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Canasta de Cuentos
Mexicanos.
A los escasos dos meses de casado, Regino Borrego tuvo la
sensación de que algo faltaba en su nueva vida. No podía precisar
lo que aquello era, y a sus amigos explicaba la situación
diciéndoles que encontraba la vida matrimonial aburrida y contraria
a lo que había esperado. Pero eso no era todo. Algunos meses
después las cosas fueron empeorando, porque Manola, su mujer,
no obstante que todavía no cumplía veinte años, se había vuelto
mal humorienta y extremadamente regañona. Nadie, al ver aquella
mujer joven y bonita, habría podido creer semejante cosa. Regino
se esforzaba por complacerla, pero todo era inútil. Ella siempre
tenía alguna crítica que hacer de él. Cuando no era el traje, la forma
del cuello de las camisas que compraba, el color del calzado, su
manera de ser. Regino no acompañó a su mujer porque tenía el
lindo pretexto de tener que atender sus negocios. Pero ella le
escribía todos los días, y en cada carta le enviaba críticas de toda
especie y veintenas de recomendaciones acerca de la conducta
que debía seguir. El final de todas era siempre «Tu esposa fiel».
Regino se comportaba como cualquier esposo normal que de
pronto puede gozar de un respiro en un régimen de vida que
empieza a serle insoportable. No acostumbrado a aquella libertad,
se sintió cohibido durante la primera semana. Sería exagerado
decir que durante la segunda se dio al libertinaje; no era tipo para
semejante cosa, pero sí paseó y recorrió libremente varios sitios
alegres. A mitad de la segunda semana recibió solamente una
carta de Manola. Se percató de que contenía menos órdenes y muy
pocas críticas. A la tercera semana recibió una carta el lunes, otra
el miércoles y otra el sábado. Ella le preguntaba maternalmente
cómo estaba, y se mostraba comunicativa, diciéndole algo sobre
las gentes que había conocido, sobre la salud que su madre había
recobrado y las diversiones a que concurría. La cuarta semana no
tuvo correspondencia. Después sus cartas fueron más frecuentes,
y por primera vez desde que la conociera, empleaba la frase «te
ruego que me dispenses». Regino no daba crédito a sus ojos y tuvo
que leer la carta varias veces para estar seguro de que realmente
decía: «Te ruego que me dispenses por no haberte escrito, pero
mamá sufrió una recaída. Ahora ya se encuentra mejor y espero
que la semana próxima se encuentre enteramente bien, para correr
a casa contigo, mi vida, mi maridito adorado.» El no comprendía
bien estas palabras, porque ella jamás le había hablado en esa
forma. La carta siguiente le hizo sentirse mal. Tal vez ella se había
trastornado, posiblemente su madre había muerto y la pena la
había enloquecido. Sin embargo, su escritura era correcta, las letras
se sucedían en orden perfecto, nada había en ellas que indicara
desequilibrio mental. Pero las frases y las palabras no parecían
suyas, pues ella nunca había dado muestras de emoción bajo
ninguna circunstancia, ni cuando se le había declarado, ni cuando
se detuvieron juntos ante el altar, ni siquiera cuando después de la
ceremonia de la boda se encontraron solos en su alcoba. «Te
quiero tanto, a ti y sólo a ti. Tu muchachita siempre fiel.»
—No puedes casarte con Vera. Nada tengo que decir en su contra,
es una criatura encantadora, pero no puedes casarte con ella, no
te conviene, olvídala. Hay muchas otras; a cualquiera otra que elijas
la recibiré con los brazos abiertos. Pero a Vera no, tu padre tiene
razón. Cuando las cosas llegaron a ese extremo, el señor Ochoa
salió en su ayuda.
—Yo hablaré con tu padre —dijo—. Es un burro testarudo, y así se
lo diré. Pienso que tal vez haya elegido a alguna otra novia para ti,
pero no lo creo, ¿verdad?
—Desde luego que no. De ser así, hace tiempo que me lo habría
dicho.
—Bueno, iré a verlo.
El señor Ochoa visitó al señor Borrego y hablaron sobre el asunto.
—Dígame —empezó Ochoa—: ¿Es que mi hija no le parece lo
suficientemente buena para su hijo? Me gustaría oír su opinión;
hable. Borrego se confundió y todo cuanto pudo decir fue:
Dicho esto, el señor Ochoa salió dando un portazo que hizo temblar
toda la casa. Aquella noche, cuando Cutberto llegó a la casa, dijo:
—¿A qué vienes? ¿Qué es lo que haces a estas horas? ¿Es que no
duermes nunca? Toda la noche te la pasas recorriendo la casa.
Repentinamente cambió de tono de voz y con una mirada
significativa a su mujer agregó: