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Diagnóstico

1) Lea el siguiente texto y luego resuelva las consignas:

¿Y si dejáramos de simular?1
Jonathan Franzen2
“Hay una esperanza infinita ―dice Kafka― solo que no para nosotros”. Este es un epigrama
adecuadamente místico de un escritor cuyos personajes luchan por metas que son muy
alcanzables y, de un modo trágico o divertido, nunca pueden alcanzar. Pero me parece que, en
nuestro mundo que se oscurece rápidamente, lo contrario de lo dicho por Kafka también es cierto:
No hay esperanza, excepto para nosotros.
Estoy hablando, por supuesto, del cambio climático. La lucha por frenar las emisiones globales de
carbono e impedir que el planeta se derrita genera la sensación de la ficción de Kafka. La meta ha
sido clara durante treinta años y, a pesar de los esfuerzos serios, no hemos hecho esencialmente
ningún progreso para lograrla. Hoy, la evidencia científica raya con lo irrefutable. Quien tiene
menos de 60 años es muy probable que haya sido testigo de la desestabilización radical de la vida
sobre la tierra: pérdidas masivas de cosechas, incendios apocalípticos, economías que
implosionan, inundaciones épicas, cientos de millones de refugiados que huyen de regiones que se
volvieron inhabitables por el extremo calor o la sequía permanente. Quien tiene menos de 30,
tiene casi garantizado que va a presenciarlo.
Si nos preocupamos por el planeta, y por la gente y los animales que viven en él, hay dos formas
de pensar en esto. Podemos seguir esperando que la catástrofe sea evitable, y sentirnos aún más
frustrados o furiosos por la inacción del mundo. O podemos aceptar que el desastre se acerca y
comenzar a repensar qué significa tener esperanza.
Aún en esta fecha tardía, siguen abundando las expresiones de una esperanza poco realista. No
pasa casi un día sin que lea que es hora de “arremangarnos” y “salvar el planeta”; que el problema
del cambio climático puede “resolverse” si convocamos a la voluntad colectiva. Aunque este
mensaje era probablemente cierto en 1988, cuando la ciencia se pronunció con toda claridad,
hemos emitido tanto carbono a la atmósfera en los últimos treinta años como en los dos siglos
anteriores de industrialización. Los datos han cambiado, pero, en cierta forma, el mensaje sigue
siendo el mismo.

1
The New Yorker [en línea], 8 de septiembre de 2019. Dirección URL:
https://www.newyorker.com/culture/cultural-comment/what-if-we-stopped-pretending [consulta: 22 de
septiembre de 2019]. Traducción de Emilia Ghelfi.
2
Jonathan Franzen (1959) es un novelista norteamericano, colaborador habitual de The New Yorker, cuya
obra más reciente es Purity.
Psicológicamente, esta negación tiene sentido. A pesar del indignante hecho de que pronto estaré
muerto, vivo en el presente, no en el futuro. Si me dan la opción entre una abstracción alarmante
(la muerte) y la evidencia tranquilizadora de mis sentidos (¡el desayuno!), mi mente prefiere
focalizar en esto último. El planeta, también, sigue estando maravillosamente intacto, sigue siendo
básicamente normal ―las estaciones cambian, hay otra elección el año que viene, nuevas
comedias en Netflix― y es aún más difícil que mi mente se concentre en su inminente colapso que
en torno de la muerte. Otros tipos de apocalipsis, por ejemplo, el religioso, el termonuclear o el
asteroidal, al menos tienen la prolijidad binaria del morir: un momento el mundo está ahí, al
siguiente desaparece para siempre. El apocalipsis climático, en cambio, es desprolijo. Tomará la
forma de crisis cada vez más graves que se acumulen caóticamente hasta que la civilización
comience a destruirse. Las cosas se pondrán muy mal, pero quizás no demasiado pronto y quizás
no para todos. Quizás no para mí.
Parte de la negación, sin embargo, es más voluntariosa. Lo malo de la postura del Partido
Republicano sobre la ciencia del clima es bien conocido, pero la negación está atrincherada en la
política progresista, también, o al menos en su retórica. El Nuevo Trato Verde, el plano de algunas
de las propuestas más sustanciosas planteadas sobre el tema, sigue siendo encuadrado como
nuestra última oportunidad para evitar la catástrofe y salvar el planeta por medio de gigantescos
proyectos de energía renovable. Muchos de los grupos que apoyan esas propuestas hablan de
“detener” el cambio climático, o dan a entender que todavía hay tiempo para impedirlo. A
diferencia de la derecha política, la izquierda se enorgullece de escuchar a los científicos del clima
que, en realidad, avalan que la catástrofe es teóricamente evitable. Pero nadie parece escuchar
con cuidado. El énfasis recae en la palabra teóricamente.
