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modernismo y
la generación
del 98
Contexto histórico y social
• “Desastre” del 98
• Decadencia socio-económica
• Las dos Españas
• Problemas políticos
• Regencia de María Cristina
• Reinado de Alfonso XIII
• Dictadura de Primo de Rivera
• II República
El modernismo
Definición
El pájaro Un día recibió de su padre, un viejo provinciano de Normandía, comerciante en trapos, una
carta que decía lo siguiente, poco más o menos:
azul «Sé tus locuras en París. Mientras permanezcas de ese modo, no tendrás de mí un solo sou.
Ven a llevar los libros de mi almacén, y cuando hayas quemado, gandul, tus manuscritos de
tonterías tendrás mi dinero.»
Esta carta se leyó en el Café Plombier.
-¿Y te irás?
-¿No te irás?
-¿Aceptas?
-¿Desdeñas?
¡Bravo Garcín! Rompió la carta y soltando el trapo a la vena, improvisó unas cuantas estrofas,
que acababan, si mal no recuerdo:
¡Sí, seré siempre un gandul,
lo cual aplaudo y celebro,
mientras sea mi cerebro
jaula del pájaro azul!
Marqués (como el Divino lo eres), te saludo.
Es el Otoño, y vengo de un Versalles doliente.
Había mucho frío y erraba vulgar gente.
El chorro de agua de Verlaine estaba mudo.
Al marqués
Me quedé pensativo ante un mármol desnudo,
de Bradomín cuando vi una paloma que pasó de repente,
y por caso de cerebración inconsciente
pensé en ti. Toda exégesis en este caso eludo.
ojos negros
de Julia
Al rey Óscar
- Preocupaciones existenciales
Miguel de Unamuno
(Bilbao, 1864- Salamanca, 1936)
Casticísimo es en nuestras letras castizas el teatro, y en éste, el de
Calderón, porque si otros de nuestros dramaturgos le aventajaron en
sendas cualidades, él es quien mejor encarna el espíritu local y transitorio
de la España castellana castiza y de su eco prolongado por los siglos
posteriores, más bien que la humanidad eterna de su casta; es un «símbolo
de raza»11. Da cuerpo a lo diferencial y exclusivo de su casta, a sus notas
individuales, por lo cual, a pesar de haber galvanizado su memoria
En torno al tudescos rebuscadores de ejemplares típicos, es a quien «leemos con más
fatiga» los españoles de hoy, mientras Cervantes vive eterna vida dentro y
casticismo fuera de su pueblo.
Calderón, el símbolo de casta, fue a buscar carne para su pensamiento al
teatro, en que se ha de presentar al mundo en compendio compacto y vivo,
en sucesión de hechos significativos, vistos desde afuera, desvaneciéndose
a último término, hasta perderse a las veces, el nimbo que los envuelve, el
coro irrepresentable de las cosas.
Y de todos los teatros, el más rápido y teatral es el castellano, en que no
pocas veces se corta, más bien que se desata, el nudo gordiano dramático.
Lope, sobre todo, suele precipitar el desenlace, la anagnórisis.
Por toda la literatura castellana campea esa sucesión calidoscópica, y
donde más, en otra su casticísima manifestación, en los romances, donde
pasan los hombres y los sucesos grabados al agua fuerte, sobre un fondo
monótono, cual las precisas siluetas de los gañanes a la caída de la tarde,
sobre el bruñido cielo. El didactismo a que propende esta misma literatura
suele por su parte resolverse en rosario de sentencias graves, en sarta sin
cuerda a las veces.
- Pero ¿no sabes quién es, tú?
- Sí, sé cómo se llama y de qué familia es y...
- ¡Basta! ¿Qué te parece?
- Que es un buen partido para Rosa y que se querrán.
La tía Tula - Pero ¿es que no se quieren ya?
- Pero ¿cree usted, tío, que pueden empezar queriéndose?
- Pues así dicen, chiquilla, y hasta que eso viene como un rayo...
- Son decires, tío.
- Así será; basta que tú lo digas.
- Ramiro..., Ramiro Cuadrado...
- Pero ¿es el hijo de doña Venancia, la viuda? ¡Acabáramos! No
hay más que hablar.
- A Ramiro, tío, se le ha metido Rosa por los ojos y cree estar
enamorado de ella...
- Y lo estará, Tulilla, lo estará...
