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Arnaldo Córdova.

Las derechas en el poder.

Pemex no necesita inversión privada, basta con que se le trate como verdadera compañía
y no se le quite el 90% de sus ingresos para financiar a políticos y empresarios Foto:
Alfredo Domínguez
Si muchos no lo ven es sólo porque no quieren verlo, pero los hechos están a la vista: las
derechas en el poder son desastrosas. Su espíritu oligárquico no les permite gobernar más
que de un modo: favorecer los intereses de los dueños de la riqueza sacrificando los
intereses populares y del conjunto de la nación. Las derechas tampoco saben gobernar
sino abusando del poder. Entre más poder tienen, mejor se desempeñan. Las derechas
priístas tenían un poder indisputado y daban la impresión de que sabían gobernar, pero
nos llevaron durante treinta años de una tragedia a otra sin solución de continuidad. La
derecha panista (o, ¿las derechas?) ha resultado todavía más incompetente para gobernar,
sobre todo, porque ya no cuenta con ese poder omnímodo de que gozaban las priístas.
Alguien ha dicho recientemente que los panistas son más cínicos en el ejercicio del poder
que nuestros antiguos gobernantes priístas. Siendo cierto eso, yo agregaría que son, con
toda evidencia, más irresponsables. Han olvidado por completo las enseñanzas de su
fundador, don Manuel Gómez Morín, quien, influido por las enseñanzas de la doctrina
social de la Iglesia, creía de verdad en la justicia social. Todo el que lea sus escritos tiene
que admitir que muchos de sus argumentos e incluso muchas de sus propuestas podrían
compartirse. Los panistas de hoy crecen ideológicamente con un odio visceral hacia lo que
consideran de izquierda y, como la izquierda quiere siempre hablar a nombre del pueblo,
en el fondo odian al pueblo, que para ellos es siempre el pueblo naco.
Cuando llegan al poder, actúan en consecuencia. Ellos están convencidos, como lo
estuvieron los priístas derechistas que nos gobernaron durante decenios, que los únicos
que pueden desarrollar la economía y construir el nuevo país en el que ellos piensan (tan
confuso como todo lo que se alberga en sus mentes) son los que tienen el poder de la
riqueza y de lo que ellos consideran es la cultura. Hay que gobernar para ellos cuando se
tiene el poder. El pueblo es una noción que muy pocas veces aparece en el ideario panista
y, para ellos, es el pueblo que trabaja con éxito empresarial y prospera y logra un buen
nivel de vida. Los jodidos que viven de su trabajo, como asalariados o de la tierra, tan sólo
con sus manos, o los comerciantes informales, ésos no son el pueblo en el que ellos
piensan. Su pueblo es esencialmente clasemediero y tan proyanqui como lo son ellos
mismos.
Gobernar para el pueblo y realizar la justicia social no está en el ideario de la derecha. El
pueblo de los jodidos es, simplemente, un estorbo que prefieren dejar a las izquierdas para
se entretengan con sus discursos demagógicos y vacíos. Si ese pueblo se alebresta queda
siempre la fuerza represora del Estado y contra ella no tiene con qué responder. Están
convencidos de ello. Para los panistas ultramontanos y yunquistas, la verdadera sociedad
es la sociedad bonita a la que ellos piensan que pertenecen. La que nos dio el gran

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espectáculo en las bodas del panista Jorge Zermeño y del priísta Humberto Moreira, en las
que el poder económico y el poder político se dieron la mano en el típico modo de ser de la
derecha (panista y priísta).
Las derechas no tienen ideología, tienen intereses y a ellos responden siempre. Las ideas
descerebradas con las que gobiernan siempre están referidas a sus intereses. El hacer
promesas en las campañas electorales les parece que es sólo un recurso para ganar votos
y no se ruborizan cuando, ya llegados al poder, se olvidan tranquilamente de las mismas.
Sienten y piensan que los votantes les dieron el poder para que hicieran con él lo que les
dé la gana. Saquear un erario público que hoy, a pesar de los pésimos sistemas de
recaudación, es más rico que nunca, y dar a manos llenas el dinero de la nación a los
empresarios, sus verdaderos héroes o apropiárselo ellos mismos, les parece la cosa más
natural del mundo.
No hace muchos años, echábamos la culpa a los tecnócratas dogmáticos y obsesivos por el
mal gobierno. Es algo que requiere ser revisado. No era, en el fondo, por ser tecnócratas
que cometían tantos y tan flagrantes errores; era porque eran unos derechistas
consumados. Sus errores no eran sólo técnicos o instrumentales; eran propósitos
abiertamente derechistas y reaccionarios. Todavía no entiendo por qué muchos les
llamaban “neo liberales” cuando debieron haberlos llamado por su verdadero nombre:
derechistas. Nadie sabe a ciencia cierta lo que es un “neo liberal”, pero todos podemos
entender lo que es un derechista.
Ciertamente, la derecha, como la izquierda o el centro mismo, cambian continuamente de
signo. Yo, de Gómez Morín e incluso del ultramontano González Luna, no veo nada en los
actuales panistas. Por sus intereses podemos conocerlos y nos han dado sobradas
muestras de lo que son. Es en sus intereses que se diferencian, pero coincidiendo todos.
Yo ya no veo mucha diferencia (excepto de siglas) entre la derecha priísta y la derecha
panista (y hasta la derecha perredista). Todos buscan lo mismo: congraciarse con los
dueños del capital y abrirles todos los caminos para que se enriquezcan sin medida. ¿Qué
diferencia hay entre el presidente de México que a un hombre que no tenía más que
inversiones sin ser todavía un empresario le entregó la varita mágica del enriquecimiento
sin medida que se llamó Telmex y los que luego nos han gobernado haciendo de Televisa
y de Tv Azteca un poder decisorio en la política nacional?
En política internacional, los gobiernos panistas han sido un fracaso total. Los priístas, que
luego se volvieron derechistas, sabían hacer mucho mejor las cosas. Los panistas no tienen
ni idea del mundo en que viven. La peor experiencia con ellos ha sido la tragedia de
nuestros compatriotas que se han visto forzados a abandonar el país para buscar un mejor
futuro en Estados Unidos. No les importa un bledo. No es su asunto. Es asunto de los
jodidos de siempre que no saben hacer negocios ni ganarse la vida. Nos han dicho siempre
que quieren un nuevo trato con la potencia receptora. Pero todo lo que hacen favorece el
modo en el que las autoridades norteamericanas tratan a nuestros connacionales. Los
yanquis saben que los panistas en el gobierno no tienen ningún interés en ello.
Que Felipe Calderón quiere privatizar Pemex, es un hecho. Nuestra compañía petrolera no
necesita de inversión privada como lo sugirió varias veces el mismo Cuauhtémoc Cárdenas.
Bastaría con que se le tratara como una verdadera compañía y no se le quitara el noventa
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por ciento de sus colosales ingresos para financiar a políticos y empresarios. Con ello le
bastaría para ser una empresa modelo, como Petrobras de Brasil, que no cuenta con los
cuantiosos recursos naturales de la nuestra. La inversión privada debería ser estrictamente
complementaria y bien controlada. Que no le interesa el negocio, bueno, pues que no
entre en él. Y es sólo un ejemplo de lo que la derecha hace en el poder.
Con la derecha en el poder, nuestro país va directo al destazadero y, si los demás no
reaccionamos, un día no muy lejano nos encontraremos con que ya no tenemos país o,
como dice Carlos Fernández-Vega, es un “México SA”, sin otra identidad que la de los
buenos negocios para los ricos y los extranjeros.

