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Texto basado en: S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana.

Su método, su
contenido, su historia, Eunsa, Pamplona, 20073, 80-110. Si bien esta es una obra de
Teología Moral, nos sirve para especificar el tipo de conocimiento que se da en la ética
filosófica. Por ello, se ha buscado centrar en el siguiente texto la problemática filosófica
haciendo abstracción de algunas cuestiones teológicas que, si bien, se harán presentes en
algunas líneas.

¿Cómo aborda la ética/moral el acto humano y se distingue de


las ciencias humanas?

La disciplina ética/moral se interesa de los actos humanos en la medida en que son


voluntarios y libres. Si tal es el ámbito de nuestra disciplina, ¿cómo distinguirla de las demás
ciencias que se ocupan de la misma materia?

La respuesta clásica, ya formulada por Aristóteles, es la siguiente: las ciencias, en general,


tienen como fin directo la aprehensión de la verdad, a saber, el progreso del conocimiento; son
teóricas. La ética/moral también proporciona un conocimiento, sin duda, pero práctico: su fin
es producir una obra, la acción humana. Es directiva o normativa.

Esta distinción sigue siendo perfectamente válida; pero preferimos encarar el problema
de un modo poco diferente. El desarrollo extraordinario que han conocido en nuestros días las
ciencias y las técnicas ha modificado la idea misma de la ciencia. Las ciencias positivas se han
convertido, a los ojos de muchos, en el modelo del conocimiento en general, y las técnicas que
engendran parece que deben imponerse en todo el dominio práctico. También es necesario para
nosotros, con el fin de evitar confusiones lamentables, distinguir claramente cuáles son los tipos
de conocimiento que nos procuran la ética/moral y las ciencias positivas. Para conseguirlo, nos
remontaremos hasta el método que caracteriza y determina estas dos especies de saber.

A- El conocimiento moral
El conocimiento moral nos sitúa ante una paradoja: cuanto más lo vivamos, cuanto más
poderoso sea en nosotros, más nos cuesta expresarlo con palabras, exponerlo y defenderlo
delante de los otros. Para comprobarlo, basta con preguntarse sobre las elecciones más difíciles
de la vida: ¿Por qué se han elegido esposos que se aman profundamente? ¿Cuál es la razón
determinante de un cambio de vida hacia el bien dejando el mal atrás? Tenemos plena
conciencia de que nos comprometemos personalmente, pero tan pronto como queremos
expresar los móviles que nos han inspirado, comprobamos que la materia se nos escapa. Por
tanto, con el objeto de abordar esta dificultad, es necesario que nos aboquemos a una paciente
reflexión sobre el obrar humano, tomarlo tal y cual aparece en primer lugar a la mirada, para
remontarse después a su origen interior, hasta su causa en la conciencia y en la voluntad
personal. Es a partir de este punto central cuando el acto humano revela todas sus dimensiones.

He aquí cómo podríamos describir el desarrollo del conocimiento moral, partiendo del
nivel superior del que surge como una fuente de luz y de acción.

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1 – El conocimiento «fontal» o causal

En el origen de la acción, en el momento de su concepción y de su producción, se sitúa un


conocimiento de un tipo único: el es la fuente de la acción; por esta razón lo llamamos
conocimiento «fontal». A causa de su riqueza, este conocimiento no puede ser descrito
enteramente. Consiste en una percepción directa, intuitiva, íntima, global, a menudo
instantánea, dinámica, de todos los elementos de la acción en la nueva composición que realiza,
a partir de su causa que somos nosotros. Es tan profundo que estaca, por una parte, a la
conciencia clara y se podría estar tentado de situarlo en el inconsciente, pero, más bien, habría
que llamarlo supraconciencia, ya que forma la conciencia en su origen.

Se podría situar el conocimiento «fontal» en el nivel del espíritu, en la parte más alta y
secreta de nosotros mismos, en nuestra interioridad activa. También podríamos decir que
pertenece al «ego central», del que Lavelle decía que era «la única realidad en el mundo cuya
esencia es hacerse». Este conocimiento surge efectivamente al hacerse y al obrar, nos hace
verdaderamente ser.

Se puede recordar también aquí la «scintilla animae», la llamita del alma de la que habla
san Jerónimo, que llegará a ser la sindéresis de los teólogos, la intuición de los primeros
principios del obrar moral que el conocimiento «fontal» pone en aplicación.

El conocimiento «fontal» no se puede describir enteramente, decíamos, porque se


encuentra más allá de las ideas y de las palabras, como la fuente precede al arroyo que brota de
ella. No obstante, está presente y activo en cada hombre, cualquiera sea su grado de cultura, en
cada acción personal, como una luz que ilumina el fondo de nosotros.

2 – El conocimiento reflejo

El conocimiento «fontal» no está nunca solo en nosotros. Se refracta inmediatamente en


la mirada que echamos sobre nosotros mismos, formándose un conocimiento de otro tipo que
llamaremos reflejo. El conocimiento «fontal» no está nunca solo en nosotros. Se refracta
inmediatamente en la mirada que echamos sobre nosotros mismos, formándose un
conocimiento de otro tipo que llamaremos reflejo, pues es como un reflejo de la acción en
nuestra conciencia.

El conocimiento reflejo es un desdoblamiento del conocimiento «fontal». Se distingue


sobre todo porque no es ya del orden de la acción, sino de la visión. Se podría decir
«especulativo», en el sentido etimológico de aquel que mira y observa. Cuando actuamos,
cuando hablamos, incluso cuando pensamos, nos observamos, casi al mismo tiempo, como a
través de un espejo interior.