La muerte afilaba su guadaña en la piedra angular del hogar de
Rosa y Ramiro, y mientras la vida de la joven madre se iba en
rosario de gotas, destilando, había que andar a la busca de una
nueva ama de cría para el pequeñito, que iba rindiéndose
también de hambre. Y Gertrudis, dejando que su hermana se
adormeciese en la cuna de una agonía lenta, no hacía sino
La tía Tula agitarse en busca de un seno próvido para su sobrinito.
Procuraba irle engañando el hambre, sosteniéndole el biberón.
—¿Y esa ama?
—¡Hasta mañana no podrá venir, señorita!
—Mira, Tula —empezó Ramiro.
—¡Déjame! ¡Déjame! Vete al lado de tu mujer, que se muere de
un momento a otro; vete, que allí es tu puesto, y déjame con el
niño!
—Pero, Tula...
—Déjame, te he dicho. Vete a verla morir; a que entre en la otra
vida en tus brazos; ¡vete! ¡Déjame!
—Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes;
pieza tocada, pieza jugada.
—¡Vamos, sí, lo irreparable!
—Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego.
Niebla «¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego?—se decía Augusto—.
¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las
jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia.
Alea iacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y
ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes!
¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!»
—¡Jaque!—volvió a interrumpirle Víctor.
—Es verdad, es verdad... veamos... Pero ¿cómo he dejado que las cosas
lleguen a este punto?
—Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído
serías uno de nuestros primeros jugadores.
—Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción?
—Es que el juego no es sino distracción.
—Pues acabará no siendo novela.
—No, será... será... nivola.
—Y ¿qué es eso, qué es nivola?
—Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano
de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para
Niebla leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra
forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero ¡eso no
es soneto!...» «No, señor —le contestó Machado—, no es soneto,
es... sonite.» Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino...
¿cómo dije?, navilo... nebulo, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así
nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género...
Invento el género, a inventar un género no es más que darle un
nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!
—¿Y cuando un personaje se queda solo?
—Entonces... un monólogo. Y para que parezca algo así como un
diálogo invento un perro a quien el personaje se dirige.
—¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?...
—¡Puede ser!"
—¿Conque no, eh? —me dijo—, ¿conque no?
No quiere usted dejarme ser yo, salir de la
niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme,
sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo
Niebla quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción?
Pues bien, mi señor creador don Miguel,
¡también usted se morirá, también usted, y se
volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará
de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá,
aunque no lo quiera; se morirá usted y se
morirán todos los que lean mi historia, todos,
todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción
como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos,
todos, todos.
-La envidia –gustaba repetir- la mantienen los que se
empeñan en creerse envidiados, y las más de las
persecuciones son efecto más de la manía persecutoria que
San Manuel no de la perseguidora.
-Pero fíjese, don Manuel, en lo que me han querido decir…
Bueno, Y él:
mártir -No debe importarnos tanto lo que uno quiera decir como lo
que diga sin querer.
Su vida era activa, y no contemplativa, huyendo cuanto
podía de no tener nada que hacer. Cuando oía eso de que
la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: “Y
del peor de todos, que es el pensar ocioso”. Y como yo le
preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me
contestó: “Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o
pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay
que hacer. A lo hecho pecho, y a otra cosa, que no hay peor
que remordimiento sin enmienda”.
José Martínez Ruiz,
Azorín
(Monóvar, 1873- Madrid, 1966)
No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla. Está muy lejos el
mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas; de estos
barrancales pedregosos; de estos terrazgos rojizos, en que los aluviones
torrenciales han abierto hondas mellas; mansos alcores y terreros, desde
donde se divisa un caminito que va en zigzag hasta un riachuelo. Las auras
marinas no llegan hasta esos poblados pardos de casuchas deleznables, que
tienen un bosquecillo de chopos junto al ejido. Desde la ventana de este
Castilla sobrado, en lo alto de la casa, no se ve la extensión azul y vagarosa; se
columbra allá en una colina con los cipreses rígidos, negros, a los lados,
que destacan sobre el cielo límpido. A esta olmeda que se abre a la salida
de la vieja ciudad no llega el rumor rítmico y ronco del oleaje; llega en el
silencio de la mañana, en la paz azul del mediodía, el cacareo metálico,
largo, de un gallo, el golpear sobre el yunque de una herrería. Estos
labriegos secos, de faces polvorientas, cetrinas, no contemplan el mar; ven
la llanada de las mieses, miran sin verla la largura monótona de los surcos
en los bancales. Estas viejecitas de luto, con sus manos pajizas,
sarmentosas, no encienden cuando llega el crepúsculo una luz ante la
imagen de una Virgen que vela por los que salen en las barcas; van por las
callejas pinas y tortuosas a las novenas, miran al cielo en los días
borrascosos y piden, juntando sus manos, no que se aplaquen las olas, sino
que las nubes no despidan granizos asoladores.
Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha
permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como
quien acaba de comprender, y dice:
-¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?
La ruta de -Sí, sí, doña Isabel -le digo yo-; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.
Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas
don Quijote castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en
los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:
-Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted
matando. Muchas veces -añade sonriendo- he tenido la tentación de quemarlos todos
durante alguno de sus viajes.
Yo he sonreído también.
-¡Jesús, doña Isabel! -he exclamado fingiendo un espanto cómico-. ¡Usted no quiere
creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!
-¡Todo sea por Dios! -ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.
Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover
perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he
contestado:
-Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.
La cofradía canta más lejos; sus deprecaciones
llegan a través de la distancia opacas,
temblorosas, suaves.
El maestro exclama:
La voluntad -¡Ah, la inteligencia es el mal!... Comprender es
entristecerse; observar es sentirse vivir… Y
sentirse vivir es sentir la muerte, es sentir la
inexorable marcha de todo nuestro ser y de las
cosas que nos rodean hacia el océano misterioso
de la nada…
Ya en la lejanía, apenas se percibe, a retazos, la
súplica fervorosa de los labriegos, de los hombres
sencillos, de los hombres felices… Una campana
toca cerca; en la madera del balcón clarean dos
grandes ángulos de luz tenue.
Pío Baroja
(San Sebastián, 1872- Madrid, 1956)
- En mi tiempo pasaba lo mismo -dijo Iturrioz-. Los profesores no sirven más que para el
embrutecimiento metódico de la juventud estudiosa. Es natural. El español todavía no sabe enseñar;
es demasiado fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante.
-Además, falta disciplina.
-Y otras muchas cosas. Pero, bueno, tú, ¿Qué vas a hacer; ¿No te entusiasma visitar?
El árbol de la -No.
El árbol de la -Dejemos todo eso, ya que afortunadamente hemos perdido las colonias -dijo su tío-, y hablemos de
otra cosa. ¿Qué tal te ha ido en el pueblo?
Luces de ZARATUSTRA.- Es verdad que se lavan mucho los ingleses. Lo tengo advertido. Por
aquí entran algunos, y se les ve muy refregados. Gente de otros países, que no siente
Bohemia el frío, como nosotros los naturales de España.
MAX.- ¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? Acaso más
tristes y menos coléricos... Quizá un poco más tontos... Aunque no lo creo.
DON FILIBERTO.- ¡Juventud! ¡Noble apasionamiento! ¡Divino
tesoro, como dijo el vate de Nicaragua! ¡Juventud, divino tesoro! Yo
también leo, y algunas veces admiro a los genios del modernismo.
El Director, bromea que estoy contagiado. ¿Alguno de ustedes ha
leído el cuento que publiqué en «Los Orbes»?
Luces de CLARINITO.- ¡Yo, Don Filiberto! Leído y admirado.
Bohemia DON FILIBERTO.- ¿Y usted, amigo Dorio?
DORIO DE GADEX.- Yo nunca leo a mis contemporáneos, Don
Filiberto.
DON FILIBERTO.- ¡Amigo Dorio, no quiero replicarle que también
ignora a los clásicos!
DORIO DE GADEX.- A usted y a mí nos rezuma el ingenio, Don
Filiberto. En el cuello del gabán llevamos las señales.
DON FILIBERTO.- Con esa alusión a la estética de mi
indumentaria, se me ha revelado usted como un joven esteta.
DORIO DE GADEX.- ¡Es usted corrosivo, Don Filiberto!
DON FILIBERTO.- ¡Usted me ha buscado la lengua!
MAX.- ¿Qué tierra pisamos?
DON LATINO.- El Café Colón.
MAX.- Mira si está Rubén. Suele ponerse enfrente de los músicos.
DON LATINO.- Allá está como un cerdo triste.
Luces de MAX.- Vamos a su lado, Latino. Muerto yo, el cetro de la poesía pasa a ese
negro.
Bohemia DON LATINO.- No me encargues de ser tu testamentario.
MAX.- ¡Es un gran poeta!
DON LATINO.- Yo no lo entiendo.
MAX.- ¡Merecías ser el barbero de Maura!