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Una definición necesaria de los conflictos de interés

RESUMEN
Al artículo examina la definición de Villarán sobre los conflictos de interés con
la intención de mejorarla. Algunas clarificaciones son necesarias, pero también
mayores enmiendas. La diferencia fundamental consiste en, primero, distinguir
entre interés y motivo moral, y, segundo, subrayar el carácter voluntario del
compromiso de la persona que está frente a un conflicto de interés. Tal
compromiso surge en un contexto laboral o profesional. Debe ser explícito frente
a personas naturales, instituciones públicas, organizaciones privadas, con o sin
ánimo de lucro, o colegios profesionales. Para fundamentar el concepto, se
utiliza un método cercano a la reciente tradición anglosajona expresada por
Rawls en vez de la búsqueda de conceptos universales o esencialistas de la
tradición platónica. El resultado no es una definición verdadera de los conflictos
de interés, sino una necesaria dado nuestro contexto histórico social.

El profesor Alonso Villarán ha realizado una investigación y propuesta sobre la


definición de los conflictos de interés, una categoría importante para la ética aplicada,
central en los asuntos de corrupción y desarrollo profesional (2020). Villarán recapitula
la discusión bibliográfica al respecto desde la filosofía moral. No es mucha. Si bien
existe una amplia discusión sobre la aplicación de la categoría conflicto de interés en el
mundo laboral y áreas profesionales específicas, incluso en su reglamentación tanto para
el sector público como para el privado, los esfuerzos por conceptualizarla con bases
filosóficas parecen ser pocos. Villarán resume así la discusión:

Those who deal with the concept in purity are still scarce—a mere handful:
Margolis (1978), Davis (1982, 1993, and 2012), Luebke (1987 and 1993),
Boatright (1992, 1993, 2001, and 2008), and Carson (1994 and 2004). Here, by
the way, I am not ignoring the work of other important authors like Stark (2001)
or Norman and MacDonald (2010). But while Stark uncritically embraces
Davis’s definition of a conflict of interest (2001: 334), Norman and MacDonald
consider that the definition has reached enough consensus to move on and start
focusing on “more substantive normative and empirical questions” (2010: 444).
But Davis, as I will argue (with Luebke and others), errs when defining the duty
that belongs to conflicts of interest. And even if Norman and MacDonald are
right regarding the consensus (something I doubt), to suggest that we should stop
discussing the definition is a bit extreme. What if the hypothetical consensus is
mistaken and a future scholar makes this plain? (2020: 122)

Tras la revisión literaria, Villarán propone su definición: “A conflict of interest is a


situation in which a tangible or intangible interest tempts us to disregard an
office/position/work-related duty—a situation that threatens the interest of someone
else” (2020:139). En general concuerdo con el esfuerzo y la propuesta de Villarán,

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resultado que felicito. Sin embargo, quisiera ahondar en la misma y desarrollarla más a
partir de la discusión de casos y del método que emplea. Mi intención se centra en
clarificar no qué es un conflicto de interés, sino qué necesitamos entender por aquel. El
criterio o método elegido por Villarán, sostiene él mismo, se inserta en la tradición
Socrática y Platónica del uso de ejemplos. En un diálogo abierto, los interlocutores
proponen definiciones y se impone aquella que incorpore mejor las situaciones
planteadas y no pueda ser refutada por contraejemplos. Concluye Villarán que su
definición de conflicto de interés abarca todos los casos emblemáticos y no parece
refutable por contraejemplos.
Quiero llevar a discusión tanto su propuesta de definición como el método que la
sostiene. El argumento que desarrollaré consta de dos partes. En un primer momento,
presuponemos como correcto el método de Villarán. Asumiendo que es el mejor modo
de obtener categorías válidas para la ética aplicada, ¿Cubre todos los ejemplos posibles
o significativos en lo que respecta a los conflictos de interés? Para responder
afirmativamente, algunos ajustes deben ser hechos en la definición, una explicitación de
presupuestos o un desarrollo mayor de la misma. Lo anterior nos lleva al segundo
momento: el examen del método. ¿Por qué este sería válido o correcto? ¿Qué premisas
asume y conviene explicitar? Sostendré que es necesario actualizarlo, esto es, no
defenderlo como la versión platónica clásica, sino como una aplicación o reformulación
pragmatista más contemporánea. Si el método se actualiza, tiene mejores posibilidades
también de defenderse la definición a la que este arriba sobre el conflicto de interés.
Respecto a la definición, mi conclusión podría completar la propuesta de Villarán. Por
un lado, algunas clarificaciones son necesarias y pretendo resolverlas en el artículo. Por
ejemplo, ¿qué sucede cuando el interés de la tercera parte no es lo suficientemente claro
o un nuevo contexto dificulta su cumplimiento? Adicionalmente, es necesario distinguir
entre “office/position/work-related duty” y otros deberes relacionados más bien con las
familias y amistades. Por otro lado, dos ideas significativas deben ser adicionadas:
aquello que es entendido como el interés de la parte que se comprometió y el contexto
que origina el cumplimiento de tal compromiso. Primero, es necesario delimitar el
significado de interés para diferenciarlo de válidas razones morales que pueden guiar al
correcto incumplimiento del acuerdo. Para ello, será necesario distinguir entre acciones
estratégicas y acciones orientadas por valor. Segundo, una vez que ha sido clarificado
qué es un deber del trabajo, y que ha sido establecido que los conflictos de interés
pertenecen solo a aquel contexto o similares, se debe subrayar que estas son situaciones
donde compromisos voluntarios o deliberados son hechos. Creo que estas dos ideas no
son solo compatibles con la definición propuesta por Villarán, sino también necesarios
complementos.