Esta mirada sobre uno mismo puede poner en peligro el conocimiento «fontal» y hasta la
calidad de la acción. Es la que engendra la timidez, la vanidad, el «mi yo» del que hablábamos
antes, el replegarse sobre sí y el orgullo. El orador que se escucha hablar se separa de lo natural.
El predicador que se admira está en peligro de perder el hilo de su discurso. El conocimiento
reflejo puede también comprometer la simplicidad del conocimiento «fontal» y provocar la
división, la ambigüedad de la acción.

Sin embargo, el conocimiento reflejo puede ejercer también un papel positivo. Mediante
él podemos controlar nuestros actos, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos. Esta

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mirada interior contribuye a que consigamos el dominio de nuestras acciones y nos ayuda a
llevarlas a su término. Pero para conseguirlo debe obrar en colaboración continua con el
conocimiento «fontal» y mantenerse siempre a su servicio.

Gracias al conocimiento reflejo se constituye en nosotros lo que llamamos la conciencia,


al menos en el sentido en que entendía el término santo Tomás, según la etimología de la
palabra: «cum alio scientia», es decir una «ciencia con». La conciencia reunirá de este modo el
conocimiento «fontal» y el conocimiento reflejo en el origen de todo conocimiento moral.

Estamos sin duda aquí en los orígenes del lenguaje. La palabra es como el doble de la
realidad que nombra. Corresponde al desdoblamiento que opera el conocimiento reflejo
respecto del conocimiento «fontal» y de la acción. También él será ambivalente: expresará y
manifestará la realidad profunda como un signo fiel y bien concorde, o dificultará el acceso y
formará una pantalla hasta sustituirla.

Cualquiera que sea el acuerdo entre el conocimiento reflejo y el conocimiento «fontal»,


subsistirá siempre una distancia entre ellos, que necesitará el ir y venir del pensamiento. Nunca
el conocimiento reflejo podrá manifestar adecuadamente el conocimiento «fontal», como
tampoco el discurso puede agotar la inspiración o el genio, ni revelar todo el contenido del
corazón del hombre. Un simple examen de conciencia basta para mostrárnoslo, si tratamos de
acceder hasta los móviles profundos que nos inspiran.

3 – El conocimiento de reflexión

El conocimiento reflejo se desarrolla en un conocimiento de reflexión cuando interviene


el esfuerzo de la reflexión provocada, por lo general, por las cuestiones, los «porqués» y los
«cómos» que nos son dirigidos. La reflexión se esfuerza por captar la acción en sus móviles y en
su desarrollo para explicarla, justificarla, criticarla, mejorarla; tras la experiencia realizada,
extraerá una enseñanza, resoluciones, consejos prácticos, máximas para la vida. Este
conocimiento se expresa en obras didácticas o sapienciales, en sentencias, en proverbios, en
preceptos y, finalmente, en leyes. Elaborada en estrecha unión con la experiencia, inaugura un
proceso de universalización que asegura la comunicación, conservando totalmente una
perspectiva práctica.

Se puede atribuir al conocimiento reflejo la enseñanza sapiencial y moral de la Escritura,


incluso aunque comporte ya una cierta sistematización. Las obras espirituales y místicas serán
sobre todo de este orden, pues su lenguaje permanece concreto y próximo al común, utilizando
ejemplos, imágenes y símbolos extraídos de la vida.

4 – El conocimiento teórico y sistemático

La intervención del razonamiento y de la lógica racional transforma la reflexión en un


pensamiento más teórico y general, que trata de reunir el conjunto de los conocimientos
ético/morales y organizarlos mediante una sistematización de alcance universal y de nivel
científico. Esta ciencia conserva la perspectiva práctica que es inherente a la ética/moral, pero
se elabora con la ayuda de procedimientos racionales y se expresa en un lenguaje técnico que
le son propios y que la sitúan, como teoría, a una cierta distancia de la experiencia. El moralista,
por sabio que sea, no será necesariamente un hombre virtuoso, ni un hombre de experiencia.

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Al igual que el conocimiento de reflexión, este saber sistemático no puede agotar el
contenido del conocimiento «fontal», o exponer toda la riqueza de la experiencia ético/moral.
Por perfectos que sean, los sistemas morales siempre quedarán inacabados. Se podría decir que
tal es incluso la condición de su fidelidad a la realidad moral. Sin embargo, este esfuerzo de
sistematización es indispensable para asegurar la solidez y el progreso de nuestro conocimiento
moral.

5 – La vuelta hacia el conocimiento «fontal» y la acción

Para distinguir las etapas del conocimiento moral, hemos debido insistir en sus
diferencias, pero no debe olvidarse jamás la continuidad dinámica que las reúne. El
conocimiento «fontal» es la fuente de todo conocimiento moral, hasta del más teórico, y éste,
tan científico como se quiera, dejará de cumplir su objetivo natural, si no vuelve a aquel
conocimiento original para producir la acción con él. En efecto, incluso en su estado de teoría,
la moral es un conocimiento ordenado a la acción como a su obra propia y a su perfección. Es
asimismo mediante el ejercicio de la acción, especialmente si es correcta, por lo que la ciencia
moral es puesta a prueba por la realidad y puede progresar por la experiencia.

De este modo, se establece en el seno del conocimiento moral un largo circuito, un


movimiento continuo que parte del conocimiento «fontal» y vuelve a él pasando por las etapas
que hemos descrito. Se le podría comparar a la circulación de la sangre a partir del corazón.

Conexión entre las diferentes formas del conocimiento moral

Esta exposición del circuito del conocimiento moral permite situar exactamente las
principales formas que puede adoptar: el conocimiento personal o prudencial, el conocimiento
del sabio y del espiritual, el conocimiento científico o teológico, y mostrar sus relaciones
necesarias. El conocimiento «fontal» tiende naturalmente a convertirse en un conocimiento
sapiencial y, después, científico. El proceso puede desplegarse a lo largo de los siglos. Pero este
crecimiento está continuamente alimentado por la vuelta a la acción concreta y a la experiencia.
El conocimiento sistemático, sea este filosófico o teológico, por su parte, que se alcanza al
término de este desarrollo del lado de la razón y constituye, por su grado de abstracción y de
universalidad, el polo más alejado del conocimiento «fontal», no puede, sin embargo, ser
separado nunca de éste so pena de perder su fuente y faltar a su fin.

