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Los Maestros de Borges, Freud y Rousseau

(Compilación)1

… y me es muy grato oír el nombre de Macedonio


Fernández aquí,
ya que no pasa un día
sin que yo lo recuerde…

Borges, 1985

Un encuentro pedagógico genuino lleva implícito las marcas de las subjetividades que interactúan;
los universos tanto del maestro como del estudiante convergen creativamente en el espacio de lo
que se reconoce como relación pedagógica. Es ahí cuando una pregunta, una búsqueda hace
posible el vínculo transferencial. Este vínculo se ha revelado en el testimonio de grandes
protagonistas de la humanidad, Jorge Luis Borges, Sigmund Freud, Jacques Rousseau, cada uno
en su tiempo y circunstancias, dan cuenta de ello.

Jorge Luis Borges y su maestro Macedonio

Era el invierno de 1985 cuando Jorge Luis Borges llegó por última vez a la capital de la
mediterránea provincia argentina de Córdoba para ofrecer una serie de charlas y entrevistas. Las
preguntas y respuestas que presentamos resultan de una transcripción fiel de lo acontecido
durante el encuentro mantenido por Borges con alumnos, profesores, escritores y público que
asistió a esa especial jornada organizada por la Facultad de Filosofía y Humanidades y la Cátedra
de Psicología Dinámica de la Universidad Nacional de Córdoba, en la sala de las Américas de
Ciudad Universitaria. Allí, el autor de El libro de Arena vuelve sobre algunos conceptos,
perplejidades, afirmaciones y parecidas dudas que lo acompañaron.

Todos los que estamos aquí reunidos en la Universidad somos o hemos sido alumnos. Muchos
somos o hemos sido profesores. Esto es cierto al menos en el aspecto formal. ¿qué condiciones
piensa usted, Borges, como necesarias para que haya un maestro o un discípulo?

Creo que uno sólo puede enseñar el amor de algo. Yo he enseñado, no literatura inglesa, sino el
amor a esa literatura. O mejor dicho, ya que la literatura es virtualmente infinita, el amor a ciertos
libros, de ciertas páginas, quizás de ciertos versos. Yo dicté esa cátedra durante veinte años en la
Facultad de Filosofía y Letras. Disponía de cincuenta a cuarenta alumnos, y cuatro meses. Lo
menos importante eran las fechas y los nombres propios, pero logré enseñarles el amor de algunos
autores y de algunos libros. Y hay autores, bueno, de los cuales yo soy indigno, entonces no hablo
de ellos. Porque si uno habla de un autor debe ser para revelarlo a otro. Es decir, lo que hace un
profesor es buscar amigos para los estudiantes. El hecho de que sean contemporáneos, de que
hayan muerto hace siglos, de que pertenezcan a tal o cual región, eso es lo de menos. Lo
importante es revelar belleza, y solo se puede revelar belleza que uno ha sentido.

1 La versión final de este texto fue realizada en 2018 a propósito del Diploma en Fundamentación Pedagógica,
adelantado por la Vicerrectoría de Docencia y la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia. Dirigido a los
profesores vinculados como profesores de Planta en el mismo año.

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Borges ya que estamos en el tema maestro-discípulo, siempre ha considerado –al menos lo ha
reconocido en muchas oportunidades– que su gran maestro de juventud fue Macedonio
Fernández…

Macedonio Fernández, Rafael Cansinos-Assens… en fin, yo creo que le debo algo a todos los
libros que he leído y sin duda a muchos que no he leído, pero me han llegado a través de otros.
Esto se llama tradición. ¿Sí? Yo lo he interrumpido a usted discúlpeme…

Quisiera que nos contara algo de su relación con Macedonio Fernández.