Nuestra atmósfera y nuestros océanos pueden absorber solo una determinada cantidad de calor
antes de que el cambio climático, intensificado por diversos ciclos de retroalimentación, se salga
completamente de control. El consenso entre los científicos y los hacedores de políticas es que
pasaremos ese punto de no retorno si la temperatura media global se eleva en más de dos grados
Celsius (quizás un poco más, pero también puede ser un poco menos). El IPCC —el
Intergovernmental Panel on Climate Change— nos dice que, para limitar el aumento a menos de
dos grados, no solo tenemos que revertir la tendencia de las últimas tres décadas. Tenemos que
acercarnos a emisiones netas cero, globalmente, en la próximas tres décadas.
Es decir, para decir lo mínimo, una exigencia exagerada. También supone que confiamos en los
cálculos del IPCC. Nuevas investigaciones, descriptas el mes pasado en Scientific American,
demuestran que los científicos, lejos de exagerar la amenaza del cambio climático, han
subestimado su ritmo y su gravedad. Para proyectar el aumento en la temperatura media global,
los científicos se apoyan en complicados modelos atmosféricos. Toman una gran cantidad de
variables y las corren en supercomputadoras para generar, digamos, diez mil simulaciones
diferentes para el próximo siglo, para hacer una “mejor” predicción del aumento de la
temperatura. Cuando un científico predice un aumento de dos grados Celsius, solo está dando un
número sobre el que se siente muy seguro: el aumento será de al menos dos grados. El aumento
podría, de hecho, ser mucho más alto.
Como no científico, hago mi propio tipo de modelo. Corro diversos escenarios futuros por mi
cerebro, aplico las restricciones de la psicología humana y la realidad política, tomo nota del
incesante aumento en el consumo global de energía (hasta ahora, el ahorro de carbono provisto
por la energía renovable ha sido más que superado por la demanda de los consumidores) y cuento
los escenarios en los que la acción colectiva evita la catástrofe. Los escenarios que concluyo de las
prescripciones de los hacedores de políticas y de los activistas comparten ciertas condiciones
necesarias.
La primera condición es que cada uno de los países más contaminantes del mundo establezca
medidas de conservación drástica, reduzca gran parte de su infraestructura de energía y
transporte, y reorganice completamente su economía. Según un artículo reciente en Nature, las
emisiones de carbono de la infraestructura global existente, si se opera mediante su tiempo de
vida normal, excederán toda nuestra “tolerancia” de emisiones: los gigatones adicionales de
carbono que pueden liberarse sin cruzar el umbral de la catástrofe. (Este cálculo no incluye los
miles de nuevos proyectos de energía y transporte ya planeados o en construcción). Para estar
dentro de esa tolerancia, tiene que producirse una intervención de arriba hacia abajo no solo en
cada país, sino en la totalidad de cada país. Hacer de la ciudad de Nueva York una utopía verde no
servirá si los texanos siguen extrayendo petróleo y conduciendo camionetas.
Las acciones que tomen estos países deben también ser las correctas. Deben gastarse vastas
sumas de dinero estatal sin derrocharlo y sin que vaya a parar a los bolsillos equivocados. Aquí es
útil recordar la broma kafkiana de la orden sobre el biocombustible de la Unión Europea, que
sirvió para acelerar la deforestación de Indonesia para hacer plantaciones que permitieran
obtener aceite de palma, y el subsidio norteamericano al combustible de etanol, que terminó no
beneficiando a nadie excepto a los que cultivaban maíz.
Finalmente, cantidades abrumadoras de seres humanos, incluyendo millones de norteamericanos
que odian al gobierno, tendrán que aceptar altos impuestos y una drástica reducción de su estilo
de vida familiar sin rebelarse. Deberán aceptar la realidad del cambio climático y tener fe en las
extremas medidas tomadas para combatirlo. No podrán descartar las noticias que les disgustan
como falsas. Tendrán que dejar de lado el nacionalismo y los resentimientos de clase y de raza.
Tendrán que hacer sacrificios por naciones lejanas que están amenazadas y futuras generaciones
distantes. Tendrán que estar permanentemente aterrorizados por veranos más calurosos y
desastres naturales más frecuentes, en lugar de solo acostumbrarse a ellos. Todos los días, en
lugar de pensar en el desayuno, tendrán que pensar en la muerte.
