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Su método, su
contenido, su historia, Eunsa, Pamplona, 20073, 80-110. Si bien esta es una obra de
Teología Moral, nos sirve para especificar el tipo de conocimiento que se da en la ética
filosófica. Por ello, se ha buscado centrar en el siguiente texto la problemática filosófica
haciendo abstracción de algunas cuestiones teológicas que, si bien, se harán presentes en
algunas líneas.
Esta distinción sigue siendo perfectamente válida; pero preferimos encarar el problema
de un modo poco diferente. El desarrollo extraordinario que han conocido en nuestros días las
ciencias y las técnicas ha modificado la idea misma de la ciencia. Las ciencias positivas se han
convertido, a los ojos de muchos, en el modelo del conocimiento en general, y las técnicas que
engendran parece que deben imponerse en todo el dominio práctico. También es necesario para
nosotros, con el fin de evitar confusiones lamentables, distinguir claramente cuáles son los tipos
de conocimiento que nos procuran la ética/moral y las ciencias positivas. Para conseguirlo, nos
remontaremos hasta el método que caracteriza y determina estas dos especies de saber.
A- El conocimiento moral
El conocimiento moral nos sitúa ante una paradoja: cuanto más lo vivamos, cuanto más
poderoso sea en nosotros, más nos cuesta expresarlo con palabras, exponerlo y defenderlo
delante de los otros. Para comprobarlo, basta con preguntarse sobre las elecciones más difíciles
de la vida: ¿Por qué se han elegido esposos que se aman profundamente? ¿Cuál es la razón
determinante de un cambio de vida hacia el bien dejando el mal atrás? Tenemos plena
conciencia de que nos comprometemos personalmente, pero tan pronto como queremos
expresar los móviles que nos han inspirado, comprobamos que la materia se nos escapa. Por
tanto, con el objeto de abordar esta dificultad, es necesario que nos aboquemos a una paciente
reflexión sobre el obrar humano, tomarlo tal y cual aparece en primer lugar a la mirada, para
remontarse después a su origen interior, hasta su causa en la conciencia y en la voluntad
personal. Es a partir de este punto central cuando el acto humano revela todas sus dimensiones.
He aquí cómo podríamos describir el desarrollo del conocimiento moral, partiendo del
nivel superior del que surge como una fuente de luz y de acción.
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1 – El conocimiento «fontal» o causal
Se podría situar el conocimiento «fontal» en el nivel del espíritu, en la parte más alta y
secreta de nosotros mismos, en nuestra interioridad activa. También podríamos decir que
pertenece al «ego central», del que Lavelle decía que era «la única realidad en el mundo cuya
esencia es hacerse». Este conocimiento surge efectivamente al hacerse y al obrar, nos hace
verdaderamente ser.
Se puede recordar también aquí la «scintilla animae», la llamita del alma de la que habla
san Jerónimo, que llegará a ser la sindéresis de los teólogos, la intuición de los primeros
principios del obrar moral que el conocimiento «fontal» pone en aplicación.
2 – El conocimiento reflejo
Esta mirada sobre uno mismo puede poner en peligro el conocimiento «fontal» y hasta la
calidad de la acción. Es la que engendra la timidez, la vanidad, el «mi yo» del que hablábamos
antes, el replegarse sobre sí y el orgullo. El orador que se escucha hablar se separa de lo natural.
El predicador que se admira está en peligro de perder el hilo de su discurso. El conocimiento
reflejo puede también comprometer la simplicidad del conocimiento «fontal» y provocar la
división, la ambigüedad de la acción.
Sin embargo, el conocimiento reflejo puede ejercer también un papel positivo. Mediante
él podemos controlar nuestros actos, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos. Esta
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mirada interior contribuye a que consigamos el dominio de nuestras acciones y nos ayuda a
llevarlas a su término. Pero para conseguirlo debe obrar en colaboración continua con el
conocimiento «fontal» y mantenerse siempre a su servicio.
