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Apuntes de Catedra

Profesor: Cerezuela, Néstor Daniel


INVESTIGACIÓN EDUCATIVA Y POLÍTICAS
EDUCACIONALES.
TENDENCIAS, POLÍTICAS Y DEBATES
La relación entre las políticas públicas y la investigación educativa
en tiempos del “accountabilitty”

Las relaciones entre investigación y producción de conocimiento acerca de


la educación y la formulación de políticas educativas tienen como hemos
visto, una larga historia. A lo largo de esa historia y hasta casi fines de
siglo XX el Estado ha tenido un papel casi excluyente en la configuración
de esa relación, en tanto ha sido el principal demandante de los
productos de la investigación para contribuir a la formulación de
políticas. En gran medida, el campo de la investigación educativa se ha
desplegado, fortalecido y consolidado de la mano del impulso que el
Estado le ha dado a través de formas directas e indirectas de
financiamiento.

La investigación educativa siempre ha estado atravesada por la tensión


que se establece entre la ética académica, centrada en la noción de
autonomía intelectual, y un permanente interés por lograr que el saber
experto tenga incidencia en la elaboración de políticas y en las prácticas
cotidianas del sistema educativo. Esta tensión tuvo incidencia en la
configuración de las formas en que los académicos se relacionan con el
Estado y los policymakers en la medida en que, por un lado, se reclama
atención a los hallazgos de la investigación y, por el otro, se procura
sostener cierta distancia de la ingerencia estatal en la definición de los
problemas y los métodos de investigación. Así, cada vez que se produce
un incremento de la atención desde el Estado por la aplicación de los
hallazgos de la investigación en la formulación y definición de políticas
educativas -que se expresa en el incremento de los fondos para la
investigación y la presión por la utilidad social de los hallazgos- se
renueva el dilema que supone la aceptación de esas condiciones. De todos
modos, en su relación con el estado, el campo de la investigación
educativa siempre ha tenido escasa autonomía real (Palamidessi, 2007).
Aunque muchas instituciones aseguran a los investigadores autonomía
formal, las condiciones desarrollo profesional, las limitaciones

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presupuestarias y las características de un mercado laboral en el que
tiene un lugar decisivo el Estado limitan esa autonomía.

El ciclo expansivo de la actividad del estado y el ascenso de los


expertos
Como se señaló en el capítulo 1, a lo largo del siglo XX se produjo una
intensificación de las relaciones entre las agencias que definen e
implementan políticas desde el Estado y los investigadores en educación.
Esta relación se desplegó en su forma “madura” a partir de la década de
1960, gracias al impulso que le dieron las políticas que consideraban
central la planificación en el mediano y largo plazo del accionar estatal
para contribuir al desarrollo y la modernización de las sociedades. En ese
marco, en algunos países latinoamericanos, el Estado promovió la
investigación social y educativa y llevó adelante políticas destinadas a la
producción de conocimiento sobre la educación –especialmente la
creación y fortalecimiento de las áreas de estadísticas y documentación-
generalmente vinculadas a las necesidades de los organismos
planificadores. La creciente confianza en las posibilidades de “planificar el
futuro” mediante la intervención de los organismos públicos acompañó
los procesos de creación y consolidación de las diversas formas de Estado
de Bienestar, incrementando el financiamiento a la investigación social y
educativa e imponiendo nuevos desafíos a la conformación de las tareas
de investigación, que debieron redefinir objetos y problemas y, en muchos
casos, resolver las tensiones derivadas de la presión que sobre la
autonomía de los especialistas estas formas de financiamiento generaban.

A partir de mediados la década de 1970 junto con la redefinición de las


modalidades de intervención estatal, disminuyeron las expectativas en
torno al papel del conocimiento social y educativo en la formulación de
políticas. No obstante, esto no significó un regreso a la situación previa a
la década de 1950. El papel de los organismos internacionales que
promovieron en la década de 1960 la difusión del planeamiento siguió
siendo activo, pese a su progresivo desplazamiento por parte de los
organismos financieros internacionales, cuya relevancia creció
desmesuradamente como consecuencia de la crisis de la deuda. Lo que
cambió fue la forma de conceptualizar la gestión de las políticas públicas
en un escenario de progresiva descentralización de funciones y
atribuciones del Estado.

