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«INTERPRETACIONES SOBRE LA RELACIÓN ENTRE LITERATURA Y

PINTURA».
Ana Lía Gabrieloni, Universidad Nacional de Rosario Conicet.

The Gordian nod need not be cut.

Marianne Moore

I.- Ut pictura poesis

Según Virginia Woolf, un escritor siempre se preguntará


cómo llevar el sol a la página, cómo puede conseguir que el
lector vea la luna mientras se eleva en el horizonte por medio
de una o dos palabras. Es decir, se preguntará cómo lograr un
efecto máximo por medio de recursos mínimos, tal como le
sucede a Charles Steele, el pintor de El cuarto de Jacob, quien con
una sola pincelada de negro violáceo cambia el tono general del
paisaje que acaba de componer sobre una tela. La formulación
de analogías entre la poesía y la pintura se remonta a la
afirmación de Simónides de Ceos en el siglo V a. C., recogida
por Plutarco, según la cual «la pintura es poesía silenciosa, la
poesía es pintura que habla». Y así como se ha atribuido
tradicionalmente a Aristóteles el origen de la teoría literaria,
también durante siglos se reconoció el origen de la teoría de las
relaciones interartísticas en Horacio, que bebió de las fuentes
griegas. Su Epistola ad Pisones —que ya Quintiliano consideraba
una verdadera ars poetica, título con el que luego ha sido
conocida — enfatiza y reitera la correspondencia entre ambas
artes tal como se plantea en la obra del Estagirita. El lema
horaciano, ut pictura poesis, y la idea aristotélica de que la intriga
de una tragedia se asemeja a una pintura, proporcionaron
desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII una constitución al
sistema de las artes, constitución basada en la asimilación entre
poesía y pintura, y una de cuyas formulaciones más señeras
está contenida en una obra tan tardía como Les Beaux-Arts reduits à
un même principle del abate Charles Batteux (1746). Fue esta obra
la que provocó la reacción de Gotthold Ephraim Lessing contra
el entusiasmo por la migración de cualidades y poderes, tanto
estéticos como pedagógicos, entre dominios artísticos distintos.
Antes de que se publicara el Laocoonte de Lessing (1766) , otras
obras habían reclamado ya una distinción precisa entre las
artes, como el Paragone de Leonardo de Vinci y las Réflexions
critiques sur la poésie et sur la peinture del abate  J. B. Du Bos, escritas
respectivamente hacia fines del siglo XV y a principios del 
XVIII. Sin embargo, a diferencia del Laocoonte y su alegato en
favor de un estatuto autónomo de la poesía, en dichas obras se
sostenía la inferioridad de esta última con respecto a la pintura.
Según la distinción que elaboró Du Bos,  la lógica de tal
jerarquía responde a la naturaleza de los signos de cada una de
las artes, dado que los pintores utilizan signos que no son
arbitrarios e instituidos, como las palabras que utilizan los
poetas. Los signos naturales pictóricos, al presentar los
múltiples componentes de una acción o de un escenario en
forma simultánea a la mirada del receptor, son capaces de
provocar en él un efecto mayor que los signos artificiales
lingüísticos, los cuales someten dichos componentes al orden
secuencial de una descripción. La tesis de Rensselaer W. Lee
(1998: 161) es que durante los dos siglos que separan el
Renacimiento de la Ilustración, la pintura perdió su carácter
esencial de arte visual y se subordinó a las abstracciones
teóricas originadas a partir y en razón de la literatura, con lo
que quedó atrapada en la analogía con la poesía, analogía que
restringía las condiciones necesarias para constituirse y
desarrollarse como una práctica independiente. Estas
condiciones sólo se darían a mediados del siglo XIX, como
resultado de la revolución romántica. Durante el período entre
1550 y 1750, tanto los tratados de pintura como los de
literatura insistían en establecer que la relación entre ambas
artes se fundaba en la función imitativa que les fue asignada por
Aristóteles y Horacio. Hacia mediados del siglo XVI, la práctica
concreta de la pintura estaba acompañada por las pretensiones
teóricas de pintores que buscaban organizar y codificar los
conocimientos existentes, como fue el caso de Leonardo y sus
ilustraciones de carácter técnico y científico. Durante esta
transición, tales pintores-críticos, entre los que se contaban el
mismo Leonardo, Lodovico Dolce o Giovanni Pietro Bellori, se
cuestionaron la naturaleza, los contenidos y los fines de la
pintura. El proyecto de esos «espíritus entusiastas del
Renacimiento» —lograr una teoría que otorgara carácter liberal
a la pintura— siguió el modelo instituido por los hombres de
letras, es decir, la búsqueda de legitimación en las fuentes
clásicas. «Es cierto», señalaba John Dryden (1989: 56-57),
«que la Poesía tiene una ventaja sobre la Pintura en estas
últimas Épocas, y es que todavía tenemos los Ejemplos que nos
quedaron tanto de los Poetas griegos como de los latinos: en
tanto que a los Pintores nada les ha quedado de Apeles,
Protógenes, Parrasio, Zeuxis y el resto, salvo los testimonios
recibidos de sus Trabajos incomparables». Dado que las artes
visuales no ofrecían equivalentes a las poéticas de Aristóteles y
Horacio, los pintores-críticos se apropiaron de unas teorías
literarias que tenían la ventaja adicional de incluir numerosas
referencias a la analogía interartística. Fue entonces «cuando
impusieron a la pintura algo que, en realidad, era una teoría de
la literatura»; y que «los críticos, en medio de su entusiasmo,
no se detuvieron a preguntarse si un arte que utiliza un medio
diferente podía someterse razonablemente a una estética del
préstamo» (Lee 1998: 15-6). La «estética del préstamo»
prevaleció hasta el siglo XVIII y convirtió el ars poetica clásica en
ars pictorica. Se sometió la imagen pictórica a las categorías
discursivas de la poesía; la retórica de la pintura (ut rethorica
pictura) quedó eclipsada por la retórica (poética) en la pintura (ut
pictura poesis) (Lichtenstein 1988: 99). Lee señala con acierto que
el tipo de relación entre literatura y pintura favorecido por el
Renacimiento excedió las pretensiones originales de Aristóteles
o Horacio. Dolce fue uno de los que más radicalizó el
pensamiento de ambos, y llegó a declarar que los escritores son
pintores y que la poesía, la historia, todo lo que un «hombre
cultivado» puede escribir, es pintura (Lee 1998: 8). En su
Dialogo della pittura intitolato l'Aretino (1557), el primer gran tratado
de la pintura humanista, predomina la idea de Horacio sobre la
conveniencia de crear a partir de formas y temas clásicos. (1)
Bellori (1664) reelaboró luego la teoría de Dolce siguiendo en
términos estrictos la noción aristotélica de mímesis. Su obra
L'idea del pittore, dello scultore e dell'architetto confirma el papel central
que tenía la Poética en el siglo XVII e insiste en la idea de que la
pintura y la poesía deben imitar acciones humanas en sus
versiones más elevadas,(2) idea que luego sería heredada por el
neoclasicismo francés.

II.-  Ut poesis pictura

Durante la segunda mitad del siglo XVII y en el siglo XVIII,


la comparación interartística siguió gravitando sobre tres
postulados que se concebían como rasgos comunes de la
literatura y la pintura: ambas perseguían el objetivo de una
imitación «mejorada» de la naturaleza; utilizaban como material
los temas clásicos; y debían crear un imaginario que pudiera ser
percibido visualmente, ya fuera por medio de la mirada física o
por medio del «ojo mental» (Alderson 1995: 256). El canon
estético del clasicismo del siglo XVII y el neoclasicismo del siglo
XVIII sometió la imaginería de los pintores al régimen narrativo-
didáctico de las palabras, ya que eran éstas las que expresaban
el ideal aristotélico de la acción humana. Y este ideal se
reflejaba en los relatos épicos, bíblicos e históricos, fuentes de
donde la pintura estaba obligada a extraer temas y métodos. La
Académie Royale de Peinture et de Sculpture francesa —fundada en 1648
— aseguró la continuidad de la tradición humanista a través del
papel privilegiado que otorgaba al pintor de género histórico.
Éste, según las palabras de Félibien (1669), debía «representar
grandes acciones como lo hacen los historiadores, los temas
agradables como lo hacen los poetas; y, si aspira a más, es
necesario que sepa, mediante composiciones alegóricas, cubrir
bajo el velo de la fábula las virtudes de los grandes hombres y
los misterios más nobles».(3) Al mismo tiempo que la pintura
estaba confinada a las alegorías de los textos, la poesía tuvo
que desarrollar técnicas para reproducir las cualidades propias
de los cuadros, cualidades que debían predisponer a la
«visibilidad» de los textos. La importancia de la experiencia
visual en relación con la experiencia que procede de los demás
sentidos ya había sido planteada en la Antigüedad. En la
Metafísica, Aristóteles (980a) afirma que la vista nos permite
acceder a un mayor conocimiento de las diferencias entre las
cosas. Durante el Renacimiento, León Battista Alberti y
Leonardo resaltan el valor superior de la mirada, dado que capta
la inmediatez y la simultaneidad, características éstas del arte
más elevado, la pintura. En el siglo XVII, el empirismo de John
Locke preparó el terreno para las idea expuestas por Joseph
Addison en Sobre los placeres de la imaginación (1712) sobre el papel
privilegiado de la visión para estimular la facultad imaginativa.
La divulgación de estas teorías provocó en los poetas una
asociación previsible: la belleza está vinculada de manera
inherente a la percepción visual. John Dryden escribió en el
prefacio a su traducción (1695) del tratado De Arte Graphica
(1656) del pintor francés Charles Alphonse Du Fresnoy: «La
expresión y todo lo relativo a las palabras es al poema lo que el
colorido es al cuadro».(4) En uno de los primeros artículos
académicos dedicados a la relación entre artes, Cicely Davies
(1935) reconstruye la historia de la concepción pictórica de la
poesía durante el período neoclásico, concepción que encontró
en la descripción su método privilegiado de expresión, como
puede verse en estos versos de «Verano», pertenecientes a la
serie Las estaciones (1726-1730) de James Thomson:But yonder comes
the powerful King of Day, Rejoicing in the East: the lessening cloud, The kindling
azure, and the mountain's brow Illumed with fluid gold, his near approach Betoken
glad. Lo! Now, apparent all, Aslant the dew-bright earth and coloured air, He looks in
boundless majesty abroad, And sheds the shining day, that burnished plays On rocks,
and hills, and towers, and wandering streams High-gleaming from afar. [Pero ahí
llega el poderoso Rey del Día, que se regocija en el Este: la nube que
mengua, el encendido azur, la cima de la montaña que se ilumina con
oro fluido, la proximidad de su llegada presagía alegría. ¡Mirad! 
Ahora, todo manifiesto, oblicuo sobre la tierra brillante de rocío y el
aire lleno de color, mira hacia afuera con ilimitada majestad e ilumina
el radiante día, que bruñido juega sobre las rocas, colinas, torres y
sinuosos arroyos que en lo alto refulgen desde la lejanía.] Por su
valor pictórico cifrado en el poder de la luz, este poema fascinó
a J. M. W. Turner, que reunió algunas de sus partes en una cita
que sirvió de pendant a su cuadro El castillo de Norham sobre el Tweed,
amanecer cuando fue expuesto. El artista reconoció la intención
icónica de la revelación y la consumación de lo visible en el
paisaje: «por la luz: la nube que se desvanece y el encendido
azur» (Heffernan 1991: 282-3). El punto de vista de Heffernan,
según el cual los cuadros de Turner expresan una resistencia
contra la supremacía del discurso poético, nada menos que en el
contexto del apogeo del ut pictura poesis neoclásico, resalta la
originalidad de este impresionista avant la lettre, cuyas pinturas,
paradójicamente, iban en ocasiones acompañadas por versos
como los de Thomson u otros escritos por el mismo pintor. Sin
embargo, como señala Jean H. Hagstrum (1958: xxi), los
efectos pictóricos no resultaban naturalmente accesibles a un
arte que se valía de recursos verbales; en consecuencia, «el
buen pictoricismo operó siguiendo el antiguo principio crítico de
la difficulté vaincue, es decir, el logro de algo importante que
superara la desventaja y dominara el obstáculo». «Superar» y
«dominar» son palabras claves para comprender el desequilibrio
entre ambas partes de la analogía interartística hacia fines del
siglo XVIII. El ejemplo de los pintores estimulaba a los poetas a
experimentar nuevas técnicas para superar la desventaja del
medio verbal y el método narrativo, y regresar así a la
naturaleza sin abandonar los modelos clásicos, como sucede en
el ejemplo pionero de Thomson. En cambio, la influencia de la
poesía en la pintura, dado el anclaje en la tradición clásica,
restringió la imaginación y propició especialmente el decoro, es
decir, la facultad moralmente edificante del arte. Todo indica
que la tradición del ut pictura poesis no alentó la originalidad
artística de los pintores, sino que les impuso evitar lo fortuito y
adherirse a temas y tratamientos que habían sido formalizados
por la literatura y la historia.
III.- El Laocoonte de G. E. Lessing (1766)

