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Economía y Sociología. Para un análisis sociológico de la realidad económica

Book · January 1998

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Mariano Fernández-Enguita
Complutense University of Madrid
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ccMoNOGRAFiAsn, NúM. 157

Mariano Fernández Enguita


catedrático de Sociología en la
Umvers1dad de Salamanca. Autor de
Trabajo. escuela e Ideología, Integrar
Mariano F. Enguita o segregar, Reforma educativa,
desigualdad social e inercia
mstituc1onal, La escuela en el
capitalismo democrático, La cara
oculta de la escuela: Educación y
trabajo en el capitalismo, La escuela
a examen, Juntos pero no revueltos,
Educac10n, formacton y empleo,
Haga/o vd. m1smo, Poder y
part1c1pac1ón en el s1stema
educatiVO, La protestón docente y la
comumdad escolar, Escuela y
etmcidad: el caso del pueblo gitano,
Soctologia de las mst1tuciones de
educacrón secundana y La
perspectwa soc1ológrca, así como
de un centenar de artículos y
ti
capítulos en libros colecbvos. Fue
,, fundador y director de las rev1stas
Política y Socredad y Educacrón y
Socredad, y pres1dente de la
Asociación Castellano-Leonesa de
Sociología.
Economía y
sociología
Para un análisis
sociológico de la
realidad económica

Mariano F. Enguita
157

CIS )]((]
Siglo Veintiuno
de España
Centro de Investigaciones Sociológicas Editores,sa
COLECCIÓN ·MONOGRAFÍAS•, NÚM. 157

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o


parcial de esta obra por cualquier procedimiento (ya sea gráfico,
electrónico, óptico, químico, mecánico, fotocopia, etc.) y el almace-
namiento o transmisión de sus contenidos en soportes magnéticos,
sonoros, visuales o de cualquier otro tipo sin permiso expreso del
editor.

Primera edición, julio de 1998


© CENTRO DE INVESTIGACIONES SOCIOLÓGICAS
Montalbán, 8. 28014 Madrid
En cocdición con
© SIGLO XXI DE ESPAJ\JA EDITORES, S. A.
Príncipe de Vcrgara, 78. 28006 Madrid
DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY
Impreso y hecho en España
Printed and made in Spain
NIPO: 004-98-018-X
ISBN: 84-7476-260-X
Depósito legal: M. 28.256-1998
Fotocomposición e impresión: EFCA, s. A.
Parque Industrial «Las Monjas»
28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)
A la memoria de
Esteban Medina y
]osechu Vicente Mazariegos
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN.......................................................................................... IX

l. DOS DISCIPLINAS, DOS CAMINOS .......................................


2. INDUSTRIA, ECONOMÍA Y SOCIEDAD .............................. 6

3. LA SOCIOLOGÍA INDUSTRIAL (Y DE LA EMPRESA) ..... 17

4. LAS ESPECIALIDADES LIMÍTROFES ..................................... 26

5. LA DIVERSIDAD DE LA ACCIÓN ECONÓMICA ............. 41

6. LA ECONOMÍA NO MONETARIA ......................................... 53


7. EL MERCADO COMO INSTITUCIÓN SOCIAL ................. 62

8. LA UBICUIDAD DEL PODER Y EL CONFLICTO ............. 71

9. LAS TRAMAS DE LA DESIGUALDAD ................................... 82

1 o. EL RESURGIR DE LA SOCIOLOGÍA ECONÓMICA ........ 95

REFERENCIAS............................................................................................... 105

ANEXO BIBLIOGRÁFICO.............................................................................. 123


Manuales y compilaciones de interés general................................... 124
Sociología Económica, 124.-Sociología Industrial, 124.-Sociología
de las Organizaciones y Sociología del Trabajo, 125.

Bibliografía clasificada........................................................................ 126


Sociología y economía, 126.-La industrialización y su contexto,
128.-Macrotendcncias sociocconómicas, 129.-Las organizaciones,
131.-Lt empresa en el capitalismo, 133.-La organización del trabajo,
135.-La economía no monetaria, 136.-La.s condiciones de empleo y
trabajo, 138.-Economía y cultura, 140.-Cualificación y formación,
142.-lntereses y conflicto, 144.-Trabajo y desigualdad social,
146.-EI mercado como institución social, 148.-EI consumo, 149.
1
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1

1
1
1

1
INTRODUCCIÓN

La sociología de la realidad económica no ha sido ni será nunca un cam-


po fácil. Por un lado, la sociología no solamente ha considerado y consi-
dera la economía real como parte de su objeto de estudio, sino que, de
un modo u otro, ha tendido recurrentemente a contemplarla como un
apartado privilegiado, bien fuese como el objeto directo a analizar (la
sociedad industrial, las organizaciones), bien como elemento funda-
mental para el estudio de cualquier esfera de lo social (diversas formas
de materialismo, generalización del modelo de acción racional); por
otro, sin embargo, la disciplina, y con ella el cuerpo académico especiali-
zado, han mantenido una relación ambigua con la economía como cam~
po próximo y, en buena medida, coextensivo, relación que oscila entre
la patente incomodidad por sus supuestos reduccionistas y la fascina-
ción por su aparato metodológico y técnico.
Esta difícil relación se ha dejado sentir en la delimitación del ámbito
de la disciplina y en su denominación misma. Primero fue la Sociología
Industrial, entendida normalmente, claro está, no como el estudio del
sector secundario sino de la esfera monetaria de la sociedad industrial.
Con ello se admitió implícitamente que la economía, como objeto real,
era lo que los economistas decían que era: como si se hubiera aceptado,
siguiendo a Jacob Viner, que «economía es lo que estudian los econo-
mistas», y que lo que no estudien ellos no podrá ser considerado tal. Así
quedó fuera todo el sustrato de la economía no monetaria, cuya débil
llama fue mantenida a duras penas por la antropología y por la sociolo-
gía de la familia, y no siempre, hasta conocer cierta recuperación de la
mano de los estudios sobre la mujer y del renacimiento actual de la so-
ciología económica.
Después vino su reducción al ámbito de las empresas y el mercado
de trabajo. Pasó a ser Sociología Industrial y de la Empresa, bajo el posi-
tivo impulso de la sociología de las organizaciones, que sin duda signifi-
có un paso importante al subrayar la relevancia de las estructuras infor-
males, las funciones latentes, los mecanismos de negociación y conflicto,
etc. (descuidando de paso, por cierto, su estructura formal), pero que, al
X Manimo F. En guita

mismo tiempo, supuso dejar de lado el mercado. Éste quedaría, así, en


las exclusivas manos de la teoría económica como escenario de agrega-
ción de las preferencias invididuales, si bien con dos salvedades. Una,
las decisiones de los consumidores, tras cuyos gustos habría, ahí sí, car-
naza para los sociólogos, pero sólo en la trastienda de su actuación en el
mercado: el consumo. Otra, el mercado de tr-abajo, donde las especiales
características de la mercancía en juego, la fuerza de trabajo, abrían las
puertas a la consideración del factor bumano: sistema educativo y cuali-
ficación, actitudes ante el empleo, grupos de riesgo, discriminación, etc.
La dicotomía entre mercados y organizaciones, los primeros para el
economista y las segundas para el sociólogo, llevó a la elisión del ¡>roble-
ma del poder. Por una parte, el mercado quedaba libre de toda sospe·
cha al definirse precisamente como una relación entre iguales -para lo
cual bastaría con que fueran iguales, formalmente iguales, en la relación
misma-, tal como llegaría a expresarse de forma diáfana en la termino-
logía hoy tan en uso: jerarquías y mercados, dos conceptos pertenecien-
tes a órdenes distintos (en vez de organizaciones y mercados, o jerarquía
e igualdad, jerarquías y grupos, que son pares de conceptos comple-
mentarios). Por otra, las organizaciones no tardarían en ser abordadas
desde la perspectiva del mercado, como sucede cuando se contempla la
relación entre el capital y el trabajo -o, más ampliamente, entre emplea-
dores y empleados- como mera relación de mercado o con la teoría
neoinstitucionalista de la empresa.
Aunque algunos relevantes economistas hubieran insistido en que la
fígun1 del bomo recmtomicus no debería entenderse como una concep-
ción reduccionista de la conducta humana, ni siquiera de la conducta
económica, sino como abstracción de zm aspecto del comportamiento, la
reducción racionalista y utilitarista de la acción no sólo ha imperado
prácticamente indiscutida en la teoría económica, sino que ha funciona-
do como linde de los dominios de ésta y ha hecho importantes incursio-
nes en la teoría sociológica, a menudo presentándose a sí misma tanto
como la única racionalidad posible cuanto como el único microfunda-
mento imaginable. Así, el mercado se supone objeto exclusivo de la teo-
ría económica porque, dada su impersonalidad, nada debe interferir en
él los designios de la racionalidad instrumental; la organización (la em-
presa), a pesar de la densidad de su estructura, es ya asaltada por nuevas
variantes del neoclasicismo; incluso terrenos que parecían al margen del
meastmitg rod y del casb nexus, como la familia, son objeto de las incur-
siones más audaces. «Todo lo que se creía permanente y perenne se des-
vanece en el aire»: Marx dixit, Becker fa cit.
Iutroduccióu XI

Las páginas siguientes se ordenan en tomo a los problemas arriba


señalados. El primer capítulo aborda el contraste entre Sociología y
Economía. El segundo se detiene en la visión sociológica de la sociedad
industrial y de su evolución. El tercero está dedicado a una breve consi-
deración del surgimiento y de la Sociología Industrial y de la Empresa
como disciplina. El cuarto se ocupa de la relación entre ésta y otras so-
ciologías especiales, particularmente la sociología del trabajo y la de las
organizaciones. El quinto discute la idea económica de la acción huma-
na como instrumental, racional y maximizad ora. Los tres capítulos si-
guientes, sexto al octavo, abordan respectivamente las otras reduccio-
nes teóricas mencionadas: la elisión de la economía no monetaria, la
limitación del ámbito de la sociología al estudio de las organizaciones
con exclusión del mercado y la eliminación del poder del ámbito de las
relaciones económicas. El noveno está consagrado a la problemática de
la desigualdad asociada a la estructura económica. El décimo y último se
ocupa, como cierre, del resurgir de la sociología económica y de sus
perspectivas.
l. DOS DISCIPLINAS, DOS CAMINOS

La proximidad que pudiera hallarse entre la economía y la sociología


clásicas o, si se prefiere, entre la economía política de los siglos XVIII al
XIX, particularmente de Smith a Mili, y la sociología fundacional del XIX
y principios del XX, de Saint-Simon a Durkheim, se fue desvaneciendo a
medida que ambas disciplinas se consolidaron. La economía fue progre-
sivamente decantando sus supuestos, delimitando su ámbito y estilizan-
do su aparato metodológico y técnico, y todo ello, en gran medida, por
la vía de renunciar a una buena parte de los problemas y los métodos de
investigación aceptados en la sociología y otras ciencias sociales; y, sobre
todo, se deshizo del calificativo de "política" en su esfuerzo por ser y pa-
recer una ciencia libre de valores. La sociología, por su parte, fue am-
pliando más y más el abanico de sus intereses desde la inicial concentra-
ción en los efectos de la industrialización hasta intentar abarcar todos
los procesos sociales, al tiempo que renunciaba cada vez más abierta-
mente a la unidad metodológica en aras de un sano eclecticismo; en el ca-
mino, además, fue aceptando la definición de la realidad económica
aportada por ciencia económica y, sobre todo, dejando a ésta como ob-
servadora única del mercado.
Sin duda esta división era inevitable y no cabe lamentarse de ella en
nombre de una improbable, si es que no imposible, unidad de las cien-
cias sociales, al menos una vez que éstas conocen ya cierto grado de de-
sarrollo. Por otra parte, probablemente fue la división posible, pues de
un ámbito tan complejo como la sociedad y con nuestro nivel de conoci-
miento actual sólo puede despegar una ciencia altamente formalizada
sobre una base epistemológica y metodológica fuertemente restrictiva
como la que proporcionan los supuestos de escasez y conducta maximi-
zadora y el numerario del dinero. Pero este proceso, con indudables
ventajas, tuvo también costes para ambas disciplinas. Para la economía,
creo, una huida hacia delante consistente en confiarse cada vez más a
modelos crecientemente desconectados de la realidad y en arrumbar
más y más problemas al capítulo inexcrutable de las variables exógenas
o la conducta no racional. Para la sociología, en contrapartida, la renun-
2 Mariano F. Engmú

da a estudiar de manera consistente la institución más importante de la


realidad económica: el mercado.
En el camino, cada una de ellas ha logrado desarrollar una patente
incomprensión de la otra. Schumpeter ya bromeó hace medio siglo so-
bre cómo <<el sociólogo y el economista típicos saben poco -y aún se
preocupan menos- de lo que hace el otro y prefieren usar una sociolo-
gía primitiva el segundo y una economía primitiva el primero, ambas
de cosecha propia, que aceptar los resultados profesionales del otro
grupo.» 1 Quizá la mejor prueba de esa incomprensión mutua esté en
cómo cada campo ha tratado de marginar u olvidar a aquellos que en
sus filas han intentado plantear los problemas o emplear los métodos
del otro: la Escuela Histórica alemana, Schumpeter y Veblen entre los
economistas o los partidarios de la elección racional entre los sociólo-
gos, por no poner sino los ejemplos más obvios. El caso más patente es,
no obstante, el de Marx, a veces negado poctirios y troyanos: demasia-
do normativo para los economistas y demasiado especulativo para los
sociólogos, aunque tozudamente inevitable tanto para unos como para
otros.
Sociología y economía resultan diferenciables de modo sistemático
casi hasta la saciedad, quedando al gusto de quien aborda la compara-
ción los mayores o menores grados de detalle y de exhaustividad con los
que alinearlas. Aquí seremos parcos y nos limitaremos a traer a colación
algunas diferencias esenciales, en concreto la elección de los actores so-
ciales a estudiar, la lógica que se presume en su acción, la relación entre
la realidad económica y la realidad social y los métodos de investigación.
Digamos ya, sin embargo, y de una vez por todas, que no nos referimos
ni podemos referirnos de modo exhaustivo a toda la sociología y a toda
la economía, sino a las corrientes dominantes en cada una de ellas. Del
lado sociológico, lo que podríamos llamar la sociología estructuralista,
entendiendo este adjetivo, en un sentido blando, como aplicable a cual-
quier concepción que suponga que el individuo es fundamentalmente
un producto de la sociedad, lo que incluye a corrientes tan variadas
como el estructural-funcionalismo, el marxismo o la llamada conflictual,
pero no, por ejemplo, la teoría del intercambio o la de la elección racio-
nal. Del lado económico, la economía neoclásica, entendiendo por tal la
que estudia los estados de equilibrio como resultado de la agregación de
conductas maximizadoras en contextos más o menos competitivos, lo
que incluye desde el núcleo neoclásico hasta los neoinstitucionalistas o

