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Educación y laicismo: un problema aún no resuelto

POR: RUBÉN FARÍAS CHACÓN · FUENTE:INICIATIVA LAICISTA - CHILE

16 SEPTIEMBRE, 2018

LECTURA DE 11 MINUTOS

En la historia de la educación en Chile, la necesidad de comprenderla como un proceso

laico del desarrollo nacional constituye una evidencia incuestionable. No es, como

muchos piensan, que por el hecho de no ser un problema públicamente conocido deje

de mantener su connotación política, ética y culturalmente válido; o que, por no estar

en la cartelera publicitaria de los movimientos sociales actuales, carezca de importancia


debido al deliberado desconocimiento que se hace de ella. Como conclusión de esta

realidad no es aventurado suponer, además, que también existe la creencia en cuanto a

que esto no corresponde a una prioridad para el desarrollo nacional que implique la

preocupación gubernamental, situación que, por cierto, ha ocurrido desde hace ya

muchas décadas.

Pese a lo anterior, el problema sin embargo existe; oculto, pero existe. Pero, ¿por qué

todo esto sigue ocurriendo simultáneamente con la tan ansiada libertad de conciencia

que todos los sectores invocan?; ¿por qué los acuerdos que debieran lograrse para

mantener un perfil de desarrollo que sea equitativo y respetuoso por la dignidad que

cada cual representa no son fáciles de obtener?; ¿por qué para algunos sectores

sociales es tan difícil comprender que todos merecemos los beneficios en igualdad de

condiciones y no generar conflictos determinados por los intereses, por las ambiciones

de poder o por la necesidad de imponer arbitrariamente una visión de mundo

homogénea por sobre la diversidad que natural y culturalmente existe?. Quienes así

pensamos, ¿somos ingenuos, difíciles de darnos a entender, resentidos, intolerantes,

intransigentes, conflictivos? Pienso que no. Simplemente somos personas que no

podemos ni debemos estar de acuerdo con una realidad que nos agobia por el cúmulo

de injusticias que a diario se producen, por la impotencia que ello significa y porque los

problemas no se generan espontáneamente, sino por voluntad humana que hace que la

ignorancia social se constituya en un preciado capital que permite el dominio y la

opresión del intelecto. El sentido del poder religioso y sus acciones, más allá del ámbito

que éticamente le corresponde, es una de las causas de esta realidad.

El sentido de lo laico
En la actualidad, bien sabemos que el ejercicio normal de la función educativa se ha

transformado gradualmente en un complejo problema social, valórico y político,

especialmente cuando se enfrentan dos visiones bastante opuestas respecto del

significado e importancia de ella: una perspectiva laica del proceso y otra relacionada

estrechamente con concepciones religiosas.

En educación esto es grave, pues la formación de toda persona requiere que desde su

más tierna edad se le enseñe a pensar, de tal modo que al llegar a su periodo de

adultez haya internalizado adecuadamente la progresiva evolución de sus

potencialidades intelectuales de acuerdo a sus capacidades. Así, la persona las

reconocerá en virtud de su propia libertad de conciencia que debe ir generándose como

consecuencia de las nuevas visiones de mundo que en el tiempo va adquiriendo. De

este modo, también podrá entender su propio entorno, su identidad, su pertenencia, su

forma de establecer sus relaciones interpersonales y definir también su rol en el

contexto socio-cultural al que se adscribe.

Para que lo anterior sea una realidad pese a lo utópico que ello pudiera considerarse,

es necesario comprender el sentido de una verdadera formación educativa, cuyas

circunstancias se las comprenda de conformidad con los nuevos requerimientos sociales

del desarrollo, como es el caso del sentido que tiene el estudio del pasado en cuanto a

principios, valores y virtudes que hasta hoy nos han legado nuestros antecesores; la

importancia de las hasta ahora desconocidas condiciones de existencia que

gradualmente nacen en la sociedad de hoy: la tecnología, las visiones extraplanetarias,

los adelantos científicos en medicina, los cambios de costumbres y hábitos sociales, la

riqueza de la diversidad en todos sus aspectos y consecuencias, etc.; la responsabilidad

del Estado como ente regulador del equilibrio y progreso social de todo pueblo y en que
los factores culturalmente adversos a dicho propósito no continúen invadiendo la paz

social como secuelas de actos indeseables que permanentemente atentan en contra de

la dignidad de toda persona.

Un Estado laico al favorecer un estilo educativo público que contribuya a la formación

de nuestras actuales y futuras generaciones, es una impostergable necesidad para

fomentar el respeto a todas las personas sin que medie ninguna diferencia de las que

hoy lamentamos.

La educación laica no cuestiona los fundamentos de las religiones, pero tampoco se

basa en ellos, sino en los resultados del progreso de la ciencia, cuyas conclusiones no

pueden ser presentadas sino como teorías que se cotejan con los hechos y los

fenómenos que las confirman o refutan. Prescinde así, de pretensiones dogmáticas y se

ubica en la libertad; no se trata de una educación atea o agnóstica, sino de una

educación independiente o al margen de las religiones”  (…) pero tampoco neutral. En

tales circunstancias, es obvio, que las materias de estudio en un sistema educativo

laico, tienen que ver con los fundamentos históricos-filosóficos que han existido

respecto del origen de las religiones y sus procesos evolutivos que, hasta el presente,

han caracterizado las diferentes culturas de la humanidad, y no con argumentos que

justifiquen la “necesidad de conocer y estudiar un contenido religioso” sabiéndose que

ese objetivo se transforma en una actividad proselitista ajeno a la esencia natural del

acto de educar.

Según lo señalado, el ser laico representa la condición básica de cualquier librepensador

y ello significa que el término se refiere a que toda actividad que comprometa la

gestión de la autoridad pública en todos sus aspectos, definiciones de políticas,

responsabilidades y funciones, no deben estar influidas por religión alguna. De igual


modo, si se toma en cuenta el problema de la educación, ésta es laica cuando la

formulación técnica de sus materias y los aspectos curriculares que deben definirse, no

dependen de ningún tipo de credo religioso que recomiende u oriente sus contenidos.

De acuerdo a lo expresado, la educación laica corresponde a la que el Estado brinda

formalmente, pero que no está fundada en ningún tipo de orientación religiosa y en

que una de sus principales características la constituye la existencia de la escuela

pública como centro educativo que postula la igualdad, en cuanto a las posibilidades de

ingresos de hombres y mujeres a sus aulas sin absolutamente ningún tipo de

discriminación y el respeto a todas las ideas, como el fundamento de la práctica de la

tolerancia en el sano convivir de las diferencias.

La Iglesia católica

La institución católica siempre se ha mostrado reaccionaria a las transformaciones que

intentan liberar al ser humano de su ignorancia y permitirle desarrollar el pensamiento

crítico y autónomo, pues tal planteamiento lo considera contrario a la fe. En nuestro

país, esta lucha fue más marcada a partir de mediados del siglo XIX, durante la

gestación del Estado Docente hasta la separación de la Iglesia del Estado en 1925, pero

ha continuado a través de múltiples vías: protección de su patrimonio, representaciones

oficiales ante el Estado; proceso educativo al amparo de los fundamentos de la doctrina

social de la Iglesia, etc.

Su mensaje evangelizador proviene desde los tiempos anteriores a la conquista y su

propósito fue la sumisión de los pueblos aborígenes; la negación de los valores

espirituales y culturales de esos pueblos y sus culturas; el reemplazo casi abrupto de los

sistemas organizativos de los mismos y, en consecuencia, la abolición de toda señal de

espiritualidad que fuera contraria al nuevo orden que se quería imponer: el catolicismo,
para lo cual era necesario el control social de los poblados originarios del reino de Chile

y educar bajo su égida a todo quien naciera en los territorios recién conquistados.

A través del tiempo, esto ha permitido lograr trascender en el tiempo y consolidar su

poder en los diferentes sectores sociales. La alianza con la autoridad política y

económica de los países, desde los antiguos regímenes feudales a sistemas

republicanos de la actualidad, junto a un gobierno central ejercido y dirigido desde el

Vaticano, se ha constituido en los fundamentos para la vigencia del catolicismo y su

fortalecimiento en gran parte de las comunidades del orbe. Esta meta la ha alcanzado

reforzando crecientemente el proceso educativo en todos los niveles, única forma —

como bien se sabe— de generar las bases culturales de todo pueblo.

Por otra parte, para haber logrado la posición que actualmente el catolicismo

demuestra, ha debido recurrir a una diferente forma de definir lo laico en función de

sus intereses. De este modo, sostiene que “los laicos, (…) deben ser los principales

protagonistas de la evangelización; ellos deben llegar a donde no llega el sacerdote o la

religiosa”.Tal aseveración, señala la misma publicación, proviene de la interpretación

que la Iglesia le atribuye al término laico, derivada de “laos”, pueblo, y cuyos

integrante al carecer de la preparación básica suficiente en materias educativas de la

época, se los identificaba a través de su “participación activa en la vida de la Iglesia sin

ser sacerdotes, obispos o monjes”. Con el transcurrir del tiempo, en 1962 y con motivo

del Concilio Vaticano II, “uno de los temas obligatorios y centrales fue restituir al laico,

al seglar, su lugar imprescindible en la actividad de la Iglesia Católica, para que los

laicos no sólo fueran objeto de la evangelización sino protagonistas y responsables de

esta tarea; de ahí surgió el Documento del Concilio llamado «Apostolicam

actuositatem» que está de dedicado al laico” .


En el plano educativo

La Iglesia católica no comparte la idea según la cual la educación debe comenzar en el

reconocimiento del principio del libre pensamiento, en que la razón y la emoción se las

comprenda como fundamentos del comportamiento humano; la primera, como “un

principio de explicación de las realidades” que verifica todo hecho, examinando su

veracidad, su certeza y sus resultados, y lo segundo, es decir la emoción, valorándola

en el marco de lo que significa la realidad de la naturaleza humana, sus necesidades,

sentimientos y en el simbolismo que ello significa.

Concibe la formación de la persona desde la más tierna edad, comenzando por un

particular adoctrinamiento en materia religiosa que un niño, por su natural inmadurez,

aún no logra comprender.

La acción de la Iglesia católica se encuentra —y siempre se ha encontrado— en una

posición diferente en cuanto al conocimiento, cuyo origen se fundamenta en crearlo a la

luz de la fe pero, pese a que la calidad de sus aportes han sido reconocidamente

interesantes, sin embargo el fundamento que los orienta limita el libre albedrío de las

personas, ciñéndose sólo a los dictados emanados de las directrices de la Iglesia como

institución religiosa más que a la libre y espontánea investigación que requiere el

estudio de los enigmas de la existencia.

Esta acción educativa la Iglesia la promueve de acuerdo a una dimensión asociada al

sentido religioso de la vida y de la formación ética de cada cual, basada en la existencia

de la divinidad a través de la persona de Cristo, sus enseñanzas y la creencia en Dios

como supremo Hacedor de todo cuanto existe, y de la Iglesia, por cuanto “ … en ella

subsiste la única Iglesia fundada por Cristo ”. Este punto de vista es plenamente

legítimo para quienes son sus adeptos e incondicionales creyentes, pero ¿por qué
tendría que serlo para quienes tienen una diferente forma de pensar? Incluso más: ¿por

qué la educación debe utilizarse para ese fin si su suprema misión es formar a la

persona aportando conocimientos que le permitan a ella ejercer su pleno derecho de

definir su propia forma de pensar, en otras palabras, respetando su propia libertad de

conciencia al margen de cualquier otra influencia?

Un proceso educativo corresponde a las adquisiciones de saberes que permitan a la

persona comprender los enigmas, globales y específicos, de la vida natural y humana,

cuyo conocimiento, a través de la educación y la investigación, no debiera responder a

una determinada concepción del mundo. Ello atenta en contra de la libertad del hombre

para emprender la búsqueda de respuestas de todo hecho hasta ahora inexplicado,

debido a que al reducir su capacidad a una sola y determinante visión, simplemente

limita dicha capacidad y coarta su libertad. Pero esto debe entendérsele no sólo como

una realidad educativa, sino también como una acción de responsabilidad compartida

entre los círculos sociales de orígenes de cada persona, su familia, y los agentes

educativos que posteriormente orientan el proceso.

En el plano psico-socio- cultural

La familia debe ser orientada en cuanto a que los hijos constituyen vidas diferentes de

la de sus progenitores y, en consecuencia, debieran fomentar y motivar el sentido de su

libertad para recibir una formación que, en el plano de lo político y religioso, los prepare

para comprender esa realidad de acuerdo al grado de madurez que ellos presenten. Es

por eso que los hijos nunca debieran ser sujetos de adoctrinamiento previo a la

demostración de sus correspondientes etapas naturales del desarrollo psicointelectual,

es decir, de sus plenas potencialidades e inteligencia.


El argumento que la Iglesia sostiene a este respecto se fundamente en el derecho de

los padres para educar a sus hijos en la fe que ello profesan. Esta afirmación, aunque

sea un pensamiento de rango constitucional que expresa que: “Los padres tienen el

derecho preferente y el deber de educar a sus hijos” , no deja de ser preocupante. Los

hijos no son cosas que deban ser manejables de acuerdo a los criterios religiosos o

políticos de sus progenitores: ellos deben orientar imparcialmente las capacidades de

aprendizaje y sus conocimientos desde el punto de vista de una concepción éticamente

responsable y respetuosa

del derecho del niño. Dicha orientación, a través de cada etapa de estudios, se refiere a

la responsabilidad, disciplina, respeto, tolerancia, sentido de fraternidad, civismo, ética,

etc., es decir, de valores positivos para su formación conductual, cuya internalización

permita —desde las primeras edades— que el niño se forme en principios y valores que

le ayuden —en la diversidad existente— a una sana convivencia de futuro. A esto, por

cierto y gradualmente, debe agregársele también las materias que a través de cada

área del conocimiento la persona debe adquirir en el tiempo. La adopción de alguna

creencia surgirá al momento que la persona cuente con su propia capacidad

psicoformativa para vincularse a ese entorno, pero con su mente libre de prejuicios y

legítimamente despegada para el acto de pensar.

Toda entidad educativa que incorpore en sus planes y programas de enseñanza una

determinada orientación religiosa responde a un acto de organización institucional

adscrito a una Iglesia, cualquiera que ella sea, pero que no a una escuela, ni un liceo,

ni una universidad. La institucionalidad educativa por excelencia siempre es y será un

centro de pensamiento, de investigación en la búsqueda de una verdad, incierta hasta

ahora, pero, quizás, posible en el futuro. Para ello las herramientas son la ciencia, la
cultura, la tecnología, el conocimiento en general impartidos en los niveles que

corresponda. Esto no se contradice necesariamente con la creencia, la fe, la

espiritualidad, que son componentes propios de la naturaleza humana y que

legítimamente pertenecen al ámbito de la conciencia individual de quienes así piensan,

pero cuyo reconocimiento y práctica debieran ejercerse en el centro religioso a la que la

persona se adscribe y no para considerarlas como fundamentos de toda acción y menos

aún en el campo de la educación, especialmente cuando esta se aplica en las primeras

edades.

Una reflexión final

El desafío que nuestra sociedad enfrenta en este sentido es interesante. Para ello, es

indispensable que los sectores sociales, que comprenden la necesidad de un desarrollo

equilibrado y justo, debieran colaborar considerando el Bien Social como el eje

determinante del proceso en que cada cual asume su responsabilidad desde sí mismo

hacia los demás y hacia una mayor y mejor calidad vida. De este modo, el conjunto de

condiciones que pueden posibilitar este objetivo también podrán contribuir en hacer de

la existencia de las futuras generaciones una comunidad cuyos procesos formativos –en

todos sus niveles– posean, no sólo los recursos que permitan la satisfacción de las

necesidades individuales y sociales, sino, especialmente, la suficiente libertad de

conciencia para hacer de la vida un favorable ambiente para un mejor vivir y no un

problema que aún se mantiene sin resolver.

Rubén Farías Chacón

NEXOS > SÓLO EN LÍNEA
López Obrador, conservador.

Gustavo Ortiz Millán.


Ma rzo 29, 2021

1. Conservadurismo no es igual a neoliberalismo.

El discurso del presidente Andrés Manuel López Obrador está constantemente centrado

en su ataque a los “conservadores”. Ha dicho incluso que en México debería haber dos

partidos: el liberal y el conservador, sugiriendo que él representaría a los liberales. Sin

embargo, López Obrador no es un liberal, sino un conservador. Quiero argumentar aquí

que hay muchos elementos de conservadurismo en su pensamiento y que en muchos

casos su postura está en el extremo opuesto a lo que sostiene el liberalismo.

En el discurso de López Obrador “conservador” quiere decir muchas cosas: neoliberales,

reaccionarios, políticos de los regímenes anteriores, la élite corrupta a la que él está

afectando con su gobierno, la “mafia del poder”, los periodistas que lo critican, pero en

primer lugar, la gente que se opone a sus iniciativas. Sin embargo, esto es un error,

todos esos términos no son equivalentes. Sobre todo, “conservador” y “neoliberal” son

términos con significados más o menos definidos y con extensiones muy diferentes.

Conviene diferenciarlos.

Los neoliberales —también llamados libertarios del libre mercado— son los partidarios

de un Estado mínimo que no interfiere en la economía imponiendo una regulación en la

distribución de bienes, sino que simplemente garantiza las condiciones para el buen

funcionamiento del libre mercado. Esto se hace como una forma de defensa de la

libertad individual: se argumenta que el libre mercado es el mecanismo que mejor

reconoce la libertad y la autonomía individuales. En general, los conservadores

tradicionales no son partidarios del neoliberalismo; suelen no estar de acuerdo en la


visión hiperindividualista de los neoliberales. Donde el neoliberal o el libertario ven un

aumento de la libertad como resultado de la retirada del Estado de cuestiones públicas,

el conservador suele ver inseguridad y debilitamiento de las estructuras sociales. El

conservador tradicional no es necesariamente partidario de un Estado mínimo —aunque

algunos neoconservadores a partir de Reagan y Thatcher sí lo sean—. Por otra parte,

en cuestiones de moralidad social, mientras que el libertario, por ejemplo, está a favor

de la legalización de las drogas, de la eutanasia y de la despenalización del aborto,

dado que defiende el derecho a la libertad individual, así como el derecho sobre el

propio cuerpo, el conservador tenderá a oponerse a estas medidas, que ve como una

forma de desintegración social. Además, el conservador suele ver el individualismo del

que parte el neoliberal como una figura que inevitablemente lleva a buscar

desmedidamente el interés propio y que a la larga conduce a la corrupción. En suma, el

conservador suele no ser partidario del neoliberalismo. Es un error igualarlos.

Por otro lado, el conservadurismo abarca una multiplicidad de posturas y podríamos

distinguir entre distintos tipos (conservadurismo económico, político, etc.), pero aquí

quiero centrarme en el llamado conservadurismo social o cultural —aunque algo diré

hacia el final sobre el conservadurismo político—. Hay muchos aspectos del

pensamiento de López Obrador que no son conservadores, pero quiero argumentar que

el presidente es mayormente un conservador social. El conservador social piensa que

hay una estructura orgánica de la sociedad, una cultura y tradiciones que hay que

conservar. Los conservadores sociales generalmente rechazan el individualismo, ven el

modelo de familia nuclear como la unidad fundamental de la sociedad; favorecen el

matrimonio tradicional y se oponen al divorcio; están en contra de la despenalización

del aborto y favorecen una imagen tradicionalista de la mujer; promueven la moral


pública y los valores familiares tradicionales; apoyan la prohibición de las drogas; se

oponen al ateísmo, al secularismo y a la separación de la Iglesia y el Estado. 1 López

Obrador cumple, en su mayor parte, con esta caracterización del conservadurismo

social.

Quiero analizar aquí las posturas de López Obrador con respecto a los temas centrales

del conservadurismo social para justificar mi afirmación de que es un conservador y,

por consiguiente, que hay medidas de corte liberal que nunca va a promover, pero

sobre todo —a menos que torzamos los significados de los términos radicalmente—,

que es incorrecto calificarlo como liberal. Sobre el liberalismo, digamos simplemente

para caracterizarlo, que es la ideología política centrada en el valor del individuo, al que

ve como poseedor de derechos que concibe como límites a la acción del Estado. Para el

liberal, debe existir un Estado de derecho, leyes y un orden constitucional, encaminados

a proteger a los derechos individuales de abusos de poder. 2


Ilustración: Alma Rosa Pacheco

2. Rechazo al aborto.

Desde por lo menos los años ochenta del siglo pasado el rechazo al aborto ha sido uno

de los temas centrales del discurso conservador. Los conservadores tradicionalmente


han enfatizado el valor de la vida desde el momento de la concepción. Sobre todo han

enfatizado el significado social de las divisiones de género, el rol natural e inevitable de

la mujer en la reproducción, al que es incorrecto que renuncie. La despenalización del

aborto va directamente en contra de ese rol y reivindica la autonomía de la mujer.

Si bien en 2003, mientras López Obrador era jefe de gobierno de la Ciudad de México,

se hizo una reforma al Código Penal de la ciudad, quitándole el carácter de delito a los

abortos que se hacían por las causas que estaban permitidas en otros estados

(violación, malformaciones genéticas o congénitas, riesgo para la vida de la madre),

esta iniciativa no provino de López Obrador, sino de la diputada Norma Gutiérrez de la

Torre, del PRI. La reforma básicamente homologaba el Código Penal al resto de los

códigos del país, de modo que pasó sin oposición por parte de los conservadores —ni

del jefe de gobierno—. Se ha dicho que incluso bloqueó la posibilidad de que se

hicieran reformas legislativas para despenalizar la interrupción voluntaria del embarazo

durante su administración. La despenalización del aborto en la Ciudad de México sólo

sucedió en 2007, cuando Marcelo Ebrard era jefe de gobierno.

López Obrador ha evadido invariablemente el tema del aborto en eventos públicos y

nunca se ha comprometido públicamente con su legalización. Ni la plataforma electoral

ni el programa de gobierno de Morena para 2018-2024 hacían mención alguna sobre el

tema del aborto o el de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Ya como

presidente, López Obrador ha dicho que el tema de la legalización del aborto debe estar

sujeto a consulta, pero que “es un debate que no debemos abrir”. Así, su forma de

evadir una respuesta clara al tema ha consistido en afirmar que debe estar sujeto a

consulta. “Cuando se tiene que decidir sobre un tema polémico decimos: vamos a la


consulta, a la democracia, para no imponer nada. Nada por la fuerza, todo por la razón

y el derecho.” Por un lado, poner la despenalización del aborto a consulta popular muy

probablemente refrendaría la penalización, dado que la mayor parte de la población

mexicana es conservadora en temas sociales. Esto dificultaría el camino para la

despenalización. Por otro lado, como han dicho repetidamente las feministas, los

derechos fundamentales no pueden estar sujetos a consulta. El acceso a un aborto

legal y seguro tiene que ver con los derechos a la protección de la salud, a decidir sobre

la propia reproducción y a la autonomía de las mujeres, que son cosas que no pueden

estar sujetas a consultas populares. Ningún liberal consecuente sostendría eso: los

liberales típicamente defienden el derecho a la libertad individual y a la autonomía

como derechos centrales en su doctrina. Pero sobre todo, para los liberales, el

reconocimiento de los derechos humanos no puede estar sujeto a consultas populares.

(Uno podría pensar que si se hubiera decidido por consulta popular el reconocimiento

de los derechos de los afroamericanos en EE. UU., en vez de que hubiera sucedido la

Guerra Civil y la Declaración de Emancipación de Lincoln, muy probablemente seguiría

habiendo esclavitud en el sur de ese país.)

Recientemente, la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero —quien se ha

manifestado públicamente a favor de la despenalización del aborto— descartó que el

Gobierno federal fuera a impulsar la despenalización del aborto, dado que López

Obrador se opone a ello, por lo cual quedará en manos de los gobiernos estatales.

3. Confrontaciones con el feminismo.

El conservadurismo social tiende a ver la división sexual del trabajo entre mujeres y

hombres como natural e inevitable; la mujer tiene un rol dentro de esa división
determinado por el hecho de estar encargada de la reproducción y la crianza de los

hijos. Esta división genérica le da a la sociedad un carácter orgánico y jerárquico que

debe preservarse. El conservador suele ver al feminismo —que cuestiona ese rol

tradicional de la mujer— como una amenaza a ese orden social.

La postura de López Obrador frente a la despenalización del aborto lo aleja del

feminismo, que reivindica el derecho a decidir sobre la propia reproducción como una

de sus causas centrales. El feminismo ha señalado que la penalización del aborto lleva

implícita una forma de dominación patriarcal sobre los cuerpos de las mujeres y sobre

su reproducción. Quien avala la penalización adopta una postura patriarcal que justifica

distintas formas de sujeción de la mujer al hombre. La visión de la mujer de López

Obrador tiene muchos tintes tradicionalistas y patriarcales.

En distintas ocasiones, López Obrador ha dejado en claro su visión del lugar de la mujer

como la principal encargada del cuidado de la familia, por ejemplo, cuando al inicio de

la pandemia por covid-19, hizo un llamado a las mujeres a cuidar a los adultos

mayores, uno de los grupos más vulnerables, dando por supuesto que las mujeres son

las encargadas naturales del cuidado familiar.

En febrero de 2019, el presidente canceló los fondos federales para apoyo a programas

de estancias infantiles. Decidió desmantelar ese programa federal —aparentemente

porque en él se encontraron casos de corrupción— y, en cambio, dar ese dinero

directamente a los padres de familia para que ellos decidieran en dónde querían educar

a sus hijos (esta es una medida que típicamente apoyan los conservadores, que se

oponen a la educación gratuita masiva y laica que se imparte en las escuelas públicas).

El presidente calificó su medida de “feminista”, dado que buscaba darle el dinero


directamente a las mujeres. Pero esta medida está lejos de ser feminista, como ha

dicho Viridiana Ríos, “porque no resuelve el problema que impide que las mujeres sean

autosuficientes en un trabajo: la falta de estancias infantiles. Asume que el problema es

la falta de dinero cuando en realidad el problema es que no existen guarderías a

precios accesibles. Así, los cuidados terminan siendo dejados en manos de otras

mujeres o de las abuelas, perpetuando un sistema que depende de trabajo no pagado

o pagado a medias.” Así, la medida no sólo no es feminista, sino que puede terminar

siendo contraproducente para las mujeres. Una medida con enfoque de género buscaría

que el Estado garantizara que hubiera guarderías accesibles para madres (y padres) de

familia.

En 2017, cuando López Obrador era aspirante a la candidatura presidencial, el

periodista Jorge Ramos le hizo dos veces la pregunta explícita “¿Es usted feminista?”,

que se negó a responder directamente, pero que respondió diciendo “Soy respetuoso

de las mujeres… las mujeres merecen ir al cielo”.