Incluyendo dos ideas: objeciones morales y compromisos voluntarios


Citemos la definición de Villarán, que también adjudica a Carson: “A conflict of interest
is a situation in which a tangible or intangible interest tempts us to disregard an
office/position/work-related duty—a situation that threatens the interest of someone
else.”(2020: 139). Encontramos tres elementos. El primero se refiere al motivo o interés
que distorsiona o impide el adecuado cumplimiento de una función. El segundo, tal vez

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el central, se refiere a la posición o situación: alguien ha quedado obligado porque se ha
comprometido en un contexto formal. Tercero, la obligación generada es hacia otro, una
persona u organización, a cuyo interés se debe actuar. Llamemos motivo o interés
distorsionante al primer elemento; posición, al segundo; interés del testador, al tercero.
Comencemos por el tercer elemento, el más sencillo. Parece clara y suficiente la
posición de Villarán. Existe un interés evidente del testador en que se cumpla lo
acordado. El fiduciario o legatario debe ejecutar el encargo tal como se concertó. Sin
embargo, existe un problema que la definición no prevé y que es necesario resolver o al
menos aclarar. ¿Qué sucede si la tarea es ambigua o demasiado imprecisa? Supongamos
que un fiduciario debe cumplir una labor, pero existe un amplio margen de opciones
para ello. En principio, el fiduciario no debería presumir convenidamente más allá de
las indicaciones del testador. Por ejemplo, debe realizar unas compras, pero acude al
proveedor más caro porque este le otorgará una comisión. Si el acuerdo entre fiduciario
y testador no lo prohibía ni exigía que se busque la opción más económica, ¿se produjo
un incumplimiento? No. Pero un interés adicional –la comisión– ha mellado lo que se
presume fácilmente como interés del testador: no gastar más de lo necesario. El interés
distorsionante no produjo incumplimiento; pero sí, afectación. Veamos otro ejemplo.
“Anda a comprar comida que yo pago si tú vas” me encarga un roommate. Traigo la
comida que me gusta. Sé que él ama la pizza, pero yo prefiero traer comida china. Hasta
aquí no hay problema. Pero si sé que él es alérgico a la última, sí lo habría. Entonces, de
presentarse ambigüedad o falta de claridad en lo esperado, debiera consultar con él, más
aún si puedo presumir fácilmente que su interés se verá afectado. Lamentablemente esta
situación no es exótica, o incluso las circunstancias de cumplimiento cambian
dramáticamente generando falta de claridad en lo que corresponde hacer. Por ello,
idealmente la tarea debe indicarse con precisión o, como sucede en el mundo de los
contratos, indicar al menos que las situaciones no previstas se arreglarán por mutuo
acuerdo.
Pasemos al primer elemento: el interés distorsionante. Concuerdo con Villarán en que
no debemos centrarnos exclusivamente en la materialidad o cuantitividad del mismo
para aceptarlo como origen de un potencial conflicto de interés. Pensemos en un
reclutador para un puesto de trabajo, el cual es tentado por diversos motivos. El dinero
ejemplifica un beneficio cuantificable, mientras que un favor sexual, uno material. En
cambio, la expansión de su credo religioso en su oficina o la pura afinidad no son ni lo
uno ni lo otro. Y, sin embargo, todos ellos bien pueden distorsionar su juicio o función
al momento de seleccionar nuevo personal. Producen un conflicto de interés. De todos
modos, conviene recordar un límite real: mientras más objetivo o cuantificable es el
interés o beneficio, será más fácil detectarlo, examinarlo y, de ser el caso, sancionarlo.
Parece mucho más sencillo rastrear una transferencia bancaria hacia un reclutador que
demostrar que detrás de su decisión final existía simple afinidad o empatía. La
objetividad o rastreabilidad del motivo o interés distorsionante será clave en el proceso
sancionatorio.
Existe un posible problema en la definición que conviene resolver: un interés
distorsionante, sea este una recompensa material o inmaterial, debe distinguirse de un
motivo moral. ¿Sería posible que un argumento ético o un valor interfieran
legítimamente con un compromiso? Sí. Por eso debemos especificar cuidadosamente

