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Todos los vecinos saben cómo es ella. No hay quién no la conozca en estas
villas. Hasta de barrios lejanos viene gente a visitarla los sábados a la noche para
amanecer jugando a la loba. En esas ocasiones es que, después de cebar mate y servir
caña y vermú, con mi hermana Marta rogamos que ella gane, porque si pierde plata
anda enojada y nos pega con el trenzado.
Ella dice que aunque papá viviera todavía, igual nosotros estaríamos viviendo
acá con ella, porque su compadre, que era farrista y muy amigo suyo, antes de
enfermarse ya le había prometido entregarlos a ella para que nos criara. Eso de que
eran amigos y de que papá iba a las farras que hacía madrina, es cierto, porque yo vi
una foto vieja que se sacaron cuando ella vivían en el Lote Rural, en que están riéndose
los dos, junto a otros señores que levantan vasos y rodean una mesa llena de botellas. Y
porque en esa fiesta de cumpleaños que se hizo en casa, con parrillada y músicos que
tocaban guitarras y acordeón, ella estuvo presente.
Pero yo nunca voy a creer que si papá aún viviera vendríamos a parar en este
lugar. Él nos quería mucho. Nos hizo un parquecito en el frente de casa: teníamos un
tobogán y dos hamacas para que jugáramos y no anduviéramos por las casas ajenas. A
mí me quería más, porque yo era el mayor de los varones y ya le ayudaba en los
trabajos de carpintería. Me llevaba a todas partes. Una vez fuimos al puerto y
paseamos en la balsa. También quiso anotarme en la escuela Churrasco; pero, como
todavía yo no cumplía los seis años y era muy chico, no me dejaron entrar allí. En la
carretilla me alzaba cuando salía a comprar madera. Íbamos a los aserraderos de Don
Toribio, Codutti y Motter, para elegir y hacer cortar el tablón que le convenía.
Él decía que yo era su secretario y le servía bien: yo sabía marcar las tablas con
el metro y el lápiz de carpintero; conocía las pulgadas de los clavos y no me
equivocaba el nombre de las herramientas que le pasaba cuando me pedía. Porque yo
era guapo me había regalado el martillito de bola que yo llevaba a donde fuéramos a
trabajar. Me acuerdo de que, cuando lo acompañé a arreglar un mueble fino y una
puerta alta, en esa casa de dos pisos que está al costado del mástil que está cerca de la
plaza donde está San Martín a caballo, tuve miedo de la escalera y apenas subí
gateando. Y del último trabajo que hicimos. Fue en esas panaderías que están frente a
una escuela. Allí no terminamos el trabajo y en el galpón de casa quedaron, sin
entregarse, las palas largas de sacar pan.
Al poco tiempo de haberle pasado los temblores fuertes, papá no fue a comer ni
a dormir a casa, y no supimos nada de él. Mamá calculaba que debía andar
amaneciendo con las otras, que lo jugaban todo. A los tres días nos enteramos que
estaba internado en el hospital, adonde lo habían llevado todo embarrado, como si
hubiera caído en un charco. De ahí lo llevaron a Buenos Aires, desde donde nos vino el
telegrama que nos avisó que murió. La mayor de mis hermanas dijo esa vez que
viajaría lo antes posible para ver dónde lo enterraron. Todavía yo no sé si ella tiene ya
la dirección del cementerio donde está él.
Mamá dijo que papá terminó así porque las mujeres que él tenía le hicieron el
daño y que el mal lo volvió loco. Y yo creo que ella decía eso por creer en cosas que no
existen y que, de celosa que era, creía en todos los cuentos que le llevaban de papá. Él
no creía tanto en los males. Una vez se hizo adivinar por una gitana que le pidió plata y
un huevo. Ella rompió el huevo en la frente de papá y sacó del huevo algo negro como
un carozo peludo, diciendo que eso era el payé que tenía él. Pareció que papá no le
creyó mucho, porque enseguida salió a perseguirla para que le devolviera los pesos
que le había dado.
Tendido sobre la mesa y con velas un su cabecera, justamente como si fuera un muerto.
De esa manera lo habían visto a Negro los de la casa de al lado. Y a partir de ese
momento fue que los vecinos empezaron a comentar que papá se había enloquecido
porque lo veló a mi hermano dormido. Sin embargo, al otro día nomás, él hizo ver que
no estaba loco: fue a buscarla a mamá y la trajo de vuelta a casa, y estuvimos todos
juntos de nuevo, y bien, como antes de la pelea entre ellos.
Por eso yo digo que si papá viviera ahora, jamás pasaríamos lo que pasamos. Él
no iba a permitir que nos tuvieran así. Madrina se abusa porque nadie habla por
nosotros, y no tenemos quién nos defienda. El hombre de al lado, que ve las palizas
que nos da madrina, una mañana hizo oídas de que ella no debía pegarnos tan mal,
hasta lastimarnos el cuerpo; que por eso la denunciaría. Madrina no le hizo caso.
Después él me dijo, cuando me encontró solo en la calle, que no hizo nada por no
andar en líos, y que la que debía sacarnos de acá era nuestra madre.