En 1766, cuando reacciona contra los dos fenómenos


referidos, esto es, la excesiva manía por describir propia de los
poetas y el afán por la alegoría propio de los pintores, Lessing
(1985: 39) decide poner fin a lo que él juzga como una absoluta
confusión entre las artes. Y, con el fin de aclarar las diferencias,
pone en cuestión los dos presupuestos centrales de la
comparación interartística tal como se formulaban en la
tradición humanista del ut pictura poesis: el primero era que la
literatura y las artes visuales comparten una aspiración común
hacia la mímesis; el segundo afirmaba la superioridad del poeta
en relación con el pintor, de sus palabras sobre las figuras
plásticas como medio expresivo de representación. La
importancia que tenían estos dos principios para los artistas
desde el Renacimiento se refleja, por ejemplo, en un conocido
poema de Pierre de Ronsard, la «Elegía a Janet, pintor del rey»
(1555) . El poeta solicita a Janet —apodo de François Clouet—
que pinte un cuadro e imite el retrato poético que van
componiendo los versos: Peins-moi, Janet, peins-moi, je te supplie Dans ce
tableau les beautés de m'amie De la façon que je te les dirais. [Pinta para mí,
Janet, pinta para mí, te lo ruego, en este lienzo las bellezas de mi
amada según te las voy a decir.] Por medio de sinécdoques y
símiles que remiten al mundo mitológico, se despliega el retrato
de una mujer, partiendo de la cabeza hasta llegar a los pies; «la
grâce naturelle» de los ojos descrita por el poeta suscita el
problema de las restricciones que afectan al arte del pintor: Mais
las! mon Dieu, mon Dieu je ne sais pasPar quel moyen, ni comment, tu peindras(Voire
eusses-tu l'artifice d'Apelle)De ses beaux yeux la grâce naturelle,Qui font vergogne aux
étoiles des Cieux.[Más ¡ay! Dios, Dios mío, no sécon qué medio ni cómo
has de pintar(ni aun si tuyo fuera el artificio de Apeles)de sus bellos
ojos la gracia naturalque vergüenza dan a los astros del Cielo.] Y se le
advierte que «pour bien peindre» la parte de la boca:À peine Homère en
ses vers te diraitQuel vermillon égaler la pourrait[Apenas Homero en sus
versos te diríacon qué bermellón pudieras igualarla] Lessing
(1985:153-6) se adhiere a la misma idea: nada puede
asemejarse pictóricamente a las descripciones que aparecen en
Homero. Pero, en lugar de aceptar la posición vicaria de la
pintura, agrega: porque la literatura consiste en describir una
sucesión de instantes, no los detalles de los objetos. El ejemplo
clásico por excelencia, el estilo de Homero, legitima la distinción
esencial que establece entre las artes. El fin de la poesía es
representar acciones sucesivas en el tiempo, dominio ajeno a la
pintura, que representa cuerpos visibles y coexistentes en el
espacio. En palabras del mismo Lessing (1985: 120): «la
sucesión temporal es el ámbito del poeta, la sucesión espacial
es el ámbito del pintor». De esta forma, se distinguen los
medios expresivos de cada arte, es decir, los diversos signos y
técnicas que les corresponden, así como los dos territorios
donde deben emplearse. El de la pintura está limitado a la
esfera de lo visible, el de la poesía es más vasto porque abarca
tanto lo visible como lo invisible, pero, en cualquier caso, se
trata de medios distintos con propósitos distintos. Dos siglos
después de la publicación del Laocoonte, el método de Lessing
para aclarar las diferencias entre las artes seguía vigente para
un sector de la crítica literaria: «una dependencia realmente
formal, estilística o estética entre artes no es posible [...] al
menos [...] no es probable que se demuestre» (Wimsatt 1976:
50). Esta constatación basta, en principio, para admitir que la
influencia del Laocoonte a lo largo de todo el siglo XIX y parte del
XX es comparable a la de la tradición del ut pictura poesis contra la
que se pronuncia, tanto en importancia como en permanencia.
W. J. T. Mitchell se ha interrogado sobre las condiciones
históricas que llevaron a Lessing a establecer una teoría de los
límites interartísticos fundada en las categorías de tiempo y
espacio.(5) En su análisis extiende las correspondencias
distintivas trazadas por Lessing al plano político de la Europa del
siglo XVIII. Recuerda el calificativo que Gombrich (1993:34)
empleó al hablar del Laocoonte de Lessing, un «torneo» jugado
entre equipos europeos; destaca el doble carácter, religioso y
político, de la simpatía de Lessing por Inglaterra y su aversión
por Francia; y cómo Lessing sustituye la idea de traducción de
los límites (entre las artes) por la de «frontera» [border]. Mitchell
(1986: 105) concluye: «Las fronteras metafóricas de Lessing
entre las artes espaciales y las temporales tienen un equivalente
literal en el mapa cultural de la Europa que él dibuja por medio
del Laocoonte». En este contexto, es decir, la aproximación a la
relación entre literatura y pintura como una confrontación
ideológico-política, vale la pena mencionar que Lessing (1985:
167) prefirió establecer como causa de los préstamos
ocasionales entre artes una «recíproca indulgencia en los límites
comunes, en compensación mutua de las pequeñas incursiones
en el terreno o dominio del vecino», más que un gesto amistoso
de intercambio.Mitchell apoya su análisis del método de Lessing
para diferenciar entre géneros mediante dos frases de un
artista, William Blake, en cuyas visiones se entrecruzaron
palabras e imágenes visuales con una estética prodigiosa: Time &
Space are Real BeingsTime is a Man    Space is a Woman[El Tiempo y el Espacio
son Seres RealesEl Tiempo es un Hombre    El Espacio es una Mujer]
A través del sutil contrapunto entre las nociones de gender y genre
—un topos que goza de favor en la crítica literaria anglosajona y
que no sobrevive en castellano, lengua que sólo cuenta con el
vocablo «género»—, Mitchell (1986: 113) asocia la distinción
establecida en el  Laocoonte a la retórica iconoclasta, de exclusión
y dominación del otro, que habría alimentado la cultura
occidental hasta la actualidad. La teoría de Lessing, fundada en
una «economía de los signos», sería contraria al presupuesto
clásico de la difficulté vaincue —a la que hacía alusión Hagstrum—
y  respondería así a la «economía política» que dictaba el cuadro
de relaciones socio-culturales de su época. La relación entre
géneros, como la que se da entre la poesía y la pintura, señala
Mitchell, no se limita a un momento y a un lugar únicos, abarca
distintos períodos y geografías.(6) No es un asunto de carácter
exclusivamente formal, sino ideológico. Algo que la obra de
Lessing confirmaría, puesto que Lessing, tal como sucede en
estos dos versos de William Blake, definiría en términos de
género —que son siempre valorativos— la poesía y la pintura, la
primera por asociación a lo sublime masculino, de carácter
temporal, y la segunda por asociación a lo bello femenino, de
carácter espacial (Lessing 1985: XXIII-XXV).«Los géneros
[genres]» —asegura Micthell (1986: 112)— «no son definiciones
técnicas sino actos de exclusión y apropiación que tienden a
cosificar algún "otro significativo"». Desde esta perspectiva, el
modelo de Lessing se integraría en una «estrategia imperialista
de absorción por parte del arte más dominante, expansivo [la
poesía]», estrategia que también formaría parte de la doctrina
del ut pictura poesis (1986: 107).

