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EL CELIBATO EN LA IGLESIA ANTIGUA

LA TRADICIÓN DEL CELIBATO CLERICAL EN LA IGLESIA PRIMITIVA LA LUZ QUE CAMBIA LA


VIDA
¿Los sacerdotes de la Iglesia primitiva eran libres de organizar su vida de acuerdo con sus deseos personales, o
ya existía algo parecido al celibato obligatorio? Desde que la Iglesia primitiva se consolidó institucionalmente,
las formas fundamentales de vida clerical ya estaban establecidas, y permanecieron fieles a esa forma básica
hasta hoy. Se puede afirmar con certeza que sin la Iglesia primitiva hoy el celibato no existiría, porque la Iglesia
de los primeros siglos contribuyó al celibato más de lo que se cree. ¿Cuándo se formaron, exactamente, los
modelos del celibato y de la continencia? Actualmente no es fácil hablar de esta clase de temas históricos.

Aunque llegáramos a la conclusión de que existió un verdadero celibato obligatorio, es muy probable que en el
clima actual esto no se acepte como prueba suficiente. Vivimos en una época marcada por una modalidad de
argumentación científica que sólo considera válida una teoría hasta que se descubre una circunstancia que la
contradice. También el celibato está bajo esta ley, con un argumento formulado así: puesto que de hecho
muchos sacerdotes engendraron hijos, se puede concluir que en realidad el celibato no existía en la Iglesia
primitiva. El celibato hunde sus raíces en la tradición de la Iglesia primitiva; y esas raíces nunca se separaron de
la Iglesia. Mi punto de partida es la perspectiva del Papa sobre la disciplina del clero de la Iglesia primitiva. El
Papa Siricio (384-399) promulgó los importantes decretos Directa y Cuín in unum, en los años 385 y 386 (y
probablemente también el decreto Dominus Ínter). Por primera vez, y con plena autoridad de enseñanza, Siricio
formalizó una disciplina para los clérigos. Desde este momento, se exige a todos los clérigos de alto nivel –
obispos, sacerdotes y diáconos-, sin excepción, que vivan permanentemente en continencia desde el día de su
ordenación. Deben abstenerse de casarse o de volverse a casar. El celibato existía en la Iglesia primitiva, pero
además de ser distinto de como es hoy, también estaba más extendido. Hoy conocemos principalmente a los
sacerdotes no casados y a los obispos, es decir, lo que definiría el celibato de los no casados. Pero la Iglesia
primitiva estaba acostumbrada a una disciplina general de la continencia para todos los clérigos mayores: tanto
para los hombres célibes como para los viudos y los que ya estaban casados. En este sentido, la Iglesia no hacía
distinciones entre obispos, sacerdotes y diáconos. Todos estaban sujetos a la misma disciplina de la continencia
sexual total.

El celibato-continencia era, según Siricio, la regla que debía gobernar y valer para toda la Iglesia. Pero la
pregunta es si esa regla es una novedad, una medida inventada por el Papa mismo que quería establecer esa
disposición en el seno de la Iglesia, a finales del siglo IV. Obviamente no. Los Papas no inventan nada. Siricio
hubiera resultado ridículo imponiendo improvisamente a miles de clérigos mayores algo que hasta entonces no
existía. Ninguna crítica de la continencia clerical en el siglo IV usaba como argumento que esta disciplina fuera
una innovación carente de toda tradición. El texto más importante que todavía hoy se aduce para argumentar
contra el celibato en la Iglesia primitiva es en realidad un texto en el que el Obispo Pafnucio, durante el concilio
de Nicea (año 325), contestaba con dureza la continencia para los sacerdotes casados. Ahora bien, se ha probado
que ese texto no fue más que una leyenda, elaborada probablemente en el ámbito de un círculo de la secta de los
novacianos.

El Papa y los obispos basaban sus decisiones en la afirmación de que la continencia del clero era una tradición
apostólica que se remontaba a los Apóstoles mismos. Eso plantea la siguiente pregunta crucial: ¿La continencia,
el celibato es verdaderamente apostólica? Yo creo que sí, porque en las cartas pastorales podemos encontrar un
fundamento bíblico a una regla eclesial sobre la continencia del clero. Era una tradición apostólica, una
tradición conforme a las Sagradas Escrituras, y una tradición que no se podía eliminar. De acuerdo con nuestra
terminología actual, la continencia del clero formaba parte del ius divinum: ley divina y, por eso, inviolable.