Si la crisis de legitimidad del accionar del Estado que se instaló a partir


de la década de 1970 fue una de las causas “extracientíficas” –en
términos de Husén, (1988)- que debilitaron el vínculo entre investigadores

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y policymakers, la aparición de teorías de raíz marxista que cuestionaron
profundamente la organización de la sociedades capitalistas -y a las
teorías sociales que procuraban explicarlas y “organizarlas” como el
estructural-funcionalismo- tuvo un fuerte impacto en la forma en que los
académicos concebían sus teorías, sus métodos y sus relaciones con el
Estado.

La proliferación de modelos que pretendían explicar las relaciones entre


saber experto y políticas educativas en los países centrales durante la
década de 1980 es, en gran medida, una expresión de la incertidumbre
que se había apoderado del campo. Estos modelos explicativos procuraron
problematizar esas relaciones y pensar de manera menos lineal la relación
entre la producción de conocimientos y su aplicación práctica.

En término de Husen (1988):


“No existe la “aplicación” directa de lo que “dice la investigación”.
El esclarecimiento de la naturaleza de esa relación debería conducir a
expectativas más realistas acerca de lo que la “investigación”, en este caso
la investigación empírica por parte de los científicos sociales, puede ofrecer
a la práctica y política educacionales”. (Husén, 1988:12)

La modernización trunca de Estados latinoamericanos y la


configuración del campo de la investigación educativa
La expansión, diversificación y complejización de las funciones del Estado
como respuesta a la necesidad de organizar el capitalismo contribuyeron
al desarrollo de las ciencias sociales (Wagner, 2001). Pero en América
Latina, los procesos de modernización de la administración estatal
quedaron truncos en muchos países como consecuencia de la
inestabilidad política y los procesos dictatoriales. Las ciencias sociales y la
investigación educativa se desarrollaron en contextos de precariedad
institucional. La forma en que se conjugaron políticas gubernamentales
discontinuas, debilidad de los procesos de profesionalización de la
actividad académica y éxodo de profesionales contribuyó de manera
sustantiva a la configuración de vínculos débiles entre investigadores y
policymakers en una parte importante de los países de la región.

Por el contrario, un país como México -que mantuvo durante la segunda


parte del siglo XX una continuidad institucional poco frecuente en la
región- logró constituir altos niveles de institucionalización y
profesionalización de la actividad académica que se concretaron en
organismos como el Consejo Mexicano de Investigación Educativa
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(COMIE), cuyo rol dinamizador del campo de la investigación educativa no
tienen equivalente en ningún otro país de América Latina.

Los procesos de democratización de las últimas décadas impactaron


positivamente en el campo de la investigación educativa en la medida en
que se generaron las condiciones culturales necesarias para la expansión
y consolidación relativa de instituciones y grupos de investigación. No
obstante, la persistencia de condiciones de desempeño profesional
precarias en materia de condiciones salariales, acceso a recursos e
integración en redes académicas de alcance nacional e internacional aún
es un problema irresuelto en muchos países. En este contexto, puede
sostenerse la hipótesis de que el papel de los organismos del Estado como
empleadores de muchos de los profesionales del campo sostiene la
ampliación del campo profesional, a la vez que obtura el desarrollo de
tradiciones académicas autónomas y de prácticas de investigación
insertas en reglas articuladas en torno a pautas y principios propios del
campo científico. Esto es así, en parte, porque en ocasiones el Estado
ofrece condiciones de desempeño profesional que contrastan con los
límites que presenta la profesionalización de la investigación educativa en
los ámbitos académicos -que dificultan la construcción de carreras
profesionales y tradiciones académicas-.

La descentralización de los sistemas educativos y la diversificación


de las demandas de conocimientos
En la década de 1990, como resultado de la confluencia de tendencias -en
parte contradictorias- como la aparición de nuevos impulsos
modernizadores, la expansión de la educación superior y la difusión de
una amplia constelación de conceptos y nuevas formas de pensar la
organización y la administración del Estado y la educación, la
investigación educativa volvió al centro del escenario aunque las formas
en que se configuraron las expectativas en relación con la utilidad social
de sus aportes cambiaron radicalmente.