El legado de Salinas.
1 JUNIO, 1997
Arnaldo Córdova ( ).

Arnaldo Córdova. Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Entre


sus libros, La revolución en crisis, La aventura del maximato (Cal y arena).

Además de una panorámica del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, este ensayo examina
los cambios que experimentó el Estado mexicano durante esos años. Aquí se analizan con
sentido crítico, pues, la reforma económica, las alianzas, el proyecto globalizador y aquel
1994, que recrudeció el peligro, cuando la excesiva concentración del poder culminó en el
agotamiento del sistema político mexicano.

La vida se puede ver a través de muchas ventanas, ninguna deellas necesariamente clara
u opaca ni más o menos deformante que cualquier otra.

Isaiah Berlin

Quisiera advertirles que el propósito de este ensayo no es juzgar a Salinas como individuo,
sino juzgar el sistema político que hizo posible esa actuación en el ejercicio del poder y
también las consecuencias que resultaron de ello. En suma, quisiera dar una perspectiva
desde la cual la Presidencia de Carlos Salinas de Gortari se pueda contemplar como un
resultado del desarrollo del Estado mexicano, nacido de la Revolución Mexicana, al final del
siglo XX, y mostrar así que el Estado mexicano está tanto en un proceso de desgaste
natural inexorable como de profundo cambio en todos los niveles. En la época de la
globalización, al Estado mexicano no le queda de otra más que cambiar y transformarse
para ser capaz de hacer frente a los retos de la modernización, en una época en la que se
pone en tela de juicio la existencia del propio Estado como institución pertinente o útil para
el crecimiento de la sociedad.

Desde esta perspectiva, el gobierno de Salinas hizo todo lo que pudo. Y eso es todo. Verlo
como una aventura puramente personal carece de pertinencia y no contribuye a entender
bien la situación mexicana actual. Es mucho más importante examinar el desarrollo que

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experimentó el Estado mexicano bajo el gobierno de Salinas. Y esto es precisamente lo
que trataré de hacer. Para ello, centraré mi análisis en tres temas: la política, la economía
y una evaluación de los acontecimientos de 1994, tratando de dar una explicación general
que pueda identificar algunos problemas, si queremos llegar a una visión unificada de la
política mexicana en la época de la globalización mundial.

A fines de los años setenta los mexicanos discutían la reforma política mientras que en
Europa y Estados Unidos la gente decidía cómo transformar la economía bajo un sistema
abierto, es decir, emprender la reforma económica. En México, el pensamiento dominante
en aquella época era que el país necesitaba la reforma política. En lo que se refiere a la
economía, se creía que el antiguo sistema había hecho cosas que aún eran convenientes
para la conducción del país. Era un error. Cuando Jesús Reyes Heroles, por entonces
secretario de Gobernación, propuso la reforma política, la CTM, en defensa de la estructura
sectorial del partido oficial, el PRI, sostuvo que la mejor manera de hacer frente a la
reforma política tenía que ser la reforma económica, lo que en este contexto significaba las
políticas económicas populistas del gobierno de Echeverría. La reforma política se convirtió
en el orden del día. Los jóvenes funcionarios que ocupaban los puestos más altos al
servicio del régimen de Miguel de la Madrid, y a quienes ya encabezaba Salinas de Gortari
como secretario de planeación económica, descubrieron que el problema principal era
promover la reforma económica. Por aquel entonces, Salinas debía estar convencido de
que la economía tenía prioridad sobre la política y de que la vía principal para manejar la
situación de crisis, que amenazaba con volverse permanente, era la reforma económica.
En cualquier caso, cuando llegó a la Presidencia unos años después esto es exactamente lo
que pensaba.

Ante la experiencia soviética de Gorbachov, quien optó por la reforma política y económica
a la vez, y juzgándola un error, Salinas acabó convenciéndose de que la reforma
económica tenía que tener prioridad. La reforma política se podía posponer y, llegado el
momento, sería un asunto de negociación. No cabe duda de que ésta es la razón de que
Salinas apuntara a tener a su disposición la plena concentración del poder y de que
descuidara y no lograra conseguir el acuerdo de los partidos de oposición. La reforma
económica no podía esperar y necesitaba todo el respaldo del gobierno. Los resultados
fueron negativos, como era de suponer. Si hay algo que se ha criticado a menudo desde
diferentes puntos de vista, es precisamente el aplazamiento reiterado y el eventual
sacrificio de la necesaria reforma política. Era evidente que la reforma económica en las
dimensiones en que fue concebida necesitaba como mínimo acuerdos básicos entre el
gobierno y todos los partidos y otras fuerzas sociales implicadas. Algunas de las
privatizaciones con más éxito hechas por el gobierno de Salinas, por ejemplo la del
monopolio de teléfonos, descansaban en firmes acuerdos entre agentes del capital y del
trabajo. Esto hubiera podido mostrarle la pertinencia de los acuerdos políticos para lograr
una verdadera reforma económica, sobre todo si se situaba a México en la economía
global. ¿Por qué Salinas no extrajo nunca las lecciones idóneas? Es un misterio.