IV.- The New Laocoon

En 1910, el crítico Irving Babbitt elaboró en The New Laocoon


su propia teoría sobre los límites interartísticos, teoría que
descansaba en la interpretación de la obra de Lessing y su
aplicación a la evolución de las artes durante el siglo XIX. Las
conclusiones del trabajo de Mitchell sobre las implicaciones
ideológicas del Laocoonte, que hemos apuntado en el apartado
anterior, parecen difícilmente refutables a la luz de la lectura de
esta obra. Babbitt (1910: 245) proponía terminar con lo que él
llamaba el «brebaje embriagador» de los románticos mediante
una exaltación de los valores masculinos: «solamente el
resurgimiento de una distinción firme y masculina puede
salvarnos de las confusiones que se infiltraron en la vida y la
literatura moderna». Las similitudes que Babbitt establece entre
la acometida de Lessing contra el clasicismo francés y la de
Lutero contra el papado (1910: 39) anticipan otra de las
deducciones de Mitchell (1986: 106): «la alianza de Lessing con
los ingleses en contra de los franceses es, en consecuencia,
tanto religiosa como política; una "alianza sagrada" en contra de
la idolatría católica».En el plano estético,  el ataque de Lessing
tuvo como blanco inmediato la descripción y la alegoría
neoclásicas. Babbitt (1910: 82) ataca el primitivismo romántico
como causa de la confusión entre las artes del siglo XIX, dado
que, según él,  «el arte y la literatura se [alejaban] cada vez
más del dominio de la acción hacia el dominio del ensueño»
(1910: 129). Ésta era una tendencia innegable del
Romanticismo, como puede observarse, por ejemplo, en el
poema que Victor Hugo dedicó a Alberto Durero . Hugo traslada
la imaginería de los grabados de Durero a un dominio
suspendido entre lo soñado y lo real: Une forêt pour toi, c'est un monstre
hideux,Le songe et le réel s'y mêlent tous les deux.[Un bosque es para ti un
monstruo abominabledonde se confunden la realidad y el sueño.]
Desde este enfoque, Babbitt (1910: 145) concluyó que la
subjetividad romántica produjo una hipertrofia de la sensación
y, por consiguiente, una atrofia de las ideas. En una época en
que James Joyce ya había comenzado a escribir con «avidez
descriptiva» (Ellman 1983: 342) fragmentos anticipatorios de la
gran revolución modernista que desencadenaron sus novelas,
resulta un tanto extraño que Babbitt (1910: 142) persistiera en
impugnar a los románticos porque habían desarrollado la
«avidez del ojo con un refinamiento extremo». No es ésta la
única razón por la que el autor del The New Laocoon ha merecido
comentarios peyorativos, como el de Enid Starkie (1962: 163),
que lo calificaba de «crítico retrógrado y carente de iniciativa».
El panegírico que Babbitt dedica a Lessing parece reducirse a
tres puntos: considerarlo un aristotélico ortodoxo, compararlo
con Lutero y revivir sus categorías de análisis a través de una
transposición mecánica —e inexacta— de las mismas a la
situación moderna. Es cierto que los criterios formales que el
Laocoonte buscaba instaurar ya estaban presentes en el
pensamiento de la Antigüedad —cabría traer a colación a Dión
Casio (Tatarkiewicz 1987: 139, 148)—, pero Babbitt ignoró el
aspecto más original de Lessing, la «aversión instintiva o
intuitiva hacia los absolutos» sobre la que se erige su método
crítico, para decirlo en palabras de John Middleton Murry (1960:
97).  Al insistir en la especificidad de los medios de expresión de
cada una de las artes, Lessing dio a conocer la «endogénesis»
de las obras, el hecho de que una obra se conforma según
reglas que pertenecen exclusivamente a su campo estético
(Todorov 1991: 32).Thomas de Quincey (1880: 231 IV) afirmó
que Lessing había sido el fundador de la crítica alemana y, en la
actualidad, se lo considera el fundador de la estética moderna
por su innovadora actitud hacia el fenómeno artístico (Frank
1991: 8; Todorov 1991: 37), de manera exactamente opuesta
al reductivo punto de vista de Babbitt. Según Gombrich (1993:
36), Lessing se adelantó a los postulados esteticistas de J. G.
Herder al pronunciarse contra el didactismo en el arte poético y
a favor de la belleza como único criterio de medida de la
creación artística, y habría sido, pues, el primero en enunciar la
teoría de l'art pour l'art. Conceptualizada por el pensamiento
estético de los primeros románticos alemanes, la teoría de l'art
pour l'art alcanzaría su máximo desarrollo a partir de la segunda
mitad del siglo XIX, paradójicamente a través de autores que
asimilaron las artes entre sí de manera intensa y continuada:
Théophile Gautier, Charles Baudelaire, Walter Pater y Oscar
Wilde.

El ejemplo de Wilde es significativo en este sentido. El


programa de Lessing respecto a un arte y una crítica sin
ataduras morales ni religiosas es reconocible en los ensayos que
Wilde compiló en 1891 bajo el título Intentions,  en los que afirma
que «el arte nunca expresa nada más que no sea a sí mismo»
(s/f 1103). Parte de los parámetros que utiliza para comparar la
literatura y la pintura en The Critic as Artist son en última instancia
de filiación lessingniana. Gilbert, uno de los dos personajes que
participan en el diálogo, cree que el dominio de la pintura es
más reducido que el de la literatura, puesto que a ésta le
corresponde representar acciones, y que el lenguaje y la técnica
de los pintores son inferiores a los de los poetas. La literatura es
un arte temporal «que nos muestra el cuerpo en su ágil
movimiento y el alma en su desasosiego» (s/f 1162); y los
pintores no deben «merodear por el dominio de los poetas,
arruinando los motivos de estos con un tratamiento torpe y
esforzándose por representar, por medio de una forma o un
color visibles, la maravilla de lo que es invisible, el esplendor de
lo que no se ve». (s/f 1169-70) El mismo Wilde muestra cómo
la «maravilla de lo que es invisible» sí puede ser expresada a
través del lenguaje de la poesía: The flapping of the sail against the mast,
The ripple of the water on the side,The ripple of the girls' laughter at the stern[el
golpeteo de la vela contra el mástil,el batir de las olas sobre la borda,
el batir de la risa de las muchachas en la popa] Al repetir el vocablo
ripple, alude a lo que es irrepresentable sobre una tela, en un
poema cuyo pictoricismo se anuncia desde el mismo título
—«Impression de Voyage», que evoca el impresionismo de
James McNeill Whistler y Claude Monet— y las palabras que lo
abren: un mar sapphire coloured, «color záfiro», y un cielo heated
opal, «ardiente ópalo». En la mencionada compilación, la
descripción del cuadro Céfalo y Procris de un discípulo de Rafael,
Julio Romano, sirve de excusa para que Wilde declare: «gran
parte de la mejor literatura moderna proviene de la misma
fuente [cuadros]» (s/f 1119). Y, a continuación, admite una
lógica de préstamos interartísticos, ya que en una época de
fealdad y sensatez, según Wilde, «las artes se inspiran, no en la
vida, sino una en otra» (s/f 1119).

V.- Towards a Newer Laocoon

La última tentativa importante para revisar los


presupuestos de Lessing la encontramos en «Towards a Newer
Laocoon», un ensayo del crítico e historiador del arte
estadounidense Clement Greenberg publicado en 1940, en el
cual llevó a cabo un análisis de esta lógica de los préstamos
interartísticos que Wilde ya señalaba. Greenberg (1988: 30)
sostenía en este ensayo, refiriéndose a la confusión entre las
artes en el siglo XIX, que «los poderes de cada arte se
demostraban capturando los efectos de sus artes hermanas o
tomando a una de ellas como tema». En la medida que lo único
que conservaba una vigencia intacta era el arte en sí mismo,
asegura, los temas preferibles eran aquellos que ofrecían las
demás disciplinas artísticas. Esta lógica fue un producto de la
decadencia que afectaba a la noción renacentista de
representación,  subordinada a la imitación y la perspectiva en
el campo de las artes plásticas, decadencia que era manifiesta
hacia mediados del siglo XIX. La crisis de la noción de
representación alcanzó los demás campos artísticos e impuso la
necesidad de inventar formas estéticas nuevas. Para afrontar
esta exigencia se dieron intercambios de procedimientos, temas
y efectos entre las artes, con la finalidad de superar las
limitaciones específicas de cada una, limitaciones que tenían
que ver fundamentalmente con los medios expresivos, aquellos
precisamente sobre los que el Laocoonte quiso establecer una
distinción.Sin embargo, al compartir el entusiasmo característico
del período neoclásico por los valores formales de la escultura —
que se debía en gran medida a la influencia de la obra de
Winckelmann, a la que Lessing alude con frecuencia—, el
pensador alemán confundió el fin de la pintura con el de la
escultura: representar cuerpos bellos. Su concepción purista,
inspirada en los blancos mármoles clásicos, arrebataba a los
artistas del pincel la posibilidad de expresar contenidos
emocionales. El Laocoonte, que recibe el nombre de un grupo
escultórico helenístico , combate la hermandad entre la poesía y
la pintura, pero la convierte en hermana menor de la escultura
(Lee 1998: 52).Para delimitar las prácticas de cada arte,
Greenberg rescata la parte del pensamiento de Lessing centrada
en el análisis formal de los medios de expresión: «es en virtud
de sus medios que cada arte es única y estrictamente ella
misma. Para restaurar la identidad de una de las artes, se debe
enfatizar la opacidad de sus medios» (1988: 32).  Pretende así
resaltar la emancipación de la pintura de su yugo neoclásico, el
modelo escultórico, renovado y fortalecido a través del Laocoonte,
al tiempo que explicar la diferenciación interartística. En lo que
él mismo define como una «apología histórica del arte
abstracto», Greenberg (1988: 37) recalca la importancia del
espacio plano y la abstracción pura de la vanguardia pictórica
del primer cuarto del siglo XX para conjurar la confusión entre
pintura y escultura, predominante en Occidente desde que el
arte bizantino ambicionó los pliegues y las profundidades
estatuarias. Y considera que los efectos del naturalismo de
Gustave Courbet en el siglo XIX, que llevaron a la eliminación
de la hegemonía de la literatura sobre la pintura, son
comparables a los del cubismo y la abstracción contemporáneas
en lo que concierne a la separación entre pintura y escultura.
Estos movimientos establecen una diferenciación entre los
distintos campos de las artes plásticas sin precedentes en la
historia de la cultura (1988: 32). La «pintura pura» de Pablo
Picasso, que Paul Éluard califica «D'étranges jarres sans liquide [...] /
Inutilement faites pour des rapports simples» [Extrañas jarras sin líquido
(....)  /hechas inútilmente de relaciones simples]; el «monismo
naturalista» de Jackson Pollock (Greenberg 1961: 157),
transformado en los versos contemporáneos de Nancy Sullivan
en «Trickles and valleys of paint [...] No similes here. Nothing/ But paint. Such
purity (...)» [«Hilos y valles de pintura (...) No hay símiles.
Nada/salvo pintura. Tal pureza (...)»] ; todos esos herederos del
Cézanne a quien Corot y Courbet habían abierto la visión de un
plano «sobrenatural» de la realidad, permiten sostener la
conclusión de Greenberg en «Towards a Newer Laocoon»:
«ahora, las artes están seguras, cada una dentro de sus límites
"legítimos", y el libre cambio ha sido reemplazado por la
autarquía» (1988: 32).