Llámenme pesimista o llámenme humanista, pero no veo que la naturaleza humana cambie
fundamentalmente pronto. Puedo imaginar diez mil escenarios a través de mi modelo, y en
ninguno de ellos veo que la meta de los dos grados se cumpla.
A juzgar por recientes encuestas de opinión, que muestran que una mayoría de norteamericanos
(muchos de ellos republicanos) son pesimistas sobre el futuro del planeta, y por el éxito de un libro
como el horrible The Uninhabitable Earth, de David Wallace-Wells, que fue publicado este año, no
soy el único que ha llegado a esta conclusión. Pero sigue habiendo reticencia a difundirla. Algunos
activistas del clima sostienen que, si admitimos públicamente que el problema no se puede
resolver, eso desalentará a la gente para realizar la más mínima acción para mejorar la situación.
Esto me parece no solo un cálculo displicente, sino también ineficaz, dado el poco progreso que
tenemos para mostrar hasta hoy. Los activistas que lo hicieron me recuerdan a los líderes
religiosos que temen que, sin la promesa de la salvación eterna, la gente no se molestará en
comportarse bien. En mi experiencia, los no creyentes no son menos afectuosos con sus vecinos
que los creyentes. Y, entonces, me pregunto qué podría ocurrir si, en lugar de negar la realidad,
nos dijéramos la verdad.
Ante todo, aunque ya no podamos esperar ser salvados de los dos grados de calentamiento,
todavía hay un fuerte motivo práctico y ético para reducir las emisiones de carbono. A largo plazo,
probablemente no haya diferencia por cuánto superamos los dos grados; una vez que se haya
pasado el punto de no retorno, el mundo se transformará. En el corto plazo, sin embargo, medidas
a medias es mejor que falta de medidas. Reducir a la mitad nuestras emisiones haría que los
efectos inmediatos del calentamiento fueran en cierta forma menos graves, y pospondría de algún
modo el punto de no retorno. Lo más aterrador respecto del cambio climático es la velocidad a la
que está avanzando, el hecho de que casi todos los meses se rompen récords de temperatura. Si la
acción colectiva tuviera como resultado solo un devastador huracán menos, solo unos pocos años
más de relativa estabilidad, sería una meta que valdría la pena alcanzar.
De hecho, valdría la pena perseguirla, aunque no tuviera ningún efecto. No conservar un recurso
finito cuando hay disponibles medidas de conservación, agregar carbono a la atmósfera
innecesariamente cuando sabemos muy bien lo que el carbono le está haciendo, es simplemente
incorrecto. Aunque las acciones de un individuo tengan cero efecto en el clima, esto no significa
que no tengan sentido. Cada uno de nosotros tiene una decisión ética que tomar. Durante la
Reforma Protestante, cuando el “fin de los tiempos” era apenas una idea, no la cosa
horriblemente concreta que es hoy en día, una cuestión doctrinaria clave era si debíamos realizar
buenas obras porque nos llevarían al cielo, o si debíamos hacerlas solo porque eran buenas,
porque, mientras el cielo es un signo de interrogación, sabemos que este mundo sería mejor si
cada uno las hiciera. Puedo respetar el planeta, y preocuparme por las personas con las que lo
comparto, sin creer que se salvará.
Más que eso, una falsa esperanza de salvación puede ser activamente prejudicial. Si uno sigue
creyendo que la catástrofe puede ser evitada, se compromete a atacar un problema tan enorme
que necesita ser la principal prioridad de cada uno para siempre. Extrañamente, el resultado es
una especie de complacencia: votar por candidatos verdes, ir al trabajo en bicicleta, evitar los
viajes en avión, uno puede sentir que está haciendo todo lo que puede por la única cosa por la que
vale la pena actuar. En cambio, si uno acepta la realidad de que el planeta pronto se recalentará
hasta el punto de amenazar la civilización, hay muchas más cosas que deberíamos hacer.
Nuestros recursos no son infinitos. Aunque invirtamos muchos de ellos en una apuesta a largo
plazo, reduciendo las emisiones de carbono con la esperanza de que eso nos salvará, es
imprudente invertir todo en eso. Mil millones de dólares gastados en trenes de alta velocidad, que
pueden o no ser adecuados para América del Norte, son mil millones no guardados para la
preparación contra desastres, reparaciones a países inundados, o futura ayuda humanitaria. Cada
megaproyecto de energía renovable que destruye un ecosistema vivo ─el desarrollo de energía
“verde” que ahora se está produciendo en los parques naturales de Kenia, los gigantescos
proyectos hidroeléctricos en Brasil, la construcción de granjas solares en espacios abiertos, en
lugar de en áreas pobladas─ erosionan la resiliencia de un mundo natural que ya está luchando
por su vida. El agotamiento del suelo y el agua, el uso excesivo de pesticidas, la devastación de la
pesca mundial: se necesita una voluntad colectiva para estos problemas, también, y, a diferencia
del problema del carbono, está dentro de nuestro poder resolverlos. Como bonus, muchas
acciones de conservación de baja tecnología (restaurar bosques, preservar pastizales, comer
menos carne) pueden reducir nuestra huella de carbono tan eficazmente como los cambios
industriales masivos.