Han sido muchos los choques entre el movimiento feminista y López Obrador. No

sólo ha ignorado y en ocasiones minimizado a los movimientos de mujeres, como la

Marcha del 9M de 2020, sino que dice no entender algunas de las reivindicaciones

centrales del movimiento. Por ejemplo, ante el reclamo de miles de mujeres (y

hombres) de que rompiera el pacto patriarcal y retirara su apoyo a Félix Salgado

Macedonio como candidato a gobernador de Guerrero —dado que tiene cinco

acusaciones por violación de mujeres, aunque nunca ha habido una sentencia en su

contra—, López Obrador afirmó que eso era una “simulación de feminismo” —tras lo

cual seguiría apoyando al presunto violador—. Acusó a quienes lo criticaron por este
apoyo de ser… “conservadores”. La escritora Guadalupe Nettel, comentando la

respuesta del presidente al caso de Salgado, ha escrito:

López Obrador se dice liberal, pero es un hombre conservador y de poca elasticidad

mental. La lucha feminista nunca le ha interesado y, en realidad, la desprecia. Por eso

cada vez que se refiere a su relación con estos movimientos, deja claro que le parecen

una farsa y una “simulación”, que él no es feminista sino “humanista”. Es creíble

entonces que no entienda nada sobre el pacto que le pedimos romper, y que al no

entender deslegitime las demandas de justicia llamándolas concepto “importado” —en

un gazapo, primero dijo “exportado”—, de la misma manera que el gobierno de China

asegura que los “derechos humanos” son un concepto occidental y que por lo tanto no

tiene por qué respetarlos. El lapsus del lenguaje cometido por el presidente revela,

como casi todos, una verdad: el machismo y su violencia están tan arraigados en

México que constituyen ya una de las marcas más reconocibles de nuestro país.

Es cierto que durante su gestión se han aprobado modificaciones legales históricas que

garantizan la paridad de género en distintos ámbitos de la administración federal, pero

por un lado muchas de estas iniciativas han provenido de feministas que forman parte

de la bancada de Morena (y de otros partidos) en el Congreso, no del presidente. Por

otro lado, paridad no equivale a feminismo: entre otras cosas porque muchas mujeres

que ocupan puestos públicos tienen agendas conservadoras, opuestas al avance de los

derechos de las mujeres. También es cierto que ha nombrado más mujeres como parte

de su gabinete que ningún otro gobierno antes, pero esos nombramientos no siempre

han ido acompañados de políticas públicas que ayuden a que las mujeres ocupen los

puestos de dirección en la administración pública que actualmente ocupan los


hombres. Según el INEGI, aunque las mujeres representan un poco más de la mitad del

personal que trabaja en la administración pública federal, sólo 25.7% de los principales

puestos de dirección son ocupados por mujeres.

4. Oposición al matrimonio igualitario.

En 2003, siendo jefe de gobierno de la Ciudad de México, López Obrador presionó al

Partido de la Revolución Democrática (PRD) —su partido en ese momento— para que

rechazara el proyecto de la Ley de Sociedades de Convivencia en la Asamblea

Legislativa. La postura del partido cambió en noviembre de 2006, cuando López

Obrador dejó la jefatura de gobierno, y un año después se realizaron las primeras

uniones de convivencia entre personas del mismo sexo. En diciembre de 2009, la

Asamblea Legislativa modificó la definición de matrimonio en el Código Civil con lo cual

se hicieron lícitos los matrimonios entre personas del mismo sexo, pero esto sucedió

porque Marcelo Ebrard era ya jefe de gobierno. Años después, el vocero de la

Arquidiócesis de México, Hugo Valdemar, sostuvo que “Obrador siempre ha sido muy

conservador en estos temas, aplaudimos que defienda los valores de la familia sobre los

que se debe basar una sociedad sana y correcta. Cuando Andrés Manuel fue jefe de

gobierno, la Iglesia mantuvo una magnífica relación, todo lo contrario con Marcelo

Ebrard y los Chuchos, quienes fueron muy agresivos con nosotros”.

En 2012, igual que con el caso del aborto, López Obrador —en ese entonces candidato

a la presidencia— ofreció en la Conferencia del Episcopado Mexicano que llevaría la

figura de matrimonio igualitario a consulta popular. “De convertirme en jefe de Estado

yo no voy a ser autoritario, no voy a imponer nada. Estos temas delicados los someteré

a consulta popular”, dijo ante más de 120 obispos y arzobispos del país. De nuevo, la


respuesta de activistas del movimiento LGBT+ ha sido que los derechos fundamentales

no pueden estar sujetos a consultas populares. Tres años después de esta promesa a

los obispos, la Suprema Corte de Justicia emitió una tesis jurisprudencial que declaraba

inconstitucionales las leyes estatales o federales que limitaran el matrimonio a parejas

heterosexuales.

Los conservadores suelen ver el matrimonio homosexual como una transgresión del

orden natural y del carácter orgánico de la sociedad que se debe preservar. Cuando no

se oponen al matrimonio entre personas del mismo sexo, piensan que las uniones gay

no deben reconocerse como “matrimonio” —que es “por definición”, según afirman, la

unión entre un hombre y una mujer—, sino en todo caso como “sociedades de

convivencia” o “uniones civiles”. Por el contrario, el liberal cree que el Estado tiene que

respetar el derecho a la libertad individual —sobre todo cuando no hay daño a terceros,

según reza el principio del daño del filósofo liberal John Stuart Mill—, y por eso suele

estar a favor de la legalización del matrimonio homosexual. Además, suele pensar que

no llamarlo “matrimonio” sólo degrada social y legalmente las uniones entre personas

del mismo sexo, que tienen el mismo derecho al matrimonio que las parejas

heterosexuales.

5. Los valores familiares tradicionales y la moral pública.

Los conservadores suelen promover los valores familiares tradicionales y la moral

pública. No hacerlo podría llevar a la desintegración del orden social tradicional que

defienden.
López Obrador ha manifestado reiteradamente su preocupación por la pérdida de

valores familiares y comunitarios tradicionales. Una de sus críticas a lo que llama el

“periodo neoliberal” es que trajo consigo desintegración familiar, uno de sus “frutos

podridos”. Así, ha dicho: “Creció mucho el problema de la desintegración de las

familias. Eso no está medido. No es como la tasa de crecimiento económico. Pero el

crecimiento de divorcios en este período (neoliberal) fue elevadísimo. Se rompieron

familias y la familia es fundamental”. Solución: hay que reforzar los valores familiares

tradicionales para parar el crecimiento del divorcio y la desintegración del carácter

orgánico de la sociedad. Esto queda claro en su discurso de aceptación de la

candidatura presidencial por parte del Partido Encuentro Social (PES), el partido de los

evangélicos, que no dudó en apoyarlo en 2018:

La crisis actual se debe no sólo a la falta de bienes materiales, sino también a la

pérdida de valores, de ahí que sea indispensable auspiciar una nueva corriente de

pensamiento para promover un paradigma moral, del amor a la familia, al prójimo, a la

naturaleza y a nuestra patria. (…) Por eso, a partir de la gran reserva moral y cultural

que todavía existe en las familias y en las comunidades del México profundo y apoyados

en la inmensa bondad de nuestro pueblo, debemos emprender la tarea de exaltar y

promover valores individuales y colectivos. Es urgente revertir el actual predominio del

individualismo por sobre los principios que alientan a hacer el bien en pro de los demás.

De igual manera que lo es para la tradición conservadora, para López Obrador el

problema es “la mancha negra del individualismo, la codicia y el odio que nos ha

llevado a la degradación progresiva como sociedad y como nación”. 3 La solución es el

regreso a los valores familiares tradicionales, pero él añade también a las comunidades
indígenas que conforman el México profundo. La visión de López Obrador coincide con

la de muchos conservadores que añoran un pasado mítico, donde el “pueblo bueno”

vivía de acuerdo con sus principios morales y religiosos tradicionales.

Por otro lado, desde antes de llegar a la presidencia, López Obrador manifestó

repetidamente su preocupación por el estado de la moral pública y ha hecho del

combate a la corrupción la bandera más importante de su administración. Aquí coincide

la faceta conservadora de López Obrador con su faceta populista. “El populista —nos

dicen Mudde y Rovira Kaltwasser— considera a la sociedad dividida básicamente en dos

campos homogéneos y antagónicos, el ‘pueblo puro’ frente a la ‘élite corrupta’, y…

sostiene que la política debe ser la expresión de la voluntad general del pueblo”. 4 Esta

división se da básicamente como una confrontación entre dos moralidades, la de la élite

(la “mafia del poder, que no tiene escrúpulos morales”) que ha corrompido las

instituciones y la moral originalmente buena del pueblo. Promover la moral pública

cumple una función en el ataque a la élite corrupta, a los “fifís”, que representan los

valores individualistas y egoístas del neoliberalismo y del “conservadurismo” —

paradójicamente, se parte de bases conservadoras para atacar a los supuestos

“conservadores”—. La labor de regeneración moral de la sociedad (recordemos que

Morena significa Movimiento de Regeneración Nacional) y de la función pública tiene un

papel central en la empresa del populista, y en eso coincide con el conservador. Hay

que rescatar los valores morales tradicionales del pueblo, “partir de la gran reserva

moral y cultural que todavía existe en las familias y en las comunidades del México

profundo y apoyados en la inmensa bondad de nuestro pueblo”.


Parte de la estrategia para promover la moral pública y combatir la corrupción ha

consistido en promocionar primero la Cartilla moral de Alfonso Reyes, y posteriormente

invitar a un debate nacional para redactar una “Constitución moral”, que finalmente

terminó llamándose Guía ética para la transformación de México .

No es casual que López Obrador haya escogido la Cartilla moral  de Reyes para

emprender su proyecto de regeneración moral, dado que es un escrito claramente

conservador —como he tratado de argumentar con más detalle en otra parte—. Lo es

tanto por los valores que enarbola como por aquellos de los que no habla. Es un

documento que se centra en la obediencia al orden establecido, que pone en términos

de una serie de respetos a los padres, a la sociedad, al Estado, etc. La obediencia a la

autoridad es uno de los valores morales centrales del conservadurismo. Por otro lado,

es omiso acerca de valores como la autonomía personal, los derechos individuales, la

igualdad de las mujeres, entre otros. Es cierto que el texto de Reyes se escribió en los

años 1940, cuando muchos de estos temas no cobraban la relevancia que luego

tendrían, pero entonces, ¿por qué proponer como instrumento de moralización social un

documento con estas características y con un carácter claramente conservador?

La Constitución moral/Guía ética es un proyecto que ha despertado las suspicacias de

muchos liberales. No sólo se enmarca en un programa claramente conservador, sino

que nos obliga a preguntarnos ¿por qué desde el Estado se pretende imponer una

determinada visión moral a una sociedad plural? Muchos liberales sostienen que el

Estado debe ser lo más neutral posible en cuestiones de moralidad, porque tomar

partido en un sentido u otro implicaría favorecer a un grupo frente a otros, lo cual en


una sociedad plural podría dar lugar a discriminación. Este tema se empalma

directamente con la discusión en torno al carácter laico del Estado.

6. La amenaza al Estado laico

Tal vez lo más preocupante de la promoción de la Cartilla moral de Reyes haya sido el

modo en que el presidente invitó a las iglesias a participar en su distribución y en que

les haya pedido que lo ayuden en su campaña de moralización. Haberlo hecho es haber

invitado a las iglesias a que realicen labores que le competen al Estado —aunque, de

nuevo, es dudoso que sea labor del Estado promover una determinada visión moral—.

Esto revela mucho acerca, por un lado, de la concepción de la moral que tiene el

presidente y, por otro, del carácter laico del Estado.

López Obrador parece partir del supuesto de que la moral depende de la religión y de

que mientras más religiosa sea la gente, más moralmente se comportará. Esto es un

error, porque muchas iglesias son partícipes de la crisis de valores y en muchos casos

son responsables directas de la corrupción moral que impera en muchos sectores de la

sociedad. Los casos de pederastia por parte de curas católicos en muchos niveles de la

jerarquía eclesiástica; los escándalos de fraudes en el Banco Vaticano; las pugnas por el

poder dentro de la Iglesia; los escándalos de tráfico sexual al interior de varias iglesias,

entre otros, nos muestran que la religión, contrario a lo que mucha gente cree, no es

garantía de moralidad.

Involucrar a las asociaciones religiosas en la tarea de moralización de la sociedad

implica, según Roberto Blancarte, “revertir el proceso de modernización y laicización del

Estado mexicano emprendido por Juárez y los hombres de su generación, con las Leyes
de Reforma, que, entre muchas otras cosas, separaron al Estado de las iglesias y

establecieron la libertad de religión. ¿Por qué un hombre que se dice juarista ha

emprendido esta tarea regresiva?”.5

La labor de moralización a la que ha invitado López Obrador a las iglesias no se ha

reducido a ayudarlo a repartir ejemplares de la Cartilla moral, sino que ha modificado la

Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público para entregarles canales de televisión,

que es un sueño largamente anhelado de las iglesias en esta país —algo que incluso los

gobiernos panistas se habían abstenido de hacer—. Esto se ha hecho para que las

iglesias puedan ayudarlo en su labor de moralización. Pero, ¿realmente contribuye esta

concesión a la moralización de la sociedad? Bernardo Barranco lo duda: “Lejos de

moralizar a la sociedad, el riesgo de una confesionalización tradicionalista de la cultura

política es la polarización. Que se censuren los derechos sexuales y reproductivos. Que

se exterminen años de lucha por los derechos de las mujeres y los avances de la

ciencia. Que se intente imponer una concepción tradicional y única de familia y regresar

a una noción antediluviana del rol de la mujer”. 6 Es decir, López Obrador está

posibilitando que las asociaciones religiosas, mayormente conservadoras, proyecten con

mucha más fuerza un mensaje retrógrado.

Algunos han afirmado que estamos viendo el mayor retroceso en temas de laicidad

desde tiempos de Juárez. No sólo parece estar cancelada la posibilidad de avanzar en

muchos temas de moralidad social durante esta administración, sino que tendremos

que defender el Estado laico de las amenazas que ésta le presenta. A fin de cuentas, la

laicidad es un valor que rige las relaciones del Estado con una sociedad civil plural; es

un valor que garantiza la existencia armónica de una pluralidad de códigos morales y de


creencias religiosas. En ese sentido, es también un valor democrático, porque garantiza

la igualdad y el reconocimiento de derechos y libertades, que son componentes

indispensables para cualquier sociedad democrática. Eso es lo que está en peligro.

7. Conservadurismo político y populismo.

López Obrador no es sólo un conservador social o cultural, sino que también hay mucho

de conservadurismo político  en sus decisiones y acciones de gobierno. Ha favorecido el

centralismo político y administrativo —igual que lo favorecieron los conservadores en el

siglo XIX—,7 por encima de un esquema federalista que descentraliza el poder político a

favor de los estados. Por otra parte, a López Obrador no le gustan los contrapesos ni

los organismos autónomos, a los que ha buscado debilitar presupuestalmente o

simplemente eliminar. De hecho, lo que hemos visto durante su administración ha sido

el regreso de un presidencialismo omnímodo y a una mayor concentración de poder,

algo que, sin duda alguna, es ajeno al liberalismo. En cualquiera de sus versiones, el

liberalismo sostiene que debe haber límites claros al poder del Estado.

Que no es un liberal en lo político lo demuestran, por ejemplo, sus afirmaciones de que

“la justicia está por encima de la ley”, algo que ningún liberal sostendría —pero

tampoco ningún conservador—. El liberal suele sostener que el respeto al Estado de

derecho no sólo da certidumbre jurídica, sino que es una garantía para la protección de

los derechos individuales. En un Estado de derecho los poderes públicos son regulados

por normas generales (las leyes y la Constitución) y se deben ejercer en el ámbito de

las leyes que los regulan.8 El Estado de derecho tiene el propósito de defender al

individuo de los abusos de poder. Asimismo, mientras que el Estado de derecho

garantiza cierto nivel de objetividad, hay muchas y muy distintas concepciones de lo


que es la justicia, resultando así que lo que es justo para unos no lo es para otros. Por

eso, dirá el liberal, la justicia no puede estar por encima de la ley. El presidente López

Obrador no considera al derecho como un límite a su poder, sino como un instrumento

para llevar a cabo sus objetivos políticos, por eso se le ha acusado de incurrir

repetidamente en violaciones al marco constitucional. No es casual que durante su

administración se haya deteriorado el Estado de derecho: según la organización

internacional World Justice Project, que mide el cumplimiento de la ley en 128 países,

México pasó del lugar 99 en 2019 al 104, en 2020. Una de las consecuencias del

debilitamiento del Estado de derecho es que se posibilita una mayor corrupción. Un

Estado de derecho efectivo reduce la corrupción y protege a las personas por igual ante

las injusticias.

Con todo, López Obrador es un personaje complejo y contradictorio: hay muchos

elementos de su actuación política que se oponen al conservadurismo. El conservador

suele justificar la desigualdad social como un fenómeno natural, y tiende a defender los

privilegios y el prestigio social de que gozan las clases medias y altas. Las políticas

lopezobradoristas buscan precisamente lo contrario: priorizar una agenda social que

ayude a acabar con esas desigualdades. De ahí el eslogan “Primero los pobres”.

Asimismo, hay muchos elementos de su populismo que chocan con el conservadurismo.

Los conservadores suelen rechazar la división entre “pueblo bueno/élite corrupta”, que

es central en el populismo, pero que conlleva una división y confrontación social ajena

al conservadurismo. Por otro lado, el populista busca acabar con los organismos de

élite, pero también los organismos autónomos del Estado —como la Comisión

Reguladora de Energía (CRE) o la Comisión Federal de Competencia Económica


(Cofece), que ve como herencia del periodo neoliberal, o como el Instituto Nacional de

Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), al que

ve como encubridor de la élite corrupta—. Todos estos organismos están más allá del

poder del ejecutivo y —en la lógica populista— del pueblo. El sueño utópico del

populista, nos dice Robert Nisbet, “es la pesadilla conservadora: una sociedad en la que

todas las limitaciones constitucionales sobre el poder directo del pueblo, o cualquier

mayoría pasajera, son abrogadas, dejando algo similar a la mística de la voluntad

general de Rousseau”.9 El desmantelamiento de instituciones es ajeno a la lógica

conservadora; por eso la relación entre conservadurismo y populismo es tensa y genera

contradicciones.

En suma, López Obrador es un personaje complejo y en muchos casos contradictorio,

sin embargo, hay suficientes elementos en su pensamiento y sus acciones políticas

como para que sostengamos que es mayormente conservador en lo social. Sin duda

alguna, no es un liberal: no sostiene las ideas centrales del liberalismo. Habría que

preguntarse también qué hace que pensemos que es un político de izquierda, porque

en general no pensamos hoy en día que la izquierda sea conservadora, y afirmar que

los pobres deben estar primero no necesariamente convierte a alguien a la izquierda.

Gustavo Ortiz Millán

Investigador del Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional

Autónoma de México
 R. Nisbet, Conservadurismo, Alianza, Madrid, 1995; R. Scruton, Conservatism, St.
1

Martin ‘s Press, Nueva York, 2017.

 N. Bobbio, Liberalismo y democracia, FCE, México, 1989.


2

 A. M. López Obrador, Hacia una economía moral, Planeta, México, 2019, p. 175.
3

 C. Mudde y C. Rovira-Kaltwasser, El populismo, Alianza, Madrid, 2019, p. 33.


4

5
 R. Blancarte, “Laicidad en tiempos de populismo”, en R. Blancarte y B.

Barranco, AMLO y la religión, Grijalbo, México, 2019, p. 35.

 B. Barranco, “AMLO y la irrupción política de las iglesias”, AMLO y la religión, p. 154.


6

 J. Z. Vázquez, “Un viejo tema: el federalismo y el centralismo”, Historia mexicana 42


7

(1993).

 Bobbio, Liberalismo y democracia, ob. cit.


8

 Nisbet, Conservadurismo, ob. cit., p. 147.


9

México: menos católico, más diverso y menos religioso que hace una década.

Renée de la Torre • Cristina Gutiérrez Zúñiga.

Marzo 29, 2021.

El censo de población de México nos brinda datos para reconocer los cambios y los

nuevos patrones de composición religiosa en México. En primer lugar, cada diez años

vemos que ya no somos tan católicos como lo éramos antes, pero la adscripción
católica sigue siendo mayoritaria. En segundo lugar, se aprecia cómo van creciendo –

lenta pero constantemente— las adscripciones a iglesias evangélicas —cristianas—, a la

par que vemos cómo surgen nuevas iglesias en este ámbito que reclaman

reconocimientos particulares; sea porque pertenecen a denominaciones autónomas,

porque promueven distintas culturas doctrinales o litúrgicas, o porque los practicantes

se autodefinen como “cristianos”, “evangélicos” o “pentecostales”. En tercer lugar,

vemos cómo la secularización, entendida como la pérdida de relevancia de la religión,

va avanzando de la mano del incremento de mexicanos no afiliados a ninguna religión;

pero a la vez detectamos que estos no son mayoritariamente ateos sino que son

creyentes sin iglesia. Y en cuarto lugar apreciamos la emergencia de otras religiones:

algunas que han estado presentes desde tiempos inmemorables pero eran

desconocidas por el censos (como raíces étnicas); otras, son nuevas presencias (como

es el budismo, el islam, y otras de origen oriental); algunas que no están registradas

como asociaciones religiosas porque no tienen esa estructura pero sí tienen seguidores

y adherentes (como son las religiones de raíces afro y las espiritualidades New Age y

esotéricas); algunas más que son cultos populares (por ejemplo los practicantes de la

Santa Muerte y del Niño Fidencio) que están experimentando su autonomización del

catolicismo popular, y otras su propio crecimiento (por ejemplo espiritualistas).

Diversidad religiosa en México 2020


Fuente: Censo General de Población y Vivienda 2020

Que el catolicismo disminuya no es nuevo

Ni México ha dejado de ser católico, ni los evangélicos ocupan su lugar, ni tampoco

somos tan secularizados. En realidad los datos confirman una tendencia registrada en

los censos anteriores: el paulatino pero sostenido decrecimiento de la población

católica, acompañado del crecimiento de los cristianos/evangélicos/pentecostales, y de

los que se declaran sin religión, es decir los no afiliados. 1 Es muy probable que esta

tendencia continúe en los próximos años.

Sin embargo, si nos asomamos a los datos más de cerca, y los comparamos con los de

la década de 2010, podemos percibir que el ritmo de esas tendencias es dispar.


En primer lugar, la velocidad del decrecimiento católico es menor al esperado, pues se

mantiene igual al registrado en la década entre 2000 y 2010: 5 %, es decir, medio

punto  por año. Los datos de otros países en América Latina —entre los cuales

sobresale la estrepitosa caída del catolicismo en Chile y Brasil en la última década— nos

sirven como referencia: de acuerdo con las Encuestas sobre Creencias y Actitudes

Religiosas en Argentina, entre 2008 y 2019 el catolicismo bajó 13 puntos porcentuales,

lo que representa el doble de velocidad de decrecimiento que el que presenta nuestro

país.2

En estos años, la Iglesia católica ha atravesado una de sus etapas más críticas; en

parte por los escándalos de pederastia sacerdotal y las estrategias de ocultamiento

sistemático de abusos por parte de la jerarquía, pero también como resultado de su

rígida estructura clerical que no compite con las organizaciones de las religiones

evangélicas que se abren a una mayor participación de sus fieles, y donde las carreras

ministeriales son mucho más cortas. A pesar de ello, los números de pertenencia

religiosa no decaen con la misma intensidad. Eso nos lleva a pensar en que el peso del

catolicismo no sólo está en la jerarquía sino, sobre todo, en las experiencias vinculadas

con las tradiciones y reuniones familiares, con las fiestas de los pueblos, y

especialmente con la fe cotidiana profesada a la Virgen y a los santos.

En segundo lugar, el ritmo de crecimiento del agrupamiento

Protestante/Cristiano/evangélico/pentecostal es mucho menor al que algunos

académicos y líderes religiosos evangélicos pronosticaban, pues pasa del 7.3 a 9 % del

total nacional (correspondiente a 14 millones de mexicanos). Esto indica que su

crecimiento es menor al 2 % en una década; cifra muy lejana de quienes pronosticaban

números superiores a los veinte o treinta millones de mexicanos evangélicos. Si bien es


una minoría religiosa creciente, también es creciente su heterogeneidad interna. La

Secretaría de Gobernación tiene un registro de más de 5000 asociaciones religiosas

cristianas no católicas, compuesto por diversas denominaciones según su grado de

institucionalización y las orientaciones religiosas y seculares: desde la antigua y

transnacional Asambleas de Dios, a las iglesias de carácter prácticamente doméstico;

desde grupos con identidad fuerte, como la Apostólica de la Fe en Cristo Jesús, hasta

grupos inter y posdenominacionales que han hecho de la música, el consumo cultural

juvenil y la interacción en redes sociales el centro de su oferta religiosa. Es importante

aseverar que ninguna asociación las representa a todas.


Ilustración: Estelí Meza

¿Quiénes son los ganadores?

La principal sorpresa se encuentra en el crecimiento de los “Sin religión”, respuesta que

se duplicó en diez años al pasar de 4.7 % a 10.6 %. Son 13 millones de mexicanos los

que se han desafiliado del modelo institucional rechazando jerarquías, normas y


doctrinas. En esta categoría, el censo nos permite diferenciar a los ateos (quienes no

creen en dios) con 5.4 %, a quienes no tienen religión alguna (71.3 %), y a quienes son

creyentes sin iglesia (23.3 %). Mostrando que el cambio se sitúa mayoritariamente en

los desafiliados que pueden creer en algo trascendental y practicar una religiosidad por

cuenta propia o una espiritualidad no institucionalizada y heterodoxa. Por tanto, puede

concluirse que para ellos el modelo de iglesia se vuelve obsoleto, y es rechazado para

optar por la libertad para creer a su manera y de manera autónoma.

Hay, además, otras novedades que el censo nos permite apreciar. Una es que tenemos

que reconocer que en México ya no se puede hablar de un monopolio católico. Esto no

quiere decir que no continúe siendo la religión mayoritaria sino que, aunque mantiene

hegemonía, ha perdido peso en algunas regiones (en el norte y el sur del país), en

algunos estados (como son los casos de Chiapas y Tabasco) y en varios municipios del

país donde ya no tienen 50 % de la población. Si durante la colonia el catolicismo logró

ser un elemento cultural unificador del país, hoy la diversidad religiosa resulta tener un

dinamismo para generar regiones de pluralidad creyente.

¿Quiénes son los perdedores?