Estamos sin duda aquí en los orígenes del lenguaje. La palabra es como el doble de la
realidad que nombra. Corresponde al desdoblamiento que opera el conocimiento reflejo
respecto del conocimiento «fontal» y de la acción. También él será ambivalente: expresará y
manifestará la realidad profunda como un signo fiel y bien concorde, o dificultará el acceso y
formará una pantalla hasta sustituirla.
3 – El conocimiento de reflexión
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Al igual que el conocimiento de reflexión, este saber sistemático no puede agotar el
contenido del conocimiento «fontal», o exponer toda la riqueza de la experiencia ético/moral.
Por perfectos que sean, los sistemas morales siempre quedarán inacabados. Se podría decir que
tal es incluso la condición de su fidelidad a la realidad moral. Sin embargo, este esfuerzo de
sistematización es indispensable para asegurar la solidez y el progreso de nuestro conocimiento
moral.
Para distinguir las etapas del conocimiento moral, hemos debido insistir en sus
diferencias, pero no debe olvidarse jamás la continuidad dinámica que las reúne. El
conocimiento «fontal» es la fuente de todo conocimiento moral, hasta del más teórico, y éste,
tan científico como se quiera, dejará de cumplir su objetivo natural, si no vuelve a aquel
conocimiento original para producir la acción con él. En efecto, incluso en su estado de teoría,
la moral es un conocimiento ordenado a la acción como a su obra propia y a su perfección. Es
asimismo mediante el ejercicio de la acción, especialmente si es correcta, por lo que la ciencia
moral es puesta a prueba por la realidad y puede progresar por la experiencia.
Esta exposición del circuito del conocimiento moral permite situar exactamente las
principales formas que puede adoptar: el conocimiento personal o prudencial, el conocimiento
del sabio y del espiritual, el conocimiento científico o teológico, y mostrar sus relaciones
necesarias. El conocimiento «fontal» tiende naturalmente a convertirse en un conocimiento
sapiencial y, después, científico. El proceso puede desplegarse a lo largo de los siglos. Pero este
crecimiento está continuamente alimentado por la vuelta a la acción concreta y a la experiencia.
El conocimiento sistemático, sea este filosófico o teológico, por su parte, que se alcanza al
término de este desarrollo del lado de la razón y constituye, por su grado de abstracción y de
universalidad, el polo más alejado del conocimiento «fontal», no puede, sin embargo, ser
separado nunca de éste so pena de perder su fuente y faltar a su fin.
Nuestra descripción del conocimiento moral es bastante diferente del esquema que se ha
hecho clásico en los últimos siglos. Este presenta dos grados: en primer lugar, unos principios,
abstractos y universales, formulados en leyes generales; después la acción concreta, singular,
individualizada por sus circunstancias y su situación. La obra del saber moral consiste entonces
en aplicar, tan fielmente como sea posible, los principios o leyes universales a la acción singular.
No podemos aquí llevar a cabo la crítica completa de este esquema; nos contentaremos
con compararlo con el nuestro. Como aplicación a la razón práctica de los procedimientos de la
razón especulativa, este esquema es justo y conserva su valor. Corresponde a la elaboración que
hemos situado al término de nuestra tercera etapa y en la cuarta. Describe el retorno de la ley
a la acción concreta, en la última etapa, a modo de aplicación normativa.
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No obstante, tal y como es utilizado por las morales modernas de la obligación, esta
presentación es demasiado limitada y puede llegar a ser muy insuficiente. Comprendida a partir
de la distinción entre lo universal y lo singular que resulta de la oposición entre la ley y la libertad,
el conocimiento moral abstracto y el conocimiento concreto se separan y se hallan siempre en
estado de tensión. Se deja de ver cómo los principios y la ciencia moral son fruto de una
experiencia de la realidad, humana o divina, y a ella deben conducir; parecen descender del cielo
de las ideas, totalmente elaborados en su forma imperativa. Tampoco se ven los recursos de luz
que contiene la experiencia activa y recta. La aplicación de los principios y leyes a los actos se
hace por una deducción de pura razón, en la que el sujeto permanece demasiado pasivo. El
conocimiento moral pierde su dinamismo y su vida; su horizonte se reduce a fórmulas legales.