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cuando es el caso. De no hacerlo, el fiduciario podría permanecer obligado a cometer
acciones inmorales. Imaginemos a alguien que acuerda desarrollar una tarea pero que no
tenía suficiente conocimiento de la corrección de la misma. Pensemos en alguien que
acepta desarrollar una acción que era buena pero que un nuevo contexto convierte el
acuerdo inicial en antiético.
No son pocos los autores en ética que realizan una distinción entre intereses y razones
morales. Citemos a dos: uno clásico, Kant, y uno contemporáneo, Habermas. Kant
señalaba que las acciones de las personas se pueden clasificar por su intención, es decir,
las personas actúan porque pretenden alcanzar un beneficio –como una ventaja
económica, satisfacer un deseo, cumplir un impulso natural–, o porque desean adecuarse
a un deber universal (1993). Las primeras acciones son, evidentemente, las más
comunes; las segundas, escasas. Devolver una billetera es una acción correcta, pero,
para juzgar si era moral o no, debemos explorar la motivación del sujeto. Si el sujeto la
ejecuta porque espera recibir una propina, una alabanza, alguna ventaja personal, o
evitar el rechazo y la censura social, la acción es interesada o estratégica. En cambio,
solo será moral si se realiza porque el sujeto cree que eso es lo correcto, porque debe ser
así, porque espera que cualquier otra persona en el mundo actúe del mismo modo ante la
misma circunstancia. Las acciones morales son universalizables o, dicho en otros
términos, se realizan porque obedecen a principios universales como la honestidad, la
justicia, entre otros. Por su parte, Habermas considera que la razón se puede utilizar en
tres modos: el pragmático, el ético y el moral (1994). En el primer caso, el sujeto posee
fines y, sin cuestionar la rectitud de estos, aplica su razón para alcanzarlos de manera
efectiva. Tal vez sean fines éticamente aceptables; tal vez, no. El punto es que el sujeto
no examina la corrección normativa de aquellos. Para el caso del conflicto de interés, el
sujeto desea alcanzar un beneficio –dinero, poder, sexo, etc.– y emplea su razón para
conseguirlo. Es más, puede actuar de modo estratégico para que el interés distorsionante
pase desapercibido. En cambio, el sujeto realiza utiliza su razón éticamente si se
pregunta por la corrección de su acción desde los valores y fines del grupo al que
pertenece; y moralmente, si se pregunta por la corrección desde el punto de vista de
exigencias universales. Estos dos últimos empleos de la razón, ético y moral,
corresponden a acciones orientadas por valores. De presentarse una situación de
conflicto de interés, debería examinarla. Desde el uso ético de su razón, se cuestionaría:
¿Es lo que la ética de mi grupo o sociedad recomiendan? Desde el uso moral de su
razón la pregunta cambia: ¿es aquello que todo el mundo debería hacer?
Siguiendo estas distinciones de Kant y Habermas, sería posible que un fiduciario,
habiendo acordado realizar una tarea para el testatario, dude sobre la corrección de la
encomienda o surjan razones morales para cambiar de opinión. Si como reclutador logro
que se contrate a un familiar pese a que no es el mejor candidato, estoy haciendo uso de
mi razón estratégica y buscando un beneficio o simple interés. Si como reclutador
contrato al mismo pariente, que sigue sin satisfacer idóneamente el perfil, porque está
en situación económica terrible, porque yo no tengo medios económicos para ayudarle,
y sobre todo porque creo que cualquiera debe hacer lo posible por ayudar a alguien en
esa situación, he pasado a un motivo moral o algo cercano al mismo. La mayoría de
casos que solemos tipificar como conflictos de interés se dan entre el interés del
testatario y un interés distorsionante o recompensa. Pero, en el caso apenas señalado,
hemos situado al reclutador frente a un dilema moral. Sabe que debe cumplir lo
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acordado, pero, a su vez, encuentra razones morales para cambiar de idea. La teoría
kantiana no aceptaría que se trata de un dilema moral, pero la ética de mi grupo sí. Es lo
que hemos llamado uso ético de la razón según Habermas.
Pensemos en un militar que decidió enrolarse en el ejército. Sus oficiales le solicitan
desempeñar una tarea que él encuentra inmoral en sí misma o por el contexto –por
ejemplo, su país se embarca en una guerra que él considera injusta. Se cumplen también
los requisitos de la posición –es parte de una organización con deberes claramente
establecidos– y del testador –son las personas autorizadas a quienes prometió lealtad
quienes le encomiendan la orden. Él sabe que prometió obediencia a sus oficiales, pero
ha surgido un motivo para ir en contra de lo acordado: una auténtica objeción de