Lamentablemente, somos conscientes de esto de modo limitado, porque la exégesis del Nuevo Testamento,
especialmente en los siglos XIX y XX, se vio influenciada por la hermenéutica protestante y se desarrolló de
acuerdo con los principios protestantes. Se ha asumido que el ascetismo no se puede reconducir al Jesús
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histórico. La continencia de los clérigos deja de parecer algo extraño cuando uno se da cuenta de que la
continencia sexual formaba parte de las costumbres básicas de los discípulos de Jesús y del cristianismo
primitivo. Pese a que el Nuevo testamento no dice explícitamente que Jesús no estaba casado, no hay nada más
cierto que el hecho de que no lo estaba. Jesús no sólo vivía como un hombre no casado, sino que alentaba a sus
discípulos a no casarse. Sin embargo, hay que subrayar que la renuncia al matrimonio seguía siendo una
cuestión debatida en el ámbito del judaísmo. En este contexto, es especialmente interesante el uso que Jesús
hace de la palabra “eunuco”, cuando dice: “Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunuco que
se hicieron tales a sí mismos por el reino de los cielos” (Mt 19,12).

Quizás Jesús respondió con estas palabras a quienes lo definían a él y a sus discípulos “eunucos” porque vivían
célibes o se abstenían de mantener relaciones sexuales en su matrimonio. Jesús respondió de este modo a
quienes se le oponían: «Podéis llamarnos así; en cierta manera, somos eunucos: no engendramos hijos. Sin
embargo, somos eunucos de un modo especial. Nos hemos hecho eunucos por el reino de los cielos».
El ideal de la renuncia al matrimonio, tal como existía en círculo de los apóstoles de Jesús, no se acabó en el
momento de la crucifixión y de la resurrección, sino que siguió teniendo sus efectos. Esto se refleja en cada
página del Nuevo Testamento. Cuando los Evangelios anuncian, con palabras de Pedro, «lo hemos dejado
todo». El ideal apostólico de la continencia no se limitaba a unos pocos. Al principio no existía una estructura
rígida de ministerios dentro de la Iglesia, según la cual sólo las personas que ejercían un ministerio particular
vivían la abstinencia. Más bien, el ideal de la continencia se vivía en todos los grupos de comunidad, y en todos
los niveles. El fenómeno de la continencia, incluso en las dos primeras generaciones del cristianismo, abarcaba
a un número mucho más extenso de personas respecto al de quienes desempeñaban un ministerio clerical.

La continencia gozaba de gran prestigio, porque se practicaba en el círculo de Jesús y entre los Apóstoles. Por
tanto, tuvo gran éxito entre las generaciones sucesivas de cristianos. En la persona de Cristo, en su personalidad
carismática, en su capacidad de convencer, se halla la razón "profunda de la atracción por una vida de
continencia. Jesús no estaba casado, no simplemente por casualidad o por una preferencia personal. Un Jesús
que viviera simplemente de modo ascético, seguramente hubiera podido fundar un movimiento ascético, pero
no poner los cimientos de lo que iba a ser después el cristianismo. La resurrección de Cristo era la experiencia
central de la redención: revela que la verdadera plenitud de vida no se obtiene mediante la procreación física,
sino en el «renacimiento» que confiere el Espíritu.

MATRIMONIO DE LOS CLÉRIGOS Y COMIENZOS DEL CELIBATO


Parte primera. Desde Nicea a Calcedonia. La Iglesia imperial después de Constantino hasta fines del siglo VII.

A comienzos del siglo IV había en la Iglesia clérigos de todos los grados que seguían viviendo en el matrimonio
contraído antes de la ordenación, junto a otros que habían optado con toda libertad por la continencia en su
matrimonio o por la renuncia absoluta a éste. Como es obvio, en las fuentes preconstantinianas son más
frecuentes las menciones de sacerdotes casados que la de sacerdotes celibatarios. A partir del siglo III, y
siguiendo la corriente de alta estima profesada al ideal de la virginidad se resalta elogiosamente la continencia
del clero. Tertuliano y Orígenes dejan ver claramente su simpatía por ella y la motivan en la mayor eficacia de
su oración, así como también en la especial pureza exigida por el trato de los divinos misterios. Clemente de
Alejandría aduce como motivo para la continencia del clero -que él registra ya en el apóstol Pablo- la mayor
disponibilidad para el apostolado y el ejemplo que se ha de poner ante los ojos de los vírgenes.