No tiene ya otro movimiento que el interminable debate entre la libertad y la ley a propósito de
los casos de conciencia.
El esquema moral de la aplicación de los principios a los actos singulares puede, por
fortuna, ser entendido de otra forma, como lo hace santo Tomás cuando se tiene en cuenta su
concepción de conjunto de la moral. Puede entonces representar con exactitud el trabajo de la
razón práctica. Esta labor, por racional que sea, se hace gracias al conocimiento concreto y
personal que procuran las virtudes, como la sabiduría, la ciencia y especialmente la prudencia,
en estrecha conexión con las virtudes del apetito. Va a la par con el conocimiento por
connaturalidad del que habla tan a menudo el Doctor Angélico. De esta manera, mediante las
virtudes, se establece, en la interioridad dinámica del sujeto que actúa, un lazo viviente entre lo
universal y lo singular, entre los principios y la acción. Tal es el movimiento vital del conocimiento
moral que hemos tratado de describir al completar el esquema tradicional.
B- El conocimiento positivo
¿Cómo abordan las ciencias humanas los actos humanos? ¿Mediante qué método y bajo
qué luz los estudian? No podemos emprender aquí la tarea de analizar las diferentes ciencias y
sus métodos particulares. Lo que nos interesa, desde una perspectiva ético/moral, es discernir
cuál es el método general de las ciencias humanas y, con más precisión, la actitud que nos hacen
adoptar, la forma especial con la que nos hacen mirar al hombre y a sus acciones, a fin de
establecer la diferencia con el método, la actitud y la mirada propias de la moral.
Para ir derechos a lo esencial, se puede decir que las ciencias modernas están regidas,
sobre todo desde el último siglo, por el método positivo, inaugurado por Bacon y generalizado
por Comte, que extrajo de él una filosofía.
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Se puede definir el método positivo como un conocimiento por la observación rigurosa
de los hechos perceptibles por los sentidos (y por los instrumentos que los perfeccionan), es
decir, de los fenómenos, en tanto que son cuantitativamente mensurables y reductibles a leyes
invariables que expresan fórmulas precisas. Comte escribía: «Todos los buenos espíritus repiten
desde Bacon que no hay más conocimientos reales que los que reposan en hechos observados».
Lo que nos interesa en particular es el comportamiento del hombre, del sabio, ante los
«hechos observados», en este caso los actos humanos, que dirige este método y que llega a ser
característico. La actitud ideal será para él mantenerse como un puro observador, exterior a los
hechos, no interviniendo para nada en su desarrollo, a fin de asegurar la perfecta objetividad de
las observaciones y el rigor científico en el establecimiento de las leyes que relacionan los
fenómenos. Esta es la posición del químico detrás de su microscopio, del astrónomo detrás de
su telescopio, como una pura mirada; así querría ser el psicoanalista detrás de su paciente, como
un puro escuchar.
La frase de Auguste Comte es perfectamente significativa a este respecto. Según él, el test
de los buenos espíritus es sostener este principio: no hay más conocimientos reales que los que
se apoyan en hechos observados según el método positivo. Todo otro conocimiento es
rechazado como irreal e indemostrable, y cualquier otro método, como ilusorio y vicioso. No
hay más ciencia ni conocimiento verdaderos que los positivos, he ahí el positivismo, he ahí la
ciencia erigida en filosofía cuando no en religión.
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C- Comparación entre el método reflexivo de la moral y el método positivo de las
ciencias del hombre
1. La moral aprehende la acción a partir del interior, las ciencias a partir del exterior
a) El conocimiento moral
b) El conocimiento positivo
Sin duda, en lo concreto de la investigación científica, sobre todo la aplicada a las acciones
humanas, es casi imposible descartar enteramente la causalidad agente y final. ¿Comte mismo,
en su texto, no habla del fin de todos sus esfuerzos? No obstante, es verdad que la ciencia
positiva otorga, por su método, la prioridad a la causalidad material a partir de la sucesión y de
la simultaneidad de los fenómenos para establecer una coordinación de leyes invariables, es
decir, según una causalidad que podemos llamar agente, si se quiere, pero que está determinada
y no es libre, por tanto, totalmente diferente de la causalidad moral. Ésta obra en el interior del
sujeto, aquélla lo determina desde el exterior, como un objeto sometido a un mecanismo. Esta
observación se verifica incluso respecto de los fenómenos psíquicos, que pueden ser mirados ya
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a partir de la interioridad dinámica del sujeto por la moral, ya a partir de la exterioridad de un
observador, que utiliza instrumentos de medida y tests en la psicología positiva.