conciencia. También podemos considerar el caso de médicos cuyos países legislan sobre
temas de salud pública en modo contrario a su visión moral. Por ejemplo, un país
legaliza el aborto y lo respalda en los hospitales públicos. Un médico, por sus creencias
morales, se niega a practicarlo. ¿Se encuentran ellos en un conflicto de interés? ¿Su
motivación moral debe equipararse a otro interés como el obtener una recompensa
económica o el favorecer un familiar? No. La naturaleza del cambio de opinión o duda
respecto a cumplir la orden es distinta al interés. Los dilemas morales y las objeciones
de conciencia deben ser tratados de modo distinto a los conflictos de interés.
Analicemos el otro elemento de la definición, la posición. Señala Villarán que los
conflictos de interés se producen en el contexto de office/position/work-related duty.
Pensemos en tres sujetos: A, B y C. A necesita un sistema informático para su
institución. No conoce profesionales que puedan desarrollar el software requerido.
Solicita ayuda a sus amigos para encontrar al técnico correcto con un precio justo. Uno
de ellos, B, se ofrece a colaborar. B conoce varios profesionales adecuados, pero
recomienda especialmente a C pues ha pactado previamente con este del siguiente
modo: “Yo lograré que A te contrate, pero debes darme una comisión de 5% del total”.
Así fue, A asumió a C por confiar en la recomendación de B. El precio no fue justo
pues, como suele suceder con los sobornos, C elevó 5% su tarifa para gratificar a B. ¿Se
encontraba B en una situación de conflicto de interés? Parece que sí y no. Comencemos
con el sí. Pudiendo sugerir el abanico de profesionales que conoce, B centra su
recomendación en C, pues recibirá un beneficio económico que A ignora. Además, es
evidente que A no espera que el costo final del servicio se eleve por el 5% de comisión
que B solicita a C. Por tanto, se evidencia la presencia de un interés distorsionador –
comisión del 5%– y el interés afectado del testador o tercera parte –A no espera pagar
comisiones, sino un precio justo. Pasemos al no. ¿Existe una situación de work-related
duties? Parece claro que B no pertenece a la organización de A, ni como profesional
contratado ni como voluntario. No ha adquirido un deber profesional para con A. Tal
vez sí existe una descripción explícita del encargo, pero este no es un trabajo. Si B
laborase para una agencia de empleos, su tarea profesional consiste en contactar a A y
C, y cobrar una comisión por ello. Pero no es el caso. En nuestro ejemplo, B se
encuentra obligado, tal vez por su amistad con A y la promesa que le hizo. Pero no se le
debe considerar un conflicto de interés. Lo reafirmaremos en breve. Antes examinemos
un ejemplo de Villarán. Cuido a la niña de mi hermana. Es un favor. Pero, si recibiré
una compensación monetaria a cambio, en la práctica se asemejaría a un rol profesional.
Eso es lo que hacen las babysitter o niñeras. Poco importa que la niña que cuido sea o
no mi sobrina. Por supuesto la cuidaré con mayor cariño si fuera mi pariente, pero es de
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todos modos un trabajo, más que un favor. En el ejemplo de los amigos A y B, se genera
cierto debate sobre si calificarlo o no como un conflicto de interés porque existe un
elemento que nos confunde: el dinero que B recibirá. Al solicitarlo como comisión a C
sin que A lo sepa, está actuando como un agente laboral. Se ha pasado de la amistad al
negocio. Solo que A ignora todo. Existen agencias de empleos que efectivamente cobran
por contactar a quienes demandan un servicio con quienes lo ofertan. Dicha actividad,
conectar a las personas adecuadas, constituye un empleo común.
Resolver el problema del amigo B, sobre si debe ser considerado o no conflicto de
interés, requiere ubicarnos en el contexto adecuado. ¿Estamos en una situación de
amistad, regida por la gratuidad, o en una laboral, regida por las compensaciones
económicas u otras reglas formales? Al conflicto de interés solo se le debe ubicar en la
segunda. Ciertamente, por analogía, se puede dar el caso semejante entre amigos o
familiares. Podríamos intentar una clasificación de los conflictos de interés: aquellos
propios del mundo profesional, laboral y semejantes –voluntariados formales–, versus
aquellos propios de las relaciones amicales y familiares. Pero esto resulta innecesario y
confuso. Mejor reservemos la categoría conflicto de interés solo para los primeros
contextos: el ambiente profesional, laboral o incluso el voluntariado siempre que este se
realice con reglas semejantes a las del mundo laboral –existe una organización con fines
y responsabilidades delimitadas como sucede en las ONGs cuando son formales.