Bueno, yo creo que Macedonio Fernández fue menos escritor que un maestro oral. Era un hombre
tenue con una voz aún más baja que la mía. Nosotros nos reuníamos todos los sábados en una
confitería de la Plaza del Once, en Buenos Aires. Yo hubiera podido verlo más seguido, ya que
era amigo de mi padre, pero pensé que no debía abusar del privilegio de ser contemporáneo de
Macedonio. Era un hombre de una exquisita cortesía2, tanto, que siempre atribuía sus opiniones
al interlocutor; siempre comenzaba diciendo: “Habrás observado sin duda…”, y luego decía algo
que ninguno de nosotros había observado.

Ahora, yo creo que el talento de Macedonio fue más bien un talento oral. Sé que quienes no lo han
conocido no han podido satisfacerse con sus libros. Él me dijo a mí que escribía para ayudarse a
pensar y que no quería publicar. Sin embargo, unos amigos le robamos textos suyos y aparecieron
en la Colección de Cuadernos del Plata, de Alfonso Reyes. Pero él no tenía ningún interés; él vivía
pensando y podía haber dicho como Bernard Shaw cuando le preguntaron qué deporte, qué
diversión había en su vida, él contesto “pensar”. Yo creo que Macedonio había leído muy poco,
pero había pensado esas perplejidades que llamamos, no sin ambición, la metafísica, la filosofía,
la psicología… lo que fuere. Él había repensado esos temas. Y todos nosotros sentíamos esa
felicidad de haber nacido en la misma época, en la ciudad de él, en el ambiente de él. Tengo el
mejor recuerdo de Macedonio Fernández. A mí me dijeron, me avisó Manuel Mujica Láinez, que
Macedonio había muerto, entonces yo fui a la Recoleta (cementerio) y hablé. Ahora, Macedonio
pensaba que la muerte corporal no tiene ninguna importancia. Él estaba seguro de la inmortalidad.
Yo conté algunas anécdotas de él, la gente se rió. Y cuando salimos, Mujica Láinez me dijo: “has
hecho algo que nadie ha hecho antes”. ¿Qué he hecho?, le dije yo. “bueno, has hecho que la gente
se ría en la Recoleta” (risas)…

(…) Bueno… creo que Macedonio Fernández es uno de los hombres de genio que ha dado este
país. Y si tuviera que mencionar otro pensaría en aquel poeta tan disparejo que ha escrito… bueno
(los peores versos en la lengua castellana, pero también los mejores) pensaría en Almafuerte ¿y
los demás…? Bueno, quizá Sarmiento fuera una excepción, los demás fueron hombres de talento,
pero no hombres de genio, pero tendría que pensar también en el místico grabador Alejandro Xul
Solar, en fin, para mencionar algunos, y me es muy grato oír el nombre de Macedonio Fernández
aquí, ya que no pasa un día sin que yo lo recuerde… (2003, p. 17-20)

Sigmund Freud y sus maestros

Podemos preguntarnos (…) de donde habrán de


surgir aquellos hombres superiores, prudentes y
desinteresados que hayan de actuar como conductores

2 El énfasis es nuestro.

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de las masas y educadores de las generaciones futuras

Freud, 1929

En el Capítulo I de su obra El Porvenir de una Ilusion (1927) Freud se preguntó por los destinos
de la cultura y sus avatares. Ocupado como estaba en el establecimiento de las instituciones
culturales e interrogando sobre la responsabilidad que concierne a “hombres ejemplares” cuando
se trata de la educación de las nuevas generaciones, fue optimista frente al progreso de la cultura
basado en una educación cuya intención formativa estuviera claramente orientada hacia la
valoración de logros culturales. En 1930 en El malestar de la cultura expresó:

“Nuevas generaciones educadas en el amor y el respeto por el pensamiento que experimentarán


desde temprano los beneficios de la cultura, mantendrían también otra relación con ella, la
sentirían como su posesión más genuina, estarían dispuestas a ofrendarle el sacrificio de trabajo
y de satisfacción pulsional que requiere para subsistir” (p. 3032)

Podríamos afirmar que la importancia que Freud le concede a la educación se debe, en parte, a
su propia experiencia. El padre del psicoanálisis contó con maestros a quienes reconoció en su
labor:

