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𝗟𝗔 𝗠𝗔𝗗𝗥𝗔𝗦𝗧𝗥𝗔

La segunda esposa de mi padre apareció un día con un kilo de caramelos y dos perros caniches.

Mi hermana y yo la mirábamos aterrorizados, tanto nos habían hablado nuestros amigos de lo


malas que resultaban las madrastras que ni siquiera le dijimos gracias. Ella, lejos de ofenderse,
sonrió y nunca más dejó de hacerlo.

Era una mujer bella, de cara maternal y cabellos oscuros. Mi padre nos la presentó y sin
preámbulos nos dijo que sería nuestra nueva madre. Yo era muy chico como para entender lo
incómoda que ella debió sentirse. El silencio fue nuestro recibimiento. Se casaron por civil y
casi de inmediato se mudó a nuestra casa.

La casa había estado sumida en la oscuridad propia del duelo, y nosotros ya nos habíamos
habituado. Lo primero que hizo el día que llegó fue dejar entrar el sol y poner música.

Recuerdo la cara que puso mi hermana cuando escuchó la música y tuvo que cubrirse los ojos
cuando el sol le dio de lleno en la cara. Incomprensión fue lo que vi en ella.

Hizo una limpieza a fondo a todas las habitaciones, tan minuciosa y detallista, que un rey se
hubiera sentido en casa. Llenó los estantes de libros y cuando pasó frente al cuadro de mamá
en la sala, yo pensé que lo quitaría, pero no lo hizo; se limitó a sacarle el polvo y centrarlo
correctamente. Ese día la acepté, y ese día cambió el rumbo de mi destino. Pero yo no podía
saberlo.

La cocina era su fuerte y se la pasaba siempre ocupada preparando platos extraños, llenando la
mesa de delicias que ninguno de nosotros había probado. Así se ganó el corazón de mi padre, y
mi hermana dejó su desconfianza y le habló.

Después de un año casi no recordábamos la terrible enfermedad de nuestra madre, aunque de


ella sería imposible olvidarnos, su imagen seguía reinando en el salón.

Aunque le tomamos cariño nunca la llamamos mamá, pero ella tampoco lo exigió. Se ganó
nuestra confianza y estuvo cada vez que necesitamos un consejo, y nos cubrió cuando nuestras
travesuras nos ponían en evidencia frente a mi padre. Así pasaron varios años y un día papá no
volvió del trabajo.

Mi segunda madre al principio no se preocupó, pero luego pasó largas horas al teléfono,
preguntando por él a sus compañeros de trabajo. Hasta que se halló su auto, unos jóvenes
montañistas lo encontraron entre las rocas. Había caído por el acantilado, dentro de él, mi
padre tuvo una muerte instantánea.

La segunda muerte de nuestra niñez nos puso de frente a la realidad de la vida, y es que nada
es para siempre. Después del entierro y con terribles presagios que no compartimos con
nuestra madrastra, nos preparamos para terminar ambos en alguna institución de menores.
Pero ella no se fue, siguió siendo la misma que fue mientras vivió mi padre, o aún mejor.

Tomó un trabajo de medio tiempo como cocinera en un restaurante local, y trató de alivianar
nuestra pena con todo lo que se le ocurrió. Inventaba paseos a cualquier hora, o ponía música
y bailaba sola o con sus perros que saltaban a su alrededor contagiados por su alegría.
Nosotros la observabamos sin participar, callados y tristes. Pero ya debíamos conocerla, y
nuestro mutismo no la avasalló. Redobló sus intentos y poco a poco fuimos cediendo.

Las pocas veces que le hablábamos era para preguntarle dónde estaba esto o aquello, pero
nunca creímos necesario ser amables con ella. Pero ese día amaneció soleado, después de
varios meses de la muerte de papá, al fin el cielo azul y limpio nos invitaba a salir.

Por eso le pregunté dónde estaba mi pelota de fútbol, y ella la buscó con una sonrisa gigante.

Me lo dió y mientras me alejaba hacia la puerta me dijo: «Si no quieres jugar solo aqui estoy».

—Bueno—, dije levantando los hombros.

Salí al patio y jugué un rato contra el paredon que dividía nuestro terreno. Al fin me di cuenta
de que mi hermana no jugaría conmigo y me animé a llamar a mi madrastra. Ella estaba
esperando al parecer, porque apareció sonriente seguida por sus caniches y empezó a tocar la
pelota sin habilidad pero riendo como una niña. Jugamos un buen rato y después me dijo que
entraramos a comer algo.

Sus desayunos y meriendas eran espectaculares. Aunque no tuviera mucho, ella se las
ingeniaba para darle color a la mesa, según ella eso es tan importante como la buena calidad
de los productos a consumir.

Desde ese día nació en mi un sentimiento muy parecido al amor, la acepté como mi madre. Y
no tuve miedo de equivocarme. Mi hermana vio el cambio en mi actitud, y aunque con más
cautela comenzó a verla con otros ojos. Así antes de terminar ese año, los dos sentíamos por
ella un inmenso amor, aunque nunca se lo dijimos.

Pero además de buena cocinera y excelente ama de casa era muy inteligente, y lo notó. Se dio
cuenta de nuestro cambio y se sumó con una calidez y sinceridad que nos terminó de ganar.

Cuando terminé mis estudios no creía poder continuar en el nivel terciario ya que nuestros
ingresos, aunque nos sostenían, eran muy reducidos. Pero ella había ahorrado durante esos
años, y me inscribió en una universidad sin decírmelo. El día que me enteré lloré de alegría, y
mi hermana me abrazó emocionada.

Ella siguió estudiando en la ciudad y se perfeccionó como enfermera.

Me fui con la sensación de estar en deuda para siempre, y más aún teniendo en cuenta que
ella no era nuestra madre y que pudo irse y olvidarse de nosotros al morir mi padre. Pero no,
no lo hizo, sino que se quedó y fue la madre que nunca imaginamos.

Años pasaron desde esos días, me recibí y comencé a ejercer como abogado, teniendo siempre
contacto con mi hermana y mi segunda madre. Al cumplir los treinta y tres, ella enfermó, yo
vivía a unos cuantos kilómetros, pero me mudé para acompañarla. Nos turnamos, mi hermana
y yo, para asistirla, pero el informe médico no era alentador. Se moría, y ella lo sabía. Aunque
más triste y sin fuerzas, ella aún sonreía, y nos hizo prometer que no la lloraríamos, prefería
risas.
La enterramos un lunes, al principio del verano, no quiso que la pusieran junto a mi padre, dijo
que ese lugar era de nuestra madre. Ella misma eligió un lugar discreto debajo de los árboles.
Vamos cada cierto tiempo a visitarlos a los tres.

En la tumba de mamá siempre dejamos rosas rojas, sus favorita. En la de papá leemos el
periódico, principalmente los chistes que era lo que más leía. Y en la tumba de nuestra
madrastra, la última en nuestro recorrido, ponemos caramelos. Ella así lo quiso.

Muchas veces las segundas oportunidades no son buenas. Pero muy de vez en cuando, llegan a
nuestras vidas personas increíbles que ocupan un lugar en nuestros corazones y no lo
abandonan nunca más, aunque se hayan ido...

Créditos a su autor.

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