De todos modos, la formalidad del ambiente puede no ser suficiente criterio para casos
excepcionales. Pensemos en un soldado levado.1 Un recluta de este tipo recibe
instrucción militar y se le asignan ciertas funciones. Se encuentra en una posición con
obligaciones claras, solo que él no las eligió. Él no se identifica con la institución, ni sus
metas, ni sus funciones. Solo obedece por la disciplina marcial y el temor a las
sanciones. Si se le encargan tareas y considera sabotearlas en venganza o aprovecharse
de ellas, ¿incurre en un conflicto de interés? En circunstancias normales, diríamos que
no pues no se justificaría que él se encuentre forzado. Ninguna persona debería
encontrase en dicha situación: obligada a cumplir un rol que no asumió. En cambio, en
situaciones excepcionales, donde rige una ética para tiempos extraordinarios, puede ser
justificable imponer tareas. Pero no se trata de una imposición carcelaria. Si bien las
tareas forzadas son cada vez menores en las democracias contemporáneas, emergencias
nacionales –conflictos, desastres naturales, pandemias, otros– pueden requerir el
concurso casi obligatorio de los ciudadanos. Allí sí podrían regir las reglas del mundo
laboral o profesional pues prácticamente se contrata por la fuerza a los civiles, incluso
se les concede salarios o algunos beneficios. Pero se les otorga estos últimos
precisamente porque se reconoce que son ciudadanos libres.
Entonces, para prever tales situaciones, en la definición habría que incluir un cuarto
elemento más, esto es, en los conflictos de interés es necesario que los deberes hayan
sido adquiridos libremente. Tal vez también es posible que surjan en circunstancias
involuntarias y excepcionales como las descritas arriba siempre que no medren la
dignidad de los ciudadanos libres. Villarán discute el punto, la aceptación voluntaria del
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La leva o servicio militar obligatorio era muy común en Latinoamérica hasta hace pocas décadas. En el
caso peruano se abolió en los 90’s. Hasta su vigencia muchos jóvenes se veían forzados a cumplir sus
deberes con la patria, una situación que la mayoría de ellos no deseaban. Pasaban a conformar una suerte
de ejército de reserva a ser accionado en caso de guerra. Ante la reciente pandemia de COVID19, algunos
países activaron el llamado y convocaron a parte de esa población a que preste un nuevo servicio.
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encargo, al momento de justificar por qué el conflicto de interés constituye un problema
moral: porque una persona accedió voluntariamente a realizar una tarea. Sin embargo,
no lo incluye explícitamente en la definición. Debe estar allí.

