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2.

LAS FUNCIONES DE LA LITERATURA

Después del intento de determinar la naturaleza de la literatura, conviene formular


una pregunta: ¿cuál es la finalidad o la función de la literatura? Esta pregunta ha recibido
múltiples y dispares respuestas en las diversas sociedades y culturas a lo largo de la
historia, y ciertamente ha de suscitar otras en el futuro. La teoría de la literatura ha atendido
a esta multiplicidad de aspectos del fenómeno literario y podemos analizar algunas de las
funciones de la literatura que se han dado.

2.1. La literatura como hecho autónomo

Es relativamente moderna la consideración de la validez intrínseca y,


consiguientemente, de la autonomía de la literatura, es decir, la conciencia de que la
literatura —como cualquier otro arte— tiene valores propios y constituye una actividad
independiente y específica que no necesita, para legitimar su existencia, ponerse al
servicio de la polis, la moral, la filosofía, etc. Se defiende, así, que la literatura no tiene
otra utilidad más que la belleza.
En 1778, encontramos ya al alemán Karl Philip Moritz que, en su obra Sobre la
imitación plástica de lo bello, afirma que la obra de arte es un microcosmo, un todo
orgánico, completo y perfecto en sí mismo, y que es bello precisamente porque no tiene
necesidad de ser útil.
El año 1790 es hito fundamental en el desarrollo de las doctrinas sobre la
autonomía del arte la publicación Crítica del juicio de Kant, donde se presta especial
atención al problema de la finalidad del arte. Según Kant, el sentimiento estético es ajeno
al interés de orden práctico, lo cual no tiene nada que ver con lo agradable y lo bello. Se
contravenía, así, la tradición horaciana que vinculada la poesía a la moral y al didactismo:
el conocido lema “deleitar aprovechando” (aut prodesse aut delectare) de Horacio.
Las doctrinas de Kant ejercieron un influjo importante y contribuyeron mucho a
que la literatura fuese concebida como dominio autónomo, cuya existencia no necesita ser
justificada por su vinculación a un ideal moral, religioso, social, etc. El poeta, novelista y
dramaturgo romántico Goethe, por ejemplo, escribe acerca de la belleza, la cual se
legitima por el simple hecho de existir. Se recoge en su afirmación: “no pueden labios
humanos decir nada más sublime que: ¡existen!”, y considera la distinción kantiana entre
estética y efectos morales como un acto libertador, pues la imposición de fines didácticos
a una obra artística es “antiguo prejuicio”.
El Romanticismo, al considerar la poesía y el arte en general como un
conocimiento específico y el único capaz de revelar al hombre lo infinito, los misterios de
lo sobrenatural y los enigmas de la vida, confería al fenómeno estético una justificación
intrínseca y total: a medida que el arte se va transformando en valor absoluto y en una
“religión”, cesa la necesidad de subordinarlo a cualesquiera otros valores para
fundamentar su existencia. La expresión “el arte por el arte” está relacionada con los
círculos románticos alemanes, especialmente los de Weimar y Jena, y con los estetas
seguidores de Kant y de Schelling.
En Francia, el arte por el arte comienza a tener seguidores en algunos sectores
románticos, sobre todo en el grupo de jóvenes escritores y artistas conocidos por el nombre
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de Bohème, y, hacia mediados del siglo XIX, Flaubert y Baudelaire defienden muchos de
sus principios. Los poetas del Parnaso (del movimiento posromántico del Parnasianismo,
nombre dado en referencia al monte griego del Parnaso, donde moraban las Musas), como
Leconte de Lisle y Théodore de Banville, permanecen fieles a lo esencial del arte por el
arte. Asimismo, el movimiento del Decadentismo de fines del siglo XIX —y
particularmente la conocida novela de Huysmans, A rebours (Contra Natura) en 1884 —
es, desde muchos puntos de vista, una reviviscencia enfermiza de los ideales del arte por
el arte. Su protagonista Des Esseintes siente un placer satánico en aconsejar a su amigo
que se case, porque adivina que el futuro hogar acabará desastrosamente en el adulterio.
Un día, Des Esseintes encuentra en la calle a un joven mendigo de dieciséis años, y en
seguida procura iniciar un infame proceso de corrupción, fomentando en el muchacho
vicios cuya satisfacción exigiría más tarde de actos desvergonzados como el robo y el
asesinato.
En América del Norte, tendrá su representante en Edgar Allan Poe (1809- 1849)
quien condena con ardor la herejía de la poesía didáctica, tan difundida en los círculos
literarios americanos de la época, y afirma con énfasis que el poema tiene su más alta
nobleza en su condición específica de poema y en nada más. Por eso Poe considera el
placer que nace de la contemplación de la belleza como el más puro y elevado de los
placeres, y concluye que la belleza es la “obligación del poema”.
En la literatura portuguesa, esta doctrina literaria se manifiesta tardíamente y con
escaso vigor. Atrajo al joven escritor Eça de Queirós, que, más tarde, encarnará algunos
aspectos de tales ideas.
Analicemos ahora, en breve esbozo, los aspectos más relevantes y característicos
del arte por el arte:

- Las doctrinas del arte por el arte rehúsan toda posibilidad de identificar o de
aproximar siquiera la utilidad y la belleza, y, por tanto, niegan a la obra literaria todo
objetivo útil. Si se habla de utilidad es con fines estéticos.
- Si es imposible vincular la literatura a objetivos utilitarios, no podremos
asociarla a valores morales. Los románticos habían opuesto a las exigencias moralizantes
de cuño tradicionalista una moral basada en la intensidad de la pasión y de los
sentimientos y en los derechos y deberes de ella derivados: los defensores del arte por el
arte adoptan más bien una actitud de amoralismo total. De aquí surgen dos tendencias:
la de Huysmans y O. Wilde (“la estética es superior a la ética”), que, escudándose en la
independencia con respecto a la moral, caen en una inmoralidad velada, y la de Ch.
Baudelaire, para quien toda obra tiene su propia moral.
- La vida, para esta estética, es sinónimo de imperfección, fealdad y
mediocridad, lo que choca con el arte, que sirve como refugio y evasión. Aparece la
literatura y el arte, en general, como evasión, lo que supone siempre la fuga del yo ante
determinadas condiciones y circunstancias de la vida y del mundo. Correlativamente,
implica la búsqueda y la construcción de un mundo nuevo, imaginario, diverso de aquel
del cual se huye, y que funciona como sedante, como compensación ideal.
- El arte por el arte solo habla a un sector de personas (“los selectos”) y, por
tanto, rompe con la relación escritor/público.

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- Se observa la huida en el tiempo y en el espacio: las obras se desarrollan en
épocas pretéritas o en lugares exóticos. El exotismo en el tiempo se vincula con la
antigüedad grecolatina. El exotismo en el espacio se circunscribe casi siempre al Oriente
coloreado y misterioso que ya atrajera a los románticos (Orientales de Victor Hugo, Voyage en
Orient de Gérard de Nerval, etc.). A veces, este exotismo se asienta en una experiencia personal,
como en el caso de Flaubert, que había recorrido Siria, Egipto, etc.; otras, se trata de un exotismo
puramente imaginario, fruto de lecturas y de la fantasía, como sucede con Antonio Feijó en
Cancioneiro chinés. De todos modos, es siempre la puerta de la evasión, que se busca a través de
los paisajes coloridos y configuraciones singulares, de las costumbres y usos pintorescos, de las
leyendas y episodios que guardan un sabor insólito para la sensibilidad del lector europeo. En
cuanto al exotismo en el tiempo, el arte por el arte reencuentra, después del paréntesis
medievalista de los románticos, la antigüedad grecolatina, especialmente la antigüedad
helénica. En ella se sitúa el reino de la belleza suprema, el altar purísimo del arte. Ante la
fealdad y vileza de la realidad cotidiana y circundante, se exalta el esplendoroso mármol
de los templos de la Acrópolis griega. Esta nostalgia de Grecia y de Roma atraviesa los
Poèmes antiques de Leconte de Lisle, y se expresa, entre otros, en Flaubert.
- Ante la naturaleza, el movimiento del arte por el arte conservó
frecuentemente una actitud de desconfianza e incluso de hostilidad. La naturaleza, lejos
de proporcionar solaz o regocijo, se ve con hostilidad porque ha de imitar al arte. La
belleza no procede del mundo natural, sino del arte. Por tanto, la naturaleza tiene que
imitar al arte para ascender a la belleza, solo a través de un transfigurador bautismo del
espíritu, de una interioridad que el individuo (el artista) confiere a las cosas, adquiere el
mundo natural dimensiones de belleza.

