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DIVISION DE EDUCACION DE LA COMUNIDAD


DEPARTAMENTO DE INSTRUCCION PUBLICA
INDICE
PAGINA

EL MUNDO Y YO 3
LA CUCARACHITA MARTINA Y EL RATONCITO PEREZ, cuento 5
EL LAGARTO ESTA LLORANDO 12
IDILIO DE LOS MONITOS, poema 13
LA REINITA CHARLADORA, cuento 14
LOS PATITOS DEL CORRAL, poema . 25
EL COLIBRI Y LA ROSA, poema 26
FABULA DE ESOPO 27
COLLAR, cuento 28
UNA HISTORIA, poema 35
EL ANGEL DE LA GUARDA, poema 3¿
¿CON QUE PRODUCEN LAS ABEJAS SUS ZUMBIDOS? 37
LA HORMIGA, LA PALOMA Y EL CAZADOR 37
CHIRRIQUITICA, cuento 38
CANCION DE LA RANITA VERDE MAR, poema , 46
¿POR QUE NO DEBEMOS PESCAR PECES CHIQUITOS? 47
UN AMIGO DE LOS ANIMALES 48
EL LOBO DE AGUBIO 49
ROMANCE DE DON GATO 54

I E C T U R A PARA NIÑOS Y A D U L T O S

y
Este es otro libro para el pueblo publicado por la División de Educación de la
Comunidad del Departamento de Instrucción Pública. Aunque es un libro que
divertirá a los mayores ‘'El Niño y su Mundo” está dedicado muy especialmente a
los niños de nuestros campos puertorriqueños. Esperamos que padres, hijos y
nietos se regocijen con su lectura. Los niños vivirán en él sus experiencias de hoy.
Los padres y los abuelos revivirán en él sus experiencias de ayer. ¿Por qué? Porque
para los mayores la época de la infancia no muere nunca. Los años infantiles fue»
ron las raíces de la vida adulta. Recordarlos es volver a vivirlos un poco. “ El Niño
y Su Mundo” , por lo tanto, es lectura de ayer y de hoy.
Y o no estoy solo. Estoy en el mundo. Y en el mundo hay
*
cosas grandes y pequeñas que tienen vida como la tengo yo.
Viven los otros niños de mi edad. Viven las personas ma­
yores. Viven las plan-tas. Viven los animales. i
Y o tengo vida. Pero la flor también tiene vida. Y tiene
vida la hormiga
Porque Dios no sólo me dió vida a m i Se la dió también
a las plantas. Se la dió a los animales.
La vida es un milagro de Dios. Pero ese milagro no lo hizo
Dios para mí solo. Lo hizo para el coquí. Y para el pitirre. Y
para la flor de majagua. Y para la mata de plátano.
Porque mi vida me la dió Dios, yo la respeto. Pero como la
vida Dios se la dió también a otros, yo respeto la vida de los de­
más. No importa que sea la vida de una persona, de una planta
o de un animal.
Plantas, animales, personas; todos somos hijos de Dios. T o­
dos nos parecemos en una cosa: en que vivimos. La vida me une
al ruiseñor. Y a la hormiga. Y al perro. Y"*a la palma de coco. Y
a la flor del cupey.
Este milagro de la vida es tan grande que aún cuando cierro
le» ojos hago vivir a otros seres. Cuando pienso o cuando sueño
w

mi mundo sigue viviendo. Y hago que la vida de plantas y ani­


males se parezca a la mía. Y hago que hablen las flores. Y hago
que hablen los animales. Y le doy vida a otros seres que no son
ni personas, ni plantas, ni animales. D oy vida en mi mente a las
hadas, a los ángeles, a los duendes.
Esos seres que viven en mi mente sólo yo los entiendo. No
lo^ entenderán quizás los mayores. Pero yo sí los entiendo.
Por eso entiendo los cuentos. Y los poemas de animales
que hablan. Por eso entiendo a Francisco de Asís dominando al
lobo. Y me da mucha pena la desgracia del Ratoncito Pérez. Y
me alegra la boda de Chirriquitica. Por eso todo lo que tiene este
libro es parte de mi mundo. Del mundo real que vive a mi al­
rededor. O del mundo de sueños que yo hago vivir en mi mente.
Este es mi mundo. No estoy solo en él. Y o tengo vida. Pero
también tiene vida la hormiga. Y el coquí. Y la flor del flambo-
yán.
La vida me une a todo lo que me rodea.
N o estoy solo en el mundo . • •
LA CUCARACHITA MARTINA
Y EL RATONCITO PEROZ
(Adaptación puertorriqueña
de un cuento muy viejo)
Había una vez una cucarachita muy
trabajadora y muy limpia que vivía so­
la en su casita. Se llamaba Martina. Y te­
nía fama en el barrio de hacer unas so­
pas de cebolla como para chuparse los
dedos.
Una cucaracha que sabe hacer sopas
de cebolla no se da todos los días. Y por
eso Martina tenía muchos pretendientes.
m
Pero ella no se ocupaba de esas cosas.
Aunque, eso sí, apreciaba muchísimo a
un vecino suyo: el ratoncito Pérez.
Pues bien, estaba un día Martina ha­
ciendo la limpieza del batey, cuando vió
algo que brillaba en el suelo. Dejó la es­
coba y se acachó para coger la cosa que
tanto brillaba. ¿Qué creen ustedes que
era? Un centavito nuevo y reluciente.
Para una cucaracha encontrarse un
centavo es igual que para nosotros encon-
tramos el tesoro de Cofresí. Por eso Mar­
tina se puso contenta. Y empezó a cavi­
lar lo que compraría con el qentavito.
Pensó en comprar dulces. Pero le co­
gió miedo a una indigestión. Pensó en
comprarse unas pantallas. Pero como no

\
tenía orejas rechazó la idea de las pan­
tallas. Fué a mirarse al espejo. Y vió lo
mucho que le brillaba la nariz. ¡Claro!
Necesitaba polvos para la cara. Y así fué
como la cucarachita Martina se compró
una gran caja de polvos de arroz.
i
Esa tarde Martina, después de dejar
la casa limpia como un dije, se sentó a
la entrada de su vivienda. Se había em­
polvado de lo lindo. Se había puesto tan­
to y tanto polvo que parecía lo que era,
una cucarachita Martina. A nosotros nos
da gracia ver a una cucaracha empolva­
da. Pero los pretendientes de la cucara-
chita la encontraron más bonita que nun­
ca. Y se acercaron para proponerle ma­
trimonio.
Primero vino el Torito. 'Y dijo:
— Cucarachita Martina, ¡qué linda es­
tás!
Y ella muy modesta contestó:
— Como no soy bonita, te lo agradezco
más.
Y el Torito muy zalamero preguntó:
— ¿Te quieres casar conmigo?
En vez de contestar la cucarachita
preguntó:
— A ver, ¿qué haces de noche?
Y el Torito respondió:
— ¡Muuul ¡Muuul
— ¡Ay, no, Torito, que me asustarás!
El Torito se retiró muy cabizbajo. Y

vino el Perrito. Y el Perrito dijo:


— Cucarachita Martina, ¡qué linda es­
tás !
— Como no soy bonita, te lo agradezco
más.
— ¿Te quieres casar conmigo? — pre­
guntó él Perrito.
— A ver, ¿qué haces de noche? — pre­
guntó ella.
— ¡Gua, guau, guau! — ladró el Perri­
to.
— ¡Ay, no, no; que me asustarás!
Y el Perrito se alejó con el rabo entre
las patas.