Un examen del método


Los casos apenas introducidos suscitan clarificaciones a la definición de los conflictos
morales. Se han explicitado dos elementos que calzan con la propuesta de Villarán: el
carácter voluntario de la obligación adquirida y la distinción entre interés y motivo
moral. ¿Cómo se ha arribado a tal definición? Creo que las dudas se resuelven con un
examen del procedimiento seguido: ¿es el método de los ejemplos y contraejemplos el
mejor modo de lograr una definición de conflictos morales? Para responder, es menester
explicitar algunas de sus premisas y actualizar la terminología y background filosófico.
Esta suerte de método o criterio, como lo llama Villarán, parte del mundo clásico. En
sus célebres Diálogos, Platón presenta a Sócrates y sus interlocutores en búsqueda de
esencias: el amor en The Symposium (2003), la justicia en The Republic (1991), la
belleza en Phaedrus (1995). El sentido común hoy les llamaría conceptos; pero ellos,
no. En verdad, creían que podían captar esencias en un sentido fuerte desde el punto de
vista metafísico y epistemológico. El amor, la belleza, la justicia, entre otras, constituían
algunas de las ideas fundamentales que inspiran la vida humana. Para Platón entender
qué es el amor implicaba develar una entidad o idea –εἶδος– eterna y universal. En el
mundo contemporáneo, algún enamorado con reminiscencias platónicas podría estar de
acuerdo y sostener que el verdadero amor es así: no cambia ni en tiempo ni lugar. Frente
a la visión platónica del amor, en la tierra los mortales solo accedíamos a parte de él, es
decir, ni lo comprendemos ni experimentamos del todo. En The Symposium (2003), el
verdadero amor se relaciona con la sabiduría como objeto y no con una pareja como la
cultura moderna del romanticismo ha insistido. Pero ¿existe la esencia trascendental del
amor? No creo defendible hoy justificar la existencia de esencias universales
trascendentales y cuasi divinas, ni del amor, ni de la justicia, ni menos del conflicto de
interés.
Por tanto, considero necesario buscar un método distinto, uno libre de semejantes
compromisos metafísicos. ¿Para que un ejemplo o contraejemplo funcione, es necesario
apelar a una esencia que nos trasciende, que poseemos parcialmente y que podemos
recordar –como Meno (Platón, 2002)– gracias a la reflexión filosófica? ¿O es, más bien,
que los ejemplos y contraejemplos funcionan bien porque invocan a intuiciones y
creencias compartidas por un público determinado? Platón respondería positivamente a
la primera pregunta; y negativamente, a la segunda.
Algunos filósofos contemporáneos intentan definir categorías de utilidad moral, ética y
legal como conflicto de interés, acoso sexual, o corrupción. Pero en su mayoría ellos no
recurren a esencias, sino a creencias comunes. Procuran explicitar y sintetizar
intuiciones compartidas en contextos concretos como las actuales sociedades
democráticas con economías de mercado. Parte de la discusión contemporánea de
filosofía práctica ha venido realizando tal esfuerzo de manera consciente y consistente.
Ciertamente, no existe acuerdo respecto de cuál sea el mejor método. Se trata de una
discusión con momentos exquisitos como el debate entre Habermas (1996b) y Rawls
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(2005), o entre Habermas (2000) y Rorty (2000a; 2000b). Siendo demasiada materia por
abarcar, solo señalaré algunos hitos. Por ejemplo, del lado continental, uno de los
referentes contemporáneos más importantes como Habermas propone que debe hallarse
un camino intermedio entre el esencialismo metafísico –como el de Platón– y
contextualismo. Según él, para esta última postura, la noción de verdad en política y
moral solo significaría un acuerdo validado en un contexto cultural, lo cual podría
significar simple relativismo (1990; 1996a). En cambio, del lado anglosajón, más que
aceptar la etiqueta de relativistas, algunos autores sostienen que proponen las mejores
justificaciones y definiciones adecuadas a sus contextos al haber aceptado que no es
posible suscribir una visión esencialista. Ciertamente difieren entre ellos en aspectos
que no conviene desarrollar largamente acá. Solo citaré algunos ejemplos.
Rawls, el autor más conocido, sostiene que la justificación de categorías normativas
corresponde a lograr un equilibrio reflexivo y un consenso entrecruzado (2001; 2005).
Una persona que reflexiona sobre un concepto alcanza el equilibrio reflexivo sobre el
mismo si, tras examinar diversas opciones y razones, encuentra el más razonable. Se ha
logrado un consenso entrecruzado si la mayor parte de la sociedad concuerda con el
mismo resultado, pese a que esta se divide en grupos que suscriben diversas tradiciones
culturales, filosóficas o religiosas –es más, desde sus diversas tradiciones encuentran
razones para apoyar el resultado–. El requisito de lograr un consenso entre cruzado se
aplicaría no a todas las categorías éticas sino solo a las políticas, aquellas que devienen
obligatorias para todos. Rawls distinguía entre una concepción política, que se impone
desde el Estado y las leyes para garantizar la convivencia entre diferentes grupos, y una
concepción moral, que puede guiar el actuar de personas y grupos pero que solo es
válida para ellos. Por analogía, el consenso entre cruzado podría aplicarse a aquellas
concepciones normativas que devendrán obligatorias o reglamentadas al menos en
cierto sector de la sociedad como el ejercicio profesional hacia el cual debemos aplicar
el concepto de conflicto de interés. Lo explicaré al final del artículo. Por ahora,
siguiendo los términos de Rawls, quienes nos preocupamos en definir un conflicto de
interés debemos aspirar a lograr un equilibrio reflexivo –el cual se puede conseguir por
razonamiento individual– y un consenso entrecruzado –el cual solo se alcanza con
acuerdo social, o eventualmente dentro de una comunidad profesional como veremos en
las conclusiones.
Rorty señalaba que el trabajo de la filosofía contemporánea consiste en resumir o
sintetizar los significados compartidos (1991). Inicialmente Rorty identificó a Rawls
con quienes requieren compromisos metafísicos o esencias para proponer categorías
normativas. Más tarde. corrige su lectura de la obra de Rawls. Para Rorty, el éxito de
aquel se debió a que logró precisamente sintetizar de manera brillante las principales
intuiciones sobre la justicia para las democracias contemporáneas sin recurrir en
absoluto a compromisos metafísicos, eternos o universales. Además, se podría
mencionar a Scanlon quien propone que el mejor método consiste en ofrecer razones
que no puedan ser refutadas por otros (1998). Vale decir que ninguno de estos autores,
Rawls, Rorty, Scanlon, se ocupa de definir lo que es un conflicto de interés. Pero sus
métodos parecen útiles para nosotros.
Entonces, no se trata de responder a qué es un conflicto de interés, sino qué puede ser o
qué nos conviene calificar como tal atendiendo a dos elementos de nuestro contexto: por