No debemos tener miedo a marcar claramente esta diferencia de los métodos y de las
perspectivas, incluso aunque, en lo concreto de la investigación, no se pueda impedir una cierta
mezcla. La distinción mencionada nos permite darnos cuenta a la vez de la validez de las ciencias
positivas aplicadas al hombre y de sus límites. Citemos aquí el testimonio de Jean Fourastié
según una recensión de su obra El largo camino de los hombres: «Se creyó durante largo tiempo,
siguiendo a Renan, que la ciencia podría sustituir a la religión (nosotros podríamos decir a la
ética-moral) para explicar al hombre su misterio. Los más grandes científicos abandonan o han
abandonado hoy esa opinión... La ciencia aporta una información segura, eficaz, creciente en
cantidad, y cualidad, pero que es muy a menudo insuficiente para determinar una decisión.
Explica el cómo de muchas cosas, pero no el por qué, y permanece muda respecto a los fines
últimos del hombre».
a) El conocimiento moral
Siendo dinámico, el conocimiento moral será de naturaleza más bien sintética. Para
producir la acción, debe componer, con los elementos que implica, una síntesis nueva,
comparable a la edificación de una casa. Se trata de un conocimiento arquitectónico como es la
sabiduría. Por este lado, tiende hacia un conocimiento unificado, tal es el conocimiento por
connaturalidad que desarrolla las virtudes gracias al ejercicio y a la experiencia. Por todos estos
aspectos, el conocimiento moral puede ser llamado un conocimiento «comprometido». No
puede dejar indiferente a la persona que lo adquiere, pues le concierne directamente en su
calidad de sujeto. Además, no puede formarse verdaderamente y crecer sin un compromiso
efectivo en la acción recta y sin la experiencia que ésta procura.
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b) El conocimiento positivo
A pesar de sus diferencias, estas dos actitudes ante los mismos escritos pueden coexistir
y coordinarse en la misma persona. Puede entonces establecerse una conjunción fructífera de
la mirada del investigador y del ético/moralista.
Esta nota crítica, como ya hemos dicho, no elimina, sin embargo, la validez del método ni
la de las ciencias positivas; nos invita solamente a medir mejor su alcance y sus límites.
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3. El conocimiento moral es personal, el conocimiento positivo es apersonal
a) El conocimiento moral
Por esta razón la ley moral se expresa preferentemente en segunda persona: «No
matarás, no cometerás adulterio... Incluso el empleo que hace de la tercera persona puede
reducirse con facilidad a la segunda. Sin duda es preciso ir todavía más lejos y decir que el
conocimiento moral reclama un compromiso personal del propio moralista, pues las realidades
de las que se ocupa no pueden ser conocidas convenientemente sin una cierta experiencia. Por
esta causa, Aristóteles creía que los jóvenes eran ineptos para la ciencia moral, al estar faltos de
la experiencia humana suficiente. La personalidad se mantiene en el corazón del conocimiento
moral gracias a la voluntad libre que le da poder sobre los actos. También la libertad es, como
la personalidad, un postulado o hecho fundamental de la ciencia moral. Veremos que la
representación que se hace del universo moral depende directamente de la concepción de la
libertad de la que disponga la persona humana.
b) El conocimiento positivo
Por su método, el conocimiento positivo rechaza los factores personales y subjetivos, por
parte del observador e incluso de lo observado, y concentra la atención sobre los hechos que
aparecen a una mirada exterior y sobre sus relaciones a fin de deducir de ahí, en la medida de
lo posible, leyes determinantes. La culminación de esta investigación es la reconstrucción de un
cierto «mecanismo» que explique los fenómenos y produzca los hechos.