Entonces vino el Gallito. Y el Galli­


to dijo:
— Cucarachita Martina, ¡qué linda es­
tás!
— Como no soy bonita, te lo agradezco
más.
— ¿Te quieres casar conmigo?
— A ver, ¿qué haces de noche?
— ¡Quiquiriquiiii! — cantó el Gallito.
— ¡Ay, no, no; que me asustarás!—
dijo Martina.
Y el Gallito se fué cantando bajito. Y
vino el Chivito. Y elNChivito dijo:

I /
1/

4t
■—Cucarachita Martina, ¡qué linda es­
tás?
— Como no soy bonita, te lo agradezco
más.
— ¿Te quieres casar conmigo?
— A ver, ¿qué haces de noche? — pre­
guntó ella.
— ¡Bee, beee! — gritó el Chivito.
— ¡Ay, no, no; que me asustarás!
Y el Chivito se fué llorando por las
calabazas que le había dado la Cucara-
chita Martina.
Estaba ya obscureciendo cuando pasó
por allí el Ratoncito Pérez. A Martina le
dió un vuelco el corazón. ¿Le diría algo
el Ratoncito Pérez? Y el Ratoncito Pé­
rez se turbó todo cuando vió a su vecini-
ta sentada a la puerta. Porque era muy
tímido. Pero en verdad estaba tan linda
la cucarachita con su cara empolvada que
el ratoncito no se pudo contener.
—Cucarachita Martina, ¡qué linda es­
tés!
— Como no soy bonita, te lo agradezco
más.
— ¿Te quieres casar conmigo?
— A ver, ¿qué haces de noche?
— ¡Dormir y callar! ¡Dormir y callar!
— dijo muy humildemente el Ratond-
to Pérez.
— Pues contigo me casaré yo — gritó
la Cucarachita Martina.
Y así fué como esos dos vecinitos se
comprometieron. Y al día siguiente se
casaron. Y' vivieron muy felices. Pero...
Sólo una cosa apenaba a la Cucarachi­
ta Martina. Y era lo goloso que había
resultado ser su marido. El pobre Raton­
cito Pérez siempre se estaba metiendo en
líos por lo lambío que era. La Cucara-
chita estaba cansada de decírselo:
— Ten cuidado, maridito, que cual­
quier día vas a pasar un susto.
Y el susto vino. ¡Y qué susto!
Su mujer le había dicho que no se
acercara a las ratoneras. Pero el Raton­
cito olió el queso y perdió la sesera. Se
fué derechito a la ratonera que había
puesto un campesino en su tala. Calcu­
ló que cogiendo el cantito de queso muy
aprisa podría escapar. Pero calculó mal.
Porque por mucha prisa que se dió, la
ratonera de cantazo cayó como una bom­
ba atómica y le pilló el rabito.
La Cucarachita Martina se fué a vol­
ver loca cuando vió a su marido sin ra­
bo. Pero luego se consoló pensando que
aquel susto le serviría de escarmiento.
¡Eso se creía ella! ¿Cuándo han visto
ustedes que un ratón escarmienta? ¡Y
mucho menos si es casado!
Está visto y requetevisto. Los maridos
que no obedecen a sus mujercitas llevan
las de perder. Y el Ratoncito Pérez lo
perdió todo. ¡Todo! ¡Hasta la vida!
La cosa pasó así:
Un día la Cucarachita Martina tuvo
que salir de compras. Tenía puesta la
olla en las tres piedras del fogón. Por­
que estaba haciendo una de sus famosas
sopas de cebollas. Pues bien, antes de
salir le dijo a su marido:
— Maridito, menea la olla con la cu­
chara de palo. Pero ten cuidado. No te
acerques mucho al fuego, que te puedes
quemar.
El Ratoncito Pérez prometió menear
la olla con mucho cuidado. Y despidió a
su mujercita con un beso en la frente.
Pero cuando le tocó menear la olla sin­
tió un olor tan rico y tan rico a sopa de
.. i
cebollas, que no se pudo contener. Se
trepó en la olla caliente y quiso pescar
una cebolla que ya estaba doradita. Sí,
sí. ¡Cualquiera pesca en agua hirviendo!
El Ratoncito Pérez dió un resbalón y
¡zás! cayó de cabeza dentro de la sopa.
Al poco rato llegó la Cucarachita Mar­
tina con su paquete de compras. Como
no vió a su marido por ninguna parte
creyó que había ido un momento a la
letrina. Y se puso a atender la sopa. Pe­
ro cuando Martina fué a menear la olla
con la cuchara de palo... ¡qué dolor sin­
tió! Vió a su pobre marido, al lambío de
su marido, flotando muertecito en la so­
pa hirviendo.
¡Pobre Cucarachita Martina! A sus
gritos vinieron los vecinos. Y esa noche
celebraron el velorio del Ratoncito Pé­
rez. La viuda estaba inconsolable. Ni si
quiera se puso polvos de arroz en la cara.
Y los vecinos cantaron al son del cuatro:

El Ratoncito Pérez
Cayó en la olla
La Cucaracha Martina
Lo canta y lo llora.
r

El lagarto está llorando


la lagarta está llorando.

El lagarto y la lagarta
con delantalitos blancos

han perdido sin querer


su anillo de desposados,

¡Ay, su anillito de plomo,


ay, su anillito plomado!

Un cielo grande y sin


gente
monta en su globo a Ioí
pájaros.
El sol, capitán redondo,
lleva un chaleco de raso

¡Miradlos qué viejos son!


¡Qué viejos son los
lagartos!
¡Ay, cómo lloran y lloran,
ay, ay, cómo están llorando!

Federico García Lorca


IDILIO DE LOS MONI T OS
La mónita Triqui-triqui
y el monito Triqui-trac
se paseaban una tarde
por un viejo manantial.

La mónita dijo alegre:


— Y o te quiero,
Triqui-trac.
Y el monito
le responde:
— Y o te quiero
mucho más.

Suspirando se alejaron
de aquel viejo
manantial
a mónita
Triqui-triqui
y el monito Triqui-trac.