Al clérigo casado se le exige en primer lugar que su matrimonio sea irreprochable en todos los sentidos, a saber,
que ambos cónyuges lleguen al matrimonio en estado de virginidad y que se guarden mutua fidelidad. Las
segundas nupcias no respondían ya a este ideal, por lo cual estaba excluido del estado clerical el casado en
segundas nupcias o el marido de una viuda. Esta reglamentación perdura en un principio a lo largo del siglo IV,
aunque en todo caso surgen en Oriente discusiones sobre si entra aquí en consideración un matrimonio
contraído anteriormente al bautismo y si la prohibición de las segundas nupcias sólo afecta a los grados
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superiores en la jerarquía del orden. De todos modos, quien había recibido una de estas órdenes no estando
casado, ya no podía después contraer matrimonio; una posibilidad prevista por el sínodo de Ancira (314), de
que al ser ordenado un diácono pudiera conservar el derecho a contraer matrimonio, no tardó en ser descartada.
Si bien no faltaban en Oriente corrientes que exigían continencia absoluta a los clérigos de órdenes superiores
que estaban casados, el concilio de Nicea no aceptó una solicitud de legislación en este sentido. También el
sínodo de Gangra (340 ó 341) censuró severamente a los partidarios de Eustacio, obispo de Sebaste, que
reclamaban una ascesis sumamente rigurosa, por negarse a participar en la eucaristía celebrada por un sacerdote
casado. Los cánones de Hipólito, en cambio, se oponen a que sea depuesto un presbítero que ha tenido un hijo,
y los cánones apostólicos prohíben al obispo, al presbítero o al diácono despedir a su esposa «so pretexto de
religiosidad».

Sólo bajo el emperador Justiniano experimentó la práctica de la Iglesia oriental una notable restricción cuando
el emperador prohibió ordenar a un hombre que tuviera hijos o nietos; la prohibición se fundamentaba en que el
cuidado de éstos lo distraería con demasiada facilidad de sus deberes para con Dios y la Iglesia y le induciría a
asignar a sus descendientes los bienes de la Iglesia. La legislación definitiva para la Iglesia oriental fue
consignada en el Quinisextum (692), que exigía a los casados, candidatos al episcopado, la separación de su
mujer y la reclusión de ésta en un monasterio, mientras que permitía a los diáconos y presbíteros permanecer en
su estado conyugal, exigiendo la continencia a diáconos y presbíteros únicamente en los días en que celebraban
o concelebraban la liturgia.

En el Occidente latino sigue el proceso un rumbo diferente. En efecto, aquí, desde fines del siglo IV, bajo la
guía normativa de Roma, se formula y se refuerza legalmente el postulado de que los clérigos de un grado
superior de orden, si es que están casados, deben observar la continencia absoluta una vez recibidas las órdenes.
Cierto que tal obligación había sido expresada ya a comienzos del siglo en el sínodo hispano de Elvira, pero su
alcance fue sólo local. El primer documento romano que se ocupa circunstanciadamente de esta cuestión es el
escrito del papa Dámaso (366-384) al episcopado galo; razona la disposición de que un obispo o presbítero que
predica a otros la continencia debe dar ejemplo de ella y no debe tener en mayor estima la paternidad carnal que
la espiritual que tantas veces le viene conferida por su oficio. El modelo del apóstol Pablo, se añade, y ya el del
sacerdocio veterotestamentario, obliga a los servidores de Dios constantemente «puros», puesto que en cada
momento deben estar prontos para administrar el bautismo, para celebrar la eucaristía y para reconciliar a los
pecadores. La violación de esta «pureza cultual» por el sacerdote hace que no merezca ya este nombre ni sea
digno de que se le confíe el misterio de Dios.