A propósito del quincuagésimo aniversario de la institución donde cursó su educación secundaria,


aludió, en su artículo Sobre la psicología del colegial (1914), a la importancia de la personalidad
del maestro en un asunto tan decisivo como es la vinculación del estudiante con el conocimiento.
“…no sé qué nos embargó más y qué fue más importante para nosotros, si la labor de las ciencias
que nos exponían o la preocupación con las personalidades de nuestros profesores. En todo caso,
con éstos nos unía una corriente subterránea3 jamás interrumpida y en muchos de nosotros el
camino a la ciencia sólo pudo pasar por las personas de los profesores: muchos quedaron
detenidos en este camino y a unos pocos –¿por qué no confesarlo?– se les cerró así para
siempre…” (1914, p. 1893).

También aludió al lugar del maestro como figura de identificación y como objeto de sentimientos
ambivalentes de amor y odio: “los cortejábamos y nos apartábamos de ellos, imaginábamos su,
probablemente, inexistente simpatía o antipatía; estudiábamos sus caracteres y formábamos o
deformábamos los nuestros tomándolos como modelos 4(…) atisbábamos sus más pequeñas
debilidades y estábamos orgullosos de sus virtudes, de su sapiencia y su justicia. En el fondo los
amábamos entrañablemente cuando nos daban el menor motivo para ello, no sé si todos nuestros
maestros lo advirtieron…” (1914, p. 1893).

Desde su experiencia como estudiante de bachillerato destacó el lugar que ocupa el maestro en
el imaginario del estudiante, es un sustituto del padre, dijo.

“estos hombres [los profesores del colegio] que ni siquiera eran todos padres de familia, se
convirtieron para nosotros en sustitutos del padre. También es esta la causa de que, por más
jóvenes que fuesen, nos parecieran tan maduros, tan remotamente adultos. Nosotros les
transferíamos el respeto y la veneración5 ante el omnisapiente padre de nuestros años infantiles

3 El énfasis es nuestro.
4 El énfasis es nuestro.
5 El énfasis es nuestro.

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(…) Nuestra conducta frente a nuestros maestros no podría ser comprendida ni tampoco
justificada, sin considerar los años de la infancia y el hogar paterno” (1914, p. 1894)

En este mismo sentido en 1910 en Contribuciones al simposio sobre el suicidio, había expresado
que el profesional de la educación no debe olvidar que: “… trata con individuos todavía inmaduros,
a los cuales no se puede negar el derecho de detenerse en determinadas fases evolutivas, por
ingratas que éstas sean…” (p. 1636) y agregó a estos seres humanos de peculiares requerimientos
es preciso, “infundirles el placer de vivir y ofrecerles apoyo y asidero en un periodo de su vida en
el cual las condiciones de su desarrollo los obligan a soltar los vínculos con el hogar paterno y con
la familia” (p. 1636)

Sin embargo, pensó que la educación secundaria no cumple siempre con tal misión, al respecto
anotó: “en múltiples sentidos [la educación secundaria] queda muy a la zaga de constituir un
sucedáneo para la familia y despertar el interés por la existencia en el gran mundo” (p. 1636).
En su concepto, la educación secundaria corresponde a una fase de la existencia en que la
institución educativa deviene en sustituto de la familia, esto es, en el puente que permite la travesía
entre la vida familiar y el mundo de la autonomía y la brega por la vida. Si la escuela no logra
despertar interés por la vida en el gran mundo, aleja al estudiante de la posibilidad de contribuir
con su trabajo al progreso de la cultura.

Ahora bien, en la formación universitaria, también el maestro ocupa un lugar de alta significación
si consideramos que el ingreso ocurre en un tiempo en que el estudiante aún está en proceso de
afirmarse emocional e intelectualmente. La experiencia de Freud así lo atestigua. A propósito de
la escritura (1924) de su Autobiografía, expresó:

Descubrí en esos primeros años de universidad que la peculiaridad y la limitación de mis aptitudes
me vedaban el progreso en algunas disciplinas científicas, cuyo estudio había emprendido con
juvenil impetuosidad… (p. 2762). Y a continuación refiere la positiva influencia que el maestro
Ernesto Brücke ejerció en su formación científica, como en aspectos relativos a su vida personal
en cuanto a la toma de decisiones que necesariamente afectaban su despliegue profesional.