Por el camino florido


la brisa cantando va
el romance
LA R E I N I T A CHARL ADORA
Erase una vez que vivía en un campo de Lares, un mucha­
chito llamado Héctor José. Tenía siete años de edad y era
alegre y muy bueno. Amaba mucho a sus padres y a sus herma­
nos mayores. ♦
Un día, su hermana le trajo de la capital un libro muy bo­
nito. Era un libro de hadas y duendes. Héctor José, loco de
alegría, besó a su hermana y corrió a tenderse bajo un árbol de
mango a leerlo. En sus páginas había estampas de hadas. Eran
bellísimas niñas y mujercitas con alas transparentes. Cada una
de ellas tenía una varita de oro con una estrella en la punta.
Los duendes eran hombrecitos muy pequeños, con barba larga
que les llegaba hasta las rodillas.
De repente el niño cerró el libro. Se le había ocurrido una
idea. ¿No habría hadas y duendes en el monte? ¡Seguramente
que entre las flores y los cafetos deberían estar las hadas es­
condidas!
Se levantó y miró en dirección de su casa. No había nadie
mirándolo.
Corrió por el caminito, entre las amapolas, y llegó a lá
cerca. Era una alambrada con púas. Se coló entre dos alambres
con tan mala suerte que el pantalón se enganchó en una púa.
¡Pobre pantalón nuevo! Pero Héctor José no se detuvo. ¡No,
señor! ¡Tenía que encontrar las hadas!
Caminó mucho. Pasó por quebradas saltando por las pie­
dras. Pasó junto a los altos capas. Caminó por entre los bohíos
de sus amigos campesinos. Buscaba por todas partes, pero no
encontraba a las bellas mujercitas con alas.
Oyendo el canto de un zorzal se apartó del camino y se
metió dentro del monte. Guiado por el trino del pajarito llegó
a un claro. Una quebradita bajaba
entre grandes piedras cubiertas de lama.
Los árboles no dejaban pasar el sol, y el
sitio era muy fresco. Cansado, Héctor
José se sentó en una piedra, al borde de
la quebrada. Abrió el libro y miró las
estampas de nuevo.
¿Dónde estarían escondidas las hadas?
— ¿Cómo te llamas?
Al oír la pregunta Héctor José saltó de su asiento. ¿Quién
le hablaba?
Buscó con la mirada y no vió a nadie.
— ¿Cómo te llamas? ¿Qué?-. ¿Te comieron la lengua los
ratones?
Héctor José sintió ga­
nas de echar a correr. Oía
una voz, pero no podía ver
a nadie.
Juntando valor pregun­
tó suavemente:
— ¿Dónde estás?
— Aquí. . . ¿no me ves?
Aquí arriba . . .
Héctor José miró en di­
rección a lá voz, hacia un

árbol de toronjas y v ió ...
¡una reinita! Acercándose
al palo preguntó con voz
temblorosa:
— ¿Tú eres la que me hablas?
— Y o misma. . . y no estoy acostumbrada a que me ha­
gan esperar tanto.
Héctor José se fijó bien y vió que la reinita tenía una
corona de flores en la cabeza.
Héctor José se acercó a ella. La reinita dió un salto atrás
y dijo:
— No te acerques más sin hacer una reverencia. A las rei­
nas como yo se nos saluda. ,
Héctor José había leído sobre ésto, y doblando la rodilla,
se inclinó ante la reinita.
— Así es mejor, jjum ! Ahora puedes acercarte, Héctor Jo­
sé.
El niño se acercó un poco más.
— ¿Cómo sabes mi nombre?
— Tontillo. .,, yo lo sé todo. Sé que vives en una casa
grande de tablas, que eres bueno y que andas buscando hadas.
Al oirla, Héctor José sacó el libro, que tenía escondido
tras la espalda, y se lo enseñó.

— ¿Tú no sabes dónde hay hadas?
— Aquí no hay hadas — repuso ella orgullosa — ésas son
de otros países.
*— ¡Oh! —* repuso Héctor José con tristeza.
La reinita miró al niño y sintió pena. Acercándose más a
él le dijo:

— Pero hay el reino de las aves y las flores. ¿Quieres verlo?
El niño asintió lleno de alegría. Ella entonces dijo:
— Pues, bien, espérame aquí, que vengo ya mismo. No
te vayas, ¿ah?
Héctor José la vió alejarse volando entre los árboles. ¡Cuan­
do él contase en su casa lo que le había pasado! ¡Una reinita
que hablaba y tenía corona!
Al rato, la vió venir trayendo en su pico una fruta peque­
ña y roja.
— Toma — dijo poniéndola en la p :edra — ésta es una
bayita de café mágico. Chúpala.
Héctor José tomó la bayita y la llevó a la boca. ¿Qué le
pasaría?
Al chuparla, notó una sensación muy rara. Le parecía que
la reinita se iba hacien­
do más grande, grande,
grande. ¡Uy! ¡pero era
él que estaba tan chiquito
como ella! La bayita lo
había hecho ponerse pe-
queñito.
— Ahora puedes venir conmigo al reino de las aves y las
flores.
Y acto seguido, lo invitó a montarse sobre ella. Héctor
José lo hizo así. ¡Qué alegría! ¡Volar sobre una reinita! ¡Quién
lo iba a creer!
Volaron mucho y al fin la reinita descendió en un bellísi­
mo jardín. Héctor José abría los ojos de admiración.
Vió un gran bohío de cristales en el centro de un pueblo.
Todas las casitas eran de flores y cristales. Por las calles vió
calandrias, medio-pesos, manchangos y ruiseñores. Todos vesti­
dos con telas de plumas de muchos colores. Los machangos lle­
vaban espadas y gorras coloradas. Debían ser los soldados. Vió
muchas flores caminando por los parques. Margaritas, lirios, glo-
\
rias de la ipañana, pensamientos. ¡Muchas, muchas! ¡Héctor Jo­
sé se reía de puro contento!
La reinita se posó en la plaza frente al bohío. Desde lo alto
del bohío un bien-te-veo vestido como un capitán gritó:
— ¡Bien-t^-veo, reina amada!
Un ruiseñor mayordomo salió inclinándose ante la reinita:
— ¡Majestad!
— Este es Héctor José, un niño bueno. Viene a visitarnos.
Prepárale una habitación junto a la mía.
Héctor José se volvió a ella y le dijo:
— Pero yo tengo que regresar hoy mismo. Mi mamá me
estará buscando.
— Muchacho, los días en el reino de las aves y las flores
son minutos en tu casa. No te apures.
Consolado por estas palabras, Héctor José aceptó quedar­
se. Entraron al bohío que por dentro brillaba como el sol. Héc-
tor José pasó la mano por una de las paredes y probó el deda
¡Era de azúcar! Con disimulo arrancó un pedacito y se lo comió.
Esa noche las aves y las flores dieron un baile en honor
de Héctor José. ¡Qué mucho gozó! Vió bailar a cotorras con ma­
changos, y zorzales con calandrias; jazmines con maracas, ama­
polas con lirios, rosas, gardenias, claveles, geranios. . . ¡Oh! ¡Qué
muchas flores bellas!
Cantaron muchas aves. El dulce ruiseñor, la picoreta ca­
landria, el bravo pitirre, el alegre gorrión. ¡Se repartieron dulces
y jugos de flores! Héctor José no cabía en tí mismo de gozo!
¡Todos lo querían y lo besaban! ¡Qué feliz eral
Así pasaron días y semanas. Las aves montaban a Héctor
José y lo paseaban por el reino. Todo era risa, alegría y amor.
Pero a Héctor José le hacían falta sus padres y un día fué
donde la reina y le dijo: \
— Reinita, reinita, yo quiero ver a mamá.
Ella lo miró y repuso:
-— ¿No eres feliz aquí?
-— S í. . . pero quiero ver a mamá y a papá.
A la reinita no le gustó que Héctor José quisiera irse. Ella
le había cogido mucho cariño. Pero sabía que a los nmos les
hacen falta sus papás.
— B ien. . volverás a tu casa.
— Y . . . ¿podré venir aquí otro día?
La reinita lo miró con tristeza y dijo:
— Eso no es posible. Los humanos sólo pueden venir una
vez aquí.
Al oirla Héctor José sintió ana gran pena.
— Pero — añadió la reinita — a mí me verás siempre en
el monte. Y también a los demás: las flores, los pitirres, los rui­
señores. Lo único, que no te podremos hablar. Pero tú ya sabes
que nosotros vivimos como ustedes. Ahora tú puedes decirle
a todos tus amiguitos que nos traten bien. Que no nos tiren con
piedras, ni hondas. Que no maten las flores. Que nosotros
no podemos hablarles. Pero trinamos canciones para ellos, y
las flores dan perfumes en vez de palabras. Así que tú serás como
un embajador nuestro. Para que nos defiendas . . . ¿Sí?
Héctor José asintió lleno de alegría. Se sentía muy impor­
tante. La reinita buscó una bayita verde de café y se la dió al
niño diciéndole:
-— Chúpala y volverás al monte otra vez.
El niño abrazó a la reinita que lloraba de pena y chupó la
bayita mágica. Tuvo una sensación rara y de pronto todo se bo­
rró ante él.
Sintió unos brazos grandes que lo sacudían. Y oyó mu­
chas voces. Abrió los ojos y vió a sus padres frente a él. Miró
X
a sus hermanos co i/ jachos encendidos. Se dió cuenta que esta­
ba en el claro del monte donde había hallado la reinita.
La madre lo abrazaba llorando y riéndose a la vjsz.
— ¡Gracias a Dios! Creíamos que te
habías perdido.
— No, mami. Si yo estaba en el rei­
no de las aves y las flores.
— Estabas dormido aquí, Héctor— re­
puso uno de sus hermanos.
— No. Y o salí a buscar hadas y me hallé una reinita...
Entonces Héctor contó la historia.
Sus padres no respondieron, pero lo tomaron en brazos pa­
ra conducirlo a la casa.
Héctor José pensaba si todo habría sido un sueño. De re-
ipente oyó un dulce trino. Miró hacia arriba, y a la luz de los
jachos vió una reinita cantando. ¡Una reinita cantando de noche!
— Mírala, mami... mírala — gritó alegre. — Allí... allí—
La madre vió la reinita en un árbol. Y no supo bien si fue
el destello de los jachos o el reflejo de la luna entre las hojas,
pero habría jurado ver algo en la cabeza de la reinita. Sí, una
corona de flores con gotas de rocío temblando como diamantes.
¡Pirulín!
"Cto/aUw»JsJlZWL
¡Pirnlán!
Los patitos
del corral,
en hileras
ya se van,
muy contentos a nadar,
a la charca
de cristal

¡Pirulín!
¡Pirulán!
El gallito
catalán
con los patos
no se va, ¡Pirulín!
¡Pirulán!
porque dice
que jamás Vamos todos

él un baño a cantar
con los patos
tomará.
del corral,
que se fueron
a nadar,
a la charca
de cristal.
EL COL I B R I Y LA ROS A
Treinta llevaron al cerro
besos de pitiminí
y sesenta por el suelo
esperanzados por tí.

Colibrí, colibirí,
ya la rosa
no está aquí.

Un vientecito agorero
se la llevó
porque sí,
P o r

Carmelina Vizcarrondo
íya tu pico aceitunado
no tendrá su carmesí!

Cíen pétalos por el aire


\
volaron sólo por tí.
Diez cayeron en la fuente
ahogando su frenesí.
Colibrí, colibrí,
ya la rosa
no está aquí.

Un vientecito agorero
se la llevó
porque sí.
Esopo fué un escritor griego que vivió 500 años antes
de Cristo. En esa época los griegos creían en muchos
dioses. Uno de éstos era Hércules, dios de la fuerza.

EL CARRET E RO Y HE RCUL E S

Un carretero griego a quien su vehículo se le había atascado


en un estrecho camino, elevó sus plegarias al cielo, pidiendo a
Hércules, dios de la fuerza, que bajara a ayudarle.
El dios contestó así:
— Empuja el carro, coloca unas piedras debajo de la rueda
para que ésta pueda salir del hoyo, y entonces bajaré yo a ayu­
darte.
Hizo el carretero lo que Hércules le aconsejaba y en efec­
to, a los pocos momentos, sin ayuda de nadie, lograba sacar el
carro del atasco.
S in la ayuda propia , de nada sirve pedir ayuda a los dioses.
COLLAR
Collar y yo éramos como dos hermanos. Nos criamos jun­
tos. Lo trajo papá a casa, cachorrito, cuando yo tenía cinco años.
Desde entonces, mi “sombra* y yo, como decía mamá, éramos
inseparables.
“Panchito, vente a comer”, decía ella. Y allá íbamos Collar
y yo a sentamos en nuestro rincón en la cocina. El comía de mi
plato cuando creía que había esperado demasiado su ración. Y o
lo regañaba, no porque me molestara* su atrevimiento, sino para
tener Contenta a mamá. Porque mamá se ponía que picaba con
las cosas de mi perro.
“Mira, muchacho, ¿cómo vas a dejar que ese chingo te dañe
la comida?”— gritaba ella. Pero mi perro no era ningún chin-
gp. Y o lo encontraba mejor que alguna gente. Era un gran amiga
Cuando salíamos para el monte se iba adelante rastreando,
paraba las orejas, y pegaba carrera persiguiendo algo. Escarbaba
como loco entre las raíces cuando hallaba una cueva de ratas. Y
metía la nariz olfateando la presa. Y o lo azuzaba y él respondía
con gruñidos y caracoleos.
A veces yo aprovechaba que él estuviera entretenido bus­
cando entre las cepas de matojos. Entonces me le escondía en el
bejucal donde me quedaba quieto, como muerto. Al momento
sentía sus pasos por la vereda. Pasaba de largo por donde yo es­
taba, pero volvía a buscarme. Al descubrirme, sus alegres ladridos
y el meneo de su cola decían más que todas las palabras. Una
lástima que mi perro no hablara. ¡Me hubiera dicho tantas cosas!
Nos bañábamos juntos. Se tiraba al charco primero. Y en
lo que me quitaba la ropa ya estaba él a mi lado, sacudiéndose
de aquel primer chapuzón. En ocasiones yo za m bu llí hondo. Y
sin que él se diera cuerva me ocultaba detrás de una peña, entre
los jun cor y el jengibriflo.
Collar se quedaba nadando un rato esperando mi salida.
Pero después voh*'a a la orilla. Daba un par de carreras deses­
peradas, ladrando. Se tiraba al agua de nuevo y me buscaba por
todo el charco. Había perdido mi rastro y cansado, salía a la ori­
llaba aullando que daba pena.
A mí entonces me remordía tanto mi proceder que buscaba
contentarlo. Metía la mano en* las piedras y casi siempre agarra­
ba una buruquena o un camarón. Con un grito de alegría se lo \
lanzaba a la arena. Collar cruzaba el charco, me ponía las pa­
tas sobre el pecho, y trataba de lamerme el rostro. Luego se de­
dicaba a jugar con el camarón en la arena, cucándolo y huyendo
a saltos.
Una vez una buruquena le dejó una de sus palancas pega­
da al hocico y él chilló de dolor. Yo traté de ayudarlo, partiendo
la palanca con mis dientes. Alguien que nos hubiera visto habría
dicho que estábamos besándonos.
Así éramos Collar y yo.
Pero Collar no era mi único amigo. Y o tenía otros amigos
a quienes visitaba. Mi San Pedro vivía en la barranca frente a
casa. Allí tenía su cueva donde anidaba y de la que salía un par
de veces al día para ayudarnos en la tala.
“Pri-pri”, decía el San Pedro desde el gancho donde se para­
ba a velar los gusanos que se comían nuestro maíz y nuestros gan­
dules. A veces yo lo confundía, al oirlo, con el jui bobo que no
salía de la varilla seca del naranjo.
“Pr:-i-pri-i-pri-i” decía por su parte el bobito, comemimes.
Yo me le acercaba y cuando ya iba a tocarlo, él volaba, daba una
vuelta, y volvía de nuevo a la rama. Aquella era su manera de ca­
zar insectos y de ayudarnos. El jui bobo y el San Pedro eran los
obreros más listos de la parcela. Si no hubiera sido por ellos,
¡pobre cosecha! \