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interpretados a partir de los datos materiales, reducidos a sus componentes fisiológicos,
biológicos o psíquicos y sometidos a la comprobación: ¡Esto no es más que eso!
Esto no impide que la aplicación del método positivo al hombre siga siendo perfectamente
legítima y válida, a condición de reconocer que una parte del hombre y de su obra se le escapa
necesariamente.
Las ciencias positivas del hombre son y deben ser apersonales, en el sentido que hemos
dicho; pero, precisamente a causa de ello, tienen necesidad de ser completadas por
conocimientos de otro tipo, adquiridos por un método reflexivo y personalista.
Las ciencias nos han impuesto su concepción de la objetividad hasta tal punto que nos
cuesta esfuerzo imaginarnos otra. Conviene, pues, hablar, en primer lugar, de la objetividad que
busca el conocimiento positivo.
Esta objetividad será material. No tocará los dominios de la psicología y de la moral más
que por medio de los hechos comprobables, de los documentos y de los textos en los que se
reflejan. El peligro será en ese caso llevar a cabo, en el nombre de la ciencia, una reducción de
las dimensiones de lo humano a su sustrato material, sin ver que se deja escapar el constitutivo
principal del objeto de la investigación, que es aquí de orden espiritual.
La objetividad positiva confiere a las ciencias una universalidad que les es propia. Los
resultados de la investigación científica son accesibles y comunicables a todos los hombres que
tengan la formación intelectual requerida. Gozan de una universalidad totalmente de razón,
independiente de los otros factores humanos: sentimiento, raza, nación, clase, etc. La
comunicación es aquí más amplia, más segura, más fácil, al menos en principio.
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b) La objetividad moral
Existe en la moral una objetividad tan real y tan exigente como la objetividad científica,
pero es de un tipo diferente. La llamaremos «transubjetiva», pues pasa a través de los propios
sujetos.
Una objetividad semejante puede ser llamada «trans-subjetiva», pues la verdad y el bien
inducen a los sujetos morales a salir de ellos mismos, a superar las singularidades que los
oponen; les ofrecen el único fundamento sólido para construir una comunión y una colaboración
moral.
Por consiguiente, en moral nos las habemos con una objetividad que puede ser calificada
de «personal». Se expresa en una sabiduría que responde a las grandes cuestiones de la vida y
engendra así la ciencia moral.
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que resuena en la intimidad de la fe y de la caridad para colocar allí el fundamento mismo de la
universalidad eclesial.
En la moral ocurre algo totalmente distinto. Sin duda, ciertos moralistas han podido ser
calificados de «objetivistas» y de «cosistas» porque colocaban el criterio moral principal en el
objeto del acto humano concebido casi como una realidad física. Pero en eso justamente se
amoldaban demasiado a las concepciones racionalistas que oponen el objeto al sujeto.
El objeto que conviene al conocimiento moral es aquel que toma su lugar frente al sujeto
que actúa (ob-jectum, colocado delante) y que se ofrece a él como un elemento determinante
de su conocimiento y de su obrar. El objeto conocido causa el amor y el deseo, suscita el respeto,
provoca la amistad y funda las relaciones de justicia y de verdad. El objeto, así entendido, puede
evidentemente ser una persona, reconocida como tal. Las personas son incluso el principal
objeto de la moral, pues sólo ellas pueden engendrar la calidad moral.
Santo Tomás emplea el término «objeto» en este sentido rico cuando hace de él el criterio
primero de la calidad de las acciones. El objeto tiene su lugar tanto en el nivel del acto interior
(conocer, amar, querer) donde se forma la acción, como en el nivel del acto exterior; posee la
misma densidad humana que la intención y la elección que especifica. De este modo, el objeto
puede llegar a ser el principio de la calificación de los actos morales al igual que de las facultades
y los hábitos que los engendran.