Los tratos de Salinas con los partidos políticos fueron paradójicamente tortuosos y torpes.
Salinas no perdonó nunca la supuesta humillación que Cárdenas le propinó en 1988. El

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llamado neocardenismo no hubiera representado casi ninguna amenaza para el sistema y
menos aun cuando su dirigente optó por la franca confrontación con el gobierno. Nadie
entendió nunca por qué Salinas decidió declarar la guerra abierta a esta corriente política
que estaba a punto de convertirse en un partido político, conocido como el Partido de la
Revolución Democrática (PRD). Es una de esas cosas que sólo se pueden explicar en
términos psicológicos y que suelen caer fuera de un análisis político científico. Tanto
Salinas como Cárdenas decidieron hacer de su disidencia una causa de guerra a muerte.
Como es natural, el más débil de los dos, Cárdenas, tenía todo en su contra. Era incapaz
de encontrar una solución política a la lucha en la que ya se había embarcado. Y fue un
error que pagó muy caro. Por otra parte, Salinas no tenía mucho que perder, sino al
contrario, mucho que ganar de esta lucha desigual. No obstante, lo controvertido no era la
posición de ganador o de perdedor de Salinas, sino el «estilo» que adoptó para declarar la
guerra al PRD. Todo buen político, en cualquier país excepto México, hubiera tratado de
llegar a algún entendimiento para incluir a su enemigo principal en los intentos de llevar a
cabo una política de consenso. Salinas nunca consideró siquiera esta opción. Al contrario,
su idea central era usar cualquier medio que tuviera a su disposición para destruir a la
persona que lo había humillado. Necesitaba un ajuste de cuentas. Que Salinas tenía todas
las ventajas de su lado lo demuestra el hecho de que el propio Cárdenas y su partido
empezaron a perder terreno y a ganar -con justa causa- la imagen de un partido violento y
de confrontación, incapaz incluso de proyectar una plataforma programática mínima.

Pero Salinas se había guardado algunas cartas en la manga. Una de ellas, sin ninguna
duda la que le daba el campo de acción más amplio, era la política pragmática y
acomodaticia del Partido de Acción Nacional (PAN). Panistas y perredistas son como dos
extremos opuestos e incapaces de llegar a una reconciliación, al menos en el campo
ideológico. Pero por entonces sucedió que la nueva dirigencia del PAN ganada por Luis H.
Alvarez consolidó aún más el triunfo del PAN en las elecciones estatales de Baja California
y llevó a que éste se concibiera no como un partido de oposición, sino como un partido
que estaba empezando a ejercer el poder. Alvarez llegó incluso a definir a su partido
precisamente como un partido gobernante. Esto significaba en esencia que el PAN dejaba
de ser una oposición para convertirse en un partido responsable conjuntamente del hecho
de que el país pudiera ser gobernado. Salinas lo captó al vuelo. Con un Congreso en el que
su propio partido conservaba la mayoría, pero no lo suficientemente alta para imponer
cambios constitucionales, su objetivo era hacer una alianza a corto plazo con el PAN para
dar carpetazo a la reforma política y limitarse a hacer cambios restringidos o de poca
monta. «Dios los hace y ellos se juntan», como dice la gente. El PAN coincidió en todo con
la justificación de que cualquier avance era bueno. Mucha gente había creído -con
bastante razón- que el triunfo panista en Baja California en 1989 inauguraba el recurso a
las llamadas concertacesiones, como se conocen en la jerga política mexicana (hacer
concesiones fuera de la ley o por debajo de la mesa y anular la voluntad soberana de los
ciudadanos en las urnas).

Fue el golpe maestro de Salinas. Como no tenía la mayoría necesaria en la Cámara de


Diputados para hacer cambios constitucionales, pasó los tres primeros años negociando
con el PAN en secreto y haciendo concertacesiones oprobiosas que provocaron que el PRI

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perdiera la gubernatura del estado de Guanajuato. Entretanto, Salinas siguió llevando a
cabo su guerra personal contra el PRD todo lo lejos que se lo permitía su poder. Durante
su sexenio murieron más de 300 perredistas sin que nunca se consiguiera averiguar
quiénes fueron los asesinos. El PRD, severamente dirigido por Cárdenas, continuó en su
línea de confrontación, perdiendo terreno en cada una de las elecciones en las que tenía
que competir. Puedo asegurar que el gobierno de Salinas mandó varias señales al PRD
para llegar a un entendimiento, sobre todo cuando este partido estaba en sus peores
momentos. En una ocasión, Luis Donaldo Colosio me llamó por teléfono para ofrecer un
pacto de no agresión al candidato del PRD en Michoacán, Cristóbal Arias Solís, al comienzo
de las elecciones locales de 1992. Cárdenas rechazó la oferta de muy mal humor,
insultando al presidente en un discurso público por su intención de infiltrar las filas
perredistas. Colosio me llamó de nuevo para decirme que no habría más ofertas. Todo
estaba calculado. El PRD nunca respondió. Su dirigente buscaba una venganza imposible;
según él, la única alternativa era o la renuncia de Salinas o una convocatoria a elecciones
extraordinarias. Se trataba sin duda de una mala opción para el partido de la nueva
izquierda. Salinas se valió entonces de todo su poder para impedir que el PRD hiciera
algún progreso.