Crítica del esquema clásico del conocimiento moral

Nuestra descripción del conocimiento moral es bastante diferente del esquema que se ha
hecho clásico en los últimos siglos. Este presenta dos grados: en primer lugar, unos principios,
abstractos y universales, formulados en leyes generales; después la acción concreta, singular,
individualizada por sus circunstancias y su situación. La obra del saber moral consiste entonces
en aplicar, tan fielmente como sea posible, los principios o leyes universales a la acción singular.

No podemos aquí llevar a cabo la crítica completa de este esquema; nos contentaremos
con compararlo con el nuestro. Como aplicación a la razón práctica de los procedimientos de la
razón especulativa, este esquema es justo y conserva su valor. Corresponde a la elaboración que
hemos situado al término de nuestra tercera etapa y en la cuarta. Describe el retorno de la ley
a la acción concreta, en la última etapa, a modo de aplicación normativa.

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No obstante, tal y como es utilizado por las morales modernas de la obligación, esta
presentación es demasiado limitada y puede llegar a ser muy insuficiente. Comprendida a partir
de la distinción entre lo universal y lo singular que resulta de la oposición entre la ley y la libertad,
el conocimiento moral abstracto y el conocimiento concreto se separan y se hallan siempre en
estado de tensión. Se deja de ver cómo los principios y la ciencia moral son fruto de una
experiencia de la realidad, humana o divina, y a ella deben conducir; parecen descender del cielo
de las ideas, totalmente elaborados en su forma imperativa. Tampoco se ven los recursos de luz
que contiene la experiencia activa y recta. La aplicación de los principios y leyes a los actos se
hace por una deducción de pura razón, en la que el sujeto permanece demasiado pasivo. El
conocimiento moral pierde su dinamismo y su vida; su horizonte se reduce a fórmulas legales.
No tiene ya otro movimiento que el interminable debate entre la libertad y la ley a propósito de
los casos de conciencia.

El esquema moral de la aplicación de los principios a los actos singulares puede, por
fortuna, ser entendido de otra forma, como lo hace santo Tomás cuando se tiene en cuenta su
concepción de conjunto de la moral. Puede entonces representar con exactitud el trabajo de la
razón práctica. Esta labor, por racional que sea, se hace gracias al conocimiento concreto y
personal que procuran las virtudes, como la sabiduría, la ciencia y especialmente la prudencia,
en estrecha conexión con las virtudes del apetito. Va a la par con el conocimiento por
connaturalidad del que habla tan a menudo el Doctor Angélico. De esta manera, mediante las
virtudes, se establece, en la interioridad dinámica del sujeto que actúa, un lazo viviente entre lo
universal y lo singular, entre los principios y la acción. Tal es el movimiento vital del conocimiento
moral que hemos tratado de describir al completar el esquema tradicional.

Contrariamente a lo que se podría pensar a primera vista, no es difícil mostrar cómo la


obra moral de santo Tomás permanece en contacto estrecho con la experiencia. Ha explotado
con abundancia los profundos análisis de las costumbres humanas realizados por Aristóteles.

En conclusión, podemos caracterizar el conocimiento moral por su método. El


conocimiento moral se forma por un método de reflexión dinámica sobre los actos humanos.
Partiendo de los mismos actos, intenta remontarse hasta su fuente y su causa en la persona
humana. No se limita a una observación retrospectiva, sino que busca recobrar del interior el
movimiento que produce la acción, para dirigirla y llevarla a su término. Este método coincide
con el de la filosofía; pero se hace teológico cuando penetra en la interioridad activa del creyente
la luz de la Revelación y el impulso del Espíritu.

B- El conocimiento positivo
¿Cómo abordan las ciencias humanas los actos humanos? ¿Mediante qué método y bajo
qué luz los estudian? No podemos emprender aquí la tarea de analizar las diferentes ciencias y
sus métodos particulares. Lo que nos interesa, desde una perspectiva ético/moral, es discernir
cuál es el método general de las ciencias humanas y, con más precisión, la actitud que nos hacen
adoptar, la forma especial con la que nos hacen mirar al hombre y a sus acciones, a fin de
establecer la diferencia con el método, la actitud y la mirada propias de la moral.

Para ir derechos a lo esencial, se puede decir que las ciencias modernas están regidas,
sobre todo desde el último siglo, por el método positivo, inaugurado por Bacon y generalizado
por Comte, que extrajo de él una filosofía.

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Se puede definir el método positivo como un conocimiento por la observación rigurosa
de los hechos perceptibles por los sentidos (y por los instrumentos que los perfeccionan), es
decir, de los fenómenos, en tanto que son cuantitativamente mensurables y reductibles a leyes
invariables que expresan fórmulas precisas. Comte escribía: «Todos los buenos espíritus repiten
desde Bacon que no hay más conocimientos reales que los que reposan en hechos observados».

Lo que nos interesa en particular es el comportamiento del hombre, del sabio, ante los
«hechos observados», en este caso los actos humanos, que dirige este método y que llega a ser
característico. La actitud ideal será para él mantenerse como un puro observador, exterior a los
hechos, no interviniendo para nada en su desarrollo, a fin de asegurar la perfecta objetividad de
las observaciones y el rigor científico en el establecimiento de las leyes que relacionan los
fenómenos. Esta es la posición del químico detrás de su microscopio, del astrónomo detrás de
su telescopio, como una pura mirada; así querría ser el psicoanalista detrás de su paciente, como
un puro escuchar.