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exterior por una doble razón: se aplica a una materia exterior, como la percepción sensible; y el
sabio que la observa se mantiene cuidadosamente, por afán de método, en el exterior de la
experiencia para garantizar su objetividad. Una experiencia de este tipo puede ser, en principio,
reproducida por cualquiera indefinidamente; basta con confrontar los componentes de la
experimentación en idénticas condiciones. En este sentido, sería preferible hablar de
experiencias científicas, en plural.
Es preciso advertir también que la experiencia de los sentidos no permanece íntegra bajo
la mirada positiva, pues es sometida por la razón a las dimensiones del espacio y del tiempo,
que se prestan a medidas precisas y formulables con la ayuda de las matemáticas. Se trata de
una experiencia cuantificable, matematizable. El resto de la experiencia sensible, la cualidad,
por ejemplo, es dejada de lado como no asimilable. Tomemos un ejemplo sencillo: la
contemplación de la luna. El astro de la noche ha suscitado entre los hombres muchos
sentimientos y pensamientos de orden religioso, poético y filosófico, que brotan de una
experiencia sensible que repercute más o menos profundamente en el espíritu y en el corazón.
Pero nada de eso puede servir para la preparación científica de un viaje a la luna, ni entrar en
los cálculos de los ordenadores.
La experiencia científica tiene, pues, su fuerza y sus límites. Saca su fuerza de su fijación
en la experiencia sensible, de la que extrae las medidas y las leyes que puede verificar a
continuación con la eficacia técnica. Por este lado, no se le pueden asignar limitaciones. Pero
tiene unos límites que van unidos al método mismo, que gira exclusivamente sobre el eje de la
objetividad exterior. La observación científica no puede por sí misma darnos a conocer el en sí
de las cosas formado por la vida, ni, en particular, la interioridad del hombre con su dimensión
moral y espiritual. Para penetrar en la interioridad, es preciso recurrir a otro tipo de experiencia,
igualmente ligada a la percepción de los sentidos, pero según una relación diferente.
Cada uno de nosotros, incluso el científico más riguroso, puede verificar que posee una
experiencia personal de un tipo muy distinto al de las experiencias científicas. Aquella es el
resultado de múltiples experiencias que la existencia humana lleva consigo: el afecto y el
sufrimiento, el amor y la lucha, el esfuerzo y el pecado, los fracasos y los éxitos, el paso del
tiempo según las edades de la vida. La experiencia es como el jugo de la vida depositado en
nuestra intimidad personal por los acontecimientos vividos, los golpes sufridos, los sentimientos
experimentados, las decisiones tomadas y perseguidas. Adquirimos de ella una conciencia más
viva a cierta edad, cuando podemos abrazar con la mirada interior un tiempo de vida
suficientemente largo, en el que se dibujan las líneas de crecimiento, con las rupturas y
recomienzos, los surcos que la vida ha ido trazando en el fondo de nosotros mismos y que
forman el rostro de nuestro más íntimo ser.
Nos las tenemos que ver con una experiencia que es interior por un doble título: en primer
lugar, porque se forma en el interior del hombre, en su misma personalidad; y después, porque
una experiencia de este tipo no se puede asir y comprender más que situándose en el interior
para captarla por medio de la reflexión sobre uno mismo, que es la vía de acceso indispensable,
o también por la simpatía que nos causa participar en la experiencia de otro y percibirla como si
fuera nuestra, lo cual presupone siempre una experiencia personal suficientemente madura.
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La obra de la experiencia interior es precisamente revelarnos nuestro ser como hombres,
con su génesis, su crecimiento o su decadencia a lo largo de la vida. Con ellos se podrá construir
una verdadera ciencia, pero de una naturaleza diferente a la de las ciencias positivas. Tal será,
por ejemplo, la moral, que, por otra parte, dará lugar a una sabiduría más que a una ciencia.
La experiencia moral nos revela que tiene su fuente en la más radical exterioridad: en el
seno mismo del conocimiento «fontal», del que ya hemos hablado, percibimos con gran fuerza,
en los momentos decisivos, que no somos para nosotros mismos la regla de la verdad ni la fuente
del bien, que existe por encima de nosotros una cierta luz que nos interpela, que nos transforma,
que nos obliga cuando es necesario y que nos juzga.
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