanas cojas y su chusma de
gallinas. Nadie quería aceptarlos en decorosos dominios: "¡Fuera
intrusos, fuera los nunca descubiertos!". Una andanada de piedras se
hizo inalterable sombra de sus pasos.
La escasez les angostó los huesos y la resistencia; y ya en
postrimerías, mascullaron: "Nos vamos de esta mierda de mundo que
nada ofrece", y se largaron en pos de sus barcazas. Cien días de
polvo y rabia a través de los insultos, para que sólo la mitad de la
zoología llegase viva a los muelles de Moguer. Por fortuna, ahí
estaban las naves, tan impertérritas como las habían dejado (con sus
banderolas Marlboro y sus chinches de esclerosis). Entonces los muy
náuticos se intrincaron, junto a los felices guacamayos, en el regreso
solidario: "¡Viva Amérika!, terra nostra, terra que no aterra".
Aquí y cada mañana, la familia huérfana baja al puerto desde
donde los colones partieron una vez, para mirar si los abrazan a vista
de esperanzas.
CON EL ORINOCO A CUESTAS

París no era una fiesta como opinaba Hemingway. Sobre todo en


invierno, porque el viento subía hasta mi buhardilla con una palidez
redonda y giraba sobre sus propias ansiedades. O las mías.
Catherine me había telefoneado aquella tarde desde la oficina de la
Unesco, pero aún no llegaba. Así son las francesas: impuntuales
cuando uno tiene algo importante que decirles.
Conocí a Catherine en un curso sobre las pinturas rupestres de la
cueva de Altamira que dictaba monsieur Malveraux, profesor emérito
de la Universidad de Burdeos y aficionadísimo a los vinos de la región
(según lo delataban el aliento y la conducta). Por ahí empezó nuestro
diálogo, pues ella observó que el maestro hacía breves paréntesis en
las clases para trasegar sus elíxires escondidos.
Me sonreí y, al contestarle cualquier banalidad, Catherine se
percató de que yo no era de esos mundos. “Vous êtes latinoaméricain,
n´est-ce pas?”, sentenció como si hubiese atinado el premio mayor de
la lotería antropológica, y sus labios me conmovieron porque formaban
una cortina de erotismo móvil para pronunciar las palabras. “Oui, bien
sûr, je suis vénézuélien”, afirmé con amable timidez y me encerré en
un silencio de indígena sin flechas. Catherine, muy distante de quienes
se amilanan por el mutismo de los “primitivos” recién aventados a
Francia, planteó que siguiésemos la conversación en un localcito de la
rue Blomet.
Yo aún me sentía torpe y extranjero en París. No alcanzaba a
discernir el cambio, porque todo había sucedido con una rapidez que
sobrepasaba mis esquemas: de pintor novato en un pueblo del
Orinoco salté a las riberas del Sena, sin detenerme en Caracas ni en
las previsiones de la variación. Todavía los colores del Orinoco, sus
aguas de universo, sus rayos de sol magnético, me herían los sentidos
y no lograba sustituirlos por el pacifismo del Sena. Muchas veces,
desde el Quai d´Orsay, al mirar la plenitud del tiempo, imaginé que el
torrente del Orinoco inundaba esa quieta dimensión para engullirse
barcos, iglesias, mercados, museos, pero el Orinoco estaba lejos y yo
también. En suma, vivía en París, aunque París no viviera en mí.
Por eso, al sentarme junto a Catherine, creí que formaba parte de
un equívoco borgeano (dos personajes de ámbitos inversos en charla
ininteligible), mas la astuta mujer dispuso una guerra contra mis
inhibiciones y me tendió un cerco de lenguajes corporales,
arqueándose, impulsándose, moviéndose, desde su polo gálico hasta
mi aspecto de pintor silvestre. Cuando verifiqué que un calor de
supuraciones rojizas le asaltaba la cara, no pude contenerme: “Deseo
amarte, Cathy”. Y ella añadió: “Moi aussi, mon cheri”.
Catherine pidió la cuenta, pues yo sólo tenía algunas monedas; y
el mesonero, en defensa del femenino patriotismo de La France,
aguzó su crítica de ojitos irónicos. No le di importancia y aproveché la
oportunidad para señalarle a Catherine: “No puedes ir conmigo a tu
casa sin saber mi nombre. Me llamo Ricardo López-López y soy pintor
de santos de alcoba”.
Caminamos entre la marea de las avenidas (aglomeración, cines
con soberbia de ficha técnica, lujo y tiendas, olor a sucesos históricos).
La abracé durante el lapso de un Metro que contenía alcachofas y
ancianos, y por fin llegamos a las escaleras del apartamento.
Enseguida, me olvidé de mi cauce acuático, desde donde emergían
amigos, secretas aves nocturnas y animales frescos, porque otro
Orinoco explotaba en los pezones de Catherine. La conserje se
abismó de nuestra celeridad, pero no podíamos detenernos en
aclaratorias: “¡Madame, es que el sexo nos urge!”.
El minúsculo apartamento fue testigo del maratón que ambos
emprendimos. Yo lancé mis pantalones sobre la única silla visible,
Catherine tiró su vestido encima de una alfombra turca, y la cama—
con himno de resortes— se hizo solidaria de la libidinosa lid: besos
furibundos, estrujes violentos, lujuria de entrepiernas, saliva mutua,
veneno sensual, chillidos espasmódicos, lenguas desbordadas, frote
de pieles, hocicos para las axilas, liquen profundo, vellos en punta,
ombligos adheridos, clítoris altivo, falo activo, vulva abierta, glande
grandísimo, segregaciones de sólido amor, fuegos de poros,
escalofríos incesantes, el Orinoco en celo, el Sena en los senos,
dame-toma-dame-toma, succión, desesperación, embates, combates,
alaridos, la petite mort/la pequeña muerte, el relax, el “mi cielo, ¿tienes
cigarros?”.
Catherine me levantó a la hora del desayuno con una ofrenda de
croissants, café, quesos y la colosal caja de Gauloises. Del tocadiscos
brotaban las modulaciones de Yves Montand; y ya en calma, mis ocios
se dedicaron al balance de la situación: estaba metido, por incógnitas
existenciales, en la guarimba de una hermosa mujer; el alboroto
nocturno o “ménage à deux” había sido prolífico, denso y multi-
indisciplinario; la hembra se hallaba radiante en su cenit satisfecho; el
reloj me señalaba la vuelta a mi infeliz pretérito cercano; el humo del
cigarrillo anunciaba que al acabarse, no tendría más vicio gratis,
¡malheureusement! Como la conclusión era obvia (reintegrarme a la
soledad), fui hasta el baño en búsqueda de duchas bautismales; y
mientras aceptaba las purezas del agua, pensé que las alegrías duran
el menor tiempo posible y ya ésta arribaba a su final.
Sin embargo me equivoqué porque Catherine, detrás de la
puerta, expresó con tono de azúcar candy: “Debo ir a mi trabajo en la
Unesco. Espérame para el almuerzo, mon latinoaméricain. Te adoro”.
Entonces, permanecí bajo la ducha, pues necesitaba vincular los
episodios de mi caos. Episodio uno: El partido ordenó que me radicara
en París para que sirviese como correo de sus finanzas. Episodio dos:
¿Por qué no escogen a otro que hable bien el francés? Episodio tres:
“Tú eres pintor, López-López, y eso ayuda al disimulo”. Episodio
cuatro: “¿Y cómo viviré?”. Episodio cinco: “Te remitiremos dinero e
instrucciones mensualmente y, además, podrás vender algunos
cuadros a orillas de las catedrales”. Episodio seis: En el viaje me dio
un mareo estratosférico por mi impericia en cuestiones de altura.
Episodio seis: “Oui, monsieur, tengo una buhardilla pero exijo pago
adelantado”. Episodio siete: Como baguettes y bebo vino de garrafa.
Episodio ocho: Bebo vino de garrafa y como baguettes. Episodio
nueve: Paseo por la ciudad, no hablo con nadie. Episodio diez: El
piloto que debía traerme las remesas y las instrucciones se
desapareció. Episodio once: No he podido vender ni un solo cuadro.
Episodio doce: París se torna insufrible para quienes no pertenecen a
la clientela de los bancos. Episodio trece: “¿Y la renta, monsieur?”.
Episodio catorce: El próximo vendredi le cancelaré, madame. Episodio
quince: Me inscribí en el curso sobre las pinturas rupestres de la cueva
de Altamira, a fin de matar el hastío. Episodio dieciséis: Conocí a
Catherine y nos sumimos en un jolgorio antológico. Episodio diecisiete:
Estoy en el baño de mi amiga. Episodio dieciocho: ¿Qué haré
mañana? Episodio diecinueve: Me resisto a salir de aquí. Episodio
veinte: ¡López-López, debes hallar una solución!
La propia Catherine aportó la solución cuando retornó del trabajo:
“Pintor, quédate en mi casa”. La sorpresa me agarró por la nuca a
manera de un dolor de mieles, pero me serví whisky con la finalidad de
ensanchar el suspenso. Tragos sin respuesta, los dedos moviendo el
hielo, los ojos en blanco intacto. Catherine, habituada a la lógica de la
Unesco, estimaba que yo saltaría de júbilo ante su oferta y que le
daría mil gracias mil por ese arranque de generosidad, “¿Entonces,
pintor?”.Permanecí mudo. Mis cálculos se basaban en una escueta
argucia: si demostraba excesos, la tipa dudaría; si me frenaba,
obtendría el alojamiento eterno. Otro whisky.
Aunque nunca me gustó el papel de gigoló, no por ética machista
sino por miedo a los terribles desenlaces, resolví aceptar la
proposición de Catherine; y, en aras del dramatismo de ley, campaneé
el escocés, enarqué las cejas, sorbí una lágrima y dije: “Cathy, te lo
agradeceré hasta la tumba, sólo me quedaré algunos días”. Catherine,
tan dramática como yo, empezó a bailar por su estudio y, desde las
cabriolas, me tiraba besos alocados. Pensé en mi madre (“¡Cuídate de
las mujeres porque son más pícaras que los hombres!”), pero no era el
momento de dirimir tonterías ni de envolver a la vieja en una relación
que me garantizaba kilos de quesos y carne diaria... carne francesa de
veintinueveaños, alta, fuerte, apetecible, cuya eficacia volvió a
probarse sobre una cama sin límite de rounds. “¿Salimos a comernos
algo en Montmartre?”, decidió luego Cathy en forma de pregunta, y yo
no me atreví a confesarle que estaba exhausto.
El sábado siguiente fui con Catherine a buscar la maleta y los
lienzos que reposaban en mi buhardilla. La patrona, previo pago de un
mes (cheque de Cathy), accedió a reservármela contra su voluntad
porque no le agradaban los “negros tropicales”. En un auto alquilado
que figuré como carroza nupcial, atravesamos París hasta mi nuevo
hogar. Catherine, dentro de su rol benéfico, no escondía la dicha de
tenerme cerca.
La vida en el estudio de Cathy se inauguró con el signo de la
rutina. Ella partía a sus labores y yo me quedaba pintando o limpiando.
A decir verdad, más limpiando que pintando, pues no poseía ánimo
para dedicarme al arte porque mis anhelos se centraban en la política
e inexplicablemente los contactos se habían suspendido. Cuando
pintaba, del pincel surgía una idéntica figura en colores tortuosos, la
del tirano Augusto Torres. Sí, un general opaco, corrupto, homicida y
rodeado de mugre. Comprendí, en función de mi destino pictórico
(¿tendría alguno?) que no podía seguir el camino de “las variaciones
sobre un mismo tema”; y por eso, en los pocos ratos inspirativos, me
consagré a esbozar naturalezas muertas: mala vía paralela porque en
los cuadros el único muerto era yo.
La sombra de la depresión se posó junto a mí. El aislamiento
significaba verme de cofia y delantal en un hogar de ridículos bibelots,
cuya dueña salía a sus plácidas funciones, mientras en Venezuela los
camaradas luchaban con arrojo y se enfrentaban al fogonazo de las
ametralladoras. Emprendí, sin éxito, todas las tareas para reestablecer
los contactos: los números siempre sonaban ocupados, mi enlace
ahora volaba a Hawai, los domicilios de las agrupaciones de apoyo no
aparecían en los mapas, nada de cartas, nada de telegramas, ni
siquiera un frágil mensaje de esperanzas.
Al cabo de diversos intentos, levantaron el auricular en Caracas.
“¿No has fallecido, pintor?”, preguntó alguien reconocible. “¡Coño,
Marcelo! —grité—, por qué me tienen viviendo aquí, por qué no me
mandan dinero, por qué carajo no se cumplió el plan. Estoy en las
últimas, deseo irme ya, ya, ya”. Marcelo meditó antes de responderme:
“Perdónanos, Da Vinci, mañana te envío unos dólares para que
aguantes. Aún no puedes volver. Sé discreto”. Lo maldije muchas
veces; ¡el muy abusador, encima de dejarme en abandono extremo,
me pedía discreción! Después, con la ayuda de un Calvados, pensé
mejor el asunto. Si Marcelo consideraba necesario que me quedase
en París, debía hacerlo, ni modo.
El giro llegó, y con él la posibilidad de afrontar pequeños gastos
en provecho de mi orgullo. Le pagué a Catherine el adelanto para la
casera, compré un abrigo de segundo uso, y colaboré en
superficialidades materiales a fin de que Cathy no me juzgase como
un huésped vil. Aunque gozaba del sexo, tenía todo el tiempo libre,
escuchaba música y leía con fruiciones de constelación enciclopédica,
pero los espejismos del Orinoco y de mi patria no dejaban que me
adecuara a la molicie de una vida resuelta. Contradictorio y
apesadumbrado, burgués y paupérrimo, eficaz e inútil, sentí la
necesidad de escapar. ¿Cómo, a través de cuáles argumentos? Lo
fortuito aceleró el rumbo de los hechos.
“Mignon, quiero presentarte a mi padre”, dijo Catherine. El
hombre, un Dorian Gray gigantesco, se quitó la gorra que lo coronaba
y me alargó su helada mano de tocino invernal, “Enchanté, Frederick
Desnois”. Seguidamente, escogió un sillón metálico, pidió jugo de
naranja y, sin pausas, me enumeró las trazas de su existencia: viudo a
los sesenta y cinco años, policía jubilado que aún realizaba algunos
trabajos especiales, alpinista de fin de semana, asiduo de las novelas
de detectives, abstemio feroz, enemigo del cigarro y otros
cancerígenos, religioso por hábito disciplinario, militante de la derecha
y admirador de los gobiernos enérgicos. Mientras el ex policía
hablaba, padecí corrientazos de peligros cercanos y, con espanto, me
hundí hasta los hombros en la imbécil brevedad, oui, non, oui, bien
sûr, d´accord, olvidando las apetencias de nicotina para que el tipo no
se forjara un criterio verídico acerca de mi pernicioso estilo.
Según aseveran, los policías, los niños y los escritores aplican el
sexto sentido de la detallista observación, y Frederick Desnois
practicaba mejor que nadie ese método. Me veía con pupila de
patólogo inspector, clasificaba mis ademanes, listaba mis posibles
defectos, me integraba a sus datos de sabueso, luego se detenía y
principiaba de nuevo el examen. Aterrorizado y confundido, oí que
Frederick dictaba su sentencia inapelable: “Ah, puerco comunista, tu
castigo es la pena capital, pero antes sufrirás la sanción de las
torturas”. Y, en un trámite fantástico que sólo yo advertí, el verdugo
abrió el maletín de SS, escogió la pinza más aguda y se dedicó a
sacarme las uñas. “¡Arrepiéntete de tus pecados políticos, merde!”.
Mis gritos de dolor sorprendieron al par de Desnois. “No, no,
estoy bien”, aclaré, levantándome hacia el panorama del balcón.
Catherine me consiguió un vaso de agua y atribuyó el problema a
revulsiones de estómago. Frederick insistió en su actitud fascista,
ojinegra, picante y, para atenuar la ópera tragicómica, nos invitó a
unos escargots au vin rouge en la Place de la Bastille. Catherine
comprendió que mis piernas no bajarían los escalones y se
desembarazó de su padre con un “excuse-nous” y algunos besos de
compromiso. El impasible verdugo me dedicó un doblete de palmadas
sobre las clavículas, se cuadró como hipotético comandante del
ejército y ofreció volver en ocasión más propicia.
Durante la noche no pude entregarme a los deleites de Eros. La
náusea, con su ataque de muerte espasmódica, me mantuvo en crisis
total. Sentía como una piedra fogosa dentro de la boca, la saliva se me
escurría hacia las vísceras, plomos ácidos abarcaban mis intestinos. Y
todo por culpa de Frederick Desnois, el Dorian Gray de un imperio
fanático y perverso.
Catherine tampoco mostró espíritu para el amor; los brazos le
caían como frutos independientes, y los párpados —simples asomos
de oscuridad— no parecían de ella. Durmió un rato y se levantó con
fazde carmelita descalza. “Ahora me toca el turno de aclarar los
malentendidos”, proclamé con ingenuidad. Montañoso error porque mi
amiga, emergiendo de sus niveles pasivos, enhebró un rosario de
palabrotas e insultos muy ajenos a la Asamblea de la Unesco. No
perdonaba que hubiese desdeñado a su padre, y menos todavía que
rechazara el agasajo de escargots. Pretendí calmarla mediante la
ataraxia del diálogo y las pastillas del raciocinio, pero fue imposible:
Cathy destrozó ceniceros, dividió lámparas, mutiló alfombras, quebró
discos, platos, tazas.
En silencio, busqué la valija y metí mis pertenencias. La ciudad
me acogió a la luz de círculos distintos, como si me esperase desde
siempre para mostrarme que había caminos más originales. Volteé
hacia arriba con la intención de observar los destellos de la Osa
Mayor, pero únicamente percibí las lenguaradas de Catherine
(“¡Pauvre homme, tropical absurd, nain intolérant!”). Sus dardos eran
inocuos, ya no me alteraban.
Como no sabía adónde ir, me senté a cielo abierto en Champs-
Elysées. Mi soledad contrastaba con el despegue diario del resto de la
gente, humanos vivos que sí tenían una meta de claros o turbios
empeños. A punto del suicidio real, saqué pliegos y pinceles y dibujé lo
que me acontecía (manchas toscas, líneas tenebrosas, perspectivas
clausuradas). En poco tiempo, mi entorno semejaba un museo
callejero, con cuadros sobre el suelo y clientes que pugnaban por
adjudicarse la muestra de “arte contemporáneo”. “Es estupendo y
picassiano”, asentó una señora; “No, lo creo afín a la escuela de
Monet”, opinó el muchacho que la acompañaba; “Se nota el origen
árabe de su energía”, añadió un crítico espontáneo. Sin prestarles
atención, cobré los el dinero y huí al mejor establecimiento (barato) de
crêpes à la confiture, para que el hambre no se quejase.
Con el dinero de marchand accidental, me devolví a la antigua
buhardilla. La circunstancia de encontrarme solo, autónomo y digno,
se expresó en una tierna sensación de duermevelas. Comía soñando
y al revés, la paz conculcaba el desorden, los objetos imponían su
inercia.
Cuando casi se me agotaban los fondos, monté el tinglado
artístico en el mismo lugar. Sin embargo, la suerte no quiso ayudarme,
porque los peatones se detenían pero nunca compraban. Reduje los
precios y me esforcé en búsquedas opuestas: la belleza deforme, las
chifladuras de Goya, los hermetismos abstractos, la intensidad de los
románticos, el edén de los santurrones de alcoba, y tampoco así pude
vender ni un boceto. El análisis de mis precarias operaciones pictórico-
mercantiles me llevó a la conclusión de que debía arreglármelas como
pudiese, osea, habituarme a las migajas.
Catherine no aguantó la ruptura. Quizás por tumulto del deseo,
quizás por venganza de hembra herida, digo, de francesa herida. El
timbre repiqueteó y era ella. Una camiseta de deportes le acentuaba
los senos, su pelo caía en tiras como de momia egipcia (un símbolo
perturbador), la fragancia de jabones aromáticos se aliaba a la
maniobra de acercárseme con docilidad. Pero no exterioricé la
agitación de mis arterias, ni el forcejeo del bulto que crecía y crecía
dentro de mis pantalones. “¿Te sirvo algo, Catherine?”.
Meneó el café durante un rato de inquieta paciencia, y yo le
secundé el juego porque me pareció indecoroso conducirla a la cama
sin permitirle el discurso, los arrepentimientos, el pañuelo para secarse
las lágrimas. Tonto yo, cándido yo, típico macho equivocado, pues
Cathy se redujo a proponerme que cada uno viviese en su casa y sólo
nos frecuentásemos para acostarnos, “¡Lo haces bien, mon artiste!”.
La idea de Catherine potenció la ambivalencia de mis prejuicios y
ardores: los prejuicios porque me apenaba que una mujer tomase la
iniciativa; y los ardores porque no resistía admirarla, de vulva presente,
tan dispuesta a entregarse bajo contrato sexual. Luego de minutos, le
respondí: “Acepto, Cathy”. El lecho, esta vez el mío, auspició un nuevo
certamen de ahogos, jadeos y maravillas.
Como ambos nos necesitábamos, el acuerdo funcionó. Catherine
me visitaba, ligera y gentil, y yo la complacía hasta los tuétanos
lujuriosos. Ningún interés económico, cero celos, prohibidos los
préstamos y las herencias. Pienso hoy que tal tipo de relación debe
ser sustituta del matrimonio, porque impide el cansancio, las funestas
obligaciones... y la carga de hijos.
Entonces, la llamada desde Caracas me ubicó en la patria,
“¡Cayó el tirano, vente en el primer avión que salga de París, aquí
todos te esperamos!”. Como no logré formularle a Marcelo las miles de
preguntas que tenía, sintonicé la radio y la TV, pero las noticias sobre
América Latina sólo comentaban el desarrollo del clima o el
subdesarrollo de la pobreza. Los periódicos tampoco decían nada y
los compañeros venezolanos se hallaban más en despiste que yo.
Entonces, fui a la oficina de teléfonos e insistí en la comunicación
hasta que mi madre —del otro lado de la ansiedad— respondió: “Sí,
hijo, somos libres, el general Torres huyó, tenemos una Junta Cívico-
Militar, la familia... bien. Y a propósito, ¿en qué parte del mundo te
encuentras?”.
—Estoy en Francia, mamá, y me emborracharé por ti y por las
esperanzas del país. Bendíceme.
La telefonista no entendió (no podía entender) mis gritos de
“¡Muera, muera Augusto Torres!”, ni mis abrazos ni mis brincos a
través de la sala. Le largué un bon soir, adquirí un montón de botellas
y luego, ebrio pero sereno, escuché la onda corta de Radio Rumbos:
“El general Torres partió hacia Alemania con escala en París.
Recobramos la libertad que el tirano nos arrebató a lo largo de quince
años. En estos momentos el pueblo sitia el edificio de la policía
política, donde se atrincheran los asesinos. Hay centenares de
muertos y heridos, los hospitales no se dan abasto y el nuevo gobierno
ha solicitado la ayuda de la Cruz Roja Internacional. Seguiremos
informando”.
El vino se me atragantó. ¿Cuántos de mis camaradas habrían
muerto por culpa de las últimas “hazañas” del dictador? ¡Oprobioso
general y oprobiosas las injurias del poder! Lo imaginé, en el avión de
turbinas, admirando la atmósfera de un París que pronto lo saludaría.
Con la plata de la comida futura y sin decirle nada a Catherine, pagué
el taxi hasta el aeropuerto.
En medio de la tempestad de viajeros, no sabía adónde dirigirme
ni a quiénes interrogar sobre un tirano tropical, gordinflón y sangriento,
madame, de este tamaño, monsieur, que se evade hacia el exilio
después de tropelías, robos y matanzas. No desesperé porque algo
secreto me soplaba la certidumbre del encuentro: “Lo verás tête à tête,
López- López”. Consumí una cajetilla de cigarros mientras leía la
pancarta de neón que anunciaba los itinerarios, Peking, New York,
Roma, Santiago... El fastidio se ataba a la inquietud, no poseía
efectivo disponible para beberme unas cervezas, el tufo de los
alcoholes anteriores me empapaba la camisa. De repente, alcé los
ojos tras la pista de unos hombres que, con sus corpulencias,
amurallaban a otro. Mi cautela los siguió. Caminaban y se detenían
para garantizar las normas de seguridad, y hablaban entre ellos en un
argot de atribuciones policiales. Me acerqué, ocultado por la sombra
de los turistas, y el odio estableció sus bruscas raíces: ahí estaba,
disminuido, anodino, empequeñecido, el general Torres, sin uniforme
ni condecoraciones, sin gloria ni corajes, sin pedestales ni ejércitos.
No parecía el mismo dictador que nos desbarató la nación, sino un
blando enfermo crónico, un reducto, un vestigio.
Adelanté algunos metros para que mi puño poseyese la fibra
del castigo. El grupo de escoltas no adivinó la furia con la cual saqué
un derechazo que cobraba, en el aire, impulsos de exasperación.
Cuando el golpe casi resultaba inminente contra la nariz del general,
una drástica violencia me aferró la mano y tensó mi cuerpo hacia el
suelo,“¡Halte, cochon!”. La voz no plagiaba otra voz: era la de
Frederick Desnois, policía a destajo con encargo de velar por los
tiranuelos que pisaban Francia. Los guardaespaldas pretendieron
darme una ronda de patadas, pero “mi suegro” les ordenó que se
mantuvieran quietos. Luego, en castellano perfecto, agregó:
— ¡Necio subversivo!, te soltaré con la condición de que nunca
más veas a Catherine, ¿en-ten-dis-te?
—Sí, sí, entendí.
A lo lejos, obturé una última mirada: el general Augusto Torres se
amenguaba en tembleques de nervios. Después, efectué diligencias
para que el cónsul de Venezuela me repatriara con boleto gratuito, y el
diplomático asintió con ceremonias por mi carácter de batallador
político.
París no era una fiesta. Y menos en el momento de comunicarle a
Catherine que nuestro pacto erótico había terminado.
LA TRUNCA CABEZA DE PANCHO VILLA

No me llamo Carmelo Taborda, sólo utilizo este nombre en mis


investigaciones sobre la Revolución Mexicana. Tenía escritos más de
quinientos folios sobre José Doroteo Arango Arámbula, Pancho Villa,
sin aún esclarecer los autores ni el paradero definitivo de su cabeza
mutilada en 1926 (tres años después de que lo enterrasen en un
panteón de pueblo).
Pistas vagas me conducían a supuestos finales: la exhibición de
la testa de Villa en el circo Ringling Brothers, donde cobraban 25
centavos para verla; la encomienda de cercenamiento impartida por un
militar cuyo deseo era que la ciencia estudiase el cerebro del héroe; la
venganza del General Álvaro Obregón, quien había perdido el brazo
derecho en una refriega contra las huestes villistas; la posesión
satánica del despojo por parte de la sociedad secreta Skull and Bones,
de Yale University, con el propósito de rituales furtivos; la sepultura del
cráneo en Chihuahua dentro de una mohosa caja de balas. Recovecos
de la incertidumbre, espejismos que merodeaban la realidad,
epopeyas de cuerpo fragmentado.
Por ello, no me sorprendió el correo breve y dramático de un
profesor chicano, amigo mío, asegurándome que la cabeza de Villa se
encontraba en Brooklyn, bajo la custodia de anticuarios judíos. De
inmediato, reservé por Internet el boleto desde Caracas y acomodé en
la valija el equipaje imprescindible: dos botellas de ginebra contra el
insomnio, las páginas con las pesquisas y algunos trajes aleatorios. Y
le pasé llave a mi hogar, no sin los rezos ateos para evitar que
entrasen los ladrones.  
Durante el vuelo, medité acerca de la existencia y ausencia del
gran personaje trunco, quise explicarme el porqué nos habíamos
escogido mutuamente (Villa a mí y yo a Villa), y concentré la atención
aérea en una película, ¿profecía o casualidad?, sobre Emiliano Zapata
con la cara de Marlon Brando. Después del aterrizaje, tomé el bus
hasta Brooklyn y me alojé en un hotel sin estrellas muy cerca de la
dirección que me había indicado el colega profesor. La pieza, con
paisaje hacia descomunales tarros de basura, tenía una atmósfera
áspera y triste, aunque la acepté porque mi ánimo no andaba en
busca de confort primermundista sino de quimeras impalpables.
Al cabo de una ducha para solventar el cansancio, crucé las
calles que me separaban del objetivo y toqué en  Ashir&Sam, Experts
antiquarians. Al abrir la puerta, un anciano de gorro contra los fríos
seniles, me miró en plan de identificación y luego dijo: “Sabíamos que
vendría, señor Taborda, aguarde aquí y perdone que no lo haga pasar,
la tienda está en un pleno desorden”.  Mientras tanto, me fumé el
recuerdo de algunos cigarrillos porque ya había abandonado su humo;
y al rato, el anciano volvió para entregarme una caja de cartón. “¿El
precio?”, le inquirí; “Nada me adeuda –expresó el viejo–, cumplo con
mi deber, ojalá que a usted también pueda serle útil...” Le apreté la
mano, agradecidamente, y partí.
Al llegar a la habitación, apuré dos tragos de ginebra fondo
blanco y abrí la caja para encontrar un recipiente de vidrio, en forma
de pecera alargada, lleno de un líquido (quizás alcohol viscoso o
cualquier extraña mezcolanza) dentro del cual flotaba la probable testa
de Pancho Villa. La emoción se apoderó de mi energía y durante toda
la noche me mantuve comparando aquel cascajo óseo con la cabeza
del héroe, y repentinamente me hundí en un tenebroso duermevela
para verificar cómo la calavera se adosaba al antiguo cuerpo activo de
Pancho Villa e iniciaba lidias, sobresaltos, arrebatos.
Tiene los ojos de búho astuto, la piel blanca pero quemada por
soles eternos, el cabello rojizo, el bigote en fronda, los dientes
inmensos como granos de maíz, el porte voluminoso. Lleva su
legendario sombrero de ala ancha, viste un uniforme militar con doble
canana de balas sobre el pecho, a cuya diestra sobresale el revólver
Colt 44. La jaca “Siete Leguas” se adhiere al escenario, y Villa, tras
clavarle las espuelas, lanza su bramido: “¡Gringo, hoy te corto la oreja,
mañana te mato!”. Luego se devuelve a un pretérito adolescente,
habita en Canatlán, Durango, es medianero en tierras ajenas, y
cuando por la tarde llega a su casa (un ranchón de torcidas paredes
sin ventanas) encuentra al hacendado para el cual trabaja en plan de
abusar de su hermana Martina Arango, de doce años, mientras la
madre le increpa (como Dolores del Río en un film de los Estudios
Churubusco) “¡respéteme a la chamaca, déjela quieta, váyase,
váyase!”. Entonces  José Doroteo busca una pistola escondida y la
descarga contra el agresor, aunque sólo lo hiere en la pierna derecha
y parte a galope de mula hasta la montaña cercana para esconderse
de los agentes rurales.
Así, dentro de mi pieza de hotel, acompaño a José Doroteo en las
penurias de la soledad, huyendo sin treguas de paz ni moderaciones
de reposo. Vivimos ambos una existencia de pupilas abiertas y noches
ocultas para evitar que la ley nos  alcance, hablamos en el tono menor
de los perseguidos, repetimos las mismas historias a la lumbre de
fuegos íngrimos, no hay descanso, somos los trashumantes, el último
residuo, las sobras del mundo. Y en esos ajetreos, me enseña el
beneficio de las plantas que permiten la subsistencia, “el simonillo para
cuando hagas bilis y las barbas de elote para cuando sufran los
riñones de mucho andar a caballo, hay yerbas que alimentan y otras
que te duermen o te alegran como licor”. (La habitación da incesantes
vueltas alrededor de la lejanía. Ya no siento ningún temor fantasmal).
Cansado de tanto huir, Pancho se convierte a mi eterna vista en
bandolero de gran pelambre y asaltante de caminos, y combina delitos
con una fachada de trabajos limpios (subcontratista del ferrocarril,
propietario de una carnicería, dueño de mulas). Son lustros de
sucesos antes de que nos alistemos en la total ocurrencia de la
Revolución: Soy testigo de su firmeza personal, sus combates
armados, su afecto hacia los menesterosos, sus rangos de mayor,
coronel y general del ejército revolucionario, y también de la fidelidad
al Presidente Madero. Los tres estamos reunidos dentro de este
cuarto, y el Mayor Villa le narra a Madero sus peripecias como
delincuente-salteador, Madero escucha con adusta atención, Villa
termina  llorando; Madero, conmovido, le otorga un “indulto tan amplio
como fuese necesario”. (Pido ginebra y fiambres a la gerencia del
hotel, porque no quiero salir sin resolver enigmas).
Ahora me encuentro en la División del Norte de las fuerzas
rebeldes, el comandante Pancho Villa grita “¡Carmelo Taborda, venga
acá!”. Es para nombrarme como su secretario (el anterior falleció en
combate), porque ha descubierto en mí algunas dotes para comunicar
órdenes y noticias. Sí, “El Centauro del Norte” dirige una legión de
30.000 hombres y es un genio alternando la caballería con los ataques
nocturnos, los aviones y el ferrocarril. Adelita, la del famoso corrido,
está en los cien trenes que avanzan sobre Zacatecas, y cada soldado
canta “Si Adelita se fuera con otro/ la seguiría por tierra y por mar…”, y
me acuerdo pero no se lo digo a Pancho que él es la pasión furtiva de
miles de Adelitas, pues se ha casado o amancebado 27 veces y tiene
igual número de hijos. En funciones de secretario, redacto y mando a
pegar el cartel solicitando ametralladoristas, dinamiteros y ferroviarios:
“Atención, gringo, por oro y por gloria come and ride with Pancho
Villa”; e igualmente me ocupo de apuntar, entre contiendas y
ofensivas, las frases del héroe: “Los ejércitos son los más grandes
apoyos de la tiranía; Nunca al problema educativo se le ha dado la
atención necesaria; ¡Fusílenlo, después averiguamos!; No soy
católico, protestante ni ateo, soy librepensador; ¡Viva México,
cabrones!”
El tiempo prosigue, nos hallamos en el momento crucial de la
toma de Ciudad Juárez. Desde la terraza del Hotel El Paso del Norte,
Texas, próximo a la frontera, hombres con prismáticos y damas de
elegantes pamelas auscultan el cuadro bélico, cerca del anuncio en
colores: “El único hotel en el mundo que ofrece a sus huéspedes un
lugar seguro y confortable para ver la Revolución Mexicana”. Pero no
les dimos el gustazo de que nos aniquilaran e hicimos correr a los
federales del dictador Porfirio Díaz.
Continúo a la sombra de Pancho Villa, que ha sido designado
como gobernador interino de Chihuahua. En pocos meses
nacionalizamos los bienes de la oligarquía local y los comerciantes
españoles, además de abaratar la harina, la carne, la ropa y disminuir
los  impuestos a los pobladores, por eso nos llaman socialistas, no
importa, qué carajo.
El vuelo de los años resulta incesante, estoy en medio de la
batalla de Columbus, Nuevo México, conformando el grupo de Villa
que invade el territorio de los Estados Unidos por primera vez desde
su independencia de los ingleses, porque “el chingón Presidente
Woodrow Wilson reconoció al gobierno de nuestro adversario
Venustiano Carranza”. Embestimos con rabia al destacamento
norteamericano y nos hacemos de sus caballos y fusiles, tomamos la
guarnición e incendiamos algunos edificios del poblado, aunque por
desgracia las bajas fueron desiguales: 17 militares gringos muertos y
73 de los nuestros.
El retorno a las tierras mexicanas es veloz, y más presurosa la
noticia que da vueltas mundiales: “Villa invadió los Estados Unidos”. El
Presidente Wilson designa al General John Pershing para que con
10.000 efectivos penetre en México y atrape a Pancho Villa, pero “la
expedición punitiva” no tiene éxito luego de un año de perseguirnos a
través de medio país. Por eso coreamos: “En Columbus quema y pilla/
Pershing lo viene a buscar/ el Tigre se vuelve ardilla/ y no lo puede
encontrar/ Mi General Pancho Villa, le venimos a cantar”. (Los
recuerdos me han producido debilidad por agotamiento, respiro en
trechos minúsculos, las pulsaciones aminoran su ritmo, la sed no se
me calma con la ginebra, mas no desistiré hasta esclarecer lo que me
ha traído hasta aquí). 
La buena suerte de Villa parece abandonarlo en los últimos
tiempos, escasean las carabinas, sufrimos de mengua, las tropas se
limitan a un pequeño grupo de insurgentes, los enemigos ansían
borrarnos del porvenir de la república. Al final de varios fracasos,
Pancho acepta una rendición negociada con el presidente de turno
para retirarse a la vida pacífica, yo también suscribo el acta en calidad
de testigo. El gobierno, por su parte, le otorga en propiedad la
hacienda El Canutillo, de noventa mil hectáreas, pagándole una
escolta fija de medio centenar de hombres, además de beneficios
adicionales para el resto de los vencidos.
Pronto, Villa transforma la hacienda en un modelo de cooperativa
comunal y la dota de sembradíos, maquinarias, casas, escuela
(“¡Taborda!, lo nombro director titular”), talleres y hasta funda un banco
agrícola; los contrarios ni por un instante nos quitan la vista de encima.
Hoy en el almanaque es viernes 20 de julio de 1923 y asistiremos a un
bautizo donde Pancho es el invitado de honor. Cinco compañeros y yo
partimos en el Dodge Brothers negro de Villa para recogerlo en
Hidalgo del Parral, pueblo donde tiene una amante y un hijo que
aprende a gatear. La mañana sopla aires de ventisca, Villa sale de la
casa con desprevenido humor y le ordena al chofer que se cambie de
puesto porque conducirá el auto, yo iré a su lado (como siempre), los
demás están en los otros asientos, empieza una tensa lluvia.
En la esquina posterior, el auto cae en un lodazal y se apaga, los
acompañantes nos bajamos del carro para empujarlo. Es apenas un
retraso de la liturgia del drama, pues a exiguos metros nos aguarda el
futuro irremediable: son nueve los asesinos que desde unas ventanas,
apoyan sus rifles en pacas de alfalfa para dispararnos más de cien
proyectiles, de los cuales una docena le destroza a Villa el corazón.
Quedan junto a él su pistola y su daga; yo intento sacar mi revólver
pero unos balazos me perforan la columna y caigo en vilo de
consciencia esperando mi traslado al hospital, deliro, repito escenas,
modifico hechos de la memoria, no conozco la suerte de los otros
camaradas, escucho que llevan el cadáver de Pancho a la Hostería
Hidalgo, de su propiedad, y lo colocan desnudo encima de un jergón,
las fotos circulan por el planeta, oigo el corrido póstumo “Fue muy
triste su destino/ morir en una emboscada/ y a la mitad del camino”.
Un temblor, como de presagio súbito, me recorrió el cuerpo y de
inmediato afiné las pupilas para comprobar si me hallaba aún en el
hotel de Brooklyn. No había sangre ni heridas, los tarros de
desperdicios seguían sobre la anodina desmesura de la calle, y el
cráneo del héroe estaba absorto en su esquelética quietud. Sin
embargo, no quise tentar los riesgos de nuevas visiones y decidí
retirarme de las pesquisas históricas. Entonces, metí la cabeza de
Pancho Villa en su alcohol extraño, amarré la caja y la abandoné
frente a la tienda de los anticuarios con una nota de fúnebre gratitud.
También he jurado no leer nunca más los folios que escribí.
GUERNICA FONDO BLANCO

El Bar Restaurant Guernica está ubicado en el corazón del barrio


La Candelaria, o mejor dicho, en el hígado de los asiduos clientes, o
con mayor propiedad, en medio de las tardes embarazadas de hastío,
y sus botellas forman hileras de risa en los estantes junto a una
colección de yesqueros que enciende volcanes de palabras, y sus
mesas de tres patas —a la altura de diez whiskys y cien millones de
sueños— parecen gatos erróneos que buscamos para justificar la
exacta verdad de los absurdos, y los mesoneros confunden sus
corbatas de pingüino con el frío polar de las cervezas, y los camarones
duermen sus iras dentro de una salsa de ajos que los previene contra
el mal aliento de la muerte, y las zarzuelas de mariscos poseen tanto
color que saben a girasoles de Van Gogh y a amarillos de luciérnaga,
y yo pido un Old Parr sobre las rocas de un iceberg tropical y tú pides
un Martini seco para ver si rompes la docena récord de Ava Gardner, y
ambos descubrimos que el billetero ciego cuenta sus mariposas de
números como si fuera un Borges del azar, y descubrimos también
que el humo de los cigarros es aleph que encierra viajes hacia el
mismo centro de lo que dejamos de vivir, y tú recuerdas que nos
conocimos en la universidad (—universalidad—, corrijo) de nuestra
juventud, precisamente en la época cuando los rasgos sexuales
secundarios nos hacían más estridentes los voraces apetitos
primarios, y yo contesto con otra memoria etílica que no tiene relación
con lo que planteas, porque el alcohol nos extingue las neuronas pero
nos revive los huecos del pasado, y evoco así que habité en una casa
pintada por grises de tranvía cada media hora y que me disfracé de
Tamakún con un brillante falso en mitad de un turbante masturbante, y
que me desleí leyendo Dos noches de placer, y que tomé —a lo largo
de años ácidos— montañas de peces convertidas en aceite de
bacalao, y tú pasas por encima del césped de mis tormentos infantiles
y hablas de los veinte abriles de tu matrimonio que se te han ido en
“un abril y cerrar de piernas”, y lloras con diluvios nostálgicos por otra
vida distinta que no pudiste conocer, otra vida donde las cacerolas no
fueran el premio a la imaginación incumplida, pero disimulas las
lágrimas y te escondes tras una fortaleza de queso manchego
rebanado por la guillotina de tus dientes, unos dientes que lograste
manchar acuciosamente durante milenios de cigarrillos y que ahora
ostentas como insectos prestados por el tiempo, y de repente te
reanimas aderezando una luna de sonrisas con los signos de
admiración de las angulas, y rememoras tu pueblo de siete años
—porque, sabes, los pueblos nacen y perecen con uno mismo—, y
añoras el vestido de organdí que copiaste de un libro encantado de
princesas y aquel barco llamado El Europeo que nunca llegó más allá
del azul de tus ilusiones, y mi padre —prosigues— tenía tres mujeres
en la misma calle: mamá y las otras, pero ellas jamás discutieron a
quién pertenecía todo el viejo, quizás ante el terror de que le quedaran
a una sola sus pedos de corneta marcial, sus urgentes orines en el
preciso momento de acabar, su frustrada vocación de cantante de
ópera; y mientras continúas el cuento de tu presente pueblo de
cuarenta años, la vodka Stolichnaya repasa (beoda, por supuesto) sus
andanzas en las estepas rusas, la escocesa botella de Swing baila
enamorada de un gaitero que no es homosexual, la sambuca romana
pide a chillidos un negro trocado en fálicos granos de café, la menta
verde menta sus ancestros a la blanca porque ésta sostiene que la
virginidad es su divisa, el tequila canta que sigue siendo el rey pese a
los pesos devaluados, el vino de Borgoña le hace señas a la tinta de
unos calamares porque quiere escribir los versos más alegres esta
noche, y el Bar íntegro se lanza como un cohete sideral hacia la
conquista de galaxias de neón, batiendo sus alas  fijas y sus puertas
giratorias, y tú en la carrera no percibes que el poeta Viernes se ha
adueñado del tablero de descontroles y patenta allí sus próximos
suicidios, me dispararé un tiro en el Talón de Aquiles para morir con
absoluta debilidad, me envenenaré con orquídeas malignas para que
mis deudos adviertan en el periódico: “Se ruega no enviar flores”, me
cortaré los testículos para no oponer cojonudas valentías a la muerte,
me sacaré los ojos para partir sin ningún miramiento, me asfixiaré
dentro de un desván para conservar en naftalina los recuerdos intactos
de este (in)mundo, venderé mi cerebro en subasta pública para
fallecer de inmediatas inconsciencias, pero nadie hace caso al poeta
de alcoholes totales porque nunca ha cumplido ni la sola promesa de
la poesía.                                                           
El Guernica aterriza en ese instante en el cuadro de Picasso (o
viceversa), y el lienzo derrama sus personajes muertos por el territorio
vivo del salón, y sentimos debajo de la mesa una estela de lamentos
que se deshace en claroscuros, del mostrador emerge un caballo que
corre y se enreda en un circo de conceptos equilibristas, observamos
un toro pálido que muge a través de los párpados de la historia y unos
dedos aferrándose a nubes enclaustradas, vuelan dos lámparas que
se alumbran mutuamente en prueba de lealtad, se dibuja al fondo una
ventana cuadrada de pretéritos, y de improviso —como acotarían los
autores Caignet de las radionovelas rosa— se presenta la firma de
Picasso y saluda “buenas noches”, “quiubo”, “qué hay”, y solicita todas
las facturas para firmarlas y que le den lo vuelto, o sea, cien millones
de dólares actuales, en billetes consantes y tonantes, digo conantes y
sopantes, es decir, contantes y sonantes, pero Luis el cajero español
que en su puta vida de peninsular ha sabido quién es Pablo el pintor
que en su puta vida de maestro ha sabido quién es Luis el cajero,
argumenta que los billetes no suenan y que en la cash register sólo
quedan unos pocos medios para llamar por teléfono, medios de
comunicación como él los califica, y la firma de Picasso se arrecha, se
torna minúscula y se escapa hacia adentro por los poros de los
presentes. El anciano que pregona un iracundo silencio frente al
banquillo del mesón, quizás acusado de matar el tiempo, es el primero
en sentir los efectos y se levanta presuroso porque una paloma
picassiana —enorme y mensajera— le picotea en la mera flacidez de
sus desdichas, y ya en el baño constata que su colgante caverna se le
ha transformado en animal nervioso, en urgencia antigua que ansía
cruzar otra vez los recónditos cielos de una muchacha terrenal, pero
cuando regresa para hacer demostraciones en vivo y en directo con
las chicas, comprende que todo ha sido culpa del delírium ambiente y
del trémens cuadro, y reclama un trago doble para abreviar cualquier
entendimiento. El parroquiano de al lado, sin comprender porqué
causa, obsequia un bull-shot al toro transparente, y los dos empiezan
a hablar en soliloquio de la fiesta brava, de calores certeros, de
cornadas y cornudos, y a grito pleno se convierte el recinto en
redondel: ¡Olé por nosotros! ¡Olé por ellas, aunque sean colectivas!, y
el barman —que conoce hasta la saciedad los expeditos expedientes
de los borrachos— saca una espada en forma de brandy puntiagudo y
mata la voz del cliente mientras los del público con lógica reacción
cargan en hombros a la extinta y la echan al olvido. La barra, esa
larguísima hilera de codos sin esperanza, culmina en la terca inquietud
del gin tonic que cada diez segundos juega un ping-pong de
acuosidades con la boca de Marlene, quien no es parte del óleo de
Picasso debido a que sus ruinas son posteriores y anteroposteriores,
pero que merecería estar incluida ahí por su fervorosa voluntad de
víctima; ¡Marlene!, no importa, ¡Marlene!, no te despreocupes, porque
a tales horas de este periplo resulta igual ser menina o femenina,
catada o recatada, actriz o meretriz; y ella se queda mirando el techo
del pasado, un techo de bicicletas despavoridas  y de rulos enredados
en el incendio de la cabellera, y se acuerda de su amor a primera vista
y de su primera vista de amor, ¿me quiere?, ¿no me quiere?, ¿me
quiere?, y el corazón de niña se le aloja en el Monte de Venus y le
brotan decenas de ríos que le colman los pulmones de suspiros
cálidos, olorosos a frutos vaginales, y en la ventana del cuadro se ve
corriendo a través de un planeta de chocolate y de deseos,
acompañada por un primo lejano de pene cercano, y ambos se quitan
las camisas y los prejuicios, los calzones, los temores, y vuelven trizas
el mandamiento de no fornicar y se relamen —uno por uno— todos los
besos que antes imaginaron darse, y juran con pacto de sangre
virginal: “Nos amaremos hasta que la muerte nos separe”, pero el
primo alega luego que él no había dicho muerte sino suerte y se
marcha a probar fortuna con la cábala de nuevas hembras, y Marlene
para vengarse decide alquilar su cuerpo al mejor impostor de cada
noche, y al fin no sabe si eso en realidad le ocurrió o si su marido la
está esperando para demostrarle la rutinaria senectud de su potencia,
y con el objeto de dilucidarlo ordena la ginebra del estribo, ésa que
precisamente la obliga a perderlos, y alzando el vaso brinda —a voz y
arrugas en cuello— por todos los hombres que habrá de desconocer.
El Bar se desprende íntegro hacia otra instancia de lo
imprevisible porque el poeta Viernes, erguido sobre la mesa número
seis, anuncia la llegada del Apocalipsis, señoras, señores, maricos,
abogados, ahogados, políticos, apolíticos, les informo que la última
gota de petróleo acaba de brotar por el único gozo que nos quedaba y
he sido designado como Presidente del desastre para gobernar
mediante decretos indiscretos, artículo primero que nadie se me
achicopale, artículo segundo que cada quien se ponga su máscara del
día más feliz que recuerde, artículo tercero que tapemos nuestras
angustias con el escudo nacional, artículo cuarto al cien que tomemos
la situación con whisky on the rocks y mucha impaciencia, gracias, y tú
empiezas nuevamente a llorar ante un bistec encebollado,
confundiendo tu odio a la cebolla con las delicias del mundo, y crees
preocupada que te está saliendo un cáncer en el carácter o un
insomnio en el olvido y yo para consolarte prefiero referirte el cuento
del hada que lloraba alegrías, un hada que vivía en un país en vías de
subdesarrollo, y que mientras más la torturaban los economistas del
gabinete más reía, y su risa provocaba tumultos de hilaridad,
rebeliones de irrisión, horcas carcajeantes, y los ceñudos mandatarios
no comprendían el fenómeno y resolvieron que sólo se le diese pan y
agua, pero mayor fue el problema, pues engordaba con la hambruna,
la obesidad le colgaba como jardines de cerdos, sus brazos eran
tocinos embutidos, y entonces decidieron cortarle la cabeza sin prever
que otras muchas le crecerían en su defecto, con lenguas de oso
come-hormigas y dientes cepillados con flúor fluoristat, y los ministros
se frotaban el sudor de la lámpara de sus calvicies sin una idea que
solucionara el asunto, y alguien sugirió llamar a los marines y no
habían acabado de telefonear cuando ya estaban los portaaviones
frente a las costas escupiendo misiles y helicópteros, y el hada que se
sentía cansada de tanto ajetreo cerró los ojos y desapareció a la
república entera  con una borrasca de desmemoria, y sus habitantes
se despertaron cien años antes como si lo ocurrido fuese a acontecer
cien años después, y el hada, para esperar dichos sucesos, montó un
establecimiento (o establishment) denominado Guernica donde hoy
aguardamos el porvenir y tú no crees ni una palabra, ni una parábola
de lo que he contado y te endulzas la inteligencia con una manzana en
almíbar, “huumm, deliciosa”, y me la das a probar para que la biblia del
paraíso se repita en nuestro infierno, pero yo como la noche es joven
todavía no deseo adelantarme y pido otro sin par Old Parr para que el
viejo Parra, con su barba alquímica y sus locuras de monje onanista,
me conduzca a través de los espejos de la botella, y no me equivoco
porque el patriarca se encuentra junto a mí, aleccionándome, este
primer espejo —expresa—, refleja la imagen de lo que te dio miedo
ser: audaz, ignorante, violador de doncellas, macho de diez orgasmos
y diez mil mujeres; el segundo, capta tus preclaras envidias: escritor
de novelas ininteligibles, premio mundial de huevonías interesantes,
miembro del Pen(e) Club; el tercer speculum muestra el desiderátum
del ultimátum: la muerte lenta de lo que sencillamente eres: un
artesano de las pobres letras, un copista, un plagiario, un etílico ético,
y en el cuarto espejo no te ves porque ése estampa a los demás como
realmente son —y cómo son, pregunto—,pero el viejo enmudece y me
remite a los rostros circundantes: una nariz del tamaño del oxígeno
que acapara, unos bigotes que huyeron de la tumba de Jorge Negrete,
unas marcas en la piel que bien quisiera para sí el terrible Mister Hyde,
unas mejillas engalanadas con harina de polvera, rostros que han
venido al Bar a pasear su descontento y a olvidarse —durante las
manecillas de las copas— que deben trabajar de sol a tarde y augurar
“buenos días” en los malos ratos y atragantarse con los paupérrimos
chistes del jefe millonario; rostros y cuerpos, en suma,de una
normalidad que solivianta, y por eso juego en soledad a
intercambiarlos caracteres: la dama del lunar sexagenario fuma un
tabaco de humus sapiens, el hombre del habano decora sus incisivos
con una caries en triángulo de verruga, la morena de melones
escondidos tras los senos descuelga unas piernas futbolísticas, el
mozalbete con franela del Real Madrid atesora balones dentro de las
rayas de su pecho, el vendedor de lotería muestra una cifra terminada
en los dos círculos de tus pupilas, y tus pupilas son dos oquedades
ciegas, dos ceros sinceros que se rifan la supervivencia, “otra ronda,
por favor”.
Mi lengua es ya un ilustrado Larousse de incoherencias,
una Enciclopedia Británica que erró los peldaños del alfabeto, un
carromato sin alcabala entre la mente y los vocablos, y por eso soy
capaz de confundir mentiras, improperios, alabanzas: ¡Doctor
Ganímez!, usted siempre haciendo gala de su excelente reputación
(porque se halla acompañado de tres hermosos pares de bustos),
¡Poeta!, recíteme un soneto de su cosecha de 1974, ¡Señora!, no la
veía desde su último mando, ¡Homosexuales! (por detrás), contad con
la muerte (por delante) aún siendo indiferentes (por detrás), y tú
ruegas que me calle mientras saboreas una ración final de jamón
serrano con pimientos asados, y yo siento que el viaje está presto a
culminar y que la existencia —afuera— me llama con sus gritos de
“bendición, papá” y sus sábanas hogareñas perfectamente
aplanchadas, y sé que mañana cuando me despierte con el dolor de
cabeza montado en el sube y baja de una resaca descomunal, no me
acordaré de nada, será sábado, o sea, es sábado, y digo “mi amor”,
dame una cerveza bien helada y un jugo de familia y un abrazo hecho
en casa, y vamos al parque a confirmar que las amapolas son
abstemias y que los tigres del zoológico están enfermos de tanto
asustar en vano, y yo después me disfrazaré de domingo y de algodón
de azúcar, de lunes burocrático, de martes que ni me caso ni me
embarco, de miércoles de mierda, de jueves de concierto en el
Ateneo, siempre esperando el viernes del Guernica, un modesto Bar-
Restaurant situado en mitad del hígado y en el mismo centro de tu
universo.
IN MEMORIAM PARA EL OLVIDO