Mi zumbador no se quedaba atrás. ¡Tan pequeñito y tan


dispuesto! Recuerdo la pela que le dieron a Don Guaraguao en­
tre él y el pitirre. El guaraguao cayó al gallinero en medio de los
pollos que huyeron en todas direcciones. Mi gallito camagüey se
quedó en el medio y miró al intruso con ojos asustados. Como si
hubiera visto una culebra. El guaraguao se le tiró encima con sus
garras y mi gallito le dió pelea.
Y o no quería que pelearan y le di un azote al guaraguao
con una rama de guamá. Cuando alzó el vuelo, el pitirre le salió
detrás. “Pitirr-pitirr” cantaba mientras lo picaba por el lomo y
le entorpecía la fuga.
Entonces vi una cosa chiquitita que atacaba al guaraguao
por debajo de las alas. Parecía una mariposa, pero se movía más
ligero. Era mi zumbador. No estuve seguro hasta que lo vi re­
gresar triunfador a su nidito en el chino. No había duda# de aue
mi camagüey tenía dos buenos amigos, ¡y bastante que los ne­
cesitaba!
Pero un día nos dimos cuenta que el gallinero estaba mer­
mando y no sabíamos la causa. A cada rato las gallinas cacarea­
ban azoradas y los pajaritos revoloteaban asustados. Collar y yo
dábamos vueltas por los cafés sin lograr ver nada. Pero lo cierto
era que nos estaban faltando los pollos.
Otro día vimos que en los chinos había un plumero. Plu­
mas color canela, pardas. Tuve mis sospechas y fui a ver el nido
de la perdiz que estaba echada en el tronco viejo. Allí estaban
los pichones, boquiabiertos, esperando a sus padres que no vol­
verían ya. Estaban emplumando y cebados como bolitas. No ha­
bía duda. El que había matado a los padres de las perdicitas era
el mismo que nos robaba los pollos.
Collar había comenzado a rastrear las huellas desde el plu­
mero y, como de costumbre, iba gruñendo y chillando mientras
olía la hojarasca. Y o seguí detrás de él. Dió vueltas y revueltas
hasta que se adentró en el monte. En las pomarrosas descubrió
una cueva de boca ancha. Collar empezó a escarbar sin cesar. Y o
me di cuenta de que la cueva tenía otra salida y me puse a ta­
parla con pedazos de palo y hojarasca. Allí dentro estaba el ani­
mal que se había comido las perdices.
Collar cavaba con sus uñas desesperadamente y resoplaba
cada vez más fuerte. Entonces soltó un chillido. De dentro de
la cueva algo le había arañado el hocico. Pero Collar era valiente
y siguió escarbando. De momento tiró la zarpa y se trajo algo
agarrado. Era una mangosta. Salió otra de la cueva y le mordió
el hocico. Collar, de un manotazo, la tiró adentro y siguió la lucha.
Y o estaba loco por ayudar a mi amigo, pero no podía. La
cabeza jde Collar ocupaba toda la entrada y mi ayuda no le servía
de nada. En pocos minutos Collar venció a las dos ardillas. Y o
estaba orgulloso de mi perro. De regreso cogí las perdicitas y me
las llevé para casa. Como estábamos en la cosecha de chinas me
sería fácil criarlas con las semillas.
Durante los días que siguieron Collar se convirtió en un
verdadero cazador de ardillas. Cuando menos yo lo esperaba
salía disparado de mi lado. Al rato sus ladridos de triunfo me
avisaban que había vencido a otro de sus enemigos.

El gallinero progresó. Los pajaritos se veían más conten­


tos. El zorzal, con su nidito de bruscas en el palo de panas, se ti­
raba sin temor al suelo a buscar gusanos y semillas. Las calan­
drias, en su hamaquita colgada de las pencas de la palma, canta­
ban su más linda canción El cau-cau de la pájara boba se oía más
a menudo en los camaseyes. Los pájaros carpinteros charlaban su
qué-que-re-qué en los palos viejos. Las reinitas volvieron a comer
del azúcar que yo les ponía en las tapitas. Y mis perdicitas co­
rreteaban por el batey. Y se paseaban por los cafés con las gá-
llinas, que no alcanzaban- a picarlas.
Pero una mañana no cantó el zorzal, ni silbó la calandria,
ni gorjeó el bienteveo. Las gallinas se levantaron cacareando, azo­
radas, como anunciando algo. Y o me tiré del catre primero que
los demás, como de costumbre. Pero al abrir la puerta no encon­
tré a nad;e que me saludara.
\ -k
“ ¡Collar! ¡Collar! ¡Collar!” — grité. Mi perro, mi amigo, no
respondía a mi llamada. Corrí al batey. Di la vuelta a la casa.
“ ¡Collar! ¡Collar!” Lo busqué por todos lados. Corriendo. Gri­
tando. “ ¡Collar! ¡Collar!”
Y entonces, lo vi. Lo vi tendido en la grama húmeda, su boca
espumosa, sus ojos vidriosos. Recordé su pelea con las ardillas.
Comprendí que había muerto de rabia. El había acabado con las
ardillas, pero había dado su vida en cambio.
M e arrodillé a su lado y le pedí a Dios que me diera valor
para enterrarlo. Hice una sepultura al lado del batey donde tan­
tas veces jugamos juntos. Y me puse en el alma estas palabras:
“Aquí, en mi corazón, está Collar, el mejor de los amigos”.
No pude menos que llorar su partida como también la
Doraron nuestros amigos los pájaros.
UNA H I S T O R I A

Oculta en el corazón
de una pequeña semilla,
bajo la tierra, una planta
en profunda paz dormía.