Es sabido que se ha demostrado que este ideal de la observación pura no es realizable


hasta el final, porque la mirada tiene necesidad de la luz que modifica el estado de los
fenómenos que se quiere observar, porque el psicólogo o el sociólogo no pueden hacer
enteramente abstracción de sus sentimientos personales y de sus ideas. Pero estas notas críticas
no destruyen la validez del método; nos indican sus límites. Por otra parte, a menudo han sido
hechas para corregir errores y asegurar nuevos progresos de la ciencia según el ideal de la
objetividad.

Conviene, pensamos, reconocer francamente el valor del método positivo y la aportación


de las ciencias que lo aplican; pero a condición de discernir con claridad los límites de este
método y de prevenirse contra un peligro que lo acompaña: el de absolutizarlo, dándole
indebidamente un alcance filosófico y deducir de ahí que no puede haber ninguna ciencia ni
conocimiento verdaderos más que los positivos.

La frase de Auguste Comte es perfectamente significativa a este respecto. Según él, el test
de los buenos espíritus es sostener este principio: no hay más conocimientos reales que los que
se apoyan en hechos observados según el método positivo. Todo otro conocimiento es
rechazado como irreal e indemostrable, y cualquier otro método, como ilusorio y vicioso. No
hay más ciencia ni conocimiento verdaderos que los positivos, he ahí el positivismo, he ahí la
ciencia erigida en filosofía cuando no en religión.

Abandonando este absolutismo y este exclusivismo del que se ha visto suficientemente


en nuestros días cuáles eran los errores e ilusiones, y aunque constituya todavía una tentación
para muchos, retendremos para nuestro propósito lo que hay de válido en el método y en las
ciencias positivas aplicadas a los fenómenos humanos. Nos interesaremos particularmente en
esta actitud de la observación rigurosa que sigue siendo para esas ciencias un ideal siempre
presente. Compararemos pues, punto por punto, los caracteres distintivos del conocimiento
moral y de las ciencias positivas a partir de sus métodos propios, por un lado, el método de la
reflexión y, por otro, el método de la observación. La cuestión para nosotros no es dar la
primacía a uno u otro; más bien queremos distinguirlos claramente, a fin de establecer a
continuación cuál podría ser su colaboración.

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C- Comparación entre el método reflexivo de la moral y el método positivo de las
ciencias del hombre
1. La moral aprehende la acción a partir del interior, las ciencias a partir del exterior

a) El conocimiento moral

Hemos descrito el método de la moral como reflexivo y dinámico. Remontándose hasta


la fuente del obrar en la interioridad personal, el conocimiento moral se esfuerza en conocer y
comprender la acción a partir del interior. Este es el centro de perspectiva desde donde la
ética/moral abarca y examina los elementos de la acción para dirigirla y construirla. De este
modo santo Tomás analizará el acto humano partiendo del acto interior, del querer como causa
principal de la moralidad. Al mismo tiempo, la ciencia moral tratará de penetrar en el interior de
los hechos y de las obras que le son sometidas, para comprenderlas y explicarlas a partir de su
autor, del que manifiestan el pensamiento y el ser. El fondo de una obra le interesa más que su
forma.

Esta interioridad es dinámica. Está constituida por el conocimiento y el impulso voluntario


que hacen la acción, que la forman según la causalidad agente y la causalidad final. Desde el lado
de la causalidad agente, el conocimiento moral establece la responsabilidad del sujeto respecto
de sus actos; por la causalidad final, que se despliega en la intención del fin y la elección de los
medios, el conocimiento moral asegura al hombre el dominio de sus acciones. Esta doble
dimensión, conjugada con la causalidad formal en la captación de su objeto por la razón, es
característica del conocimiento moral.

b) El conocimiento positivo

Debido a su método, el conocimiento positivo procederá desde una observación de los


actos humanos a partir del exterior. Considerará la acción humana como un hecho de
observación, y, por tanto, como algo hecho y no algo por hacer. La misma exterioridad se volverá
a encontrar en las leyes que establecerá para relacionar los actos con los factores observables
que los condicionan y los explican.

Las ciencias positivas se basarán esencialmente en las relaciones de sucesión y de


simultaneidad para fundar sus leyes; harán abstracción de la causalidad agente o final,
característica del conocimiento moral. Como decía perentoriamente Auguste Comte: «El
carácter fundamental de la filosofía positiva es mirar todos los fenómenos como sometidos a
leyes naturales invariables, cuyo descubrimiento preciso y su reducción al menor número
posible son el fin de todos nuestros esfuerzos, al considerar como absolutamente inaccesible y
vacío de sentido para nosotros la búsqueda de lo que se llama las causas ya sean primeras o
últimas».

Sin duda, en lo concreto de la investigación científica, sobre todo la aplicada a las acciones
humanas, es casi imposible descartar enteramente la causalidad agente y final. ¿Comte mismo,
en su texto, no habla del fin de todos sus esfuerzos? No obstante, es verdad que la ciencia
positiva otorga, por su método, la prioridad a la causalidad material a partir de la sucesión y de
la simultaneidad de los fenómenos para establecer una coordinación de leyes invariables, es
decir, según una causalidad que podemos llamar agente, si se quiere, pero que está determinada
y no es libre, por tanto, totalmente diferente de la causalidad moral. Ésta obra en el interior del
sujeto, aquélla lo determina desde el exterior, como un objeto sometido a un mecanismo. Esta
observación se verifica incluso respecto de los fenómenos psíquicos, que pueden ser mirados ya

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a partir de la interioridad dinámica del sujeto por la moral, ya a partir de la exterioridad de un
observador, que utiliza instrumentos de medida y tests en la psicología positiva.