l Schumpeter, 1954:62-63.
Dos discíplinas, dos caminos 3

la nueva economía de la familia, pero no a los antiguos institucionalistas


ni a los marxistas.
La pdmera diferencia obvia entre economía y sociología está en su
énfasis respectivo sobre el individuo o el grupo -o, por mejor decirlo,
sobre los comportamientos colectivos como resultado de la agregación
de conductas individuales y sobre el individuo como producto ele la so-
ciedad. En la perspectiva de la economía, el individuo es el prius que se
explica a sí mismo y a partir del cual puede derivarse la realidad social;
en la de la sociología, la sociedad es la que proporciona al individuo
existencia como tal, es ella precisamente la que permite la individua-
ción. El hamo ceconomicus persigue su utilidad individual, aunque pue-
da llegar a hacer propia la utilidad ajena o social; el ho!!IO sociologicus
desempeña su papel social, aunque encuentre espacio para personali-
zarlo. A la unilateralidad ele la sociedad como agregado de individuos se
opone la del individuo bipersocializado. En las palabras burlonas ele un
economista, «toda la economía trata de cómo las personas llevan a cabo
sus opciones, [mientras que] toda la sociología lo hace de cómo no tie-
nen opción alguna.»2 En la expresión más grave de un sociólogo, la eco-
nomía trata ele <dos usos alternativos de medios escasos para la satisfac-
ción de las necesidades>> y la sociología <<del papel de los fines últimos
comunes y las actitudes que subyacen y se asocian a ellos.»3 La econo-
mía tiende casi irresistiblemente a lo que Schumpeter denominó el <<in-
dividualismo metodológico»,' mientras que la sociología se siente casi
irremediablemente inclinada al holismo.'
La dicotomía anterior se prolonga en otra sobre la acción individual
y social. El economista parte de un modelo de acción racional modelado
sobre los cimientos del utilitarismo, aun cuando hayan abundado y has-
ta prosperado los esfuerzos por sustituir cualquier idea de utilidad obje-
tiva por la utilidad subjetiva, la utilidad individual por la utilidad social
(esto sólo de forma ocasional, ciertamente) o cualquier tipo de utilidad
por el concepto más limitado de las preferencias reveladas: en todo
caso, la acción racional implica preferir más a menos y bacerlo de modo
consistente y transitivo, para que la matemática funcione. La raciona-
lidad de la acción se refiere esencialmente a la relación entre medios y
fines, siendo sus propósitos maximizado res (o, en el peor de los casos, op-

2 Duesenberry, 1960: 233, apud Granovetter, 1985: 56.


1
Parsons, 1954:526-29.
4
Schumpeter, 1908:90.
~ Boudon y Bourricaud, 1982: 196-98; Dumont, 1977: 145.
4 Mariano F. Enguita

timizadores o simplemente satisfactores -satisfizing). En la perspectiva


de la sociología, sin embargo, la acción puede obedecer a una gama más
amplia y diversa de motivos, siendo o no racional u obedeciendo a otro
tipo de fines, por ejemplo a valores morales. El análisis económico con-
sidera la racionalidad como un supuesto, mientras que para el análisis
sociológico es una variable."
Para la ciencia económica, el entorno social de la economía, el resto
de la sociedad (por ejemplo, la utilidad cardinal que obtienen los indivi-
duos de los bienes que adquieren o a los que renuncian, o los mecanis-
mos por los que se forman sus gustos y que dan lugar a sus preferencias),
es algo dado, exógeno, de la misma forma que lo es, pongamos por caso,
la naturaleza para la ciencia sociológica. La realidad económica, en con-
secuencia, se contempla como una esfera separada de la sociedad, con
una lógica interna autocontenida y suficiente. En contraste, desde el
punto-de vista de la sociología, la esfera econ<)mica es una esfera encaja-
da -incrustada o empotrada, embedded, por decirlo literalmente con la
quizá exagerada expresión de Polanyi- en la sociedad. La corriente
principal de la sociología sin duda ha cedido parcialmente en considerar
el mercado, o una buena parte del mismo -excepción hecha del merca-
do de trabajo-, como un submundo aislado en el que reinaría indiscu-
rida la racionalidad utilitaria, pero al menos ha considerado el consumo
individual, la producción cooperativa (la empresa) y el mercado de tra-
bajo como instituciones eminentemente sociales.
La concepción del actor conlleva una concepción correspondiente
del obsetvador. Puesto que la conducta económica del actor es -siem-
pre según el economista- una conducta racional, en todo momento ha~
brá un one bes! way de actuar, y, como ser racional en economía es con-
seguir más por menos, tal conducta puede ser deducida. Esto implica
que el científico en realidad ni siquiera necesita observar, sino que pue-
de permitirse deducir y predecir. De ahí que su principal instrumento
sea la modelización y que pueda mantenerse elegantemente au dessus de
la melée. A diferencia de esto, el sociólogo aspira menos a predecir y se
conforma normalmente con describir o explicar, salvo en campos muy
específicos y normalizados de la vida social (como el voto politico), para
lo cual precisa una mayor base empírica, incluso por el penoso procedi-
miento de inmiscuirse en la situación estudiada.' Su dificultad estaría
más bien, al menos en la tradición interpretativa, en llegar a comprender

1
'Stinchcombe, 1986b: 4-5.
'Swedberg, !990a: 265.
Dos diJciplinas, dos cmmitos 5

los motivos de las acciones que observa, es decir -lo que, según Ma-
chado, es más difícil-, en estar a la altura de las circunstancias. Extre-
mando el contraste se ha dicho que una y otra profesión se caracterizan,
respectivamente, por sus modelos limpios y sus manos sucias. 8 De ahí
que la economía privilegie el análisis, los métodos formales, la matemati-
zación, mientras que la sociología se reparte entre un conjunto de méto-
dos distintos, incluidas la comparación sincrónica (el método compara-
tivo en sentido limitado) o diacrónica (histórica).''
Uno de los principales reproches no sólo de la sociología, sino tam-
bién desde el mundo práctico de la economía, en particular de la admi-
nistración de empresas, a la ciencia económica es precisamente su ten-
dencia a desligarse de los datos empíricos. Van Mises veía ahí la
fortaleza de la disciplina, en el hecho de que «sus teoremas concretos no
son susceptibles de verificación o falsación alguna en terreno de la expe-
riencia», por lo cual no estarían sometidos a otro tribunal que el de la ra-
zón.10 Para otros economistas, sin embargo, «el entusiasmo acrítico por
las formulaciones matemáticas» era y es más bien un azote de la profesi-
són.u En un lugar intermedio, es una posición bastante común la que
parece seguir el proverbio chino que un ilustre político español importó
entusiasmado hace pocos años: gato blanco o gato negro, lo importante es
que cace ratones~ que podría resumir la idea de quienes suponen que
nada importa que los supuestos de la teoría tengan mucho o poco
que ver con la realidad si se muestran útiles a la hora de hacer prediccio-
nes (lo que suele llamarse la tesis instrumentalista, o de la irrelevencia de
los supuestos). 12 El reproche inverso ha sido hecho desde la economía a
la sociología: su incapacidad para predecir y su tendencia a las teoriza-
dones ad hoc. También en este caso, no obstante, podemos encontrar
voceros de esta crítica en la casa propia, sin necesidad de cruzar al otro
lado de la calle. Merton, por ejemplo, criticó incesantemente la tenden-
cia de la sociología a recurrir a las hipótesis post factum, de <<bajo nivel
probatorio». 13

8 Hirsch, Michaels y Frieclman, 1986:7.


9
Smclser y Swedbcrg, 1994:7.
10
Mises, 1949: 858.
11
Leontief, 1971: L
12
Friedman, 1953:8-14.
Jl Merton, 1957a: l03.
2. INDUSTRIA, ECONOMÍA Y SOCIEDAD

La Sociología nació, en gran medida, como Sociología Industrial.


Como se ha señalado hasta la saciedad, es el fuerte impacto de los cam-
bios vinculados a la Revolución Industrial lo que provoca la reflexión
global sobre la sociedad que da lugar a la Economía Política y a la So-
ciología. No se trata únicamente de la industrialización propiamente
dicha, sino también de los procesos concomitantes y mutuamente con-
dicionados de urbanización, fmmación de lqs estados nacionales, desa-
rrollo de la administración pública, secularización, modernización ... ,
pero, si así se configura un campo más amplio, también hay que subra-
yar la importancia especial de uno mucho más específico e impactante:
la nueva fábrica y la nueva clase obrera. Saint-Simon escribe Du syste-
me titdustriel y el Cathecisme des industriels, y tanto él como Comte y
Spencer caracterizan su época como la época industrial. Similar es la
caracterización de Lorenz van Stein, a quien se atribuye la paternidad
de la exacta expresión «sociedad industrial», 1 que tanta fortuna haría
con posterioridad.
Lo que quiero seilalar es que, para estos primeros sociólogos, tanto
si contemplan lo que sucede ante sus ojos de forma predominantemente
pesimista, como van Stein, u optimista, como Comte, y no importa que
propongan intervenir para dominar ese despliegue de fuerzas, como
Saint-Simon, o abstenerse por entero de hacerlo, como Spencer, identi-
fican el proceso de cambio social con el desarrollo de la industria !out
cvurt, en sí y por sí, como la culminación natural e inevitable de una lar-
ga pero previsible, o al menos comprensible, y lineal evolución histórica.
Para Saint-Simon y Comte, la etapa industrial es también la etapa últi-
ma, científica y positiva, de la larga marcha de la humanidad. Sin otra
pretensión que la de <<fomentar y explicar lo inevitable»,' Saint -Simon
asegura que <da revolución está muy lejos de haber terminado, y no ter-
minará más que con la plena realización del fin que el proceso histórico

1
Gedc, 1951.
2
Citado por Nisbet, 1980:350.
lndmtria, ecrmomfa y sociedad 7

le ha asignado, con la formación del nuevo sistema político», 3 es decir,


con la sustitución del sistema feudal, teológico y militar por el industrial,
científico y positivo. Como su maestro, «Cmnte acepta la industria sin
dudarlo», augura para científicos e industriales el papel gobernante y
desprecia los «dogmas metafísicos» como la libertad, la igualdad y la so-
beranía popular,' lo que quiere decir que sustituye la política por la tec-
nocracia, que ve en la industrialización el final de la historia. <<Hemos re-
conocido que lo más selecto de la humanidad [ ... ] llega ahora al
advenimiento directo de la vía plenamente positiva, cuyos principales
elementos han recibido ya la necesaria elaboración parcial y no esperan
más que su coordinación general para constituir un nuevo sistema so-
cial, más homogéneo y estable que jamás pudo serlo el sistema teológi-
co, propio de la sociabilidad preliminar.»' Spencer, aparte de alguna os-
cura y parentética alusión a un posible futuro en que se trabajaría para
vivir en lugar de vivir para trabajar y se dedicaría el tiempo a actividades
más elevadas, percibió y quiso explicar la historia más próxima como la
transición firme y definitiva de la sociedad militar (y militante, en cuanto
que el individuo se identifica con el todo) a la sociedad industrial, pro-
bablemente con la tranquilidad añadida de que la separación entre fa-
milia, estado y economía y el desarrollo de la división intra e interempre-
sarial en ésta satisfacían su idea más general de la evolución como
diferenciación social, complejización del todo y especialización de las
partesf•
La siguiente generación de sociólogos intentó ser más precisa en la
caracterización ele la sociedad. Para Marx, la sociedad de su tiempo es
capitalista, no simplemente industrial. No se trata tan sólo ele produc-
ción cooperativa, sino de trabajo asalariado y subordinado al capital; no
meramente ele la dimensión supraindiviclual alcanzada por los medios
de producción, sino de que son objeto ele propiedad privada; no ya de la
división del trabajo, sino de la división social a través del mercado y la di-
visión manufacturera en el interior del proceso productivo; no del
proceso de trabajo supeditado a la máquina, sino de la extracción de
plusvalor relativo y la subsunción (subordinación) real del trabajo en el
(al) capital. Desde una perspectiva epistemológica, Marx representa,
frente a la visión naturalista o racionalista de la realiclacl económica pro-

1
Saim -Simon, 1820: 17.
' Nisbct, 1980' 358·59.
l Comte, 1830-1842: §57; recogido en Iglesias, Aramberri y Zúñiga, 1980:385-86.
6
Spenccr, 1876.
8 Marimro F. Enguüa

pia de la teoría económica, la radical afirmación de su carácter social:


<<Al decir que las relaciones actuales [ ... ] son naturales, los economistas
dan a entender que [. .. ] son leyes eternas que deben regir la sociedad.
Por tanto, ha existido la historia, pero ya no la hay.>>7 Lo más característi-
co del análisis marxiano es, sin duda, su idea del modo de producción
capitalista como un sistema que lleva en sí las fuerzas que lo destruirán:
una clase obrera cada vez más numerosa y depauperada (al menos en
términos relativos), la concentración de la propiedad, la progresiva de-
saparición (fundamentalmente ruina) de las clases medias, el contraste
entre la universalidad de la producción y la unilateralidad del proceso
de trabajo, la acumulación excesiva del capital y la caída tendencia! de la
tasa de ganancia, la disociación de compras y ventas y su expresión en
crisis comerciales, la obstaculización del desarrollo de las fuerzas pro-
ductivas por las relaciones de producción, la ubicuidad e irreductibili-
dad de la lucha de clases ... En suma, una descripción de la dinámica del
capitalismo asociada a un conjunto de predicciones nunca cumplidas
(quizá, en parte, por haber sido formuladas: <<la naturaleza no leyó a
Darwin pero la sociedad sí leyó a Marx»8 ). Pero también debemos a
Marx otras aportaciones que son hoy parte irrenunciable del acervo -
algunas incluso del patrimonio ganancial y compartido-- de la sociolo-
gía económica, industrial, de la empresa, del trabajo: la alienación en el
trabajo, la división manufacturera del trabajo, los efectos de la maquina-
ria, la tendencia del capital a invadir su periferia geográfica (las colonias)
y económica (las otras formas de producción), las crisis de acumulación,
etc. Además, no obstante el incumplimiento de las predicciones marxia-
nas sobre la explosión o el hundimiento del capitalismo, su visión dico-
tómica de las clases sociales en torno a la propiedad de los medios de
producción ha tenido una enorme influencia, alcanzando virtualmente
a todos los campos de la sociología en lo que puede considerarse el caso
más claro de idea penetrante y expansiva sobre los efectos de la indus-
tria sobre la sociedad.
También Weber fue más allá de la simple caracterización de la socie-
dad de su época por su componente más visible, la industria. Como
Marx, consideró que el elemento principal y motor de su economía era
el capital, pero no tanto como creador de riqueza, palanca de progreso o
mecanismo de explotación cuanto como ejemplo paradigmático y pun-
ta de lanza del proceso más amplio de racionalización y burocratización

' Marx, 1847: 177.