El sucesor de Dámaso, Siricio (384-399), aborda la cuestión en otras dos decretales que en forma tajante
desaprueban que en Hispania se admita a las órdenes mayores a hombres casados sin contradicción por parte de
los obispos y de los metropolitanos o que sacerdotes ordenados continúen la vida conyugal después de la
ordenación e incluso se remitan para ello al sacerdocio veterotestamentario; en adelante, declara, ningún obispo,
presbítero o diácono que infrinja esta ley gozará de indulgencia y perdón
.
En la transición del siglo IV al V, la estricta continencia de los casados que hayan recibido alguna de las tres
órdenes mayores, es una cuestión definitivamente zanjada en las declaraciones de los papas. Inocencio I añade
todavía a las disposiciones de sus predecesores que un monje que aspire a ser recibido en el clero no puede
esperar librarse de la obligación del celibato que había contraído. La ulterior insistencia en las prescripciones
sobre la continencia por los papas Zósimo (417-418) y Celestino (422-433) muestra sin embargo que no
cesaban de deplorarse infracciones. León I (440-461) extendió finalmente la ley, sin motivación expresa, a los
subdiáconos, cuyo creciente empleo en el servicio directo del altar los aproximaba a los diáconos.

La legislación pontificia sobre el matrimonio de los clérigos quedó pronto consignada en los acuerdos sinodales
de regiones eclesiásticas concretas. El sínodo de Cartago de 390, remitiéndose a decretos de un concilio
anterior, insiste en la continencia total de los obispos, presbíteros y diáconos y, al igual que los papas, la motiva
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en su servicio del altar. Once años más tarde un sínodo (Cartago 401) acuerda que las transgresiones de la ley
sean sancionadas con la separación de los culpables de sus cargos. Tales sanciones no parecen haber sido
necesarias, puesto que Agustín celebra el comportamiento ejemplar del clero africano precisamente en esta
materia. Tocante a la Italia septentrional, el sínodo de Turín del año 398 dictó disposiciones análogas, y por lo
que hace a los Balcanes, el papa León I confirma expresamente la reglamentación vigente allí hacía ya bastante
tiempo. También el sínodo de Toledo del año 400 incluye en sus acuerdos las instrucciones sobre el matrimonio
de los clérigos dictadas por el papa Siricio para todas las provincias hispánicas. En las Galias, hasta fechas
relativamente tardías no se dejan sentir las repercusiones de las decretales pontificias en el primer sínodo de
Orange (441), que en adelante sólo consiente que se admita a las órdenes a hombres casados a condición de que
se comprometan a guardar continencia.

Tanto las decretales pontificias como la correspondiente legislación sinodal fundamentan las más de las veces
su exigencia de continencia sexual en el clero superior en la pureza cultual requerida para la administración de
los sacramentos. En esta insuficiente motivación influyó, juntamente con ideas de pureza veterotestamentarias,
la concepción de la alta dignidad del sacerdocio cristiano, basada en su relación con la eucaristía.

Si se examina más de cerca la idea global del sacerdocio en aquella época, tal como se delinea en la literatura
patrística y asoma en los textos de la liturgia de las órdenes, se descubrirá toda una serie de otras importantes
motivaciones de la continencia sacerdotal: la mayor disponibilidad para el servicio de la proclamación del
evangelio; la vida ejemplar del sacerdote, que con tanta mayor eficacia predica a otros la continencia y la
virginidad cuanto que él mismo da ejemplo de manera convincente; la paternidad espiritual del sacerdote, que
mediante la administración del bautismo y la reconciliación de los pecadores comunica la vida espiritual
superior; y finalmente, aunque de manera más indirecta, la imitación del modelo sacerdotal de Cristo y la
participación específica en su sacerdocio. Sólo sobre tal fondo global se puede comprender la génesis de esta lex
continentiae.

A los obispos patrocinadores de la continencia total del clero superior debió ofrecérseles la idea de asociar el
ministerio clerical con el monacato celibatario; así sucedió ya de hecho y con cierta frecuencia en Egipto desde
los tiempos de Atanasio. Probablemente esta asociación influyó también en la ya mencionada vita communis
del clero de la iglesia de Vercelli, introducida por el obispo Eusebio; Agustín la puso en práctica en el
monasterium clericorum de la comunidad de Hipona, para el que aun con estas condiciones halló suficientes
candidatos.