VI.- El programa antilessingniano del siglo XIX

Entre los más conspicuos incitadores al «libre cambio» en


la historia de las relaciones entre las artes estuvo el filósofo
alemán August Wilhelm Schlegel. Escribió el que ha sido
considerado el más completo programa antilessingniano del
siglo XIX, un diálogo sobre la pintura, publicado en la revista
orgánica del primer movimiento romántico, Athenæum, en 1799.(7)
A través de extensas descripciones en prosa de cuadros que,
hacia el final del texto, adoptan la forma de poemas, Schlegel 
(D'Angelo y  Duque ed. 1999: 90) enfatizó lo beneficioso que es
para cualquiera de las artes tomar en préstamo las ideas y las
imágenes de otra: «sin su mutua influencia se tornarían
adocenadas y serviles». Los intercambios permiten a la pintura
elevarse por encima de la realidad inmediata y que la poesía no
sea un fantasma incorpóreo. Louise, uno de los dos personajes
del diálogo que impugnan la teoría del artista Reinhold sobre la
imposibilidad del lenguaje para traducir imágenes pictóricas,
dice: «si el artista sólo trabajara para el artista, una colección
de pinturas se injertaría en otra, y el arte encontraría en su
propio ámbito, como por desgracia ocurre a menudo, el origen y
la meta de su existencia. No, amigo mío, lo principal es que
haya relación y trato mutuos» (1999: 45). Visto en
retrospectiva, la noción de mímesis implícita en la lógica de
intercambios expuesta por Wilde o Greenberg en relación con el
siglo XIX encuentra en estas palabras su exégesis más
completa. Cuando la escritura del poeta se abre a la mirada de
la pintura y los cuadros del pintor a la poesía de los colores —
antítesis de la línea y su nostalgia por la escultura clásica—, la
relación mimética no se agota en una transposición literal del
mundo, de su historia y sus creencias, al universo del arte; al
contrario, se experimentan otros tipos de transposición —como
las interartísticas— que liberan la imaginación.(8) El acento que
se había puesto tradicionalmente en la cosa representada se
traslada entonces al proceso creativo en sí mismo, al fenómeno
de la representación en cuanto tal. Uno de los fragmentos
publicados en el Athenæum sugiere, auspiciando esta concepción,
que no es extraño que en las obras de los más grandes poetas
sople el espíritu de otras artes (Lacoue-Labarthe y Nancy eds.
1978: 159 §372); y es precisamente durante este período que
se gesta la escuela de pintura romántica, futuro objeto de
admiración e inspiración para aquellos que crearon las teorías
estéticas más extendidas de la modernidad —tanto desde el
punto de vista general de la cultura occidental como desde el
punto de vista particular de la tradición del ut pictura poesis—, los
escritores Charles Baudelaire y John Ruskin. A fin de que los
intercambios gozaran de una prosperidad equitativa como la
subyacente en la estrategia schlegeliana, basada en la
endogénesis de temas, imágenes y métodos, y no se vieran
arrastrados hacia la pobreza de una actividad asimétrica de
apropiación —es decir, hacia la imitación y la copia, fruto de la
doctrina humanista sobre la relación entre las artes—, fue
necesario que la literatura y la pintura fijaran sus dominios en
términos distintos a los propuestos por Lessing, y asumieran
cada una el control de sus propios recursos. El mosaico de
circunstancias políticas, socio-económicas y gnoseológicas del
siglo XIX determinó la configuración de campos artísticos
autónomos de los poderes políticos o religiosos, así como las
consiguientes nuevas variantes de relación entre escritores y
pintores, y entre éstos y el público, lo que convierte al período,
junto con el Renacimiento, en uno de los más fecundos de la
historia en lo que concierne a las relaciones entre la literatura y
la pintura (Scott 1988: 73).(9)Antes de abordar algunos
aspectos sobresalientes de las relaciones interartísticas durante
el siglo XIX, se impone considerar que el significado que se
había conferido tradicionalmente a los dos principios sobre los
que se erigía la distinción del Laocoonte, la dimensión temporal de
la poesía y la dimensión espacial de la pintura, se fue diluyendo
por efecto de las conversiones semánticas derivadas de las
prácticas sociales modernas. David Harvey (1998: 241, 280)
sostiene que la categorías de tiempo y espacio dependen de un
conjunto de prácticas y procesos sociales y que, con el
advenimiento de la modernidad, surgieron «nuevos significados
para el espacio y el tiempo en un mundo de lo efímero y la
fragmentación», diferentes del carácter inmutable y absoluto
que se les confería durante el Renacimiento y la Ilustración. (10) 
Por otra parte, a la transmutación de las categorías que
fundamentaban la teoría de Lessing se sumaron otros factores
que contribuyeron a aumentar el magnetismo entre las artes.
Por su importancia, cabe mencionar los avances científico-
técnicos en relación con la comprensión de la percepción visual;
la conformación de un mercado literario y artístico de bienes
simbólicos, antagónico al de bienes de cambio de una burguesía
juzgada «filistea»; el declinar de los salones de pintura oficiales,
paralelo a la emergencia de los salons des refusés y de un circuito
de galerías privadas; y la transformación de los poetas en
críticos de arte.

VII.-  El desquite de la pintura

Durante el siglo XIX, mientras el mundo del arte vivía inmerso


en la crisis del modelo renacentista de representación, la ciencia
y la tecnología experimentaron un avance sin precedentes, y
pronto se convirtieron en un filón de formas y contenidos que
otorgaban legitimidad a las producciones de otros ámbitos de la
cultura. «La escritura o la pintura —señala Michael Moriarty
(Collier y Lethbridge eds. 1994: 24)— podían justificarse o
condenarse por comparación con los procesos tecnológicos».El
interés por la investigación empírica sobre los fenómenos
asociados con la percepción visual dio lugar a la invención de
dispositivos como el estereoscopio, el diorama o el
caleidoscopio, amén de la aparición de la fotografía. La
potenciación de la producción y circulación de imágenes —
imágenes que no siempre eran las que se daban en el mundo
natural— provocó que se redefiniera la facultad de observación.
(11) En palabras de Jonathan Crary (1994: 50, 206), tuvo lugar
un proceso de examen y desterritorialización del sentido clásico
de la visión, cuyo estadio final fue la emancipación de la mirada.
(12)Es comprensible, pues, que los pintores impresionistas se
apropiaran de las teorías científicas que indagaban sobre la
visión, el sentido directamente vinculado con la creación y
percepción de obras pictóricas.(13) Sin embargo, parece más
sorprendente que se diera una tendencia similar en muchos
escritores. Victor Hugo (1979: 72, 80), el «pintor en poesía»
(Baudelaire 1992: 88), la definía como una cuestión de óptica:
todo debía estar reflejado en ella. Rémy de Gourmont (1922:
53), uno de los hombres de letras más célebres del fin de siècle,
proponía distinguir entre dos tipos de estilos literarios: el de los
escritores visuales y el de los escritores sentimentales,
afectados por definición de ceguera (mental).(14) Baudelaire
(1992: 79) tampoco fue indiferente a los experimentos ópticos.
En su crítica del salón de 1846 incluye la siguiente metáfora del
disco de Newton: «comme la vapeur de la saison - hiver ou été - 
baigne, adoucit, ou engloutit les contours; la nature ressemble à un
toton qui, mû par une vitesse accélérée, nous apparaît gris, bien qu'il
résume en lui toutes les couleurs.»[«como la bruma de las
estaciones, ya sea en invierno o verano, baña, dulcifica o engulle los
contornos; la naturaleza se asemeja a una perinola que, movida a
gran velocidad, se nos manifestara gris, pero que resumiera en sí
todos los colores.»]¿Es posible concebir esta adopción por parte
de los escritores de una terminología asociada con la percepción
visual sin el correspondiente intercambio de funciones con los
pintores?(15)Este interés relacionado con la indagación sobre la
percepción visual fue paralelo a la emancipación de las artes
respecto a la tutela oficial y su creciente oposición al mundo
burgués, emancipación y oposición que, en el caso particular de
Francia, adquieren una gran intensidad durante el Segundo
Imperio. Se debe a Édouard Manet el inicio de esa revolución
simbólica del arte, que otros pintores continuaron por medio de
una política de independencia, imitada después por los
escritores (Bourdieu 1995: 107, 202). A lo largo del siglo XIX, la
revolución simbólica de los pintores fue destronando la mera
narración visual y, en consecuencia, rompió la relación de
dependencia que los pintores habían mantenido históricamente
con la literatura. Asimismo, la pintura fue adquiriendo cada vez
mayor relevancia en el conjunto de la producción cultural. Es
suficiente recordar que de las 485 obras expuestas en el salón
de 1801 se pasó a las 5.180 que se expusieron en el salón de
1848. Pero este panorama sería incompleto sin dar otras cifras,
las que revelan que el salón de 1859 fue acompañado de la
publicación de 108 críticas o reseñas de escritores sobre las
obras allí expuestas, mientras que en el salón inaugurado una
década después éstas llegaron a sumar un total de 4.240. (16)
Tales cifras permiten hacerse una idea de la amplitud que había
adquirido hacia 1870 la relación entre pintores y escritores. Los
desplazamientos se explican tanto por la afirmación de la
autonomía de los primeros como por la redefinición del papel de
los segundos en el nuevo mapa cultural de la modernidad. Por
un lado, el reconocimiento público de los artistas plásticos se
volvió cada vez más dependiente de la crítica de arte. Por  otro, 
la crítica ofrecía a los poetas, con carreras muchas veces
frustradas y sin medios de subsistencia ante el apogeo del
teatro y la novela, la posibilidad de recuperar el ascendiente
perdido. El poeta critica y promueve las artes visuales, a la par
que ofrece creaciones originales a través del medio que le
pertenece, el lenguaje (Scott 1994: 66). Jöel Dalançon (1990:
65) ha descrito de manera sucinta el sustrato que nutría el
diálogo entre artistas y escritores a partir de la segunda mitad
del siglo XIX:«[...] la proximidad no basta para crear un verdadero
medio de entendidos, [...] las relaciones que los poetas mantienen
con los pintores son deudoras de las estructuraciones del campo
social y cultural más que de la conformación de una auténtica cultura
pictórica [...]. Al promoverse como crítico de arte, el poeta cree gozar
de las ventajas de semejante posición clave; piensa que, al regenerar
su poder y sacar lustre a su imagen, pronto estará en condiciones de
lograr que el pintor aproveche sus lecciones». Lo cierto es que la
«democratización de la experiencia visual» (Jay 1994:113),
fruto de la extensión de los medios artísticos y tecnológicos
destinados a inventar y reproducir imágenes, alcanzó también a
ese subproletariado que formaban los poetas (Dalançon 1990:
65).(17) Si durante los siglos anteriores los pintores habían
examinado y explotado las fuentes literarias, a mediados del
siglo XIX los poetas empezaron a hacer lo mismo con el amplio
espectro de fuentes visuales que tenían a su disposición: «a
partir de ese momento, la plástica empezó a desquitarse y a la
literatura le llegó el turno de ser invadida y dominada»
(Cassagne 1997: 315).