s Lamo de Espinosa, 1990: 138.
Industria, economía y sociedad 9

de todas las esferas de la vida social: la economía, la política, la milicia, la


educación.' Como Marx, evitó la visión línea! común en los precursores,
si bien por un procedimiento distinto: no por creer que el capitalismo
fuese una forma histórica y transitoria, sino por considerar que sólo se·
ría plenamente viable en las coordenadas culturales creadas en Europa
por el cristianismo y, en particular, por el ascetismo protestante (hipóte-
sis hoy también desmentida, esta vez por el rápido desarrollo de las eco-
nomías capitalistas del sudeste asiático). Su especial relevencia para el
análisis sociológico de la realidad económica viene más bien de otros as-
pectos que de la caracterización general de la sociedad industrial, con
importantes elementos entre ellos que nos harán volver una y otra vez
sobre él en los sucesivos apartados. Primero, de su análisis de la buro·
erada, precedente de la sociología de las organizaciones; segundo, de su
caracterización del mercado como escenario de relaciones de poder;
tercero, de su tipología más amplia de la acción social, racional o no;
cuarto, de su intento de abarcar de modo exhaustivo todos los aspectos
de la economía, que lo convierten quizá en el mejor pionero de la socio-
logía económica. Por otra parte, la vocación de exhaustividad de su so-
ciología económica le llevó a una caracterización menos ambiciosa y
más plural de los efectos de la industria sobre el conjunto de la sociedad
(si Marx sobresrima y ve de modo unilateral la dinámica del modo de
producción capitalista, Weber la subestima y la ve de modo casuístico,
tal como lo muestra la importancia difícilmente explicable que atribuye
a las <<clases propietarias», ~te.) y a no olvidar el momento final del pro-
ceso económico, el consumo, al que concede una especial relevancia en
la formación de los estamentos en una línea que concuerda con Veblen y
conduce a Bourdieu.
En este ámbito, la obra de Durkheim es, sin discusión, la menos
atractiva de la trinidad fundacional. Su análisis de la división del trabajo
es poco más que una prolongación de la idea spenceriana de la cornple·
jización y la diferenciación social, combinada con la dicotomía omnipre-
sente en la sociología clásica: status/contrato, comunidad/asociación,
que el sociólogo francés bautizará, algo estrafalariamente, como solida-
ridad mecánica/orgánica. Si acaso, cabe mencionar que elaboró y legó
un interesante análisis, aunque altamente especulativo, del origen de la
propiedad y algunas observaciones no desdeñables, aunque primarias,
sobre el mercado y los precios. Fuera de esto, su tratamiento de la vida
económica fue más bien excepcional y francamente chocante, pues no

' Weber, 1922: II, 736-38, 1061.


10 Mariano F. Enguita

de otro modo puede resultar su caracterización de las crisis industtiales


y del conflicto entre capital y trabajo como formas de anomía 10 o su inu-
sitada -viniendo de quien \~ene- critica de la herencia.U Sin embar-
go, puede afirmarse que de su consideración abstracta de la división del
trabajo, es decir, de la diferenciación social, arrancan tanto las formula-
ciones todavía más abstractas de Parsons sobre la diferenciación estruc-
tural y las relaciones entre la economía y la sociedad como la visión me-
ritocrática de ésta, en torno a aquélla (de la distribución de las
recompensas sociales sobre la base de la estructura del empleo), propia
del funcionalismo.
A los análisis iniciales de Marx, Weber o Durkheim, centrados en la
acumulación del capital, la racionalización y burocratización o la división
del trabajo, seguirá un largo debate sobre los méritos respectivos de cada
interpretación, pero también una larga colección de nuevas caracteriza~
ciones de la sociedad. Es impensable dar cumplida cuenta aquí de ellas,
en especial por cuanto éste no es sino un aspecto, y no el central, sea de la
Sociología Económica o de la Sociología Industrial y de la Empresa. Pero
merece la pena detenemos en algunas grandes corrientes que, por su im-
pacto y significación en el pensamiento sociológico y, más en general, so-
cial, no pueden dejar de ser tomadas en consideración en el análisis de la
economía y el trabajo. No se trata de corrientes idenrificables como tales
por su carácter de "escuelas académicas", sino por los motivos centrales
de sus planteamientos. Me refiero, concretamente, a motivos como el ca-
pitalismo tardío, la burocratización general de la sociedad, la estabiliza-
ción del capitalismo democrático, el post-industrialismo y el post-trabajo.
Entiendo por idea del capitalirmo tardío todo un conjunto de inter-
pretaciones que, de un modo u otro, consideran que el capitalismo hace
más o menos tiempo que se sobrevive a sí mismo, con el resultado de
una creciente proliferación de manifestaciones de decadencia, conflic-
tos internos difícilmente solubles o irresolubles, etc. El término capitalir-
1110 tardío (Spiitkapita!t:rmus) fue acuñado por Sombart para designar un
tercer y último periodo del capitalismo, tras el primero o temprano y el
segundo o pleno, en el que la empresa capitalista pierde peso respecto
de otras normas de producción colectiva (estatal, etc.), la producción se
burocratiza y decae la mentalidad empresarial; un periodo que el autor
situaría a partir de las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, si
bien él no pensaba en absoluto en un derrumbe del sistema. Sí lo bici e-

w Durkheim, 1893:416-19.
11 Durkhcirn, 1912:213 el passim.
Industria, economía y sociedad 11

ron así, aunque sin usar la expresión, dos autores que, si bien no pueden
ser considerados sociólogos en modo alguno, no por ello han dejado de
tener, a través de su influencia política directa, una fuerte influencia teó-
rica indirecta sobre la sociología. Me refiero a Lenin y Luxemburg, cuya
idea del imperialúmo como fase superior -y final- del capitalismo gira
en torno a la convicción de que la acumulación de capital encuentra
límites insuperables en las fronteras nacionales que fuerzan a la clase ca·
pitalísta a buscar nuevos mercados fuera de las mismas (Lenin) y arra·
san do los sectores periféricos restantes en su interior (Luxemburg). 12 La
economía marxista posterior, en particular la economía política) insistió
sobre la idea de la creciente inestabilidad, la decreciente rentabilidad y
la menguante racionalidad del capitalismo, bajo denominaciones como
capitalismo monopolúta, 13 capitalismo monopolista de Estado, 14 neocapi-
talismo15 o, de nuevo, capitalismo tardío. 16 Llama la atención cómo cierta
versión de esta idea ha ganado adeptos entre autores caracterizados por
una oposición frontal al marxismo pero que, al mismo tiempo, son pro-
fundos conocedores de la obra de Marx y reconocen en ella una buena
caracterización de la sociedad de su época, a la vez que participan de su
fascinación ante el ímpetu del capitalismo victoriano. Es el caso, creo
que puede afirmarse, de Schumpeter y Bell. El primero, que no tuvo
nunca empacho en declararse prosaicamente partidario del capitalismo
(el sistema es tremendo pero produce riqueza, que es de lo que se trata)
y poco amigo del socialismo, se mostró convencido de que «emergerá
inevitablemente alguna forma de sociedad socialista a partir de una no
menos inevitable descomposición de la sociedad capitalista>>, 17 cuyas
causas veía, como Sombart, en la pérdida de peso de los emprendedores
en favor de los burócratas entre los empresarios y en el desplazamiento
de los valores por el racionalismo en la cultura. Bell recoge y refuerza el
argumento, si bien en otros términos y sin pronunciarse sobre el desen-
lace, al plantear que el capitalismo genera una cultura modernista que
mina su propia base moral, los valores de la modernidad. 18
Una línea distinta, que podría enlazar mejor con la preocupación
weberiana por la burocracia -aunque sin necesidad de inspirarse di-

11 Luxemburg, 1912; Lenin, 1916.


1JBaran y Swee>Ly, 1966.
14 Sorvina el al., 1984.
15 GorL, 1964.
16
ManJcl, 1972
17
Schumpeter, 1942: xiii.
'" Bell, 1976.
12 Mariano F. En guita

rectamente en Weber-, es la que subraya el proceso de racionalización,


burocratización y desarrollo de las organizaciones. Puede subdividirse,
a su vez, entre quienes centran su análisis en estructuras intermedias
como las empresas o, más en general, las organizaciones, y quienes lo ex-
tienden a cualesquiera estructuras de la sociedad global. Entre los pri-
meros figuran pioneros como Michels, 19 aunque su trabajo se centrara
en el caso de un partido político, y, sobre todo, Berle y Means. Según és-
tos, así como el sistema fabril puso el trabajo de muchos bajo la autori-
dad de unos pocos, el de las sociedades por acciones sitúa la propiedad
de muchos bajo el control de una minoría."' Aunque la socialdemocra-
cia alemana estudiada por Michels y las corporaciones norteamericanas
estudiadas por Berle y Means parezcan no tener nada en común, y aun-
que las preocupaciones de los autores fueran de orden muy distinto, lo
que comparten estas dos obras pioneras es que señalan procesos de bu-
rocratización y oligarquización en organizaciones, sean de militantes
políticos o de accionistas propietarios, formadas por iguales (si bien la
igualdad es entre personas, en el partido, y entre participaciones alícuo-
tas en la sociedad por acciones). Esta literatura tiene su complemento en
la que, por su parte, señala la multiplicación y el florecimiento de las or-
ganizaciones, si bien hay que decir que el asombro por tal proceso ha
sido más común entre los economistas, que han visto el contraste entre
esa realídad y su concentración casi exclusiva en el estudio del mercado,
que entre los sociólogos. 21 En un plano más ambicioso, se ha querido
ver en la burocratización un fenómeno que todo lo invade, desde cual-
quier género de organizaciones, productivas o no, hasta la estructura del
estado, y ello sin distinción alguna entre sistemas sociales. La variante
más fuerte de esta visión se produjo en los años treinta y cuarenta, cuan-
do a los procesos por abajo de la burocratización de los partidos y la ac-
cionarización de las empresas se superpusieron los procesos por arriba
del fascismo y el estalinismo europeos y la socialdemocratización de la
política norteamericana bajo el New Deal. Surgieron entonces las teorías
de la burocratización universal, desde la versión pionera de Rizzi, pasan-
do por los plagios más o menos descarados de Burnham y Schachtman,
hasta el trabajo tardío de Jacobi. 22 Finalízada la segunda gran guerra, caí·
do el fascismo, delimitado el estalinismo y disipada la alarma en torno al
New Deal, la visión dura de la burocratización sería sustituida por otra
1' 1
Michcls, 1915.
21
) Berle v Mc:ms, 1932: 3, 8.
21 Por c)emplo, Boulding, 1953, y Hirschmnn, 1970.
21
Rizzi, 1939; Burnham, 1941; Schnchtm:m, 1962;Jacoby, 1969.
Industria, economía y sociedad lJ

más blanda, la de la tecnocracia, en un abanico que va desde los desiderata


de Mannheim en torno a la planificación demomítica hasta la idea de la so-
ciedad pmgramada de Touraine, pasando por la tectloestructura del econo-
mista sociologizante Galbraith y otras construcciones teóricas similares."
La estabilización del capitalismo democrático puede predicarse, por
supuesto, como un artículo de fe o como una simple inferencia empíri-
ca, pero al mencionarla como idea~fuerza de una corriente de pensa~
miento no me refiero a ninguna de esas posibilidades, sino a las ideas y
teorías que subrayan la coexistencia entre una esfera económica en la
que siguen presentes, aunque sea en otro grado, los conflictos señalados
del capitalismo decimonónico, los-mismos que alimentaron la obra de
Marx y que sirvieron de combustible a las grandes explosiones sociales
de principios de este siglo, pero, al mismo tiempo, se desarrollan estruc-
turas políticas que los canalizan y los desactivan a la vez, confinándolos a
una esfera de la vida social y desactivando su potencial antisistémico.
Creo que la irrupción de esta idea puede atribuirse sin discusión a T.H.
Marshall, quien llamó la atención sobre cómo la progresiva implanta-
ción de los derechos políticos y sociales, encarnados principalmente en
la generalización del sufragio a la clase obrera y la legalización de sus
partidos, los primeros, y en los derechos labor-ales (una especie de se-
gunda ciudadanía industrial) y los servicios públicos del Estado Social,
los segundos, suponía la oposición de la ciudadanía a la clase social. 24
Dahrendorf, que también hizo suya la teoría mencionada de Berle y
Means (así como la idea de Geiger, siguiendo a Weber, de que la presencia
de las clases se desplazaba hacia el ámbito del consumo), profundizaría
en este enfoque, recogiendo incondicionalmente la oposición entre ciu-
dadanía y clase y subrayando el aislamiento, la institucionalización y la
reglamentación del conflicto industrial25 y, en consecuencia, el alcance
limitado de la clase (paradójicamente, la contraposición entre la ciuda-
danía política y la pertenencia de clase había sido señalada originalmen-
te por Marx,'6 pero éste pensó que tal dualismo vaciaba de contenido la
ciudadanía, no que pudiera rebajar el perfil de la clase). Un concepto
más reciente, el de corporatismo o neocorporatismo, abunda en el mismo
sentido pero con otra interpretación: el sistema social, económico y po~
lítico se ha estabilizado no tanto porque la ciudadanía borre o relegue a

!J Mannbeim, 1950; Galbraitb, 1967; Touraine, 1969.