EI obispo galo Verano (seguramente de Lyón, con el que mantuvo correspondencia el papa Hílaro, 461-468)
sostenía que había que ordenar sacerdotes a monjes, ya que pensaba que un número, siquiera menor, de
hombres escogidos y acreditados servía más con su ejemplo a los intereses de la Iglesia. Aquí aparece claro que
fueron al principio algunos obispos aislados los que, yendo más allá de la reglamentación eclesiástica general,
pidieron que se exigiera el celibato total como condición para la admisión en el clero de sus iglesias locales.

EL CELIBATO SEGÚN FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ


ANÁLISIS CRÍTICO

Comienza afirmando Francisco Martín: “Los miembros del clero no estaban obligados en principio al celibato.
Sobre este punto no encontramos en los tres primeros siglos ninguna ley eclesiástica y menos aún una
prescripción apostólica. Al contrario, a todo aquel que se dedica al ministerio se le recomienda que sea un
buen padre de familia, que viva en armonía con su mujer, eduque bien a sus hijos y sea capaz de mantener en
orden su propia casa (cf. 1Tm 3,2-5; Tit 1,6)”
R/
 No encontramos ninguna ley eclesiástica en los tres primeros siglos. Afirmación válida, pero incompleta,
pues en los tres primeros siglos nos encontramos con no pocos testimonios escritos en donde se ensalza la
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vida célibe de los sacerdotes. Luego, no pocos eligen este camino, pese a que no existe ley eclesiástica; y
esto se puede demostrar con no pocas referencias históricas.
 Ni menos aún con una prescripción apostólica . Afirmación correcta, pero incompleta. Los apóstoles no
dieron ninguna prescripción al respecto, pero una vez fueron llamados por Jesús, aunque estuvieran casados,
su vida cambió profundamente. Se mueven dentro del testimonio de Jesús y lo siguen.
 A todo aquel que se dedica al ministerio se le recomienda que sea un buen esposo y Padre. ¿Y dónde queda
la recomendación de Pablo a la continencia, si bien se dirige a todos los bautizados? ¿Dónde queda el
ejemplo de Pablo célibe? ¿Dónde quedan los no pocos testimonios de célibes y vírgenes existentes en la
Iglesia antigua? ¿Y dónde quedan los no pocos testimonios escritos en donde se ensalza el celibato?
 Conclusión: en los tres primeros siglos no hay ley eclesiástica sobre el celibato, pero sí encontramos todo un
movimiento muy fuerte a favor del celibato de los clérigos tanto en escritos como en una vida en donde se
elige este estado de vida. El Espíritu Santo va guiando a su Iglesia y la llevará a la disposición jurídica sobre
el celibato, pues si el sacerdote se configura con Cristo en el ser, lo más conveniente es que también se
configure con su mismo estado y estilo de vida.
Respecto a la conveniencia de seguir el mismo estado de vida de Jesús por parte del sacerdote, dice Pablo
VI: “Es, pues, el misterio de la novedad de Cristo, de todo lo que Él es y significa; es la suma de los más
altos ideales del Evangelio y del reino; es una especial manifestación de la gracia que brota del misterio
pascual del Redentor, lo que hace deseable y digna la elección de la virginidad por parte de los llamados
por el Señor Jesús, con la intención de no solamente de participar de su oficio sacerdotal, sino también de
compartir con Él su mismo estado de vida”.
Más adelante afirma: “En medio de la comunidad de fieles confiados a sus cuidados, el sacerdote es Cristo
presente; de ahí la suma conveniencia de que en todo reproduzca su imagen, y en particular de que siga su
ejemplo, en su vida íntima lo mismo que en su vida de ministerio.
Y antes ya había expresado: “Cristo, Hijo único del Padre, en virtud de su misma encarnación, ha sido
constituido mediador entre el cielo y la tierra, entre el Padre y el género humano. En plena armonía con
esta misión, Cristo permaneció toda la vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al
servicio de Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el sacerdocio en Cristo se
refleja en los que tienen la suerte de participar de la dignidad y de la misión del mediador y sacerdote
eterno, y esta participación será tanto más perfecto cuanto el sagrado ministro esté más libre de vínculos de
carne y sangre”