Lo mismo sucedió en el estado de Michoacán, donde el PRD representaba un gran poder y


hubiera podido ganar las elecciones locales a gobernador del estado. Cuauhtémoc
Cárdenas nunca estuvo de acuerdo en resolver el punto de ruptura con el gobierno de
Salinas a través de acuerdos que pudieran implicar -«al estilo del PAN», según él- un
reconocimiento del gobierno salinista. El resultado fue que en Michoacán, su plaza más
fuerte en el país, el PRD fue arrollado en sus luchas electorales y, en definitiva, cruelmente
derrotado. Esta fue la manera en que Salinas siempre trató de golpear al PRD:
presentándolo como el partido de la violencia y el desorden, pero sobre todo como el
partido opuesto a un orden basado en la paz y el consenso entre todas las fuerzas
políticas. Era mentira, pero funcionó a las mil maravillas.

La relación entre el gobierno de Salinas y los partidos políticos, incluido el PRI, terminó por
provocar una perversión en la política nacional. Pronto se volvió una costumbre abordar los
problemas desde posiciones de fuerza, y no sólo del lado del gobierno. Ni una sola decisión
fundamental se discutía públicamente. Con mucha frecuencia, hasta los colaboradores más
cercanos de Salinas ignoraban las decisiones que el presidente estaba a punto de tomar.
De todos modos, Salinas empezó a exigir obediencia sin más. Es un hecho que varios
asuntos fueron decididos entre él y su asesor más próximo, José Córdoba Montoya. Sin
embargo, el propio Córdoba estaba en la inopia sobre otras decisiones hasta el grado de
ignorarlas cuando los medios de comunicación las hacían públicas. Hasta donde podemos
ver, Salinas usó la concentración personal de poder como una herramienta para combatir
la imagen de ilegitimidad heredada de 1988. Después de un gran triunfo priísta en 1991
(que se consideró una recuperación del PRI, con un total sorprendente y favorable de casi
los dos tercios de los votos, como en los buenos tiempos, debido principalmente a la
llamada ingeniería electoral concebida por Luis Donaldo Colosio), esta visión de
concentración de poder se convirtió en una verdadera obsesión y fue en lo sucesivo el
verdadero objetivo de la acción gobernante de Salinas.

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Con una desahogada mayoría en el Congreso, se introdujo una asombrosa cascada de
reformas legales e institucionales. La mayoría de estas reformas tenía la intención de dar
nuevos poderes y facilidades al presidente. El rostro del Estado que había nacido de la
Revolución Mexicana había cambiado mucho. Una vez más, por supuesto, se extendió un
certificado de defunción a la Revolución Mexicana y todo el mundo empezó a pensar que,
en efecto, el régimen había roto por completo sus vínculos con su pasado nacionalista y
populista. Un pensamiento casi inocuo del entonces gobernador de Zacatecas, Genaro
Borrego Estrada, en un discurso en el que dijo que la verdadera ideología del Estado
mexicano era el liberalismo social (expresión tomada de Jesús Reyes Heroles, con la que
tenía intención de indicar el carácter progresista y progresivo del liberalismo mexicano del
siglo XIX), provocó que Salinas empezara de repente a redefinir su política modernizadora
y globalizadora y a emplear una expresión que, al mismo tiempo, podía acentuar sus
vínculos con un pasado innegable y con los grandes cambios que tenía intención de llevar
a cabo. Las reformas constitucionales que se realizaron después de 1991 transtornaron a
la opinión pública mexicana. Una fue el reconocimiento constitucional de la Iglesia y el
otorgamiento de un voto activo (pero no pasivo) al clero. Otra, referida al sagrado artículo
27, la que permitía a los ejidatarios vender sus parcelas (las tierras que la legislación
revolucionaria les había dado con el transcurso del tiempo). Después, en la legislación
secundaria, también se reconoció este derecho a los miembros de las comunidades
indígenas, que se extendían desde la época colonial y fueron establecidas por la Corona
española, como es sabido, a través de las llamadas Leyes de Indias, desde mediados del
siglo XVII.

Se puede decir que, después de 1991, Salinas se permitió gobernar como creyera
conveniente. Nunca antes un presidente mexicano había sido capaz de tomar tantas y tan
graves decisiones. En política exterior, la faz del Estado mexicano también cambió. En un
viaje que hizo a Europa, al que me invitó, me dijo a mí y a un grupo de personas -en
respuesta a una de muchas preguntas- que los gobiernos mexicanos anteriores habían
cometido un error al tratar con Estados Unidos en voz alta sobre la mesa cuando había
siempre políticos mexicanos y hasta funcionarios que pateaban debajo de ella. En este
sentido, su política era diferente: las buenas relaciones con la potencia mayor del mundo
no tenían que estar basadas en sospechas. Además de estar vinculado con Estados Unidos,
México podía encontrar ventajas en ello, sobre todo en el campo económico. La clave era
atraer capital al país y crear una buena imagen de un «mercado emergente» como los
«tigres» del sudeste asiático. Toda su política exterior e interior estaba determinada por el
objetivo de llegar a la firma del TLC, objetivo que explica el ocultamiento de la información
respecto a la existencia de movimientos guerrilleros en Chiapas, de los que se sabía desde
mayo de 1993. Cuando el primero de enero de 1994 las guerrillas hicieron su aparición, no
cabe duda de que Salinas debió sentir que se agarraba de un clavo ardiendo. Y tenía más
de una razón para creerlo.

La inserción de México en el nuevo mundo globalizado, fueran cuales fueran los medios
por los que esto se lograría, como sabemos ahora, era una condición sine qua non para
que el país escapara de la crisis recurrente desde mediados de los años setenta.
Objetivamente, no había salida con el antiguo populismo y la política económica basada en

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el fuerte (y casi siempre ineficiente) aparato económico del Estado. Aún está por verse si
Salinas hizo las elecciones más adecuadas. Pero el hecho es que hoy nadie en México
defiende la tesis de que el desgastado sistema estatal de los años treinta, cuarenta y
cincuenta pudiera seguir funcionando. En realidad, ya en los sesentas el aparato empezaba
a mostrar sus terribles fallas y debilidades. Era necesario modernizar México y esto
implicaba la necesidad de privatizar empresas públicas -más aún después de la crisis de
1982-, rebasar las barreras comerciales, desregular las actividades económicas, hacer más
flexible el mercado de mano de obra y abrir las puertas al capital externo. Miguel de la
Madrid inició el proceso abriendo las fronteras al comercio mundial y privatizando todas las
empresas de propiedad estatal que pudo. Varias de estas empresas se entregaron por casi
nada. Salinas, guiado por el mejor sentido común, siguió la misma línea de acción frente a
la antigua estrategia económica apoyada por prejuicios e intereses nacionalistas y
populistas. Yo llegué a pensar que Salinas tomaba el camino equivocado porque, como
muchos otros, no tenía claro cuál era el verdadero problema.

Una vez, cuando Salinas me invitó a hablar con él a la residencia oficial de Los Pinos, me
contó su experiencia con Teléfonos de México (Telmex). Me dijo que para modernizar la
compañía hubieran sido necesarios algo así como 27 mil millones de dólares. El gobierno
no los tenía y no los podía conseguir. Los empresarios, mexicanos y extranjeros, o bien
tenían esta suma o bien podían conseguirla. Me dijo que cuando discutió el tema con el
dirigente sindical de Telmex, Francisco Hernández Juárez, le dijo: «Mira, Francisco,
personalmente quisiera conservar Telmex, pero si lo hiciera tú perderías tu trabajo y la
compañía podría incluso tener que desaparecer». Hernández Juárez sólo pidió que se
salvaguardaran los derechos del sindicato y estuvo de acuerdo con la privatización. Desde
mi punto de vista, este ejemplo fue iluminador. Entonces entendí qué significa en realidad
la globalización económica. Lo hubiera entendido si hubiera estudiado mejor la evolución
de la economía mundial. Lo que nunca pude aceptar era por qué era necesario globalizar a
costa de un sacrificio continuo y permanente del bienestar de los trabajadores.

Al margen de esto, Salinas hizo un buen negocio con las privatizaciones. En primer lugar, a
diferencia de De la Madrid que privatizó sin ton ni son y que sólo pretendía deshacerse del
mayor número posible de empresas públicas, Salinas en general puso en forma a las
empresas y después las vendió por tres o cuatro veces su valor contable. Carlos Slim, el
comprador de Telmex, me dijo en una ocasión que él y sus socios tuvieron que pagar 9 mil
millones de dólares a pesar de que el valor de Telmex era, en términos reales, menos de la
mitad de esa suma. Salinas hizo lo mismo con los bancos y otras empresas públicas en
venta. No creo que se equivocara en esto. El capital extranjero se avalanzó a México
atraído por una buena oportunidad de inversión. Además, el gobierno quería que la Bolsa
Mexicana de Valores, con sus altas tasas de rendimiento, atrajera nuevo capital. Todo
funcionó a la perfección durante los cinco primeros años de gobierno. Nunca antes habían
estado tan interesados en México tantos inversionistas de todo el mundo, sobre todo de
los Estados Unidos. Esto provocó que la imagen personal de Salinas se ganara una
reputación internacional muy buena. Los pactos antiinflacionarios (acuerdos forzados por
el gobierno entre éste y las organizaciones corporativas de patrones, trabajadores,
propietarios rurales y sindicatos agrarios, dirigidos a contener los precios y los salarios),

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que inauguró De la Madrid en 1987, eran herramientas para superar la inflación y
mantener la estabilidad de la moneda. En 1994, México tuvo una increíble tasa de inflación
del 7%. No había duda de que la política económica de Salinas era exitosa. Al menos por
un rato. Un rato muy breve.

En estas condiciones, Salinas empezó a cabildear (y gastó millones y millones de dólares


en ello) la firma de un Tratado de Libre Comercio entre Canadá, Estados Unidos y México.
También ésta fue una buena decisión de Salinas, aun cuando De la Madrid ya había
conseguido superar muchas de las barreras comerciales entonces existentes. Fue buena
porque para México representaba por fin la gran oportunidad de convertirse en un país
exportador de primera clase, como los tigres asiáticos que hicieron su fortuna como
exportadores. Salinas tenía siempre en mente a Corea, Taiwán, Hong Kong y Singapur,
como me dijo Serra Puche, entonces secretario de Comercio y Desarrollo. Atraer capital de
cualquier manera (en inversión directa o en cartera) y exportar era una especie de clave
para el futuro del país en opinión del presidente mexicano. Salinas estaba muy impactado
por las grandes fortunas acumuladas de la noche a la mañana por varios magnates del
sudeste asiático -sobre todo los chinos de Taiwán y Hong Kong-, que entonces estaban
invirtiendo cantidades increíbles de dinero en la China comunista. De modo que Salinas
pensó que era importante crear grupos empresariales lo suficientemente fuertes como
para competir con los extranjeros. Cuando trató de explicar por qué durante su gobierno
24 magnates mexicanos se contaban entre los más ricos del mundo en la lista de la revista
Forbes de 1993, el presidente mexicano dijo en su 5o. Informe de Gobierno que, para
poder competir en el mundo globalizado, en México se necesitaban grandes grupos
empresariales. Las privatizaciones constituían un negocio excelente para el gobierno, pero
resultaban aún mejores para los privilegiados empresarios privados que tenían que estar
en la cumbre del desarrollo económico de México y que, de acuerdo con la estrategia
económica de Salinas, eran la punta de lanza del progreso de la economía mexicana en la
competencia por los mercados globales. En 1993, a México sólo le ganaban en número de
multimillonarios Estados Unidos, Japón y Alemania, en este orden. Nadie podía creerlo.