2
~
Marsball, 1950.
2
' Dahrendorf, 1957.
u, Marx, 1844b.
14 Mariano F. En guita

un segundo plano los conflictos de clase y otros conflictos de intereses


como porque los distintos grupos se reconocen mutuamente legitimi-
dad y articulan, a iniciativa o al amparo del Estado, un sistema de repre-
sentación y mediación de intereses.27 En paralelo a estas teorías, y vincu~
ladas o no a ellas (posible pero no necesariamente vinculadas), podemos
hacer constar las que ponen el acento en el crecimiento de una nueva
clase media como puntal de la annonía social. La idea de que una salu-
dable clase media es la mejor garantía de estabilidad del sistema político
se remonta a los griegos, pero no bay necesidad de ir tan lejos. La teoría
social del siglo XX ha vuelto una y otra vez sobre la cuestión, señalando
alternativa o conjuntamente la difusión del accionariado, la burocratiza-
ción de empresas y otras organizaciones, el auge del profesionalismo, la
creciente respetabiltdad de la clase obrera, la expansión de los servicios,
etc., o, más recientemente, la recuperación de las clases medias patrimo~
niales. 28 Aunque el análisis de las causas de este fenómeno tiene más re-
lación con las teorías sobre las sociedades post que,enseguida menciona-
remos, es preciso subrayar este otro aspecto, su carácter de variable
independiente en relación con la estabilidad del sistema.
Pero probablemente los intentos más ambiciosos de caracterizar la
sociedad de la segunda mitad del siglo XX sean los que se centran en su
carácter post-industrial y otras etiquetas post." Aunque arrumbado ya
en el baúl de los recuerdos, no debe olvidarse su inmediato precedente:
la idea de la convergencia de las sociedades capitalistas y socialistas en
torno al tipo genérico del industrialismo, a veces asociada a la proclama-
ción del fin de las ideologías. 30 Suelen coincidir estas construcciones
conceptuales post-lo que sea en señalar el peso en aumento de los servi-
cios dentro de la economía y el de la información dentro de los servicios,
la proliferación de nuevos grupos de profesionales y técnicos, la impor-
tancia creciente de la tecnología y la innovación tecnológica en la pro-
ducción y otros elementos menores asociados. La expresión sociedad
post-industrial ha sido utilizada por Kahn y Wiener, Richta, Touraine y
Bel1,' 1 sobre todo Bell, pero no han faltado otras parecidas: de post-con-
sumo de masas (Kahn y Wiener), 32 tecnocrática o programada (Tourai-

27
Schmitter, 1974; Panitch, 1981; Solé, 1988b.
2
Renner, 1953; Goldthorpc et alit; 1968a, 1968b, 1969.
R
29
Vid González Blasco, 1989.
Kcrr el t1lii 1960; Lipsct, 1960; Bell, 1961; Aron, 1962.
H)
1
'Kahn y Wicner, 1967; Richra, 1968; Tourainc, 1969; Bcll, 1973. Y también Dah-
rcndorf, 1957.
12
Kahn y \'V'iencr, 1967.
Industria, econumia y sociedad 15

ne), 33 activa o post-moderna (Etzioni), 1·1 tecnetrónica (Brzezinski), 15


post-civilizada (Boulding),l6 de la tercera ola (Tofler),17 informacional
(Masuda), 18 post-capitalista (Dmcker). 1'' Sin necesidad de presentar los
detalles de cada una de estas caracterizaciones, puede señalarse que los
factores arriba señalados son comunes a todas ellas y, además, han reco-
rrido por cuenta propia el pensamiento social de buena parte del
siglo XX. El aumento del peso relativo de los servicios al paso del desarro-
llo económico fue señalado ya al fmal del siglo XV!l por William Petty, en
virtud de lo cual se conoce precisamente como ley de Petty, y ha sido un
lugar común en la economía del desarrollo al menos desde la obra de
C. Clark.'0 Más que en la parte del producto interior bmto imputable a los
servicios, la sociología se ha fijado en la parte del empleo debida a ellos y
en el desarrollo y las transformaciones de las ocupaciones y profesiones
correspondientes. Así, las teorías sobre el aumento y consolidación de
una nueva clase media han señalado por lo general que, lo que tenía de
nueva, era el desempeño de ocupaciones profesionales y técnicas ubica-
das directamente en el sector servicios o consistentes en ocupaciones de
servicios internalizadas por la industria, y que un elemento esencial de
esa novedad era la cualificación creciente de esos empleos, o al menos
sus requisitos educativos, y su posición de autoridad dentro de la jerar-
quía productiva o frente al público. Se ha hablado, así, de una nueva cla-
se de servicio;" intelectual, 42 profesional, 43 directiva-profesional,·'" etc.,
con distintas connotaciones y delimitaciones (del otro lado, para hacer
un hueco a los nuevos sectores sociales en un capitalismo nada post, se
hablaría en la sociología marxista de una nueva clase obrera, '15 una nueva
pequelia burguesía," posiciones de clase contradict01ias;17 etc.). Las teorías

B Toumine, 1969.
34 Etzioni, 1968.
15
BrLezinski, 1970.
16
Boulding, 1964.
n Tofflcr, 1980.
Js Masuda, 1981.

l<J Drucker, 1993 .


.w VéaseClark, 1939.
41 Rcnner, 1953; Croncr, 1954.
42
Gouldner, 1979.
4
' Larson, 1977.
44 Ehrenreich y Ehrenreich, 1971.
45
Mallet, 1963.
46 Poulantzas, 1974; Baudelot, Establet y Malcmort, 1974.

" Wright, 1978.


16 Mariano F. En guita

de la sociedad post-industrial y asimilables, en fin, han puesto especial


énfasis en señalar el nuevo papel del conocimiento, la técnica, la ciencia,
el saber no directamente productivo, etc. en la sociedad, novedad con-
sistente en una importancia aumentada, en constituirse como fuerza
productiva directa, en crear una mayor proporción del valor añadido, en
renovarse y quedar obsoleto siempre más velozmente, en proyectarse
sobre el conjunto de la organización social, etc. Así, Richta anunciaba a
finales de los sesenta la revoluáón científico-téC11ica;" que otros prefirie-
ron considerar la tercera revolución industrial" o simplemente teC11oló-
gica.50
Para que no podamos ser víctimas del aburrimiento, hoy asistimos a
otra variante de lo post: la sociedad del post-trabajo. Aunque pendientes
todavía de la aparición de un nuevo Bell que consagre el nuevo lema,
aquí y allá surgen voces que anuncian nuevos advenimientos. A veces se
trata simplemente de una nueva vuelta de tuerca sobre tópicos anterio-
res, como cuando se proclama el paso de la sociedad de servicios a la del
autoservicio. 51 Otras, de profecías mercadotécnicas tras las que asoma el
plumero de alguna que otra profesión confesando gratuitamente su des-
concierto o vendiendo sus servicios, como cuando se predica la educa-
ción para una soáedad del ocio, forma en que los docentes tratan de am-
pliar su particular mercado de trabajo en el contexto de una creciente
desconfianza sobre la urilidad de sus servicios de cara al acceso al mer-
cado de trabajo de los que no lo son. Las más de las veces, por fortuna,
se trata de reflexiones sobre los efectos de un desempleo masivo que
cuestiona la centralidad del trabajo y rompe el viejo nexo entre medios
de vida y empleo, el work-casb nexus, lo que conduce al estudio de estra-
tegias políticas más o menos discutibles, pero en todo caso razonables,
como el reparto del empleo52 o el ingreso incondicional universal."

~s Richta, 1968.
~9 Tofflcr, 1980.
5
° Forester, 1987.
51
Gershuni, 1978; Gersbuni y Miles, 1983.
n Gorz, 1988; Aznar, 1991.
n Van Parijs, 1994, 1995.
3. LA SOCIOLOGÍA INDUSTRIAL (Y DE LA EMPRESA)

La sociología de la sociedad industrial, capitalista, post-industrial, etc.,


si bien puede considerarse un complemento necesario de la sociología
industrial propiamente dicha, y como un puente o terreno intermedio
entre ésta y la sociología sin más (o, como dicen algunos, sociología gene-
ral) no es por sí misma otra cosa que sociología a secas con un especial
acento sobre el proceso de industrialización, acumulación de capital,
terciarización, cambio tecnológico, etc. Por sí sola difícilmente se justi-
ficaría como una rama especial de la sociología, como lo que se viene
proclamando desde principios del siglo una sociología especial. Es por
ello, sin duda, que el nacimiento de la Sociología Industrial suele fechar-
se en relación con investigaciones o publicaciones específicamente dedi-
cadas a la industria y las condiciones de vida y trabajo a ella asociadas de
modo inmediato. Carecen de interés las fechas en sí, pero no los aconte-
cimientos que datan, ya que ello nos da una idea bastante fiel de lo que
los sociólogos industriales han pensado o piensan de su disciplina. Des-
pués de todo, la boutade de Viner que aquí podría parafrasearse como
«sociología industrial es ló que hacen los sociólogos industriales», es
algo más que una tautología. Revela el hecho elemental de que la delimi-
tación de una disciplina no es una operación solipsista de la razón (o al
menos no es simplemente eso), sino más bien una convención dentro de
la comunidad científica.
La fecha más comúnmente aducida es, huelga decirlo, 1924, mo-
mento en que se inician los experimentos en las factorías de la Westem
Electric Co. en Hawthorne que, sólo más adelante, darían lugar a la in-
tervención de El ton Mayo y su equipo y al nacimiento de la llamada Es-
cttela de las Relaciones Humanas. Sería más prudente descontar los años
que tardaron en llegar y sacar conclusiones Mayo y sus colaboradores y
es altamente discutible hasta qué punto éstas pueden considerarse es-
trictamente sociológicas, pero la fecha se señala porque es percibida
como algo parecido al día de la victoria sociológica sobre el enfoque in-
genieril y biomecánico del trabajo (Taylor) y/o incluso sobre la perspec-
tiva individualista de la psicología industrial (el propio Mayo). Aunque
18 Mariano F. En guita

éste es el natalicio favorito de la profesión, algunos autores prefieren


posponerlo hasta la aparición de una obra claramente identificable
corno sociología industrial, sin ir más lejos la de W.E. Moore, Industrial
relatzons and tbe social arder (1946), 1 o adelantarla hasta 1908, a los tra-
bajos de Weber para la Unión para una Política Social, por haber pro-
puesto <<la concepción de una investigación de la industria social en su
objeto, pero científica en su enfoque».2
Pero, a riesgo de provocar a alguna mentalidad bienpensante, po-
dernos retroceder más y llegar, al menos, hasta 1844-45.' ¿Qué sucede
ese año? Que la pareja maldita, Marx y Engels, escribe dos obras esen-
ciales por distintos motivos: Marx, los Manuscritos (<<juveniles», <<de
1844>>, <<económico-filosóficoS>> o como se prefiera llamarlos), y, En-
gels, La condición de la clase obrera en Inglaterra.' No se trata aquí de
atribuir paternidades o reclamar fuentes de inspiración, sino de com-
prender a qué llamarnos sociología industrial. Los Manuscritos son,
ciertamente, una obra altamente especulativa, pero no más que la de
los aproximadamente contemporáneos Comte y Spencer, ni más que la
de Parsons nn siglo después. Lo que importa subrayar es que en ella
aparece ya, de forma profusa y relativamente sistemática, un tratamien-
to de fenómenos de medio alcance como la propiedad de los medios de
producción, la división del trabajo, la alienación en el trabajo, la identi-
ficación con el trabajo, etc. sitnados a medio camino entre la descrip-
ción de las condiciones de vida y trabajo y la sociología de la sociedad
industrial, que, aunque en forma naturalmente transformada, todavía
son hoy temas de la Sociología Industrial y, sobre todo, de la Sociología
del Trabajo. La cuestión no es tanto calificar la importancia de este pre-
ciso escrito como comprender que, con él, y sobre todo con otros pos-
teriores, Marx, como a su manera ya lo había hecho U re, se coloca en
contraposición a Smith al analizar la división del trabajo o, en un senti-
do más amplio, la organización de la producción. Donde Smith sólo ve
-en la división manufacturera del trabajo-la mejor disposición téc-
nica para una producción eficiente, aun cuando le sugiera algún co-
mentario de pasada sobre sus consecuencias para los trabajadores (me-
nos, por cierto, que a su maestro Ferguson), U re acierta a señalar un
mecanismo para doblegar a los trabajadores cualificados -y lo mismo

1
Por ejemplo Geck, 1955:320.
' Dahrendorf, 1962:33.
1
Navillc, 1957.
4 Marx, 1844:1; Engels, 1845.
La sociología industritll (y de la empresa) 19

puede decirse de su evaluación de la maquinaria introducida por


Arkwright.' Pero, para U re, a quien Marx no duda en calificar de rap-
soda de las manufacturas -brillante rapsoda, en cualquier caso-, el
elemento humano, la mano rebelde del trabajo, no es sino un obstáculo
en la marcha triunfante de la fábrica; para Marx, en cambio, los efectos
de la división del trabajo y la maquinaria son el problema por excelen-
cia, y eso es precisamente lo que le convierte en un precedente señala-
do de la Sociología Industrial. Por su parte, y aunque su trabajo duer-
ma hoy más o menos merecidamente el sueño de los justos, Engels se
sitúa, con La condición de la clase obrera ... , dentro de un grupo de in-
vestigaciones empíricas, basadas en fuentes directas o indirectas, que
jalonan la segunda mitad del siglo XL'!:: es el caso de los trabajos de Le
Play, Booth, Rowntree, la Verein /ür Sozialpolitik, Levenstein, Adams,
DuBois y otros.6 Engels no fue precisamente un metodólogo -y, en la
medida en que lo fue, como valedor delmaterialúmo dialéctico, quizá
no debiera haberlo sido-, pero sus técnicas de investigación: dos años
parcialmente dedicados al examen de documentos, la observación di-
recta de las condiciones de vida y trabajo, la realización de entrevistas,
etc., están, sencillamente, a la altura de otros escritos de la época. Se
trata generalmente de trabajos empíricos, con una metodología com-
prensiblemente primitiva y, a menudo, centrados más en las condicio-
nes de vida de los trabajadores fuera de la fábrica que en las condiciones
de trabajo mismas.
Lo cierto es que habrá que esperar hasta bien entrado el siglo XX
para que aparezca con fuerza una Sociología de la Empresa más especia-
lizada, apoyada en el estudio de las condiciones de trabajo y el análisis
de las organizaciones. En torno al ftlo del siglo hay algunos conatos inte-
resantes desde la Verein /iir Sozialpolitzk, en particular las indicaciones
metodológicas de Max Weber, la llamada de atención sobre la empresa
del economista histórico Gustav Schmoller y el trabajo de campo de una
mujer, Mari e Bernays, pero no se trata más que de destellos aislados, de
menor relevancia que los antes mencionados. El estímulo, o más bien el
revulsivo decisivo, surge con la ofensiva de Taylor y su gerencia cientí/z~
ca, en cuya perspectiva el trabajo es esencialmente -o al menos se debe
intentar que sea- un mero intercambio entre hombres y cosas y, por
tanto, un problema primordialmente técnico con una solución óptima:

' Ure, 1935,1/1,380-81 y 376-77.