En el laboratorio fisiológico de Ernesto Brücke logré por fin tranquilidad y satisfacción completas,
hallando en él personas que me inspiraban respeto, y a las que podía tomar como modelos6: el
mismo gran Brucke y sus ayudantes Sigmund Exner y Ernst Marxow. Brucke me encargó de una
investigación, relativa a la histología del sistema nervioso; trabajo que llevé a cabo a satisfacción
suya, y continúe luego por mi cuenta7. Permanecí en este instituto desde 1876 a 1882 (…) en 1882
mi venerado maestro rectificó la confiada ligereza de mi padre, llamándome urgentemente la
atención sobre mi mala situación económica, y aconsejándome que abandonase mi actividad
puramente teórica. Siguiendo sus consejos, dejé el laboratorio fisiológico y entré de aspirante en
el Hospital General de Viena… (p. 1762)

En Análisis profano (1926), en el apéndice escrito en 1927, Freud reconoce a su maestro Brucke
como la más grande autoridad de cuantas ejercieran influencia en él (p. 2955). Peter Gay (1990),
último biógrafo de Freud, acerca de este personaje anota que era un investigador positivista de
reconocimiento internacional a quien el joven médico le debió la formación en el ideal de la
autodisciplina profesional (p. 581) y Ernest Jones, en Vida y obra de Sigmund Freud, lo describió

6 El énfasis es nuestro.
7 El énfasis es nuestro.

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como un hombre severo que sin embargo respetaba las ideas del estudiante y reconocía su labor
original aun cuando en sus opiniones se apartase de las propias.

También el magisterio del doctor Charcot obró en Freud de manera particular: un giro en su vida
científica significó la estadía de cuatro meses en París en el Servicio de Neurología de la clínica
de la Salpêrtrière.

Una nota necrológica sobre Charcot fue escrita por Freud el mismo mes del fallecimiento del gran
maestro de la Neurología francesa de la cual seleccionamos algunos apartes.

A París acudió, en primer lugar, Freud en 1885 para estudiar Neurología, atraído por la fama de
Charcot. Una ocasión se presentó en que pudo ofrecer sus servicios como traductor al alemán de
las lecciones del gran maestro, y esto le sirvió para penetrar en su intimidad y participar
activamente en los trabajos de la clínica de la Salpêtrière. La impresión que Charcot produjo en
Freud queda bien patentizada en estas páginas (…)

No era Charcot un pensador, sino una naturaleza de dotes artísticas, o, como él mismo decía, un
<<visual>>. Sobre su método de trabajo nos comunicó un día lo que sigue: acostumbraba
considerar detenidamente una y otra vez aquello que no le era conocido y robustecer así, día por
día, su impresión sobre ello hasta un momento en el cual llegaba de súbito a su comprensión (…)
(1893, p. 30)

Charcot no se fatigaba nunca de defender los derechos de la labor puramente clínica, consistente
en ver y ordenar, contra la intervención de la medicina teórica. En una ocasión nos reunimos en
su visita unos cuantos médicos y estudiantes extranjeros, penetrados de respeto por la fisiología
<<oficial>> alemana, que acabamos por irritarle levemente, discutiendo sus novedades clínicas.
<<Eso no puede ser –observo uno de nosotros–, pues contradice la teoría de Young-Helmholtz.>>
Charcot no respondió como hubiera sido de esperar: <<tanto peor para la teoría. Los hechos
clínicos tienen primacía.>> Pero pronuncio una frase que nos impresionó intensamente: <<La
théorie C’est bon, mais ça n’empêche pas d’exister.>> (la teoría es algo bueno pero no impide
existir) (…) (1893, p. 31)