VIII.- El poeta crítico de arte

En consonancia con el espíritu de su tiempo, descrito como


el más visual de la historia occidental (Sypher 1971: 74),
Baudelaire proclamó: «glorificar el culto de las imágenes, (ésta
es mi gran, mi única, mi primitiva pasión)» (1968: 432). El
poeta —que a los diecisiete años escribía sobre una visita al
Museo de Versalles: «no sé si tengo razón, ya que de hecho, no
sé nada de pintura [...] no hay duda de que es bastante ridículo
que yo hable así de los pintores» (1993: 58)— inició su carrera
literaria como crítico de arte con la publicación de una recensión
sobre el salón de 1845. (18) Un año después elevó una solicitud a
la Société des Gens des Lettres  para «participar de las ventajas de las
que [...] gozan sus miembros en cuanto a la reproducción de
obra». En la solicitud se presenta a sí mismo como colaborador
de las revistas L'Esprit Publique y Corsaire-Satan, y «autor de dos
folletos sobre los salones de 1845 y 1846» (1993: 136). La
sociedad lo admite en junio del mismo año. La elección de un
camino literario que pasaba por las exposiciones de arte se
había consumado, como en el caso de su maestro, Théophile
Gautier.Los textos críticos de ambos están impregnados de
poéticas personales más que de fidelidad descriptiva a los
objetos de arte. Ante el «requerimiento pictórico», los poetas-
críticos crean y consolidan un discurso que no está «sometido
de manera expresa a la restitución fiel del objeto, sino más bien
a la curiosidad por explorar el universo de la sensación y el
afecto» (Vouilloux 1994: 119), un discurso que se constituye
como teoría estética y poética, como prosa de arte, un
experimento lingüístico «capaz de pintarlo todo [...] desde lo
visible hasta lo invisible» (Baudelaire 1968: 308). La obra de
arte es más un pretexto que el objeto de la escritura.Salón de 1846
de Baudelaire, además de ser el ensayo más elaborado sobre la
teoría estética del poeta, contiene ya un temprano experimento
de poema en prosa, «De la couleur», el género literario que
inventó y empezaría a practicar de manera consciente a partir
de 1855.(19) En el comentario sobre la Exposición Universal que
se inauguró el mismo año, las reflexiones estéticas se mezclan
con la poesía inspirada en las artes visuales. El texto incluye
una estrofa de «Los faros» , un poema que reúne varios
nombres ilustres de la tradición pictórica y escultórica europea,
pero donde sobre todo celebra a Delacroix: Delacroix, lac de sang,
hanté des mauvais anges,Ombragé par un bois de sapins toujours vert,Où, sous un ciel
chagrin, des fanfares étrangesPassent comme un soupir étouffé de Weber.[Delacroix,
sanguinoso lago de ángeles malos,por un bosque de abetos siempre
verdes umbrado,donde extrañas fanfarrias bajo un cielo de pena
cruzan, como un suspiro sofocado por Weber.] En el último salón,
escrito en 1859, completa las ideas que había expuesto en el de
1846. Baudelaire (1992: 267) reafirma que el verdadero espíritu
crítico «debe estar abierto a todos los tipos de belleza», en
contraposición a la dictadura del gusto clásico, y reivindica la
potestad interpretativa y creativa de la imaginación, una idea de
clara filiación romántica. La conclusión a la que llega sobre los
dominios y funciones del arte es la misma que la profesión de
iconolatría que aparece en Mi corazón al desnudo: «Todo el universo
visible no es más que un almacén [magasin] de imágenes y
signos a los cuales la imaginación da un lugar y un valor
relativos; es una especie de pastizal que la imaginación debe
digerir y transformar» (1992: 264). El poeta-crítico finaliza el
texto revelando el objetivo que se había propuesto al iniciar su
tarea: «buscar la imaginación a través del salón» (1992: 321).
A partir de un dato de la correspondencia personal del poeta,
puede constatarse una asombrosa coincidencia entre la teoría
formulada en el ensayo y su proceso de escritura. Baudelaire
confiesa a Nadar que sólo ha asistido una vez al evento.
«Escribo un salón sin haberlo visto», le escribe desde Honfleur.
(20) La escritura queda librada así a la memoria, «excitada» por
la lista de las obras en exposición, lo que equivale a decir que
queda librada a la imaginación del autor; la memoria, almacén
de imágenes, se convierte en sentido literal en un pastizal que
la imaginación digiere y transforma. La búsqueda que
Baudelaire se había propuesto llevar a cabo a través del salón
no se orientó solamente a la imaginación de los artistas allí
reunidos («escasamente hallada»), sino también y sobre todo
hacia la imaginación propia con el fin «dar a ver sin haber
visto».La crítica de arte, la poesía, la prosa poética y la pintura,
territorios de la imaginación, eran para Baudelaire (1968: 250 y
425; 1992: 170) hechicerías evocatorias [sorcelleries évocatoires].
Naturalmente, los pintores se rebelaron contra una crítica de
sus obras  subordinada a la invención de los escritores, por más
que Baudelaire (1999: 575) insistiera en sus ventajas: «excepto
por la fatiga de tener que adivinar los cuadros, es un método
excelente que te recomiendo. A causa del temor a alabar o
censurar demasiado, se llega a la imparcialidad». «Siempre —
escribía Delacroix a Thoré (Cassagne 1997: 322)— se nos juzga
con ideas de literatos, y éstas cometen la necedad de exigirnos.
En verdad, me gustaría que fuese tan cierto como usted dice
que no tengo más que ideas de pintor; no pido otra cosa». Una
interpretación actual de esas «ideas de literatos» sería
considerarlas un tipo de crítica estética que opera como un arte
poético indirecto, puesto que, «al hablar de pintura, el poeta se
traiciona, también habla de poesía y su discurso se torna [...]
discurso pictórico en tanto que metadiscurso poético» (Kibedi
Varga 1985: 20). La crítica de Baudelaire «inventó» como
poema el arte de Delacroix, transformando el hallazgo pictórico
en búsqueda poética (Genet-Delacroix 1989: 19). (21) El
resultado más novedoso de dicha búsqueda fueron los Pequeños
poemas en prosa. En 1861 Baudelaire abordó la definición del
género, cuya historia —demasiado extensa para ser desarrollada
aquí— abunda en transgresiones de los límites que parecen
separar la literatura y las artes visuales. (22) El antecedente más
inmediato del experimento baudelairiano, reconocido como tal
en el prefacio de los Poemas en prosa, fue Gaspar de la Noche de
Aloysius Bertrand (1842), una obra que llevaba por subtítulo
Fantasías a la manera de Rembrandt y Callot. Los poemas en prosa de
Arthur Rimbaud, que comienzan a publicarse en La Vogue en
1886, adoptaron el nombre de Iluminaciones. La analogía con las
artes plásticas fue señalada ya por Paul Verlaine (1959: 1143 I),
quien aseguraba que eran «láminas iluminadas» o «ilustradas».
(23) Esta interpretación permanece en el centro de las lecturas
críticas de las Iluminaciones que rescatan las vinculaciones del
género poema en prosa con el arte de la pintura. (24)La
modernidad fue el escenario de un proceso doble de erosión que
afectó los límites entre las artes y las distinciones de género. La
imagen, agente principal de dicha erosión, se constituyó como
categoría estética y genéricamente transversal, dado que
atravesó tanto poesía y prosa como literatura y artes plásticas.
La síntesis entre poesía y prosa, que redefinió la configuración
interna del sistema moderno de géneros literarios, se produjo
sobre los márgenes entre la literatura y la pintura. En
consecuencia, puede afirmarse que esta configuración es
ontológicamente visual.(25)