— ¡Despierta! — el calor le dijo.


— ¡Despierta! — la lluvia fría.
La planta que oyó el llamado,
quiso ver lo que ocurría,
se puso un* vestido verde
y estiró el cuerpo hacia arriba.

De toda planta que nace


esta es la historia sencilla.

P o r : M a n u e l F e r n á n d e z J u n c o s
EL ANGEL DE LA GUARDA
El Angel de la Guarda
tiene un ala en el cielo
y otra en tu alma,
ninito bueno,
y otra en tu alma.

Suspendidos al viento
cuerpo y mirada,
niñito bueno,
cuerpo y mirada.

Pregúntaselo al árbol
y a la calandria
y a las flores silvestres,
y a la encantada,
niñito bueno, Y verás si te dicen
y a la encantada. lo que te cuento,
que el Angel de la Guarda
I v
mima tus sueños,
n iñ ito b u e n o ,

mima tu sueño.

El Angel de la Guarda
niñito bueno,
¡tiene un ala
en tu alma
y otra en el cielo!

P o r C a r m e lin a V iz c a r r o n d o
¿C O N QUE PR O D U CEN LAS ABEJAS SUS Z U M B ID O S ?

El zumbido de las abejas y de otros muchos insectos lo


producen sus alas. Las abejas frotan un ala contra la otra hasta
que producen ese sonido que nosotros llamamos zumbido. El
movimiento de las alas es rapidísimo; tan rápido que no pode­
mos verlo. Pero sí podemos oír el sonido que producen las alas
al moverse. Ese es el zumbido.

LA HORMIGA, LA PALOMA Y EL CAZADOR


Habiéndose caído una hormiga en el agua, se hubiera aho­
gado si una caritativa paloma no le hubiese echado desde un
árbol una rama. Así pudo la hormiga salvarse. Llega en ésto un
cazador y prepara su arco para tirar a la paloma. La pobre hor­
miga, viendo el peligro que corre su bienhechora, ^se adelanta
y da un fuerte picotazo en el pie al cazador. El picotazo obb.gó
al cazador a volver la cara y dejar caer la flecha. Al ruido que
hizo la flecha al caer advirtió la paloma el peligro, y escapó.

A m o r o o n a m o r s e p a ¿ a .
CHI R R I QUI T I CA
(Adaptación de un cuento europeo)

Erase una vez y dos son tres que vi­


vía una viejecita en un país lejano. Es­
taba siempre sola porque no tenía hijos
ni parientes. Una vez fué donde un ha­
da para pedirle que le diese alguien que
la acompañara.
Cuando el hada la oyó le dió un gra­
nito de arroz y le dijo que lo sembrase.
Y que esperara a ver lo que ocurría. La
viejecita le preguntó qué iba a suceder,
pero el hada no quiso decirle.
La viejecita corrió a su casa y sembró
el grano de arroz. Pasados dos días, del
granito salió una mata con un bellísimo
capullo aún Cerrado. Cuando la viejecita
lo vió dijo:
— Pero ¿cómo me va a dar compañía
un capullo de rosa?
Y ante su asombro el capullo se
abrió y apareció sentada en el medio
del mismo una hermosa niña. Tan lin­
da era que la viejecita lloró de alegría.
La niña era más chiquita que una mari­
posa y por eso, por ser tan chiquita, la
llamó Chirriquitica.
La viejecita le preparó una cama con
una cáscara de nuez llena de pétalos de
rosa. Luego, para que se divirtiera, le co­
locó en un plato lleno de agua una hoja
de tulipán para que se pasease en ella.
¿Saben lo que Chirriquitica usaba como
remos? ¿A que nadie lo adivina? ¡Dos
agujas de coser!
La viejecita y Chirriquitica vivieron
muy felices. Se querían mucho. Y se en­
tendían bien. Pero el tiempo pasó y Chi­
rriquitica sintió deseos de conocer la vi­
da. Y de conocer el mundo. Tenía ansias
de aventuras.
Por eso Chirriquitica habló con la vie­
jecita y le dijo lo que deseaba. La buena
mujer sintió pena de perder a su hijita.
Pero comprendió que los jóvenes no pue­
den vivir atados para siempre a los vie­
jos. Y le dió permiso para conocer mun­
do.
Chirriquitica salió de su casa muy de
madrugada. Anduvo por el bosque un
buen rato. Al llegar a una charca se en­
contró a un señor sapo que la saludó muy
amablemente:
— Linda niña, — dijo el sapo — es­
toy buscando novia. ¿Quieres casarte
conmigo?
Chirriquitica contestó con cortesía,
pero con mucha firmeza:
— Muchas gracias, señor Sapo. No es­
toy en edad de casarme. Voy a conocer el
mundo.
Y acabando de decir esto Chirriquiti-
ca saltó a una hoja que flotaba en el
agua. La hoja se alejó de la orilla. Pero
luego se quedó quieta en medio de la
charca.
— ¿Cómo llegaré a la otra orilla? —
pensó Chirriquitica — Si yo no sé nadar.
Pero enseguida notó que unos pececi-
tos dorados se acercaban a la hoja y la
t
empujaban con sus hociquitos. Así fué
i
navegando Chirriquitica en la hoja em-
►.
pujada por los pececitos dorados. Y sa­
lió navegando de la charca y entró en un
río. Allí los pececitos se despidieron. La
corriente siguió arrastrando la hoja que
le servía de botecito a Chirriquitica. Has­
ta que la hoja se atascó entre unos be­
jucos.
Fué allí donde Chirriquitica pasó tre­
mendo susto. Porque un escarabajo vino
a sacarla de la hoja y se la llevó por los
aires. Pero el escarabajo no tenia malas
intehciones. La llevó a su nido y le pre­
guntó si quería casarse con él.
— Soy muy joven para Casarme —
contestó Chirriquitica. — Quiero conocer
el mundo.
Las escarabajas. hermanas del esca­
rabajo, hacían burla de Chirriquitica
porque sólo tenía dos piernas y no tenía
antenas como ellas. Tanto se burlaron
de la pobre niña que el escarabajo deci­
dió dejarla en libertad. Cogiéndola de
nuevo voló con ella y la abandonó en la
yerba.
La linda niña se preparó una casita
entre unas violetas que crecían en el pra­
do. Chirriquitica era muy feliz en su nue­
va casita. Todas las mañanas cantaba
alegre saludando al sol. Y las flores do­
blaban sus cabecitas para acariciarla.
Así pasó todo el verano bebiendo el
jugo de las flores y tomando del rocío de
la mañana. Pero llegó el invierno. En
aquel país caía nieve. Las flores y los ár­
boles se secaron. Y Chirriquitica tembla­
ba de frío. No encontraba un lugar para
abrigarse.
Al fin halló una cueva en la tierra y
allí se metió. jCuál no sería su asombro
al ver a una vieja ratita que barría el piso
de la cueva con su escobita! Chirriquitica
le pidió un poco de comida. Hacía muchos
días que la pobrecita no comía nada. La
Ratita, que era m uy buena, se la dió y le
pidió que se quedara con ella hasta que
' f
I pasara el invierno. La niña ayudaba a la
ratita, limpiando y barriendo la cueva. Y
era feliz.
Cierto día vino a visitar a la ratita un
vecino, el señor Güimo. Era muy viejo y
estaba casi ciego. La ratita le pidió a Chi-
rriquitica que cantara algo para alegrar
al señor Güimo que siempre se estaba
quejando. La niña cantó tan lindo que el
señor Güimo se enamoró de ella. Así se lo
dijo a Chirriquitica, pero la niña no que­
ría casarse con el señor Güimo. La ratita
le dijo que el señor Güimo era muy rico
y que mejor marido no encontraría.
“ ¡Qué empeño tiene la gente en ca­
sarse!” —- pensó Chirriquitica. Primero
fué un sapo, luego un escarabajo y aho­
ra el señor Güimo. En seguida el güimo
y la ratita dijeron que la boda sería a
fines del verano próximo. ¡Qué triste es­
taba Chirriquitica! ¡Tendría que casarse
con el Sr. Güimo! Era bueno el señor
Güimo. Pero demasiado viejo para ella.
Pasó el tiempo. Un día Chirriquitica
caminaba por una galería de la cueva
cuando se encontró con un ruiseñor
muerto. El ruiseñor estaba casi enterrado
en la nieve. ¡Qué pena le dió ver al pa­
jarito muerto! Tenía las plumas muy