La <<escuela de la Salpêtrière>>, era, claro está, Charcot mismo, que, con su amplia experiencia,
la luminosa claridad de su exposición y la plástica de sus descripciones, se transparentaba siempre
en las obras de sus discípulos. Entre los médicos y estudiantes que Charcot atrajo a sí e hizo
participes de sus investigaciones, hubo varios que se elevaron hasta la conciencia de su
individualidad y adquirieron renombre personal, llegando algunos de ellos a emitir juicios que el
maestro consideró más ingeniosos que exactos y combatió, no sin cierto sarcasmo, en sus
conversaciones y conferencias, pero sin que jamás se alterasen por ello sus afectuosas relaciones
con los criticados. Deja, en efecto, Charcot tras de sí una legión de discípulos cuya calidad
intelectual, de la que muchos han dado ya afortunadas pruebas, garantiza que la Neuropatología
no descenderá tan pronto en Paris del nivel al que Charcot la ha hecho elevarse (…) (1893, p. 32)
En Viena hemos tenido ya repetidas ocasiones de comprobar que la importancia intelectual de un
profesor académico nos trae consigo necesariamente aquel influjo sobre jóvenes generaciones
que se exterioriza en la creación de una escuela importante y numerosa. Si Charcot fue mucho
más feliz a este respecto, hemos de atribuirlo a sus cualidades personales, al intenso atractivo de
su figura y de su palabra, a la amable franqueza que caracterizaba su conducta para con todos en
cuanto el trato había traspasado su primer estadio de desconocimiento mutuo, a la afabilidad con
que ponía a disposición de sus discípulos todo cuanto éstos precisaban y a la fiel amistad que
supo conservarles toda su vida. Las horas que pasaba en su clínica, dedicado a la observación de

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los enfermos, eran horas de cordial intercambio de ideas con todo su estado mayor médico. Jamás
se aisló en estas ocasiones. El más joven y menos significado de los internos encontraba siempre
ocasión de verle trabajar, y de esta misma libertad gozaban también los extranjeros, que en épocas
ulteriores no faltaban nunca en su visita. Por último, cuando la señora de Charcot, secundada por
su hija, muchacha inteligentísima y de gran semejanza física y espiritual con su padre, abría las
puertas de su hospitalario hogar a una escogida sociedad, los invitados hallaban siempre en torno
del maestro, y como formando parte de su familia, a sus discípulos y auxiliares (…) (1893, p. 33)
Charcot se hallaba en el cenit de su vida cuando el gobierno francés puso a su disposición todos
estos medios de enseñanza e investigación. Era un trabajador infatigable; a mi juicio, el más
aplicado siempre de toda la escuela. Su consulta privada, a la que acudían enfermos de todos los
países, no le hizo descuidar ni un momento sus actividades pedagógicas e investigadoras. El
extraordinario número de enfermos que a él afluía no se dirigía tan solo al famoso investigador,
sino igualmente al gran médico y filántropo, que siempre sabia hallar algo beneficioso para el
enfermo, adivinando cuando el estado de la Ciencia no le permitía saber (…) (1893, p. 33)

Como pedagogo Charcot era extraordinario; cada una de sus conferencias constituía una pequeña
obra de arte, de tan acabada forma y exposición tan penetrante, que era imposible olvidarlas. Rara
vez presentaba en sus lecciones un solo enfermo. Por lo general, hacia concurrir a toda una serie
de ellos, comparándolos entre sí (…) (1893, p. 33-34)