2. “El testimonio que suele aducirse del Concilio de Elvira, en España, de principios del siglo IV, donde parece
que se prescribe el celibato al menos a los que hubieran recibido las órdenes mayores, no se resiste ni a la más
ligera lectura del texto en que se funda. Recogemos lo que dice en su canon 33: ‘Pareció bien que los obispos,
presbíteros y diáconos, y todos los demás clérigos puestos en ministerio, se abstengan de sus mujeres y no
engendren hijos; de hacer lo contrario, se les extermine del honor del clericado’. Es de continencia
matrimonial, y no de celibato, de lo que trataron los obispos allí reunidos”.
R/ Dice que el testimonio del Concilio de Elvira no se resiste a la más ligera lectura del texto en que se
funda y a continuación lo transcribe terminando por afirmar que es de continencia matrimonial y no de celibato
a lo que se refiere. Pues resulta que lo que no resiste el más ligero análisis son sus conclusiones del canon de
Elvira. ¿Qué significa abstenerse de sus mujeres y no engendrar hijos? ¿No es el celibato? Pero queda una
incertidumbre: ¿qué diferencia implícita –pues no la dice- tiene de fondo Francisco Martín Hernández entre
continencia y celibato?
Generalmente se ha entendido esta normativa de Elvira como la primera ley del celibato fijada en la historia
de la Iglesia; es verdad que es una disposición dada para una Iglesia local, España; pero es ya la aparición de la
ley del celibato sin lugar a dudas, que rápidamente se extenderá ya desde el siglo IV en todo Occidente (cfr. los
dos textos transcritos más arriba).

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“Tampoco en el Concilio de Nicea, del año 325, se trató nada sobre el particular. Lo único que se prohíbe
es el matrimonio después de haber recibido las órdenes mayores, a la vez que se dan normas sobre la
continencia de los clérigos...”
El Concilio de Nicea decreta en el canon 3: “Este gran Sínodo prohíbe absolutamente a los obispos, a los
sacerdotes, a los diáconos y en general a cualquier miembro del clero de tener consigo una mujer, a menos que
no se trate de la propia madre, de una hermana, de una tía o de una persona que esté fuera de toda sospecha”.
R/ Ciertamente no se trata de una ley de celibato.

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“…Era uso corriente que ninguno que se hubiera casado con viuda, mujer que hubiera dejado de ser
doncella o en segundas nupcias, pudiera acceder al sacerdocio; también que los obispos, presbíteros y
diáconos no podían casarse después de haber recibido la ordenación…”
R/ ¿Este uso corriente no indicará un dirección de la Iglesia marcada por la acción del Espíritu Santo que
quiere llevarla hacia la disposición de la ley de celibato?

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“A mediados del siglo V, y atendiéndose a lo que dijera el Apóstol de que ‘el que tiene esposa obre como si
no la tuviera’ (1Cor 7,29), san León Magno pide a los clérigos casados que vivan ‘como hermanos’, ‘en unión
espiritual’”.
R/ Aquí Francisco Martín solamente pone esta afirmación sin hacer ninguna anotación, pero por la siguiente
idea, pareciera que no le da ningún valor como ley del celibato. Y esto resulta, desde todo punto de vista,
inadmisible. Es claro que el Papa no solamente reafirmó, en continuidad con sus predecesores, el celibato para
los obispos, sacerdotes y diáconos, sino que también lo extendió a los subdiáconos (véase el segundo estudio
transcrito).

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“…Un resquicio de práctica celibataria la encontramos en el Concilio II de Toledo, del año 527, cuando
exige del que se va a ordenar de subdiácono que se decida entre casarse o vivir en castidad…”
R/ No es un resquicio, es una práctica universalmente aceptada en la Iglesia de Occidente para este
momento histórico y este concilio II de Toledo del 527 es una expresión de ello en un punto geográfico
concreto de Occidente.