¿Por qué todo se fue a pique cuando el plan era casi impecable? Aun estoy tratando de
encontrar una explicación, pero creo que, a fin de cuentas, en realidad tal vez no sea
demasiado difícil. En un país en crisis permanente (si podemos hablar así, porque
normalmente las crisis son temporales o, en caso contrario, no son crisis y se convierten
en un disparate), la riqueza es manifiesta cuando millones de seres humanos están
sumidos en una pobreza extrema y horrible. Este fue el costo de las reformas económicas
salinistas. Los mexicanos más pobres se duplicaron o hasta se triplicaron, constituyendo
una gran proporción de la población. El hecho es que nadie sabe cuántos son, incluso con
datos oficiales. Los llamados miserables, los «más pobres de los pobres», se vuelven
masas visibles a la luz del día. Esto era obvio. Ni siquiera las estadísticas oficiales podían
negar el hecho. De más de 90 millones de mexicanos en 1993, casi la mitad eran «pobres»
o miserables («extremadamente pobres» es el eufemismo estadístico). Nacional e
internacionalmente, el próximo acceso de México al Primer Mundo fue aplaudido. Era una
ilusión y, peor aún, un vil engaño. Si se puede hablar de «capitalismo salvaje», México lo
experimentó en toda su extensión, aún más que los duros tiempos que se vivieron después

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de la Revolución. Nunca antes había sido tan profundo el abismo entre ricos y pobres. La
inauguración de México como un país del Primer Mundo parecía en aquel momento un
desafío a todo sentido común. Los tigres asiáticos empezaron así, pero muy pronto fueron
capaces de poner en práctica políticas para la redistribución del ingreso. Esto garantizó el
éxito que tuvieron. Salinas nunca supo cómo hacerlo y su periodo de gobierno terminó con
las más terribles desigualdades sociales que México haya tenido. El desarrollo basado en la
miseria no puede ser en ninguna circunstancia una buena política. La disminución de los
ingresos de la gente es aterradora. En quince años, los mexicanos han perdido casi 60%
de sus ingresos. Un país no puede conseguir el desarrollo sobre esta base, menos aún uno
del Primer Mundo. Nadie puede pensar plácidamente que es factible seguir esta senda sin
una explosión destructiva del volcán. Parece que Salinas no estaba dispuesto a enfrentar
ese peligro y ahora, no sin dificultad, está pagando más de lo que se merece. No se puede
seguir pateando a los pobres sin que haya consecuencias.

Desde 1917, la extraordinaria concentración de poder en la persona del presidente ha sido


una característica típica del sistema político mexicano. Esto se ha debido en gran parte a
una Constitución que no sólo lo permite sino que en realidad lo estimula. Y vale la pena
decir que si Salinas abusó del poder para encontrar legitimación e imponer su propio
proyecto de desarrollo, fue más una consecuencia que una causa del creciente deterioro
experimentado por el Estado mexicano en su sexenio. Parecía que la autoritaria
Presidencia mexicana estaba destinada a durar mil años. Apenas pudo aguantar medio
siglo. Tal vez sea cierto, como lo sostuvieron sin vacilar mucho tiempo sus leales
defensores, que su actuación fuera en realidad positiva para el desarrollo del país. Esto es
algo que aún tenemos que discutir durante mucho tiempo. Nadie ha querido nunca
responder a la pregunta de qué hubiera sucedido con México si sus grupos gobernantes
hubieran intentado desde el principio convertirlo en una nación democrática moderna en
vez de aceptar que la gobernara un régimen autoritario. Lo sorprendente de la historia
mexicana del siglo XX es que no ha habido casi nadie en posición de hacer una propuesta
verdaderamente democrática para organizar el nuevo Estado. A lo largo de su historia, los
mexicanos han carecido no sólo de verdaderas experiencias democráticas a largo plazo,
sino también de una inclinación hacia un modo democrático de pensamiento. Están sólo
empezando a aprender qué es la democracia en nuestros tiempos.

Parece que la visión general ha sido siempre la misma: México era un país tan disperso y
tan invertebrado que era necesario tener un poder político autoritario para mantenerlo
unido. A pesar del resultado positivo logrado por la reforma política que propuso Reyes
Heroles a partir de 1977, los grupos gobernantes se mantuvieron en la opinión de que la
democracia era un lujo caro y de que, lo peor de todo, era una concesión gratuita a los
grupos de oposición de algo que no se merecían. El Estado podía seguir funcionando bien
sin esta clase de reforma y, de todos modos, nadie podía saber adónde iba a llevar esa
reforma. Salinas tenía una inclinación natural al autoritarismo y a la concentración de
poder, no sólo porque le atraía -aunque sin duda así era- sino porque la inercia del
ejercicio del poder también le arrastraba a ello. Con todos sus alucinantes acontecimientos,
1994 mostró que las tendencias naturales en el ejercicio del poder estaban al borde del

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abismo. El gobierno autoritario ya no era capaz de resolver los problemas del país. No
obstante, los gobernantes no conocían otra manera de gobernar que la autoritaria.

Al concentrar su poder, Salinas desgastó aún más la muy limitada capacidad del Estado
mexicano de ser gobernado, como su sucesor lo está haciendo en la actualidad. Un Estado
gobierna a la sociedad cuando posee la capacidad de abordar los problemas de ésta y
asegurar su consenso respecto a las soluciones que se han de adoptar. Cuando un Estado
no logra hacer esto, fracasa en todo lo demás. Hubo una época en la que el autoritarismo
presidencial mantuvo unida a la sociedad mexicana y fue capaz de conducirla a metas
compartidas por todos. La amplia y rica diversidad política que liberó la reforma política en
México no podía haber sido asimilada por el Estado cuando nació en 1917. Entonces,
cuanto más proliferaban las opciones políticas y los credos, más se restringía el alcance
social y político dentro del que se podía ejercer el poder. Y en la misma medida, crecía el
número de mexicanos excluidos del pacto fundador del Estado. La reforma política de
aquella época no unificó al Estado y la sociedad. Al contrario, los dividió y separó más y
más. En consecuencia, el poder que concentraba Salinas era cada vez más ficticio. Cuanto
más se excluía a la gente del pacto, más evanescente era su poder. Salinas, en definitiva,
sólo seguía las reglas del sistema. Fue aquí donde se equivocó.