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un lado, nuestras necesidades y objetivos, por otro lado, nuestras creencias y prácticas
comunes. Entonces, si nos preguntamos qué es un conflicto de interés, es porque
tenemos necesidad de normar algunas prácticas o acciones. Deseamos evitar cierto tipo
de conductas. Es nuestro objetivo que no se reproduzcan inconductas que intuimos están
mal. Mientras más claras y tipificadas estén, más sencillo será reconocerlas y,
eventualmente, sancionarlas. ¿Y cómo la hacemos? Debatiendo las ideas que tenemos al
respecto, buscando consensos entre las propuestas, para lo cual el método de los
ejemplos y contraejemplos puede ser muy útil. El resultado de la discusión no será el
haber hallado la definición verdadera o la esencia pura del conflicto de interés, sino el
haber acordado un concepto que recoge significados convenidos y que es útil para
nuestros propósitos.
Por ello, la definición acordada resultará abierta. Tal vez logremos el mejor concepto
posible por el momento, dadas nuestras circunstancias actuales. Sin embargo, ello no
implica que no sea revisable pues tal vez gradualmente aparezcan nuevas situaciones
que nos conviene calificar –o ya no hacerlo– como conflictos de interés. Se trata de
conseguir un concepto prudente que cumpla los requisitos estipulados, más que una
definición que cierre el debate de una vez y para siempre. Hemos señalado que definir
una categoría moral como un conflicto de interés implica alcanzar un consenso. A su
vez el debate para tal resultado requiere partir de otros consensos o, más
específicamente, pre-consensos: premisas que reconocemos comunes en nuestra cultura
a partir de las cuales es posible sistematizar el anhelado concepto. Se trata entonces de
revisar pre-consensos ya existentes a fin de aclararlos o mejorarlos. El método de
ejemplos y contraejemplos está haciendo eso de forma implícita: presupone un
preacuerdo sobre significados y premisas del debate. Es solo que la validez de ese pre-
consenso debe ser también examinada.
¿Realmente existe un pre-consenso sobre el conflicto de interés en todas las sociedades
y culturas? ¿Qué sucede si una sociedad es tan grande que una parte identifica o detecta
un problema moral en un caso y la otra no? Pensemos, por ejemplo, en pagos,
prestaciones o regalos que son tan comunes en el mundo andino como forma de
agradecimiento (Estermann, 2009). La cultura tradicional andina no los calificaría como
sobornos; como tal vez sí, el sentido común de una democracia occidental con economía
de mercado. En la cultura andina, pese incluso a la progresiva occidentalización global,
permanece la reciprocidad como un valor fundamental. Un paciente o sus familiares
agradecen al médico del hospital público con un regalo en especies –papas, quesos, u
otros. Parece obvio que la obligación del doctor consiste en atender a los enfermos sin
esperar ninguna recompensa adicional pues su salario ha sido cubierto por el Estado. De
todos modos, la familia le trajo al inicio o al final del tratamiento algunos regalos. ¿Han
ubicado a nuestro médico en un conflicto de interés? Supongamos que él es, a su vez,
miembro de las comunidades andinas y no reconoce ningún problema en aceptar
presentes de sus pacientes. De todos modos, los atiende con dedicación y ahínco, al
margen de cualquier obsequio previo o posterior. Él toda su vida ha participado de este
sistema de reciprocidad. Lo valora, lo aprecia. No lo critica ni juzga inmoral. No
obstante, si las leyes o el código de ética de la función pública del país o de su colegio
profesional le exigen rechazar esas gratificaciones, él debería efectivamente rehusarlas.
Al ingresar a un colectivo –colegio médico– u organización –hospital público– que