Hoy cumples un nuevo año y te levantas de la cama con el


escozor de verte en el espejo. Desde los huesos, ráfagas temblorosas
tratan de impedirlo, pero tus deseos de comparación y evidencias son
superiores a cualquier adversidad. Conforme al rito de los récipes,
tragas las pastillas contra los achaques inmemoriales, luego te calzas
la prótesis dental de sonrisa fija y exclamas como en plegaria de un
ego tímido “¡Ah, otro ciclo más!”. Las pantuflas, vetustas y resignadas,
aguardan que amaine el dolor para conducirte hasta el baño, los diez
pasos de distancia resultan eternos. Ya ante el espejo, pones cara de
septuagenario decoroso para que la imagen sea agradable a tu propia
vista, pero la argucia es inútil pues aparece un anciano de rostro
vacuno, con arrugas en crucigrama, pupilas mortuorias y un insólito
soplo de adioses definitivos. Lanzas gritos como de ahogo crucial,
mientras cierras los párpados a fin de que el mundo se esfume; y en
ese trance oyes a tu madre hablándote desde el azogue con una
escurridiza voz que no semeja la suya: “Felicidades, Larinio, pero no te
adelantes, la eternidad es un completo aburrimiento, aquí no puedo
dedicarme a los encajes ni a los bordados en cruz porque el tiempo
solo existe para obedecer los mandatos del Señor; espera, Larinio,
espera sin nervios, tu fecha llegará cuando menos lo creas, ¡te
bendigo mil veces, adiós!”. Larinio, ese horrible nombre copiado por tu
madre de un libro anónimo, te devuelve a la realidad donde
sobrevives; entonces sueltas una densa lágrima y las pantuflas te
llevan a la cocina-comedor mediante catorce pasos de cuerda floja y
extremas hazañas del equilibrio.
Te asombra que estén allí, como milagros oscuros, los
subalternos de la División de Archivos Desechables, listos para las
congratulaciones en tu aniversario. Los discursos son los mismos de
siempre; inflas el pecho como señal de orgullosa gratitud, mientras
buscas las palabras para la respuesta (“almanaque inevitable,
modestia aparte, deber cumplido, las arrugas de la experiencia” y
demás etcéteras comunes). Al cabo del aplauso general, no puedes
alzar el vaso del brindis porque un mareo en círculos opacos te obliga
a sentarte: el pan del desayuno se ha quemado, olvidaste calentar el
café, ni siquiera hay jugo de naranja. A continuación emites un sollozo
íngrimo y mirando hacia ninguna parte, te dormitas sobre la mesa.
Después de varias nieblas, abres los ojos y ahí está Dina con su
alegría de amante efímera y aquel vestido púrpura que tanto te
gustaba. La encuentras más vaporosa, lleva el corte de pelo a la
manera descuidada de las actrices italianas, sonríe con preclaras
luces. Trae un regalo para ti, es el último lienzo que pintó antes de
abandonarte; la dedicatoria no permite duda alguna: “¡Por nuestro
fracaso!, con todo mi amor”. Pretendes aferrarle la mano para que no
desaparezca de nuevo, intentas absorberle un mínimo aliento y
cualquier pizca de cariño, pero la fuerza no te acompaña, desfalleces,
tiemblas, tus mareos giran alrededor de un eje pasivo. Caes al suelo,
Dina busca las almohadas, Dina te obliga a tomarte el café junto con
el jarabe de turno, Dina te bendice desde lejos.
Realizas notables esfuerzos, es el momento de los ejercicios que
te indicó el último especialista en artritis crónica, “¡ponga de su parte,
señor Ganímez, la vida depende de uno mismo!” Y tú repites, en
equívoco personal, “la vida pende de uno mismo”, y agregas al
derecho y al revés “los viejos enfermos somos indignos/somos
indignos los viejos enfermos”, y con nostalgia de remotas hazañas
levantas la pierna derecha, “un poco más arriba, amigo Larinio”, y tú
tratas de hacerlo sin ningún éxito, y luego empiezas con la flácida
pierna izquierda (aquella que era dueña de todos los goles del
Juveniles Fútbol Club y que ahora tiembla como un pez asustado),
“¡ánimo, don Larinio!, empecemos con los brazos en alto, un-dos, un-
dos, un-dos, sin llorar, amigo Larinio, usted sí puede, usted es un
campeón de la tercera edad, un ejemplo para las nuevas
generaciones”; y como te falta aire y tu corazón da vuelcos
incontrolables, te tumbas sobre el único mueble de la sala a fin de
renovar los ánimos perdidos.
Sientes, entre brumas ocres, que abren la puerta. Son tus hijos
gemelos José y Joshua que han acudido para otorgarte transparentes
abrazos de felicitación. Te extraña su presencia, porque hace tiempo
no sabes nada de ellos: José partió sin avisarte hacia algún lugar
desconocido, y Joshua te ha escrito un par de cartas desde aquel
país cuyo nombre no atinas en este momento. Se conservan idénticos
en sus rostros infantiles, pero hablan lenguas que desconoces y por
ello apenas captas sonidos ininteligibles. José te besa la mano como
si fuera una solemnidad personal y sin abrazarte desaparece;
mientras Joshua se queda a tu lado, calladamente imperturbable, y
luego te obliga a que soples unas velas mustias para sin demora
también marcharse. Y tú, con un lazo de opresión en la garganta,
tratas de llorar pero no lo logras.
Ahora oyes, como en rumor de épocas antiguas, el tañido de las
guitarras que acompañaban tus desplantes vocales y tus fervores
rítmicos. No, no hay confusión posible, es el trío de los hermanos
Valladares, cuyas voces puntualmente ebrias han acudido en
homenaje a tu nueva década. Te excusas porque no tienes ningún
licor para ofrecerles, pero ellos, muy astutos, sacan botellas de la
adivinación de sus bolsillos y brindan en tu honor senil; “arránquese,
compañero Larinio, ¿le parece bien Flores Negras o El camino de
Guanajuato?, ¿Acaso le gustaría Envidia o María Bonita, la que usted
siempre cantaba?”; y tú, Larinio, te encierras en un silencio cobarde
porque inexplicablemente has olvidado todas las letras de las
canciones, “arránquese pues, empiece ya, maestro Larinio”, pero la
insistencia resulta inútil, tu memoria es un océano de baches, un
completo fracaso universal, una borrasca en blanco. Y ante la
estampa muda, los hermanos Valladares deciden volver en otra
ocasión, “¡será el próximo año quizás, señor Larinio, no se
despreocupe!”; y tras el portazo que también te resuena en el cerebro,
empiezas a acordarte de letras y melodías, “Flooor de Azaleaaa,
Vete-vete de miiiiii”, Allááá en el rancho gran-gran-grande…”, hasta
que un torbellino de fatiga te obliga a reposar.
Los pies te empujan hasta la única ventana del apartamento
(hábitat para jubilados, cueva sin adornos), y dedicas tu involuntaria
atención al paisaje: buses en ataque de ruidos, árboles sin hojas, un
asfalto que emite calores de cien grados. De improviso distingues a tu
padre caminando por la acera, junto con un niño de gorra azul: don
Temis lo lleva de la mano y el pequeño a cada instante quiere zafarse.
En un descuido de tu padre, el niño se libera y atraviesa la calzada sin
ver (tú tampoco lo atisbas) el automóvil que le atropella. Compartes
con el chico los insoportables dolores en las vértebras; tú y él perciben
cuando llega la ambulancia y cómo los paramédicos les aplican a
ambos los primeros auxilios. Del hospital recuerdas un enjambre de
transfusiones y la lenta convalecencia, borraste todo lo demás.
Sigues en la ventana, mientras el tiempo oscila. Te sorprende
que Leticia y Marilda deambulen tomadas del brazo como íntimas
amigas, ni siquiera pensabas que se conocían. Leticia es un remedo
opaco de su vitalidad anterior, perdió aquellas caderas en movimiento
y la sustanciosa redondez del busto; te produce lástima verla tan
encorvada, tan disminuida, pero así ocurre, son enigmas del embrollo
de cada quien. Y pensar, ¡Larinio Ganímez!, que estuviste a punto de
suicidarte cuando te abandonó por el gerente del banco de la esquina.
Pero como todo se supera, vino Marilda a acompañarte en tu cama
doble y en la procreación de los gemelos José y Johsua, certificados
más tarde ante un jefe civil y una iglesia sin flores. Repasas, Larinio,
los blandos años de matrimonio, las excursiones al río, los olores del
campo, los pájaros que mantenías en jaulas abiertas. Y entras en
llanto por la desaparición de Marilda (“crisis pulmonar terminal”,
concluye el médico otorgándote unas palmaditas sobre la espalda);
de inmediato te repones y la detallas caminando junto a Leticia a
través del silencio.
Aunque no tienes hambre, acudes a la nevera en marcha lenta
para escudriñar entre los comestibles; sin embargo, repentinamente
un vahído inusual lo entorpece. Tu sistema planetario da volteretas, el
caos te aturde, tienes frío y calentura a la vez; por eso descansas un
rato a fin de que la normalidad vuelva a su cauce. Ya te sientes mejor,
ya tu oído y tu vista aprecian resonancias y contornos: los sólidos
pasos de don Temistocles son inconfundibles, lo mismo que su ancho
cuerpo de capataz. Llegó, solitario como siempre, para traerte un
regalo particular, se trata de la gorra azul de la fecha del accidente,
envuelta en el periódico que detalló el suceso. Tú evitas la
remembranza y los lagrimones, mientras tu padre abrevia la visita con
un gruñido. El malestar vuelve a acentuarse, tus pupilas se llenan de
humo, los vislumbres se eternizan, y no te extraña que todas las
transparencias estén allí: un tropel de sombras benévolas habla casi
en silencio con el cuidado de no perturbarte, pero enseguida sus
voces empiezan a cantar y felicitarte. Precisas o supones que todos
los compañeros de la División de Archivos Desechables se han
trasladado hasta tu hogar para un segundo homenaje sin discursos,
mejor así porque la lengua se te enreda en obstáculos y solo atinarías
cualquier incoherencia; ahora irrumpen, como sorpresa doble, tus hijos
José y Joshua que unen sus voces a los Hermanos Valladares en un
efusivo repertorio de rancheras, mientras estos rasgan las guitarras y
beben tequilas escondidos y rones tumultuosos, “¡Alégrese compadre
que la vida es corta!”, “¡No se nos derrumbe así nomás!”; Marilda te
soba, te complace, te acomoda el surco de los cabellos, y en eso se
presentan la malvada Leticia y su gerente bancario que en provecho
del tardío armisticio, traen como obsequio un frasco de pastillas contra
el sueño perenne; y de repente emerge Dina anunciándose con
besos suaves, “¡Mi amor, ¿te he hecho falta?, ¿aún me amas a lo
largo del corazón?”, y tú deseas abrazarla, aprisionarla, encabalgarla
de antigüedad, pero no es el instante adecuado porque abundan los
testigos y sus crepúsculos, el pastel de cumpleaños, las botellas de
alcohol, las velas súbitas, y también tu madre en el azogue del espejo
que no deja de confirmar las previsiones celestes: “Te adelantaste,
Larinio, hijo mío, tu fecha ha llegado, mil veces te bendigo, hasta
siempre!”
ENTRE LUJURIAS Y FANTASMAS

Nadia  escondía  sus tumultos de  dieciséis años, para evitar el


espectáculo de un cuerpo que inspiraba plenos desacatos. Ella no
conocía a Marlene Dietrich, pero sus piernas eran de real similitud
sinuosa. Jamás tuvo la dicha fílmica de ver a Sylvia Kristel, aunque
ambas se pareciesen en albo desplante de pieles. Nunca se identificó
tras el busto expansivo de Jane Mansfield, porque tanta sapiencia le
resultaba ajena. Y ni siquiera estableció paralelismos con la
fecundidad lúbrica de Madonna, pues su mundo no superaba los
rituales del barrio común.
Una húmeda circunstancia de ojos la perseguía por doquier. Su
sola insinuación desentrañaba aturdimientos, fogosidades, delicias
perversas, caminos ignotos. Y por mucho que encubriese aquel
regodeo de esplendor, aquella lascivia opulenta, los hombres la
fornicaban a solo
Nadia, sin quererlo, tuvo la hazaña de todos los escándalos. El
sacerdote de la iglesia Cristo Rey pretendió despojarse del celibato,
enseñándole  —¡Oh, por Dios!— un miembro más largo que las
sagradas escrituras. Su profesor de matemáticas, ¡qué pájaro de
cuentas!, ansiaba enumerarle los hermosos vellos de la intimidad. Un
tío sanguíneo y consanguíneo le declaró bajas ternuras en pública
desnudez: "Entre familiares no es pecado, Nadia, te lo juro". Los
compañeros de escuela, necios y con acné, se dedicaron al onanismo
sin fronteras, ante la imposible proeza de besarla. Y hasta una monja
auscultadora (carmelita descalza, por más señas) le propuso
indignidades de tacto y contacto.
Dentro del hogar, Nadia también respiraba la calina del sexo. Su
madre, una antigua bataclana de feria, todavía gustosa en
redondeces, aprovechaba las ausencias del marido para demostrarle
meneos horizontales  a cuanto fortachón se atreviera: "Hija, enciérrate
y perdóname, es un vicio como cualquier otro". Y Nadia, desde el lugar
de sus lágrimas, oía gritos en incendio, chirridos bramantes,
ebulliciones de último minuto, para constatar luego que su madre
siempre salía vencedora, y que el eventual recluta apenas lograba —a
flácidas fuerzas— sostenerse en pie.
El delírium semens proseguía con la llegada del legítimo varón de
la casa: un ex maromero de circo que deseaba reiterar sobre el lecho
sus pericias de saltimbanqui. Alentado por furias etílicas, inventaba
originales pericias de saltimbanqui. Alentado por furias etílicas,
inventaba originales contorsiones de apareamiento, donde bocas,
oquedades, sudores y entrepiernas se articulaban en el suceso de la
complacencia. Muchas veces Nadia, bajo el temor de un resultado
homicida (pues los dos ancestros estaban sedientos de sadismo), fijó
las pupilas en el mágico ojo de la cerradura; pero no había lugar para
ninguna zozobra porque sus padres se entendían a las mil poses y
maravillas, fulgurando retorcimientos que ni la erótica oriental podría
superar.
Y como si ese aire de salacidad fuese irrisorio, los perros de la
casa vivían en un eterno olisqueo de glándulas, y los gatos se
revolcaban con espasmos de aullidos terribles, y los canarios dejaban
de silbar ingenuidades ante el apremio de un abrazo animal, y los
peces se confundían en el rojo arrojo de sus escamas vibradoras.
La muchacha no aguantó más la circunferencia de desenfreno
que la rodeaba, y por eso decidió buscar un sitio donde "nadie
conociera a Nadia" y viceversa. Su intuición, en resonancia de
murmullos, le señaló la ruta de la ciudad; y partió con una cabellera
casi rapada para no suscitar miramientos, y un traje de holgura infinita
que disimulaba la precisión de sus preciosidades recónditas.
Después de caminatas y ahogos, Nadia arribó a una metrópolis
que, aunque exigua, le causó estupores gigantescos porque nunca
había visto tal encadenamiento de automóviles ni edificios con egos
cósmicos. Pero ya recuperada de las primerizas emociones, Nadia
sintió el hambre como una maraña en los fuegos del estómago.
Anduvo varios días de angustia con menesteroso rumbo,
escarbando, pidiendo, suplicando, hasta que un anuncio de esperanza
le devolvió ánimos: la Biblioteca Municipal requería los jóvenes
servicios de una doméstica.
Sin mayores vueltas de neuronas, entró en el recinto de libros
incunables. Don Ramiro, su director, un hombre veterano  y maduro, la
hizo sentarse frente a él para observarla con perspicacias bifocales. Al
cabo de un rato de silencio, le ordenó que se paseara por los extremos
del despacho. Nadia quería hablar, justificar su humildad, rogar
empleo, pero el funcionario —con ademán estricto— se lo impidió. Por
fin, Nadia escuchó las hondas suavidades de un tono amable:
"Siéntese otra vez y dígame su nombre y edad, la experiencia no me
importa". Cuando la muchacha balbucía los datos requeridos, una
palmadita feliz le ratificó destinos: "El cargo es suyo. Trabajará de
lunes a sábado en la limpieza del local. Vivirá aquí. La habitación del
segundo piso tiene cama y baño. A veces hay ruidos molestos, cada
biblioteca posee sus secretos como las páginas de los libros. Por ello,
exigimos absoluta discreción. No lo olvide. ¡Enhorabuena!".
Nadia, abrumada de alegría, deseaba alzarse en brincos y
estrechar a su mecenas, pero prefirió la vía de la seriedad, "¡Gracias,
muchas, gracias!", y subió a la pieza que le habían asignado como
estancia permanente. Una grata disciplina se respiraba en todos los
rincones, y el mobiliario —un jergón colosal, dos sillas y amplio espejo
— contrastaba con la brevedad física del cuarto.
Aquella noche, Nadia, desnuda e inquieta, pensaba en las
sorpresas de la existencia, y casi por juego comenzó a bailar delante
del cristalino espejismo que la envolvía. Descubrió, entonces, que su
cuerpo era fiebre pura, llama sin rescoldo, sazón  lumbre, y que su
busto —erguido en puntas purpúreas— tenía la dureza de un trópico
de volcanes. Al tiempo que bailaba, la piel se le iba sembrando de
aceites de intimidad, como fiesta de ríos carnales o aguavientos de
desasosiego. Una voz paralela sonó en el aire, "Así quería verte, hija";
y Nadia, confortada por la adhesión materna, redobló locuras rijosas.
El espejo la atraía con mil signos de ardentía, y ella se dejó llevar: sus
senos tocaron la imagen de otros iguales en el destello, su boca se
entreabrió para besar los mismos labios reflejados, sus piernas se
afincaron en un roce de similares órbitas concéntricas. Una mano,
suya o del espejo, no resistió la tentación del hurgamiento, y bajó
hacia el virginal embrollo de la vulva. Los deseos de Nadia se
lubricaron para recibir la digital incordura: mano con largueza de araña
que palpaba  calores y profundidades, socavones y humectaciones;
mano en giro tibio, mano después enardecida, pugnaz, deliciosa. Un
rayo de flujo escindió a Nadia en bifurcación de lenta muerte; su otra
cara (¿Marlene, Sylvia, Jane?), dentro de la luna del azogue, le sonrió
como indisoluble cómplice de un hallazgo.
Con rapidez, la joven se habituó a las normas de la biblioteca.
Comenzaba labores al despunte de relojes exactos, pues debía abrir
el grueso portón y situar el cartel que anunciaba la jornada de trabajo,
porque solo ella habitaba en la sede de papiros. Más tarde le
correspondía la preparación del café, para recibir —taza en ristre— a
don Ramiro y a los otros cuatro funcionarios municipales. Hasta el
vestigio de la tarde (con una hora para almuerzos incómodos), tenía
que aplicarse a la limpieza del local: pisos, entrepisos, corredores y
estanterías. Pero a las seis estaba libre de férulas; y tras la despedida,
"¡Que les vaya bien, señores!", se mutaba en dueña risueña del
fenomenal bosque impreso.
En beneficio de los ritos, primero subía a la modestia de su pieza
y se despojaba de olores ofuscantes. Luego, vestida con la
transparencia de una túnica (ilusión de reina en mísero organdí),
bajaba hasta el espacio de los libros y escogía cualquier volumen al
azar, para leerlo entre el sereno ambiente de su cama.
En pocos meses había devorado una montaña de novelas,
cuentos y breviarios, pero lo que más llamaba su atención era el nudo
singular de aquellas narraciones donde los personajes se intrincaban
en celos y abrazos, odios o caricias. Y comprendió que la literatura
suponía un real desciframiento, porque a medida que avanzaba en el
alma de las páginas, su cuerpo se distendía y enervaba, se rendía y
cobraba nuevas fortalezas de lujuria. Y cuando llegaba a un desenlace
de imaginación, percibía una corriente en zumo que le mojaba las
raíces de hembra redimida. Y después venían los goces puntuales, el
éxtasis, la coronación de los adentros. Su cerebro se liberaba en
meandros de vagina.
Por las noches, era sacerdotisa de la textura oculta de la vida,
pero durante el día le tocaba enfundarse en la cofia servicial, "¿Desea
café, don Ramiro?". Ella estaba segura de que los otros compañeros
de biblioteca no entenderían jamás sus astucias, porque sólo se
hallaban sintonizados con el trote de caballos y los números de la
lotería. Mutilaban enciclopedias para que los hijos realizasen tareas
escolares, se reían de chistes procaces, jugaban dominó sobre las
santas mesas de aprendizaje, y se entretenían con carcajadas
salivales y juergas de anís barato, "¡Ven, niña, tómate uno!". Nadia,
lejos de amilanarse, y lejos también de lo que había sido en su rústico
pretérito, aguardaba las reivindicaciones de la soledad para atenazar
el deleite que hallaba en las letras de los libros.
En una oportunidad memorable, el sueño se le escapó por las
grietas del insomnio. Aún tenía presente la figura del Conde de
Valmont en Relaciones peligrosas. Un escozor le subía por los muslos,
como excitación de heridas afables y mortificaciones de voluptuosidad.
Sus carnes se reventaban en fruición de ansias: desde la nuca
eléctrica hasta el enjambre del más oscuro de los precipicios. Sudaba,
se arqueaba en sofocos y avideces, gemía a plenitud de ingle. De
repente, una sensación, un ruido extraño, le afinó el delirio: sus ojos
vieron la sombra descomunal del espectro masculino que quizás
aguardaba (¿Valmont?), y lo llamó por miles de nombres iguales y
distintos para que se acostase a su lado. La humana presencia, que
en espíritu concreto enaltecía dotes de generosa virilidad, empezó a
succionarle los pezones, el musgo de las axilas, la espalda erizada.
Nadia rotaba en círculos afanosos, urgiendo bondades y reclamando
la decisiva penetración. Sin embargo, la sombra se detenía en cada
zona corpórea, a gusto de lengua, como sabihondo artífice de la
impudicia. Y cuando Nadia llegó a la cima de su propio marasmo,
admiró el embate de un árbol nervudo, de un tronco férreo, que la
aniquilaba con violenta dulzura. Y se repitió en gritos, y en sangre, y
en júbilo. La madrugada disolvió cualquier indicio de alucinaciones y
fantasmagorías.
La mañana siguiente despertó entre sábanas revueltas. Una
huella roja comprobaba lo que había experimentado con niebla de
duermevelas, pero se acordó de la orden de don Ramiro: ¡callar,
siempre callar!
Desde esa ocurrencia, Nadia no fue la misma. Sospechaba que
todos centraban en ella sus atenciones, y que —por detrás— le hacían
señas malditas; aunque en verdad ninguno de los compañeros dio
muestras de alteración. Sólo el director le susurró una especie de
acertijo: "Ahhh, Nadia, el infierno y los cielos se tocan en las nubes de
arriba", pero le restó importancia porque únicamente anhelaba que
corriese el tiempo para hallar su frenética soledad.
     Varias noches se quedó esperando que regresara el duende
erecto, táctil y vigoroso. Cuando ya estimaba que nada sucedería
(pese a que Boccaccio era su Decamerón de cabecera), adivinó en
claroscuro una extravagancia de macho con ganas de inclementes
violaciones.
Sin rubor, lo atrajo hacia el alboroto de su paroxismo, y fue ella
quien tomó la iniciativa de besos, cosquilleos, succiones y retozos. El
nuevo fantasma, mudo en la complicidad, se dejaba llevar por el ritmo
indomable de Nadia, hasta que —a diapasón pasional— se le
encaramó en el tormento de sus nalgas. La chica sintió un monstruo
grueso que la hundía de quemaduras ("¡No, no!"), y se volteó para
recibirlo por los frontales barrancos de la concupiscencia. El demonio
la traspasó con sólida fuerza, aunque luego disminuyó brusquedades
para regocijarla en armonía de pausas y crucifixiones. Nadia
saboreaba la destreza de su fragoroso oponente, como si estuviera
bajo un zodíaco de placer: su clítoris enloqueció, sus labios buscaban
recompensas, sus pechos pedían mordeduras... y se derramó con
alaridos sucesivos. Quiso un turno más de gloria ("¡Más, más!"), pero
el espanto la abandonó en eclipse.
Nadia se negaba a ahondar en las enigmáticas experiencias, por
miedo a que desapareciesen sus felicidades espectrales. Diariamente
acometía la rutina de la biblioteca, sin reparar en huecas historias ni
adentrarse en solidaridades con los otros camaradas. Prefería la
meticulosidad de la escoba y los plumeros, porque después tendría
todo el ámbito de la noche para su disfrute.
La lectura de El amante de Lady Chatterley la sumió en una
inquietud de poros abiertos. Rogaba el milagro de un guardabosque
formidable que, a vuelta de página, se concretase en realidades para
desgarrarla con violencia. Aguardó durante muchas aflicciones, y tuvo
que acudir a las travesuras del espejo: encanto reflejado que la
satisfacía en propias órbitas. Pero cuando menos lo pensaba, un hito
de asombro le colmó certezas: dos guardabosques, sí, dos Mellors
espléndidos y fálicos, surgieron de la nada para sobarla en pluralidad
de goces. Mientras uno la recorría por las caderas, el otro se
empeñaba en los lindes del cuello; e intercambiaban posiciones a fin
de degustarla sin pérdida de territorios. Nadia acezaba, maldecía,
bramaba. El guardabosque más alto le clavó, por delante, su
corpulencia erótica; y el amigo se sitúo atrás, para inferirle un
promontorio de inauditas dimensiones. Nadia, en mitad de las dos
potencias, se torcía y retorcía con exultación divina hasta que una
candela encrespada le mojó los subterráneos del alma. Los
guardabosques sin rostro huyeron por los vericuetos de la oscuridad.
        A partir del dichoso encuentro, la joven redobló ilusiones, pues no
se conformaba con la gratitud de un único martirio, sino que
necesitaba el holocausto de varios duendes en lucha. Y escogió el
mundo turbador y novelesco de Henry Miller como guía de sus
sueños.
Las próximas noches le dieron la razón. Tres fulguraciones en
estampa de hombres se revelaron desde el suspenso. Nadia,
maravillada, los condujo hacia la hojarasca del vientre, y usó todas sus
armas de fémina para la lidia erótica. Los tres belicosos
desenfundaron energías y glandes, pero la amorosa adversaria les
respondió con una efervescencia de grupas. La batalla se planteó sin
desmayo sensual, y hubo hostilidades de espeluzne, mordiscos,
calofríos, rotamientos, masoquismos, virulencias y orgasmos en
cadena. Nadia resultó triunfadora, pues los amables enemigos se
escabulleron por donde mismo habían arribado.             
La noche posterior, el torneo incluyó un  contrincante más. Y en
la siguiente, el número se elevó a cinco. Quizás las obscenas
recomendaciones de Henry Miller dirigieron la estrategia de la reina del
fornicio, o tal vez ella —en recuerdo de bataclanas y maromeros—
impuso las lujuriosas reglas de la guerra inventando originales
contorsiones, a voluntad de baboseos, licencias y ninfomanías. Los
cinco hálitos se rindieron sin exigir otras escaramuzas, aunque
regresaron durante semanas para que el ángel azul les enseñara su
arte inédito.
  Nadia nunca vislumbró tanto paraíso y tantos huracanes. Se sentía
el corazón de la desmesura, la elegida, la diosa altiva; pero
comprendió, en un soplo de relámpago, que todo esplendor tiene final.
Por eso no lloró la última mañana de don Ramiro. Se apresuraba a
servirle café y lo encontró en mortales agonías, rodeado de libros y
compañeros. Parecía un fantasma sin destino, exhausto, indigno. Al
verla, don Ramiro suplicó que solo Nadia se quedase. Entonces la
acarició con escombros de ternura, hasta que las palabras fueron
adiós y sentencia: "¡Te lo advertí, pequeña mía! Cada biblioteca posee
sus secretos".
RECETA DE RÉQUIEM