Salinas hubiera tenido que incluir en un proyecto común a todos en los que podía pensar o
quería pensar. Ni siquiera tuvo en cuenta esta opción. En la práctica, muy al contrario, su
política siempre tendió a excluir todo lo que estuviera en desacuerdo con él. Esto parece
lógico en relación con los militantes de la oposición. Lo que no era para nada lógico es que
este mismo método empezara a aplicarse dentro de su propio grupo. Toda la constelación
de intereses dentro del PRI empezó a dividirse y a luchar internamente. No fue porque
esos intereses de repente sintieron algún tipo de enemistad entre ellos, sino porque el
poder autoritario mismo empezó a fracturarlos y a ponerlos en confrontación unos con
otros, sin un punto seguro de referencia desde el que pudieran resolver sus diferencias,
como lo habían hecho en el pasado. Los peores conflictos que el sistema político mexicano
ha tenido que enfrentar en los últimos años son los que surgen del partido gobernante, y
no simplemente los conflictos normales entre el sistema y su oposición. Los primeros son
un tipo de conflicto que no se puede resolver con el equilibrio de poder entre fuerzas que
se contrarrestan y que el gobierno suele ganar. Estos conflictos se han de resolver en
cambio a través de las reyertas más destructivas y violentas que se pueda imaginar.

1994 fue el año en el que empezó a cavarse la tumba de la Presidencia autoritaria. Y no


fue sólo porque estalló la lucha en Chiapas el primero de enero, sino porque 1994 empezó
como un año en el que los grupos del gobierno -desintegrados, resentidos, amenazados
por decisiones que no sentían que fueran suyas y careciendo de cualquier sentido de
disciplina interna- empezaron a pelear entre ellos, ignorando a la autoridad presidencial.
Debe haber sido terrible para Salinas descubrir que el poder que había ejercido y del que
había abusado, en vez de resolver conflictos estaba creándolos de una manera que él no
era capaz de resolver. Debe haber sentido, sin entenderlo del todo, que la forma
autoritaria de gobierno en México tenía que ser reemplazada de una vez por todas. Su
candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio, lo entendió y basó su campaña en un amplio

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programa de reformas a través de las cuales los problemas políticos reales del país podían
ser reconocidos. No los sueños dorados de Salinas de hacer ingresar a un país miserable e
inviable, como podía muy bien parecer, al club exclusivo del llamado Primer Mundo.

Parece que en 1994, ese maldito 1994, a Salinas todo le fue mal y no dio ni un solo paso
atinado. He de insistir en que no fue una desdicha personal. Todos podían ver que la
forma autoritaria de gobierno, heredada de la Revolución Mexicana, había agotado sus
posibilidades. La prueba más clara eran las mutilaciones criminales internas, aún más que
los estallidos de la guerrilla o que la provocación de los partidos de oposición. Es muy
probable que nunca sepamos quién tramó el asesinato de Colosio y después el de José
Francisco Ruiz Massieu. Nadie cree que fuera obra de los partidos políticos de oposición ni
de las guerrillas. La maquinación y la ejecución de estos asesinatos sólo podían provenir de
adentro. Aparte, claro está, de los narcotraficantes que se han establecido en México y que
no son ajenos a los círculos más próximos al poder. Alguien, dentro de los pasillos del
poder, decidió la eliminación de Colosio y Ruiz Massieu. La explicación parece obvia: sus
posiciones políticas. Lo que nunca sabremos es quién lo decidió en realidad.
Paradójicamente, después del primero de enero Salinas siguió controlando al país, pero no
a los grupos asociados con su poder. Y hasta encontramos razones suficientes para pensar
que otra tragedia se planeó y llevó a cabo aquel año o, si se quiere, un poco antes: la
disolución y la lucha a muerte entre los grupos relacionados con el ejercicio del poder.

El autoritarismo no siempre es rentable ni es siempre una garantía de éxito. Ni siquiera


hoy. Concentrando el poder, Salinas despertó a las bestias negras que anidaban dentro del
sistema y provocó la guerra interna. Ya no se trataba del consenso de «unir y cumplir». Se
trataba de imponer la voluntad de un grupo o de un individuo que, a su vez, dividía a la
sociedad y empeoraba las cosas, dividía a los propios grupos gobernantes. Esta voluntad
simplemente fracasó. Las guerrillas en Chiapas fueron importantes, no por el propio
movimiento, sino por el proceso de disolución que pusieron en marcha y por la parálisis
que, como todos se dieron cuenta enseguida, se había apoderado para entonces del
sistema y de su presidente. Desde el primero de enero de 1994, varios hechos,
inconcebibles el día anterior, se vieron como prueba de lo que dos décadas antes hubiera
sido una hipótesis extravagante: el agotamiento del sistema político mexicano. Parecía
increíble pero era cierto. El mundo contemplaba la irremediable disolución del sistema. Los
propios hechos empezaron a escribir una historia que nadie esperaba. Salinas perdió su
prestigio. México dejó de ser el paraíso del desarrollo emergente. Y no tardó en convertirse
en una pesadilla para todo el mundo.

Junto con la situación política, la situación económica de México, como sucede siempre, se
volvió confusa e insegura. La mejor prueba del fracaso de la concentración del poder en
manos de Salinas fue la manera en que se comportó la economía en 1994. El TLC no
produjo resultados inmediatos, al menos ninguno manifiesto. Las guerrillas en Chiapas
asustaron a todos. A veces incluso una sola declaración de su dirigente o alguna acción del
movimiento guerrillero era suficiente para detonar desastres económicos. Salinas hubiera
tenido que darse cuenta de todo esto. México no era ni Corea ni Taiwán. Era un país pobre
con antiguos problemas sociales sin resolver y todavía sobresalientes. Pronasol y Procampo

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fueron sólo manipulaciones, bastante inadecuadas para las necesidades reales de la gente.
Nunca funcionaron como promotoras del desarrollo. Lo peor de todo era que a veces se
aplicaban injustamente y cuando había un proceso electoral en puerta. El dinero invertido
en estos programas era mínimo. Era sólo una política demagógica que no resolvía los
problemas y que en muchas ocasiones aumentaba el resentimiento que de otra manera se
hubiera evitado. Un ejemplo de lo insensible que se había vuelto el gobierno de Salinas fue
la manera en que trató la cuestión indígena. Las reformas al artículo 27 de la Constitución
fueron repudiadas sobre todo porque no tomaban en cuenta las condiciones de los grupos
indígenas que, con estas reformas, corrían el peligro inminente de perder sus tierras.
Parece que Salinas nunca estuvo consciente de los intereses que estaba perjudicando, ni
siquiera cuando la insurrección indígena estalló frente a su cara el primero de enero de
1994, con todos los trágicos resultados que desencadenó.