En primer lugar, la investigación educativa orientada a la “toma de


decisiones”, como crecientemente se instaló en el discurso de los
especialistas, se vinculó muy estrechamente las presiones por la rendición
de cuentas en relación con los resultados del accionar estatal. El peso
creciente de los sistemas de evaluación de la calidad de los aprendizajes,
estimulado por las demandas reales o ficticias de las sociedades y la
expansión de los sistemas internacionales de evaluación y acreditación,
vínculo estrechamente a la investigación educativa con el Estado pero
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redefiniendo la forma en que se construyó su función. Esa redefinición se
articula en torno a un conjunto de aspectos que parece necesario
clarificar:

Por un lado, el discurso acerca de la investigación para la toma de


decisiones parece haber perdido sus aspiraciones de planificar el futuro.
La observación de Atkinson (2000) en relación con el hecho de que la
mirada sobre la problemática educativa que construye la obsesión por “lo
que funciona” o, en términos más difundidos en el ámbito académico
local, por las evidencias de buenas prácticas, es una mirada “hacia atrás”
resulta muy apropiada para caracterizar los cambios en curso. Las
corrientes que promovían el planeamiento de la década de 1960
pretendían, de manera tal vez un poco ingenua, orientaciones de corto
mediano y largo plazo bajo el supuesto de que el accionar de un Estado
adecuadamente guiado por el uso de la razón y el conocimiento podía
prever las condiciones para la construcción de un futuro mejor. El énfasis
contemporáneo en la información para la toma de decisiones parece
preocuparse principalmente por administrar el presente.

Por otro lado, gana espacio como un supuesto organizador la idea de que
en contextos de restricciones al financiamiento del Estado, el
conocimiento contribuye a hacer más racional un tipo particular de toma
de decisiones que hace énfasis en la eficacia de sus determinaciones y la
eficiencia de sus costos respondiendo a las demandas de quienes deben
“rendir cuentas”. Las políticas de descentralización de la educación
apuntaron a hacer “más eficiente” –y muchas veces reducir en términos
relativos- el gasto del gobierno central bajo el supuesto de que esta
tendencia servía para hacer más eficiente la administración de los
recursos. Esta propuesta de redefinición del rol del Estado en materia
educativa implicaba mejorar la eficiencia disminuyendo su intervención
directa en la administración de las escuelas, fomentando una diversidad
de modalidades de servicios educativos, y estimulando una mayor
participación e iniciativa de la sociedad civil a nivel local y en la provisión
y evaluación de servicios educativos. La forma que adoptaron los
discursos que hacen énfasis en la responsabilidad de los actores del
sistema educativo por los resultados que obtienen, está íntimamente
relacionada con las tendencias a la descentralización y el fortalecimiento
de la autonomía de las escuelas. La pluralización de los actores del
sistema a los que se les brinda autoridad y responsabilidad y se les exige
que rindan cuenta de su accionar pluraliza el universo potencial de
demandantes de conocimiento.

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Los documentos de política y las estrategias que de estos se derivan
analizados para los casos del Reino Unido y EEUU se insertan en este
contexto. Por un lado, expresan la voluntad incrementar la capacidad de
intervención del Estado en materia de producción de conocimientos,
estableciendo una agenda de prioridades que incluyen la definición de
temas y problemas relevantes y las formas metodológicamente adecuadas
de abordarlos. Por el otro, el sueño tecnocrático de las “buenas prácticas”
replicables en contextos diversos, moviliza la articulación entre
producción de conocimiento, política pública y práctica educativa con el
objeto de responder a esas potenciales nuevas demandas. De hecho, el
énfasis en la necesidad de indagar acerca de las buenas prácticas, en la
construcción de dispositivos de síntesis y validación de esas indagaciones
y la opción por formatos electrónicos masivos de difusión de esas síntesis
supone en todo momento un público usuario amplio, no experto, y des-
localizado en relación con el Estado.