Los católicos no son los únicos que pierden adeptos. Resulta sorprendente cómo

algunas de las categorías de adscripción religiosa que en 2010 considerábamos como

los principales protagonistas religiosos del país, aparecieron en el censo de 2020 con un

crecimiento nulo o incluso con pérdida de adhesiones. Se trata de cuatro “grandes

jugadores”:  los Testigos de Jehová, la única denominación que congrega a más de un

millón de adherentes (1 530 909), perdió en una década a 30 000 adherentes. Éste ha

sido siempre un caso controversial debido a que es de las escasas iglesias cuyos

números oficiales han divergido de las cifras censales, pero a la baja (lo normal es que
las iglesias reportan números más favorables) dado que sólo considera miembros a los

adultos bautizados, mientras que el censo registra el número de mexicanos que se

manifiestan como tales. Con 337 998 adherentes, la Iglesia de Jesucristo de los Santos

de los Últimos Días (IJSUD) —coloquialmente conocidos como los mormones— antes

ocupaba el segundo lugar de adhesiones y bajó al cuarto lugar. La histórica Iglesia

Bautista (43 133) ha experimentado reformas tendientes a la pentecostalización —

sustituir la lectura de la Biblia por rituales emocionales basados en la recepción de

dones del Espíritu Santo—, muy probablemente a raíz de la autonomización de pastores

que fundan sus propias congregaciones evangélicas. La denominación evangélica

mexicana de raíces pentecostales, La Luz del Mundo que, muy lejos del millón y medio

de fieles nacionales que sus voceros dicen tener, tan sólo registró 190 005 (10 000 más

que en el censo de 2000). Debido a sus influencias políticas, esta iglesia había logrado

tener un apartado propio en las categorías censales “raíces evangélicas”, y le otorgaban

especial relevancia a quedar bien representados en los resultados del censo, por lo que

instruían a sus fieles a no responder como cristianos sino como La Luz del Mundo. A

pesar de ello, y sumado a los escándalos por la detención de su actual líder Naasón

Joaquín González en mayo de 2019 con acusaciones vinculadas con abusos sexuales,

las respuestas de adscritos a esta denominación están muy por debajo de las

declaraciones oficiales de la iglesia.

¿Qué tan confiable es el censo?

Es una muy buena noticia contar con los resultados del censo de 2020 a pesar de las

dificultades que se enfrentaron debido a las políticas de salud derivadas de la

pandemia.  En lo que concierne al campo religioso, es una fuente cuantitativa

invaluable por su escala y por su continuidad a través de 120 años, gracias a la cual
hemos podido seguir el proceso de diversificación religiosa que el país ha vivido de

manera lenta pero constante desde la década de 1960, cuando el catolicismo era

prácticamente monopólico en el país. Los datos nos permiten conocer a los nuevos

agentes religiosos y las tendencias de desafiliación y desinstitucionalización religiosa,

vinculadas a las transformaciones de la religión en la modernidad.

Desde el punto de vista metodológico, este censo se caracteriza por la continuidad en

sus definiciones más importantes: el carácter abierto de la pregunta sobre adscripción

religiosa, es decir, sin opciones predefinidas, de manera que el encuestador registra la

pertenencia religiosa expresada por el/ la jefa de familia o el adulto encuestado de cada

uno de los habitantes del hogar encuestado. Una de las novedades del censo de 2020

es que instrumentó dispositivos electrónicos portátiles durante el proceso.  Para que la

respuesta de autoadscripción aporte conocimiento claro, preciso y susceptible de ser

analizable, se requirió de un trabajo muy fino en la actualización del Catálogo Nacional

de Religiones, del cual depende la clasificación de las respuestas, ya que cada diez años

surgen nuevas opciones de pertenencia. Se eliminó, por ejemplo, el agrupamiento

denominado “Iglesias diferentes de evangélicas” que agrupaba a las iglesias que siendo

cristianas cuentan con un texto adicional al Bíblico como fuente central de sus

creencias, pero que de hecho difieren entre sí en cualquier otro aspecto, desde su

distribución territorial, sus estrategias proselitistas o la extracción económica de su

membresía.3 El actual catálogo brinda la posibilidad de registro para cada una de ellas

de manera directa: testigos de Jehová, Iglesia de Jesucristo de los Santos de los

Últimos Días y la iglesia Adventista del Séptimo Día.  De igual manera se añadió la

categoría “cristiano”, no como caracterización de la matriz de creencia de la inmensa

mayoría de las iglesias en México, sino como expresión de autoadscripción de un


importante número de mexicanos que así describen su pertenencia religiosa, en su

mayoría pertenecientes a iglesias evangélicas, y que antes se encontraban en el rubro

residual de “Otras evangélicas”. Por su parte, entre los mexicanos “sin religión”,

categoría creciente en cada censo, se desglosaron tres posibilidades que ayudan a

distinguir analíticamente distintas tendencias del campo religioso expresadas en la

pertenencia a esa cuantiosa y antes inespecífica “bolsa” o categoría genérica. Estas

novedades ciertamente dificultan a primera vista la comparación de los resultados a lo

largo de las décadas (como de hecho sucedió con los agrupamientos reportados en el

infograma de los primeros resultados generales del censo por parte del INEGI); sin

embargo, al atender con cuidado al marco clasificatorio, la comparabilidad de las

categorías continúa, lo que hace posible el seguimiento de largo plazo de la evolución

de los distintos componentes del campo religioso mexicano. Un buen indicador de las

modificaciones realizadas es la reducción sustancial de respuestas de pertenencia

religiosa sin clasificar, que pasaron de tres millones en 2010 a medio millón en 2020. Lo

cual es un acierto para lograr precisión analítica. Hoy el censo mexicano permite ver

más y con mayor finura los componentes de la diversidad religiosa sorteando las

grandes categorías que abrigan amplias heterogeneidades, destacando la

autoadscripción y no categorías impuestas desde fuera, y evitando las grandes bolsas

donde se colocaba lo inclasificable.

¿Para qué nos sirve saber qué religión tienen los mexicanos?

Hay quienes han definido la pregunta religiosa como “una variable ideológica” y han

sugerido que sea retirada del cuestionario censal. No obstante, hoy más que nunca es

una variable que ha cobrado relevancia social de cara a la diversificación religiosa y al


nuevo papel protagónico que muchas religiones buscan tener en el ámbito social y

político. De hecho, se ha incluido recientemente en países latinoamericanos.

Los resultados sobre religión en el censo nos ayudan a desmitificar la identidad de los

mexicanos. Hoy podemos afirmar que no todos son guadalupanos, y que decir católicos

no es sinónimo de ciudadanos mexicanos. Debido a la histórica influencia del

catolicismo en México la transición que estamos experimentando de una sociedad

monopólica a una sociedad de diversidad religiosa (como existen en Europa, e incluso

Estados Unidos) no va acompañada de una cultura basada en valores positivos hacia el

pluralismo cultural y religioso. En México las minorías religiosas experimentan constante

discriminación, y esto lo muestra la encuesta de la Encuesta Nacional sobre

Discriminación en México (Enadis, 2018)4 que reporta que el tercer motivo de

discriminación en el país es pertenecer a una minoría religiosa.

Una tercera parte del grupo que pertenece a la diversidad religiosa reporta haber sido

discriminada en los últimos 12 meses, la misma cifra dice que se le negó

injustificadamente al menos un derecho 5 en los últimos cinco años. El principal servicio

negado fue la recepción de apoyo de programas sociales —generalmente programas

estatales para el combate de la pobreza—. La mayoría (68 %) de las personas de la

diversidad religiosa reportó enfrentarse a situaciones de burla, rechazo e incluso

violencia por motivo de su religión. Los ámbitos de discriminación declarados con mayor

frecuencia por personas de la diversidad religiosa fueron en la calle o el trasporte

público, el trabajo y la escuela. Por tanto, reconocer la diversidad religiosa es un primer

paso para avanzar hacia una cultura que abrigue el pluralismo religioso.

También nos ayudan a mesurar los datos de crecimiento religioso. Varias de las iglesias

minoritarias reivindican un trato igualitario, pero además hacen uso de cifras elevadas
para establecer alianzas políticas (como fue el caso del Partido Encuentro Social), o

para conseguir favores políticos. Esta tendencia está presente en distintos países de

América Latina y también en México. Las cifras son número políticos, como lo señaló

Clara Mafra, refiriéndose a Brasil: “Esos números difícilmente salen del papel ‘puros’ y

‘transparentes’: siempre salen acompañados por una narrativa, especialmente cuando

involucran la disputa entre mayoría y minoría”. 6 Por ello el censo es importante, pues

ayuda a ponderar las cifras de pertenencias religiosas y puede servir para bajar la

inflación de precios pagados por apoyos políticos de ciertos grupos religiosos. Las cifras

constantemente elevadas también se instrumentan como argumento para exigir tratos

preferenciales. Por su parte, los partidos políticos encuentran en las religiones bases de

clientelismo electoral. Ello contraviene a una sana laicidad que mantenga la política al

margen de los dogmas, y que haga prevalecer la voluntad ciudadana por encima de las

teocracias o los populismos religiosos.

El censo es una fotografía donde vemos tendencias de cambio religioso. No es el

retrato que todos quisieran tener de sí mismo, pero sí es el más cercano a la realidad.

Eso no quiere decir que las cifras de adscripción nos permitan explicar y entender la

complejidad de las recomposiciones religiosas, pero sin duda es un punto de partida

indispensable y valioso para establecer prioridades, diseñar marcos muestrales,

reconocer tendencias, promover el sano pluralismo religioso, y coadyuvar a la sana

distancia que ofrece la laicidad.

Renée de la Torre

CIESAS Occidente.
Cristina Gutiérrez Zúñiga

Universidad de Guadalajara.

1
 Ver el análisis del censo 2010 en Renée de la Torre y Cristina Gutiérrez Zúñiga “La

religión en el censo: recurso para la construcción de una cultura de pluralidad religiosa

en México”,  Revista Cultura y Religión, Chile, 2014, Vol. 8, Núm. 2 : pp. 166-196.

2
 Fortunato Mallimaci, Verónica Giménez Béliveau, Juan Cruz y Gabriela

Irrazábal. Segunda encuesta nacional sobre creencias y actitudes religiosas en

Argentina. Sociedad y religión en movimiento .  Informe de Investigación, CEIL-Conicet,

Buenos Aires, Argentina, 2019.

3
 El análisis de los datos del 2000 se pueden consultar en Renée de la Torre y Cristina

Gutiérrez Zúñiga (coords.) Atlas de la diversidad religiosa en México ,

CIESAS/UQRO/Colef/ElColJal/ColMich/Subsecretaría de Asuntos religiosos (Segob),

2007; y respecto a los datos del 2010 consúltese Renée de la Torre y Cristina Gutiérrez

Zúñiga “Census data is never enough: How to make visible the religious diversity in

Mexico”, Social Compass, Vol. 64, 2017.

4
 La encuesta fue aplicada a una muestra de 39 101 hogares. Colaboraron las siguientes

instituciones Conapred, CNDH, UNAM, Conacyt, INEGI y ocho entidades federativas

(Guanajuato, Hidalgo, Michoacán, Morelia, Oaxaca, Tabasco, Tlaxcala. y Veracruz).

5
 Los derechos a los que se refieren de son derechos ciudadanos como: atención

médica o medicamentos; la posibilidad de trabajar y obtener un ascenso; la posibilidad

de recibir apoyo de programas sociales; atención o servicios de una oficina de gobierno;


algún crédito de vivienda, préstamo o tarjeta; entrada o permanencia en algún negocio,

centro comercial o  banco.

 Clara Mafra “Números e narrativas” en Debates do Ner 24: 13-25.


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El síndrome jacobino y la Revolución mexicana

Alan Knight

Ju n io 1, 2022

El siguiente es un extracto, adaptado por su autor e inédito hasta ahora en español, del

nuevo libro de Alan Knight: Bandits and Liberals. Rebels and Saints: Latin America since

Independence, que publica la Universidad de Nebraska.

Trotsky creía que las trayectorias de las revoluciones seguían “leyes de movimiento”

discernibles, las cuales podían ser reveladas por el marxista diligente quien, al hacerlo,

volvía posible no sólo los análisis retrospectivos, sino incluso las predicciones futuras.

De manera similar, los historiadores y los científicos sociales —en su mayoría no

marxistas— han tratado de discernir patrones recurrentes en las situaciones

revolucionarias: etapas de revolución (moderada, radical y la “reacción de Termidor”) o

dinámicas sociopsicológicas (“privación relativa”, la “curva en J”). Yo soy muy escéptico.

Si comparamos las “grandes” revoluciones del mundo, observamos una gran variedad

de trayectorias, cadenas de causalidad y desenlaces. Las revoluciones, como las

guerras, son —usando la frase de Kipling— “Just-so stories”, trayectorias que desafían

la generalización sencilla y no siguen ninguna “ley de movimiento”.


Sin embargo, eso no significa que no exista utilidad en comparar y contrastar

revoluciones distintas: la mexicana (mi objeto principal), la francesa, la rusa, la

española, la china, la boliviana, la cubana y así sucesivamente. Las historias pueden

variar y divergir mucho, pero los actores colectivos —los grupos que toman partido en

el conflicto revolucionario— sí muestran rasgos comunes identificables que, en

consecuencia, ayudan a explicar sus roles, tanto revolucionarios como

contrarrevolucionarios. De tal forma que, mientras las tramas individuales y sus

desenlaces son muy distintos, las dramatis personae —los actores colectivos—

muestran similitudes significativas que nos permiten analizar las revoluciones de

manera comparada y así entenderlas mejor. En términos esquemáticos, propongo que

cuatro actores colectivos son evidentes en las revoluciones principales de la era

moderna —aproximadamente desde 1789. Primero debemos incluir los intereses

sociopolíticos asociados al antiguo régimen —típicamente un régimen autoritario,

dinástico o dictatorial, alineado a la élite terrateniente, carente de legitimidad y por lo

tanto dependiente de la coerción: las dinastías Borbón, Manchú y otomanas, el

Porfiriato, la Rosca boliviana y, en Cuba, el régimen de Batista después de 1952. En

segundo término, el antiguo régimen era confrontado por una oposición burguesa,

vagamente liberal, comprometida con la reforma democrática y el gobierno

representativo, pero reticente de políticas socioeconómicas radicales: Barnave y

los feuillants  franceses, los Cadetes Rusos, Sun Yat-sen en China, Francisco Madero, los

primeros aliados liberales de Fidel Castro. Un tercer actor colectivo es la clase

trabajadora urbana: ideológicamente ecléctica, comprende liberales, anarquistas y

socialistas; en la mayoría de los casos (Francia, China, Turquía y México, mas no en

Rusia), compuesta por artesanos alfabetizados, es decir, trabajadores de pequeños

talleres y no el proletariado industrial masivo de la mitología marxista. Finalmente, el


cuarto actor colectivo, y el más grande, era el campesinado: la población mayoritaria,

también ideológicamente ecléctica, caracterizada por sus fuertes lealtades locales y su

conveniente capacidad para la resistencia armada; siguiendo el argumento de Eric Wolf,

puede ser convenientemente dividida —y no sólo en México— entre campesinos

“periféricos”, serranos (por ejemplo, Pancho Villa y sus seguidores norteños), que

resienten el control político centralizado, y agraristas, tipificados por Emiliano Zapata,

hostiles a la oligarquía terrateniente y comprometidos con una reforma agraria radical.