Yo me doy cuenta de que mamá anda triste y que no se anima a decirle nada a
madrina por no que se enoje con ella. Y no le culpo por eso. Porque, o si no, madrina es
capaz de no darle los cincuenta pesos y el paquete de yerba y azúcar que le entrega
cuando viene.
La última vez que estuvo, mamá nos dijo que debíamos acostumbrarnos a estar
acá. Pero ni piensa en qué forma nos tienen en esta casa.
A los pocos días, nomás, de quedar depositados para que nos educaran y nos
mandaran a la escuela, ya vimos cuál iba a ser el trato que tendríamos. Y pronto
supimos las costumbres que teníamos que aprender.
6: Regar plantas. Para que la helada no queme las flores que son delicadas, saco
el agua de un pozo con roldana y cadena, que endurecen las manos cuando hace
mucho frío. En verano me levanto más temprano.
6 y 30: Dar la comida a los animales. Maíz solo a gallinas, patos y pavos; con
afrecho, a los caballos; y yuyo colorado a los chanchos.
7: Cebar mate. Procuro que el agua no hierva para no quemar la yerba. Con
cuidado me acerco a la cama y digo: Buen día, madrina. Con la mano izquierda le
alcanzo el vaso de agua para que se enjuague la boca; con la derecha le doy el mate y
sin chorrear o, si no, me lo tira en la cara.
8: Comprar la carne. Una sola vez ligué mucho por no saber comprar carne linda.
Fue cuando yo no conocía todavía las partes de la vaca y traje confundido una pulpa
que parecía blanda pero era dura. Entonces madrina me pegó y me mandó a devolver
esa pulpa. Yo tuve que llorar en la carnicería para que me la cambiaran por otra. Ahora
yo sé muy bien que si voy a comprar puchero, no tengo que traer cogote ni canilla, sino
pecho, rabadilla, chiquizuela o falda; si busco pulpa, va a ser blanda y sin venas;
cuando quiero asado, tiene que ser gordo. En los de Carán y Cutti ya saben la clase de
carne que busco, cuando digo que es para doña Aurelia. Pero yo prefiero, aunque
quede más lejos, ir al Mercadito que está por la avenida pavimentada, cerca de la casa
de mi maestra de Segundo, porque ahí dan un papelito que tiene anotado el importe
que debe pagarse en la caja y, si hay mucha gente, yo salgo sin pagar y le traigo la plata
a madrina, y así, no me pega en todo el día. Al hacer los mandados no debo
entretenerme por las calles, porque madrina sabe si tardo demasiado: es mejor que me
despachen pronto y que me apure al volver.
9: Barrer el patio de atrás y limpiar el baño. Junto la basura y quemo los papeles
sucios; luego baldeo y echo creolina; apilo los cajones de envases vacíos; y demás cosas
que puedo echar de ver.
10 a 12: Atender el almacén. Acomodo las mercaderías que están fuera de lugar y
paso el trapo al mostrador y los estantes. Cuando entra un cliente, le digo: ¿Qué desea?
Si peso algo, no debo dar el kilo justo: más vale que falten unos gramos; y si vendo 5 o
10 kilos de carbón, debo entregar con medio o un kilo de menos, si es posible. Lo
mismo, al medir aceite o vino: siempre hay que dar de menos. Así quiere madrina. A
mí me gustan mucho la mortadela y el queso, pero no se puede probar nada acá,
porque parece que madrina marca los fiambres. Una vez me pilló comiendo un salamín
en el baño y entonces me quemó las manos, me pegó con un palo y me hizo arrodillar
sobre sal y maíz en el rincón de la pieza, donde está la mesa del Señor de la Muerte, ese
santo negro con cara de calavera.
5 y 30 – No bien vuelvo de la escuela-: Mirar a los animales. Los cuento, para ver
si están todos, y les doy comida.
Y cuando termino los trabajos que tengo anotados, debo avisarle para que me
mande a hacer otra cosa. La otra vez me mandó a tirar los dos gatos en una bolsa
porque eran dañinos. A mí me dio una lástima, porque solían dormir conmigo y me
calentaban bien los pies. Pasando La Rotonda los bajé y acaricié un ratito; los llamé y
volví corriendo. Los gatos amanecieron de nuevo en la casa. Otra vez tuve que ir a
largarlos, más lejos, cerca del río, y ya no volvieron de allí.
Ya hace casi cuatro años que Marta y yo veníamos soportando los castigos más
fuertes. Y ella es la que aguanta más las chicoteadas. Con un tenedor le tiró el otro día
madrina y le clavó en la espalda, y Marta apenas lloró.
Esta tardecita me crucé a la canchita para ver cómo jugaban a la pelota, pero
¡me había olvidado de cargar la lámpara del fondo!... Cuando me acordé y volví para
hacer eso, madrina me estaba esperando con el trenzado. Me pegó hasta dejarme
tendido en el patio, y yo sentí, como otras veces, la tierra daba vueltas y me mareaba;
pero poco a poco se me fue el aturdimiento y me di cuenta de que yo estaba llorando
en el suelo.
Desde hace meses vengo pensando en escapar de acá. La Marta ya sabe eso;
pero no se anima y tiene miedo. Dice que si madrina nos agarra, nos va a castigar peor
todavía. Ella llora porque le dije que esta noche me escapo y que después voy a venir a
sacarla a ella también.