La reconstrucción del Estado y la producción de conocimiento sobre


educación en Argentina
Argentina fue uno de las países que más rápidamente adoptó los modelos
de planeamiento del estado desarrollista desplegadas en la década de
1960. Eso implicó un temprano desarrollo –en términos relativos- dentro
del Estado de áreas técnicas constituidas por una generación de expertos
formados en las nuevas carreras de ciencias sociales y, específicamente
de ciencias de la educación que se dictaban en las Universidades
nacionales, que en esa década atravesaron una etapa de notable
expansión y consolidación. El rápido proceso de profesionalización de una
parte de la burocracia educativa y la creación de múltiples organismos de
perfil técnico valorizaron el papel de la investigación educativa en el
funcionamiento de la administración educativa. Esto dio lugar a un
creciente interés por la elaboración de investigaciones con formatos de
diagnósticos y estados de situación que se convirtieron en una práctica
valorizada hasta mediados de la década de 1970. Esto sucedió así, incluso
pese al convulsionado clima político que se vivió entre 1966 y 1975. Pero,
la dictadura militar iniciada en 1976 desestructuró la mayor parte de las
capacidades de investigación y gestión que se habían construido en el
seno del Estado nacional. Mediante una feroz represión que alcanzó al
conjunto de la sociedad y que se encarnizó particularmente con las
Universidades, produjo una profunda ruptura en la transmisión
intergeneracional de las tradiciones académicas y de investigación que se
estaban constituyendo.

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La reconstrucción del Estado iniciada en 1983 en el marco de los
procesos de democratización de la sociedad avanzó en la reinvención de
las capacidades técnicas, procesos que se desplegó dentro de los límites
impuestos por la profunda crisis económica que sacudió al país en la
última parte de la década. Desde el Estado, una parte importante de los
expertos que se habían formado en la década de 1960 comenzó
lentamente a rearticular la investigación y la definición de las políticas
educativas desde un marco conceptual aferrado aún a las ideas del
planeamiento.

En la década de 1990, las políticas neoliberales rompieron con las


antiguas formas de entender el planeamiento educativo y -en el marco de
la profundización de la descentralización del sistema educativo-, las
reemplazaron por nuevas orientaciones de gestión más preocupadas por
la evaluación de los resultados que por la administración de los procesos.
En este marco, la construcción de conocimiento privilegió el corto plazo
(Terigi, 2003) y la mirada hacia atrás (Atkinson, 2000). De todos modos,
de la mano de la preocupación por la rendición de cuentas, el Estado
incrementó de manera notable su capacidad de producir información,
renovó sus cuadros técnicos y produjo una importante cantidad de
estudios sobre la problemática educativa. Muchos de esos trabajos, pese a
estar por afuera de los circuitos de validación académica se convirtieron
en referencia frecuente para ciertas temáticas.

De todos modos, a los largo de las dos décadas analizadas, el Estado no


pudo articular de manera virtuosa los problemas de agenda con las
capacidades disponibles en las Universidades, en parte por las tensiones
existentes con las comunidades universitarias como consecuencias de las
políticas para el sector y, en parte, como consecuencia de la ausencia de
un política sistemática que se propusiera avanzar en ese sentido.

El mito de una ciencia libre de valores y la regulación estatal de los


patrones de validez del conocimiento científico.

Como se afirmó anteriormente, la relación entre la investigación educativa


y el planeamiento en el contexto de los Estados centralizados construía
un tipo particular de relación entre el experto y el policymaker que se
localizaba en el Estado. Los recursos disponibles por parte del político
para evaluar los diagnósticos y propuestas a los que accedía a través de
esa relación incluían una amplia gama de alternativas entre las que se
encontraban la propia pertenencia a la academia 1 y la consulta con otros
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especialistas. Aun así, la literatura especializada siempre señaló la
existencia de una seria de problemas en la comunicación entre ambos –
aquello que en la introducción se caracterizó como la “teoría de las dos
culturas”- y que incluía, entre otros aspectos, los problemas de validez del
conocimiento producido y el carácter fuertemente teórico de muchas de
los análisis. Este último aspecto era leído en ocasiones como un exceso de
ideología (Ginsburg y Gorostiaga, 2005; Carr, 2000).