No debemos tener miedo a marcar claramente esta diferencia de los métodos y de las
perspectivas, incluso aunque, en lo concreto de la investigación, no se pueda impedir una cierta
mezcla. La distinción mencionada nos permite darnos cuenta a la vez de la validez de las ciencias
positivas aplicadas al hombre y de sus límites. Citemos aquí el testimonio de Jean Fourastié
según una recensión de su obra El largo camino de los hombres: «Se creyó durante largo tiempo,
siguiendo a Renan, que la ciencia podría sustituir a la religión (nosotros podríamos decir a la
ética-moral) para explicar al hombre su misterio. Los más grandes científicos abandonan o han
abandonado hoy esa opinión... La ciencia aporta una información segura, eficaz, creciente en
cantidad, y cualidad, pero que es muy a menudo insuficiente para determinar una decisión.
Explica el cómo de muchas cosas, pero no el por qué, y permanece muda respecto a los fines
últimos del hombre».

Nuestra distinción entre el conocimiento moral y el conocimiento positivo reposa, pues,


sobre una diferencia de actitud fundamental del hombre y de su inteligencia en relación a su
acción. De un lado, mira sus actos a partir de la interioridad actuante que lo constituye como
sujeto y como persona; y del otro, los examina mediante una observación que lo coloca como
fuera de ellos, al modo de los fenómenos del mundo exterior en el que se inscribe.

2. El conocimiento moral es dinámico, directivo y normativo, el conocimiento positivo


es «neutro», no directivo y no normativo

a) El conocimiento moral

El conocimiento moral es dinámico por su origen, el conocimiento «fontal», y por su fin,


la acción que ha de hacerse, que ha de llevarse a su término. Acompaña a la acción en todo su
desarrollo, en la deliberación y el juicio que forman la elección, en los esfuerzos, en las
reanudaciones y en las rectificaciones que reclama la ejecución. Estableciendo la relación entre
el sujeto y el fin según la verdad y la rectitud requerida, este conocimiento es esencialmente
directivo, regulativo y normativo. Se expresa típicamente mediante el modo imperativo,
mediante preceptos que descienden, gracias a la prudencia, hasta el nivel de la acción singular:
«Haz esto, haz aquello». Notemos, sin embargo, que este imperativo puede ser de naturaleza
sapiencial, cargado de una luz y de una espontaneidad que lo diferencia con nitidez del
imperativo puramente voluntario de las morales de la obligación.

Siendo dinámico, el conocimiento moral será de naturaleza más bien sintética. Para
producir la acción, debe componer, con los elementos que implica, una síntesis nueva,
comparable a la edificación de una casa. Se trata de un conocimiento arquitectónico como es la
sabiduría. Por este lado, tiende hacia un conocimiento unificado, tal es el conocimiento por
connaturalidad que desarrolla las virtudes gracias al ejercicio y a la experiencia. Por todos estos
aspectos, el conocimiento moral puede ser llamado un conocimiento «comprometido». No
puede dejar indiferente a la persona que lo adquiere, pues le concierne directamente en su
calidad de sujeto. Además, no puede formarse verdaderamente y crecer sin un compromiso
efectivo en la acción recta y sin la experiencia que ésta procura.

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b) El conocimiento positivo

El conocimiento positivo es de un tipo totalmente distinto. Frente al dinamismo del


conocimiento moral, se le podría calificar de estático en el sentido que sitúa al investigador, al
menos en principio, como un punto fijo y estable, requerido para la observación y la medida de
los fenómenos en movimiento; igualmente porque considera los fenómenos como una sucesión
de los hechos, de actos ya realizados y estables, incluso aunque se les considere en movimiento.
Hecha abstracción, en razón del método, de la causalidad agente, sobre todo de la libre, y de la
causalidad final, el investigador positivo no pretende responder a la cuestión de la
responsabilidad de las acciones que observa, ni de la utilización que podría hacerse de los datos
que suministra en vista de una nueva acción. El conocimiento que adquiere no es de suyo ni
directivo ni normativo. Se expresa mediante el indicativo y expone lo que es o lo que ha sido.
Por ejemplo, el sociólogo que estudia la situación religiosa de una diócesis puede ofrecer un
análisis muy útil a los responsables que se lo han encargado, pero no pretenderá hacer juicios
de valor sobre los acontecimientos que han creado esta situación, ni determinar las decisiones
que la modificarán o los fines que deberán orientar la acción ulterior. No puede hacerlo sin
salirse de su dominio propio.

La búsqueda de rigor y de objetividad en la observación reclama que el investigador se


mantenga en un estado de «neutralidad» a priori ante los hechos que estudia. Debe hacer
abstracción, en la medida que pueda, de sus sentimientos y de sus estimaciones personales,
para convertirse en un espejo nítido que refleje fielmente lo que tiene delante de sus ojos. No
buscará más leyes ni aplicará otros criterios de juicio que los que se deduzcan de los hechos. De
este modo el conocimiento positivo difiere profundamente del conocimiento moral: por
exigencia de su propio método, no toma partido, no se compromete.

A pesar de sus diferencias, estas dos actitudes ante los mismos escritos pueden coexistir
y coordinarse en la misma persona. Puede entonces establecerse una conjunción fructífera de
la mirada del investigador y del ético/moralista.

Por otra parte, se ha mostrado suficientemente que la pretensión de perfecta neutralidad


era un error, especialmente en las ciencias humanas. El hombre no puede hacer enteramente
abstracción de sí mismo delante del hombre; si lo consiguiese, no comprendería ya al hombre y
lo destruiría. Particularmente aquí, la manera de mirar condiciona la mirada misma y, por ella,
el objeto observado.

Esta nota crítica, como ya hemos dicho, no elimina, sin embargo, la validez del método ni
la de las ciencias positivas; nos invita solamente a medir mejor su alcance y sus límites.

Sobre todo, no legitima el paso al extremo opuesto: la renuncia a la búsqueda de la


objetividad y de la verdad que inspira todas las ciencias, incluida la ciencia moral.