IX.- Transpositions d'art

Para Baudelaire y otros poetas del siglo XIX que se


dedicaron a la crítica de arte, los salones fueron sólo un medio
que permitía alcanzar metas literarias y crear sobre los
márgenes de los dos campos artísticos implicados: el de las
letras y el de la pintura. El ut pictura poesis tradicional podía llevar
todavía a los pintores hacia un género con reminiscencias del
tiempo narrativo literario, el histórico, y lo justificaba. En
cambio, su correlato moderno, posromántico, la estética de la
«consolación por las artes» (Baudelaire 1968: 258), se
concentraba en los experimentos de los poetas, en esas
hechicerías evocatorias del espacio pictórico, en la intensidad
con la que las imágenes se dan —en un solo instante— a la
mirada.(26) «Las artes, menos distantes que nunca —señalaba
Gautier (1990: 91)—, se codean unas con otras y se entregan a
frecuentes transposiciones».Gautier creó las suyas «con la
obstinación de un pintor» (Baudelaire 1968: 245). Pero «El
arte» , «Las Nereidas» o «Sinfonía en blanco mayor» no eran
poemas en prosa, sino poemas métricos que surgieron en medio
de una tradición de escritura ecfrástica ya establecida, cuyo
origen último estaba en la descripción del escudo de Aquiles que
hizo Homero (Ilíada XVIII, 478-607) y que ya habían practicado
los románticos, como sucede, por ejemplo, en «Sobre la Medusa
de Leonardo de Vinci en la Galería florentina» de Shelley
(1819). El género denominado écfrasis, según lo definen
estudios recientes, abarcaría las representaciones escritas de
representaciones visuales (G. Scott 1991: 301, Heffernan 1993:
3, Mitchell 1994, 151-2). Las características que tenía en su
etapa formativa se fueron transformando a través del tiempo. A
partir de las Descripciones de cuadros de Filostrato (II d. C.), el
plano referencial irrestricto —que admitía la descripción de
cualquier tipo de objeto— se redujo al de las obras de arte. Un
estudio de Leo Spitzer (1955) sobre otro célebre ejemplo
ecfrástico, el poema de John Keats «Oda a una urna griega» ,
analiza la ruptura definitiva de la écfrasis con su pasado retórico
y reinterpreta la noción como un género poético, cuyo período
de práctica más intensa se situaría precisamente a partir del
siglo XIX.(27) Cuando Baudelaire (1992: 342) diagnostica el
«estado espiritual» de la época, recala también en los efectos
de la transposición: «las artes aspiran, sino a suplirse una a la
otra, al menos a prestarse recíprocamente fuerzas nuevas». La
dinámica de los vínculos entre artistas, escritores y sus obras a
partir del siglo XIX puede verse en la relación entre Baudelaire y
Manet. En 1862, mientras Baudelaire elogiaba a Manet en
Pintores y aguafuertistas (1992: 334) por el método que este último
tenía para reflejar la realidad moderna a través de la
imaginación, Manet terminaba dos cuadros. En uno de ellos,
Música en las Tullerías , aparecía Baudelaire retratado en medio de
una muchedumbre; el otro era Lola de Valencia , la figura de una
mujer española. Más tarde, circuló en forma de aguafuerte junto
con un breve poema de Baudelaire . Vistos al lado de la firma y
el título del pintor, los versos de Baudelaire sobre Lola de Valencia
parecen establecer una región fronteriza, donde la diferencia
entre ver y leer se vuelve borrosa, donde la figura se textualiza
en el poema y lo textual se figura en la pintura.

X.- Márgenes pictóricos para la voz

Una de las afirmaciones más notorias de Oscar Wilde (s/f


1151) fue la existencia de un campo de intersección entre las
artes literarias y las visuales: «conocer los principios del arte
más noble es conocer los principios de todas las artes»; la
expresión «más noble» aludía a la literatura, puesto que el
material verbal no tenía, según él, las limitaciones de las artes
plásticas. Una consideración parecida sobre la interrelación
entre las artes, aunque sin establecer ninguna prelación, figura
también al final de la reflexión sobre el Laocoonte de Lessing que
aparece en La escuela de Giorgione del crítico y teórico del arte
Walter Pater (1919: 110):«[...] una comprensión exacta de las
diferencias últimas entre las artes es el principio de la crítica estética;
y, sin embargo, en lo que concierne a la forma particular de manejar
el material dado, puede observarse que cada arte requiere una
condición proveniente de alguna de las demás artes [...] una
transgresión parcial de las propias limitaciones, por medio de la cual
las artes pueden, no suplir entre sí el espacio propio de cada una,
pero sí prestarse  nuevas fuerzas».La simetría con la afirmación de
Baudelaire relativa a las «nuevas fuerzas» que las artes se
transmiten recíprocamente no es una mera coincidencia. Toda la
teoría de Pater sobre una prosa imaginativa —esto es, una
crítica sobre arte y literatura que por su poder poético se vuelve
artística, una de las «bellas artes»— procedía de Baudelaire
(1968: 246), que admiraba la poesía de Gautier porque «sólo se
tiene a sí misma» y concebía el espíritu de un verdadero crítico
como el espíritu de un verdadero poeta (1992: 267). Sin
embargo, en el pensamiento de Pater se reconocen, amén de la
huella de Baudelaire, otras fuentes no francesas, en particular,
las ideas de John Ruskin, un insuperable experto en trasponer
imágenes visuales en prosa poética. Para decirlo retomando la
cita de Pater,  Ruskin poseía una percepción privilegiada de las
diferencias (y analogías) últimas entre las artes: «La pintura
debe ponerse adecuadamente en oposición al habla y la
escritura, pero no en oposición a la poesía. Tanto la pintura
como el habla son métodos de expresión. La poesía es el
empleo de una y otra para los propósitos más nobles» (Ruskin
1885: 12-13).Cuando describe las imágenes de un cuadro o un
paisaje natural,  Ruskin —que a lo largo de  los cinco volúmenes
de Pintores modernos utiliza de manera indistinta los términos
pintor y poeta— se esfuerza por imitar la mirada de un pintor y
reproduce con palabras,  estratégicamente dispuestas en los
planos léxico y fonético del texto, los efectos propios de
recursos menos literarios —o menos narrativos, si se atiende a
la doctrina del ut pictura poesis—,  como el color, sus
complementariedades y contrastes: «Purple, and crimson, and scarlet, like
curtains of God's Tabernacle, the rejoicing trees sank into the valley in showers of light,
every separate leaf quivering with buoyant and burning life; each, as it turned to reflect
or to transmit the sunbeam, first a torch and then an emerald».[«Púrpuras,
carmesís y escarlatas, como cortinajes del Tabernáculo de Dios, los
regocijados árboles se sumergían dentro del valle en una lluvia de
luz, todas y cada una de las hojas estremeciéndose boyantes y
ardientes de vida; todas como si giraran para reflejar o transmitir los
rayos del sol, primero como una antorcha y luego como una
esmeralda.»]Si en las pinturas de J. M. W. Turner el color se
independizó del dibujo y la línea —es decir, del relato—, en los
cuadros verbales de Ruskin el poder poético de la metáfora y la
imagen se liberó de la cristalización que le habían impuesto la
alegoría y el emblema clásicos, como también de las
constricciones de la poesía descriptiva que la tradición de las
«artes hermanas» había estimulado durante el siglo XVIII.
Ruskin, como Gautier y Baudelaire, abrió los márgenes de la
representación pictórica a una voz poética que se escribía en
prosa, una «voz del decir» que se convertía en un «ver de la
mirada»  (Marin 1994: 340). Lee McKay Johnson (1980:126)
sugiere que la prosa óptica de Ruskin es una «ordenación
mental [dispuesta como] acto deliberado de composición, de
modo que la estructura de la representación verbal duplica el
proceso de la percepción visual». Esta idea se corresponde con
un componente fundamental de toda écfrasis (Webb 1999: 13),
la noción de enargeia, es decir, la intención implícita en el texto
de transmitir la imagen al ojo mental del lector de manera tan
viva como ésta se presenta al ojo físico de quien la describe, al
observador en tiempo real de dicha imagen. El grado de
saturación visual que alcanza la imaginería textual de Ruskin —a
menudo transposición de imaginería pictórica o escultórica—
confirma de manera casi irrefutable los préstamos espontáneos
o las apropiaciones deliberadas entre la literatura y la pintura.
Los prerrafaelitas extendieron la práctica de la analogía presente
en la obra ruskiniana. Dante Gabriel Rossetti, autor de
numerosos poemas ecfrásticos, también pintó numerosos
cuadros que efectuaban transposiciones textuales tomando
diversos géneros como fuente. Mientras que su obra pictórica,