Si con estas solemnes conferencias, en las que todo estaba preparado y había de desarrollarse
conforme a un estudiado plan, seguía Charcot, muy probablemente, una arraigada tradición, no
dejaba también de sentir la necesidad de presentar a sus oyentes un cuadro menos artificial de su
actividad. Para ello se servía de la ambulancia de la clínica, cuyo servicio desempeñaba
personalmente en las llamadas leçons du mardi. En estas lecciones examinaba casos que hasta
aquel momento no había sometido a su observación: se exponía a todas las contingencias del
examen y a todos los errores de un primer reconocimiento; se despojaba de su autoridad para
confesar, cuando a ello había lugar, que no encontraba el diagnostico correspondiente a un caso,
o que se había dejado inducir al error por las apariencias, y nunca pareció más grande a sus
oyentes que al esforzarse, así en disminuir, con la más franca y sincera exposición de sus procesos
deductivos y de sus dudas y vacilaciones, la distancia entre el maestro y sus discípulos (…) (1893,
p. 34)

El trabajo de Charcot devolvió primeramente a este tema [la histeria] su dignidad y dio fin a las
irónicas sonrisas con las que se acogían las lamentaciones de las pacientes. Puesto que Charcot,
con su gran autoridad, se había pronunciado en favor de la autenticidad y la objetividad de los
fenómenos histéricos, no podía tratarse, como se creía antes, de una simulación (…) (1893, p. 34)
El estudio llevado a cabo por Charcot de los fenómenos hipnóticos en sujetos histéricos situó en
primer término este importantísimo sector de hechos hasta entonces descuidados y despreciados,
dando fin, de una vez para siempre, a las dudas sobre la realidad de los fenómenos histéricos (…)
(1893, p. 36)

Es indudable que el progreso de nuestra ciencia, aumentando nuestros conocimientos,


desvalorizará parte de las enseñanzas de Charcot; pero ningún cambio de los tiempos ni de las
opiniones disminuirá la fama del hombre cuya pérdida se llora hoy en Franca y fuera de ella (…)
(1893, p. 37)

El tiempo de estancia en París fue para él de una enorme importancia profesional, Blanca
Sánchez, biógrafa vinculada al proyecto Grandes Protagonistas de la humanidad, dice de esta
experiencia: por primera vez se aparta de la escuela vienesa y tiene contacto con teorías y

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hombres que tratan de encontrar nuevos caminos. La impresión que esto deja en Freud se vería
con toda claridad unos años más tarde. (1985, p. 27).

Los maestros de Rousseau

Tratar de ocultar el propio corazón


será siempre un mal sistema
para leer el corazón de los demás

Rousseau, 1953.

En el Libro III de Las Confesiones, Rousseau relata:

“… La señora de Warens se propuso hacerme instruir durante algún tiempo en el seminario, a


cuyo efecto habló con el superior. Era éste un lazarista llamado Gros, un buen hombre, pequeño,
medio tuerto, flaco, canoso, el más despejado y menos pedante de cuantos lazaristas he conocido;
lo que no es mucho decir, a la verdad.

El señor Gros se presentó gustoso a secundar el proyecto de mamá y, contentándose con una
pensión muy módica se encargó de la instrucción. No faltaba más que el consentimiento del
Obispo, el señor de Bernex, que no solamente lo acordó, sino que hasta quiso pagarme la pensión,
también permitió que siguiese usando el traje seglar hasta que por la prueba se hubiese visto lo
que podría esperarse de mí.

¡Qué cambio! Pero fue preciso someterse. Iba al seminario como al suplicio. ¡Qué triste casa es
un seminario para un joven que sale de una mujer adorable! Sólo un libro me llevé, que rogué a
mamá me lo prestara, y que me sirvió de gran consuelo.

