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Scarano, Laura.

“Capítulo 3: La diaspora autobiografica”  en Los lugares de la voz.


Protocolos de la enunciación literaria. MdP: Melusina, 2000.
(Libro)

Sintesis

LA POSTURA PRAGMATICA/SOCIOLOGICA (LEJEUNE) [2]


"Creo en el Espíritu Santo de la primera persona. Y ¿quién no cree en ello?" (P.Lejeune, "El
pacto autobiográfico (Bis)". La voz autorizada de Lejeune, que cifró en un contrato de legalidad
receptiva la supuesta identidad de ambos órdenes (vida-texto) (1975), matizará años después su
aparente dogmatismo, alertándonos sobre el carácter "utópico" de tal empresa, pues a la afirmación
anterior le sucede la réplica: "constituirse como sujeto completamente realizado es una utopía"
(142). Si la identidad es afirmada contractualmente no significa que se efectivice ontológicamente.
El yo es un "mito" cultural, ya había sido la afirmación final de Lejeune en su más temprana
obra, La autobiografía en Francia. Si el postestructuralismo aborda la cuestión desde su
operatividad constructiva (la escritura y su fatal estructura tropológica), Lejeune invierte el análisis
para ver su operatividad receptiva. Todos somos conscientes de la disyunción, pero leemos la
autobiografía como si aquella no existiese, ironizará no sin cierto fundamento. En el nombre propio
que firma se resume la existencia de lo que llamamos autor, única señal en el texto de una realidad
extratextual que envía a una persona real (60). Pero el lugar asignado a ese nombre va unido a una
convención social, a la forma de responsabilidad de una persona real, cuya existencia está
atestiguada por su estado civil. El lector no verifica esta existencia jurídica, pero tampoco la pone
en duda por el contrato social que establece el género: “el lector no lo conoce pero cree en su
existencia y lo imagina a partir de lo que produce”, “podrá poner en entredicho el parecido, pero
jamás la identidad” (65) de autor, narrador y personaje, aglutinados en el yo. Y aquí hace una
distinción fundamental para el debate: la identidad no es lo mismo que el parecido. La identidad es
aceptada o rechazada en la enunciación; el parecido es una relación sujeta a discusión a partir del
enunciado, y nos obliga a introducir el referente extratextual, el modelo (75). El pacto
autobiográfico no incluye al referente, se queda en el borde del texto; el pacto referencial sí porque
implica la verificación, del parecido con lo extratextual. Lejeune tratará de disociarlos, aunque
reconoce que la identidad sotiene al parecido, aún siendo éste un aspecto secundario. El pacto
referencial puede no ser mantenido según los criterios del lector, sin que el valor autobiográfico del
texto desaparezca.
        Lejeune dispara contra la falacia psicologista en torno al yo al sostener que "aun creyendo
que el discurso autobiográfico remita a algo, ese algo que llamamos yo es una voz mitológica que
nos liga encantatoriamente a esa falacia". La identidad es una relación constante entre la unidad y
lo múltiple. Y en el léxico se encuentra resuelto  por la clase de los nombres propios, que son el
garante de la unidad de nuestra multiplicidad (1980), una especie de simulacro por el cual la
realidad fragmentada del yo se disimula (93). Y es en la primera persona gramatical (yo) ya
lexicalizada, donde funciona “una lógica de la evidencia autorreferencial que por lo general
oculta  al enunciador y al oyente su carácter figurado o indirecto (...) El yo siempre tiende a
recomponer ante nuestros ojos la ficticia unidad que impone como significante” (96). En este poder
del “nombre propio real” como “fuerza magnética, que comunica a todo lo que toca un aura de
verdad” (188), centra Lejeune la operatividad contractual de la autobiografía. Si Sartre designaba
las voces que nos poseen con el nombre de “vampiros” (73), el nombre propio firmado sería un
antídoto contra el vampirismo que produce el lenguaje en la persona al querer ésta verbalizarse.