según prescribe la estética prerrafaelita, conjuga mímesis
fotográfica y contenido narrativo, su poética, cargada de
evocaciones y colores, provoca asociaciones que recuerdan el
estilo impresionista de James A. McNeill Whistler: Dusk-haired and
gold-robed o'er the golden wineShe stoops, wherein, distilled of death and shame,Sink
the black drops; while, lit with fragrant flame,Round her spread board the golden
sunflowers shine.[Con su cabello oscuro y sus prendas de orosobre el
áureo vino se inclina y la funestaponzoña, que destila de la muerte y
la afrenta,derrama. En tanto brillan circundando su mesa,como
fragantes llamas, girasoles dorados.]Buscar total exactitud en la
descripción del cuadro de Edward Burne-Jones del que hablan
estos versos, El vino de Circe , es tan inútil como la petición a
Whistler de que explicara la historia de la oscura figura bajo la
luz de un farol de su cuadro Armonía en gris y oro , sobre la cual
advertía: «No me importa el pasado, presente o futuro de la
figura negra; está puesta ahí porque el lugar requería negro.
Sólo sé que la combinación del gris con el dorado es la base del
cuadro» (Hough 1949: 179). Del mismo modo que Whistler
otorgaba prioridad al aspecto formal de su pintura por encima
del contenido, Rossetti estaba interesado en crear un efecto
visual en el poema —a través del claroscuro entre negro y
dorado—, aunque fuera en detrimento de la exactitud de la
transposición. En ambos casos, la opacidad referencial está en
función del efecto que ambos artistas querían provocar en el
lector-observador.El desinterés de los hombres de letras por
ofrecer imágenes idénticas a las reales dominó la escritura
ecfrástica del siglo XIX en adelante. Después de leer un soneto
que Rossetti había escrito a partir de un cuadro, Whistler lo
increpó: «¿Para qué tomarse el trabajo de pintar el cuadro? ¿por
qué simplemente no enmarcamos el soneto?» (Hough 1949:
178). La razón por la cual es imposible que un soneto —incluso
enmarcado— sustituya un cuadro es obvia,  la diferente
materialidad del soporte y los signos: palabras sobre papel;
líneas, colores y puntos sobre una tela. Pero, más allá de esta
constatación, lo que revela el comentario de Whistler es que la
transposición —como la traducción— siempre comporta una
amenaza de traición al original.«Tanto en la traducción
interlingüística como en la intersemiótica», afirma Claus Clüver
(1989: 61), «el significado que se adscribe al texto original, ya
sea un poema o una pintura, es el resultado de una
interpretación». Sería la carencia de una «semiótica de las
artes» la que obligaría a recurrir a conceptos de la teoría y la
crítica literarias (1989: 84). Siguiendo algunas teorizaciones
contemporáneas sobre la traducción, más funcionales que
normativas, Clüver retoma un conocido trabajo de Roman
Jakobson (1971) sobre la posibilidad de traducción,
transmutación y transposición de mensajes-textos entre
distintos sistemas de signos. Su punto de vista, «esencialmente
conservador» (1989: 83), coincide en lo esencial con la estética
comparada de Étienne Souriau en La correspondance des arts, donde
se sostiene que «las distintas artes se parecen a lenguas
distintas, donde la imitación exige traducción» (1947: 16). 
Clüver señala que este tipo de transmutación reproduce las
dificultades de la traducción interlingüística «en función de la
semántica del sistema poético» (1989: 61), es decir, no en el
nivel lingüístico sino en el literario. Aunque admite que las
mayores variaciones en las «transposiciones intersemióticas»
ocurren en el plano de la materialidad, su mayor preocupación
es demostrar que «significados casi idénticos pueden construirse
a partir de dos textos pertenecientes a sistemas sígnicos
distintos» (1989: 84). Así pues, según Clüver, la transferencia
de significado ocupa un papel central. Los fenómenos del orden
de la materialidad, es decir, del orden de la inscripción de las
palabras y de las figuras, se caracterizan por su naturaleza
adversa a las transposiciones interartísticas: la inadecuación de
la palabra para dar cuenta de lo visual y la violencia que el
proceso ecfrástico ejerce sobre la obra plástica, el «texto» visual
(1989: 83).La última aserción puede relativizarse si esta
relevancia del significado, entendido por Clüver como una
relación denotativa con una referencia fija, como una
significación «casi idéntica» entre obras pertenecientes a
distintos sistemas estéticos, se reformula en términos de la
noción de sentido, entendida como construcción subjetiva y, en
consecuencia, interpretativa, que se proyecta sobre el plano de
la imaginación del autor y del lector-observador, manteniendo
un compromiso de fidelidad con la obra original sujeto
solamente a la intención creativa. Desde esta perspectiva, los
remanentes del original, para decirlo con palabras de Marcel
Proust (1927: 190) sobre sus propias traducciones
metaecfrásticas de Ruskin, se dan a leer «como a través del
vidrio tosco, pero bruscamente iluminado, de un acuario».(28)
Dado que el texto literario ecfrástico nunca ofrece una
representación calcada del cuadro o del objeto referentes, la
conclusión de Souriau sobre las relaciones interartísticas, que
«la imitación exige traducción», puede reformularse como «la
traducción implica interpretación».Para Michael Riffaterre (1994:
221), la interpretación del observador-escritor siempre antecede
a la representación e impide que sea una reproducción exacta
del original: «lo que se inscribe en el objeto pictórico es un
sujeto distinto al del pintor [...] para el escritor, la écfrasis sigue
siendo enunciación». Eso revela el propósito de la escritura
ecfrástica (Riffaterre 1994: 220-21), que no es otro que
construir una ilusión del objeto con elementos que el escritor
inventa y no ser fiel a lo que el objeto es. El texto ecfrástico no
descifra la obra de arte sino a quien la observa. No es imitación,
es un fenómeno que pertenece al orden de la intertextualidad,
un plano donde confluyen escritura, imágenes plásticas e
imaginación poética. Así se cierra el «círculo mágico de la
creación» que Gombrich (1962: 169) analiza en Arte e ilusión,
formado por el artista, su obra y la «participación del
observador» [beholder's share] que la contempla, es decir, el
círculo formado por el escritor-descriptor, el texto y el lector que
lo interpreta.La importancia de la interpretación y las
semejanzas entre transposiciones pictórico-literarias y
traducción permiten conjeturar que, del mismo modo que según
Walter Benjamin (1967: 87) una traducción roza al original en
un punto infinitamente pequeño de la esfera del sentido, el
texto ecfrástico toca tangencialmente a la obra de arte en algún
punto de la esfera de su incompletud. La imaginación trabaja
sobre lo que una obra ofrece de inacabado a la observación o el
recuerdo del escritor. «Lo que la imaginación toma por belleza
debe ser verdad, haya existido antes o no», escribía John Keats
(1951: 17), en una afirmación donde parece resonar el final de
su poema «Oda a una urna griega»: «La belleza es verdad y la
verdad es belleza... nada más».(29)Baudelaire (1992: 131, 142)
era en teoría enemigo de las mezcolanzas artísticas y escribía:
«¿Se debe a una fatalidad de la decadencia que hoy en día cada
arte manifieste el deseo de invadir el arte vecino [...]?»; «el
avance de un arte sobre otro, la importación de la poesía, el
espíritu y el sentimiento hacia la pintura, todas esas miserias
modernas, son vicios propios de los eclécticos». Pero, como
hemos visto, se revela devoto de las mismas en la práctica.
¿Cómo no iba a atravesar con avidez los umbrales de un
territorio que es promesa de fertilidad para la imaginación
poética? Inacabadas sobre la tela de un cuadro o en los
volúmenes de una escultura, las imágenes se completan al ser
textualizadas. Quedan encapsuladas en la composición
ecfrástica (G. Scott 1991: 301) como las «visiones en una bola
de cristal» del poema de Robert Browning, «Pinturas antiguas
en Florencia» . La escritura ecfrástica paraliza el paso del
tiempo que diluye las imágenes al carcomer los materiales de
las obras de arte originales.(30) Es écfrasis, cápsula, pero no
relicario que guarda una parte, un trazo, de lo desaparecido. Es
la aparición en el poema de lo que existe de otro modo, con otra
forma, en otra parte: una o varias imágenes «inalterables como
pequeñas flores de papel siempre visibles dentro de un
pisapapeles de cristal esmerilado», tal como escribía Ezra Pound
(1963: 339) en una de sus metáforas más bellas y, a la vez,
eficaces, a la hora de hacernos comprender los efectos y los
poderes de la imaginería visual literaria.

NOTAS

(1) En el origen de esta influencia está la traducción del Ars poetica de Horacio,
que Dolce había realizado cuando era joven.
(2) Cf. «Puesto que la tragedia es una imitación de hombres mejores que
nosotros, es necesario que imitemos a los buenos retratistas. Éstos, al representar
la forma particular [de los individuos] y hacerlos semejantes [a sus modelos], los
pintan más bellos de lo que son. Eso mismo le sucede al poeta» (Aristóteles
1454b).
(3) Prefacio a las Conférences de l'Académie royale de peinture et de sculpture. Citado en
Lee (1998: 43).
(4) «Parallel betwixt Poesy and Painting», en MAURER, Wallace y George
GUFFEY (eds.), The Works of John Dryden, vol. X, Berkeley-Los Angeles: University of
California Press, 1989, p. 71.
(5) Mitchell, autor de Iconology. Image, Text, Ideology (1986) y Picture Theory: Essays
on Visual and Verbal Representation (1994), ha orientado sus investigaciones hacia la
redescripción de la problemática relación entre texto e imagen en el ámbito de los
estudios culturales. A partir de su hipótesis sobre la función hegemónica de las
imágenes en la cultura occidental, Mitchell ha estudiado las tensiones relacionadas
con el género, la raza y la clase, implícitas en los cruces entre los discursos literario
y visual. Dado que las relaciones entre textos e imágenes constituyen una zona de
conflicto, «un nexo donde los antagonismos políticos, institucionales y sociales se
expresan a sí mismos en la materialidad de la representación» (1994: 91), el
objetivo del análisis de Mitchell sería «en lugar de solventar la escisión entre
palabras e imágenes, observar los intereses y poderes a los que sirve» (1986: 44).
(6) «La dialéctica entre la palabra y la imagen aparenta ser una constante en
la tela de signos que una cultura entreteje en torno a sí misma. Lo que cambia es la
naturaleza concreta del tejido, la relación entre la urdimbre y la trama. La historia
de la cultura es, en parte, la historia de una prolongada lucha por la dominación
entre signos pictóricos y signos lingüísticos, donde unos y otros reclaman para sí
determinados derechos de propiedad sobre una "naturaleza" a la que solamente
ellos tendrían acceso» (Mitchell 1986: 43).
(7) El diálogo de Schlegel contiene ecos de las discusiones sobre cuadros que
los miembros del círculo de Jena habían escuchado en la Galería de Dresde durante
un viaje a esa ciudad en 1798. Para leer otra reivindicación de las analogías
interartísticas tan explícita como la de Schlegel hubo que esperar hasta el siglo XX,
cuando se publicó The Idea of Spatial Form in Modern Literature de Joseph Frank (1945). El
material sobre el que reflexionó no eran cuadros, sino las obras de Gustave
Flaubert, T. S. Eliot, Djuna Barnes, James Joyce o Marcel Proust. Aunque reconoce
la trascendencia de la ruptura provocada por el método formalista de Lessing
(1991: 7), Frank aclara de entrada que «la poesía moderna reclama un método
poético en directa contradicción con el análisis del lenguaje de Lessing» (1991: 11)
y se propone «trazar la evolución de la forma en la poesía moderna y, más
concretamente, en la novela» (1991: 10). Su tesis central es «la congruencia total
de la forma [espacial] estética del arte moderno con la forma de la literatura
moderna» (1991: 61). Para Frank (1991: 61), la escritura no es implícitamente
temporal por oposición a la espacialidad que se asocia con la pintura, «la literatura
contemporánea lucha en el presente para competir con la aprehensión espacial de
las artes plásticas».
(8) Elizabeth Abel (1980: 366) analiza las repercusiones de la teoría de
Johann Gottfried Herder sobre la imaginación en lo que concierne a las «artes
hermanas» durante el primer Romanticismo: «Pasar de la concepción empirista de
una mente pasiva, contemplativa, a la creencia en la fuerza activa de la
imaginación afectó la visión de la poesía y la pintura como hermanas naturales, y
promovió una nueva concepción de estas artes como productos análogos, aunque
diferentes, de una imaginación que podía combinar aspectos de ambas».
(9) Sobre el proceso formativo de campos artísticos autónomos, véase Las
reglas del arte de Pierre Bordieu (1995). Con respecto a las ventajas de la categoría
principal implícita en su análisis, Bourdieu (1995: 307) explica: «La noción de
campo permite superar la oposición entre lectura interna y análisis externo [del
problema abordado] sin perder nada de lo adquirido ni las exigencias de ambas
formas de aproximación, tradicionalmente percibidas como inconciliables».
(10) Stephen Kern (1998: 153) utiliza el término «transvaluación»
[transvaluation] para definir la difuminación de las antiguas distinciones sobre el
espacio y el tiempo, entre lo que se concebía como primario y secundario dentro de
cada categoría.
(11) Los descubrimientos en torno a la naturaleza de la luz fueron decisivos
para esta redefinición. El hecho de que consistiera en ondulaciones que se
propagan invisiblemente de forma transversal (lux) y no en rayos rectilíneos (lumen),
como se leía en los textos de la Antigüedad, confirmó que no todos los fenómenos
naturales pertenecen al plano de lo directamente observable (Jay 1993: 29). Los
avances científicos y la invención de tecnologías aplicadas a la reproducción de
imágenes llevaron a la conclusión de que la visión podía proporcionar sensaciones
que no dependían del aquí y ahora del referente. Véase el trabajo de Gillian BEER,
«"Authentic Tidings of Invisible Things": Vision and the Invisible in the Later
Nineteenth Century», en Teresa BRENNAN y Martin JAY (eds.), Vision in Context.
Historical and Contemporary Perspectives on Sight, Nueva York-Londres: Routledge, 1996,
que ofrece una interpretación sobre la segunda mitad del siglo XIX, cuando «lo
invisible devino un espacio de debate y perturbación» (1996: 85).
(12) «El sentido del tacto formó parte integrante de las teorías clásicas de la
visión en los siglos XVII y XVIII. La disociación ulterior de la vista y el tacto se
produce en el amplio marco general de la "separación de los sentidos" y la
redefinición industrial del cuerpo en el siglo XIX. Una vez que el tacto queda
excluido del concepto de visión, el ojo se separa de la red referencial materializada
a través de lo táctil y comienza a mantener una relación subjetiva con el espacio
percibido. [Se llega así a] la autonomía de la visión» (Crary 1994: 44).
(13) Se ha señalado que la técnica pictórica impresionista se basó en el
«método experimental» de los «círculos cromáticos» que Eugène Chevreul (1864)
desarrolló en Des couleurs et de leurs application aux arts industriels. Véase BRUSATIN, Mario,
Historia de los colores,  Barcelona: Paidós, 1997.
(14) De Gourmont (1922: 44) afirma sobre los escritores que practican el
primer estilo: «hay hombres en quienes toda palabra suscita una visión y que
nunca redactaron la descripción más imaginaria sin tener el modelo exacto ante su
mirada interior».
(15) Cf. «Desde Baudelaire hasta Valéry, [...] el problema sobre cómo
concebir la relación entre el lenguaje y la experiencia óptica fue resolviéndose de
manera tan inquietante que quizá era inevitable que poetas y pintores usaran,
aunque fuera torpemente, el vocabulario de la ontología y la epistemología de la
percepción» (Collier y Lethbridge eds. 1994: 11).
(16) Véanse CALVO SERRALLER, Francisco, «El Salón», en Valeriano BOZAL
(ed.), Historia de las ideas estéticas y las teorías artísticas contemporáneas, vol. I, Madrid: Visor,
1996, pp. 165-178; y Connaissance des Arts, París: 1995, p. 15, número extraordinario
en ocasión de la muestra Origins of Impressionism en el MMA de New York. A las
dimensiones del fenómeno referido puede agregarse la información de Eric
Hobsbawn (1998: 295-6) sobre el número de visitantes de la exposición oficial de la
Royal Academy de Londres: 90.000 asistentes en 1848, 400.000 en 1870.
(17) «La pérdida de público empuja al poeta a una suerte de subproletariado
artístico, expoliación que sólo puede compensar mediante la convicción altanera en
su genio o la aceptación de su maldición convertida en algo gratificante» (Dalançon
1990: 65).
(18) Recogido en una carta a M. Aupick (17 de julio de 1838), donde
Baudelaire intenta disculparse por haber encontrado tan pocos cuadros en el museo
que le resultaran valiosos.
(19) La primera referencia a los poemas como proyecto de escritura -un projet
au panier- se lee en su correspondencia personal del año 1857 (Carta a Poulet-
Malassis, 25 de abril) (Baudelaire 1993: 395), cuando se publicaron los Poemas
nocturnos en Le Présent.
(20) «En cuanto al Salón, ¡ay! ¡Te mentí un poco, casi nada! Realicé una
visita, UNA SOLA, consagrada a la búsqueda de las novedades, aunque bien poco
fue lo que encontré; en cuanto a los nombres de siempre, o los nombres
simplemente conocidos, me confío a mi ajetreada memoria, excitada por el folleto»
(16 de mayo de 1859, 1999: 578). Una carta anterior (14 de mayo de 1859)
confirma la misma información.
(21) Compárese: «Baudelaire se apropió sutilmente de las cualidades de la
pintura de Delacroix, que tanto admiraba, y las tradujo como equivalentes
literarios. La clave de la originalidad de Baudelaire radica en el hecho de que, en
lugar de usar a otro escritor como modelo para su trabajo, encontró en Delacroix
un ejemplo del artista ideal, un "poeta pintor"» (Johnson 1980: 13).
(22) En 1861, Baudelaire titula por primera vez como poëmes en prose a  un
conjunto de textos que fueron publicados en la Revue Fantaisiste. Sobre la incidencia
que las relaciones de la literatura con la pintura tuvieron en la génesis y el
desarrollo del poema en prosa, me he referido a ello en «Efectos de la imagen en la
conformación moderna del sistema de los géneros literarios», Literatura Argentina.
Perspectivas de fin de siglo, Ma. Celia VÁZQUEZ y Sergio PASTORMERLO (eds.), Buenos
Aires: Eudeba, 2001.
(23) Carta a Charles de Sivry, 27 de octubre de 1878.
(24) Es el caso de «Short Epiphanies: Two Contextual Approaches to the
French Prose Poem» de Michael DE BEAUJOUR (Caws y Riffaterre eds. 1983: 47):
«La conexión íntima entre las artes visuales y el poema en prosa explica por qué
este último siguió siendo completamente descriptivo, anecdótico y mimético: de
algún modo, debe estar relacionado con el tema de un cuadro». Véase también
Suzanne BERNARD,  Le poème en prose. De Baudelaire jusqu'à nos jours, Paris: Nizet, 1994;
Sima GODFREY, «Baudelaire's Windows»,  en L'Esprit Créateur, 22: 4 (1982), pp. 83-
100;  Renée R. HUBERT, «La technique de la peinture dans le poème en prose», en
Cahiers de l' Association Internationale des études françaises,  18 (1966), pp. 169-178;
Philippe ORTEL, «Le poème en prose généré par l'image (Baudelaire et Banville)»,
en La Licorne, «L'image génératrice de textes de fiction» (1996), pp. 63-75;  Michel
SANDRAS, Lire le poème en prose, París: Dunod, 1995; y Jean-Luc STEINMETZ, «À
l'heure des merveilles», prefacio a Arthur RIMBAUD, Œuvres,vol. III, París:
Flammarion, 1989.
(25) Es pertinente recordar el entusiasmo de Oscar Wilde (s/f 1119), que
afirmó: «La idea de crear un poema en prosa a partir de una pintura es excelente».
(26) Lee McKay Johnson (1980: 2) describe las circunstancias y
consecuencias de dichos experimentos: «los escritores desafiaron a los pintores y
crearon diferentes equivalentes literarios de la estructura de una pintura, formas
que se organizaron según un ideal de la totalidad y se diseñaron para operar en
simultaneidad teórica. En larga historia de la artes hermanas [sister arts] como
dictum estético, nunca se había producido en literatura un intento deliberado de
duplicar los aspectos estructurales de una pintura». La noción de «simultaneidad
teórica» aspira a describir el mismo fenómeno que Joseph Frank (1945) definió
como «forma espacial literaria» [spatial form in literature]. David Scott (1988: 123)
reelabora la noción de «textos literarios espaciales» en Pictorialistic Poetics: «son
aquellos que, al destacar la materialidad de la palabra como un significante
[visual], dependen de la atención visual —así como de la auditiva— para provocar
un efecto intenso. [...] en la mayoría de los casos, surgen de una tradición literaria
impregnada por las artes visuales, [...] las interrelaciones entre las diferentes
partes de los textos tienden a captarse de forma simultánea o a través de
estrategias de lectura múltiples (y multidireccionales) entre las cuales el modelo
tradicional, lineal y horizontal, constituye sólo una variante de las opciones que se
ofrecen al lector».
(27) Sobre la historia del género, véase Webb (1999: 7-18). Transcribo la
definición de écfrasis de Spitzer (Hatcher ed. 1962: 72) en «The "Ode on a Grecian
Urn" or content vrs. metagrammar»: «[la Oda] pertenece al género, conocido para
la literatura occidental desde Homero y Teócrito hasta los parnasianos y Rilke, de la
écfrasis: la descripción poética de una obra de arte pictórica o escultórica, cuya
descripción implica —en términos de Théophile Gautier— une transposition d'art, la
reproducción, por medio de palabras, de objets d'art perceptibles sensorialmente (ut
pictura poesis)».
(28) Puede  que una traducción de las descripciones de Ruskin se convierte
en un texto metaecfrástico, donde —como señala Mary Ann Caws (1982: 5) acerca
de las estrategias cognitivas mediante las que se perciben las relaciones entre
literatura y pintura— «no hay [...] influencia de un arte sobre otro, sino más bien el
encuentro de éstos en la reflexión de la mente mientras trabaja». También pueden
calificarse de metaecfrásticas las descripciones de Gautier (1991) sobre el estilo
«crepuscular» de algunos poemas de Baudelaire: «Esos rojos cobrizos, esos oros
verdes, esos tonos turquesa que se funden con el zafiro, todas esos matices que se
queman y descomponen en el gran incendio final, esos nubarrones de formas
extrañas y monstruosas atravesadas por haces luminosas y parecidas al gigantesco
hundimiento de una Babel áerea»; sobre sus transposiciones: «Don Juan en los
infiernos. Es un cuadro de una grandeza trágica, pintado con un color sobrio y
magistral sobre la llama lóbrega de bóvedas infernales» (72); y hasta sobre el
aspecto formal de sus versos: «Esos grandes alejandrinos de los que hablamos
siempre, que se acercan cuando el tiempo es calmo para morir en la playa con la
tranquila y profunda ondulación del oleaje que llega de lejos, que se rompen a
veces en enloquecida espuma y lanzan en lo alto blancos vapores contra algún
arrecife altanero y feroz para volver a caer enseguida como lluvia amarga» (83).
(29) Carta de Keats a Benjamin Bailey,  22 de noviembre de 1817.
(30) Consecuencias destructivas del tiempo que Philip Larkin interpreta en un
poema sobre un grupo escultórico del interior de la catedral de Chichester como:
«Their supine stationary voyage/ The air would change to soundless damage». 

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