La puesta a disposición de públicos amplios de los hallazgos de


investigación hace más sensibles ambos problemas. Los esfuerzos
gubernamentales en EEUU y el Reino Unido por imponer como las formas
científicas –y legítimas- de investigación, aquellas que obedecen a diseños
experimentales o de análisis de tipo cuantitativo responden a la necesidad
de establecer estándares que resuelvan esos problemas para los públicos
no especializados. El público no especializado, aunque dispongan del
acceso a los hallazgos de la investigación educativa, puede tener
dificultades para evaluar su validez y confiabilidad. El aliento dado a las
diversas y pretendidamente sofisticadas formas de elaboración de estados
del arte –revisiones sistemáticas de la investigación- planteadas en el
contexto anglosajón, no solo supone la puesta a disposición de los
hallazgos sobre ciertos temas de manera tal de evitar la selección aleatoria
sino que, además, procura operar como filtro que seleccione solo la
“buena investigación” resolviendo el problema los problemas de
confiabilidad y validez. Cabe preguntarse, teniendo presente los
señalamientos de Flinders (2003), por los problemas de relevancia que
presenta esa opción. Pero además, resulta necesario destacar el supuesto
unidireccional que ese modelo implica, ante un problema que impone la
necesidad de pensar de otra manera el dialogo entre saberes (Tenti, 2007).

Pero la definición adoptada para definir el carácter científico de la


investigación educativa apunta además a la conformación de un campo
que, orientado a la utilidad social, defina sus problemas y sus métodos y
organice sus hallazgos sobre criterios predominantemente empíricos. En
este marco se inserta la discusión sobre la objetividad que, en particular
en el caso de los EEUU, parece suponer posible una forma de
construcción del conocimiento científico “a-teórica”.

Las reglas presentes al interior del campo de la investigación educativa


hacen del uso de la teoría no solo un requisito sino también un
mecanismo de construcción de relaciones académicas y patrones de
identidad. La teoría supone siempre valores, dado que las ciencias
sociales operan en torno a problemas –como los seres humanos y la
naturaleza, el Estado o la transmisión intergeneracional de la cultura -
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que forzosamente deben ser ubicados en su historicidad para ser
adecuadamente comprendidos y solo así construirán algún tipo de
“objetividad” (Wallerstein, 1999). El señalamiento de Carr (2000) acerca
del carácter profundamente ideológico de la opción por ciertas
definiciones de objetividad evidencia que los que están en juego es la
resolución política de un debate académico.

En este punto, resulta necesario analizar realizar un comentario adicional


en relación con los problemas derivados de la aplicación del modelo
médico. El debate entre Slavin (2002 y 2004) y Olson (2004) ilumina con
claridad la pugna entre dos concepciones acerca de las características y
los fines de la investigación educativa que no es nuevo. Simplemente se
actualiza a partir de las reacciones ante los intentos de regulación estatal
de las pautas y criterios de funcionamiento de los ámbitos académicos.
Hace ya tres década Karabel y Halsey señalaban que:

“Los intercambios teóricamente informados entre los científicos sociales y


los gobiernos, bien pueden revelar que existen “problemas sociales” que no
pueden ser adecuadamente formulados en términos de problemas médicos
y en los que al científico social se le define, por analogía, como un hábil
experto en hacer diagnósticos. Este modelo, además de suponer que existe
una teoría de la ciencia social que se aplica en la misma forma en que los
médicos aplican la teoría médica, da también por sentado que existe un
acuerdo sobre los fines sociales, igual que existe un acuerdo sobre la
naturaleza y la conveniencia de una buena salud. Si en todos los
problemas sociales hubiera tal consenso saldrían sobrando los políticos”
(Karabel y Halsey, 1977:6)

Mintron (2001) sostiene que mientras los académicos y otros


comentaristas señalan como un problema clave de la actualidad es la
declinación de la participación política, el compromiso cívico y el capital
social, en los últimos años, las reformas gubernamentales muchas veces
predican la creencia de que las formas democráticas de gobierno y la
burocracia publica reducen los niveles de eficacia y eficiencia que debe
tener el Estado. Las tendencias analizadas se pliegan claramente a ese
clima político ya que el supuesto de que las definiciones políticas deben
estar científicamente orientadas supone que existe una sola solución
óptima para cada problema que precisa ser resuelto.