í
suaves y aún muerto era lindo de a ver-
dad.
Chirriquitica se acercó para darle un
beso. Y ¡oh sorpresa! en el pechito del
pajarito sintió latir muy suave el cora­
zón. ¡No estaba muerto! La niña corrió
a buscar hojas y pajas para cubrirlo y
darle calor. Poco a poco el pajarito fué
abriendo los ojos y dió las gracias a la
niña por salvarlo de la muerte. No pasó
mucho tiempo antes que el pajarito co­
menzara a trinar.
Todas las noches Chirriquitica corría
a su lado para oirle cantar. Pasó así el
invierno y la boda con el señor Güimo se
acercaba. Para mayor pena de Chirriqui­
tica el pajarito se despidió, pues tenía
que volar por los campos con sus otros
compañeros, ¡Qué día tan triste para la
pobre Chirriquitica! Antes de irse el pa­
jarito la invitó a que se fuera con él. Pe­
ro la niña pensó que sería desagradecida
con la ratita que tan buena era con ella,
y decidió quedarse.
Pasó la primavera y llegó el verano.
Chirriquitica se preparaba con mucha
pena para la inevitable boda con el señor
Güimo. ¡Qué otra cosa iba a hacer!
Un día en que más triste estaba la ni-
ña oyó el canto de un ave a la entrada
de la cueva. Cuando salió a ver qué era,
¿ a que no saben quién estaba allí? Sí, el
mismo Ruiseñor que ella había salvado.
Llorando Chirriquitica le contó sus pe­
nas. Le dijo que pasaría su vida encerra­
da en una cueva oscura con el Sr. Güimo
sin ver el sol, ni las flores, ni los pájaros.
El pajarito enseguida la hizo que se su­
biera en su lomo y amarrándola con el
cinturón se remontó por los aires.
El pájaro atravesó mares, cruzó paí­
ses, pasó por encima de montañas y mon­
tes altos. Y al fin llegó a una isla muy
bonita, llena de árboles y flores. Chirri-
quitica, al ver una tierra tan linda, le
preguntó al pajarito qué era aquello. El
le dijo que en ese país nunca hacía frío y
que siempre había flores.
— Ese país tan lindo se llama Puer­
to Rico — dijo el pajarito mientras des­
cendía.
La niña lo miraba todo muy asombra­
da. De pronto vió un hermoso jardín de
bellas flores. El pajarito bajó, colocán­
dola sobre una blanca margarita. ¡Cuál
no sería el asombro de Chirriquitica al
ver que las amapolas, lirios y azucenas
hablaban y reían! ¡Y los pájaros también!
Entonces se fijó en un hermoso joven
pequeñito como ella y que llevaba una
azada de cristal. Era el jardinero de aquel
jardín.
El joven se acercó a Chirriquitica y
i
le ofreció su azada, pidiéndole que fuera
su esposa, pues era la más bella criatura
del mundo. ¡Qué distinto era todo aque­
llo! Ahora sí que a Chirriquitica le die­
ron ganas de casarse.
Elena de alegría Chirriquitica tomó la
azada que le ofreció el joven. Dos reini­
tas se acercaron a ella y le prendieron en
la espalda un par de alitas lindas para
que pudiera volar de flor en flor.
Chirriquitica y el joven jardinero se
casaron. A las bodas asistieron todos los
animalitos del monte cercano. También
vino el ruiseñor que cantó para los jóve­
nes esposos.
Chirriquitica y su marido vivieron
muchos años felices y tuvieron muchos
hijitos. Los hijitos eran tan pequeños co­
mo granos de arroz.
¡Y cuento acabao y arroz con melao!
¡El que se quede sentao, se queda pegao!


CANCION DE LA RAN1TA
VERDE MAR

El viento dijo a la rana


del estanque verde mar:
— ¿Por qué siendo tan hermosa
no vas al bosque a bailar?

— No tengo ropas de seda,


ni siquiera un delantal,
ni sombrilla que me cubra
del fuerte sol tropical.