NEXOS > 2022 JUNIO, ENSAYO

El otoño del presidente

Héctor Aguilar Camín

Ju n io 1, 2022

El gobierno de López Obrador ha entrado a su segunda mitad, pero tiene algo de cosa

acabada. Nos ha mostrado ya todos sus trucos y el peor de sus dones: destruir lo que

no entiende. En nada ha sido tan efectivo como en desbaratar lo que heredó, pensando

que iba a suplirlo con una transformación histórica, hija de una confusa epopeya por

venir, construida en su cabeza como un bloque de hormigón armado con los clichés de

los libros de texto gratuitos de su escuela primaria o quizá sólo de su escuela primaria.


Ilustración: Víctor Solís

López Obrador ha tenido un poder enorme si se le compara con los otros presidentes

mexicanos de la democracia, pero es un poder que no sabe en realidad a dónde se

dirige, en gran medida por su incomprensión profunda del país que le tocó gobernar, su

juicio maniqueo sobre el presente y su visión escolar del pasado. Es un presidente

prisionero de sus ideas, a su vez flores secas de jardines muertos de la historia. Conoce
todos los pueblos y ciudades de México, pero no entiende el sentido de su movimiento,

sus articulaciones complejas, la riqueza de su diversidad y de las redes que lo unen con

el mundo. En el fondo no entiende tampoco la mecánica de la pobreza y la desigualdad,

que intenta corregir con caridades de iglesia, repartiendo dinero en efectivo. Nada de

alguna importancia ha tomado el lugar de lo que destruyó, y poco tiene que ofrecer

rumbo al final de su gobierno, aparte de nombrar a quien quiere que lo suceda y

hacerlo ganar para volverlo su marioneta, ordinario sueño de tantos presidentes de

México.

Al gran globo sexenal en el que viaja el presidente mexicano, ondeando por los aires la

banderola de su Cuarta Transformación, le queda poco gas. Conforme se desinfla da

giros inesperados en el aire, sorprende con sus aceleraciones y sus trompos, pero ya no

va a ninguna parte. La parte a la que iba, la llamada Cuarta Transformación, resultó

una quimera, una estela de escombros sobre los cuales no se ha construido nada. El

presidente ha zarandeado al país, lo ha irritado, lo ha dividido, le ha impuesto su figura

y su palabra, pero no lo ha transformado, salvo que destruir sea transformar.

La epopeya del gobierno se desinfla con grandes tronidos; su jinete hace también

grandes gestos en las alturas mientras abajo corre el reloj rutinario de las presidencias

que terminan, de los presidentes que no pueden reelegirse y pasan a la cámara de

descompresión o a la cama de electrochoques del año más difícil de sus gobiernos, que

es el séptimo.

Ha quedado claro para los mexicanos que es mucho más fácil prometer grandes

cambios que hacerlos. Y que cambios revolucionarios o proyectos de gobierno que se

presumen tales tienen altos costos antes de mostrar sus beneficios. Es la enseñanza
invariable de guerras y revoluciones: los beneficios tardan en llegar, si llegan, luego de

opresiones y sufrimientos sin fin. Para no ir más lejos: Cuba.

En todo tiempo y lugar han sido más duraderos y menos caros los cambios lentos y

progresivos que los rápidos y radicales. Las sociedades reformistas han sido al final más

transformadoras que las revolucionarias. A propósito de las reflexiones de Edmund

Burke sobre la prudencia como maestra de la historia, escribió John Maynard Keynes:

Nuestro poder de predicción es tan leve, nuestro conocimiento de las consecuencias

remotas tan incierto, que muy rara vez será una decisión sabia sacrificar el bien

presente por una dudosa ventaja futura.

Esto es lo que ha hecho el presidente mexicano de la llamada Cuarta Transformación:

cambiar lo cierto que tenía el país por lo incierto que su prisa le impone. López Obrador

prometió acabar con la corrupción, acabar con la violencia, acabar con el estancamiento

económico, regresar al Ejército a sus cuarteles, poner primero a los pobres y reducir la

pobreza y la desigualdad.

La pobreza aumentó. La economía no creció al 4 % ni al 6 % prometidos respecto de

donde él tomó el país, en 2018. Se perfila, en cambio, un sexenio sin crecimiento.

La violencia lleva un ritmo de homicidios superior al de los dos últimos gobiernos. Las

masacres entre grupos criminales se han vuelto rutina. El control territorial del crimen

ha crecido también y ha saltado a la arena política, si se juzga por su intervención en

las elecciones intermedias de 2021.

El combate a la corrupción no ha cambiado en la percepción de los ciudadanos. Creció

en cambio la opacidad gubernamental para asignar contratos y recursos. La familia del


presidente y sus más cercanos colaboradores han sido exhibidos en groseros abusos y

visibles corruptelas.

Los militares no sólo no volvieron a sus cuarteles, sino que les fueron entregadas

jugosas partes del gobierno civil: aeropuertos, aduanas, obra pública.


Ilustración: Víctor Solís

El manejo de la pandemia de López Obrador fue uno de los peores del mundo, con una

cantidad de muertes en exceso del orden de las 650 000 personas al empezar 2022,

una de las más altas del planeta. Japón, con la misma población que México, tuvo 29 

000 muertes durante la pandemia.

La austeridad ha mantenido estable la macroeconomía, pero no ha atraído inversiones,

al tiempo que la incertidumbre política las ahuyenta.

Nada marcha, pero el presidente sigue en su globo. Al empezar 2022 dijo: “Estamos

viviendo un tiempo histórico, un momento estelar de la vida pública de México”.

¿Estelar? La palabra es una invitación al esoterismo.

A lo mejor se ha operado en el México profundo, donde vive realmente el presidente

(aunque parezca vivir en Palacio Nacional, cernido de jarrones y candiles) una

transformación admirable que quienes vivimos en el México no profundo, en el México

de la superficie, somos incapaces de ver. Es posible que esa transformación estelar sólo

puedan verla y sentirla quienes la ordenan desde Palacio en servicio del Pueblo y el

Pueblo mismo, ese México pobre, olvidado hasta ahora pero que desde hace tres años

sabe lo que son las grandezas de una transformación histórica.

Lo que vemos los ciegos habitantes del México superficial es otra cosa, hechos muy

poco estelares, en realidad hechos terribles que parecen plagas porque lejos de

estacionarse o detenerse en sus daños, se propagan.


El 25 de enero de 2022, día en el que el presidente declaraba la calidad estelar del

momento que vivía el país, la lista de sus plagas podía resumirse así:

• 650 000 muertos por la pandemia

• 105 000 muertos por la violencia

• 3.2 millones más de pobres

• 35 millones de mexicanos desamparados médicamente por la cancelación del

Seguro Popular

• Lugar 124 de 180 países en índices de corrupción

• 3000 feminicidios en tres años

• 102 políticos asesinados en 2021, 36 de ellos candidatos en las últimas elecciones

• 28 periodistas asesinados

• 3 años de crecimiento económico negativo

El hecho es que se acortan las fechas de cumplimiento de las grandes promesas de la

campaña de 2018, pero no aparecen las cosas prometidas: ni el fin de la violencia ni el

fin de la corrupción ni el crecimiento de la economía ni el bienestar de los pobres ni el

regreso de los militares a sus cuarteles.

Cada mañana, ante el micrófono de su conferencia mañanera, el presidente libra una

batalla contra el tiempo, la batalla que ordena todas las otras: quiere ganar las

elecciones de 2024 e imponer a su sucesor. Su inquietud es visible, y entendible.


Ilustración: Víctor Solís

Tiene mucho poder, pero tiene menos aprobación que cuando empezó su mandato

(cayó de 80 % a 60 %). Y su gobierno está reprobado en sus logros. Lo dicen las

encuestas, pero lo dice también el ansioso discurso presidencial.


López Obrador ha perdido todo respeto por las formas y por la legalidad, dispara contra

lo que le estorba, sea la Constitución, sea el instituto electoral, sean la prensa y los

intelectuales, sea la Corte, sean los opositores.

Parece saber que no ganará si no doblega al árbitro electoral, si no mete a la cárcel a

políticos del pasado, si no amenaza con cárcel a candidatos en el presente, si no

muestra su mando sobre el Congreso y sobre la Corte, si no cobra en las urnas el

dinero que en efectivo reparten sus programas sociales, si no tiene al Ejército de su

parte, si el crimen organizado no le ayuda en la elección, como le ayudó en 2021.

Ha crecido el poder del presidente, pero no el entusiasmo que su llegada al poder

despertó. La promesa de aquel triunfo se ha diluido, y el entusiasmo y la esperanza

también. Ha desengañado a muchos entusiastas, pero no ha entusiasmado a ningún

desengañado.

Queda en el escenario un presidente sin resultados, peleando para ganar en 2024, en

una batalla campal, los votos que ganó en 2018 en un día de campo.

2018: La complicidad

Algo hay que decir sobre aquel día de campo y sus complicidades, acaso el mayor

engaño que dos presidentes hayan urdido juntos, sirviéndoles a sus compatriotas la

finta de que eran adversarios electorales cuando en realidad eran cómplices políticos;

uno, López Obrador, en busca del mayor poder posible; otro, Peña Nieto, en busca de

impunidad. Los dos consiguieron lo que buscaban, a costa de México y de su joven

democracia.
La oferta de complicidad por parte de López Obrador se planteó fuerte y alto en público

durante la campaña. En medio de sus andanadas apocalípticas contra la Mafia del

Poder y la corrupción, y contra Peña Nieto como cabeza de la podredumbre, el

candidato López Obrador, que iba arriba en la contienda, empezó a decir que no

perseguiría “a nadie” cuando fuera presidente, que su “fuerte” no era la venganza y

que no utilizaría el gobierno para ninguna persecución. Peña debió entender que en

este caso “nadie” era sobre todo él; que el profeta de principios incendiados le proponía

un pacto de políticos sin principios, el cual podría traducirse así: “Si llego a la

presidencia, no te perseguiré. A cambio, tú no obstruyas mi llegada a la presidencia”. 1

Sabemos ahora que el pacto se cumplió. Sabemos que Peña intervino desde el gobierno

para facilitar la victoria de López Obrador y que López Obrador, ya presidente, hizo

todo menos perseguir a Peña.

La maniobra tuvo cinco tiempos:

1. Peña le inventó un delito a Ricardo Anaya para frenar su paso como candidato de la

alianza Por México al Frente. 2. Gobernadores peñistas indujeron o dejaron ir el voto

priista en sus estados a favor de López Obrador. 3. Sin que chistaran el PRI ni el

gobierno, la coalición obradorista, Juntos Haremos Historia, se adueñó de una mayoría

de casi dos tercios en la Cámara de Diputados cuando sus votos apenas daban para la

mitad. 4. Peña desapareció del escenario al día siguiente de la elección, dejando a

López Obrador como presidente de facto seis meses antes de su toma de posesión. 5.

Peña ha gozado de cabal impunidad durante el gobierno de López Obrador.


El delito fabricado contra Anaya por la procuraduría de Peña apareció en la campaña a

fines de febrero de 2018. Era que Anaya había incurrido en lavado de dinero al comprar

una bodega. La supuesta compra involucraba a su suegro, pieza fundamental de la

acusación pues, de cumplirse la amenaza judicial, la autoridad procedería no sólo

contra Anaya sino también contra su familia.

Jorge Castañeda exploró esta complicidad a partir de la parálisis que sufrió la intención

de voto de Anaya por la acusación de Peña (nexos, mayo 2021).

Escribe Castañeda:

“Entre finales de diciembre de 2017 y mediados de febrero de 2018, Anaya se acercó a

menos de diez puntos de López Obrador. El ataque del gobierno le tumbó entre cinco y

diez puntos de intención de voto a un Anaya estable, entonces ligeramente arriba de

30 %. Fue una caída de la que no se repuso… Sin la decisión de Peña Nieto de

inventarle un delito a Anaya, el candidato del Frente hubiera obtenido más que 30 %

del voto, y López Obrador alrededor de 45 %, un margen considerable, pero muy

inferior al 53 % que obtuvo finalmente frente al 23 % que obtuvo Anaya”.

La acusación del gobierno contra Anaya, volvió al candidato opositor parte del mundo

de corrupción compartido por el PRI y el PAN, y dejó a López Obrador como propietario

único de la causa anticorrupción y de la candidatura antisistema.