2.2. La literatura como vía de conocimiento

Desde esta concepción, la literatura permitiría llegar al conocimiento profundo del


ser porque toda obra literaria traduce una experiencia humana y ha constituido siempre un
instrumento de análisis y comprensión del ser humano y de sus relaciones con el mundo.
Esta cuestión cobra relieve excepcional en Aristóteles, pues en la Poética se afirma
claramente que "la Poesía es más filosófica y más elevada que la Historia, ya que la Poesía
narra con preferencia lo universal, y la Historia, lo particular”. A diferencia de Platón,
Aristóteles considera la mímesis poética como un instrumento de conocimiento pues el
poeta, a diferencia del historiador, no representa los hechos o situaciones particulares; el
poeta crea un mundo coherente en que los acontecimientos son representados en su
universalidad, esclareciendo de este modo la naturaleza profunda de la acción humana y
de sus móviles. El conocimiento así propuesto por la obra literaria actúa después en la
realidad, pues si la obra poética es “una construcción formal basada en elementos del
mundo real”, el conocimiento proporcionado por esa obra tiene que iluminar aspectos de
la realidad que la hace posible.
Solo con el Romanticismo y la época contemporánea volvió a ser debatido con
profundidad y amplitud, el problema de la literatura como conocimiento. La poesía (la
literatura) es concebida como la única vía de conocimiento de la realidad profunda del ser.
Los románticos plantearán que el único conocimiento digno es el que proporciona la
poesía, pues es solo a través de ella que podemos conocer los dilemas existenciales que
acaecen en el ser humano.
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Con esta idea surge el concepto de poeta vidente de Rimbaud: el poeta se concibe
como un sabio supremo, que es capaz de llegar a lo desconocido del yo al experimentar el
dolor, la pasión, los celos, etc. durante la creación artística. El poeta alcanza e interpreta
lo desconocido. A través, sobre todo, de Rimbaud, la herencia romántica de la poesía como
videncia pasa al surrealismo, que concibe el poema como revelación de las profundidades
vertiginosas del yo y de los secretos de la suprarrealidad, como instrumento de indagación
psicológica y cósmica.
Contemporáneamente, la cuestión de la literatura como conocimiento ha
preocupado de modo especial a la llamada estética simbólica o semántica — representada
principalmente por los filósofos Cassirer y Langer— para la cual la literatura, lejos de ser
diversión o actividad lúdica, representa la revelación, en las formas simbólicas del
lenguaje, de las infinitas potencialidades oscuramente presentidas por el alma del ser
humano. Y es que uno de los hechos distintivos del ser humano es su capacidad para crear
símbolos, base de nuestra cultura, con los que es capaz de comprender el mundo y
comprenderse a sí mismo. Por tanto, Cassirer afirma que la poesía es “la revelación de
nuestra vida personal”, y que todo arte proporciona un conocimiento de la vida interior,
contrapuesto al conocimiento de la vida exterior ofrecido por la ciencia.

2.3. La literatura como vía de catarsis


Viene de Aristóteles el problema de la catarsis como finalidad de la literatura, es
decir, la depuración de los sentimientos (relacionados con las bajas pasiones) por medio
del arte, especialmente por medio de la tragedia. Se debe a que:

La tragedia es una imitación de una acción elevada y completa, dotada de extensión, en


un lenguaje templado, con formas diferentes en cada parte, que se vale de la acción y no
de la narración, y que, por medio de la compasión y del temor, produce la purificación de
tales pasiones.

Por tanto, afirma que la función propia de la poesía (sinónimo de literatura en la


época) es el placer (hedoné), pero no un placer grosero y corruptor, sino puro y elevado.
Este placer ofrecido por la poesía no debe ser considerado como simple manifestación
lúdica, sino más bien entendido en una perspectiva ética, en tanto que se orienta a evitar
las conductas nocivas y perniciosas en el ser humano. Ello adquiere más sentido cuando
sabemos que Aristóteles tomó el término “catarsis” del lenguaje médico, en el que
designaba un proceso purificador que limpia el cuerpo de elementos nocivos. El filósofo,
sin embargo, al referirse al efecto catártico de la tragedia, no piensa en un proceso de
depuración terapéutica o mística, sino en un proceso purificador de naturaleza
psicológico-intelectual. Aristóteles, en efecto, no propugna la extirpación de los impulsos
irracionales, pero sí su clarificación racional para evitar dejarse llevar por ellos: presenciar
el dolor ficticio de otros lleva a un inocuo desahogo de bajas pasiones mediante el temor
y la compasión, lo que conlleva un placer superior y benéfico.
Después de Aristóteles, el concepto catártico de la literatura no volvió a interesar
hasta el siglo XVI, cuando tuvo múltiples interpretaciones de las que triunfan dos:

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• La moralista: representada por Vincenzo Maggi, quien, comentando a
Aristóteles, afirma que la poesía trágica no sólo lleva a la compasión y al temor, sino que
también purifica bajas pasiones como la ira, la lujuria y la avaricia, obstáculos para una
vida virtuosa. Según Maggi, la purificación debía consistir en la sustitución de estas
pasiones viciosas por sentimientos alimentados de la caritas cristiana.
• La mitridática (más cercana a la de Aristóteles): la llamada interpretación
mitridática de la catarsis fue defendida en el siglo XVI por autores como Robortello y
Mintumo. Supone la clarificación de las pasiones por medio de la razón. El género más
propicio para ello es la tragedia (asesinatos, envidias, infanticidios, matricidios,
traiciones), pues el espectador, al ver los sufrimientos que sin razón acontecen a otros y
que pueden acontecerle también a él, se da cuenta de cómo está sujeto a muchas
desventuras, y prepara el espíritu de acuerdo con tal estado de cosas. Hay un fin
aleccionador que evita el dejarse llevar por las bajas pasiones y cometer tales actos.