6
Los más representativos de esta oleada de sociología empírica son, sin duda, Le
Play (1855), Booth 11889-1991) y Rowntrcc 1!902).
20 Mariano F. Enguüa

tbe one be.rt way. Taylor contempla al trabajador como una máquina
biológica, 7 como «adjunto a la máquina>>. 8
Del taylorismo se ha dicho que fue más bien una «antisociología in-
dustrial>>, por su «olvido o desprecio de los aspectos personales o socia-
les>> del trabajo,' aunque quizá fuera más adecuado decir que Taylor no
los olvidó ni menospreció sino que les concedió gran importancia y tra-
tó, por ello mismo, de borrarlos. Cabe decir que veía la empresa como
una gran conspiración dirigida de abajo hacia arriba en la que todos se
esforzaban por disminuir su carga de trabajo, y concibió su propio siste-
ma como una ofensiva de arriba abajo para obtener el mayor rendimien-
to posible apoyándose en dos patas: un estricto control interno y una
gradación de los estímulos externos. Sin duda representaba una forma
de entender los intereses del capital (controlar la fuerza de trabajo -lo
que podríamos llamar el principio Ure-- y abaratar su coste global--el
principio Babbage- a través de la división de tareas y la descualificación
de los puestos), como ha sostenido la corriente marxista que sustenta la
idea de la degradación del trabajo, 10 pero también, en no menor medi-
da, los de los ingenieros como profesiónll y, en particular, su sueño de
prescindir de la falible máquina humana. 12
En paralelo al empeño de Taylor en racional&tzr la dirección del trabajo,
de este lado del océano se producía el intento de codificar la racionaliza-
ción de la dirección misma. Si la empresa familiar tradicional pudo funcio-
nar con todo el mando concentrado en la propiedad y en un pequeño
grupo de confianza, la empresa moderna necesitaba una organización más
sistemática de la capacidad decisoria, y eso es lo que intentó Fayol con su
teoría de las funciones empresariales: comercial, financiera, de seguridad,
contable, administrativaY Este aspecto de la organización empresarial,
la estructuración de la dirección, sería luego casi por entero descuidado
por la sociología, obstinadamente concentrada en los aspectos informales
de la organización, 14 pero nunca ha sido abandonado por los teóricos del
management ni por los estudiosos de la historia de la empresa. 15
7 Miller y Form,1963: 706ss.
8
March y Simon, 1958: 13.
'} Martín López, 1997: 51.
10 Bmverman, 1974; Frevssenet, 1977.

u Meiksins, 1984. -
12
Aunque no referido expresamente a Taylor, véase Noble, 1984.
B Fayol, 1916.
14 Perrow, 1970: 93.
11
Por ejemplo, Drucker, 1954; Urwick y Brech, 1945; Pollard, 1965; Chandler,
1977. .
La sociología iudustrr(Jl (y de la empresa) 21

Es en este contexto, dominado por la pregunta de cómo diligil; don-


de irrumpen los experimentos en Hawthorne y el equipo encabezado
por Mayo. Sus descubrimientos pueden considerarse un buen ejemplo
de lo que Merton llama serendipity -un descubrimiento casual-, las
conclusiones de Mayo y su capacidad de sintetizarlas y sistematizarlas
dejan mucho que desear y, además, hay motivos para pensar que lo más
"sociológico" del proceso pudiera no deberse tanto a Mayo como al en-
tonces desconocido Warner. Sin embargo, Hawthorne marca un punto
de inflexión en el camino hacia el despegue y la consolidación de la So-
ciología Industrial porque, en primer lugar, rompe en buena medida y
de fonna convincente con los supuestos del taylorismo para al sustituir
el elemento o el factor humano por el sujeto o actor humano (to bring the
man back in, por decirlo parafraseando la expresión feliz, con otros fi-
nes, de otro de los participantes por entonces anónimos del estudio:
Homans); y porque, en segundo lugar, supone también una superación
de la perspectiva puramente psicológica e individual que consideraba al
trabajador como dotado de una personalidad propia, pero al margen
del grupo y de las relaciones sociales, y ello a pesar del origen y el fondo
psicológicos y psicologistas del propio Mayo. Su principal conclusión
metodológica fue que hacía falta una perspectiva clí11ica de las situacio-
nes de trabajo, 16 lo que no es mucho para la sociología, pero su principal
conclusión sustantiva fue, siguiendo a Durkheim, que todo grupo social
debe asegurar a sus miembros <da satisfacción de las necesidades mate-
riales y económicas [y] el mantenimiento de la cooperación espontánea
en el ámbito de la organizacióm>. 17 Lo primero era lo que Taylor había
intentado lograr mediante incentivos materiales, cuya pertinencia Mayo
no negaba; lo segundo, lo que había surgido como resultado inesperado
de los experimentos en Hawthorne: la importancia del grupo informal,
de la satisfacción en el trabajo y de la identificación con la organización.
Puede decirse que, frente a Taylor, Mayo representa la unilateralidad en
sentido opuesto: lo informal frente a lo formal. No fueron mucho más
allá las aportaciones de la Escuela de las Relaciones Humanas, pero, en
todo caso, los experimentos Hawthorne y el debate en torno a ellos
abrieron la puerta al estudio sistemático de las relaciones en el trabajo al
romper con <da vía muerta tan querida de la primitiva psicología indus-
trial y de la gerencia científica, según la cual los problemas humanos de
la industria eran problemas de individuos insatisfechos con las condi-

u, Mayo, 1933: 19.


17
Mayo, 1945: 9.
22 Mariano F. Enguita

clones materiales de trabajo». 18 Quiza fuese más correcto decir simple-


mente que Mayo vio un elemento positivo para la productividad donde
Taylor había visto un obstáculo: en el grupo informal. En este sentido,
cabe preguntarse si Mayo debe ser contrapuesto a Taylor o considerado,
sencillamente, como su complemento. 19 «La doctrina de la ERI-I es el
"suplemento del alma" que necesita la OCT.»20
Las cosas cambiarían radicalmente a la salida de la Segunda Guerra
Mundial. En 1938 había aparecido el que luego sería considerado el dis-
paro de salida de la teoría de la organización, The /unctions of the execu-
tive, de Barnard. 21 En 1944 se había publicado ya The Great Transfor-
ma/ion, 22 de Polanyi, que provocaría de inmediato un amplio debate en
la antropología21 -pero no en la sociología- y sería tardíamente con si-
derado un clásico de la sociología económica. En 1946 se publicaba la
ya mencionada obra de Wilbert E. Moore, 24 a quien Dal1rendorf señala-
ría tres lustros después como «el sociólogo norteamericano de la indus-
tria más importante de nuestros tiempos.>>" En 1947 aparecían The so-
cial system of the modern factory, de Warner y Low;26 Administrative
behavi01; de Simon27 , que supondría la entrada por la puerta grande de
los economistas en la teoría de la organización, y Problié!nes hwnains du
machinisme industriel de Friedmann, quien junto con Naville represen-
taba ya a una floreciente escuela francesa más orientada hacia la sociolo-
gía del trabajo. En 1951, Miller y Form publicaban orgullosos suma-
nual, <<el primero que lleva el título de Sociología lndustrial>>. 28 Esta
década sería ya prolija: Dubin y Kornhauser y Ross, Lipset y Trow y Co-
leman, Roy, Bendix, Argyris, Stouffer, Lockwood, Gouldner, Rose,
Whyte, Wilenski, Dalton, Touraine, Blau, Crozier, Selznick, Mills,
Friedmann, Homans, Merton, Drucker, Sargant Florence, Baldamus,
Isambert, Naville, Ferrarotti, Lutz, Dahrendorf, Mayntz y un largo etcé-
tera. Nadie podia negar ya carta de naturaleza a la Sociología Industrial.
Añadamos, simplemente, dos hitos que conciernen a sociologías espe-

18
Castillo Castillo, 1966: 15.
19
Mottez, 1971: 25ss.
20
Rodríguez Aramberri, 1984:221.
21
Barnard, 1938.
22
Polanyí, 1944.
13 LeClair y Schneider, 1968; Godelier, 1974.
2
~ Moore, 1946.
25
Dahrendorf, 1962: 48.
26 WarneryLow, 1947.
27
Simon, 1947.
"MilleryFonn, 1951:11.
La sociología imlusLrial (y de id empresd) 23

ciales concurrentes, superpuestas o ambas cosas a la vez: en 1954 tuvo


lugar la publicación del libro de Caplow, The Sociology of W'ork, y en
1958 vendría la de Organizations, de March y Simon. 29
A partir de la posguerra y hasta la década de los sesenta, puede de-
cirse que transcurre la época dorada de la Sociología Industrial. Tras pa-
sar revista a algunos de los principales manuales de la época (Schelsky,
Friedmann, Dahrendorf, Faunce, Miller y Form, Schneider, Mottez), el
autor de un conocido manual español concluye: «Es en línea con esta
versión amplia de la subdisciplina donde situamos nuestra posición so-
bre lo que deba ser el contenido de la Sociología Industrial[ ... ]. Se trata,
en definitiva, de acotar la disciplina de Sociología Industrial en torno a
tres áreas fundamentales de problemas: las actitudes y relaciones de tra-
bajo, la estructura y funcionamiento de las organizaciones empresariales
y laborales, y la relación entre industrialización y cambio social.»30 No es
difícil leer que estas tres áreas son, respectivamente, la Sociología del
Trabajo, la Sociología de las Organizaciones y la Sociología de la Socie-
dad Industrial, pero ya tendremos ocasión de volver sobre esto. Dejo
para minuciosos autores de libros de texto o arrojados aspirantes a doc-
tor enfrascados en el primer capítulo ele su tesis la tarea de buscar (o po-
ner, es decir, inventar) algún orden en el desarrollo ele la Sociología
Industrial (y de la Empresa) a partir de los cincuenta. Yo lo creo, si no
imposible, sí demasiado laborioso en relación con el beneficio que pue-
da reportar (los sociólogos también actuamos racionalmente de vez en
cuando). Me parece, no obstante, que pueden señalarse algunas oleadas
que, sin llegar ni mucho menos a agotar la producción de la época en
que discurren, sí han alcanzado a caracterizarla, y lo haré aunque sea sobre
la base ele simples impresiones -consolidadas y troqueladas, eso sí, por
el paso del tiempo. Así, creo que el período que corresponde más o me-
nos a la década de los cincuenta estuvo marcado por el esfuerzo de de-
senten·ar el lado informal de los grupos de trabajo y las empresas; la dé-
cada de los sesenta, hasta entrados los setenta, se caracterizó por el
estudio más global de las organizaciones; desde mediados ele los setenta
hasta mediados de los ochenta la investigación y el debate académico
han estado en gran parte dominados por el análisis de las condiciones de
trabajo y, más concretamente, de la cualificación; desde mediados de los
ochenta a hoy, en fin, el tema preponderante ha sido la flexibilidad y la
precariedad. La primera oleada probablemente se debiera al empuje

19
Caplow, 1954; March y Simon, 1958.
30
LópezPintor, 1986:41
2~ Mariano F. En guita

tardío de las conclusiones del estudio en Hawthorne (recuérdese que


media la Segunda Guerra Mundial) y algún otro estudio posterior, por
ejemplo el de Roy sobre la restricción de cuotas en la producción a des-
tajo,'1 y la influencia mayor probablemente proviene de la sociología del
trabajo. En la segunda oleada destacan los trabajos sobre burocracia y
organizaciones de Gouldner, Etzioni, Crozier, Bamard, Mechanic... , lo
que hace obvio que, en esta etapa, el impulso viene esencialmente del
ámbito de la sociología de las organizaciones. En la tercera oleada es de-
cisiva la aparición Labor amlmonopoly capital" (con su correspondien-
te europeo en La division capitaliste du travai/)" y el debate y la secuela
de estudios sectoriales sobre la cualificación que estimuló, pero hay que
añadir que su eco no podría comprenderse si se ignora el fondo consti-
tuido por la turbulencia social de los últimos sesenta y primeros setenta
y el florecimiento del neomarxismo en las universidades; podríamos de-
cir que el impulso procede de una virtual sociología de las relaciones la-
borales, o más exactamente salariales. En la cuarta oleada, en fm, hay
que destacar el debate provocado por Tbe second industrial divide," si
bien esta obra no es tanto un punto de partida -como lo fuera en la eta-
pa anterior el libro de Braverman- cuanto un punto de encuentro pro-
visional entre dos corrientes de ideas que ya llevaban cierto tiempo flu-
yendo: los efectos de las llamadas nuevas formas de organización del
trabajo (desde la recomposición de puestos de trabajo hasta la democra-
cia industrial, pasando por círculos de calidad, empresas Z, etc., etc.) so-
bre la productividad" y las nuevas formas de economía difusa (desde_
los zlldustrial di<tricts hasta las iniciativas locales de eznpleo); 36 es de des-
tacar que, en torno a este debate, se produce, pienso -pero sin echar
las campanas al vuelo-, un reencuentro entre sociólogos y economistas
como no tenía lugar desde principios de siglo, es decir, desde la época
dorada de la economía histórica e institucional y la sociología clásica de
la economía. Añadamos solamente que este intento de tipificación de las
oleadas de la Sociología Industrial en la postguerra no debe entenderse
como una sucesión de etapas en la que cada una cierra y entierra a la an-
terior, pues, no solamente se produce, por fortuna, cierta acumulación
irreversible de conocimiento, sino que es más correcto considerar cada

JJ Rov, 1954.
32
Br;verman, 1974.
31
Freyssenet, 1977.
H Piore v Sabcl, 1984.
jJ Joncs YSvejnar, 1982.
36
Becattini, 1987; Bagnasco, 1988.
La sociologia industrial (y de la empresa) 25

nueva oleada como un impulso que se superpone al o a los anteriores,


pero sin eliminarlos. La concentración sobre los procesos informales de
los cincuenta ha perdurado hasta hoy, por ejemplo, en multitud de tra-
bajos monográficos sobre el consentimiento y el conflicto en el lugar de
trabajo; el interés por las organizaciones no ha decaído en ningún mo-
mento, sino que se ha ido ampliando a nuevos tipos de empresas (públi-
cas, profesionales, cooperativas) y nuevos apartados dentro de ellas (los
accionistas, las redes supraempresariales de directivos); el debate sobre
la cualificación del trabajo, en fin, no ha decaído sino que se ha ido ha-
ciendo cada vez más rico y más complejo.
4. LAS ESPECIALIDADES LIMÍTROFES

Llegados aquí debemos preguntarnos qué es exactamente la Sociología


Industrial (y de la Empresa) y qué relación guarda con otras sociologías
especiales. La lista de las posibles afectadas por esta disgresión es larga:
empieza por la propia cópula contenida en la denominación estándar y
por el sentido exacto, en la medida en que sea pertinente, de los térmi-
nos que \~ncula (industria y empresa); continúa por la relación con ma-
terias difícilmente distinguibles con nitidez, al menos a primera vista,
como la sociología económica y la sociología del trabajo; alcanza a ámbi-
tos de la sociología que presentan importantes terrenos comunes, pero
también separados, como la sociología de las organizaciones, del consu-
mo, de las ocupaciones y de la sociedad industrial; se completa con posi-
bles campos más restrictivos como los de una eventual sociología de las
relaciones laborales, del mercado de trabajo, del empleo, del mercado,
de las profesiones ...
Hay que empezar por decir que no todo el mundo considera que el
asunto valga la pena. Así, por ejemplo, Mottez asegura que «a despecho
de los discursos a que a veces ha dado lugar, el problema de la extensión y
los límites del campo cubierto por la sociología industrial es un problema
desprovisto de todo interés científico. Es una cuestión de pura convenien-
cia y que corresponde a cada cual resolver a su manera.>> 1 No estoy de
acuerdo en absoluto con esta afirmación, pero no porque piense quepo-
see un especial interés fijar las fronteras entre los territorios académicos,
sino porque creo que el problema del objeto de la Sociología Industrial no
es sino el problema de qué entendemos por economía; una cuestión epis-
temológica, que atañe al contenido de la disciplina, y no territorial, relati-
va a sus dominios académicos. Tras la discusión sobre qué significan apo-
siciones como "industrial", "del trabajo", "económica" etc., late la
discusión misma sobre qué son las realidades que designan.
Empecemos por la cuestión aparentemente más simple: ¿por qué
industrial y no agraria, de los servicios, comercial o de la administra-