Notemos, por último, que el conocimiento positivo pondrá el acento especialmente en el


análisis, pues se esforzará ante todo en descomponer los fenómenos en sus elementos más
simples, a fin de descubrir las leyes que los determinan. A diferencia de la moral, de la filosofía
y de la teología, que tienden a la unidad a través de la multiplicidad, las ciencias positivas crean
una división y una especialización creciente que hacen disminuir la esperanza de una síntesis, y,
por consiguiente, la de una moral concebida como una ciencia de las costumbres o una técnica
del obrar, conforme al proyecto de Lévy-Bruhl, a comienzos de este siglo.

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3. El conocimiento moral es personal, el conocimiento positivo es apersonal

a) El conocimiento moral

La persona humana está en el centro de la consideración del moralista, pues es la fuente


y la causa responsable de las acciones. Por esto, el reconocimiento de la personalidad constituye
un postulado fundamental de la ciencia moral.

Además, si en el universo moral todo procede de la persona, todo vuelve de la misma


forma también hacia ella, para conducir a su calificación como buena o mala por medio de sus
actos.

Por esta razón la ley moral se expresa preferentemente en segunda persona: «No
matarás, no cometerás adulterio... Incluso el empleo que hace de la tercera persona puede
reducirse con facilidad a la segunda. Sin duda es preciso ir todavía más lejos y decir que el
conocimiento moral reclama un compromiso personal del propio moralista, pues las realidades
de las que se ocupa no pueden ser conocidas convenientemente sin una cierta experiencia. Por
esta causa, Aristóteles creía que los jóvenes eran ineptos para la ciencia moral, al estar faltos de
la experiencia humana suficiente. La personalidad se mantiene en el corazón del conocimiento
moral gracias a la voluntad libre que le da poder sobre los actos. También la libertad es, como
la personalidad, un postulado o hecho fundamental de la ciencia moral. Veremos que la
representación que se hace del universo moral depende directamente de la concepción de la
libertad de la que disponga la persona humana.

b) El conocimiento positivo

Por su método, el conocimiento positivo rechaza los factores personales y subjetivos, por
parte del observador e incluso de lo observado, y concentra la atención sobre los hechos que
aparecen a una mirada exterior y sobre sus relaciones a fin de deducir de ahí, en la medida de
lo posible, leyes determinantes. La culminación de esta investigación es la reconstrucción de un
cierto «mecanismo» que explique los fenómenos y produzca los hechos.

El conocimiento positivo no reposa, por consiguiente, en una experiencia personal, sino


en la experiencia de hechos observables, en principio, por todos, ya sea porque esta experiencia
pueda ser reproducida a voluntad, ya sea porque los documentos que la testimonian gocen de
una total garantía científica y puedan ser examinados por cualquiera.

En la realidad, la experiencia personal que procura la práctica de una ciencia y la intuición


del investigador, hasta del más positivo, desempeñan un papel importante en el programa de la
ciencia. Pero estos factores siguen estando fuera de la consideración positiva, actuando sobre
ella como por detrás, pues no pueden aparecer directamente a su mirada. Únicamente una
reflexión sobre el acto científico puede discernirlos; pero esta reflexión surge de un método
totalmente diferente, de un método de orden filosófico.

Cuando se erige el método positivo en principio universal de la ciencia, como ocurre en el


positivismo, conduce a un determinismo que alcanza al propio hombre. Entonces la
personalidad y la libertad desaparecen detrás de los mecanismos que regulan los fenómenos
observados en el hombre y en sus acciones. Son reducidas a esos fenómenos y terminan por ser
negadas. Los sentimientos, las decisiones morales, las aspiraciones espirituales son

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interpretados a partir de los datos materiales, reducidos a sus componentes fisiológicos,
biológicos o psíquicos y sometidos a la comprobación: ¡Esto no es más que eso!

La persona no es ya más que un término poco afortunado, precientífico, que significa la


suma organizada de los elementos y de los movimientos que se desarrollan en un individuo, en
su mundo psíquico o en sus relaciones sociales. La personalidad libre y el determinismo científico
se oponen radicalmente en este caso.

Esto no impide que la aplicación del método positivo al hombre siga siendo perfectamente
legítima y válida, a condición de reconocer que una parte del hombre y de su obra se le escapa
necesariamente.

Las ciencias positivas del hombre son y deben ser apersonales, en el sentido que hemos
dicho; pero, precisamente a causa de ello, tienen necesidad de ser completadas por
conocimientos de otro tipo, adquiridos por un método reflexivo y personalista.

4. La objetividad en el conocimiento positivo y en el conocimiento moral

a) La objetividad en el conocimiento positivo

Las ciencias nos han impuesto su concepción de la objetividad hasta tal punto que nos
cuesta esfuerzo imaginarnos otra. Conviene, pues, hablar, en primer lugar, de la objetividad que
busca el conocimiento positivo.

La objetividad positiva se caracteriza por el rechazo, incluso por la oposición, que


establece entre el objeto y el sujeto. El observador científico debe hacer abstracción de sí mismo
como sujeto (sus ideas, sus sentimientos, sus reacciones) para convertirse en un simple
registrador de los hechos. En este sentido, la objetividad científica es esencialmente no
subjetiva; se la puede calificar de fría y desnuda.

Esta objetividad será material. No tocará los dominios de la psicología y de la moral más
que por medio de los hechos comprobables, de los documentos y de los textos en los que se
reflejan. El peligro será en ese caso llevar a cabo, en el nombre de la ciencia, una reducción de
las dimensiones de lo humano a su sustrato material, sin ver que se deja escapar el constitutivo
principal del objeto de la investigación, que es aquí de orden espiritual.

La objetividad positiva confiere a las ciencias una universalidad que les es propia. Los
resultados de la investigación científica son accesibles y comunicables a todos los hombres que
tengan la formación intelectual requerida. Gozan de una universalidad totalmente de razón,
independiente de los otros factores humanos: sentimiento, raza, nación, clase, etc. La
comunicación es aquí más amplia, más segura, más fácil, al menos en principio.