Las elecciones mexicanas de 2018 fueron las menos reñidas de la historia reciente de

México. También las menos impugnadas. Al mismo tiempo, han sido las únicas en las

que el Tribunal Federal Electoral juzgó que hubo una intervención directa del gobierno

contra uno de los contendientes. Terminada la elección, al cierre del gobierno de Peña
Nieto, la misma procuraduría confirmó lo dicho por el tribunal declarando oficialmente

que su acusación contra Anaya no tenía sustento. Cumplida la maniobra, terminó el

delito.2

Más opaco, pero no menos evidente es el hecho de que, el día de la elección, en

estados que tenían gobernadores priistas hubo votaciones favorables para López

Obrador muy superiores a su promedio nacional de 53 %. En Tlaxcala obtuvo 70 % del

voto. En Sinaloa, 68 %. En Oaxaca, 65 %. En Guerrero, 63 %. En Campeche, 61 %. En

Hidalgo, 60 %. En Sonora, 59 %.

Imposible probar que estas diferencias se deben a la consigna priista de votar por

López Obrador, pero Castañeda documenta algunos casos que tienen humeando

todavía las pistolas:

En Sonora, dos candidatos no morenistas, Rodrigo Bours y Ernesto Lucas, llevaban

buenas ventajas en Ciudad Obregón y Hermosillo, respectivamente. En los días previos

a la elección percibieron una movilización del voto priista en contra y perdieron la

elección. La gobernadora era entonces la priista Claudia Pavlovich, la misma que perdió

por paliza su gubernatura a manos del candidato de Morena, Alfonso Durazo, en 2021.

La misma que aceptó después, del presidente López Obrador, el cargo de cónsul en

Barcelona.

El caso de Sinaloa extiende su sombra hasta hoy. Ahí López Obrador tuvo 15 % más

que su promedio nacional. El jefe de asesores del gobernador priista Quirino Ordaz,

Rubén Rocha, renunció a su cargo y se postuló al Senado por Morena. A los amigos que

se extrañaban del cambio de chaqueta de Rocha, éste les respondía: “Es con el visto
bueno del góber, y además quiere que opere la elección a favor de AMLO”. Tres años

después, Rocha fue candidato a gobernador por Morena, con todo el apoyo de AMLO,

de Quirino Ordaz y del narcotráfico. Ordaz fue nombrado embajador en España. 3

Además de acusar falsamente a Anaya y de inducir o soltar a los priistas para que

votaran por López Obrador, Peña dejó que éste se apropiara de la Cámara de

Diputados.

La coalición de partidos obradoristas Juntos Haremos Historia obtuvo 43.6 % de los

votos para la Cámara de Diputados, pero se quedó con el 61.6 % de las curules: 308

diputados de 500. Estas cifras equivalen a una sobrerrepresentación de 18 % respecto

de sus votos recibidos, 10 % más de lo que permite la Constitución, cuyo artículo

relativo dice: “En ningún caso un partido político podrá contar con un número de

diputados… que exceda en ocho puntos a su porcentaje de votación nacional emitida”. 4

¿Cómo se hizo la coalición oficialista de una sobrerrepresentación anticonstitucional de

17.6 % en la Cámara de Diputados?

El PRI fue su maestro: lo hizo en las elecciones de 2012 y 2015, mediante un

mecanismo que ha sido reconstruido por Nicolás Medina Mora Pérez. 5

La ley de coaliciones electorales permite a los partidos coaligados registrar candidatos

de un partido con las siglas de otro. Permite una simulación. En el caso de la coalición

Juntos Haremos Historia, dos partidos comparsas, el PT y el PES, fueron fortalecidos

con candidatos y votos de Morena, el partido fuerte de la coalición.


De los 220 triunfos de mayoría obtenidos por la coalición, 213 se explican por votos de

Morena, pero 114 de esos triunfos se endosaron al PT (58) y al PES (56). ¿Para qué?

Para que Morena tuviera menos triunfos por mayoría y pudiera obtener más diputados

plurinominales: 85 de los 200. (La Cámara se integra con 300 diputados por mayoría y

200 de representación proporcional).

Fue así como con 43.6 % de los votos, la coalición Juntos Haremos Historia obtuvo 61 

% de las curules: 308 diputados. Morena empezó la legislatura con 196 diputaciones en

septiembre de 2018, pero en abril de 2019, según los registros de votación de la

Cámara, tenía ya 257 diputados, seis más que la mayoría absoluta. Sus diputados,

electos con las siglas de sus partidos aliados, cruzaban el pasillo del recinto legislativo y

se pasaban a la bancada de Morena.

Muy hábil todo, muy astuto, muy anticonstitucional.


Ilustración: Víctor Solís

El presidente Peña le prestó todavía otro servicio a su sucesor, su supuesto adversario

electoral: desapareció de la escena al día siguiente de la elección, seis meses antes del
fin de su mandato, dejando todo el espacio al presidente electo, como si fuera

presidente en funciones, para que empezara a mostrar el enorme poder que se había

ganado y el que le había regalado Peña. En ese interregno prestado, López Obrador dio

sus primeros pasos a la Historia, entre ellos la primera gran destrucción de su sexenio:

la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, construido

ya en su tercera parte; esta suspensión costó 400 000 millones de pesos.

Está claro en todo esto el poder extra que ganó López Obrador y la impunidad total que

obtuvo Peña. Pero no queda claro por qué Peña creyó que López cumpliría su parte del

pacto una vez en la presidencia. La explicación que se oye en todas partes es que Peña

tiene una colección de videos de actos de corrupción de López Obrador y sus

personeros, cuya divulgación destruiría la fachada de honestidad con que va por el

mundo el actual mandatario.

Algunos videos que han salido ya a la luz dan idea del repertorio posible. Uno muestra

al hermano del presidente, Martín, recibiendo dinero en efectivo para “el movimiento”.

Otro exhibe al otro hermano del presidente, Pío, recibiendo dinero en efectivo, también

para “el movimiento”. La verdad es que no hay político mexicano de cuyos familiares y

colaboradores cercanos haya más videos recibiendo dinero en efectivo para el

“movimiento”, que los de López Obrador. Falta el archivo de Peña.

De modo que el pacto de los adversarios del 2018 es una serpiente que se muerde la

cola: uno calla la corrupción del otro y el otro la del uno.

Hacia el 2024
Los equilibrios democráticos de México están alterados, la democracia que se vive en el

país está sujeta a un proceso de centralización antidemocrático. Lo que sucede en

México no puede calificarse con propiedad como dictatorial, pero tampoco acepta la

descripción de democracia. ¿Cómo llamarlo?

La revista The Economist ofreció en su índice democrático de 2021 una opción que

describe mejor lo que sucede en México que las palabras dictadura o democracia.

En tal índice, México ocupa el lugar 86 de 167 países. Un escalón después de México

empiezan los regímenes no democráticos que la revista califica como híbridos; es decir:

países donde las elecciones libres, el equilibrio de poderes y el respeto a las leyes no

están garantizados y tienden más bien a coincidir con los rasgos de una dictadura.

El gobierno de López Obrador ha hecho mucho para empeorar la medición de México,

particularmente por su esfuerzo de concentración del poder en el Ejecutivo, por su

desdén hacia la ley y su incapacidad de aplicarla, y por su asedio a los otros poderes

del Estado, muy especialmente, a la autonomía del instituto electoral.

Nada de eso constituye una sorpresa para quienes observan de cerca lo que sucede en

el país, es sólo una confirmación de que nadie está viendo quimeras cuando dice que la

democracia mexicana, incluso la muy imperfecta democracia mexicana, está en riesgo,

y puede pasar a peor.

El deterioro se agrava, pero no empezó con el actual gobierno. El índice democrático

del país empezó a caer desde 2010; en una escala de 1 a 10, pasó de 6.93 en ese año

al 5.57 de 2021.
La violencia incontenible, el autoritarismo presidencial, los ataques al instituto electoral

y la baja confianza de los mexicanos en sus instituciones no auguran nada bueno para

las elecciones de 2024, dice The Economist.

Quisiera hacer aquí un alegato alternativo o complementario al de The Economist. Creo

que nuestra democracia produjo una anomalía en 2018. Creo que la corregirá en 2024.

La de 2018 fue una victoria agrandada artificialmente por la complicidad del gobierno

saliente y por la actitud absolutista del entrante, quien actuó como si hubiera recibido

un mandato unánime de los votantes. Así ha gobernado López Obrador, pero ése no

fue el mandato real que recibió ni tuvo el tamaño abrumador que se da por

descontado.

El terreno fue y es más equilibrado de lo que presume el actual gobierno. Las encuestas

empiezan a emitir señales nítidas en ese sentido. Marcan desde ahora, con toda

claridad, que en México no hay unanimidad ni hegemonía, sino una cerrada

competencia electoral.

Morena tiene una ventaja cómoda de 20 puntos o más sobre cualquiera de los partidos

de oposición por separado. Es el partido dominante y su mandato es obvio: debe

conservar su mayoría, refrendar sus alianzas y dividir a la oposición. Eso le será

suficiente para ganar en 2024. Suena simple, pero no lo es: porque Morena vive un

litigio interno de sus precandidatos presidenciales, y porque sus partidos aliados, en

particular el Partido Verde, son caros, difíciles de sostener sin grandes concesiones.

El mandato para los partidos de oposición es también claro: no hay posibilidad de

triunfo para ninguno de ellos por separado, porque todos, por separado, andan al
menos 20 puntos debajo de Morena. Su única posibilidad de ganar es aliarse de nuevo,

como hicieron en las elecciones intermedias del 2021. Y aún más: incluyendo en la

alianza a Movimiento Ciudadano, que se ha rehusado a ello de manera tan

incomprensible como firme. La pregunta clave rumbo a 2024 es qué resultará más

viable: conservar la unidad en el oficialismo o repetir y ampliar la alianza en la

oposición. Si no conserva sus alianzas, el oficialismo puede perder. Y si no consolida y

amplía sus alianzas, la oposición no puede ganar.

La solución a este dilema será resultado de una negociación entre políticos

profesionales, pero lo harán mejor y con mejores resultados quienes sean capaces de

escuchar el estado de ánimo de su sociedad, el humor social de los votantes, conforme

se acerque la contienda.

La oposición necesita candidato y agenda atractivos. El oficialismo necesita que el

candidato escogido por su gran elector no fracture sus alianzas y que la agenda de

“más de lo mismo” sea tragable para los votantes otra vez, luego de un gobierno que

ha roto mucho y arreglado poco.

Nada está fácil, nada está resuelto, la moneda está en el aire. Y, sin embargo, es un

lugar común en México decir que Morena ganará la presidencia en 2024. Se dice que

eso marcan las encuestas, que el presidente sigue con una aprobación alta y ocupa

todo el escenario político, mientras que la oposición no existe, salvo para equivocarse,

ni tiene figuras que puedan cohesionarla en torno a una candidatura única.

Todo esto es mucho decir cuando falta tanto tiempo para las elecciones, con un

gobierno de resultados tan pobres y con el antecedente de las elecciones intermedias


de 2021. En 2021 el presidente era más fuerte que hoy, la oposición parecía más

desarticulada y sin embargo la oposición obtuvo, sumados, más votos que Morena y sus

aliados. Perdió varios estados pero ganó la mitad de Ciudad de México, bastión del

obradorismo.

Hubo en las elecciones de 2021 un hecho clave: el nombre del presidente López

Obrador no estuvo en las boletas, no pudo reflejar en ellas su popularidad. Tampoco

podrá hacerlo en 2024, por la misma razón: no estará en las boletas. En las boletas

estará una figura de Morena, una figura, cualquiera que sea, no sólo menos popular,

sino casi invisible comparada con el presidente.

Ésta es la primera cosa que López Obrador no podrá transmitir a quien elija: su

popularidad de hoy, en caso de que la conserve. Tampoco podrá transmitir su

experiencia y su eficacia como candidato de oposición. Aquí otra debilidad del gobierno

en 2024: su candidatura presidencial no será la candidatura de la oposición, la

candidatura del cambio, sino la candidatura de la continuidad. Esto no es fácil en

ninguna elección. Menos en ésta porque, como van las cosas, para 2024 la continuidad

a defender será la de un gobierno con pocos logros y muchos yerros, algunos de ellos

catastróficos.

En suma: no creo que Morena haya ganado ya la presidencia de 2024. De hecho, creo

que la perderá. Entre otras cosas porque el proceso de concentración del poder y

disminución de la vida democrática del actual gobierno no se ha completado. También

en esto ha sido un gobierno ineficaz.


Se dice, con razón, que el de López Obrador es un gobierno populista de libro de texto.

Uno de los buenos libros sobre el populismo, que describe con exactitud al gobierno de

López Obrador sin haberlo conocido, es el de Jan-Werner Müller, ¿Qué es

el populismo?, publicado en 2016, antes de que existiera el gobierno de López Obrador.


Ilustración: Víctor Solís
El paso final de la implantación de un régimen populista, dice Müller, es que puede

escribir una nueva Constitución a la medida de su proyecto antidemocrático.

Para llegar a ese momento los gobiernos populistas tienen que haber ganado varias

batallas. Tienen que haber polarizado a su sociedad entre el Pueblo que el gobierno

representa y el resto de los ciudadanos que no son Pueblo. Tienen que haber capturado

el Poder Legislativo y el Poder Judicial, arrinconado o desaparecido a los partidos de

oposición, a los órganos autónomos del Estado, a los medios de comunicación, a la

sociedad civil organizada. Y tienen que haberse apropiado del órgano electoral, sin el

cual nada es predecible en las urnas según el dicho atribuido a Stalin: “Importa cuántos

votan y cómo votan, pero importa más quién cuenta los votos y cómo los cuenta”.

Sólo después de lograr esto el líder populista podrá cambiar la Constitución y dejar

refundadas las condiciones del nuevo orden, incluyendo en ellas, de modo

sobresaliente, la reelección del líder.