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expresamente regula la aceptación de regalos, como suele suceder actualmente, tendrá
que prescindir de ellos y del principio de la reciprocidad.
Volveremos a la necesidad de códigos de ética o regulaciones en breve. Por ahora,
resaltemos que la práctica de aceptar regalos puede no ser mala en sí para un sector
importante de la sociedad. Detrás no hay un razonamiento estratégico evidente como en
la teoría de juegos, pese a que la acción se pueda leer desde una lógica de
contraprestaciones. El homo andinus no es el homo economicus. El médico que recibe
un regalo de un paciente, puede sentir que no hubo soborno, sino que incluso actuó
orientado por valores –según lo explicado en la sección anterior– que considera
importantes en sí mismos, al margen de cualquier beneficio que le reporten. ¿El soborno
es un conflicto de interés? Sí para los valores y las reglas de juego comunes en
sociedades occidentales, democráticas y de economía de mercado. Pero algunas culturas
tradicionales no llamarían soborno a la misma práctica, ni la calificarían como
moralmente mala, sino que podría ser normal o incluso correcta para el contexto.
No defiendo que una persona que conoce los valores y las reglas de juego del mundo
laboral occidental entregue sobornos a una persona andina en nombre de la
reciprocidad. Eduardo Galeano cuenta la anécdota de empresas europeas que aceitaban
o engrasaban sus negocios en América Latina con muestras de “agradecimiento” a las
autoridades. Precisamente los directivos de dichas empresas señalaban reconocer y
apreciar el valor de la reciprocidad en el Sur (2001). Los ejecutivos del sector privado y
los funcionarios públicos implicados ciertamente incurren en una práctica inmoral. El
conflicto de interés y el soborno son claros en esta situación. Un Presidente o un
Ministro no pueden justificar su accionar en nombre de la reciprocidad tan extendida en
su cultura. ¿Por qué? Porque los líderes políticos aceptan los principios y las reglas de
juego de la democracia y saben que en ellas se considera delictivo el soborno. Lo mismo
sucedía para el caso del médico quien inicialmente no detectaba problema moral en
recibir regalos adicionales de sus pacientes pero que luego voluntariamente se incorpora
a un colegio profesional o una institución que probablemente no le permita aceptar
gratificaciones adicionales al honorario estipulado.
Conclusión
La definición de los conflictos de interés es útil para que una sociedad o una
organización –empresa privada, una institución pública, una ONG, un colegio
profesional– norme adecuadamente un tipo particular de prácticas a partir de una serie
de inconductas o situaciones ambiguas que prefieren evitar en el futuro. Buscarán
consensos a partir de creencias y prácticas comunes, o sea, desde pre-consensos
anteriores. En ese debate serán útiles los ejemplos y contraejemplos para que, como
sugiere Villarán, la definición adoptada no sea demasiado gruesa, de modo que toda
conducta inmoral sea incluida, ni demasiado angosta, de modo que no cubra casos
ciertamente emblemáticos. Pero eso no significa que hayamos encontrado una
definición verdadera, tal vez solo la más aceptada y mejor posible dadas nuestras
circunstancias sociales, esto es, nuestros fines y creencias en un determinado tiempo y
lugar. Digámoslo en términos rawlsianos. Primero, se pretende una definición que
alcance un equilibrio reflexivo, amplio en la sociedad o al menos para quienes se
preocupan por conceptualizar el conflicto de interés en este contexto. Segundo, si
además se pretende que dicha definición se reglamente en instancias múltiples,
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legislación estatal o códigos de los colegios profesionales, también sería deseable
alcanzar un consenso entrecruzado respecto de aquella.
De allí que me permito proponer una definición que corrige o completa aquella ofrecida
por Villarán. Un conflicto de interés, entonces, comprende cuatro elementos. El primero
es un interés distorsionante, material o inmaterial, que desmotiva o distrae al fiduciario
de la función que debe cumplir. El interés distorsionante debe distinguirse de una
legítima obligación de conciencia o dilema moral. Segundo, existe el interés de una
persona, organización, o la sociedad en general –para el caso de profesionales, como
veremos en breve– que demanda ser satisfecho. Tercero, la obligación se ha producido
de forma voluntaria, esto es, el fiduciario la ha consentido deliberadamente. La única
excepción podría consistir en los casos en que el Estado requiere el cumplimiento
forzado de tareas ante emergencias nacionales. Cuarto, las obligaciones se establecen en
contextos laborales, profesionales o voluntarios –siempre que estos últimos sean
formales. Se espera que se cumplan los encargos porque están establecidos en sus
obligaciones contractuales –empleos comunes– o los deberes de la organización a la que
se pertenece –incluso como voluntarios– o los adquiridos como profesional frente a un
cliente o colegio profesional que regula las expectativas sociales.
Esta última oración añade un matiz importante. Los profesionales, aun cuando por el
momento no tengan clientes ni sean parte formal de instituciones en calidad de
empleados pagados por ellas, ni siquiera como voluntarios, de todos modos, están
obligados. La sociedad espera legítimamente ciertas conductas de ellos. Ganamos en
precisión cuando un colegio o asociación profesional establece tales expectativas
morales como puente entre la sociedad y los agremiados. La asociación profesional
responde a las aspiraciones sociales estableciendo códigos de ética, por ejemplo, y
asegurando que sus afiliados los cumplan.
Un caso evidente lo representan los médicos cuyo juramento hipocrático los
compromete a la atención de urgencias de personas necesitadas en grave peligro. No es
necesario que sean formalmente clientes o pacientes suyos –por contrato personal o por
acuerdo voluntario– sino simplemente porque los médicos se hicieron parte de un
colegio profesional el cual funciona –o se espera que funcione– así. Al pronunciar
libremente las palabras: “PROMETO SOLEMNEMENTE dedicar mi vida al servicio
de la humanidad; VELAR ante todo por la salud y el bienestar de mis pacientes”
(WMA, 2017), se compromete también con emergencias que pueden surgir al paso, en
la calle, en un avión. Además, el colegio de médicos se obligó ante la sociedad en
nombre de todos sus miembros, quienes a su vez ingresan voluntariamente a él.
Los médicos, los ingenieros, los abogados y en general cualquier profesional en sentido
moderno, se obligan ante la sociedad, aunque algunos de ellos estén más regulados que
otros por sus propias asociaciones profesionales. La reglamentación del colegio
profesional ayudará a determinar y precisar mejor los deberes de sus miembros. Por eso,
los colegios, al definir las funciones de los miembros, son tan importantes para
determinar qué son los conflictos de interés como los jueces o propios legisladores del
país en caso la sociedad les encargue tipificar como delitos algunas formas de conflicto
de interés. Entre todos ellos, y con debates abiertos ante la opinión pública general, y
con el concurso de ella, se esperaría lograr algo semejante a un consenso entrecruzado.
Así, se determinará no tanto qué es un verdadero conflicto de interés, sino, más bien,
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qué definición necesitamos para afrontar nuestros problemas generales y sus áreas
profesionales específicas.

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