No es difícil adivinar lo que sería: era un libro de música. Era este uno de los conocimientos que
ella no había descuidado; tenia buena voz, cantaba regularmente y tocaba un poco el clavicordio;
había tenido la amabilidad de darme algunas lecciones de canto, y era preciso comenzar con los
rudimentos, porque yo apenas conocía la música de nuestros salmos. Ocho o diez lecciones de
canto dadas por una mujer, y aun muy interrumpidas, lejos de ponerme en estado de solfear,
apenas me enseñaron la cuarta parte de los signos musicales. Con todo, era tal mi afición a este
arte, que me propuse ejercitarme solo. La obra que me llevé no era de las más fáciles; fueron las
cantatas de Clérambault, júzguese, por consiguiente, cuál sería mi aplicación y mi empeño cuando,
ignorando la transposición y hasta la cantidad, logré descifrar y cantar sin cometer una sola
equivocación la primera parte de Alfeo y Aretusa; verdad es que esa composición está tan bien
medida, que, con sólo recitar los versos al compás exacto, se acierta con el compás de la melodía.
Había en el seminario un maldito lazarista que me tomó por su cuenta y me hizo aborrecer el latín
que quería enseñarme. Tenía el cabello lacio, grasiento y negro, cara de pan de especias, voz de
búfalo, mirada de lechuza, y por barba cerdas de jabalí; su sonrisa era sardónica y sus brazos se
agitaban como los de un maniquí. He olvidado su odioso nombre, pero su cara repugnante y de
aire dulzón, me ha quedado impresa en la memoria, y todavía me estremezco al recordarla.
Todavía me parece que le encuentro en los corredores alargando su mugriento bonete con su
movimiento que quería ser gracioso para indicarme que entrara en su celda, para mi más horrible
que un calabozo. Considérese el contraste de semejante maestro con el abate cortesano de quien
yo había sido discípulo.

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Si hubiese seguido dos meses más a la disposición de aquel monstruo, estoy persuadido de que
mi cabeza no hubiera podido resistirlo. Pero el buen señor Gros, que observó que yo estaba triste,
que no comía, y enflaquecía, adivinó la causa de mi pesar, y sacándome de aquellas garras, me
entregó por un contraste al más afable de los hombres, a un joven abate de Faucigny, llamado
Gatier, que se preparaba para ordenarse y que, para complacer al señor Gros, y creo que también
por humanidad, condescendió a distraer de sus estudios el tiempo necesario para dirigir los míos.
Yo no he visto en la vida más dulzura en un rostro humano. Era rubio, con la barba tirando a rojo
(…) Pero lo más notable de aquel hombre era la sensibilidad de su alma, toda bondad y amor.
Había en sus grandes ojos azules una mezcla de dulzura, de ternura y de tristeza, que hacía que
no se pudiese verle sin quererle (…)

Su carácter no desmentía su fisonomía: Tenia una paciencia y una benevolencia sumas, y más
parecíamos compañeros de estudio que no maestro y discípulo. No se necesitaba tanto para que
yo le amase, pues me bastaba salir de las garras de su predecesor. A pesar de esto, el tiempo
que me dejaba, de la buena voluntad que a uno y otro nos animaba y de que empleó todos los
medios, yo adelantaba poco, trabajando mucho. Es muy singular que, teniendo bastante facilidad
de concepción, nunca he podido aprender nada con los maestros, excepto con mi padre y con el
señor de Lambercier8. Lo poco que sé, además de lo que éstos me enseñaron, lo he aprendido
solo. No pudiendo por mi carácter soportar ninguna clase de yugo, me es imposible sujetarme a
la necesidad del momento, el mismo temor de no aprender me quita la atención; por miedo de
impacientar al que me habla, hago como que le entiendo; él sigue adelante y yo no comprendo
nada. Mi espíritu quiere seguir su inspiración y no puede someterse a la del otro” (1953, p. 104-
106)

Dicen Eguía y Quijano, biógrafos del proyecto Grandes protagonistas de la humanidad, que en su
primera infancia “la mayor parte de su tiempo (…) estaba con su padre, leyendo o escribiendo.
Desde entonces adquirió el hábito de la lectura, gracias a la paciente enseñanza de su padre, así
como el gusto por la música le fue trasmitido por el encanto de las melodías y canciones a las que
le acostumbró la tía. Luego de cenar, el padre acercaba el libro, y juntos comenzaban a leer. A
veces lo hacían hasta el amanecer, sin haberse dado cuenta de las horas que habían pasado.
Comenzaron por las novelas que había dejado la madre. En el verano de 1719 –cuando alcanzaba
los siete años– éstas se agotaron y buscaron en la biblioteca del abuelo, el pastor. Así pasaron
ante la vista del niño La historia de la iglesia y del imperio, de Le Seur; Discurso sobre la historia
universal, de Bosser; La historia de Venecia, de Nani; Las Metamorfosis, de Ovidio; Los caracteres,
de Bruyère; La pluralidad de los mundos, de Fontanelle; Las vidas paralelas, de Plutarco. Esta
última sería la lectura favorita de Jean Jacques. Las lecturas se acompañaban de largas