1
Mottez, 1971: 6.
Las especialidades limítrofes 27

ción? La pregunta parecería simplemente absurda si no fuese porque ha


habido autores y obras de mucho peso que han entendido que "Sociolo-
gía Industrial" quería decir precisamente eso: de la industria, del sector
extractivo y transformativo y, si acaso, de los servicios asimilables (por
ejemplo, el transporte). Así, Dahrendorf: «el concepto de industria se
refiere a las actividades extractivas y transformadoras que por lo regular
requieren el empleo de fuer¿a mecánica. [ ... L] a industria constituye el
objeto propio de la sociología de la industria y de la empresa. Es la so-
ciología especial de problemas aún por determinar en el marco de la
producción mecanizada de bienes en las minas, en la industria siderúr-
gica y en las fábricas, tal como se ha desarrollado a fines del siglo XVlli a
partir de la revolución industrial.>>' Análogo razonamiento parece haber
tras lo que escribe un santón de la sociología del trabajo, Georges Fried-
mann: <<Así como es abusivo hablar de "sociología industrial" para de-
signar, en realidad, toda la sociología del trabajo, resulta una fuente de
confusión utilizar la expresión 'relaciones industriales' para cubrir toda
la relación entre patronos y empleados en todas las ramas de las activi-
dades económicas y administrativas.>>1 Aunque es difícil interpretar de
modo inequívoco este texto, pues puede considerarse que simplemente
apunta a un abuso lingüístico, parece más bien que su propósito, cuan-
do menos latente, es reivindicar para la sociología del trabajo un territo-
rio más amplio que el de la sociología industrial. Es difícil determinar
dónde establecería sus límites una sociología industrial así definida, o
qué servicios respetaría como tales: el transporte, ya se sabe (sin duda
por la muy alta relación capitaVtrabajo o, más aún, en sentido físico, me-
dios de producción/trabajo), siempre es admitido junto a la industria,
desde por los sociólogos industriales restrictivos como Dahrendorf has-
ta por los teóricos marxianos del trabajo productivo, pasando por la con-
tabilidad nacional; el almacenamiento de materiales y mercancías, a me-
nudo, también; el mantenimiento de productos industriales, podría
considerarse ... y así hasta la más completa confusión. Lo cierto, afortu-
nadamente, es que estas definiciones restrictivas han tenido poco eco.
Probablemente el único sociólogo de acuerdo con Dahrendorf en esto
sea el propio Dahrendorf. Un decenio antes, el primer manual conocido
de sociología industrial afirmaba: <<En muchos aspectos es lamentable
que la mayoría de las investigaciones en Sociología Industrial se hayan
realizado en las fábricas. Ello ha llevado a una confusión semántica,

2
Dahrendorf, 1962:5.
3
Friedmann, 1961: 30.
28 Marimw E En guita

identificando investigación en las fábricas con Sociología Industrial. [ ... ]


Nosotros preferimos utilizar la palabra "industrial" en su sentido más
amplio: referido a todo tipo de actividad económica, abarcando, en ge-
neral, empresas financieras, comerciales, productivas y profesionales.»'1
Por la misma época, Hughes se felicitaba, al introducir un número espe-
cial del American ]oumal ofSociology, de que los que él consideraba so-
ciólogos del trabajo, los cuales se veían a sí mismos más bien como so-
ciólogos industriales, abarcasen ya una gran diversidad de campos
ajenos al sector secundario de la economía. 5 Es cierto que, en sus inicios,
la sociología industrial, en la medida en que pudiera considerarse ya tal,
como la sociología en general, se sintió mucho más impresionada e inte-
resada por la manufactura, la maquinaria y la gran industria productora
de bienes, así como por su impacto sobre la sociedad, que por la agricul-
tura, los servicios o la administración, que por entonces sólo cambiaban
mucho más lentamente. Sin embargo, no lo es menos que, ya mediado el
siglo, cuando puede afirmarse sin lugar a dudas que ya existe una socio-
logía industrial propiamente dicha, buena parte de ella se dedicaba pre-
cisamente al estudio de los servicios (por ejemplo las investigaciones de
Selznick, Argyris, Lockwood,J anowitz, Stouffer, Sills, Blau, Crozier, en-
tre otros; a no ser, claro está, que las arrojemos, en exclusiva, al capítulo
de la sociología de las organizaciones).
Se han propuesto, sin embargo, otras restricciones; propuestas que,
en general, no hacen sino expresar las particulares concepciones de los
proponentes. Etzioni, por ejemplo, rechaza la identificación de la socio-
logía industrial con la industria pura y dura, a la que califica de pla11t so-
ciology, sociología del taller (siguiendo en ello a Kerr y Fischer), 6 y pro-
pone su extensión a todas las organizaciones económicas, pero según su
propia definición de las mismas: <<Así, la sociología industrial incluirá el
estudio de las oficinas, los restaurantes y otras organizaciones económi-
cas que no son las fábricas, pero excluirá el estudio de las universidades,
las escuelas, los hospitales y otras organizaciones no económicas.>>' Or-
ganizaciones económicas serían aquellas <<cuyo objetivo principal es
producir bienes y servicios, intercambiarlos y organizar y manipular los
procesos monetarios», es decir, la producción de bienes y ciertos serví~
cios, el comercio y las finanzas. Se nos aparece arduo encontrar alguna

~ MillervForm, 1963:7-8.
'1-lugh~, 1952:423.
(>Kcrr y Fischcr, 1957.
7
Etzioni, 1958: 133.
Las especialidades limítrofes 29

lógica en esa consideración de la medicina o la ensei'ianza (¿tampoco la


abogacía, la arquitectura, etc.?) como no económicas, pero resulta fácil
seguir sus huellas hacia la concepción funcionalista de las profesiones
(por otra parte, abusivamente identificadas con las organizaciones en
que trabajan, como si no hubiera otro personal en éstas) inspirada en
Parsons y I-!ughes,8 algo difícil de sostener hoy gracias, entre otras cosas,
al mejor conocimieoto sociológico que tenemos de ellas.
Cabe admitir, pues, con Castillo, «que "industria", lo mismo en sus
orígenes ingleses que en francés o en buen castellano, significaba cual-
quier actividad industriosa, en la que se aplica el ingenio y la capacidad
de las personas para transformar la naturaleza o las cosas.»9 Pero hay
que añadir, primero, que el problema no es simplemente gramarical,
ya que la ambivalencia de los términos industria o tizdustrial de hecho,
existe y ha dado lugar a interpretaciones más restrictivas y por autores
no precisamente marginales; segundo, que este problema no se plantea
ni para la sociología del trabajo ni para la sociología económica, cuya
transversalidad a través de las fronteras funcionales de la actividad eco-
nómica es unáoimemente admitida, aunque sí para la sociología indus·
tria! (y de la empresa).
Menos dificultades presenta la aposición "industrial y de la empresa".
Por un lado, se ha señalado que, en la primera mitad del siglo, Alemania
desarrolló una Betriebssoziologie mientras en los Estados Unidos se des·
plegaba una industrial sociology 10 (y pronto en Francia, por cietto, una so-
ciologie du travailJ. Algo o bastante de cierto hay en ello, pues es verdad
que el economista Schmoller avant la lettre (en 1892), o Geck (1931),
Briefs (1951) y Schelsky (1954), por ejemplo, refieren la sociología a la
empresa, como luego lo harían también Dal1tendorf, Mayntz o Lepsius,
pero también que pronto la sociología alemana se sumó a la doble fór-
mula industria-empresa. Mientras tanto, del otro lado del Atláotico lo
que parece es más bien que se utiliza el término industrial sociology o tit-
dustrial relations para referirse a los aspectos más teóricos y generales de
la disciplina, como lo hacen Moore o Whyte, pero se propende a englo-
bar los estudios de empresas concretas dentro de la sociology o/organiza-
tions u organiza/tonal sociology. De hecho, pues, creo que lo que hay en
realidad es, por así decirlo, una distinción micro-macro (no en cuanto al
método, sino en cuanto al objeto), que en Alemania se traduce en la dico-

8
Parsons, 1939; Hughes, 1963.
'' Castillo, !996: 42-43.
10
Dahrendorf, 1962.
JO Mariana F. En guita

tomía Betrieb-Industrie y, en los Estados Unidos, en la distinción organi-


zations-industry (y, a riesgo de ser aventurado, añadiría que en Francia se
presenta como travail~industrie), y cuyo mantenimiento en el momento
actual, una vez establecido que la sociología industrial no es sólo ni prin-
cipalmente la sociología de la sociedad industrial, pero también que
abarca otros ámbitos que el interior de la empresa (el mercado de trabajo,
por mencionar solamente uno), puede que resulte francamente ociosa.
Esto nos lleva directamente a la relación con la sociología de las or-
ganizaciones, en estos momentos, con toda probabilidad, la sociología
especial más admitidamente cercana. Si partirnos, con Bamard, de <<la
definición de una organización formal como un sistema de actividades o
fuerzas conscientemente coordinadas de dos o más personas», 11 en ella
caben no solamente las empresas sino también todo tipo de organizacio-
nes políticas, religiosas, etc. No obstante, una buena parte de las organi-
zaciones son empresas y otra buena parte de las empresas (pues también
existen las empresas individuales y familiares en sentido estricto) son or-
ganizaciones. No parece de recibo, pues, considerar, como proponía Et-
zioni -barriendo para casa-, que <<puede ser fructíferamente concebi-
da como una rama de la sociología de las organizaciones». 12 Además,
otras organizaciones interesan también a la sociología. industrial, por
ejemplo los sindicatos de trabajadores, los colegios profesionales y las
asociaciones patronales. Puede decirse que la sociología de las organiza-
ciones conoció un fuerte impulso como rama de la sociología industrial,
sobre todo a través de los numerosos estudios sobre corporaciones pri-
vadas y agencias públicas de los sociólogos norteamericanos y franceses,
pero no es menos cierto que tenia sus propios precedentes, algunos in-
cluso anteriores al desarrollo de una sociología industrial en sentido
fuerte: el clásico por excelencia de la especialidad, sin ir más lejos, Los
partidos políticos, 13 pero también los ensayos ele Weber o Marx sobre la
burocracia. 14
Otras sociologías como la del consumo, la de las ocupaciones o la de
la sociedad industrial presentan en sus relaciones con la sociología in-
dustrial, en un sentido formal, el mismo tipo de problema: cada una de
aquéllas comparte con ésta cierto espacio, pero ambas son siempre más
o mucho más que esa intersección. La sociología del consumo presenta

n Barnard, 1938:73.
12 Etzioni, 1958: 131.
1
' Michels, 1911; podríamos considemr también a Mosca, 1939.
14
!vlarx, 1843, 1844b; \X'cber, 1922: 1" pane, III/Il.
Las especialidades limftro/es J1

una clara intersección con la sociología industrial, entendida en un sen-


tido amplio, o, al menos, con la sociología económica en cualquier for-
ma que ésta se entienda. En términos convencionales, el consumo es el
estadio final del proceso económico sustantivo que sigue a la produc-
ción, la distribución y el intercambio de los bienes y servicios. En térmi-
nos formales, la necesidad o el deseo de consumo se traducen, mediados
por las dotaciones, en una demanda efectiva que indica a las empresas, a
través de los precios, lo que el público desea que produzcan; o, en senti-
do contrario, las empresas tienen que encontrar o generar mercados
para los bienes y setvicios que producen. Por supuesto, el consumo es
solamente una parte del entorno de la industria y la empresa y, por otra
parte, es y representa para los consumidores mucho más que su relación
con los proveedores. Por eso la sociología del consumo se ocupa necesa-
riamente de otros aspectos de éste, tales como los mecanismos de repre-
sentación de status, las formas de socialidad, la reproducción y transfor-
mación de la cultura (en sentido restrictivo), etc., que quedan fuera del
ámbito de la sociología industrial y que incluso atañen a otras sociologías
especializadas (estratificación social, arte y cultura, etc.). De hecho, po·
demos entrever o sencillamente ver en la calificación "industrial y de la
empresa", así como "del trabajo", a diferencia de la más general "econó-
mica", un intento o, al menos, una disposición a dejar de lado la esfera
del consumo.
La sociología de las ocupaciones raramente existe como tal. La en-
contramos a menudo como sociología del trabajo y las ocupaciones o,
con otro nombre, como estratificación social (o, en algunos casos, es-
tructura social), en el entendido de que la ocupación es uno de los ele-
mentos decisivos, si no el más, de la posición de las personas en cual-
quier forma de estratificación social -en la sociedad industrial o
post-industrial (la Sociología del trabajo de Caplow, el clásico anglosajón
del área, era en gran medida, por cierto, una sociología de las ocupacio-
nes, como se constata con un simple vistazo a su índice). 15 La sociología
del trabajo no debería dudar -aunque a menudo parezca simplemente
ignorarlo- que entre las ocupaciones se incluyen las profesiones, en-
tendidas éstas como la parte de las ocupaciones con mayor nivel de cua-
lificación y autonomía, con una situación de ventaja en el mercado o en
las organizaciones y con una posición de dominio simbólico sobre su
clientela. La sociología industrial y de la empresa puede dudarlo si por
empresa se entiende necesariamente la colaboración de dos o más per-

15
Caplow, 1954.
32 Mariano F. Enguita

sonas; por ejemplo cuando se afirma, como lo hicieran Miller y Form,


que <da Sociología industrial es un área importante de la Sociología ge-
neral que puede ser titulada con mayor exactitud Sociología de las orga-
nizaciones del trabajo>>" (a no ser que se incluya entre las organizacio-
nes, pongamos por caso, la clientela privada de un médico). Es decir,
puede dudarlo en la medida en que acepte considerarse a sí misma
como una sección de la sociología de las organizaciones; pero, en primer
lugar, ya hemos criticado esta reducción; en segundo lugar, estas organi-
zaciones dificilmente podrían entenderse en su estructura y funciona-
miento sin una cabal comprensión de las profesiones que juegan un pa-
pel dominante o simplemente esencial en ellas; en tercer lugar, el
profesional liberal aislado no existe en realidad, sino que actúa siempre,
al menos, a través de pequeñas organizaciones (consultas, bufetes, estu-
dios, gabinetes) que son, propiamente, empresas. Huelga añadir que
este problema no existe desde la perspectiva más amplia de la sociología
económica.
Finalmente, dentro de este grupo, la sociología de la sociedad indus-
trial sencillamente parece haber dejado de tener sentido autónomo. Una
parte se singulariza como relaciones industriales y pertenece, como tal, a
la sociología industrial (o del trabajo, o económica): <<Este término ha sig-
nificado poco a poco, en el uso corriente, el conjunto de relaciones entre
patronos y empleados, así como las asociaciones formadas por unos y
otros, los medios de negociación, ele arbitraje y de lucha que emplean en
sus negociaciones y conflictos», 17 aunque autores más recientes prefieren
denominarlas <<relaciones laborales>> o <<relaciones de trabajo asalaria-
do»,18 o incluso «relaciones de empleo». En cierto modo, la expresión
designa la organización de lo que Marshall llamó el «sistema secundario
de ciudadanía industrial>>,''' por lo que suele centrarse especialmente,
aun sin ignorar el conflicto entre las partes, en los mecanismos institucio-
nales y explícita o implícitamente consensuados como tales: normas so-
bre empleo, métodos de elaboración y aplicación, etc."' El resto, las ca-
racterísticas, los procesos y las transformaciones más generales de la
sociedad industrial, o como quiera que sea caracterizada (post-industrial,
capitalista, ele servicios, etc., etc.) pertenecen ya a la sociología del cam-
bio social, del desarrollo, de la modernización o histórica.
16
Miller y Form, 1963:34.
17
Fricdmann, 1961:30.
18
Miguéle>L y Prieto, 1991b: xxii.
19
Marsball, 1950: 10-1.
2n Bng!ioni, 1982: 24.
LIS especia!Jdadcs !imítm/es )3