El presidente López Obrador ha avanzado en varios de estos frentes, pero sus avances

están todavía por debajo de las exigencias del modelo. No ha capturado del todo al

Poder Legislativo ni al Poder Judicial. No ha desaparecido a la oposición, la cual,

sumada, tuvo más votos en las intermedias de 2021 que el gobierno y fortaleció su

peso en el Congreso.

López Obrador ha hecho importantes cambios a la Constitución y a las leyes generales,

pero la mayor parte de los cambios están hoy bajo revisión constitucional en la

Suprema Corte. Puede decirse que el de López Obrador es un gobierno sujeto a

ratificación constitucional.
Tampoco ha arrinconado suficiente a los medios de comunicación como para callar la

información independiente y la crítica.

El órgano electoral se mantiene combativamente autónomo, aunque sujeto a una

presión sin precedentes, que incluye demandas penales inducidas por el gobierno

contra los consejeros de la institución.

Como consecuencia de todo lo anterior, la posibilidad de cambiar la Constitución para

establecer la reelección simplemente se ha ido del horizonte, si alguna vez estuvo.

El proyecto populista de López Obrador está implantado a medias, con demasiadas

piezas sueltas respecto del modelo. Es un embrión que no ha terminado de cuajar, con

un horizonte económico adverso, una pobre canasta de logros y una terrible oferta de

futuro.

Algo toca a su fin ante nuestros ojos pero no tiene los rasgos de una epopeya en

marcha, sólo de una presidencia ruinosa.

Forcejeando con la historia

La palabra “transformación” que rige el discurso gubernamental es una mascarilla de la

palabra “revolución”.

La retórica de la “transformación” ha hecho todo lo que hace la retórica revolucionaria:

se ha inventado un “antiguo régimen” opresor, la “era neoliberal”; ha ofrecido un futuro

reparador e igualitario, dinero del presupuesto para los pobres; y se ha dado a la tarea
de destruir los cimientos del pasado oprobioso para traer al mundo su utopía, su nuevo

orden prometido.

Ilustración: Víctor Solís


Los historiadores saben que ni siquiera las verdaderas revoluciones, las que toman el

poder por las armas, pueden cambiarlo todo.

Con el tiempo, el pasado que se pretendió destruir vuelve por sus fueros: el

absolutismo de los reyes de Francia se transmuta en el de Napoleón Bonaparte; el

despotismo de los zares en el de Lenin y Stalin; la dictadura de Batista en la de Fidel

Castro; y la de Somoza en la de Daniel Ortega.

Una trasmutación similar se da en la Revolución mexicana que se alza contra la

dictadura de Porfirio Díaz, pero con el tiempo da paso a los gobiernos dictatoriales del

PRI, cuya esencia política José Vasconcelos describió, con humor, como un “porfirismo

colectivo”.6

Las verdaderas revoluciones estuvieron también muy lejos de cumplir sus promesas, y

trajeron a sus pueblos sangrías y opresiones mayores.

La “revolución pacífica” que se esconde en los pliegues de la “cuarta transformación” no

viene de una revolución, sino de una elección democrática, materia por definición

gradual, reformista, ajena por completo al espíritu de una revolución.

Hay un gran error político en creer que un triunfo democrático vale como un mandato

revolucionario. Fue el error de Salvador Allende en el Chile de 1970. El gobierno que

confunde su triunfo electoral con un mandato revolucionario destruye en su prisa

muchas cosas del supuesto antiguo régimen, sin cambiarlo realmente y sin mejorar sus

resultados. Es lo que ha sucedido en México en estos tres años.


Se reía Edmundo O’Gorman de la escena de una película en la que un campesino

europeo del siglo XVII se despedía de su mujer diciendo: “Adiós, mujer, me voy a la

guerra de los Treinta Años”.

Desde que empezó su presidencia, el presidente López Obrador se ha estado yendo a la

Cuarta Transformación. Antes de que tomara su primera decisión como presidente ya

estábamos, en su cabeza, en un cambio mayúsculo, continuación y clímax de los tres

que ha tenido el país: la Independencia, la Reforma, la Revolución. Antes de ser

presidente, el futuro presidente ya era sucesor del cura Hidalgo, Padre de la

Independencia; de Benito Juárez, Prócer de la Reforma; y de Francisco I. Madero,

Mártir de la Revolución.

Desde el arranque, en su discurso López Obrador se equiparó con los personajes

emblemáticos de las grandes transformaciones del país y nosotros los mexicanos

fuimos, desde el primer día, los beneficiarios de la decretada Cuarta Transformación de

nuestra Historia.

A fines de enero de 2022, el presidente despidió al responsable del Tren Maya, Rogelio

Jiménez Pons, porque no pudo cumplir con lo que esperaba de él la gran

transformación decretada, sino que había hecho del Tren Maya un batidillo de

sobrecostos y árboles talados. Mencioné ya esta escena, pero la completo ahora porque

me parece un ejemplo perfecto del juego de la gallina ciega que el presidente López

Obrador libra con la historia.

El presidente explicó el despido de Jiménez Pons con rigor hegeliano:


“Podemos querer mucho a una persona pero si… no internaliza de que estamos

viviendo un tiempo histórico, un momento estelar de la historia de México, está

pensando que es la misma vida rutinaria del gobierno, que todo es plano, que no

importa que se pase el tiempo, pues entonces no está entendiendo que es un cambio

profundo”.

Es decir, Jiménez Pons, como las “conciencias infelices” de Hegel, no había entendido

su propio lugar grandioso en la Historia.

No quiero pecar de exégeta, pero acaso lo que le pasó a Jiménez Pons es que,

efectivamente, él, como el país todo, no está viviendo en un tiempo estelar de la

historia de México, sino en el tiempo rutinario del México de siempre, donde el gobierno

planea mal sus obras públicas y sus obras públicas salen mal.

Como los otros 130 millones de mexicanos que viven en el país, Jiménez Pons no pudo

mudarse a ese lugar predecretado de la historia donde la Cuarta Transformación ya

sucedió, el Tren Maya fue un éxito y el presidente López Obrador quedó inscrito, junto

con Hidalgo, Juárez y Madero, en el muro de los grandes hacedores de la patria.

Por un sutil camino, Jesús Silva-Herzog Márquez ( Reforma,18 de abril de 2022) nos ha

ofrecido, a través de la evocación de un libro clásico, una deliciosa glosa de la batalla

que libra el presidente de México con los espectros de la historia.

Se trata del libro de Marx: El 18 brumario de Luis Bonaparte , cuyas primeras líneas

dicen, célebremente:
Hegel observa en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia

universal acontecen, por así decirlo, dos veces. Olvidó añadir que, una vez, como

tragedia, y la otra, como farsa.

Marx hizo una salvaje crónica política del simulacro de imperio que Luis Napoleón

Bonaparte quiso recrear en Francia (1852-1870) envuelto en los vapores de la grandeza

de su tío, el Napoleón de a deveras.

Algo semejante sucede con el baile de disfraces históricos de la llamada Cuarta

Transformación, coloreada toda ella por la obsesión presidencial de vestirse con

tiempos y personajes mayores. La voluntad de encarnar y dirigir la historia está en el

centro del proyecto de López Obrador, quien no sólo pretende usar las galas de lujo del

repertorio nacional, sino resumirlas y superarlas.

La discordancia es evidente:

Quiere ser Juárez, pero es López Obrador. Quiere ser el jefe del partido liberal, pero es

el dirigente de Morena.

Quiere ser el reconstructor de la grandeza petrolera de México, pero es el presidente de

un Pemex endeudado y disminuido.

Quiere ser el nacionalizador de la electricidad, pero es el valedor de una compañía

eléctrica que ganaba miles de millones de pesos hace cuatro años y pierde miles de

millones hoy (106 000 millones perdió en 2021).


El disfraz de Lázaro Cárdenas y de la expropiación petrolera de 1938 asoman como

intención histórica bajo la presurosa ley, aprobada en abril de 2022, que nacionaliza por

segunda vez el litio, mineral que ya estaba nacionalizado, y dibuja en el aire una

empresa estatal inexistente que se ocupará del litio como Pemex se ocupó del petróleo.

Nuevamente el efecto es visible: la gesta se vuelve gesto; la grandeza es retórica; la

memoria histórica es disfraz; y la historia de cada día tiene siempre algo de caricatura.

“El presidente historiador”, resume Silva Herzog, está “secuestrado por la fantasía de su

trascendencia”.

Lo cierto es que la historia ha tocado varias veces a la puerta de López Obrador, el

presidente mexicano con más ganas declaradas de pasar a la historia.

Oyó muy bien el aldabonazo que tocaba a su puerta para elegirse. Le decía que el

nombre del juego era combatir la corrupción y la pobreza, frenar la violencia, regresar

al Ejército a sus cuarteles, crecer 4 % en sus primeros años, 6 % en los últimos. Oyó el

llamado de la historia: prometió todo eso y ganó con 53 % de los votos su elección,

subiendo a su carroza la genuina adhesión de millones y la complicidad de su

antecesor, que le hizo parte de la chamba.

Pero creyó todo suyo y multiplicó en su cabeza el tamaño de su triunfo, se subió al

pedestal de la victoria sin límites y dejó de oír los toquidos de la puerta, se dedicó a

escucharse a sí mismo, a responder sólo a sus propios aldabonazos. Se volvió entonces

estridente y sordo: estridente para imponer su idea; sordo para escuchar la realidad.

En 2018, la historia llamaba a su puerta generosamente. Le habían dejado en la mesa

un aeropuerto de clase mundial, un sector energético bullendo de inversión en energías


limpias y una reforma educativa abierta a la calidad. Desoyó todo eso. Machacó el

aeropuerto y la confianza de los inversionistas, apagó los futuros del cambio energético

y del cambio educativo.

En 2020, la historia llamó a su puerta otra vez, con la pandemia, dándole la

oportunidad de ampliar el sistema de salud y la inversión social en momentos de

contracción económica y empobrecimiento.

Desoyó también ese llamado. Fue uno de los peores administradores del mundo de

aquella tragedia, con centenas de miles de muertos, y con un aumento de pobres

increíble para un gobierno que dice ocuparse sobre todo de los pobres.

Ahora la historia toca de nuevo a sus puertas con la crisis mundial desatada por la

invasión rusa a Ucrania y la rivalidad económica de Estados Unidos y China.

Descubrimos entonces al presidente mexicano parado en el peor lugar de la historia

que le pasa enfrente: del lado del verdugo ruso al que repudia el mundo, sin solidaridad

con la nación agredida, cambiando dicterios provincianos con la posición política y

moral de Occidente.

Ciego aparece también ante la oportunidad de suplir a China como exportador en el

mercado de Norteamérica mediante una profundización de la alianza económica con

Estados Unidos. Mientras el mundo cambia y Occidente se alínea en defensa de sus

valores y su civilización, el presidente mexicano mira a Cuba, a Venezuela, a Nicaragua,

y habla por ellos.


Empieza a parecer entonces lo que es: no un presidente sensible a la historia ni el líder

de una transformación histórica de su país. Más bien un político al que la historia que le

toca vivir, la historia a la que debe responder, le pasa de noche.

Un presidente sordo a los verdaderos llamados de su tiempo.

7 de mayo de 2022

Héctor Aguilar Camín

Historiador y escritor. Entre sus libros: Nocturno de la democracia mexicana , Pensando

en la izquierda y México: la ceniza y la semilla.

1
 “Yo no voy a perseguir a nadie, lo he dicho, porque no es mi fuerte la venganza. Yo

quiero que haya justicia y voy a acabar con la corrupción y voy a acabar con la

impunidad, pero no voy a perseguir a nadie, no voy a utilizar el gobierno para ninguna

persecución”. El Universal,  Tamaulipas, 26 de febrero de 2018. https://bit.ly/3MS2c8y.

2
 El tribunal electoral dictaminó que la procuraduría había usado recursos públicos

contra Anaya: https://bit.ly/3kSgY3j. El 28 de noviembre de 2018, dos días antes de

terminar el gobierno de Peña Nieto, la procuraduría emitió un boletín reconociendo: “No

existen datos de prueba suficientes, aún de manera circunstancial , que permitan

acreditar el hecho con apariencia de delito de operaciones con recursos de procedencia

ilícita” (cursivas HAC). Reforma, 5 de marzo de 2019.


3
 Castañeda, J. G. “La oposición ganó… con una buena ayudada del

gobierno”, https://bit.ly/3ugU3BB. El narco intervino decisivamente en las elecciones de

Sinaloa: en Mazatlán, retuvieron a taxistas que llevaban a funcionarios de casilla para

que no llegaran a su destino y no las abrieran. En Culiacán, amenazaron de muerte al

candidato del PRI que renunció. Para postular a su sustituto pidieron autorización al

jefe narco, Ismael el Mayo Zambada, quien lo aprobó, pero no Los Chapitos (hijos del

jefe narco Joaquín Guzmán), quienes secuestraron durante el día de la jornada a todos

los miembros de su equipo electoral y los liberaron cuando cerraron las casillas. De

Mauleón, H. “El voto narco”, El Universal, 16 de julio de 2021.

4
 Murayama, C. “Evitar la sobrerrepresentación”, Excélsior, 1 de marzo de

2021, https://bit.ly/3raFNIu).

5
 Medina Mora Pérez, N. “Fabricando mayorías”, nexos, mayo de

2021, https://bit.ly/38cDZev.

6
 Para el caso de México uso aquí la palabra “dictadura” en su estricto sentido liberal,

como un régimen donde no hay división de poderes, donde el Poder Ejecutivo ha

capturado y nulificado al Legislativo y al Judicial.

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