Una guerra total contra el cambio climático tenía sentido mientras se la podía ganar. Una vez que
se acepta que la hemos perdido, otros tipos de acciones pueden servir más. Prepararse para
incendios e inundaciones y refugiados es un ejemplo muy pertinente. Pero la inminente catástrofe
eleva la urgencia de casi cualquier acción para mejorar el mundo. En tiempos de caos creciente, la
gente busca protección en el tribalismo y las fuerzas armadas, en lugar de en el imperio de la ley, y
nuestra mayor defensa contra este tipo de distopías es mantener democracias que funcionen,
sistemas legales que funcionen, comunidades que funcionen. En este sentido, cualquier
movimiento hacia una sociedad más justa y más civilizada puede ser considerado ahora como una
acción climática relevante. Asegurar elecciones justas es una acción climática. Combatir la extrema
desigualdad de la riqueza es una acción climática. Reducir las máquinas de odio en las redes
sociales es una acción climática. Instituir una política de inmigración humana, defender la igualdad
racial y de género, promover el respecto a las leyes y su cumplimiento, apoyar una prensa libre e
independiente, librar al país de armas de asalto: todas estas son acciones climáticas significativas.
Para sobrevivir a las temperaturas en aumento, todos los sistemas, sean del mundo natural o del
mundo humano, tendrán que ser tan fuertes y tan sanos como podamos.
Y luego está la cuestión de la esperanza. Si nuestra esperanza para el futuro depende de un
escenario muy optimista, ¿qué haremos dentro de 10 años cuando el escenario se vuelva inviable,
incluso en teoría? ¿Abandonar el planeta por completo? Para tomar prestado el consejo de los
planificadores financieros, podría sugerir una cartera más equilibrada de esperanzas, algunas de
largo plazo, la mayoría de corto plazo. Está bien luchar contra las restricciones de la naturaleza
humana, esperando mitigar lo peor de lo que está por venir, pero es igualmente importante pelear
las batallas más pequeñas, más locales, que tenemos alguna esperanza realista de ganar. Seguir
haciendo lo correcto por el planeta, sí, pero también seguir tratando de salvar lo que amamos
específicamente ―una comunidad, una institución, un lugar silvestre, una especie que está en
problemas― juntar coraje en los pequeños éxitos. Cualquier cosa buena que hagamos ahora es,
posiblemente, un resguardo contra el futuro más caluroso, pero lo verdaderamente significativo
es que es bueno hoy. En la medida en que tengamos algo para amar, tenemos algo que esperar.
En Santa Cruz, donde vivo, hay una organización llamada Homeless Garden Project. En una
pequeña granja en el extremo oeste de la ciudad, ofrece empleo, capacitación, apoyo y un sentido
de comunidad a los miembros de la población sin techo de la ciudad. No puede “resolver” el
problema de la gente en situación de calle, pero ha estado cambiando vidas, de a una por vez,
durante casi treinta años. Manteniéndose en parte con la venta de productos orgánicos,
contribuye de un modo más amplio a una revolución sobre cómo pensamos sobre la gente
necesitada, la tierra de la que dependemos, y el mundo natural a nuestro alrededor. En el verano,
como miembro de su programa CSA, disfruto de su kale y sus frutillas, y en el otoño, porque el
suelo está vivo y sin contaminar, pequeñas aves migratorias encuentran su sustento en sus surcos.
Puede llegar un momento, antes de lo que nos gustaría pensar, en que los sistemas de la
agricultura industrial y el comercio mundial se quiebren y que la gente en situación de calle supere
a la que vive en casas. En ese punto, la granja local tradicional y las comunidades sólidas ya no
serán meras palabras pegadizas de los liberales. La amabilidad con los vecinos y el respeto por la
tierra ─alimentar el suelo saludable, manejar el agua con prudencia, cuidar a los polinizadores─
serán esenciales en una crisis y en cualquier sociedad que la sobreviva. Un proyecto como
Homeless Garden me ofrece la esperanza de que el futuro, aunque, sin dudas, peor que el
presente, también puede, en cierta forma, ser mejor. Lo más importante, sin embargo, es que me
da esperanzas para hoy.

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