8 El padre del joven J.J Rousseau debió salir de Ginebra expatriado, cuando su hijo escasamente alcanzaba los ocho
años de edad. Este acontecimiento obligó a dejarlo bajo la tutela del tío Bernard. Padre de un hijo de la misma edad
decidió enviarlos a Bossey internos en la casa del pastor Lambercier para que adelantasen estudios de latín y de otros
temas que en la época hacían parte de los requisitos de una buena educación. Permanecieron en la aldea durante
dos años tiempo que dedicaron al estudio y a la lectura, actividades que Rousseau halló particularmente gratas. El
tiempo de su vida transcurrida en Ginebra no se le forzó a ninguna actividad de aprendizaje; contrariamente en la
aldea, en Bossey, el trabajo académico le permitió aficionarse a los juegos que le servían de descanso.
Acerca de la relación con el pastor Lambercier, su tutor, Rousseau escribe en el tomo I de Las Confesiones: Era el
señor Lambercier un hombre muy juicioso, que, sin descuidar nuestra instrucción jamás nos recargaba con deberes
excesivos. En prueba de ello diré que, a pesar de mi repugnancia a toda sujeción, nunca he recordado con disgusto
aquellas horas de estudio y, aunque no fue gran cosa lo que me enseñó aquel hombre, eso poco lo aprendí bien y sin
dificultad, no habiéndolo olvidado nunca. (1953, p. 8-9)

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conversaciones con el padre. Éste le trasmitía a propósito de hablarle de Grecia y Roma, todo su
fogoso republicanismo, el amor a la libertad que habrían de formar ese carácter indomable y altivo
y convertirle en un infatigable enemigo de todo yugo y servidumbre”. (Libro III p. 104-106).

Referencias bibliográficas

Rousseau J.J (1953). Las Confesiones. W. M. Jackson INC Editores. Buenos Aires.
Gay P. (1990) Freud una vida de nuestro tiempo. Paidós. Barcelona.

Quijano C. y Eguía c. (1985) J.J. Rousseau. En grandes protagonistas de la humanidad. Editorial


Cinco S.A. Bogotá.

Sánchez B. (1985) Freud. En grandes protagonistas de la humanidad. Editorial Cinco S.A. Bogotá.

LEER y releer N°32 (2003) Jorge Luis Borges. Sistema de Bibliotecas, p. 17-20 Universidad de
Antioquia. Medellín.

Freud, S. (1929- [1973]). El Porvenir de una ilusión. Obras Completas, tomo III. Biblioteca Nueva.
Madrid.

Freud S. (1930- [1973]) El malestar en la cultura. Obras Completas, tomo III, Biblioteca Nueva.
Madrid.

Freud S. (1914- [1973]). Sobre la psicología del colegial. Obras Completas, tomo II. Biblioteca
Nueva. Madrid.

Freud, S. (1910- [1973]). Contribuciones al simposio sobre el suicidio. Obras Completas, tomo II.
Biblioteca Nueva. Madrid.

Freud, S. (1925- [1973]). Autobiografía. Obras Completas, tomo III. Biblioteca Nueva. Madrid.

Freud, S. (1927- [1973]). Análisis profano. Obras Completas, tomo III. Biblioteca Nueva. Madrid.

Freud, S. (1893- [1973]). Charcot. Obras Completas, tomo I. Biblioteca Nueva. Madrid.

Duschatzky L. (2008) Una cita con los maestros. Los enigmas del encuentro con discípulos y
aprendices. Miño y Dávila Editores. Buenos Aires.

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