Jean Luc, el obeso, el grandilocuente, el cronista preferido de la


gula y la burguesía, no sabe por qué ha comenzado a morir a ras de
huesos. Quien paseó su gordura por los mejores restaurantes del
mundo ya no se escalofría con los sorbos de un martini, “bien seco,
por favor”. El pato a l’orange le produce estragos de ruido universal, y
los sorbetes helados son llamas de fuego polar dentro de sus
padecimientos rutinarios.
El periodista se inquieta ante el roce de la muerte: oblicua
delgadez, magnitud de cuencas, espanta-ojos para pájaros. Aun así,
debe salir en procura de temas sólidos y vinos agrios que conmuevan
a sus lectores el próximo día. “Jean Luc, el irónico, el demoledor, el
Brillat Savarin de estos trópicos...”.
Públicas alabanzas y martirio de cucarachas nocturnas, pues
nadie comprende que está encadenado a la ruina de la soledad. Nació
frente a una plaza con palomas, donde el eco del mar lo llamaba
Ferdinando.
Luego, la simpleza autoritaria del colegio de jesuitas, “No
matarás, no fornicarás, no desearás a la mujer del...”. Después la
universidad o la constatación del fracaso: “Me voy a París, nadie me
obligará a construir edificios deformes”.
En la Rive Gauche arrendó un apartamento sin ventanas, a diez
pasos del tumulto de las cafeterías. “Pintaré, aunque la beca me
instruya aprender los logaritmos”. Burda intuición de éxitos porque los
óleos se le enredaban en un temblor de sombras. Entonces será el
cine: todas las tardes en la École de Sciences Cinématographiques.
Hasta que El acorazado Potemkin simbolizó un fastidio de escaleras,
¡merde!“ Las letras, sí, las bellas letras”, pero apenas logró un estilo de
coloquio, lleno de vacilaciones y sesgos inútiles, “¡Malditos gerundios,
desgraciados participios, farragosa sintaxis!”.
El museo Rodin, con su lucidez de jardines, le abrió la voracidad
por la escultura de desnudos. ¡Lástima!, porque no tenía pasiones de
semen furtivo. Pruebas concluyentes: un torso horrible y tres caras de
bronce feudal. “Estudiaré alemán, la lengua del pretérito recobrado”. El
escupitajo de Klaus, en mitad de aquellas turbulencias, “Tu es un
misérable cochon”, le impidió volver a clases.
Una vitrina de mariposas entre alfileres llamó su atención
naturalista. Admiraba el movimiento en clausura, la simbiosis de brillo
y pausa. Gastó vigilias de absoluta meticulosidad: con insectos,
lepidópteros, luciérnagas. Dejó esos ahíncos para dedicarse a las
precisiones filatélicas (toda la geografía en un signo aéreo de papel).
Pronto el hambre resolvió su disyuntiva: comprar timbres postales o
engullirse el plato diario de cous-cous argelino.
Como en las tragedias griegas, las noticias llegaron juntas. Una
esquela le informaba acerca del suicidio de su madre, “No fue posible
revivirla... te acompañamos en los lutos”. Otra carta declaraba el fin de
la beca.
Caminó varios días por los puentes del Sena para ver un otoño
ajeno a la sorpresa. El mismo barco reflejaba ausencias en las aguas
del río y los clochards se tomaban su trepidación de litros, mientras los
sobrios parisinos —un único personaje desdoblado en muchedumbre
— urgían cronómetros hacia ninguna parte.
No quiso o no pudo llorar. Necesitaba el cerebro en ritmo estricto para
la búsqueda de la mesura. Entonces, sin dudarlo, se empleó en La
Tour d’Argent. Requerían pinches de cocina, aunque fuesen
extranjeros (“Nauseabundos extranjeros”, pensó).
Cuando estaba en plan de cuchillo y disecciones, un olor salvaje,
íntegro, acidulado, lo rodeó de mareos. Se enceguecía, a voluntad,
para no mirar entrañas, ojos de conejo, tripas sin asepsia, gallinas
agónicas, lechones en frigidez de muerte. La cebolla le producía una
parodia de lágrimas; el limón, la acritud del destierro; los pimientos,
una conmoción de bajas tensiones. Y vomitó más allá de los
recuerdos.
Pero el sacrificio de la subsistencia lo fue habituando al aroma de
su labor. Ya se atrevía a inventar salsas secretas en procura de
distintos goces palatales, y adornaba cerdos jóvenes con hojas de
tomillo, y hacía codornices en fragor de juegos sabios. Eso sí,
invariablemente a la luz de una escondida botella de coñac.
Vinieron, después, elogios y ascensos. El chef lo nombró a la
diestra de su delantal, y le triplicaron el sueldo. No podía quejarse, su
estatus alcanzaba el anhelo de la mediana bourgeoisie: calefacción sin
límites, un abrigo Saint Laurent, amigos sólo para hablar acerca de las
nubes del tiempo, un pliego de ingreso en la seguridad social y
vacaciones con garantía de playas anuales.
Otros ecos, otras voces, lo llamaron desde la inconsciencia. Fue
barman en un pub de cervezas londinenses, donde aquel viejo tocaba
la misma canción y los beodos infligían su aliento de pocilga; en Oslo
lanzó dados contra una suerte de idioma incomprensible; y Budapest
lo vio trabajando en la hostería Obuda, en El Ciervo de Oro, en
Alabardos y los comedores de Apostolok.
Viajó a Milán, Nápoles y Siena para atizar fogones inmundos. En
Varsovia ofreció salchichas a precio de mercadería negra; y en
España, ya cansado de tanta errancia, compró un diploma falso:
“Periodista de la Universidad Cervantina”. Sin más tardanzas regresó a
su dominio natal. Los muebles estaban en el lugar de siempre, y la
transparencia de su madre —inquieta, diminuta, febril— colmaba los
espacios. Una caja de coñac lo ayudó en el embrollo de las ofertas de
empleo.
Cuando se creía destinado a la languidez perenne, leyó que el
diario Orbe (dos mesas de redacción y escasos ejemplares)
necesitaba un periodista que escribiese la columna gastronómica. “Me
llamo Ferdinando pero prefiero que me digan Jean Luc, porque es
francés y nouvelle vague, sonoro y mundano”. El director lo aceptó con
cosquilleos de grandeza, pues nunca imaginó que tendría en sus filas
a un verdadero connaisseur.
Jean Luc, ataviado de ardides escriturales, utilizó en las crónicas
los mismos procedimientos de la alquimia de cocina: una pizca de
ironía, dos granos de mordacidad, esencia breve, humor al dente y el
aderezo de quien transmite confidencias. Enseguida el número de
lectores hizo aumentar el tiraje y el valor del periódico. Ningún gourmet
iba a lugares fortuitos sin antes devorarse los artículos saboriles;
ninguna dama de rango o de arrabal solicitaba un plato que no fuera
indicado por el sabihondo guía. Y en secuencia de halagos, las
opiniones favorecieron a Jean Luc: “Crítico de cinco lauros, profeta de
la majestad apetitosa, incentivo para el deseo...”.
Su primer alboroto de saña histórica tuvo como escenario el
restaurant Koo Mow, establecimiento de viandas chinas que iniciaba
en el país los gustos de Sichuán. Sin aviso protocolar, Jean Luc asistió
con su gordinfle poco común a la cena de las nueve en punto. Los
comensales (artistas, prestamistas, banqueros, teatreros) bullían una
afirmación de delicias orientales, mientras probaban los platos
exclusivos. El humo en espesura impidió que Koo Mow, dueño y
vértebra de la casa, reconociese al escribidor. “Tráigame lo que
quiera”, ordenó Lean Luc; y después de la sopa ajerezada le
presentaron una gran bandeja de carnes mixtas y vegetales ambiguos.
Al apenas tocar con su lengua la pastosa falsificación, gritó:
“¡Malditos!”, y profiriendo aullidos abandonó el local.
La crónica de antología (“Ratas chinas”) mantuvo en el vilo de
emoción a la clientela del periódico. Koo Mow —tras jurar de distintos
modos que no sacrificaba roedores— se cortó las venas como harakiri
de dignidad. Todavía en el hospital, las páginas de sucesos lo
enteraron de un nuevo descalabro: su negocio había sido arrasado por
una turba que reclamaba venganza. Jean Luc, sin misericordia, se
solidarizó con los asaltantes. “Ya no existe el peligro amarillo...”.
Los escándalos acicatearon la pugnacidad crítica de Jean Luc.
No era extraño observarlo, bajo escudos de anonimato, en función
degustatoria de setas del monte Revard o cuellos de oca rellenos,
para luego electrizar a su poderosa audiencia, “Sobra acidez y falta
espíritu”, “Literalmente detestables”, “La cocina es arte, no una
aproximación ridícula”.
Cada palabra que escribía se trasladaba boca a boca, como un
rumor terrible. Y sus seguidores, en prueba de lealtad, elevaban
cualquier tugurio hasta la cúspide del asombro, o derruían la fama de
los restaurantes más nobles. En paralelo, Jean Luc, el solitario, el
misógino, sólo hablaba con cucarachas nocturnas, al lado de su eterno
remolino de coñac.
Otro desenfreno lo mantuvo en el tifón de la celebridad durante
varios días, porque Julián Treviño, catalán exagerado, lo retó a duelo
mortal sin escogencia de padrinos. Lugar: la tasca Julián; armas: dos
sables moriscos; fecha: Sábado de Gloria; hora: las nueve de la
mañana.
Jean Luc acudió en camisa, bombachos de dril y una bufanda
con tiznes mugrosos. El vozarrón de Julián se levantó en sumario:
“¡Prepárate, hijo de puta, que vas a morir!”. Jean Luc revisó la
empuñadura de su arma. El catalán, iracundo, se le encimó. Lucha
desigual de experto contra obeso: habilidad contra inercia de
dromedario. La bufanda obtuvo tres perforaciones anodinas. Jean Luc
sudaba, rugía, entresacaba fuerzas de espadachín voluminoso para
preservarse del ataque. Con desconcierto, sintió una fluidez como de
sangre. Era sangre. Julián, creyéndose vencedor, arremetió el estoque
definitivo, pero su enemigo lo evadió en milésimas admirables e hizo
que rodara por las losas. De inmediato Jean Luc, en acción veloz,
colocó su mole sobre el pecho del adversario: la muerte refulgía a
alturas de prontitud, el sable tenso aguardaba la orden de
aniquilamiento. Julián cerró los ojos parano mirar su propia derrota,
aunque sólo escuchó un tropel de curiosos reporteros. Y así quedó la
escena inmovilizada en la fotografía, porque Jean Luc había dispuesto
que las cámaras entrasen cuando no existieran dudas acerca de su
triunfo.
El periódico se agotó a la vuelta de las esquinas, y fue necesario
aceitar las máquinas para la impresión de sucesivas ediciones. Los
lectores, enardecidos, pedían más y más detalles sobre la hazaña de
Jean Luc, y él los complació. Sus artículos novelaron el pormenor de
“la batalla”, con descripciones que exageraba a maniobra de adjetivos.
Julián pidió perdón en remitido formal, e interpuso un mar de viajes
para que se olvidase el asunto.
Encaramados sobre el escalón de la notoriedad, Jean Luc y su
pluma de ajenjo continuaron la “gran obra” de revelar la traición de los
impostores. El zoo humano siempre estaba presto para dotarlos de
temas memorables.
André Lescaux, un maestro de cuisine llegado a América en plan
de fatuas galas, inauguró su Maison André con champañas y canapés
de trufas. Allí se reunieron desde el secretario de la Presidencia
(cuyos adelantos educativos no sobrepasaban el “oui, bien sûr” hasta
el último embajador de la diplomacia gástrica, junto a chicas del jet-set
y brujas de edad senecta. Jean Luc asistió al festejo casi por
compromiso, pues desconfiaba de las monótonas algarabías. Prefirió
un whisky, “on the rocks, si es tan amable”, y se confundió entre
diálogos y cigarrillos para observar la celebración.
Le parecieron forzados los modales de Lescaux. Había en él una
rústica ansiedad que escondía tras un manso carácter de filósofo
vivencial. Y también le llamó la atención que disimulara, con olvidadiza
intermitencia, un defecto de cojera en la pierna derecha. Otro whisky lo
indujo a plantearse hipótesis arbitrarias: jamás había visto a un chef
renqueante... ¿por qué Lescaux?
Se despidió cuando el vernissage matizaba tedios cordiales. No
quería dormir y partió en procura de tragos. A la zaga del alba aún la
silueta de André Lescaux rondaba en los andenes de su obcecación.
Tenía la seguridad de que era un pícaro de mil crápulas, pero cómo
demostrarlo. Se acordó de “el Perro” Leo, homosexual y confidente de
la policía, y la misma mañana le escribió un petitorio en el cual le
rogaba averiguaciones a cambio de algunos abrazos y muchos
francos.
La espera fue un largo buzón de insomnios; y cuando ya casi
olvidaba los motivos de su inquietud, halló un sobre “exprés” con la
torpe caligrafía de Leo. Después de estrechas salutaciones, su amigo
le informaba que el verdadero nombre de André Lescaux era Casio
Pergolesi, un siciliano estafador a quien los tribunales de París habían
absuelto por falta de pruebas. Agregaba que las víctimas de Pergolesi
lo ametrallaron, aunque sin suerte, frente a su garito de Pigalle. El
resto contenía una narrativa de máscaras y aventuras: en Brasil como
alienista, en Argentina como profesor de astrología, en Paraguay...
No se alegró porque ello alteraba su rigurosidad solemne, pero
de inmediato redactó una crónica llena de sátiras (“¿Culinario o
falsario?”), para denunciar al engañoso lisiado. Los lectores
percibieron el mensaje, y por obediencia dejaron de asistir a la Maison
André. Alguien dijo que Lescaux, en argot siciliano, había prometido
desquites sobre un gato sin cabeza; otros, más dramáticos, le
achacaron la organización de una banda para asesinar al crítico. Jean
Luc, muy lejos de la cobardía, sonrió a gordura batiente.
El tiempo se ocupó de que las aguas retomaran el cauce de un
armisticio educado: Koo Mow se esmeraba en prepararle platos
originales; Julián —no menos amable—le ofrecía suculencias y
hervores; y André Lescaux o Casio Pergolesi lo convidaba (“¡Sólo para
usted, mio caro amico!”) a toda una gradación de sazones, empalagos
y laboriosidades. Jean Luc no volvió a escribir inclemencias sobre sus
antiguos enemigos, pero en privado se otorgaba el derecho de
avergonzarlos, “¡Retire de mi vista ese bodrio absurdo!”, “No me hable
cuando estoy en proceso gustativo”, “¡Horrenda mezcla de elementos
insípidos!”.
Desde Alsacia y Bangkok, desde Manhattan y Roma, le llegaban
misivas invitándolo como juez o charlista de cenáculos prestigiosos. La
Academia Lyonesa del Tenedor de Oro lo designó entre sus miembros
honorarios, y del Dictionnaire du goût le exigieron un curriculum para
incluirlo en sitial de orlas clásicas. Pero Jean Luc se negaba al flagelo
de los viajes, porque su ego se había acostumbrado a la molicie: tenía
ahorros, la asiduidad de los lectores, una pieza con panoramas
salobres, el estímulo de sus cucarachas de siempre y la atención de
los máximos restauranteurs de la capital.
Como el destino es monstruo de imperfecciones, Jean Luc
empezó a sufrir de rebeldías en el estómago, gases lamentables,
molestias ácidas, filigranas de dolor. Creyó que unas simples pastillas
lo curarían de la enfermedad, pero el achaque persistió sin treguas ni
alivios. Un repertorio de jarabes, emulsiones, tabletas y bebedizos
tampoco logró amainar su revolución pancreática: agruras, llenuras,
recurrencia de saliva mortal.
Y mientras más comía, más necesitaba de los calmantes, dentro
de un círculo cuya paradoja era él mismo: la gula con dispepsia
profunda. No quiso solicitar la ayuda de unos señores de bata y bisturí
que lo desvistiesen a obligación de rayos infrahumanos, “No, nunca,
jamais”, yprefirió el coñac de los olvidos.
Ahora se inquieta por el roce de la muerte. Camina con anciana
fragilidad, utiliza bastones, mira hacia espacios que no existen. Su
ironía también ha perdido certeros alcances, le cuesta el arreglo de las
palabras, rompe cuartillas, maldice, se embriaga. Aun así, debe salir
en persecución de noticias y escándalos que conmuevan a la
audiencia (“C’ est le devoir, Jean Luc, le devoir”). Sin embargo, no está
solo ni jamás le falta compañía, porque Koo Mow lo agasaja mediante
vitaminas de arroz chino, Julián demuestra su fidelidad con tazones de
caldos especiales, y Pergolesi se prodiga en bocadillos de almíbar.
Cada uno cumple horarios de atención y diligencia, para que Jean Luc
no abandone la comida.
El sueño se le escapa entre párpados abiertos. Las ideas acaban
en un hastío de letras. Redundan calificativos y quejumbres. Vomita
oscuridades.
Jean Luc sabe que ya los fanáticos no reclaman el periódico a la
vuelta de las esquinas. El propio director vaticina desastres: “¡Escriba
con el alma o cerramos!”. Pero el alma es una disputa de microbios, un
trastorno letal. Y por fin la hecatombe viene acompañada de la
esquela que anuncia cesantías: “Gracias y que se mejore, señor
Ferdinando-Jean Luc”.
La habitación oye sus gritos, sus reclamos, su opulencia de
dolores. Lo oyen también, al borde del lecho, sus nuevos y únicos
amigos. No posee músculos para levantarse, las afecciones le
revuelven martirios, siente el hígado como un volumen de
protuberancias y la cabeza no se aplaca en giramientos. Piensa que la
muerte, “¡Calva, puta, traidora!”, se lo llevará bajo ayunos indignos. Se
equivoca, porque ahí están sus camaradas, provistos de últimos
manjares y ceremonias, para que se despida a saciedad de gustos.
Antes de la agrura final lo comprende todo, porque ve en los ojos
de Koo Mow, Julián y Pergolesi una imagen de lento vidrio molido.
SEXO SENTIDO

Maximiano ve, desde su mecedora, cómo la línea del


horizonte oscila hacia arriba y hacia abajo, y no logra atrapar el
punto eterno, la seguridad de una quieta permanencia: está
condenado a la inerte inercia del tiempo, a la cadencia Strauss
de una madera de patas curvas, y pensar que yo, Maximiano,
morrocoy de cueros escleróticos, potro traqueado por los
traumas, caracol de cien mares promiscuos, todavía tengo
sangre gruesa en las arterias, potencia para regalar, pene sin
pena, verga vergataria que asombraría al más truculento de los
marineros del Caribe, y conformarme aquí (¡cuánto deslustre
octogenario!) con observar la impetuosa carrera de las niñas de
diecisiete años, el brote explosivo de sus senos atómicos, su
nalgudo superávit. Quién pudiese llamarlas una por una,
¡chiquita, ven acá!, ¡mucho busto, encantado de conocerte!, y
convencerlas luego para que me bajen de esta silla impaciente,
¡así no, doucement!, y procedan luego a despojarme de mi
virginidad de viejo, y nos amemos en espeso embrollo de
estrías y lisuras, y jueguen —estupendas, toscas e insólitas— a
nadar encima de mi tumescencia, y yo empapándome de sus
cabellos a contraluz de cielos jóvenes, activando mi próstata
jubilada, destilando impulsos de espermatozoides veteranos,
¡carajo, quién pudiera! Siempre los demás me trataron con la
distante compostura de una admiración ilímite, "Maximiano
Rendón, abogado, doctor en Ciencias Políticas, ministro", sin
saber, pendejos, que sólo me interesaba la alevosía del sexo,
la encarnizada carne, las magistrales infamias del amor
concupiscente, y que todo lo que hice en esta cachonda vida
fue corretear tras la sabrosura de muchas hembras, mientras
los varones —tan de corbata y tan ingenuos— me planteaban
conversaciones de complejísima lógica, y yo los atendía
desdoblado en ojos perseguidores de pechos, piernas y otros
abombamientos: "¿Qué opina, doctor?", y por cortés esclavitud
estaba en la obligación de responder un dislate afín:
"Completamente de acuerdo, me parece munífico su criterio",
aunque desease en verdad desabotonarme braguetas y
prejuicios para emprenderla allí mismo contra las hendijas de
mis venerables amigas, las mujeres.
A ellas, hechuras indulgentes y gallardas, debo la
conducta siempre erecta que adopté. Otilia me enseñó, en el
kindergarten amarillo de mi infancia, la milagrosa conjunción de
los tacos y las letras, "te equivocaste, Maxi, huevo no se
escribe de esa manera", y después me permitía rozarla con mi
pequeña palabra incorrecta, "está mal pero es rico, Maxi",
hasta que la maestra nos descubrió en la gramática indisciplina
del primer aprendizaje, "¡cerdos!, ¡enfermos!, ¡bestias!", y
llegué a la casa con una boleta de citación y una bofetada, y mi
padre —agente viajero de marca menor— colmó la sala de un
itinerario de sonrisas jactanciosas que casi impidió oír el drama
maternal: "¡Coño, lo que nos faltaba, igualito a su papá!".
Como no me aceptaron de nuevo en la escuela, a causa
de aquellas malévolas calificaciones, tuve que resignarme a la
atención del corral de las gallinas, y untado de repugnancias
arribé a la cruenta edad de los pantalones largos. La fecha
allanó mi resolución de escape, pues el viejo —con afecto
comprensivo— me montó en su carro Pontiac para que lo
ayudara en la faena terrestre de recorrer los parajes cardinales
de un amplio mapa comercial, donde vendíamos radios de
medio uso y mantas contra los fríos parameros y sortijas de la
buenaventura y reconstituyente "Yodotánico" y cualquier
maldito bien que sirviese para emitir facturas al contado. "¿Y
este muchacho?", inquirían las balzacianas dueñas de unas
análogas pensiones de paso; "es mi socio, mi socio",
contestaba el viajado agente muy repleto de cervezas, y luego
con un guiño y su voz baja me pedía connivencias,
"Maximiano, te duermes y jamás ronques", y ya dentro de las
piezas compartidas aprendí las veinte lecciones de amor y una
pasión desesperada, cuyo autor —mi padre adánico— ilustraba
prolijamente con fornicaciones, tactos, contactos, aullidos,
ósculos, chupamientos e inverosímiles posiciones de cópula.
Sin embargo, no obedecí las recomendaciones paternas
porque una luenga pubertad de treinta centímetros me obligó al
desacato, y una prístina noche (las otras vendrían después)
aproveché que mi progenitor silbaba pesadillas inconmovibles
para deslizarme hasta su camastro, y me atreví a subirme
sobre la dama de turno, por favor, déjeme hacerlo, y ella —
entre sonriente y cautelosa— accedió con un espumarajo de
avidez que le bañó la dulcedumbre venusíaca de su monte
propio, y mediante unas manos de soltura y juerga me indicó
las sendas disolutas, las vías del enviciamiento, la perdición del
perverso albedrío, y espasmódicamente callados nos libramos
varias veces de los arroyos ocultos y de los temporales deseos,
y no continuamos porque los bronquios de mi padre
amenazaban a cada rato con su asmático tictac despertador.
Jimena, en el desayuno, me sirvió pícaras raciones de caldo
retributivo, "para que regreses, carajito", y yo las tomé azorado
de conciencia por mi simbólico parricidio.
A partir de aquel momento nuestra peregrinación mercantil
me trajo adicionales fascinaciones, porque como buen
navegante de tierra firme en cada puerta tenía un amor. Las
propietarias de las posadas rivalizaban en agasajos y lisonjas a
fin de que las proveyéramos de prácticos contentamientos, y a
mi padre le obsequiaban devastadores tarros de Heineken para
que más tarde yo lo suplantara en el arte copular. Y él
pensaba, dentro de una llana deducción de debe y haber, que
el triunfo en los negocios provenía de su versada pericia, sin
imaginarse la actividad técnica y furtiva que su hijo
desarrollaba. Pero a la postre develó la incógnita y se desveló
para siempre: fue en Quebrada Caliente, un pueblo
cochambroso y ofuscado donde hasta los zamuros se
apareaban a la vista pública. Doña Leticia, patrona del
Paradero Invencible, nombre tan motivador como augurante, se
esmeró en la preparación de un venado afrodisíaco relleno de
ajíes y criadillas, cilantro y perejil, y roció nuestra macha
apetencia con caudales de anís y una blusa entreabierta, y en
la celebración cantamos percances gardelianos y boleros de
Ortiz Tirado, y Leticia "subamos, subamos", y mi padre me
recalcó la sempiterna orden de dormirme sin ronquidos, y lo vi
luego con su ñinga mohosa tratando de impresionar a la
posadera, queriendo revivir antiguas tumefacciones, imposibles
cortejos, y cuando hubo soltado su triste sanguaza hundióse en
sueños moribundos, y Leticia "ahora tú, ahora tú", y no me
quedó alternativa —en defensa del fálico escudo familiar— que
demostrarle a aquella relinchona mi gran calibre amatorio, y
fueron tales los jaleos, exclamaciones y chirridos que el viejo se
despertó; no dijo nada pero sus ojos añil derramaron dos nubes
de recriminación. No volvió a hablarme ni a compartir
aposentos; y algunos meses después detuvo el Pontiac en
medio del asfalto estuoso, y me despidió con gritos de "hasta
nunca, vergajo, espera tu castigo".
Hubiera podido escribir en la madurez una fresca novela
por entregas bajo el título El joder ejecutivo, basado en las
centenares de mujeres que se me entregaron, o quizás un
impúdico ensayo sobre el comportamiento del instinto ("De
anales, manuales y canales"), pero el tiempo resultó escaso y
muy vasta la cola de morenas, zambas, negras, albinas,
catiras, catirruanas y catirrucias que aguardaban por mis
edulcoraciones. Con observarlas durante un instantáneo lapso,
sabía de sus respuestas horizontales: las menudas, por
ejemplo, ¡ah, las menudas!, acabarían galvánicas y repetitivas
sin ninguna solución de continuidad, mientras las esbeltas
serían pausadas en la zambumbia eyaculadora, y así sucedió
con la viuda y sus cuatro yeguas adolescentes que me
recogieron del abandono con la feroz intención de que yo
posteriormente las recogiera a ellas.
El femíneo quinteto no era un dechado de irrebatible
belleza, mas entre todas formaban equipo para complacerme
sin mesuras ni vergüenzas; y como se transmitían técnicas de
alcoba, pronto convirtiéronse en resabidas expertas sobre mi
cuerpo presente. Pese a la satisfacción incondicional, me
evadía del blando cerco e iba en captura de disímiles
penetraciones. Jamás sintieron celos, pero les dio por la
maternidad, vicio que produjo ocho ruines criaturas en
constante interrogatorio acerca de cigüeñas y parentescos. El
berrinche familiar casi me enfermó de impotencia coeundi y por
eso huir con Marcela, la única estéril, a desembarazarnos del
caos en ciudades distintas.
Marcela consiguió empleo a faena completa en un
internado para señoritas, y con autorización de la superiora
establecimos nuestra isla coital en un cuartucho rodeado de
castas aulas. El diablo padre me había puesto en el centro
ardiente de la más pasmosa pléyade de capullos, pimpollos,
mancebas y chavalas, y tanta finura del infierno no era aliño
despreciable. Las mozas, sin embargo, rechazaban mi rústica
altivez porque yo no sobrepasaba en sapiencia a un intacto
campesino, y prueba reveladora fue que cuando escuché la
palabra "paralelepípedo" creí que aludía a un ungüento en
beneficio de las erecciones. Me impuse, entonces, el templado
reto de superar la situación, y estudié en tortuosa soledad las
integrales materias de la primaria galicista y del bachillerato
gringo, y a medida progresiva las niñas fueron interesándose
por mi aptitud de self made man, "¡Maximiano, léase esto!",
"¡Maximiano, dibuje sin copiarse el aparato reproductor
masculino!", "¡Maximiano, déjese de chistes subidos y de
subirme la falda!". Me adentré también en los resplandores
literarios y en sus moldes de conquista: Casanova, el rojinegro
Julián Sorel, Petronio el desenvuelto, y ellos guiaron los pasos
de mi lávica esperma. No hubo rincón escolar, tejado,
laboratorio o patio nocturnal que no sirviese para los placeres
refocilantes, y las damitas comenzaron a quererme con locas
adicciones, y me pedían en el expreso clímax que declamara
trozos del Satiricón o hablara sedativo como el personaje de
Stendhal. Mi fama erótico-literaria traspasó las imberbes
fronteras del colegio y me vi forzado a ampliar conocimientos
porque algunas señoras de versación universitaria deseaban
dirimir conmigo cuestiones de alcoba y poesía. La pobre
Marcela, ya andrajosa por las angustias, no pudo aguantar la
afrenta de encontrarme en mimos de desnudez con sor
Catalina, y nos denunció ante la madre regente, "¡venga rápido
para que sorprenda a los pecadores!", y yo corrí en cueros
asustadizos y nunca más me acerqué al arcoiris de ese olimpo
de empalagos.
Deambulé durante varias semanas y poluciones cual
"jodío errante", con el objeto de que nadie me sorprendiera en
mi mala fe. Quise evitar coitos incautos, nérveos relajos; y
atendiendo una insinuación de mi sesuda testa inferior recurrí a
los consejos de Ada Mendible, presidenta de la liga Pro
Identidad Nacional, quien estimó propicio enrolarme en su
organización como secretario privatísimo. Ella fue la
responsable de que obtuviese un par de borlas jurídicas
(abogado y doctor), pues no concebía que se le encaramara
bramante un improvisado cualquiera. Y por mediación de mi
Ada Mendible conocí los furores uterinos de centenas de
matronas civilistas y presté asesoría íntima a cuanta empresa
mujeril demandó de mis desmanes. El éxito, esa locura de los
inocuos, llegó casi sin advertirlo, y me transformé en el
libidinoso más respetado del país, y bocas débiles sugirieron mi
nombre a sus maridos para todo cargo que significase una
tierna cercanía, "Maximiano Rendón, procurador, fiscal,
ministro", y yo rehusaba entrevistas y tertulias sociales porque
mi afincada ambición era hallarme en tálamos ajenos
incrustando mi crustáceo.
La engañosa existencia transcurría con muelle serenidad,
con suelta fluidez, como si una vaselina invisible recubriera mis
actos y mis antojos, "polvo eres y entre polvos vivirás", y
conjeturaba una fornicadora perspectiva de seducciones, y tuve
la certidumbre de que en el solar del destino me aguardaba una
vagina inmensa y honorífica: la alta magistratura de la
República, tangible premio a los macizos servicios
desempeñados. Seguro de mi tirante inmortalidad, acepté por
breve período nuestra representación diplomática ante un
voluptuoso gobierno del Asia, y lo hice con exclusivas ganas de
acrecentar secretos orientales, pero de allá me trajeron vuelto
un harapo de viruelas, un espectro de poros en ignición, y mi
camino se tornó interruptus, y sufrí la agonía de reprimidos
priapismos, y las mujeres trocaron sus admiraciones en ascos
excelsos, y los abrazos quedaron como hueras fórmulas de
esquelas por correo, y toda la infinitud se redujo a este exilio de
mecedora y hospital, a este vaivén Strauss que no logra
aprisionar el horizonte, y por treguas del azar he coincidido
aquí con mi centurio padre, y a dúo amistoso gritamos: ¡por
favor, niñas! venid a nosotros, somos los Rendón, vergas
vergatarias, asombro de los marineros del Caribe
PERIPECIAS DE UN ANTIGUO ESTUDIANTE SUBVERSIVO