Es cierto, 1994 fue un desastre, el año en que las consecuencias de los hechos se hicieron
manifiestas. Fue un año de arreglo de cuentas en el que los grupos gobernantes ya no
pudieron seguir evitando pagar sus deudas vencidas. Pero hay un hecho que capta nuestra
atención: la rápida disolución del equipo de gobierno que había sido reunido desde la
Presidencia de De la Madrid bajo el liderazgo de Salinas de Gortari. Esto fue fatal para el
sistema político mexicano. Como dijo en una ocasión Angel Gurría Lacroix, ese equipo
hubiera tenido que gobernar México durante por lo menos los tres sexenios siguientes.
Habría «salinismo» por lo menos veinte años más. Era un sueño de opio. Y esto sucede en
México con regularidad. Un gobernante autoritario no puede tener ningún sentido de la
autocrítica. Menos aún se puede formar una idea objetiva de la realidad. Como dice lord
Acton, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. No es posible
tener una idea clara de lo que se hace cuando prevalece la idea de que la voluntad de uno
es la de todos. La corrupción de un sistema político no significa latrocinio y abusos.
También implica la disolución irremediable de una forma de gobierno que podría haber
sido mejor. Salinas iba a buen paso, pero de repente todo dejó de funcionar.

Los desastres que siguieron fueron de nuevo prueba evidente de que el sistema había
dejado de funcionar y de que era necesario cambiarlo de raíz. Pero el presidente nunca
estuvo dispuesto a aceptarlo. Estaba muy ocupado tratando de salvar su propia imagen
como ejemplo de gobernante de fines del siglo XX. Parece que para él, el asesinato de
Colosio no pasó de ser un acontecimiento aislado, mientras que para el resto de la gente
estaba claro que fue una acción criminal que no tenía vuelta de hoja. El grupo gobernante
había dejado de ser un grupo. Era un campo de batalla. Los partidos de oposición (incluido
el PRD) y las guerrillas en Chiapas ya no tenían prioridad. No dejaron de ser un problema,
pero ya no eran el problema principal. Todas las desventuras de Salinas se generaron
dentro de su propio equipo gobernante y de su partido. Como es común en el régimen
presidencialista mexicano, de pronto y en los momentos más difíciles, el presidente deja de
escuchar y se guarda para él todo el poder de decisión. Un sistema así ya no puede
garantizar un comportamiento decoroso en la sociedad en general.

Camacho cumplió muy bien su papel en el conflicto de Chiapas. Consiguió que se llegara a
acuerdos sustanciales que las guerrillas no esperaban. Salinas no hizo nada por apoyar

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esos acuerdos ni para que se pusieran en práctica. Simplemente aprovechó la situación
para deshacerse de Camacho de una vez por todas. Así no se puede gobernar un país.
Todos los esfuerzos de Salinas (y he de señalar que no eran sólo sus propias decisiones,
sino el resultado de acuerdos tomados con los grupos dominantes) se centraban en ganar
las elecciones de 1994 sin importar cómo. Después del asesinato de Colosio no había
mucho de donde escoger. Zedillo era la última carta de Salinas. Creo que Zedillo no ha
dejado nunca de agradecer a Salinas su decisión de escogerlo como una última carta. Pero
de todas maneras, la selección del candidato que se había vuelto a barajar no era para
nada un problema. El problema era hacer que ganara a toda costa. Y así se hizo. Zedillo
ganó con casi el mismo porcentaje de los votos que Salinas había obtenido en 1988. Lo
que antes había parecido un desastre, en 1994 funcionó a la perfección. Así actúa el
destino. Pero no es éste el hecho más pertinente, sino que Salinas apostó todo en el juego
de ganar las elecciones. Es evidente que nunca ha habido elecciones más limpias que las
de 1994, aunque no fueron todo lo limpias que se hubiera deseado. Pero Salinas había
apostado todo, incluida la política económica.

Cuando a mediados de 1994 el Banco Mundial le indicó que tenía que devaluar la moneda,
Salinas no escuchó. La economía no funcionaba bien. Los problemas sociales iban en
aumento, sobre todo después del estallido de la guerrilla. El presidente no hizo nada.
Parece que su principal objetivo era ganar las elecciones y asegurar, desde su punto de
vista, la última oportunidad de continuidad de su sexenio. Perdió también en esto. A
diferencia de presidentes anteriores, Salinas no supo cómo guardar la distancia respecto a
su sucesor, lo que le causó problemas que acabaron en desastres de los que ahora todos
le hacen responsable. Terminó como el único presidente, desde la presidencia de
Echeverría, que nunca devaluó la moneda. No obstante, sólo veinte días después de su
sexenio, la moneda mexicana acabó en una de las peores catástrofes de los últimos veinte
años. Zedillo, su sucesor, tuvo que pagar la cuenta. No obstante, para entonces, Salinas
era visto por todos como el verdadero villano de la historia. Su historial se fue a pique y
hoy Salinas se encuentra en la situación de un ser «intocable», si es ésta la expresión
correcta, en el extranjero y tratando de sobrevivir, no sólo política -lo cual es imposible-
sino físicamente. Labor aún más difícil después de que su hermano fue acusado de graves
delitos.

Salinas tendrá que responder a la historia. No cabe ninguna duda. Pero no es esto lo que
más importa. El problema clave de su gobierno es que el sistema político mexicano llegó a
sus límites. Límites cuyas salidas son o la violencia general y el total derrumbe del orden
político, o una total transformación del orden político actual. No caben las medias tintas. La
gran diversidad de la sociedad mexicana es una garantía en este sentido. 1994 mostró que
la mitad de los ciudadanos ya no estaban de acuerdo con el régimen y querían otro.
Salinas quiso mantener la antigua manera de gobernar, un verdadero ancien régime, a
toda costa. Fracasó visiblemente. No hay nadie en México que pueda seguir apoyando este
viejo estilo, salvo tal vez los dinosaurios del PRI. Quizás éste sea el verdadero «legado» de
Salinas. Después de examinar su desastrosa actuación como gobernante » modernizador»,
no puedo llegar a otra conclusión.

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