Más compleja es la relación con sociologías especiales que pueden


ser prácticamente o en gran medida coextensivas con la industrial,
como la sociología del trabajo y la sociología económica. Quizá haya
que comenzar por decir que, en tm sentido amplio, es decir, estirando
los conceptos al máximo y, si hace falta, forzándolos, probablemente
podríamos hacer llegar cualquiera de ellas a donde quiera que llegase
otra, pero no creemos que sea ésta la mejor vía a elegir. Empecemos por
la sociología del trabajo. A la vista salta que el trabajo, como objeto, es-
capa en el espacio y en el tiempo a la definición de liulustrial. Por un
lado, ha habido trabajo, según las crónicas, desde la salida del paraíso y,
según la antropología, desde que hay humanidad; por otro, hay un sec-
tor importante de trabajo en las sociedades industriales (entre otros,
pero ahora sólo nos detendremos en éste) que no suele ser abordado
por la sociología industrial: el trabajo doméstico, que representa la mitad
o más del trabajo total en cualquier sociedad industrializada. Si identifi-
camos industrial con industrioso, cie1tamente, desaparecen esos límites
y la sociología industrial corre paralela a la sociología del trabajo ... sal-
vo que ésta se defendiera entonces proclamándose responsable del es-
tudio de toda activtdac~ incluido el ocio -como en algún viejo plan de
estudios. Mas en este sentido, creo, sí que hay que estar de acuerdo con
Dahrendorf en que <<la sociología de la industria y de la empresa se ha-
lla referida a determinado período de la historia social y no es, al pie de
la letra, una "sociología especial", sino una "sociología especial de la
sociedad industrial"»? es decir, que no tiene la pretensión, por ejem-
plo, de estudiar el trabajo en una sociedad agraria, preindustrial, pre-
tensión que sí puede y debe tener la sociología del trabajo, tanto si se
trata de estudiar una sociedad contemporánea como si de utilizar el pa-
sado como plataforma de comprensión del presente. (Pero sí corres-
ponde -también- a la sociología industrial, como argumentamos an-
tes en contra de Dahrendorf, el trabajo agrario en una sociedad
industrial, pues las sociedades "industriales" no son sociedades políti-
camente integradas pero económicamente segmentadas, en las que la
agricultura, por ejemplo, se mantenga como era antes de la industriali-
zación, sino sociedades también económicamente integradas, en las
que la agricultura, por seguir con el ejemplo, es agricultura mecaniza-
da, o practicada en granjas capitalistas o estatales, o producción indivi-
dual para el mercado más o menos asimilada a los grandes circuitos pri-
vados o públicos de distribución, o actividad agrícola de subsistencia

21
Dahrcndorf, 1962:3
34 Mariano F. En guita

residual de unidades familiares cuyos ingresos proceden mayoritaria-


mente del trabajo asalariado o mercantil.)
Pero también hay una parte de la sociología industrial (y de la em-
presa) que queda fuera del ámbito de la sociología del trabajo: la propie-
dad y la alta dirección. El análisis del trabajo, por supuesto, parte del he-
cho de que la mayoría de las personas no son propietarias de medios de
producción, de que la mayoría de los medios de producción son propie-
dad de una mínoría de personas y de que, consiguientemente, la mayor
parte de los trabajadores son trabajadores asalariados. Por otra parte, las
fmmas y concepciones de la dirección del proceso productivo tienen
consecuencias decisivas sobre el proceso y las condiciones de trabajo,
los cuales no podrían comprenderse de manera cabal sin tenerlas en
consideración, y la estructura misma de la dirección es ínseparable de la
estructura del empleo (división de tareas, puestos intermedios, líneas de
autoridad, mecanismos de promoción, etc.). Pero resulta difícil imagi-
nar, por ejemplo, qué puede tener que ver con la sociología del trabajo
la problemática de las relaciones entre el capital accionarial y sus repre-
sentantes suscitada a partir, sobre todo, de la obra deBerle y Means (el
viejo tema de la posible disyunción entre propiedad y control de los me-
dios de producción, o propiedad y posesión, o entre su propiedad jurí-
dica y su propiedad económica -distinciones conceptuales, todas ellas,
poco afortunadas, pero no vamos a entrar ahora en esa discusión). Los
directivos que representan al capital pueden ser o no los mismos que se
ocupen personalmente de la dirección del proceso productivo; tal o cual
modelo de organización puede ser o no funcional para el capital o, lo
que es lo mismo, para los accionistas; los propios puestos de los directi-
vos son, después de todo, puestos de trabajo, etc., pero la problemática
propiedad-control es la de la organización del capital, no de la organiza-
ción del trabajo; es un problema esencial desde la perspectiva de la em-
presa, pero no, salvo muy indirectamente, desde la del trabajo. En suma,
debemos decir que hay un amplio campo de coincidencia entre la socio-
logía índustrial (y de la empresa) y la sociología del trabajo, que proba-
blemente este campo de coincidencia es el grueso de cada una de estas
sociologías especiales tomada por separado, pero también que tanto
una como otra tienen un campo restante no compartido.
Hay algo más, por cietto, que une a la sociología industrial (y de la em-
presa) y la sociología del trabajo, y que separa a ambas de la sociología
económica: la exclusión de las esferas de la circulación y el consumo. Aun-
que se podría sostener que la sociología industrial puede o debe incluir,
por limitadamente que sea, el ámbito del consumo (así lo hacen, por ejem-
LJS especialidades limítrofes 35

plo, algunos teóricos de la organización procedentes del campo de la teo-


ría económica), 22 lo cierto es que no lo hace o apenas lo hace, y la sociolo-
gía del trabajo excluye esa esfera por definición. Más impmtante es, em-
pero, la esfera de la circulación. Aquí entiendo ésta definida en los
siguientes términos: toda producción no doméstica, es decir, no consumí~
da por el propio productor, ha de circular hacia los consumidores finales
(como bienes o setvicios de consumo) o hacia otros consumidores-pro-
ductores (como bienes intermedios o setvicios a las empresas), y esto ha
de discurrir a tr~vés del intercambio privado (incluidos aquí el mercado,
el trueque y la donación) o a través de la asignación por el Estado (racio-
namiento, redistribución fiscal); si, además, la producción es cooperativa
(o conjunta, o asociada: en definitiva, en una empresa u organización), el
producto final, antes de circular, ha de ser objeto de apropiación por los
participantes." Hay que empezar por decir que la apropiación (lo que los
economistas suelen llamar "distribución" o "distribución funcional", es
decir, distribución entre los factores: tierra, trabajo y capital, o rentas, sala-
rios y beneficios) no suele ser por sí misma objeto de atención ni para la
sociología industrial (y de la empresa) ni para la sociología del trabajo, ex-
cepto en la medida en que sea objeto de conflicto expreso entre los acto-
res, quizá porque se admite que, salvo que surja éste, viene determinada
por las leyes del mercado. La circulación (lo que los economistas suelen
llamar intercambio, pero aqLú éste es sólo una de las variantes de la circu-
lación), es, en principio, dejada al margen por ambas.
Sólo en principio, claro está, porque lo que sale o no se permite que
entre por la puerta termina haciéndolo por la ventana. En primer lugar,
hay un mercado que ambas sociologías especiales consideran: el merca-
do de trabajo. La sociología industrial (y de la empresa), en cuanto que
forma parte indiscutida de las relaciones indmtriales, especialmente
como política de empleo, escenario del movimiento obrero y de los sin-
dicatos, etc.; la sociología del trabajo en el mismo sentido, y en ella in-
cluso puede obsetvarse una tendencia reciente a transmutarse total o
parcialmente en sociología del empleo, a interrogarse sobre las condi-
ciones de empleo con carácter previo a las condiciones de trabajo, en la
medida en que la sociedad parece alejarse definitivamente -hasta don-
de la vista alcanza- del pleno empleo y el empleo realmente existente
estalla en mil formas y fragmentos." Pero hay más mercados, concreta-

n Por ejemplo, Hirscbm:m, 1970.


23
Para más detalles, véase En guita, 1997 d.
14
Maruani y Reynaud, 1993: 4; Prieto, 1994: 20;
36 Mariano F. En guita

mente los mercados de capital y los mercados entre empresas. Los pri-
meros son sencillamente ignorados, algo perfectamente comprensible
para la sociología del trabajo pero no tanto para la sociología industrial
(y de la empresa). Los segundos suelen ser ignorados por la sociología
industrial (¡y de la empresa!), precisamente por su proximidad con la
sociología de las organizaciones (que ba de ignorarlos por definición,
salvo que se consideren éstas como sistemas abiertos), pero ya no pue-
den serlo por la sociología del trabajo, la cual se encuentra, por ejemplo,
cara a cara con la imposibilidad de abarcar la división del trabajo si no
es, además de como división interna a la empresa, como división del tra-
bajo entre empresas, considerando el proceso de producción de cual-
quier bien o servicio corno un todo.25
En el descuido o la renuencia de la sociología a adoptar el mercado
como objeto de estudio no hay otra cosa que el fetichismo del mismo
compartido con la economía, la idea de que es un mecanismo automáti-
co e impersonal, en el que cualquier mano es invisible, una idea llamati-
vamente compartida por la economía clásica liberal (aunque algunos
autores clásicos, concretamente Smith, tenían sus reservas al respecto,
éstas han sido ignoradas por la posteridad), tanto más por la neoclásica y
neoliberal, y la economía marxista, con su peculiar visión neutral del
"velo de la circulación". Pero si, en lugar de suponer que el mercado es
lo que tanta gente dice que es, nos preguntamos si realmente lo es, en-
tonces aparece con claridad el hecho de que, sea lo que sea, existe una
amplia subesfera de la economía distinta del trabajo en cualquier terre-
no -en la empresa, por cuenta propia o en el mercado- y distinta de la
«mano visible» 26 en la empresa u organización. Es la esfera de la distri-
bución, es decir, de la asignación y el intercambio, y ha sido ya, aunque
sólo de forma tentativa e incipiente, estudiada por la sociología econó-
mica. No hay, en cambio, un trabajo ni una industria (o empresa) que
queden fuera de la economía. Si algún trabajo lo hiciera sería otra cosa:
actividad de ocio, actividad política o religiosa o cualquier otra forma de
acción social pero no económica, es decir, no sería trabajo. Si alguna em-
presa lo hiciera sería solamente una organización -una organización de
tipo no económico. La sociología económica se ocupa, pues, por defini-
ción, de un ámbito algo más amplio que el de otras sociologías especia-
les como son la industrial (y de la empresa) o la del trabajo: eso no la
hace ni mejor ni peor, no la convierte en principio ni síntesis de nada,

25
Castillo, 1988:26.
J~> Cbandler, 1977.
Lu especialidades limítrofes 37

pero, a no dudar, hace de ella una especialidad distinta dentro de la dis-


ciplina común.
Podría pensarse, ciertamente, en una posibilidad de configurar su-
bámbitos de la sociología industrial (y de la empresa) o de la sociología
del trabajo que queden fuera del ámbito de la sociología económica.
Robbins escribió, refiriéndose al objeto de la economía: <<La concepción
que hemos adoptado puede describirse como analítica. No pretende se-
leccionar ciettos ripos de conducta, sino que enfoca la atención sobre un
aspecto parricular de la conducta, la forma impuesta por la influencia de
la escasez.>>27 Acogiéndose a esto, se podría intentar definár la sociología
económica como la sociología del aspecto económico de la realidad.
Así, pongamos por caso, estudiaría el aspecto económico del trabajo
pero no su dimensión expresiva, o estudiaría la empresa como organiza-
ción productiva pero no como escenario de acoso sexual contra las mu-
jeres. El problema es que, si aceptamos esa limitación, expulsamos la so-
ciología misma del ámbito de la realidad económica, sea la sociología
económica, la industrial o la del trabajo. Sin negar a priori, de ningún
modo, la utilidad de las abstracciones de la teoría económica, lo que la
sociología plantea es que tales abstracciones no son reales (no se basan
en aislar aspectos realmente existentes de la conducta humana) sino
conceptuales (consisten en elzimitar del razonamiento aspectos que no
son aislables en la realidad). En otras palabras, que no existe la conducta
puramente económica, ni se puede aislar y estudiar por sí mismo el as-
pecto económico de la conducta, sea en el mercado, en la empresa, en el
hogar o en cualquier otro contexto. Naturalmente, los otros determi-
nantes de la conducta (los no dictados por la relación medios-fines o por
la escasez) están más presentes en unos contextos que en otros: están
menos presentes, por ejemplo, en el contexto impersonal del mercado,
sensiblemente más en la empresa y de forma abrumadora en el hogar, de
manera que la abstracción conceptual del economista teórico se acerca
más a la realidad en el mercado, donde las interacciones son relativa-
mente impersonales y erráticas y en algún grado se compensan, y menos
a medida que se sumerge en contextos social y culturalmente más den-
sos, de manera que choca con enormes dificultades en el ámbito de la
organización y muestra una clara tendencia a patinar en el del hogar.
Quázá esto sea también parte de la explicación de la preferencia mostra-
da por la sociología por estudiar las organizaciones (las empresas), que
ni son tan impersonales como el mercado (o como algunos mercados) ni