Yo nací en una localidad de esta ribera del Arauca vibrador, y soy


hijo de mi mamá (evidentemente) y de un padre que nunca me
reconoció. Por eso sólo me llamo Marcelino López. “¿López qué?”,
preguntaban algunos con ironía; y yo contestaba “López sin más
apellidos, como el hijo de la puta que te parió”. Y no continuaban
insistiendo porque sabían de mis habilidades en la arena de los
coñazos boxísticos.
De aquel pueblo no hay mucha tela para contar. Poseía dos calles
principales y una misma tradición de vicios nobles e innobles. Entre los
nobles, estaban el trabajo de “sol a asombro”, la disposición de
tomarse cualquier cantidad de cervezas, y el uso abusivo del sexo
(inclusive con animales de corral); y entre los innobles, el chisme
calumnioso y la manía de apoderarse de tierras ajenas. Yo disfrutaba
de la primera categoría de vicios, exceptuando el trabajo porque me
hallaba sin empleo; y nunca me sentí agobiado por el segundo grupo
de vicios, pues acepté mi condición natural de hijo idem y no tenía
bienes raíces que fuesen objeto de envidia.
Cuando cumplí la edad de dieciocho años y no lograba meterme
dentro del cacumen las matemáticas de bachillerato, decidí venirme
para Caracas a probar heroica suerte en diversos oficios. Era día de
los Reyes Magos, y me disfracé de Baltasar para que en el autobús de
la Línea ARC creyesen de buen pronóstico montarme gratis. Así
ocurrió y llegué a la capital con ánimo capitalista, aunque sin ningún
contacto que me permitiese el inicio de actividades medianamente
lucrativas.
Desde que aprecié la magnitud de Caracas, con sus nuevos
vicios y grandes edificaciones, le comuniqué a mi otro yo el
ensanchado deseo de quedarme aquí hasta que el destino lo
permitiera. Y oí la respuesta en el propio centro del cerebelo: “Te
acompañaré siempre, Marcelino, no te (des)preocupes”.
Mi trajín, entonces, fue puro merodeo por barrios de pobreza crítica
(como hoy la denominan), donde no se conseguían los beneficios de
un almuerzo ni los favores de damas de ninguna edad. Para la
satisfacción del hambre, aprendí a maullar como gato “siete muertes”
con el objeto de que me tirasen cualquier sobrante; y por ello en
jodienda me apodaron “El Gato López”, alias que todavía conservo (¡a
mucha honra!).
Enflaquecí a ras de los huesos más internos, caminaba como un
zombie con síndrome estúpido, el pelo me creció en forma de palmera
enana, la ropa se me deshizo en flecos, los zapatos parecían de
cartón (piedra), y no tenía el vigor necesario para entablar una
conversación sencilla.
Cuando creí que me llevarían con todos mis restos a un
cementerio de beneficencia, leí en un periódico gratuito la oferta de El
Jardín de los Suspiros, casa de pompas mortuorias muy conocida en
los altos fondos de la ciudad. Buscaban un recepcionista y ayudante
de preparador de cadáveres (“Joven, de buen porte, con habilidades
manuales, experiencia no indispensable. Sueldo a convenir y horario
nocturno”), requisitos que yo cumplía sin amplio esfuerzo. Animado por
el aviso, me lavé en las aguas de una plaza, alisé los harapos, puse
cara de Gran Enterrador de la Comarca y me largué hacia el futuro.
—¿Aquí es donde necesitan de mis servicios?-, inquirí con el
desparpajo de quien se aferra a su ataúd de salvación. A Don
Malaquías, dueño del establecimiento y figura tan tétrica como la de
los (santos) óleos de El Greco, le bastó mirarme la indigencia durante
un mísero minuto para saber que yo era el tipo adecuado, pues
aceptaría el menor sueldo reglamentario. “Trato hecho”, expresó sin
dudas turcas, y de inmediato comenzó su clase magistral sobre las
profundas concepciones del negocio: “Un cadáver, amigo, aunque no
hable, no se enfurezca ni sonría, sigue siendo una persona de respeto.
Sí, de respeto, porque él partió pero obviamente deja bienes... y
permanecen sus fa-mi-lia-res. ¿Acaso ha visto mayor disposición que
la de una viuda para suscribir giros luctuosos? ¿Se ha topado con un
sobrino en plan de deslastrarse de su tía millonaria? ¿Nunca percibió
la celeridad de unos hijos a la hora del entierro paterno?”.
El hombre alzó el volumen como si lo escuchasen los miembros
de la Asociación Nacional de Funerarias y Afines, y prosiguió: “Por
ningún motivo discuta con los deudos, convénzalos de los últimos lujos
de una urna de roble en el Reino Terráqueo de El Señor, diríjase a
ellos con mezcla de dulzura y seriedad, y plantee el pago en efectivo
pero sin cerrarse al crédito, ¿me sigue el hilo? También es de
primordialísima importancia la utilización del lenguaje correcto, porque
ahí está la base del éxito. Jamás diga “muerto”, ¡oh, no, qué horror!,
refiérase al “difunto” o la “difunta”, o preferiblemente al “de-cujus”, y
siempre añada algún agradable calificativo de manoseo común (¡El
de-cujus quedó igualito!, ¡buenmozo el difunto!, ¡parece que la difunta
estuviera dormida!)”.
“La preparación de cadáveres -agregó Don Malaquías con voz de
ultratumba moderna- no es una tarea nimia sino un arte. Usted debe
observar por largo tiempo al occiso, imaginando cómo actuaba en
vida, para luego resaltarle las frígidas facciones y convertirlo en algo
que produzca impacto. Nada de parches o tapones en los oídos, a
menos que no haya manera de esconder la detestable sangre.
Asimismo, la armonía del claroscuro posee sus secretos: eluda la
exageración y los tonos fuertes, porque el tránsito hacia el otro mundo
obliga a la sobriedad. ¡Un fallecido nunca puede equipararse con una
bataclana de circo! Apúntelo. Por hoy es suficiente”.
Empecé el trabajo sin ninguna pasión mortal, sobre todo porque
era dificultoso entrar de golpe al lúgubre ámbito de quienes nos
resultan extraños, pero yo mismo me sorprendí del avance que obtuve
en la profesión funeraria. Sacaba provecho de las lacrimosas
situaciones para vender los mejores féretros y las criptas de más
amplitud; me transformé en un elegante vampiro de los pactos al
contado; utilicé las vías sinuosas del mercachifle que atenúa dolores
(“¡Llore sobre mi hombro, doña!”); me comportaba con extrema
dignidad bajo el rigor de un terno cruzado, y cobré fama de artista
egipcio en el maquillaje de momias recién muertas.
En este aspecto, o sea, en el de cuidar la fachada de los
candidatos a inhumación, demostré certeras y lúcidas inclinaciones,
porque desde mi niñez me gustó la plástica (decoraba los baños con
falos proverbiales, hacía caricaturas del Jefe Civil desnudo, remitía
cartas con paisajes de amor sanguinolento). En suma, la remodelación
de cadáveres fue un camino para la trascendencia: cuando constataba
cómo un guiñapo podía modificarse por gracia de la pintura en bello
sujeto de entierro, sentía que Miguel Angel Buonarrotti era un aprendiz
al lado mío. Y a los fines de lograr la exquisita perfección, ingresé en
el Círculo de Artes y compré decenas de libros sobre polvos,
coloretes, afeites y depiles.
El horario nocturno, lejos de amilanarme, me causó placer. Los
occisos, por supuesto, nunca atinaban vocablos de fastidio; no había
ruidos, salvo el de unas moscas redondas que querían chuparse la
mala suerte del género humano; las bombillas, a luz de pocos vatios,
conferían penumbras gratas al ambiente; un ventilador de cielorraso
espantaba los olores del formol; la música, trasmitida por Radio
Continente, me permitía bailar a solas; y no padecía de los espeluznes
del insomnio porque las urnas estaban acolchadas y yo me
arrellanaba -cada vez- en una distinta.
Aunque era feliz dentro de ese espacio trágico y el sueldo
alcanzaba hasta para pecar con novias de ocasión, retumbó en mi
cráneo la idea de concluir el bachillerato e inscribirme luego en la
universidad. Don Malaquías sugirió la carrera de Derecho, “para que
sepultes jurídicamente a tus enemigos”, y buscó la sapiencia de un
maestro alcoholizado (pero aún ducho en matemáticas) con el objeto
de que me enseñase los misterios de los números y los exámenes.
Al cabo de algunos meses, aprobé sin diplomas honoríficos el
último año, y corrí hacia a las aulas universitarias para volcarme en
leyes, estatutos, códigos y cafetines. Y digo cafetines porque allí
pasaba casi todo el tiempo, entre cigarros eufóricos, conversando con
otros alumnos sobre lo divino y lo banal o acerca de divinas
banalidades. Un día me presentaron a Leoncio, especie de huracán
ambulante que hablaba sobre temas desconocidos para mí: la libertad,
las persecuciones del gobierno, el valor de los poetas, la democracia,
la obligación de organizarnos. Mientras le oía, me sentí tan muerto
como mis de-cujus porque nunca había penetrado en asuntos de ese
calibre; y entonces juré, por un puño de cruces abstractas, que me
haría compañero de Leoncio para sorber sus palabras. Él se dio
cuenta de mi turbación y me preguntó: “¿Cómo te llamas, eres
nuevo?”. Me llamo Marcelino López, y ya no soy nuevo.
Desde aquel día no nos separamos. Ayudaba a Leoncio en el
acopio de todo el material de estudios porque “su trabajo” le impedía
asistir a clases, y además me encargué de rellenarle un cuaderno con
las anotaciones en clave que me dictaba. Cuando consideró que yo
estaba preparado para la “revelación”, me invitó a la Cervecería
Munchener y luego de cuatro jarras alegres se extendió sin pausas.
Mezclaba citas novelescas con episodios de su niñez, dijo algo sobre
Gorki y abundó acerca de los compromisos sociales, se refirió a los
peligros de la política, contó las hazañas de los camaradas que se
oponían al gobierno y, por último, me tomó por el cuello -como en un
film de pactos secretos- y susurró para que sólo yo lo percibiese:
“Quiero que desde hoy formes parte de nuestro grupo clandestino”.
En ese momento no logré ensamblar la realidad y las
imaginaciones, porque una sensación de mareos planetarios me
dislocó la cabeza. Vi a Leoncio cual Sandokán furioso levantando
espadas contra la policía, la barra del Munchener se me vino encima
con su arsenal de botellas, la mujer de al lado amplió una mueca de
túneles infinitos, el mesonero alcanzó las dimensiones de una barrica
de cerveza alemana, y yo no comía salchichas sino Declaraciones de
Derechos Humanos. “Permiso, Leoncio, voy al baño”.
En el baño tampoco conseguí la paz. El orine inundó los
silogísticos límites de mi entendimiento, y me senté sobre la poceta
imitando al pensador de Rodin. “¡Carajo!, ¿por qué abandoné el
pueblo donde vivía, por qué no me devuelvo ahora mismo?”. Mi madre
(con la cara de Leoncio) abrió la puerta y me dio unas palmaditas en
las mejillas: “Estas borracho, Marcelino, te llevaré a la funeraria para
que duermas. Después hablamos”.
Al despertarme, uní a retazos lo sucedido. La cobardía de la
víspera me avergonzó hasta el tuétano del alma. Aún temblaba, aún el
sudor exhalaba mugres etílicas. Por fortuna, dos copas de añejo me
recompusieron el ánimo y salí en búsqueda de Leoncio. Lo encontré
en la biblioteca consultando El espíritu de las leyes. Parecía menos
joven y más fuerte. Ensayó una sonrisa para saludarme y yo lo abracé
fraternalmente: “Acepto, Leoncio, acepto”.
Con aquel abrazo comenzó mi destino de activista político, única
posibilidad que no había contemplado dentro de las ingenuas
cuestiones del horóscopo. Sin embargo, me agradó la escogencia
porque significaba un riesgo y una manera de sentirme útil y, sobre
todo, porque permanecería siempre cerca de Leoncio, el jefe de los
estudiantes, el líder, el hombre de las cien identidades. Cuando él se
percató de mis astucias para cumplir las órdenes y escapar de los
cercos policiales, me fue asignando mayor responsabilidad hasta
elevarme al comité ejecutivo de las células universitarias.
En El Jardín de los Suspiros, con su tinglado inocente, habitó el
centro de las conspiraciones. Allí nos citábamos por las noches para la
celebración de las reuniones y la distribución de la propaganda. Los
camaradas iban vestidos como deudos y nadie suponía, al vernos en
trance lloroso, que éramos enemigos del gobierno. Afuera, la actitud
rebelde tomaba cuerpo: la gente no acataba los mandatos oficiales, el
boicot se erigió en diaria forma de lucha, y los espías se volvían locos
porque les resultaba imposible descubrirnos. Don Malaquías empezó a
sospechar, pues se ufanaba de un olfato especial para conocer los
vericuetos de la conducta humana. Una madrugada, sin avisarme, se
presentó en el negocio: Leoncio se hallaba discurseando encima de
una urna, yo escribía mis notas, la compañera Marielena enroscaba
las mechas de las bombas molotov, algunos compañeros -dentro de
los ataúdes- seleccionaban panfletos mientras otros los envolvían en
paquetes de propaganda. Entonces don Malaquías otorgó una mirada
a la pequeña asamblea subversiva, se abstuvo de comentarios y me
llamó aparte. Apoyó su mano izquierda sobre mi hombro tembloroso y
dijo: “Te comprendo, Marcelo, pero no vuelvas”. Salimos uno a uno,
como si se tratara del entierro más pesado de la eternidad.
Nunca más vi a don Malaquías porque murió de muchos
hematomas en los calabozos de la policía política: lo acusaron de
dirigir las células de la revuelta universitaria e inventaron lo del
ahorcamiento. Yo por fin me gradué de abogado, me casé con
Marielena, compré El Jardín de los Suspiros y tengo hijos revoltosos y
revolucionarios.
Hoy, después de casi una vida, aún le pido perdón al amigo y
maestro Malaquías en la etérea comarca donde se encuentre.

EPICENTRO DE VARIAS VIDAS


A la memoria de Alí Rodríguez Araque

El comandante Fausto, barbudo y guerrillero, huye por cuestas


y espesuras de los asedios del ejercito. Le acompaña, como una
vehemente sombra fiel, su camarada Sabino, fraterno desde las aulas
de la universidad. Ya no recuerda, ¡poco importa!, los años que lleva
en esa utopía de la insurgencia: la consigna es luchar hasta vencer,
aunque los cielos sean adversos y en ocasiones sienta que falta
mucho para imponerse a los enemigos.  Llueve y no escampa.
Cualquier eco determina un alerta, incluso  las gotas de aguacero.
Fausto y Sabino casi no hablan. Conocen, desde la intimidad, lo que
van a decirse; por ello prefieren los largos silencios, la elipsis de las
redundancias, la omisión de las palabras sobrantes. Caminan hace
días por la montaña de El Cristo, desde que la reunión del Frente
decidió que todos los camaradas se dispersaran para luego
reagruparse en la capital. Fausto no estuvo de acuerdo, pensaba que
sería dar marcha atrás a las acciones de combate, un repliegue inútil.
“¿Inútil?”, vociferaron los demás. “No tenemos municiones ni comida,
los contactos de apoyo se han debilitado, el ejército nos rodea y
persigue. ¡Fausto, entiende!”. Fausto acató la decisión de la mayoría,
Sabino hizo lo mismo, y ambos partieron como inseparables espíritus
armados.
La montaña es un áspero verde vegetal que congrega ruidos,
intimidaciones y urgencias, pero los dos hombres poseen la astucia de
la costumbre y por ello son como sombras escurridizas que superan
abismos y temporales, y mitigan la sed en los manantiales y comen
frutos de árboles sin nombre. La trocha los dirige hacia un pueblo de
casas desahuciadas, donde subsisten compañeros que pueden
procurarles ayuda. No, no hay camino de retorno, los militares forjan
atrás bloqueos ineludibles y obtendrían cuantiosas condecoraciones
de latón castrense si logran apresarlos (o ajusticiarlos de inmediato).
Fausto y Sabino llevan el morral y el fusil sobre la espalda húmeda;
Fausto porta un diminuto  radio transistor para oír las noticias.
En Caracas se celebra el cuatricentenario de la ciudad capital.
Durante toda una semana, habrá festejos,  desfiles y boatos. Ya están
ahí, por invitación del Presidente de la República, decenas de
relumbrosas personalidades del planeta. Caracas destella honores y
atributos de existencia, los ciudadanos se consideran parte del
encomio de las raíces. El Concejo Municipal, ahíto de banderolas,
recibe a Arturo Uslar Pietri en la antigua edificación que le sirve de
sede, y el novelista –asiduo de la oratoria– observa al público con
pausa histriónica antes de iniciar sus palabras. Fausto, entre breñas,
afina la sintonía de la radio para no perderse ninguna incidencia,
mientras Uslar se coloca los anteojos  y lee: “Quieto y vacío estaba el
valle en la mañana de la anunciación, firme y alto el limpio cielo azul,
cuando el pequeño grupo de hombres armados y de indios desnudos,
plantaron el rollo, levantaron el estandarte…” Fausto detiene la
marcha, sorbe agua de la cantimplora, estira los músculos, suda
humedades esféricas,  escribe algo en el enredijo de su libreta sin
apartarse del discurso, “y anunciaron a la inmensa vastedad vacía la
voluntad de hacer nación. En la voluta de una nube, alguno miraría la
silueta de Santiago, que arrancaba al galope hacia los combates del
porvenir…” El comandante Fausto retoma el agobio de la andanza
porque siente a lo lejos perros de presa y bullas militares, “Don Diego
de Losada, un hidalgo típico de la empresa de las Indias, el 25 de julio
de 1567, vestido con sus mejores galas, formada en cuadro la tropa, a
caballo, con la espada desnuda, en presencia del escribano, corta
ramas, planta el rollo y declara fundada la ciudad de Santiago de León
de Caracas”. El auditorio aplaude, lleno de fervores; Sabino se
acomoda la oscilación del fusil, Uslar Pietri demuestra su
agradecimiento con breves dejos de cabeza, soles alternos brillan en
la ciudad y en el monte, Fausto advierte que no hay sendero hacia el
pueblo donde les prestarán auxilio y solidaridad, los perros siguen
ladrando su saña de colmillos. “Estamos jodidos” murmura el
comandante Fausto; el retumbo del  único subalterno le contesta, “sí,
jodidos estamos”.
La radio, en directo, efectúa la trasmisión de las
conmemoraciones diarias. Fausto camina sobre lajas y pedruscos y se
entera de que las Academias están reunidas para homenajear a la
insigne Caracas.  “Se da comienzo al acto”, notifica el anciano de
mayor rango y librea negra; seguidamente otros longevos
protocolarios se turnan en el uso del paraninfo. Los adjetivos cabalgan
sin recato ni comedimiento, Caracas es “sultana altiva y joya excelsa”,
las loas se adornan de ripios y las frases carecen de comas. Fausto
sonríe frente a la exaltación de los vocativos, pero la sonrisa no le
hace olvidar dónde se encuentra. Los canes de presa ladran rabias
hirientes para merecer a sus dueños, se desprenden brozas de un
araguaney, los pájaros envuelven el aire con alborotos de sombras.
“Apenas quedan cuatro panes  y una lata de sardinas”, apunta Sabino
mirando hacia los escombros de la tarde.
Las emisoras difunden a continuación la gala litúrgica que tiene
lugar en la Catedral de Caracas. Fausto y Sabino, exhaustos de
trajines, descansan con ojos de vigilia y otean desde lejos el pueblo
que deberá protegerlos. El cardenal, flanqueado de arcaicos e
ilustrísimos obispos, oficia una misa de acción de gracias por la data
fundacional  de la ciudad, y están allí –solemnes y enfáticos–
representantes de las diversas “fuerzas vivas” del país,  para escuchar
la ceremonia, mientras Fausto se aproxima con sigilo al poblado. Las
campanas de las iglesias caraqueñas repican sus honores, y en los
cuarteles 400 cañonazos dan vítores a la nueva centuria. Fausto se
opone a aceptar la evidencia: de aquel pueblo que les prestaría
ayuda, nada más existe la desolación de sus casas muertas y el
terror de un reposo sin sobrevivientes. Fausto y Sabino,
enmudecidos, circundan varias sendas para tomar otro rumbo.
El purasangre “Comanche”, veloz enviado de México, cruza a
tenso e intenso galope el hipódromo de La Rinconada y gana la copa
del Gran Derby Cuatricentenario. Los locutores alaban la hazaña
equina, las gradas rugen sus agitaciones de monstruo público, Fausto
afina la sintonía del pequeño radio-receptor para evitar las
interferencias. “Si atravesamos la vía norte, podremos reunirnos con
los demás compañeros”, dice Sabino como en acto de reflexión
automática; Fausto mueve, afirmativo, la cabeza.
Un jurado internacional escogerá a la Reina de Caracas. El teatro
se halla repleto de hombres del gobierno (en traje de pingüinos
circunspectos), embajadores de diversas naciones, periodistas de
pasarela, fotógrafos y curiosos. Una docena de muchachas –al borde
del llanto feliz– pugna por la corona de los cuatro siglos. Fausto y
Sabino enderezan sus pasos hacia el norte y, venturosamente, no
advierten  a las fuerzas enemigas; Sabino, aunque no cree en ninguna
religión, se persigna en señal de gratitud. Cada muchacha camina por
el escenario, exhibiendo sus redondeces, y contesta las vacuas
preguntas del animador. El presidente del jurado ruega silencio porque
anunciará el nombre de la ganadora. Intervalo de nervios, finalistas
que se toman de las manos para aguardar el veredicto, expectación
ansiosa. “La Reina de Caracas es la señorita…” Aplausos, algarabía
genérica, silbidos, flashes. Sabino le comenta a Fausto que conoce al
padre de la chica; Fausto se detiene para examinar un mapa. “Vamos
bien”, concluye.
Los días se suceden con deferencias y tributos para la
metrópolis, Fausto todo lo capta mediante el radio transistor. Por las
avenidas desfilan carrozas de parroquias y organismos en
competencia de exaltaciones. Fausto y Sabino sortean, a cálculo de
mañas, el primer anillo militar y prosiguen su caminata. De las
viviendas, renovadas para la ocasión, lanzan nubes de confeti; hay
adornos en los faroles y carteles en las azoteas. Un río turbio y
escabroso impide el avance de los dos guerrilleros; “Si no lo pasamos,
nos cazará el ejército”, asienta Fausto. “Yo no nado nada”, confiesa el
humor de Sabino. La atmósfera se alumbra con un crepúsculo de
cohetones y fuegos artificiales, las masas irán a los templetes en las
plazas y la gente de importancia al baile en el Gran Salón del Círculo
Militar. “Siempre existe una salida, debemos encontrarla”, alega
Fausto como si meditara en voz compartida; Sabino calla.
Los grupos musicales truenan a lo largo de la ciudad, algunos
han acudido de otras partes del mundo para la fiesta. “Por qué no
construimos una balsa”, propone Sabino y calla de nuevo. El Círculo
Militar, frente al Paseo de Los Próceres, recibe con orquídeas a los
invitados y les dona una copa de champán, mientras el protocolo los
ubica en las mesas. “Bueno, Sabino, empecemos”, determina Fausto,
y ambos apilan troncos, arbustos y  lianas para fabricar la barcaza. La
orquesta del maestro Billo inaugura el evento con la interpretación de
Bella Caracas, y enseguida los presentes colman el espacio de baile.
Fausto y Sabino actúan con rapidez y poco les falta en la recolección
de los materiales que suministra la naturaleza. La festividad derrocha
whisky, ritmos, escotes, invitados de smoking, meseros de librea.
“Nuestra capital se lo merece todo”, sentencia un locutor.
Fausto y Sabino terminan la embarcación y después de
admirarla  como si fuese una obra para predestinados, se lanzan con
ella al río. En Caracas, según la radio, están por culminar los actos del
festejo: hay conciertos al aire libre y exposiciones de imágenes
grandilocuentes. Los dos guerrilleros lidian contra las ondas de agua y
las espiras  profundas, y por fin alcanzan la otra orilla. Después,
reposan el triunfo sobre una concavidad de selva, esconden la balsa y
retoman el camino. Es sábado 29 de julio de 1967, principia la
noche.
Las radiodifusoras acometen el recuento de la conmemoración,
¡lástima que haya finalizado! Fausto y Sabino vislumbran la presencia 
del ejército y aceleran la marcha. Suena en el transistor una cantata
de Bach, los perros de presa ladran en la proximidad. Bruscamente, la
radio se disloca y paraliza. Sabino inquiere con un gesto; “No sé qué
ocurre”, responde Fausto. Los minutos consolidan el silencio, la
lejanía. Al compás del asombro, los locutores van revelando la
tragedia: un terremoto de 6,5 en la escala de Richter con epicentro
marítimo, devastó en 35 segundos la zona este de Caracas y parte del
litoral central. Fausto y Sabino, ajenos al cerco de los militares, se
sientan sobre unas piedras para enfrentarse al estupor de la noticia.
La Cruz Roja calcula más de 300 muertos, alrededor de 3500 heridos
y desaparecidos, y enormes pérdidas materiales. Ambos guerrilleros
se miran con tribulación, los sabuesos extreman sus dientes, una
culebra se agita en medio de la hojarasca. “Las urbanizaciones que
sufrieron mayores daños son Altamira y Los Palos Grandes”,
determina un periodista; Fausto tiembla en lo hondo porque su esposa
Aurelia y su pequeño hijo Leonardo viven en Los Palos Grandes:
décimo piso, número 106, residencias Coral. “No te preocupes,
amigo”,  le dice Sabino volteando hacia la lluvia del cielo.
Los castrenses estrechan la cercanía, entonan cánticos
persecutorios, maldicen en la oscuridad. Cadena nacional: el
Gobernador de Caracas habla para lamentar la catástrofe y suministrar
la primera lista de víctimas. Fausto oye con nerviosa atención los
nombres y lugares; la lista es larga, demoledora, apocalíptica, Fausto
no cree lo que escucha, tiembla en  estremecimientos, se asfixia de
aires terribles;  el Gobernador  repite, no hay duda posible, Fausto se
abruma en un dolor preciso, ¡Amelia y Leonardo están entre los
caídos! Su grito único atraviesa la montaña, el camarada Sabino lo
abraza en solitario.