En la realidad, la objetividad científica no puede apenas realizarse más que parcialmente.


Pues por mucho que se esfuerce, el investigador no logra jamás hacer abstracción total de su
subjetividad, como son, por ejemplo, su deseo de conocer, de dominar la materia, de superar a
sus rivales, etc., que son los motores de su investigación. No puede tampoco, sobre todo si
estudia al hombre, descartar los problemas de orden ético que suscitan sus descubrimientos y
su utilización, entre otros, en el plano político. De este modo el investigador es obligado a tomar
conciencia de que el método positivo y la objetividad reivindicada por la ciencia tienen límites.
Su universalidad es más cuantitativa que cualitativa, pues no puede extenderse tal cual a todas
las dimensiones del hombre, a todos los datos de su obrar.

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b) La objetividad moral

Existe en la moral una objetividad tan real y tan exigente como la objetividad científica,
pero es de un tipo diferente. La llamaremos «transubjetiva», pues pasa a través de los propios
sujetos.

Podemos denominarla «subjetiva», no en el sentido de que esté sometida al arbitrio del


sujeto, pues eso sería la negación misma de la objetividad, sino porque se realiza en el seno del
compromiso humano en la acción. Se manifiesta como la exigencia de la verdad que informa y
rige el deseo del bien, en la fuente de la acción, en la elección y en la decisión. En efecto, es en
el corazón mismo de la acción personal donde nos alcanza la luz que nos guía, especialmente en
el plano del juicio prudencial. Esta objetividad será la obra de la razón práctica que penetra en
la voluntad libre. Será la verdad del bien.

Una objetividad semejante puede ser llamada «trans-subjetiva», pues la verdad y el bien
inducen a los sujetos morales a salir de ellos mismos, a superar las singularidades que los
oponen; les ofrecen el único fundamento sólido para construir una comunión y una colaboración
moral.

Por consiguiente, en moral nos las habemos con una objetividad que puede ser calificada
de «personal». Se expresa en una sabiduría que responde a las grandes cuestiones de la vida y
engendra así la ciencia moral.

Sin duda, esta objetividad no es nunca en nosotros perfecta, a causa de la complejidad de


la persona humana. Pero se nos impone con una fuerza tan grande, con una atracción incluso
más profunda que la verdad y la objetividad en las ciencias.

En consecuencia, la moral gozará también de una universalidad que puede decirse


«personal». Se manifiesta ya en la formulación de los preceptos morales que se expresan
indudablemente en segunda persona: «No matarás, no mentirás», etc., pero que poseen un
valor universal innegable, incluso aunque su aplicación se preste en algunos casos a discusión.
No hay que tener miedo de subrayar este carácter de las leyes morales; lejos de poner en peligro
su universalidad, la funda en lo que tiene de propio. Una es, en efecto, la universalidad de las
ciencias, o también la universalidad de las proposiciones racionales abstractas a las que con
demasiada frecuencia se han querido reducir las leyes morales, y otra distinta es la universalidad
de la moral, que afecta a la persona en lo que ella tiene de más íntimo, en su libre querer. Esta
forma de universalidad puede parecer paradójica; sin embargo, no es menos real ni
comprobable. Cuando consideramos las grandes obras de la humanidad, ¿no vemos que cuanto
más personales son, más afectan a los hombres y obtienen una mayor audiencia en el espacio y
en el tiempo? ¿Cómo las Confesiones de san Agustín, por ejemplo, que cuentan el caminar de
un hombre hacia una interioridad muy personal, han podido conmover y esclarecer a tantos
hombres hasta nuestros días en su respuesta a las principales cuestiones de la vida y de la fe?

Ocurre lo mismo en otros muchos relatos de conversión, como el de Newman, y en las


mejores biografías. Se podría concluir esta ley: cuanto más expresen las obras una verdad
personal profunda, más lejos se extenderá su eco, su audiencia.

Tal es también el tipo de universalidad, fundado en la persona, que debemos atribuir a la


Ley del Decálogo, dada por Dios a Moisés en la soledad del Sinaí. Tal es asimismo la universalidad
que posee el Sermón de la Montaña, la enseñanza de san Pablo o de san Juan, como una palabra

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que resuena en la intimidad de la fe y de la caridad para colocar allí el fundamento mismo de la
universalidad eclesial.

La transmisión del conocimiento moral, que asegura su universalidad, se hará también en


un lenguaje diferente al de la ciencia. Aquí los conceptos, las fórmulas y las cifras no bastan. La
experiencia del que lee o escucha y su respuesta fiel a la llamada de la verdad son una condición
necesaria de la comprensión y del despliegue de la universalidad.

c) Los diferentes sentidos del término «objeto»

Después de lo que acabamos de decir, se comprenderá que el término «objeto» pueda


tomar un sentido diferente en las ciencias y en la moral. En las ciencias positivas, el término
«objeto» designa los hechos sometidos a observación. Se opone como tal al sujeto y favorece el
sentido, que ha llegado a ser usual, que confunde el objeto con la realidad material. La persona
no puede en este caso ser calificada de objeto sin ser negada en lo que tiene de propio.

En la moral ocurre algo totalmente distinto. Sin duda, ciertos moralistas han podido ser
calificados de «objetivistas» y de «cosistas» porque colocaban el criterio moral principal en el
objeto del acto humano concebido casi como una realidad física. Pero en eso justamente se
amoldaban demasiado a las concepciones racionalistas que oponen el objeto al sujeto.