(Scarano Laura, Del art. mio en prensa en Boletín Helvético, “Metapoeta…” 2011)
Philippe Lejeune –quien apenas se refiere a la poesía-  busca sortear la ilusión sustancialista del
yo autobiográfico recuperando la noción de “identidad narrativa” de Paul Ricoeur, que pertenecería
al “imaginario” y “no tiene ninguna relación con el juego deliberado de la ficción” (Lejeune 2001:
12). Desde su perspectiva “todos los hombres que andan por la calle sonhombres-relato” y
“poniéndome por escrito, no hago más que prolongar ese trabajo de la creación de la identidad
narrativa, como dice Paul Ricoeur, en que consiste toda vida” (12). Al escribir el propio yo, el
sujeto crea su identidad al modo de un relato, pero eso no equivale a decir que la inventa y “en
absoluto ello quiere decir que sea una ficción”, argumentará Lejeune (2001: 11). Para él "el tema
profundo de la autobiografía es el nombre propio", pues  produce un efecto condensativo en la
articulación del sujeto y resume la existencia de lo que llamamos “autor”, única señal en el texto de
una realidad extratextual que envía a una persona real (59-60). De ahí su afirmación: “un autor no
es una persona, sino un nombre de persona” (61), porque  el referente de ese yo es el “modelo al
que el enunciado quiere parecerse” (77). Pero, en su especulación, este enunciado no lo conduce a
una postura inmanente o meramente funcionalista, porque el lugar asignado a ese nombre va unido
a una convención social, a la forma de responsabilidad de una persona real, cuya existencia está
atestiguada por su estado civil. Y en este poder del “nombre propio real” como “fuerza magnética
que comunica a todo lo que toca un aura de verdad” (188), se centra la operatividad contractual del
género. A pesar de la oleada de reparos que recibió su primera propuesta, Lejeune desde el
comienzo advirtió que  no se refería a un “concepto del yo o del él” sino al ejercicio de una
“función que consiste en enviar a un nombre”, como “categoría léxica”, que designa “personas”; de
este modo el yo no se pierde en el anonimato del pronombre “y es siempre capaz de enunciar lo
que tiene de irreductible al nombrarse” (59).  Sin embargo, este acto por el cual el autor “se aferra a
su nombre” (64) implica una “pasión del nombre propio que va más allá de la simple vanidad de la
autoría”, para convertirse en una reivindicación de su “existencia” (73).
Detrás de estas afirmaciones, late uno de los más provocativos desafíos de la propuesta del
teórico francés, orientado a la “elaboración provisional de una breve pragmática del nombre real”
(136). Es importante destacar que en un capítulo fechado en 1986 y titulado “Autobiografía, novela
y nombre propio” (incluido en su libro Moi Aussi), marca una diferencia entre el “nombre real” (“el
nombre propio de persona que leo pensando que designa a una persona real que lleva ese nombre”)
y el “nombre imaginario” (1994: 186-187). Cuando “el nombre es del propio autor”, aunque el
pacto no sea referencial, “el nombre del autor utilizado en el texto me parecerá real”, subrayará. Y
aún cuando todo lo que se diga de él parezca ficticio, el lector “considerará más bien la aserción
como juego, hipótesis, figura, concerniente a la persona real. Nombre, nombre, siempre quedará
algo” (189). Con ironía subtitulará uno de sus apartados “Nombre propio y referencia: la venganza
de la realidad” (163). La marca tangible del autor en el poema, sin renunciar al carácter diferido que
le otorga su naturaleza verbal y figurada, se parecería a una justificada revancha de la realidad
impugnada arbitrariamente por un siglo de formalismos extremos.
Paul Eakin, en su introducción a la última edición de El Pacto autobiográfico, analiza la
trayectoria teórica de Lejeune, que evolucionará desde una inicial concepción del pacto basado en
el autor y su intención de veracidad (incómodo –dice Eakin- ante “la espinosa ética de la
sinceridad”), hacia una crítica textual y pragmática (el pacto como contrato con el lector), para
desembocar en la historia cultural: “El concepto de yo se deriva de modelos suministrados por la
cultura en la que vive el individuo”; su “habla privada” se deriva del “discurso público estructurado
por la clase social, los códigos y las convenciones” (1994: 34).  Sin embargo, nunca renunciará a la
convicción de que “la referencia del nombre propio a una persona real es decisiva” (15), y no
cesará de inquirir sobre “los factores que gobiernan la percepción de un nombre como algo real en
un texto”. Al tiempo de aceptar el estatuto ficticio del sujeto, pasa “a considerar su funcionamiento
como hecho experiencial”, vale decir “a aceptar esa creencia como un hecho de la experiencia
cultural contemporánea” (21, 23).[3]

[2] 1era ed. El pacto autobiográfico 1es de 1975. Je est un autre es de 1980 y Moi aussi es de 1986. El
art "El pacto autobiográfico (Bis)"  es de 1982 y el art “Autobiografía, novela y nombre propio” es de
1984, aunque aparecen en 1986 en Moi aussi. La primera obra fue La Autobiografia en Francia de 1971.

[3] Sin duda Paul Eakin sigue esta dirección al titular su libro de 1992: En contacto con el mundo.
Autobiografía y realidad. Busca superar el péndulo extremo al que ha sido sometido “el hecho
autobiográfico”: “desde una inicial fidelidad absoluta a la referencia” hasta “la asunción de esta escritura
como una ficción más”, sin matización, basada en la identificación entre lo literario y lo ficcional (40). Y
en este último sentido parece extrema la postura a la que llega Pozuelo Yvancos al afirmar en su libro de
2006 sobre la autobiografía que “no es el referente quien determina la figura, sino que es la figuración la
que determina el referente” (37). Más convincente parece  aceptar el movimiento de obligatorio “vaivén”
entre ambos territorios, que tan bien ilustra Jean Starobinski o Dominique Combe.

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