TEMPO PROFUNDO
 
El escritor se sentó durante muchas horas de paciencia frente a
su máquina Underwood, pero solo obtuvo teclas enguerrilladas, puros
cuentos de Babel, ideas rondándole igual que pájaros inocuos. ¿Y las
musas?, las musas se resistían a comunicarle la gratitud de una
mísera palabra. El escritor cerró los ojos y pensó en Balzac, “qué
facilidad para las novelas por entregas”, “qué humana comedia”,
“cuánta prodigiosa lucidez”, pero a pesar de esas evocaciones la
cuartilla seguía tan indemne como la conciencia de los arcángeles.
Recordó también el tiempo perdido de Proust, “¡carajo, Marcel,
ilumíname con tu filigrana de memoria!, ¡sóplame osadas narraciones,
curiosas soledades!”. Nada. Tres silencios de café, tres cigarrillos de
humos mudos. El artífice rompió la hoja e insertó otra más motivante,
para anotar: “Había una vez...”. Sin embargo, no hubo ninguna vez
porque los conceptos continuaban aferrados a su invariable
intransigencia. “Quizás un trago me cure el entendimiento y me abra la
ciencia infusa”. Fracaso total y mareo absoluto. 
Salió de paseo citadino con el objeto de refrescar sus penumbras,
y se quitó el sombrero reverencial ante damas esquivas, compró una
revista en esperanto para enterarse menos del mundo, compartió la
respiración de cuatro millones de almas en ahogo, le dio patadas a un
perro que tenía cara de cobarde, siempre pensando en una anécdota
favorable para el comienzo de un relato que marcara hitos antológicos.
Con ansias de protesta se incluyó dentro de la mayoría silenciosa que
manifestaba tedios por las calles, y cuando estaba al borde de
pronunciar vehementes discursos contra todos los gobiernos,
comprendió que la marcha era para montarse en el Metro, “un boleto,
tenga la bondad”, y se acomodó en un asiento panorámico, dirección
Propatria. Sus adormecidas fibras nacionalistas vibraron nuevamente
ante aquel underground de murales de Cruz Diez, “qué maravilla”, su
admiración se revolucionó a la francesa frente a la gran obra dirigida
por modernos conquistadores gálicos, “un Métropolitain magnifique”, y
coronó su odio al reino inglés mediante frases sin flema, “nojoda, this
is more beautiful...”. 
Se sentía, en paradojas, como un astronauta tropical y
subterráneo, como un Julio Verne viajando hacia las estrellas del
centro del planeta; Estación Bellas Artes, y allí subieron tres
esculturales chicas broncíneas, algunos pintores de brocha naïf y dos
estudiantes que se herían de amor mutuo con un beso de bachillerato;
Estación La Hoyada, vasto hueco tecnológico, hendidura en la misma
columna vertebral de los milenios, tierraaaa de Rodrigo de Triana que
luego ingirieron gusanos y tractores, y el escritor se creyó
reflexivamente solo pero no era el único: la dama de atrás tejía los
ovillos de su propia odisea y un matrimonio se injuriaba a empellones
de monosílabos; “Se ruega no fumar”, imponía el letrero, y acto
seguido rememoró su postgrado en París: “Défense de fumer”,
infumables franchutes, buhardilla con vista hacia la tumba de
Napoleón, dos tumbas en suma, ¡merde!, y después su estancia de
suburbios en New York: “No smoking”, y nada de nada, Whitman
convertido en la poesía de las hamburguesas Mc Donald’s, Satchmo
transformado en cornetazos automovilísticos, mexicanos y
pueltorriqueños asociados en estado de libre pobreza, fin de la beca y
go to hell, vuelta al país para enseñar en una enana escuela de barrio
la grandiosa importancia de las lenguas muertas; Estación Capitolio,
¡oh, regio Parlamento de la democracia!, sede ilustrísima donde los
políticos se gritan solemnes obscenidades en nombre del pueblo, lugar
del espíritu de las leyes aunque muchos repletos senadores pregunten
que quién era el tal Montesquieu; Estación Gato Negro, y el escritor
regresó de sus cavilaciones para fijarse en un hombre de años
oscuros y felinos que asesinaba con pasión estrábica los episodios de
un cuento de Poe, y entraron en ese momento diez infantes de colegio
presididos por una maestra (¡a todas luces sin historia universal!), y
penetró además un anciano que a hurtadillas trasegaba cañaverales
de 40 grados; y él, cansado de acontecimientos, se durmió durante
sucesivas estaciones vivaldianas hasta que el conductor anunció el
arribo a Propatria. 
Un ajedrez de losas laberínticas lo llevó a la salida. El aire
enjundiaba olores a pomarrosa y guayabas tiernas, y los árboles —con
algazara de mariposas— parecían risueñas torres embanderadas. Las
casas de techos como fuego enrojecían más sus tejas bajo el aliento
cercano de las trinitarias, mientras las callejuelas en sierpe lamían las
últimas claridades de la tarde. Flores erguidas y ovalados helechos lo
acompañaron en la solitaria caminata, y pudo oír el brevísimo lenguaje
de los colibríes, el diálogo opalino de las libélulas, el bronco aullido del
sol; y sus pupilas se llenaron de policromías y matices, de fachadas
marítimas y ventanas confidentes; y los portones de tallas coloniales,
remozados por la caudalosa intemperie de los años, se entreabrían
para mostrar zaguanes infinitos, patios de azucenas, corredores
eurítmicos. Se detuvo frente a una casona de calizas alburas,
sorprendido por la perfección de sus altas romanillas, y
repentinamente un alborozo de abrazos lo introdujo en la sala familiar.
“¡Hijo, alégrate!, la guerra ha terminado”, dijo don Eutimio,
embadurnándolo de felicitaciones, y la tía Avelina se lavó las manos
culinarias para enjugarle las mejillas, “no llores, muchacho, que es
hora de contento”, y allí estaban también sus cinco pequeños
hermanos, y Tulo el perro paramero, y Rita la niña de caricias tibias
como fogaje, y él se hurgó en el bolsillo trasero del pantalón (ausente
del suceso mundial) para mostrar el orgullo de su colección de
barajitas multicolores y aquel sapo belfudo que había hallado en la
maraña del campo, pero nadie le hizo caso pues la radio todo lo
avasallaba con palomares de noticias y mensajes de paz, y hubo
cañonazos de corchos espumantes y salvas de viñedos del Danubio; y
afuera estallaban canciones y cohetes, risas aliadas y burlas sobre los
extintos bigotes del Führer, y como proseguía sin entender por qué
tanto derroche de jolgorio, por qué tantos delirios de cordialidad, se
escondió junto con sus hermanos en la prohibida biblioteca del viejo,
entre volúmenes de Justiniano y leyes impenetrables, para jugar con
piratas y  espadas de madera dentro del fílmico galeón que habían
visto una vez en el Cine Rialto; y cuando la lucha estaba a punto de
resolverse en medio de la calavera del palo mayor, don Eutimio abrió
la puerta, y le temblaban las canas de la barba, y sus ojillos de juez
parroquial auguraban sentencias de palmetazos por doquier, y los
niños empalidecieron valentías, “perdón, papá”, pero como el viejo
estaba demasiado gozoso para perseguirlos a través de la docena de
habitaciones (y de seguro muy abrumado de dichas licorosas), sólo les
decomisó las armas y les ordenó rendirse de sueño hasta el día
siguiente; y ellos, ya en sus camas, cubiertos de mantas y de música,
escucharon las triunfantes copas de los brindis, y los “vivas” en yídish
del zapatero de la esquina, y la improvisada oratoria libertaria de don
Eutimio. Lentamente el picó fue apagando sus notas de 78
revoluciones, se disolvieron voces y alegrías, y la noche lo condujo de
nuevo hasta la entrada del Metro. 
El escritor no salía de su asombro, ni su asombro salía de él. Se
palpó el lado derecho del corazón y el lado derecho del corazón
continuaba en el mismo sitio de siempre, “menos mal”; reflejó el rostro
surcado en los vidrios del tren y el rostro permanecía intacto de
grietas, “estoy idéntico”; se metió la mano en el bolsillo y el bolsillo le
devolvió una colección de coloreadas barajitas (El Elefante, mamífero
del género de los proboscidios; El Avestruz, ave corredora que vive en
África; El Camello, cuadrúpedo rumiante...), “qué misterioso enredijo”,
y al no conseguir explicación alguna se desmayó de lividez en la
Estación Caño Amarillo, para reponerse en la Plaza Venezuela,
cuando una damisela sartreana le pedía respetuosamente que la
dejara sentarse a su lado, “sí, por supuesto”, y las piernas de la recién
llegada empezaron a adherírsele en cada curva, y los brazos en cada
sinuosidad, y los cabellos en cada movimiento, y casi oyó a la mujer
proponerle placeres de quince minutos, “¡mi amor!, en el Hotel La
Naranja me comerás íntegra”, pero justo en el instante lúbrico de
decidirlo el vagón se paró también en la Estación Sabana Grande e
ingresaron varios poetas malditos, con sus alientos de vid y sus
desalientos de vida, capas de Lautréamont y esplines de Baudelaire, y
en verso libre desparramaron agonías y tormentos, y juraron tomar por
asalto el mundo, “gota a gota y litro a litro”, y desaparecieron en
Chacaíto, destino final, dispuestos a enfrascarse una temporada en el
infierno de los bares. 
Todavía con un aturdimiento en los recuerdos, el escribidor
abandonó el andén. Sentía náuseas existenciales y una especie de
revuelta en el lóbulo de la voluntad. Ventarrones de calofrío interior lo
obligaron a acelerar el paso, aunque pronto se dio cuenta de que era
inútil su apuro individual, pues las avenidas poseían aceras mecánicas
y rodantes. Alrededor de una moderna plaza adornada por cascadas
de agua o de luz, observó decenas de edificios sin cimientos que
pendían del cielo. Creyó ver innumerables aeroplanos traspasando las
alturas, pero al fijar más la atención verificó que se trataba de seres
humanos con sencillos cohetes pegados a sus espaldas. Detuvo la
mirada en el firmamento, quizás en busca de sacratísimas respuestas,
y una cúpula de vidrio le aumentó un millón de veces el tamaño de la
Luna, y distinguió naves de pasajeros con rutas insólitas: “A la Osa
Mayor sin escalas”, “Neptuno directo”, “Caracas-Marte-Caracas”. A su
izquierda, un enorme aviso de rayos láser proclamaba
intermitentemente: “Centro Comercial H. G. Wells”, y al lado otro que
le hacía competencia: “Paseo Huxley”, y los árboles estaban pintados
en la transparencia del aire, y los vestidos unisex tenían escafandra, y
los gatos llevaban lentes y los conejos usaban relojes atómicos; y la
gente reía un minuto y al minuto siguiente lloraba, para conservar el
sabio equilibrio de la conducta; y los niños saboreaban heladas
píldoras de Banana Split, y los adultos ingerían diminutas cápsulas de
bistec término medio; y no hacían falta los periódicos, porque bastaba
con sintonizar las noticias en la mente: “Este año 2124 se realizarán
en nuestra galaxia los xcm(n+z) Juegos Deportivos Inter-Robots; y los
ancianos sólo se enfermaban de eternidad, y las parejas podían
escoger sus genes Einstein o sus genes Marx en las vidrieras de las
tiendas; y los políticos se encontraban encarcelados en los anillos de
Saturno para que no contaminasen el ambiente; y entonces dos
jóvenes se acercaron y le transmitieron un saludo de ondas
cerebrales: “Hola, somos tus tataranietos, ¿cómo están por allá?”, y él
no tuvo que esforzarse en contestar nada porque todo lo sabían, y los
adolescentes agregaron que estudiaban astrogenia sideral y
matemática cuántica y que se graduarían dentro de quinientos lustros-
luz, y poco a poco al escritor se le fue oscureciendo la nitidez de las
percepciones y cayó al suelo con una baja de tensión en la entereza. 
De ese limbo alguien lo trasladó a su cuarto, y ahí abrió los ojos
en motín de interrogantes, y le tañían los nervios, y el habla se tragaba
las palabras, y tenía la sien acelerada de espantos, pero luego
comprobó que el verano aún irradiaba calores palpables, y que las
sillas se mantenían dóciles, y que un hambre viva le exigía leoninos
alimentos, y logró serenarse para confesar a la máquina Underwood
las incidencias de su primer viaje en el Metro de Caracas.

EL OSCURO ENCANTO DE LA SOLEDAD


-I-
El tiempo gira en su órbita extraña  y un cielo tenso  confirma   
las  incógnitas. No siempre fue de ese modo: antes me refugiaba en 
los suaves  ardores de la juventud, como  si  el precipicio estuviese
detrás y las inclemencias  ocurrieran  decididamente a los otros.  Leyla
duerme en la habitación que da hacia la montaña porque  no resiste
mi  tos noctámbula ni las luces vehementes  que utilizo para leer; pero
nunca discutimos, hay entre nosotros el silencioso armisticio  de
quienes poseen iguales escudos y defensas. Tampoco el sexo  nos
abruma, pues  a base de metódicas apatías lo encerramos en  el 
abandono, o fue culpa de  nuestros vínculos eternos porque mi prima 
Leyla  y yo somos parte de un mismo apellido (y quizás similar
destino).
La detallé por primera vez en una fiesta de tíos y nudos
genéricos  otorgados por la sangre común. Era diciembre, llovía con
fortaleza de relámpagos, Leyla se ubicó frente al ventanal y yo la
acompañé sin hablarle: las palabras sobraban en la obvia conjura de
la circunstancia. Fumamos, busqué dos tragos, luego la besé larga y
hondamente. Al cabo de una semana, compartíamos mi lecho de
soltero.
Los meses transcurrieron como dardos cautivos de la felicidad;
hablábamos sin agobios, oíamos a Bach con devoción, el vino  nos
acoplaba en el éxtasis de sabores y fruiciones; parecía imposible
solicitar más de la providencia terrenal, y por eso el soplo de la duda
empezó a atemorizarnos, ¿un mensajero de órdenes adversas tocaría
la puerta para anunciarlas? Mientras tanto, y a fin de alejar malos
augurios, nos colmábamos de sólido amor.
Yo me desprendía contra mi voluntad de esa rutina para cumplir
tareas  en un semanario y luego iba, orientado por la poesía, a dictar
clases en la Escuela de Letras, aunque sin olvidarme de Leyla. Ella
salía de paseo a través de absurdos caminos, lo cual me inquietaba
más por su seguridad que por celos de varón hogareño; y al regresar
contestaba a mis preguntas con evasivas caricias. Admiraba, sin
delatarme, su luminosa desmesura, sus franjas de alta pasión, sus
espejismos en bosques íntimos. El verano  formaba parte de la trama
fortuita, nada era confiable.
Cuando menos lo pensábamos, llegó una carta para Leyla: el
embajador de la India, mediante fórmulas diplomáticas  y
congratulaciones de estilo, le notificaba que había sido acordada su
petición de beca  para estudiar danzas folklóricas en  Calcuta. Leyla
primero sonrió y luego lloró cíclicamente, como si aquello fuese la
hecatombe de alegrías y desdichas que  nos reservan los dioses
ocultos. Por la noche, se mantuvo en insomnio pleno, hablando
consigo misma durante monólogos  temblorosos, seguidos, repetitivos.
El nuevo día tampoco le proporcionó el equilibrio de la paz, aunque
sus ojos irradiaban luces diferentes; y así, en un claroscuro de
voluntad, me pidió que la ayudase a ordenar las maletas. “Iré al hotel
de la estación, tendrás noticias mías cuando sea oportuno”,  dijo con
voz metálica y partió.
En la espera, volví al círculo de antiguos hábitos, redoblé lecturas
postergadas y asumí el arrojo definitivo ante el procesador de palabras
(que es un sabio  artificio para consignar ideas sublimes o fehacientes
derrotas). Por fin, recibí novedades electrónicas de Leyla, “Estoy bien
y en Calcuta”, y al referirse a la duración de  la beca, la imaginé firme y
tenaz  cuando asentó cinco años, y no pude impedir la urgencia de
varias lágrimas profundas.
Nuestros correos, primero semanales y más tarde esporádicos, 
aludían a temas generales. Leyla  consignaba  informaciones sobre
aquel mundo de vacas sagradas y miles de héroes mágicos, picos con
glaciares  “cual serpientes frías”, y una población que las estadísticas
no lograban determinar; mientras yo reseñaba circunstancias del
rumbo diario, obviando cualquier alusión a ocupaciones literarias.
Durante la ausencia de Leyla, mi impulso creador produjo  tres libros
de relatos y  dos volúmenes de ensayos históricos que según los
críticos, obtendrán notoriedad cuando se publiquen. Algunas de estas
obras han sido galardonadas en importantes concursos, lo que
anuncia un promisorio porvenir. Además, me nombraron director del
periódico donde trabajo y ascendí  en el rango de la universidad.
Estaba lleno  de júbilo  por tantas gratificaciones, pero a la vez una
sensación entre áspera y alegre me recorría el alma sin saber el
motivo. Pronto lo sabría.
       Una tarde, idéntica a todas las de agosto, oí que sonaba el timbre.
Bajé con morosidad las escaleras  y cuando abrí  la puerta,  estaba
Leyla recortada contra el paisaje de la calle. Vestía una especie de
túnica azul-triste, calzaba sandalias rústicas, de las orejas pendían
aretes que semejaban salamandras, y en ambos lados de la cara tenía
tatuajes redondos. Como de costumbre, emitió un “Hola, querido” para
inmediatamente dispensarme besos en las mejillas. Yo estaba tan
paralizado por la súbita visión que no podía hablar;  entonces detrás
de ella apareció un hombre de edad mediana y tenue piel oscura que
empezó a saludarme con inclinaciones de cabeza. “Él es  Kiran
Nagarkar, mi maestro de budismo zen”, expresó Leyla observándome
la turbación, y enseguida emitió un suspiro alarmante, “¡Estoy en casa,
bendito sea, entremos!”.  Nada atiné a responder y los conduje, en
ceremonia muda, hasta el recibo. Leyla se quitó las sandalias, miró
hacia las brumas  del techo y dijo como recitando: “El maestro
Nagarkar  será nuestro invitado hasta que logre un ámbito propicio
para difundir sus orientaciones, por ahora ocupará la habitación de
arriba”. Como yo seguía sin comprender, permanecí en silencio; Leyla
subió con el maestro a fin de ordenarle  el cuarto.
Según estaba previsto por los hados secretos, volví a compartir con
Leyla el lecho de soltero perenne; sin embargo nuestras relaciones
tuvieron un signo distinto en su hondura e intensidad, pues parecían
actos ajenos que no lograba descifrar. Aunque el pasado es
obstinadamente irrecuperable, continué en la búsqueda del tiempo
perdido como un lúbrico personaje de mi Proust individual. Tampoco el
diálogo con Leyla  tuvo la antigua fibra de emociones: ella se limitaba
a efectuar  simples inventarios  de sus años en la India; y yo  le
respondía de la misma forma. Nuestras naves surcaban riberas
opuestas. 
La coexistencia con Nagarkar no resultó difícil, pese a  su
carácter hermético y sus escuetas palabras. Hablaba un inglés lento
para que pudiésemos entenderlo, a retazos concluí que desde la
juventud había viajado por Asia y Europa, usaba  trajes negros sin
marca como los que ofertan en cualquier suburbio del planeta, le
gustaba  beber  durante  sus  recónditas meditaciones (lo supe por la
botella de ginebra que escondía bajo la cama). Solo en una
oportunidad aludió ardorosamente a la reencarnación, nunca 
suministraba datos  de familia y, como algo curioso en un preceptor
místico, siempre tenía voraces e  indeclinables apetitos.
Nagarkar inició recorridos con Leyla a través de la ciudad, en
busca de local para sus actividades. Salían luego del desayuno  y
retornaban casi anocheciendo, armados de una críptica libreta  donde
efectuaban anotaciones. Por elemental educación  humana, decidí no
formular preguntas azarosas,  aunque  la flecha de los celos me lo
susurraba.  Llegué a pensar que tendríamos para siempre a un intruso
solemne en la habitación de arriba, pero todo se adelantó porque
Nagarkar una mañana, después de anunciarme el acuerdo que había
llegado con la  escuela budista Nirvana Celestial, recogió sus
pertenencias, me otorgó rituales  abrazos por la  hospitalidad  y  se 
dispuso  a partir  junto con Leyla. “Querido,  regresaré tarde, no te
preocupes, debo ayudar al maestro”, dijo ella lanzándome desde la
puerta el vuelo de un beso.
Leyla no volvió esa noche, ni la otra, ni la siguiente; tampoco
utilizó el  teléfono  para  explicar su ausencia. Dudé si buscarla por
Caracas a la luz de vagas e inconexas señas porque el
establecimiento piadoso  no estaba registrado en ningún directorio, o
tomarme una  dosis doble de pastillas contra  la angustia. En definitiva,
escogí  el  letargo  de los sedantes  y solo  desperté cuando llamaron
de la Comandancia de Policía porque Leyla y Nagarkar estaban
detenidos.
Me vestí con atropellado esfuerzo y tomé un taxi hasta la sede
policial. La ventisca de la mañana enmohecía los huesos; mis nervios,
por el contrario, se atizaban de fuegos y sospechas; los guardias
cabeceaban su primer turno.  Después de algunas horas, el Inspector-
jefe  me recibió para  comunicarme que en cumplimiento de  una alerta
roja de Interpol,  habían aprehendido a Kiran Nagarkar, por los delitos
de estafa, usurpación de identidad, fraude, juego ilícito y extorsión.
Agregó en leve tono de sorna que Nagarkar no era maestro zen ni
sacerdote de iglesia budista alguna, con denuncias en  cinco países
del mundo. Para terminar, expresó que Leyla sería liberada, luego de
que los tribunales  ratificaran  su inocencia;   “y usted, profesor, váyase
tranquilo porque está limpio de culpas, nuestras investigaciones son
concluyentes, jamás se equivocan”. Partí con la idea de serenarme el
estupor, pero fue imposible.
En breve se dio la noticia  a grandes titulares del suicidio de
Nagarkar  en  la celda donde estaba preso, y rápidamente el
amarillismo de los medios tomó por asalto la fe del  público  para  decir
que se había inmolado “con una daga de bronce que acarrearon
desde Calcuta los miembros de su banda internacional”. Aparte de
tales engaños, mucho me sorprendió el verídico ahorcamiento de
Kiran Nagarkar con el cinturón de sus pantalones negros, y lo
vislumbré reencarnado en otro hábil estafador, tomando ginebra de
botellas ocultas bajo la cama perpetua  o comiendo sin límites a lo
largo de la eternidad. Y también imaginé, en visión paralela, el
desconsuelo de Leyla  por la muerte del “maestro” y los tropiezos de
alma que  sufriría.
Un viernes lluvioso, el tribunal acordó la libertad de Leyla  y fui a
buscarla al retén femenino. Silente y con el espíritu en el limbo se dejó
llevar a casa; parecía la torpe sombra de sí misma. Durante el trayecto
jadeó en etapas  como si le faltara aire para conservarse viva, y me
pidió un cigarrillo que nunca encendió. Nada le comenté acerca de las
últimas ocurrencias ni del suicidio de Nagarkar, pues preferí mantener
los sentimientos bajo tierra, los ardores ocultos, las pasiones mudas.
Lo contrario hubiese sido la ruta  más corta hacia el caos; todo posee
su oportunidad.
El tiempo sigue girando en su órbita extraña  y un cielo más
tenso  confirma  las incógnitas. Leyla se ha guarecido en el silencioso
armisticio de la otra habitación; mientras yo, a la luz secreta de
antiguas vehemencias, continúo  escribiendo. Pero todo tendrá un final
cuando Leyla, ataviada con su túnica azul-triste, regrese a Calcuta
para alumbrar al hijo que lleva en el vientre.