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“…Sólo más tarde, en los concilios I y II de Letrán, de 1123 y 1139, la Iglesia considerará inválido el
matrimonio contraído por los clérigos de órdenes mayores, imponiendo de este modo, al menos implícitamente,
la ley del celibato”.
R/ Profundo error histórico el que se afirma aquí. La ley del celibato estaba vigente en la Iglesia de
Occidente desde los siglos IV al V tal como puede verse en los dos primeros estudios antes transcritos. De lo
que se trata en los concilios de Letrán referidos es de un abuso existente entre clérigos: a pesar de la obligación
del celibato, contraían matrimonio, pues no estaba dispuesto por la Iglesia lo que se establecerá en los concilios
de 1123 y 1139: la irregularidad que crea el celibato para contraer válidamente el sacramento del matrimonio;
esto es precisamente lo que dispone Letrán I y II. Los cánones de estos concilios que abordan la cuestión son:
Letrán I el 7 y el 21; Letrán II: 6-8. Transcribimos, por precisión, los centrales:
“A los presbíteros, a los diáconos, a los subdiáconos y a los monjes prohibimos absolutamente de tener
concubinas o contraer matrimonio. Establecemos, siguiendo cuanto han establecido los sagrados cánones, que
los matrimonios contraídos por tales personas, sean separados (disgiunti) y las mismas personas deben ser
reconducidas a la penitencia” (Canon 21 del concilio I de Letrán).
“Siguiendo los pasos de nuestros predecesores, los pontífices romanos Gregorio VII, Urbano y Pascual,
mandamos que ninguno asista a la misa de quien vive notoriamente con la mujer o una concubina. Luego, para
que la ley de la continencia y la pureza que agrada a Dios se propague entre los eclesiásticos y en las sagradas
6
órdenes, decretamos que los obispos, los sacerdotes, los diáconos, los subdiáconos, los canónigos regulares, y
los monjes, también los conversos si profesos, los cuales, viniendo a menos de su santa promesa, se hubiesen
atrevido a contraer matrimonio, sean separados (separentur) de sus mujeres: no creemos, en efecto, que una
tal unión, hecha evidentemente contra las normas eclesiásticas, seas matrimonio. Y también separados, esos
hagan digna penitencia por tan grandes excesos” (Canon 7 del concilio II de Letrán).
Para entender mejor este punto resulta pertinente referirnos a otra situación conexa: para este momento
histórico el matrimonio era válido desde el momento en que las partes contrayentes se dieran el consentimiento,
aun de manera privada. Será el Concilio de Trento quien dispondrá que para su validez, además del
consentimiento, la fórmula canónica (ante el ministro autorizado de la Iglesia y dos o tres testigos); y esto lo
dispuso para acabar con los matrimonios clandestinos: alguien se casaba en un lugar y, luego, en otro hacía lo
mismo.
“No obstante, cada día fueron haciéndose más común la vida celibataria de los clérigos, a la que bien pudo
servir de ejemplo la que empezaron a llevar por entonces los primeros monjes cristianos. La costumbre se hizo
ya general en el último período de la Edad Antigua”.
R/ Estamos de acuerdo con la primera afirmación. Pero surgen varias objeciones a medida que avanza el
razonamiento en el párrafo. Los primeros monjes cristianos imprimieron una gran fuerza a la dirección hacia la
cual el Espíritu Santo iba orientando a la Iglesia: el celibato como estado más coherente para los clérigos. No
estoy de acuerdo con la expresión “ejemplo”. La fuente del celibato católico está no en los monjes sino en
Cristo. Los monjes se ubican en la dirección del ejemplo de Cristo, afianzan este espíritu en la Iglesia y
estimulan la corriente ya existente de sacerdotes que elegían libremente el celibato aun antes de existir la ley
eclesiástica.
Martín Fernández termina anotando que la costumbre del celibato para el clero se hizo general en el último
período de la edad antigua; nos podríamos preguntar: ¿por qué? ¿No sería precisamente porque la autoridad de
la Iglesia desde el siglo IV ya lo estaba pidiendo como disposición que debía abrazar libremente todo aquel que
quisiera acceder a las órdenes sagradas?

Terminamos afirmando sin temor a equivocarnos: El celibato es una corriente de gracia que fluye de su
fuente, Cristo nuestro Señor, quien vivió célibe, consagrado completamente a su misión mediadora entre
Dios y los hombres; de su vida brota una corriente vigorosa que ha bañado a su Iglesia en todos los
tiempos y lugares. A un cierto momento, este espíritu, esta corriente de gracia, esta perla preciosa entró
por las vías del derecho. No fue una ley que dio origen a esta práctica; fue una corriente de gracia que a
un cierto momento la Iglesia codificó en sus leyes canónicas.

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