2.4. La literatura como compromiso social

Los conceptos de literatura comprometida y de compromiso literario irrumpen a


partir de una época de la cultura europea: el período de Segunda Guerra Mundial y, sobre
todo, de los años siguientes, cuando las corrientes neo-realistas y existencialistas se
difundieron y triunfaran por toda una Europa occidental desorganizada, cubierta de ruinas
sangrientas y dominada por la angustia.
El tema del compromiso adquiere protagonismo con la aparición de la filosofía
existencialista. El hombre, según Heidegger, no es un receptáculo, es decir, una pasividad
que recoge datos del mundo, sino un estar en el mundo, no en el sentido espacial y físico
de estar en, sino en el sentido de presencia activa, de estar en relación fundadora,
constitutiva con el mundo y de estar con los otros. Es una relación de compromiso entre
el ser y el mundo, de engagement (“compromiso” en francés) o, en la terminología
heideggeriana, de preocupación (Besorgen).
Cuando Jean-Paul Sartre emprende la tarea de exponer su concepción de la
literatura en un ensayo ¿Qué es la literatura?, estas ideas de la filosofía de Heidegger
aparecen. Sartre es el mayor exponente de este concepto de literatura como compromiso
y sus planteamientos tienen una doble procedencia: heideggeriana y marxista. La reflexión
sartriana sobre la naturaleza y la finalidad de la literatura comporta tres momentos
fundamentales, tres preguntas y tres respuestas sobre aspectos diversos, aunque
íntimamente complementarios, de la actividad y de la obra literarias: ¿Qué es escribir?
¿Por qué escribir? ¿Para quién escribir?
a) ¿Qué es escribir? En primer lugar, Sartre establece una distinción muy
importante entre el mundo de la poesía y el mundo de la prosa. Según él, la palabra poética,
no es signo, es decir, no apunta a la realidad; es más bien una imagen de la realidad, una
palabra-cosa. El poeta, por consiguiente, no puede comprometerse, no puede colocar su
poesía bajo el signo del compromiso. En cambio, en la prosa, la palabra tiene plenamente
valor de signo: a través de ella se alcanza la realidad, y por eso la prosa es utilitaria por
esencia. Para Sartre, no es escritor el que dice ciertas cosas, sino el que eligió decirlas de
cierto modo. El designio del prosista consiste en desvelar el mundo y singularmente al

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hombre para los otros hombres, a fin de que éstos asuman, ante el objeto así desnudado,
su responsabilidad plena.

b) ¿Por qué escribir? Sartre examina y condena diversas respuestas


tradicionalmente dadas a esta pregunta —la literatura como fuga, la literatura como medio
de conquista, etc.— y formula una nueva explicación para la génesis del acto literario. El
hombre tiene la conciencia de ser revelador de las cosas, de constituir el medio por el cual
las cosas se manifiestan y adquieren significado. Sin embargo, si bien el hombre es
desvelador de las cosas, no es su productor. De este modo, nuestra certeza interior de ser
“desveladores” se une a la de ser inesenciales en relación con la cosa desvelada. La
conciencia de esta inesencialidad del hombre para el mundo actúa, según Sartre, como
fundamental elemento determinador de la creación artística. El escritor, el pintor, etc., al
fijar en un escrito o en una tela una realidad determinada, tiene conciencia de su
esencialidad para la obra creada, pues ésta no existiría, pura y simplemente, sin su acto
creador. Pero el objeto creado parece escapar a su creador, y el artista jamás puede
considerar su obra como objetividad. Así pues, el objeto, la obra artística se presenta como
esencial y el sujeto, el autor, como inesencial.

c) ¿Para quién escribir? Según Sartre, el escritor se dirige a la libertad de sus


lectores; pero toda libertad se define concretamente en una situación histórica. Por eso
mismo, el autor tiene que dirigirse a un lector concreto, no a un lector atópico y acrónico:
tiene que dirigirse al lector contemporáneo, integrado en la misma situación histórica y
preocupado por los mismos problemas. El más trivial episodio de una novela sobre la
ocupación nazi tendría para el lector francés, que vivió concretamente la tragedia de la
Francia ocupada, un significado profundo y una particular resonancia afectiva, mientras
que, para el lector americano, representaría un acontecimiento anodino.

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