-II-
          Mientras limpiaba, encontré en la computadora el cuento lleno
de equívocos que escribió Roldán; su verdadero nombre  es otro, pero
yo le digo Roldán para mofarme del seudónimo que utilizaba en el
periódico. El maligno cuento requiere infinidad de aclaratorias, pues
confunde hechos, lugares y personajes, exponiéndome al sarcasmo
público o, cuando menos, a la ironía de quienes me conocen. Aparte
de mostrar errores y alteraciones, nada busco ni persigo, solo hago
esto por mi derecho a réplica.
Empiezo por señalar que me llamo Celia y no Leyla, que Roldán y
yo no somos primos ni formamos parte de una misma familia, porque
nuestros apellidos Castilla y Castillejo se parecen pero no son iguales;
tampoco le conocí en una celebración de tíos  donde nos besamos
“hondamente” (como él lo expresa  de manera grotesca), ni  a la
semana estaba yo acompañándolo en su cama de soltero. No, no fue
así.  
Yo iniciaba mi carrera como actriz y me asignaron un papel
menor en la Òpera de tres centavos que montaba el Teatro
Pandemónium. El día de la inauguración  conocí a Roldán, periodista
del semanario Artiletras que me doblaba en edad,  fumaba  pipa
continuamente y observaba a  los demás como si fueran  piezas de
laboratorio. Él me preguntó algo sobre la puesta en escena y yo entré
en pánico y le respondí cualquier incoherencia, pero me serené y
proseguimos la charla en la cafetería. Me pareció una rara celebridad
de otras épocas,  pequeño de estatura  para mi gusto y con un tic
nervioso que le hacía entrecerrar los ojos. Recordé a mi padre; y
quizás por eso le di el número telefónico para vernos próximamente. Al
despedirnos, noté que inflaba el pecho como si  festejara un triunfo.
Luego de varias excusas y posposiciones,  fui a su apartamento
en las afueras de la ciudad.  Me recibió con un  aperitivo “para que
entres en confianza” (así dijo), e inició los pasos del ataque: resumen
de su vida de soltero, periodista y profesor en Letras, mesa con velas
de imitación, arroz chino enviado por el restaurant  de la esquina, vino
tinto  nacional  y concierto de Bach. “Lo único que no me gusta es la
música, ¿tienes algo de los Beatles o de Jimi  Hendrix?”,  pregunté
animada por el vino; y él, sonriendo,  puso Let it be y comenzó  a
besarme por todas partes. Luego  con sus “hondas” caricias me llevó a
la cama. Recuerdo que gritamos  de placer al mismo tiempo  y que ese
día nos convertimos en amantes libres, o sea, cada quien en su
apartamento. 
Nuestra relación se mantuvo cercana a la felicidad, aunque en
ocasiones me desaparecía para comprobarle a Roldán que era una
mujer  independiente. Así íbamos cuando el director del teatro me
ofreció una beca para estudiar artes escénicas en Ciudad de México,
que por supuesto acepté (nunca se trató de una beca para estudiar
danzas folklóricas en la India, nunca). Al principio Roldán se alegró por
el ofrecimiento y las posibilidades  que me brindaba, pero después
cayó en una tristeza absoluta. Quise llamar al médico, pero él lo
rechazó: “¡Se me pasará, se me pasará!, son trastornos del alma,
querida Celia”.  Cuando se calmó, le solicité paciencia en los próximos
cuatro años, asegurándole que estaríamos en contacto por Internet.
Finalmente, Roldán me ayudó con las últimas diligencias  y el arreglo
de las maletas, y en el aeropuerto  lloró  tras los vidrios que nos
separaban. Como él mismo diría: “La suerte trama su propio juego”.
Ciudad de México me deslumbró por su extensión, sus olores a
maíz tierno  y una multitud silenciosa que se agolpaba en todas partes
(¡obviamente inferior a las muchedumbres de Calcuta!). Los
funcionarios del Instituto de Bellas Artes me alojaron en la Colonia
Azuaje, a pocos metros de la estación del Metro, y desde la residencia
podía observar el hollín que cubría la atmósfera  y el ritmo incesante
de la  capital. Todo ello se lo describí a Roldán en los primeros correos
electrónicos y  me sorprendió  que no contestara de inmediato, tal vez
porque deseaba elaborar sus respuestas con pinzas.
Al fin Roldán rompió el silencio y ambos empezamos a utilizar
(¿inconscientemente?) un tono informativo para el resumen de
nuestras vidas: él comentaba asuntos ordinarios y de escasa
importancia, y yo de igual forma  le  sintetizaba mis rutinas. Por
amigos me enteré que Roldán se había dedicado de lleno a la
escritura, aunque no aceptaba críticas ni sugerencias; ojalá la suerte le
acompañe porque en mi opinión sus textos son irreales y carecen de
fuerza, y para constatarlo sugiero lean de nuevo  el cuento donde me
maltrata. También supe que a Roldán jamás lo nombraron director
de Artiletras, pues el periódico dejó de publicarse; que tampoco obtuvo
el ascenso como profesor porque no cumplió los trámites; que el pobre
padecía una tos horrible a causa del tabaco, y que bebía ginebra
directamente de la botella (como acostumbraba Nagarkar).
El tiempo transcurrió con increíble rapidez y un día me vi en la
situación de regresar a Venezuela. Los problemas se juntaban: no
tenía empleo en Caracas, las actrices más jóvenes colmaban las
nóminas, había dispuesto  de la vivienda y los muebles cuando me
trasladé a México, mi familia estaba en las Islas Canarias  en una
ilusión sin retorno, y para colmo Cristian Albuerne, tutor de mi tesis y
famoso dramaturgo, se empeñaba en viajar conmigo para atender una
invitación de teatreros venezolanos. ¡Ni modo!, la única posibilidad era
Roldán, aunque sin anunciárselo. Y así sucedió.
Una tarde del mes de agosto arribé a Caracas en compañía de
Cristian, y sin demora  fui al apartamento de Roldán y toqué el timbre.
Luego de unos minutos Roldán abrió la puerta, todavía
desperezándose de su siesta de ginebras, y se abismó muchísimo
cuando me vio. Enseguida, de forma natural como si nunca nos
hubiésemos separado,  le di besos en las mejillas y tomé la delantera:
“Mi amor, él es Cristian Albuerne, archi-famoso dramaturgo mexicano
y nuestro  huésped durante un tiempo”. Roldán, haciendo  grandes
esfuerzos, saludó a Cristian con la mano en alto y los tres  fuimos al
recibo. Luego, para romper la situación incómoda, subí las escaleras a
fin de arreglarle el cuarto a mi tutor. Advierto que jamás he usado
túnicas, sandalias ni aretes con imágenes de animales desagradables,
y que odio los tatuajes en cualquier sitio del cuerpo. ¡Lo juro! 
Según estaba previsto por el destino, volví a acostarme con
Roldán en su cama de soltero, pero no fue igual que antes porque él
se mostraba indiferente a mis caricias (algunas de ellas aprendidas en
Mexico) y permanecía con la atención fija en un punto muerto. Como
traté de abordar el problema  y no obtuve respuesta, dejé el asunto de
ese tamaño aunque a costa de un desánimo que todavía me carcome
por dentro.
La relación diaria con Cristian resultó desbordante porque “mi
genio preferido”, como yo le llamaba,  era un ser humano de
asombrosa cultura que no paraba de hablar sobre cualquier tema
(desde los tacos de saltamontes que venden al pie del Popocatépetl
hasta las hordas de Atila o el libro póstumo de Sylvia Plath), y lo hacía
con gestos histriónicos y voz afeminada, pues se jactaba de sus
preferencias homosexuales. Cristian y Roldán se hicieron amigos
rápidamente, a lo que contribuyó la dedicación alcohólica de ambos:
¡ninguno de los dos podía ver una botella sin vaciarla! Cristian,
después de algunas semanas, se mudó al hospedaje asignado por los
colegas de teatro, y solo acudía a nuestra casa los sábados,
desdichadamente para  Roldán y para mí que regresamos al esquema
de las palabras cortas.
La lentitud de los meses ocurría sin salirse del rumbo, hasta que
Cristian nos dio la noticia de su matrimonio (“¡Estoy enamorado con
irracionalidad de adolescente y ternuras de anciano, por fin encontré el
amor universal, la conjunción única!”). Dijo que el novio se llamaba
Macedonio, peluquero de oficio y entusiasta de las tablas, a quien
pronto conoceríamos porque la boda tendría lugar en nuestro
apartamento, “si ustedes están de acuerdo, naturalmente; llevaré
todo…hasta los invitados, no se preocupen”. Accedimos con inquietud,
esperando las sorpresas.
El día del matrimonio llegó el tumulto, se trataba de un bullicioso 
grupo de compañeros que  ataviados con el  vestuario de sus obras,
hacían reverencias a  los novios. Cristian, de falda larga y capa violeta,
repartía saludos desvergonzados, mientras que el joven Macedonio
exhibía su piel morena debajo de una malla traslúcida. Un  falso cura,
casi tan real como los verdaderos, estuvo a cargo de la celebración del
sacramento: después de leer en un libro de utilería los deberes “que
casi nunca cumplen los cónyuges”  y  pedirles el sí de rigor, los
declaró unidos en matrimonio “hasta que la suerte los separe”.  A
continuación y para sorpresa de Roldán y mía, el postizo sacerdote
procedió a casarnos mediante igual  ceremonia. La fiesta duró dos
noches y varias cajas de alcoholes, y solo terminó porque el elenco
debía cumplir compromisos de trabajo.
Partieron y nuestra existencia prosiguió su tedio triste. Yo
conseguí  empleo como asistente de producción en el Pandemónium,
cuyo sueldo apenas me alcanzaba para gastos menores e ir a cines
de precios solidarios; y Roldán, ya jubilado, se dedicó frenéticamente a
escribir porque su meta era verse en la solapa de un libro, fumando
pipa y con cara de profesor (¡le faltaba la botella de ginebra!), para que
al menos le otorgasen un premio municipal de cualquier miserable
poblado del país. Pero no tenía suerte: las empresas editoriales
rechazaban  sus manuscritos con la excusa de “la crisis
presupuestaria”, y los jurados siempre dictaminaban a favor de otros
autores. Cada vez, Roldán se volvía más hosco y distante, y además
empezó a recriminarme estupideces hogareñas, como si se hubiese
tomado seriamente lo del falso matrimonio; y yo, en resguardo de mi
salud espiritual y mental, busqué refugio en la otra habitación con vista
hacia la montaña.
A finales de año, nos avisaron de la policía que Cristian  Albuerne
se hallaba grave en el Hospital Central. Entre agitación y sorpresa,
acudimos con urgencia para  enterarnos que Cristian se había cortado
las venas en un intento de suicidio, porque Macedonio (realmente de
nombre Wilmer) lo había abandonado por otro. Cristian,  al vernos,
largó infinitos sollozos, como en parodia de una de sus piezas
teatrales, y luego se durmió entre jeringas y transfusiones.
Posteriormente, cuando nuestro amigo mejoró, establecimos contacto
con el embajador de México para que lo devolviera a su país en un
avión militar. Cristian, a veces, nos envía mensajes de voz, líricos y
afectuosos, como prueba de gratitud.
Roldán y yo volvimos a la rutina “matrimonial”, él escribe, toma,
se embriaga y envejece; yo me dedicó casi íntegramente al trabajo y a
reunir algún dinero para irme definitivamente a Ciudad de México,
necesito colmar de alguna forma menos trágica e injusta el resto de
vida y  amor que me queda.
Espero que todo se haya aclarado en las líneas de esta réplica;
gracias por su lectura y atención.   
UN SIGLO DE AUSENCIA

El General Salustio Monsanto siente que la muerte lo recorre con


tozuda suavidad, como una fiebre antigua, como una culpa sin
prestigio, como un ardor seco. Y mira, ya irresponsable frente a la
vida, aquella habitación que hoy (–por fin hoy, Salustio–) ha sido toda
suya. Está en las alturas del bar Un Siglo de Ausencia, moribundo
dentro de la música, solo, acompasadamente solo. Abajo, un bolero
impone las congojas: sabio despiste de una coartada milimétrica; y las
prostibularias recorren las mesas repartiendo besos y faramallas, “¡que
no pare el ritmo!”, “¡que la rocola reviente, que la conga sea de
abuso!”. Salustio ve el uniforme sobre la silla, y se avergüenza de su
mortuoria desnudez. Jamás pensó partir así, sin estruendos militares
ni trompetas tonantes que anuncien la despedida de un General-
Ministro de la Defensa, “firrrmes”. En cambio, escucha a la putería en
desborde, vivificadora de las madrugadas, absoluta ingle del alcohol.
Cuando llegaba al bar, las puertas se escindían para recibir sus
malalientos de nocturnidad. “Rumba y whisky hasta el amanecer, el
toque de queda lo dicto yo”. Y los mesoneros, sí, señor, mande usted,
mi general; y las mujeres petulando escotes para que su agria mano
con sortijas les tocara pezones profundos, “qué rico, comandante,
¿subimos?, ¿me voy contigo esta noche?”. Sus ojos maldicen el
inventario del cuarto: la cama meretriz, el balcón clausurado, la cortina
plegable para disimular los detrimentos del baño... Muchas veces
estuvo allí, pero no con Márgara, “la Luna”, porque ella le fue
distanciando la inquietud –hasta hoy, Salustio, hasta hoy–.
El bar Un Siglo de Ausencia fue siempre una apretura de paredes
donde el humo encendía cualquier movimiento, pero Márgara lo
convirtió en el sitio preferido de las mejores hembras y los peores
machos. Sonsacó cascorvas de otros harenes y otros arenales,
impuso tarifas según el busto y el vaivén de la experiencia, y decretó
la champaña a granel y la alegría indeleble. No aceptaba que los
clientes portasen armas o guardaespaldas, “¡jamás en mi reino!”, y por
eso el general Monsanto –con sonrisas de fornido amor– dejaba
afuera su metralleta y sus esbirros antes de penetrar en las aguas
termales de aquel océano impacífico, “tú eres la única que puedes
mandarme, terrible Márgara”. Y obedecía, como novicio de la escuela
militar, porque nunca una potra morena le había endurecido tanto los
cojones.
Sin proponérselo, casi todos odiaban a Salustio Monsanto: jefe
de la Guardia Nacional, ministro bélico, cazador de guerrilleros (con
curso práctico en bases de Panamá), héroe del cercenamiento (varias
cabezas lo confirmaban desde su terroso baluarte de gusanos). Y
Salustio hacía lo imposible para que las atrocidades fuesen parte de
su voz, “córtenle los testículos a ese gran carajo y desaparézcanlo”,
“fuego contra la insurgencia”, “paz... pero en los sepulcros”. Y además
era saludablemente fofo y orbicular, como si se nutriera a impulso de
escarnios: en su cuerpo residían distintas grasuras y los botones de la
chaqueta pugnaban por mantenerse en exacta posición marcial –sin
conseguirlo, Salustio, sin conseguirlo–.
El general derruido no logra el tiento de las ideas. Todavía llama
a Márgara, “te daré lo que desees, mi Luna”, “nos iremos de esta
miserable nación bailable”, “adquiriré una boîte para nuestras noches
especiales”. El general funesto ya no sabe lo que dice.
Antes de que Márgara lo comprara, en el bar Un Siglo de
Ausencia conocían muy bien a Salustio Monsanto. Un jueves
irrefutable (nadie olvida el mes ni los minutos), se presentó con su
desate y su borrachera, “yo pago, yo brindo, yo gobierno”, y quiso que
el cantante no parase de entonar Flor de Azalea. “Lo siento, general,
no actúo para asesinos”, respondió Siboney, un mulato de azúcares
en la palabra. “Arrodíllate, negrito de mierda”, bramó Salustio mientras
sacaba su pistola resuelta. Siboney se detuvo en el silencio, con un
desdén de piel y huesos. La bohemia también enmudeció: ninguna
puta oía el mesalino vuelo de las otras. “Arrodíllate y canta ya”. El
mulato, recio, quietísimo, tal vez se despidió de su isla y sus entrañas,
y cayó al escuchar la primera incandescencia. Luego, cuatro balas
más para el remate (la asombrada putesía ahogó rezos fraternales; las
luces del night club se enardecieron de buganvilias eléctricas).
“¡Sargento!, tírelo a la calle. Y ahora todos: Floooor de Azaleeeaaaa”.
“Sí, general, enseguida, Floooor de Azaleeeaaaa, lo que usted ordene,
Azaleeeeaaa...”
Pero desde que la Luna se hizo cargo del establecimiento,
Salustio se llenó de cálidas arduras y derrames lustrales, y él mismo
(“¿coño, Salustio, qué te pasa?”) no comprendía esa efusividad
diferente, esa delicada vehemencia que le desorganizaba el tono de la
respiración. Y Márgara, con su plenilunio y sus giros de libélula, lo fue
convirtiendo en un manso beodo de costumbre. “¡Minino ministro,
debes portarte bien!”.
De cara hacia infinitas muertes, Monsanto la recobra: Luna y
ojos, muslos que apenas aceptaron rozamientos, hondonada secreta,
una omisión gustativa en la punta del sudor y de la lengua: “Todavía
no, Salustio, espera”.
Ninguna de las noctámbulas le supo decir de cuáles vidas había
llegado Márgara. “Se lo juramos, general”. Aunque las historias corrían
debajo de las copas: “Regentó un prostíbulo en Puerto España, “le
acuchilló la vista a su último mantenido”, “es puta y es virgen”; “huye
del otro lado del mundo”; “tiene un sapo asqueroso entre las piernas”,
y Salustio reía, no lo creo, nada creo, mientras confrontaba el
alzamiento de bruscos cariños y tensiones furtivas, como si su marca
de hombría se hubiese nutrido de polvamenta lunar.
El general-vidrioso todavía reseña extravagancias de soldado
mayor: el enamoramiento que una vez lo condujo a presentarse en
ropaje de charreteras y de milicias, encaramado sobre un tanque anti-
rebeldes, para tronar cañonazos de despecho frente al escondrijo de
su Luna. O la ocasión perpleja en que utilizó la banda seca del Ejército
(segundo batallón de infantería), para enviarle los mensajes de un “te
amo” con tambores. O la fecha de locuras inflexibles cuando ordenó
levantar a los vecinos para que desperezasen sumisiones delante del
dancing de la amada, “nuestros respetos, señora Márgara, no se
imagina usted cómo la queremos…”

El general cadavérico cree que aún puede promulgar su erupción de


guerra y vendavales, “¡escriban la ley con tinta de metralla, cierren las
fronteras, apresen a diez mil culpables”, El general disperso adultera
los conceptos y se embabieca con ínfimas grandezas: para él no hay
rocola ni canción, sino un himno grave que atestigua su partida:
“Gloria perenne a nuestro general, general, general…”
“No acepto más demoras, Luna”, había sentenciado Monsanto
con una amenaza fugaz. Y Márgara, casi en susurro titilar, casi en
acuerdo de dulzuras, tuvo que responderle: “Será el sábado, Salustio,
será”. Y entonces el oficial de cinco estrellas brindó en honor de todas
las viudas Clicquot, ¡coño, por fin!, ¡arriba el gobierno!, y se abrió
frontalmente al baile y la cumbancha. Los edecanes aguardaron a su
jefe hasta el tiempo de los eructos.
Durante una semana vertebral, Salustio sufrió la penitencia del
desasosiego. El sueño se le escapaba en párpados abiertos; cualquier
rencor tenía destinatario, “¡ni nada, ni pan para los presos!”, “¡bombas
y aviones contra la guerrilla!”, “¡lanzallamas, fuego continuo, napalm!”.
Sus fantasmas vigiliares, en eclipse de Luna, lo hacían exudar sin
sentido común, la violencia demacraba los rostros del país, “¡basta,
general, basta!”.
Salustio Monsanto contó y recontó hasta la saciedad del sábado,
los números romanos en su Omega Constellation (regalo de un
coronel de la US Army). Ese día se levantó con un terco brío en mitad
de la frente, “¡eres un vergatario, Salustio!”, y quiso mitigar las horas a
fuerza de paréntesis: sobrevoló entre la cabina blindada del
helicóptero, las franjas boscosas donde habitaban sus enemigos;
arengó a los soldados del cuartel central, “son ustedes la República en
armas”; llamó imbéciles a los miembros de su Estado Mayor; y por
último se enfrentó, cerrilmente, a una botella de whisky con soda y
desespero: “¡te enseñaré mis volúmenes de macho, Márgara”.
Sobre el piso, rodeado por su propia soledad, el general en
consunción inventa ambigüedades, “Luna lunática, Luna llena y
perversa, Luna única, Luna oculta, Luna para adorarte siempre”. Otra
melodía, de vocingle y jaleos, se apodera del dancing.
A las seis en punto de su atardecer, Salustio empezó
acicalamientos. Ejercicio versus la resaca. Ducha demorada. Masaje
después de afeitarse. El uniforme de honor. La colonia ostensible y
francesa. Luego, aprobó su figura en el espejo, “eres lo máximo,
Salustio”, y se lanzó en caravana de conquista.
Márgara lo recibió irradiando calóricas bellezas, “bienvenu, mon
general”. Jamás la había visto en traje de mariposa lapislázuli, nunca
antes sus pechos le parecieron tan concretos y explosivos. Quiso
responderle en un idioma distinto, pero como no conocía ninguno,
apenas exclamó: “¡Estás maravillosa, Luna!”. Y ella, con su atención
de satélite propicio, declaró inaugurada la fiesta del desbarajuste, “hoy
la casa invita, hoy nuestro solo sol se llama Salustio Monsanto”. La
música encendió cada goce y cada delirio, el puterío se alocó
definitivamente y los vinos aderezaron la espuma de los extravíos, “un,
dos, tres, el paso más chévere”. A las doce, Salustio Monsanto,
temblando alcoholes como un primerizo concubinario, largó su
aplazado atrevimiento: “¿Subimos Luna, subimos?”. Y Márgara, entre
tímida y carnal, le deslizó una condición muy cerca del oído, “si se
marchan para siempre tus escoltas”.
Abrazados, ascendieron hasta el cuarto de nupcias rápidas.
Salustio sintió cómo su vigor se henchía, inaplazable. Márgara, con
lenta sinuosidad, con serena pudicia, deshilvanó la cúpula de su
cabellera, “¿te gusto, Monsanto?”, y Salustio forcejeó un beso
inconcluso. “Poco a poco, general”. Sin duda poseía los lujos del
encantamiento: se despojaba a contraluz, bailaba en alarde de
fruiciones, precisaba sus zonas de erotismo. “Confiesa que te
humedezco, generalísimo”. Cayó el último indicio de seda y un olor
desnudo abolió los límites del cuarto.
El miembro de Salustio traspasaba el horizonte. La Luna, brillosa
de halcones, lo miró para rogarle un necesario preámbulo de aguas
purificantes detrás de la cortina, “¡vete preparando, general!”. Salustio
se quitó el sudor y el uniforme, la camisa y los botines persecutorios,
mientras escuchaba los rumores del lavabo. Su sexo instigado casi
tocaba las imaginaciones del cielo raso. “¿Estás lista, Márgara?”.
De pronto, el cortinaje se abrió a golpe de metales. Salustio vio
las ametralladoras y quiso sacar su pistola intuitiva. La rocola se alzó
en complicidades, “Flooor de Azaaleaa”, para que una Luna
combatiente y dos guerrilleros verdeolivos accionaran cien ruidos de
venganza. El general percibió una remoción de vísceras, un martirio
furioso corriéndole por dentro, y se hundió de rodillas contra el
porvenir.
Salustio quizás lloró iracundias, mientras el comandante
Márgara, varonil y converso, escribía su epitafio en los ansiosos muros
de la ciudad: “¡Viva la patria libre, mueran todos los Salustio
Monsanto!”.

OCASO DE UNA VIDA DIGITAL

Abre los ojos y la incertidumbre de la mañana le aturde los


sentidos. Se halla como entre nubarrones opacos, traga una saliva
amarga (densa, casi ajena), le cuesta determinar su nombre. No hay
nadie, quizás todos partieron a cumplir el afán cotidiano. Con lentitud,
el entorno se va haciendo reconocible: la cama y su colcha gris, el
cuerpo de la cantante Shakira en el afiche lleno de fans, la ventana
que da hacia la oscilación de los rayos del sol. Alarga la mano y se
topa con el teléfono inteligente. ¡Enhorabuena!, ya no está solo, ha
encontrado a su inseparable amigo, qué suerte tenerlo ahí, siempre
dispuesto y comprensivo. Sonríe, aplaude, celebra la hazaña de
poseer un camarada hecho en el verídico Japón, cuyas dotes le
ayudan a sobrevivir.
Se enjuaga y seguidamente busca los últimos comentarios en las
redes sociales, donde él -con orgullo de ciudadano del ciberespacio-
está incluido desde que tiene uso de razón digital, y ríe por los
insultos de 140 caracteres que se otorgan sus compañeros virtuales; y
luego, como internauta perfecto, responde cualquier ocurrencia,
memes o emoticones, sin excederse en críticas ni en los esquemáticos
“me gusta”. Luego, va a la cocina y se engulle el pan de siempre, con
rapidez a fin de no distraerse del diálogo en la red, y se toma un
sucinto jugo porque ya debe adentrarse en el correo electrónico de
Yahoo, Hotmail, Wanadoo y Gmail. Ahí están, a la medida de una
contraseña, los seres humanos que solo frecuenta por esas vías, pues
no posee tiempo real ni minutos disponibles para hablarles cara a
cara.
Después se viste, mientras escucha las canciones de moda que
ha copiado de Youtube. Artistas de un planeta global, intérpretes en
idioma inglés y en otras lenguas de menor categoría, Babel gringa al
alcance del teléfono inteligente, qué maravilla, cuánta fortuna saberse
miembro de una época sin fronteras ni límites patrios. Con los
audífonos de cuarta generación, sale de casa –como marchando
melodías universales– y se encarama en el Metro. Esconde el
teléfono hasta verificar que otros usuarios también lo utilizan sin
cobardías de subterráneo, y seguidamente recobra la disposición
necesaria para dedicarse a la pantalla táctil de su celular.
Busca, por curiosidad tercermundista, cuál es la hora en Londres
y en Hong Kong, qué equipo clasificó para los cuartos de final de la
Copa Europea, y a cómo se cotizan el dólar y la libra esterlina. Nada
de eso le interesa de veras, ni piensa jamás en un viaje hacia otros
continentes, pero le gusta considerarse suscriptor pre-pago de la
información informática y miembro de una plena geografía. El Metro ha
llegado a su destino y debe caminar algunas cuadras hasta el trabajo.
¡Menos mal que las canciones de Youtube nunca se agotan!
Marca la tarjeta en el reloj burocrático y se sienta en su puesto de
Vigilante Supervisor. Desde la altura del segundo piso, puede
observar la acción de los operarios sin que ellos lo avisten. Entonces,
saca el móvil (también le gusta llamarlo “smartphone”) y lee los
titulares de la prensa nacional: nada extraño, solo manifestaciones por
falla de los servicios públicos, el galope de la inflación, la política en el
límite de una guerra fratricida, el hampa desbordada… Para alejarse
de las malas noticias y las temibles influencias, cambia de
aplicaciones y se enfrasca en la ruta de los videojuegos, el primigenio
Pacman, el añoso y mañoso Mario Bross, el Tetris que lo obliga a
pensar aceleradamente; y luego, como en un itinerario hacia la
modernidad, se inmiscuye en Clash Royal para destruir torres
enemigas, Pokemon Go, Edad del Fuego y Dan the man con sus 12
niveles para que el protagonista –encarnado por ejemplo en un
Vigilante Supervisor– pueda rescatar a su novia Josie de las garras del
mal.
Después, pulsa el ícono de la calculadora. Debe abocarse a las
cuentas del mes, los montos de las deudas fijas, el ingreso por
concepto de sueldo y faenas extras, los egresos imprevistos. Suma,
resta, divide y por fin guarda el resultado en la indeleble memoria del
portable. El cansancio le oprime, necesita alejarse un poco del
(des)orden económico, y por ello resuelve tomarse unas fotografías,
unas selfies para compartir la soledad. No aparece tan joven como
antaño ni tan viejo como un fósil de surcos arrugados, ¡gracias a Dios,
al photoshop y a la alta resolución de los píxeles! Ante la inminencia
del almuerzo, camina hasta el comedor de la fábrica oyendo los éxitos
del Hit Parade, y ya ahí –bajo el efluvio de olores penetrantes– arrima
una silla para compartir la tanda con otros comensales.
En la mesa se encuentran cuatro hombres y tres damas, que lo
saludan a través de gestos silenciosos. Nadie habla porque no resulta
necesario, cada quien está sumido en su correspondiente celular. Los
pulgares, cual ardid de teatro negro, recorren la pantalla y transmiten
pequeños espasmos de felicidad a los respectivos propietarios. Si
alguno altera la ceremonia y se arriesga a una absurda palabra, los
demás lo crucifican con pupilas hostiles. Él aprovecha el momento
para mirar algunos videoclips e indagar en Google los de más rating; y
como el café le quita la somnolencia, se despide sin un sorbo a fin de
mantenerse en letargo digital el resto de la tarde.
Vuelve a su segundo piso. Abajo, los obreros reinician la
actividad, el aire acondicionado de 22º dispensa un grato equilibrio
entre naturaleza y artificio. El ambiente es favorable para los enlaces
en Facebook, Twitter, Instagram, Telegram y WhatsApp. Ama las
redes sociales, disfruta el placer de relacionarse con desconocidos o
amigos invisibles, se adhiere a los temas de turno, goza de los
diálogos generales, envía fotos y opiniones, cambia de perfil
(enriqueciéndolo con sanas mentiras), envía mensajes escritos y de
voz, chatea en el universo informático, habla con su única tía dentro
del plan de conexiones preferentes, utiliza Skype para dialogar sin
costo con el primo que se asiló en Miami, vive a plenitud la aventura
de las plataformas tecnológicas, ¡por fin ha traspasado las barreras y
los límites personales!
Trabaja horario extra y sale a las 9 p.m. Como prolongación
fraterna, lleva el teléfono en la mano derecha. La oscuridad lo conduce
hasta la boca del Metro, no hay nadie, varios perros merodean la
basura. Bruscamente, una sombra con pistola emerge de la nada y le
ordena “¡Dame el celular, rápido o te mueres!”. Él no obedece, no
puede desprenderse de su solidaria pertenencia, y lo aferra con pasión
antes de sentir los fogonazos definitivos.