Desde esa aproximación el problema es siempre “técnico” y no “político”,


es decir, excluye los valores y los intereses de las comunidades afectadas
por esas soluciones. En estos casos, el principio de “restricción
democrática” (Bresser Pereyra, 2004) debe compensar los excesos de
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supuestos de racionalidad que orientan esa forma de entender la relación
entre conocimiento y toma de decisiones. La experiencia de algunas
políticas sociales y educativas llevadas adelante en América Latina podría
ser revisada a la luz de las tensiones que establecieron con los derechos e
intereses de los ciudadanos.

En el fondo, el debate sobre las evidencias y el modelo médico no es


nuevo. Sus supuestos sobre las formas apropiadas de gobierno de las
sociedades contemporáneas tampoco. Llevada a sus últimas
consecuencias la idea de que la definición e implementación de políticas
debe estar fundada en evidencias, en el estudio de “buenas prácticas”,
pone en jaque algunos de los supuestos básicos de la democracia.

En este marco resulta necesario cuestionar el tipo de investigación que se


realiza, quién y cómo define las políticas de investigación, y cuáles son las
formas más apropiadas de generar mecanismos de financiamiento
plurales que aseguren tanto la autonomía académica como el desarrollo
de áreas prioritarias orientadas al interés público. Sin duda alguna,
resulta necesario mejorar los mecanismos de producción de conocimiento
para informar las políticas y las prácticas educativas, pero también
resulta indispensable desarrollar y fortalecer espacios de autonomía
académica como condición para la profesionalización de la investigación
educativa.

En ese sentido, es necesario señalar que en los últimos años, además, la


fuerte expansión de dinámicas de mercado afectó y reconfiguró la
autonomía académica, dado que la pluralización de posiciones desde las
cuales se construye y difunde conocimiento, desestabilizó los nunca muy
consolidados mecanismos de validación del conocimiento definidos en el
interior del campo.

“El viejo esquema triangular de producción, difusión y utilización da paso


ahora a un sistema que se asemeja cada vez más a un contexto de
mercado (...) .El mercado demanda a personas en disposición de producir,
transportar, usar y aplicar conocimientos para la identificación, resolución
y arbitraje de problemas. Todo este proceso supone el empleo de
conocimientos, pero no valoriza al conocimiento como un bien simbólico,
sino el servicio que lo manipula y opera en los efectos prácticos que se
buscan" (Bruner, 1994).

Esa orientación hacia la utilidad social pone en jaque la autonomía de las


ciencias sociales. La conquista de la autonomía nunca es integral sino
que por el contrario es una construcción permanente (Ortiz, 2004) y como
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tal se configura tomando distancia de otras formas discursivas como el
sentido común, la religión o la política. En ese sentido, el campo de la
investigación educativa siempre estuvo sometido a una particular tensión
entre su constitución como campo autónomo2 y las demandas estatales
dada su estrecha relación con las problemáticas de los sistemas
educativos.

Las paradojas del pensamiento crítico


La última reflexión vuelve sobre la tensión entre la defensa de la
autonomía académica, el ejercicio de la crítica y los sueños de ingeniería
social. Uno de los problemas de una parte importante de las críticas a las
tendencias contemporáneas que promueven el incremento de la utilidad
social del conocimiento es que operan desde marcos discursivos
fuertemente normativos que de manera implícita o explícita suponen
ideales de transformación social. Un segundo problema es que muchas
veces esas críticas surgen de quienes critican por irracional muchas de
las formas de accionar del Estado y reclaman el reconocimiento de la voz
de los expertos en la toma de decisiones. Un tercer problema es que, en el
fondo, el debate no logra separar la discusión sobre los dispositivos
mediante los cuales se construyen los vínculos entre quienes producen
conocimiento y los usuarios -reales o imaginarios- del conocimiento
producido de los sentidos políticos que movilizan el accionar del Estado
en la materia. Seguramente esas cuestiones no son del todo separables,
pero una reflexión más sistemática acerca del problema resulta necesaria
para que el ejercicio de la crítica no tenga efectos paralizantes sobre la
indispensable modernización del aparato estatal y sus lógicas de gestión,
para que el fortalecimiento de las instituciones productoras de
conocimiento sea una prioridad política y para que esas prioridades
políticas no operen sobre la base de esquemas que condicionen el
financiamiento y la promoción de la investigación exclusivamente a fines
relacionados con su utilidad social.

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