— No me cuentes tus tristezas


verde flor del cenagal,
que con lirios de la luna
bordaré tu delantal

La rana dijo sonriente:


— No te puedo acompañar,
porque tengo en estas aguas
las dulzuras del hogar.
«
¿PORQUE NO DEBEMOS PESCAR PECES CHIQUITOS?
La carne de los peces es un buen alimento. Pero en nues­
tros ríos no hay muchos peces. Debemos, pues, proteger los que
hay para que luego tengamos muchos. ¿Cómo? Pues no matan­
do los peces pequeños.
Los peces pequeños son los que crecen para poner huevoj
y criar nuevos peces. Si no les damos oportunidad a los peces
chiquitos a crecer y a multiplicarse, no tendremos pesca. El pez
que ha crecido y ha criado hijos es el pez que mejor sirve para
nuestro alimento.
Lo mismo que le pasa a los peces de río le pasa a los peces
de mar. Necesitan tiempo para crecer y multiplicarse. Vamos a
dejarlos crecer para que nos den más peces y más carne de pes­
cado.
m ¿ fia « íío
En el siglo trece vivía en Asís, ciudad de Italia, el hijo de un
riquísimo comerciante. Llamábase Francisco. Estaba enteramente
dado a la vida de placer. Hízose famoso por su gran despilfarro.
•<
Mas he aquí que llegó al corazón de Francisco una voz del Cielo.
Desde el momento en que Francisco oyó la voz decidió dejar
su insensato comportamiento. Determinado a servir fielmente a
Cristo, hizo trizas sus ricos vestidos y empezó a vivir como men­
digo. Este joven convertido fué luego San Francisco de Asís.
Su amor a Dios incluía el amor a la hermosa tierra, hecha
por Dios. Y el amor a sus criaturas. Odiaba la crueldad. Predicaba
a la gente el amor a “nuestros hermanos los pájaros”. Hablaba del
viento tratándole de “hermano”. Y a la lluvia la llamaba “her­
mana”.
Lo que más nos hace recordar a Francisco de Asís es su en­
señanza de n*o tratar nunca con crueldad a ningún animal. El de­
cía que debíamos considerar a los animales como hermanos en la
creación. Y predicaba el amor de Dios en toda criatura viviente.
En el tiempo en que San Francisco vivía en la ciudad de
Agubio, apareció un grandísimo lobo terrible y feroz. El cual lobo
no solamente devoraba a los animales, sino también a los hom­
bres. Todos los ciudadanos estaban con mucho miedo, porque fre­
cuentes veces se acercaba el lobo a la dudad. Por miedo de este
lobo nadie se atrevía a salir del lugar.
Por lo cual San Francisco, compadeciéndose de los hombres
de aquella tierra, quiso salir al encuentro de este lobo. Y hacien­
do el signo de la Cruz salió fuera del lugar c o a sus compañeros.
Y como los demás dudasen en seguir adelante, San Francisco tomó
el camino hacia el lugar donde estaba el lobo.
I f H t XQÜt 0 ^ ¿RifcÍHOg
cm j)^D}ïuo§! Y ^ o p c o & o
3* DTOHO10BO
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y ^ O l i ^ ... ^

Jfc
Y he aquí que muchos ciudadanos vieron cómo el dicho lobo
hizo frente a San Francisco con la boca abierta. Y, acercándose a
él, San Francisco llamóle y di jóle:
— Ven aquí, hermano lobo; te mando de parte de Cristo que
no me hagas mal a mí ni a persona alguna.
Y es admirable cosa cómo inmediatamente después que San
Francisco habló con dulzura el lobo terrible cerró la boca. Y vino
mansamente como un cordero y echóse a los pies de San Francis­
co. Entonces San- Francisco le habló así:
— Hermano lobo, haces mucho daño en estos lugares y has
cometido grandísimos males. Has matado a las criaturas de Dios.
Y no solamente has matado y devorado a las bestias,’ sino a los
hombres, hechos a imagen de Dios. Todo el mundo clama y mur­
mura contra ti. Y toda esta tierra te es enemiga. Pero yo quiero,
hermano lobo, hacer la paz entre ellos y tú, de modo que no los
ofendas más. Quiero que te perdonen toda ofensa pasada, y que
ni hombres ni perros te persigan más. 1
Dichas estas palabras, el lobo, con* movimientos de la cola
y las orejas, parecía aceptar lo que San Francisco decía. Entonces
San Francisco dijo:
— Hermano lobo, pues que te place hacer y conservar esta
paz, te prometo que haré darte el sustento* mientras vivas. De
manera que no padezcas más hambre. Porque sé muy bien que
es por el hambre que haces tanto mal. Pues que te consigo esta
gracia, quiero, hermano lobo, que me prometas no molestarás más
a ningún hombre ni animal alguno. ¿M e lo prometes?
Y el lobo, inclinando la cabeza, dió evidentes señales de que
prometía.
Y San Francisco dijo:
— Hermano lobo, quiero que me des fe de esa promesa para

52
que me pueda fiar de ella.
Y extendiendo San Francisco la mano para tomar juramen­
to, el lobo levantó lg pata de delante y mansamente la puso sobre
la mano de San Francisco. Entonces San Francisco dijo:
— Hermano lobo, te mando en« nombre de Jesucristo que ven­
gas conmigo, sin duda de nada, y vayamos a sellar esta paz en
nombre de Dios.
Y el lobo, obediente, se fué con él como un cordero manso.
Y enseguida esta noticia súpose por toda la nación. Las gen­
tes todas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, acudieron a la plaza
para ver al lobo con San Francisco.
Entonces el pueblo, a una voz, prometió alimentar al lobo.

Y el lobo vivió varios años en Agubio. Entrábase mansamen­


te por las casas, sin hacer mal a persona alguna y sin que a él, le
fuera hecho daño alguno. Y fué alimentado cortásmente por las
gentes, y así andaba por el lugar y jamás le ladraba un perro.
Por fin, al cabo de los años, el hermano lobo se murió de vie­
jo. De lo cual doliéronse mucho los ciudadanos, porque viéndole
andar tan manso por la ciudad le habían tomado gran cariño.
ROMANCE
D?D*GATO í

Estaba el señor Don Gato


en silla de oro sentado,
calzando media de seda
y zapatico calado,
f
cuando llegó la noticia
que había de ser casado
con una gatita rubia
hija de un gato dorado,
Don Gato, con la alegría,
subió a bailar al tejado;
tropezó con la veleta,
y rodando vino abajo;
se rompió siete costillas
y la puntica del rabo.
Ya llaman a los doctores,
sangrador y cirujano;


unos le toman el pulso,
otros le miran el rabo;
todos dicen a una voz:
— ¡Muy malo está el Señor
Gato! »
A la mañana siguiente
ya van todos a enterrarlo.
Los ratones, de contentos,
se visten de colorado;
las gatas se ponen luto;
los gatos, capotes pardos,
y los gaticos pequeños
lloraban: ¡miau! ¡miau! ¡miau

C A ttfc
PESCAPO

Ya lo llevan a enterrar
t
por la Calle del Pescado.
¡Al olor de las sardinas
Don Gato ha resucitado!
Los ratones corren, corren.
Ya los persigue Don Gato.
Editor
René M arq u és
Escritores
J. L V iv a s M a ld o n a d o
Dom ingo Silás
René M arq u és
Diseñador gráfico
Lorenzo Hom ar
Dibujantes
Lorenzo Homar
José M eléndez Contreras
Francisco Palacio«
Félix Bonilla
José M . Figue roa
Eduardo Vera
Une G erm án C ajigas

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