 
ASPASIA, EN EL CENTRO DE TUS ARDORES

Vives y te desvives en el Hotel Aspasia, ubicado por los


perversos dioses de la ciudad entre dos calles sinuosamente
imperfectas. El local ya no tiene anuncio de neón ni alfombra con
arabescos para atraer a la clientela: ahora su solo nombre,
pronunciado bajo la malicia de cualquier deseo, sirve como tarjeta de
presentación en el mundo de las entrepiernas y los alaridos. Goce a
precio razonable (si el usuario lleva la carnada), techo con goteras
para despertarse en el juicioso momento de partir, auxilio de hielo
rápido para el caso de alcoholes clandestinos, libertad sin límites como
eslogan del hospedaje, y aviso irrebatible “Todo en efectivo, no se
aceptan tarjetas”. 
      Tú, Baldomero Montoya o Baldomero a secas y a rastras, llegaste
a Caracas una noche de aguaceros diluviales hace algunos lustros.
Bajo el temporal, pensaste en regresarte a tus montañas de los Andes,
llenas de perros afables y hortalizas perfectas que semejaban
propagandas de la naturaleza rural, pero de inmediato una voz interior,
o sea, la misma tuya aunque en tono de drama ingenuo, te ordenó
proseguir el rumbo. Y mientras caminabas hacia el inicio del destino,
ataste los cabos de la propia confabulación.
        Era la fecha de tu cumpleaños número veinte, te hallabas en el
Bar Ideal, nombre clásico para la única taberna de cualquier poblado,
los amigos alzaban las botellas de cerveza en tu honor, “cantemos las
mañanitas para este carajo”, y empezaron los lecos de falsete
mexicano. Luego te llenaron de abrazos achispados e hipos fraternos,
y tú les contestaste ¡Me voy de esta mierda de pueblo, y sólo
regresaré en la urna!, pero ellos no te creyeron, nunca lo hicieron, y
entonces saliste para la casa, todavía con una hélice de cien vueltas
dentro del cerebro, recogiste tu ropa informal (la única), tomaste
prestados los ahorros que la familia depositaba en una cerdo-alcancía
del Banco Campesino, “el más rentable sobre y bajo tierra”;
despertaste a tu madre para pedirle la bendición, mamá; abrazaste a
tu padre con gestos porque el tipo poseía un carácter de cascarrabias
nato, literalmente apretujaste de cariño a los seis hermanos que
dormían en dos literas, y partiste hacia el universo exterior de Acequia
Chica, “armado de confusiones alegres, dispersas ganas triunfales y
precisos objetivos genéricos”, según habías leído en un periódico
antiguo.
         Después de diez horas de sueño con los ojos abiertos, el
autobús te depositó en la Calle de los Hoteles, donde el Aspasia
despuntaba entre los sitios furtivos de la capital; y enseguida, bajo las
gotas de aguacero, distinguiste el cartelón que solicitaba los servicios
de un recepcionista nocturno, pintado en forma de vertiginosos
garabatos como si reclamara urgente sustituto para el cargo. Sin
tardanza, tocaste la puerta y apareció un anciano que exclamó:
“¡Joven, el empleo es suyo!, lo esperábamos desde siempre, pase y
acomódese a su gusto detrás del mostrador, yo renuncié hace años
pero no había quien ocupara mi lugar, le deseo suerte, adiós”.
      Y así tú, Baldomero, con el traje de utilería  que te confirieron,
empezaste la profesión de velador de sobamientos,  besuqueos,
meteduras, fogosidad con límite de tiempo, revueltas corporales,
abrazos abrasivos, líquenes profundos, pasión de hormonas y el
común griterío al momento de acabar.
      Ahora, ya son cinco los lustros de deslustre que cumples viviendo
las pasiones ajenas desde tu silla giratoria de la recepción. Y
como voyeur aplicado, conservas especial admiración por algunos
personajes que aún te sobresaltan la libido, como el Inspector Ventura
y las diversas hembras que se turnan su compañía. En efecto, ahí
llega Ventura, policía de la Judicial, precedido por un indecoroso
abdomen, el revólver en el cinto y una rubia a la fuerza que se llama o
se apoda Lucy. “Mis saludos y respetos, señor inspector, gusto de
verlo, buenas noches señorita Lucy, son cien mil en total como
siempre señor comisario, perdón, señor inspector general, muchas
gracias por la visita, comandante, ¡que les sea grata su estancia en el
Hotel Aspasia".
       El inspector Ventura y Lucy suben al cuarto (ella moviendo las
caderas a ritmo impetuoso), mientras tú, Baldomero, los observas con
mirada relámpago o los vislumbras como testigo en lejanía. La pareja
entra al cuarto y Lucy comienza a despojarse del vestuario, según su
propio manual de ceremonias eróticas. Primero la blusa encarnada
que hace juego con su piel de soles del trópico, luego la falda cuya
estrechez aprieta una grupa de éxtasis en desenfreno, enseguida el
sostén blanco y las medias negras, y por último el brevísimo recuadro
de su ropa más íntima, al compás de los jadeos de Ventura y tu
precisa imaginación, Baldomero. Lucy se acuesta, el enloquecido
inspector Ventura la llena de besos salivales, tu miembro está inhiesto
de lujuria máxima, Lucy brama pequeños gritos de gata en celo, un
rotundo Ventura se le encima con respiración entrecortada, Lucy abre
las piernas, tú la detallas mediante pupilas fuera de órbita y al borde
de un irrefrenable escozor seminal, Ventura la penetra con fuerza, tú
también, todos se mueven al son de los ímpetus, “¡sigue, sigue, sigue,
no te detengas!”, Lucy Luciérnaga ha llegado al clímax y casi se
desmaya, Ventura termina con un alarido de goce y triunfo, tu esperma
te embadurna los pantalones y la silla giratoria. Mañana, Baldomero,
será otro día y otra noche desde la recepción del hotel.
      Los tres llegan, juntos y ebrios, en la hora inexacta de cualquier
madrugada. Los conoces por sus rostros de alcohólica alegría y sus
andanzas tumultuarias. Se trata de los hermanos Nolasco, líderes
negativos de varias cuadras a la redonda; y ella es Lupe, símil de la
cantante cubana, cuyo parecido sólo se afinca en unas voluminosas
ancas. “¡Aquí tienen prohibida la entrada, porque la última vez por
poco nos allana la Guardia!”, les espetas tú,  pero la chica trata de
persuadirte con sus labios fruncidos, “¡No seas odioso, Baldo!”,
quiérenos, compréndenos”. Y finalmente tú accedes en provecho de
una tanda estelar de rijosidades y caricias compartidas. El hermano-
jefe paga, y los tres en sucesión de abrazos ascienden hasta la
habitación número 69 de siempre. tú los persigues con ojos
clarividentes, y verificas a distancia cómo el hermano-subalterno saca
el pucho de marihuana y prepara los tabacos rituales. Entonces humo
y desnudez, palabras inconexas, figuraciones, desfiguraciones, amor a
seis manos, succión de falos y honduras; mientras desde tu trono
rotatorio, no te pierdes ni un instante de goce, participando del
aquelarre en cada palmo lascivo. Lupe desfallece de pequeñas
muertes continuas, “¡más, más, más!”, y tú la sigues
con  fruiciones  masturbantes, —¡Lupe, Lupe, siempre serás mi
estrella oculta!
       Jazmín, la caminadora, trajina las calles con el aspecto de quien
realiza cualquier otro oficio. Ella engancha a la clientela por su gran
busto palpable, el imán de un trasero afrocaribe y la piel color durazno:
todo un espectáculo andante, toda una maravilla personal. Casi habita
en el Hotel Aspasia porque los parroquianos no la dejan ni un minuto
libre, son transeúntes, motorizados, asiduos del sexo de tarifas
módicas, viejos con intento de últimos deleites, muchachos que
pretenden temeridades iniciáticas, algún bisexual  en plan de vicios
escandalosos, taxistas escapados de la noria cotidiana, músicos con
tristes guitarras nocturnas, y cualquier mortal ávido de lubricidad. Para
acompañarlos, allí estás, con iguales apetitos y afanes recónditos,
auto-complaciéndote o derramándote, acezando o gimiendo. 
    Un día, Baldomero Montoya,  hastiado de tanta soledad contigo
mismo, quisiste devolverte a Acequia Chica con ganas de cuidar
perros y hortalizas, sembrar flores en las tumbas de la familia y otorgar
consejos a los sobrinos; y por eso pintaste con letras de urgencia un
aviso solicitando recepcionista para el Hotel Aspasia, pero hasta hoy
nadie se ha presentado. 
Mientras tanto, Baldomero, sigues como testigo a la sombra,
onanista eterno, fisgón infinito, detrás del mostrador.

EPÍSTOLAS AL CONTADO

Lo cierto fue que Remigio Cántaro, con apremios de medio siglo,


abandonó la terca esperanza de escribir como Jorge Luis Borges para
dedicarse a su propio horno de palabras. Y por las noches observaba
el firmamento: la luna baldía, constelaciones, estrellas sin nombre,
Osas mayores y menores.
Remigio había percibido por primera vez el mundo en la
biblioteca de su casa, porque la inminencia del parto impidió el
cónclave de unos médicos que veían las carreras de caballos mientras
seccionaban cordones umbilicales y cosían los desbordes de las
heridas. Mejor así, pues la misma madre (estoicamente resuelta) pidió
la tijera de filos alemanes, el algodón en copos y una botella de
alcohol absoluto, rezó letanías deíficas y bajo la señal de la cruz
separó los dos cuerpos con heroicidad de dama espartana oriunda de
Caracas. Remigio chilló como si quisiera vociferar su puesto de 50
centímetros en el universo hogareño, y entonces don Felipe –orgulloso
padre novicio– cambió la absoluta botella de alcohol por una caja de
ron añejo e invitó al vecindario para celebrar el suceso de la sucesión.
Enseguida, la multitud se adhirió al alegre voltaje de los grados
etílicos: había señoras de fúnebre edad con arrugas de perlas en el
cuello, hombres sombríos y mujeres risueñas (y viceversa), ancianos a
milésimas de perder los recuerdos inmediatos, tres monjas del Credo
Descalzo en solicitud de limosnas al contado, ninfas adolescentes y
hembras no tan niñas buscando adeptos momentáneos, ebrios en
compañía anónima de otros borrachines, y una caterva de perros
efusivos y loros locuaces que entonaban bullicios de alegría animal.
Remigio y mamá Carlota no lograron la paz del sueño, tampoco la
querían en ese trance de celebraciones que escuchaban acostados
cerca de los estantes letra “B” de la biblioteca paterna, donde estaban
–conspicuos y hieráticos– Honoré de Balzac, Simone de Beauvoir y
Jorge Luis Borges. El niño Remigio, apenas un infante de pocas horas,
volteó hacia la cúspide bibliográfica y la primeriza mirada vocacional
fue para los tomos del invidente de Buenos Aires, ciudadano del
mundo y de la Calle Tucumán, sin aún saber que sería su paradigma
secreto, su fantasma más profundo.
La casa de los Cántaro (seis habitaciones llenas de libros, dos
cuartos para la familia y un patio con naranjas) era la única que
quedaba en medio de las torres de edificios, porque don Felipe,
bibliófilo por convicción y experto vocacional en obras incunables, se
negaba a cederle su propiedad a cualquier (im)postor inmobiliario;
“antes cadáver que despojarme de mi casa-biblioteca a cambio de un
indigno fajo de billetes”, repetía entre el supuesto humo de cigarros
que mantenía siempre apagados. Don Felipe compraba y vendía
colecciones librescas, obras intactas de medio uso, revistas
polvorientas, ejemplares vivos o desahuciados por las polillas, y
cualquier texto impreso de valor asequible. Todo lo remataba en forma
inmediata, menos su biblioteca personal: un bosque de páginas que
amenazaba con invadir, cual comején impreso, la placidez del patio de
naranjas.
El niño Remigio, ajeno al vecindario, creció leyendo esa muestra
de “azares inmóviles”. Iniciáticamente se dedicó, con asombro infantil,
a los cuentos de hadas y demonios afables que urdían estupores;
luego se bebió –literalmente embebido– las narraciones de Verne y
Salgari; más tarde, ya de camiseta con insignia colegial, se hacía el
alumno enfermo para quedarse en el hogar bajo el aturdimiento de las
novelas de García Márquez; después arremetió con exaltación la
literatura rusa y la norteamericana (Dovstoieski, Chejov, Whitman,
Faulkner, como lunas ardientes); y ya en un liceo desprovisto de
atractivo, desatendía los estudios en provecho de los Nibelungos y el
existencialismo francés, “me gusta Sartre pero prefiero a Camus”.
Nada le fue ajeno: relatos disímiles, poemas con hartazgo de símiles,
Cervantes por supuesto, haikús japoneses, dramas españoles, textos
lúdicos y un larguísimo e inacabable etcétera de huellas de imprenta.
Cuando obtuvo su diploma de bachiller, escondió el pergamino dentro
de la última gaveta y se negó a inscribirse en la universidad, “seré
escritor, un gran escritor como Jorge Luis Borges”. Doña Carlota
quiso persuadirlo, con largas lágrimas sin éxito, para que estudiase
cualquier carrera, “Hijo, tienes que graduarte de médico o abogado,
dentista o dietista, oculista o internacionalista, en esta sociedad lo que
importa es un título, un diploma, un papel con sello húmedo
¿entiendes, chico?”. Por su parte, don Felipe, más cercano y
comprensivo, le aconsejó prepararse con todos los hierros para no
errar en la vida; y como de comienzos se trataba, habló con un
compadre de sacramento, director de la revista Hechos y Desechos, a
fin de que Remigio entrase como reportero de la publicación. –De
acuerdo –dijo el compadre–, tu muchacho atenderá la fuente de la TV,
puede comenzar mañana mismo porque el antecesor murió de un
infarto sexológico. ¡Es un chiste, Felipe, no te preocupes!
Remigio se dedicó, en esencia y tiempo frontal, a las reseñas de
la farándula televisiva, sin olvidar que su destino ciego era Borges, el
oráculo de la palabra escrita, el poeta de sabias honduras, el hombre-
estilo, y se estaba preparando –¡apenas empezaba!– para remedarlo
con la pleitesía de un alumno fiel. Pero pronto comprendió que las
tareas del magacín (cinco entrevistas semanales, el acopio de
chismes detrás de las marquesinas, la crasa invención de romances
fuera de cámara), limitaban su trabajo a comidillas indignas de un
discípulo borgeano, “¿Qué harías tú, excelso maestro, si me vieses
en tal ejercicio de averiguaciones fatuas y halagos para el rating, en
vez de crear un Aleph como el tuyo o un relato de cuchillos malevos?,
seguramente te avergonzarías y renegarías de mí”. Después de la
periodística faena diaria, se tomaba unas cervezas rápidas, atenazaba
la pluma (“¡Jorge Luis nunca utilizó un computador!”), y ansiaba que
las musas porteñas volasen a Caracas para dictarle en soliloquio
maravillosas anécdotas y versos deslumbrantes. Pero la ilusión no
ocurría: la revista le secaba las neuronas literarias, y por ello se
dedicó a la búsqueda de otro empleo. Al cabo de un parsimonioso
lustro, consiguió el cargo de corrector en la editorial La vorágine,
dedicada a temas generales y materias conexas, o sea, a cualquier
aspecto.
En la sede de La vorágine, una edificación descompuesta (como
si fuese víctima de permanentes guerras urbanas), Remigio acometió
la enmienda de los errores que pasaban frente a su vista. Faltas de
ortografía, deslices de vocablos, francas omisiones, tropiezos
lexicales. Y casi lloraba de sonrojo ante la inmensidad del bochorno,
no concebía que algunos pudieran malograr así la escritura, “¡ojalá
expíen sus culpas en un terrible infierno gramatical!”. Para lavarse los
desconsuelos, releía a Borges durante la noche, evocaba las frases
que lo habían deslindado de los necios, y juraba que iría a Ginebra en
ceremonia de rendirle homenaje sobre su tumba. Pero, aparte de ello,
no alcanzaba la meta de escribir conforme a los designios del tutor
espiritual, nada le fluía por el sitio inteligente del cerebro, nada.
La existencia transcurrió lo contrario del agua de Heráclito,
siempre igual en el propio cauce. A Remigio le salieron algunas canas
amargas, enterró a don Felipe por motivo de una apoplejía y a doña
Carlota por el último virus de zancudos letales, careció del valor
indispensable para casarse o arrejuntarse, mantuvo contra polvo y
moho la biblioteca paterna, los domingos no iba al Teatro de la
Zarzuela sino que regaba en solitario los árboles frutales, y ya
hastiado de las correcciones tipográficas se dedicó a intermitentes
oficios.
Fue amanuense del Tribunal de Comercio, cuyo magistrado (un
vejestorio gigante) imponía los monosílabos y la voz baja; publicista en
una empresa que promocionaba hamburguesas con papas fritas (y un
refresco gratis); secretario de descomunales consejos comunales;
letrista de tonadas folklóricas y canciones de ordeño; revisor de actas
y archivos muertos en una Jefatura Civil; escribano de discursos
oficiales y extraoficiales por encargo específico; creativo de lemas
para la conservación de la lechuza selvática; editor de subtítulos de
filmes nórdicos sobre el Medioevo; corresponsal del diario Comme ci
comme ça, de Martinica y las Antillas. Por su parte, Borges seguía
invariablemente elusivo, foráneo, espectral; y aunque Remigio se
aferraba a sus enseñanzas, no conseguía garabatear ni una línea feliz
de imitación del paradigma.
Un día fastos resolvió lo que en insomnios venía urdiendo: abrir
gratuitamente su biblioteca a los parroquianos y, además, ofrecerles la
redacción de las misivas que necesitasen, por un módico honorario
bajo tarifas de moneda nacional. En tal oportunidad, se tomó más
cervezas de las pactadas consigo mismo, resucitó las nostálgicas
imágenes de Felipe y Carlota, y acometió los indispensables arreglos.
Limpieza y ordenamiento de los libros que ya ocupaban todos los
cuartos, colocación de mesones con sillas para los lectores y
ubicación de su escritorio metálico al aire fresco del patio de naranjas
(único lugar posible), para atender las peticiones del público. Como las
fuerzas le alcanzaron, se tomó otra cerveza triunfal y clavó un aviso
delante del inmueble: Biblioteca Libre Felipe Cántaro e hijo, se hacen
Cartas al contado, y más abajo el atractivo detalle de lo ofrecido
(“cartas de amor, de negocios, de trabajo, de despecho, de ruptura, de
despido, de viajes, de soltería, de pésame, de reconciliación, de
compromiso, de familia y cualquiera que usted exija o se le ocurra en
el momento”).
En tiempo casi instantáneo, los vecinos del barrio limítrofe y de
otros más apartados hicieron fila con curiosidad tumultuosa frente al
nuevo local, más por obtener la ansiada misiva que por leer el
enjambre de libros expuestos. En virtud de que la biblioteca
funcionaba como un auto-servicio, no hubo dificultades de
congestionamiento porque cada usuario buscaba el ejemplar de su
interés en los anaqueles y se comprometía –según una norma de país
desarrollado– a ubicarlo en su puesto después de la lectura; pero lo
que sí constituyó un problema fueron las colas de personas dentro y
fuera del patio, urgidas de utilizar la asistencia redaccional. Colas en
sierpe, colas métricas y kilométricas, colas centuplicadas, colas
coléricas (por la espera), colas a la enésima potencia, colas que se
mordían la cola…
El éxito de Remigio superó con creces cualquier antecedente
histórico en el género de las epístolas y los averages mundiales, pues
su secreto consistía en incrustar algo del ímpetu, pasión y razón de
sus autores favoritos: En las cartas de amor nunca podía faltar
Shakespeare si era un idilio trágico, o Neruda si se trataba de un
enamoramiento con “astros a lo lejos”; en la correspondencia formal
relampagueaban los esquemas de Descartes; en los noviazgos
lacrimosos estaba María de Jorge Isaacs y en el despecho de venas
abiertas aparecía a contraluz el Cancionero Mexicano; para recalcar la
gama infinita de vicios y virtudes, apelaba a Balzac y su Comedia
Humana; frente a una asidua conducta de vinos y desmanes, se
remitía a Omar Khayyam y los poetas malditos (y también a
Bukowsky); en cuestiones lujuriosas mostraba los salaces espejos del
Kamasutra y el Decamerón; para la solución de inquinas entre
progreso y atraso se remitía a Rómulo Gallegos; y así en seguidilla
literaria para lograr la plena complacencia de la perpetua clientela.
Con celeridad, su fama epistolar rebasó los límites patrios, y
pronto lo abrumó un terremoto de fanáticos planetarios en pos de
esperanzas escritas y mensajes palpables, que llegaron en
muchedumbre desde polos remotos y alejados meridianos, elevando
brutalmente el producto interno de la nación. Para ampliar el local,
Remigio adquirió tres edificios aledaños; y como no se daba abasto
con las tareas, buscó en las Escuelas de Letras un erudito equipo de
colaboradores para que se adhiriese bajo su guía a tan ilustre labor.
Compró también un telescopio de última generación, varios
ordenadores inteligentes y un chaleco de actualidad para las funciones
de teatro. Nunca contrajo matrimonio, porque eludió las intenciones
de algunas novicias del Credo Descalzo, ávidas de un milagro erecto y
terreno.
Lo cierto fue que Remigio Cántaro abandonó la terca esperanza
de imitar a Borges, y por las noches pone la vista en el firmamento con
el orgullo de haber encontrado su destino.
FABULARIO INEXACTO

-I-

El Versius, según lo anota el Capitán Arthur Thompson en su libro


póstumo Sueños Inestables (1754), es un animal que encierra todas
las contradicciones del universo y que sólo aparece durante períodos
de intensa lluvia. Su cuerpo enorme, como el del Ave Roc citada por
Borges, se aplana hasta volverse exiguo cuando recibe el calor del sol,
pero nuevamente cobra volúmenes formidables bajo los aguaceros del
mundo. Sólo dos personas lo han visto entre los temporales: el
Capitán Thompson, una etílica noche de invierno en Madagascar; y el
poeta griego Euxino, cuya obra fundamental desapareció en el
naufragio del barco donde perseguía a las Musas (34 a.C.)
La hechura de El Versius no tiene principio ni arribo, posee
escamas translúcidas, colmillos en sucesión, orejas nimias y su
organismo funciona como estigma de contrariedad: defeca por la boca
y se alimenta por un gran orificio posterior, respira por ombligos
escondidos y bota el aire por ocho ojos descomunales. Piensa nada
más que en futuro, aunque en un futuro tan próximo que no puede
diferenciar del presente; sonríe en circunstancias aciagas, lloriquea en
sucesos bienaventurados, odia a quienes lo protegen y se apega a los
adversarios.
Asientan los tratadistas que la tosca inteligencia de El Versius
logra apoderarse de las originales ideas de los genios, para
transferirlas a los obtusos.

  -II-             
                                                  
Ivanova, la perra de mayor sagacidad que entrenó Pavlov para
sus experimentos sobre el reflejo condicionado, era una cuadrúpeda
hirsuta, de estilo voluntarioso y proclive a los devaneos lascivos. De
esto último, dan fe los incontables cachorros que dejó regados al
margen del espíritu científico, y los cuales también heredaron los
genes característicos de una madre (¡Perra madre!, expresarán
algunos) más dedicada a sus propias tareas que a las obligaciones de
familia.
De ilustración poco usual entre su especie, Ivanova aullaba en
distintos idiomas (incluyendo el húngaro y el serbo croata), aunque
prefería el ruso estepario para comunicarse con su mentor; tanto le
gustaba Tolstoy que se engulló La guerra y la paz en pocos
mordiscos; oía música clásica habitualmente, pero por alguna
inconfesada razón, mostraba los colmillos cuando del gramófono
emergían las notas de Vivaldi; le gustaba bailar y, por supuesto,
amaba el Can-can parisino. Un lazo rojo enaltecía su imagen de
Madame Bovary con cuatro patas; diferenciaba, al husmearlo, el vodka
auténtico de las imitaciones primitivas; y deliraba, en vigilia o en
sueños, por los blinis y la sopa de borsh.
Sin embargo, algunas anomalías la adornaban. Conforme al
relato de los estudiosos, la mamífera adiestró a Pavlov para que cada
noche se dejase lamer la entrepierna y luego se olvidara del asunto
hasta la velada siguiente; y también afirman que por obra de sus
ladridos conductuales, los perros ajenos -en lugar de apetito- sentían
unas ganas inmensas de morirse de hambre.
La historia oficial no incluye que muchos de los descubrimientos
pavlovianos se debieron a las argucias de Inavova, a su olfato
investigativo y a su sensible penetración psicológica; y por eso, un
grupo de defensa de los animales ha propuesto que ella aparezca, al
lado de Ivan Petrovich Pavlov, en todas las estatuas y en todas las
imágenes de enciclopedia.
La máxima reza que detrás de cada gran hombre, siempre hay
una gran mujer…o una gran perra llamada Ivanova o Frufrú.
             -III-

El águila roja extiende sus plumas frente a los destellos de un sol


inmutable. Tiene el pico doblado para clavarlo sobre los contendores,
pero no existen rivales en la órbita de sus enconos, ¡qué lástima!, ni
tampoco árboles ni surcos de vegetación.
        El águila es, al mismo tiempo, valiente y vacilante, porque la
inmensidad del paisaje la sobrecoge. Al principio, apenas tomaba
vuelo, regresaba al quieto lugar de la cúspide, donde las horas se
amontonan de fastidio. Decidió, luego, lanzarse al horizonte, aunque
sólo mirase ráfagas de estelas y planicies de nubes; Iba con aires
alegres pero, en un espacio desconocido, chocó contra algo mayor
que sus ahíncos y tuvo que devolverse a la serenidad de la montaña.
No dijo una mala palabra, porque todavía las águilas carecen de su
articulación.
Tras esa experiencia, quiso emprender atrevimientos por el lado
contrario. Irguió las alas, como en la mitología de un Ícaro natural, y
cruzó ventiscas, tifones, brumas, lagos etéreos y deletéreos. Se
pensaba omnipotente y desmesurada, pero de nuevo un muro
hermético le impidió el paso. Las lágrimas la retornaron a su cumbre
de origen.
En una tercera ocasión, luego de mucho cavilarlo, se disparó
hacia las marcas del poniente. Ningún huracán pudo con ella, ningún
soplo helado, ninguna atmósfera siniestra. No obstante, al cabo de la
hazaña, ahí estaba la barrera compacta e infranqueable.
En diversas oportunidades, pretendió iguales y grandiosos
recorridos. Al inicio, nada obstaculizaba su rugir de plumas, su veloz
persistencia, su marasmo en movimiento, aunque después viniera el
desconsuelo de siempre.
El águila roja no sabe ni sabrá que vive dentro de una tarjeta
postal de Galerías Lafayette.

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