El objeto que conviene al conocimiento moral es aquel que toma su lugar frente al sujeto
que actúa (ob-jectum, colocado delante) y que se ofrece a él como un elemento determinante
de su conocimiento y de su obrar. El objeto conocido causa el amor y el deseo, suscita el respeto,
provoca la amistad y funda las relaciones de justicia y de verdad. El objeto, así entendido, puede
evidentemente ser una persona, reconocida como tal. Las personas son incluso el principal
objeto de la moral, pues sólo ellas pueden engendrar la calidad moral.

Santo Tomás emplea el término «objeto» en este sentido rico cuando hace de él el criterio
primero de la calidad de las acciones. El objeto tiene su lugar tanto en el nivel del acto interior
(conocer, amar, querer) donde se forma la acción, como en el nivel del acto exterior; posee la
misma densidad humana que la intención y la elección que especifica. De este modo, el objeto
puede llegar a ser el principio de la calificación de los actos morales al igual que de las facultades
y los hábitos que los engendran.

5. La experiencia en el conocimiento positivo y en el conocimiento moral

a) Las experiencias en la base de las ciencias

El recurso a la experiencia es el principio mismo del método positivo o experimental que


está en el origen de las ciencias modernas. Su éxito ha sido tan grande que muchos identifican
la experiencia con el empleo de este método. Sin embargo, conviene examinar cuál es
exactamente este género de experiencia para calibrar adecuadamente el alcance de las ciencias
que tienen en ella su fundamento. Esto es tanto más necesario cuanto que en la idea común lo
real y la experiencia se identifican. ¿Se puede decir que lo real es lo que muestra la experiencia
científica?

La experiencia positiva procede de la percepción de los sentidos aplicados a la observación


de los fenómenos con la ayuda de instrumentos que aumentan su potencia. Esta experiencia es

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exterior por una doble razón: se aplica a una materia exterior, como la percepción sensible; y el
sabio que la observa se mantiene cuidadosamente, por afán de método, en el exterior de la
experiencia para garantizar su objetividad. Una experiencia de este tipo puede ser, en principio,
reproducida por cualquiera indefinidamente; basta con confrontar los componentes de la
experimentación en idénticas condiciones. En este sentido, sería preferible hablar de
experiencias científicas, en plural.

Es preciso advertir también que la experiencia de los sentidos no permanece íntegra bajo
la mirada positiva, pues es sometida por la razón a las dimensiones del espacio y del tiempo,
que se prestan a medidas precisas y formulables con la ayuda de las matemáticas. Se trata de
una experiencia cuantificable, matematizable. El resto de la experiencia sensible, la cualidad,
por ejemplo, es dejada de lado como no asimilable. Tomemos un ejemplo sencillo: la
contemplación de la luna. El astro de la noche ha suscitado entre los hombres muchos
sentimientos y pensamientos de orden religioso, poético y filosófico, que brotan de una
experiencia sensible que repercute más o menos profundamente en el espíritu y en el corazón.
Pero nada de eso puede servir para la preparación científica de un viaje a la luna, ni entrar en
los cálculos de los ordenadores.

La experiencia científica tiene, pues, su fuerza y sus límites. Saca su fuerza de su fijación
en la experiencia sensible, de la que extrae las medidas y las leyes que puede verificar a
continuación con la eficacia técnica. Por este lado, no se le pueden asignar limitaciones. Pero
tiene unos límites que van unidos al método mismo, que gira exclusivamente sobre el eje de la
objetividad exterior. La observación científica no puede por sí misma darnos a conocer el en sí
de las cosas formado por la vida, ni, en particular, la interioridad del hombre con su dimensión
moral y espiritual. Para penetrar en la interioridad, es preciso recurrir a otro tipo de experiencia,
igualmente ligada a la percepción de los sentidos, pero según una relación diferente.

b) La experiencia moral o experiencia interior

Cada uno de nosotros, incluso el científico más riguroso, puede verificar que posee una
experiencia personal de un tipo muy distinto al de las experiencias científicas. Aquella es el
resultado de múltiples experiencias que la existencia humana lleva consigo: el afecto y el
sufrimiento, el amor y la lucha, el esfuerzo y el pecado, los fracasos y los éxitos, el paso del
tiempo según las edades de la vida. La experiencia es como el jugo de la vida depositado en
nuestra intimidad personal por los acontecimientos vividos, los golpes sufridos, los sentimientos
experimentados, las decisiones tomadas y perseguidas. Adquirimos de ella una conciencia más
viva a cierta edad, cuando podemos abrazar con la mirada interior un tiempo de vida
suficientemente largo, en el que se dibujan las líneas de crecimiento, con las rupturas y
recomienzos, los surcos que la vida ha ido trazando en el fondo de nosotros mismos y que
forman el rostro de nuestro más íntimo ser.

Nos las tenemos que ver con una experiencia que es interior por un doble título: en primer
lugar, porque se forma en el interior del hombre, en su misma personalidad; y después, porque
una experiencia de este tipo no se puede asir y comprender más que situándose en el interior
para captarla por medio de la reflexión sobre uno mismo, que es la vía de acceso indispensable,
o también por la simpatía que nos causa participar en la experiencia de otro y percibirla como si
fuera nuestra, lo cual presupone siempre una experiencia personal suficientemente madura.

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La obra de la experiencia interior es precisamente revelarnos nuestro ser como hombres,
con su génesis, su crecimiento o su decadencia a lo largo de la vida. Con ellos se podrá construir
una verdadera ciencia, pero de una naturaleza diferente a la de las ciencias positivas. Tal será,
por ejemplo, la moral, que, por otra parte, dará lugar a una sabiduría más que a una ciencia.

La experiencia moral nos revela que tiene su fuente en la más radical exterioridad: en el
seno mismo del conocimiento «fontal», del que ya hemos hablado, percibimos con gran fuerza,
en los momentos decisivos, que no somos para nosotros mismos la regla de la verdad ni la fuente
del bien, que existe por encima de nosotros una cierta luz que nos interpela, que nos transforma,
que nos obliga cuando es necesario y que nos juzga.

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