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CRÓNICAS Y DELIRIOS

IGOR DELGADO SENIOR

VISIÓN DISPERSA DE MI CAMARADA ANDRÉS BELLO

Desde la infancia, sentí un temor reverencial ante los educadores ilustres; un


miedo-pánico, como dirían los redundantes vecinos de mi barrio. La culpa la tuvo
don Andrés Bello, el polígrafo, el rector excelso, el gramático, el poeta, el jurista, el
maestro de Bolívar. Por supuesto, sin él saberlo.

Todo se debió a dos accidentes de mi minúsculo anecdotario personal. El primero,


cuando leí en una biografía (tal vez en la revista Tricolor) que el niño Bello siempre
era requerido por su progenitora para que acudiese a comer. "¡Andrés, Andresito,
se te enfría la sopa!"; y el infantil genio -ensimismado en los libros- respondía
invariablemente: "¡Madre, recuerda que mi espíritu necesita más alimento que mi
estómago!". Y yo, entonces, establecía las comparaciones, las mediciones, las
(des)igualaciones, entre aquel párvulo ilustrado y mi triste figura de muchacho
insapiente.

Sufrí la segunda experiencia al borde de los veinte años, cuando vi un


daguerrotipo de Andrés Bello en su biblioteca chilena. El plano mayor de la
fotografía captaba a un don Andrés de impecable vestimenta, el rostro adustísimo,
los pocos cabellos destilando inteligencia, la mirada fija en la maraña de los siglos.
Atrás, una colección de volúmenes empastados, dentro de un estante de cedro
barroco. Y al pie, como para hacer juego con su dueño, el porte de un perro
galés. Inmenso, férreo, decorativamente intelectual. Cancerbero de la sabiduría,
watchman de las horas de tinta y reflexión. Todo esto lo señalo con memoria infiel,
pues en un ataque de locuras pasajeras rompí aquel daguerrotipo que perjudicaba
mi blando sueño.

Mas la historia sigue, pica y se extiende. Don Andrés y yo nos perdimos de vista
por algún tiempo, hasta que debí estudiarlo en la Escuela de Letras. El resultado
fue amargo, no lo entendía pero los compañeros me soplaban en los exámenes,
"antepresente, antecopretérito, ante..."; y nuestro profesor Angel Rosenblat,
áspero sabio de los vocablos, nos amenazaba con la mala palabra de un cero-
siete.

Pero luego acaeció el descubrimiento; en una época de insomnios librescos, me


enteré de que el Rector Eximio había tenido dos mujeres legales y quince hijos
(no es un error de edición, amables leyentes: 15 hijos). Y allí empezó la
curiosidad, porque un hombre tan prolífico, tan lujurioso, tan priapístico, no podía
convertirse en mi fantasma particular. Y agregué nuevos datos a los designios que
nos unirían: don Andrés estaba en la biblioteca de su casa de Santiago (la misma
de la foto), sobando a una mucama. De repente, abrió la puerta su esposa inglesa
Isabel Dunn y al verlo en tales menesteres, exclamó: "¡Andrés, estoy
sorprendida!". Y el purista, sin amilanarse, le dijo: "Por favor, Isabel, utiliza bien el
idioma castellano, el sorprendido soy yo; tú estás estupefacta".

Tras compartir la estupefacción, empecé a imaginarme a un ciudadano Andrés,


de carne y seso, de cuerpo e ingle, con atributos y defectos como cualquier
individuo de las estadísticas, capaz de enamorar a redondas domésticas y
concebir hijos matrimoniales como granos de arroz. Y tal ejercicio me llevó sin
quererlo al análisis de su Gramática, para descubrir, ¡Oh, Colón!, que Andrés se
las traía. Nuevas y revolucionarias interpretaciones y postulaciones acerca de la
lengua castellana, vigencia a través de los siglos, perspectiva americanista hacia
el orbe, precursor de las corrientes renovadoras de la lingüística. Desde esa vez y
de los trances que siguen, somos panas, queridos compañeros de viaje, fraternos
camaradas en la infinita distancia.

Según pesquisas de historiadores, el creador de la palabra “totona” fue Andrés


Bello, bautizando de esa manera un dulce a base de pulpa de naranja, pulpa de
toronja y nata que al mezclarse y enfriarse, quedaba en forma gelatinosa y
carnosa. Cuentan, asimismo, que el ingenio de tal manjar correspondía a Mathilde,
una bella criada holandesa, de 19 años, rubia y de ojos verdes, con quien Bello
estableció un amorío extraconyugal dentro de su propia casa; y cuando el
polígrafo llegaba de laborar, iba directamente a la cocina donde se hallaba la
muchacha y le decía en clave “¡Mathilde, quiero totona!”, a fin de que nadie se
enterara de su infidelidad. En trasposición de tiempos, si la esposa de don Andrés
lo hubiese descubierto actualmente, quizás habría exclamado: “¡Bello que te
quedó!”

También refieren que se debe a don Andrés, ¿quién lo creería?, el nombre de un


tradicional coctel chileno preparado con vino tinto dulce, pisco, yema de huevo,
canela y licor de cacao, pues al solicitarlo en la famosa Confitería Torres, don
Andrés Bello indicaba: “¡Tráigame una vaina de ésas que ustedes sirven!” Y así,
el coctel quedó para siempre como Vaina.

Mi compinche Andrés Bello, tan subjuntivo y antepresente, no ha dejado de ver lo


que escribo en la computadora. Susurra desacuerdos, solicita tachaduras, exige
enmiendas. Le pido, en onírico beneficio de ambos, que se devuelva a su zona de
intensa eternidad para que además de escribir, continúe manoseando a mozas
fermozas y degustando copitas de su vaina preferida.
http://ciudadccs.info/2020/09/25/cronicas-y-delirios-vision-dispersa-de-mi-camarada-
andres-bello/

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