27
Robbins, 1932, recogido en LeClair y Schneider, 1968: 97,
38 Mariano F. En guita

están tan espesamente personalizadas como los hogares (como cuales-


quiera hogares).
Lo que distingue a la economía no es ocuparse de un aspecto de la
conducta, el aspecto económico, sino ocuparse de la conducta desde un
supuesto conceptual o metodológico: la l"acionalzdad tal como la entien-
de normalmente el economista (maximización u optimización); en defi-
nitiva, lo que Polanyi llamó la economía formal. Lo que distingue a la
sociología económica, del trabajo o industrial (y de la empresa) de la so-
ciología a secas o de otras sociologías especiales es ocuparse, esta vez sí,
de un área de la conducta, la que se refiere a la obtención del sustento en
el sentido más amplio, o a la satisfacción de las necesidades en un con-
texto de escasez (a no confundir con la racionalidad medios-fines), pero
bajo rodas los aspectos. Por eso pudo decir Polanyi que «el ensayo de
Lionel Robbins, aunque útil para los economistas, distorsionó fatalmen-
te el problema.>>28 Si la sociología industrial (y de la empresa), o la socio-
logía de las organizaciones, se ocupa del acoso sexual en el trabajo no lo
hará como parte de una sociología de las relaciones de género, sino
como parte, y en la medida en que sea parte importante, del estudio de
los mecanismos de poder informal en la organización, de las dimensio-
nes latentes o los efectos perversos de la autoridad formal, de las condi-
ciones de trabajo, etc.; si la sociología del trabajo se ocupa, supongamos,
de la dimensión expresiva del trabajo extradoméstico (el hecho mismo
de tener un empleo como fuente de autoestima, o el tipo de empleo
como fuente de estatus), no será tanto por agotar todo lo que pueda te-
ner alguna relación con el trabajo sino porque sería sencillamente impo-
sible comprender la relación con el mismo sin tener en cuenta esa di-
mensión (comprender, por ejemplo, que sectores importantes de
mujeres trabajen por salarios que, deducido el precio-sombra de tareas
domésticas que pasan a ser reemplazadas por bienes y servicios adquiri-
dos en el mercado, no compensan el aumento de su carga de trabajo).
Pero este mecanismo de absorción de problemas, o del objeto de estu-
dio, es común a cualquier especialidad de la sociología que se ocupe de
cualquier aspecto de la realidad, económica o no.
Digámoslo una vez más: no se trata de hacerse con esta o aquella
parcela de la sociología como disciplina o de la realidad como objeto de
estudio. Se trata, eso sí, de comprender la relación entre la disciplina y la
realidad, parte de lo cual es comprender su historia, y se trata de qne
esta historia se condensa significativamente en el juego de las denomina-

23
Polanyi, 1957b: 270.
Las espt·cialidades limítrofes 39

ciones. La sociología nace bajo la fuerte impresión de las transformacio-


nes producidas por la industrialización: de sus efectos sociales en gene-
ral y de esos nuevos fenómenos que son la fábrica y la clase obrera en
particular. En la medida en que se concentra en estos aspectos podemos
decir que nace la sociología industrial. La adición del término "empre-
sa" implica una doble delimitación, respecto de la sociología de las orga-
nizaciones (que se ocupa también de otras organizaciones) y respecto de
la economía (que se ocupa, de momento, del mercado, o de la empresa
como simple conjunción de factores en función de una tecnología y
unos precios dados). Dice Dahrendorf, con cietto fundamento, que <da
investigación sociológica industrial constituye un dominio europeo.
Históricamente, el gran objeto de la sociología norteamericana fue el
municipio (commzmity), en tanto que el de la europea ha sido la empre-
sa industrial.»29 Tiene razón, creo, en el sentido de que la sociología nor-
teamericana se ocupó de estudiar cómo se formaba su sociedad a partir
de elementos de muy variada procedencia, mientras que la sociología
europea lo hizo de entender cómo se derrumbaba la suya. Pero no creo
que esto divida a una y otra entre la comunidad local (el municipio) y la
asociación productiva (la empresa), sino que -dejando aquí aparte el
municipio- entraña dos formas de contemplar la empresa: como orga-
nización más o menos armónica, que es lo que hace en sus inicios la so-
ciología norteamericana de las organizaciones, o como perenne escena-
rio de la pugna entre capital y trabajo. Por eso la sociología de la
empresa, procedente sobre todo de la sociología de las organizaciones,
es un producto antes que nada norteamericano, mientras que la sociolo-
gía del trabajo es un producto preferentemente europeo -y, dentro de
Europa, más francés, italiano y español que alemán-, precisamente
<<por oposición a la "sociología industrial", considerada como evoca-
ción de un concepto americano más bien limitado de la sociología de la
empresa.>>30 El desarrollo de la sociología del trabajo de preferencia en
los países económicamente menos industrializados y políticamente más
agitados de Europa -pero con cierto nivel académico y profesional-
obedece, creo, al doble impulso de dar prioridad al trabajo entre los ele-
mentos de la empresa-organización y de abarcar el importantísimo resto
de trabajo no asalariado -incluso sin considerar el doméstico-. Pues
bien, el renacer de la sociología económica responde, en mi opinión, a la
detección de otras insuficiencias, en particular la escasa atención presta-

:t<J Dahrendorf, 1962:55.


10
Mottez, 1971:6.
40 Mariano F En guita

da al mercado y a la economía doméstica. Teóricamente, estos vacíos


han estado siempre ahí, pero las escasas voces que los señalaron estaban
condenadas a clamar en el desierto. Lo que ha cambiado la situación
han sido dos cosas: en primer lugar, la pérdida de centralidad de la opo-
sición entre capital y trabajo, producto de una gran multiplicidad de
factores que no hace falta enumerar aquí, pero uno de cuyos efectos de-
rivados es que se puede prestar más atención a otras formas de desigual-
dad y de conflicto sociales; en segundo lugar, el paso a primer plano de
otros aspectos de la economía como el hogar --al ritmo de su abandono
parcial por la mujer- o el mercado -como consecuencia de los límites
de la teoría económica y de la llamada desconcentración productiva.
Resta añadir que todavía queda una esfera cuya importancia económica
viene siendo subestimada por la sociología, y que tarde o temprano ha-
brá de ocupar el lugar que le corresponde en el análisis sociológico de la
realidad económica: el Estado corno mecanismo de (re) distribución
que, aparte de sus funciones propiamente productivas, que desempeña
a través de sus propias organizaciones --empresas y agencias-, redis-
tribuye una parte del producto de otras organizaciones y de los hogares
e individuos
No se trata, pues, de poner una sociología especial en el puesto de
otra en nombre del descubrimiento de tal o cual parcela olvidada, sino
de actuar, en cualquiera de ellas, de manera que abarque la totalidad de
su objeto.
5. LA DIVERSIDAD DE LA ACCIÓN ECONÓMICA

El análisis económico de la realidad económica se basa en el supuesto de


que ésta está formada por actores que persiguen sus intereses individua-
les de forma racional, es decir, tratando de obtener el mayor beneficio al
menor coste. Por más que los utilitaristas irredentos puedan pensar que
no hay otra forma posible de conducta humana, y mucho menos de con-
ducta racional, ésta dista mucho de ser una concepción espontánea, o
eterna: es una idea nacida exclusivamente en occidente y en fecha relati-
vamente reciente.' El deseo de simplificar los supuestos para entregarse
con todas las fuerzas a las deducciones ha hecho del bomo ceconomicus
el acompañante inevitable de cualquier economista, particularmente de
cualgwer economista neoclásico. Pero, sí la política, dicen, hace extra-
ños compañeros de cama, la economía, entonces, los trae francamente
indeseables. Es un lugar común que semejante espécimen puede resul-
tar de gran utilidad en la mesa de despacho, como supuesto de la teoría,
pero es, afortunadamente, difícil de encontrar en la realidad. La literatu-
ra económica abunda en ironías que definen al bomo ceconomicus como
la última persona a la que uno querría tener como amigo o con la que
desearía ver casada a su hija: 2 «Habría que tomar varios cursos de eco-
nomía para encontrar a uno que dejase entrar siquiera el bienestar de su
familia en su función personal de utilidad.»1
Más allá de este rechazo instintivo, la idea utilitaria y economicista
de la racionalidad topa una y otra vez con dificultades para abarcar
formas patentes y relevantes de conducta humana, incluida la conduc-
ta económica, y se ha visto por ello llevada a redefinir constantemente
sus términos. En su formulación original, todo su atractivo y toda su
insuficiencia residen precisamente en su simplicidad. <<La naturaleza»,
escribe Bentham, <<ha puesto a la humanidad bajo el dominio de dos
soberanos, el dolor y el placer. Sólo a ellos les corresponde indicar lo

1
Hirscbman, 1977.
2
Boulding, 1970: 134.
; Sen, 1973:46.
42 Mariano E Enguita

que deberíamos hacer, así como determinar lo que haremos.»' Actua-


lizado por un filósofo de la economía: <<Toda acción humana se dirige
a aumentar el placer y evitar el dolor.>>' Pero la fmma más elemental
de entender este principio de utilidad, que cada acción persigue au-
mentar el placer y evitar el dolor para la persona que la realiza sin te-
ner para nada en cuenta a los demás, contradice claramente la reali-
dad, plagada de casos de altruismo o, sencillamente, de dudosa
utilidad personal, lo que obliga al utilitarista a sucesivos epiciclos en-
caminados a englobar las conductas rebeldes, ambiguas o simplemen-
te incómodas. Una forma algo más compleja puede consistir en inte-
grar el placer y el dolor de los demás, o de algunos entre ellos, como
propio, lo que algún autor ha llamado el <<gusto por la percepción del
bienestar de otros». En estos términos, como resulta obvio, siempre
podrá justificarse cualquier acción humana como útil para quien la lleva
a cabo, ya que, en realidad, basta para ello con suponer que, si lo hace,
es porque le proporciona algún tipo de placer (o le evita algún tipo de
dolor) sea éste físico o moral, egoísta o altruista, etc., lo que convierte
el razonamiento en una simple tautología de valor nulo. 6 Más de lo
mismo se obtiene cuando la teoría se limita a afirmar que <<hay algo lla-
mado utilidad -como la masa, la altura, la riqueza o la felicidad-
que la gente maximiza. [...A]hora es simplemente un nombre para la
ordenación de las opciones según las preferencias de cualquier indivi-
duo.>/ Lo que se viene a decir así es que es preciso mantener la aritmé-
tica moral benthamiana para que la realidad se preste a su formaliza-
ción matemática. Lo que convierte al utilitarismo en una base ideal
para la teoría económica no es el contenido de la moral que predica
(placer, dolor), por mucho que se pueda espiritualizar, sino su cardi-
nalidad o, al menos, su ordinalidad: más, menos, igual. Tanto más si,
de paso, la moral se reduce a la eficiencia: <da mayor felicidad del ma-
yor número es la medida de lo justo y de lo injusto.>>8
Por otra parte, el supuesto de racionalidad formal también se ha vis-
to sacudido, incluso desde las propias filas de la teoría económica. Si-
mon sugirió ya hace tiempo reemplazar la idea de conducta maxúniza-
dora u optimizadora por la de un comportamiento simplemente

·l Bcntham, 1789: I, §l.


~ Dykc, 1981:31.
" Stigler, 1952:57.
7 Alchían y Allen, 1969:40.
s Bentham, 1776: Prefacio, §2.
La divemdad de la acción económica 43

satisfactorio üatirfizing) 9 y, sobre todo, propuso limitar el alcance del su-


puesto de una conducta económica racional, sustituyendo la idea de
plena racionalidad por la de racionalidad limitada (bounded rationaltiy),
la conducta que es «pretendidamente racional, pero sólo limitadamente
tal». 10 Williamson sugiere que la idea de racionalidad limitada, a medio
camino entre la racionalidad maximizado m, fuerte, de la economía neo-
clásica y la racionalidad orgánica, débil, de la teoría evolucionista de la
economía (Veblen), es la que mejor responde a la realidad económica, 11
y sobre ella se levanta su teoría de los costes de transacción. Lindblom
considera, frente al modelo que llama racional-comprehenrivo (que con-
sidera todos los aspectos de la realidad), que quienes toman las decisio-
nes lo bacen más bien por un procedimiento de comparaciones limitadas
sucesivas consistente en apartarse solamente paso a paso -pasito a pasi-
to- de las políticas o los hábitos establecidos, 12 comparando alternati-
vas que difieren en pequeña medida, de donde también el nombre de
incrementalismo o incrementalismo inconexo o, más sencilla y gráfica-
mente, apañárselas [muddling through].
Uno de los escollos principales ante el modelo de la acción racional
es la presencia de la incertidumbre. Existe ésta cuando el actor no pue-
de prever los resultados de la acción ni asignarles siquiera probabilida-
des. Frank Knight ya distinguió entre la incertidumbre, así definida, y el
I'Íesgo, cuando el actor puede asignar tales probabilidades, 13 y lo que la
economía ha hecho más recientemente ha sido contemplar cada vez más
la presencia de incertidumbre como si se tratara de una situación de
riesgo para salvar la vigencia de la racionalidad, hasta el punto de borrar
por entero la distinción bajo la idea de las probabilidades subjetivas. Sin
embargo, el mundo no parece estar poblado por tan finos estadísticos, y
la cuestión entonces es cómo se las arregla la gente para decidir, ya que
de hecho decide, en situaciones de incertidumbre, es decir, en situacio-
nes en las cuales no se puede aplicar un cálculo racional, lo cual no signi-
fica que haya que ser irracional o que se pueda dejar de actuar; o sea:
«¿qué hacemos cuando no sabemos qué es lo mejor que podemos ha-
cer?» H La respuesta de Beckert es que, entonces, los agentes que quie-
ren ser racionales (tiltendedly rationa[) <<no aumentan sus capacidades

" Simon, 1957: 198.


10 Ihül: xxiv.
11
Williamson, 1985: 44-47.
12
Lindblom, 1958.
° Knight, 1921.
1
~ Beckert, 1996: 819.
44 Mariana F. Euguita

de cálculo para determinar las probabilidades con el fin de dominar la


incertidumbre. Más bien se apoyan en "mecanismos" sociales que res-
tringen sus posibilidades y crean una rigidez en las respuestas a los cam-
bios en un entorno incierto.» 15 Estos mecanismos pueden ser reglas,
normas sociales, convenciones, instituciones, estructuras sociales o rela-
ciones de poder. 16 En otras palabras, la conducta económica sólo es po-
sible en un contexto de incertidumbre porque la economía está inserta
en un contexto social que permite minimizarla.
El problema de la conducta racional maximizadora (u optimizado-
ra, o satisfactoria) no sería tal si fuese simplemente presentada como un
supuesto axiomático arbitrario, aunque más o menos razonable y sensa-
to, sobre el que se propone construir una teoría formal que luego servirá
para interpretar, explicar o predecir la realidad en la medida y sólo en la
medida en que tales supuestos correspondan a ella. Esto y no más es lo
que quiso hacer el inventor del bomo ceconomicus,]. S. Mill, para quien
el impulso de maximizar la riqueza, sopesado por la aversión al trabajo y
el deseo de goce, es simplemente una abstracción que permite una apro-
ximación a la conducta real «SÍ, dentro de las áreas en cuestión, no fuese
impedido por ninguna otra motivación.>> 17 <<En definitiva>>, como señala
Blaug, <<Mili opera con una teoría del "hombre ficticio". Además, su-
braya también el hecho de que la esfera económica es tan sólo una parte
del área total de la conducta humana.» 18 Sin embargo, este bombre fic-
ticio ha sido el único considerado o, peor aún, ha sido considerado el
único, vale decir el hombre real, por la corriente principal de la econo-
mía, ya desde Senior, pasando por Marshall, hasta llegar a los actuales
neoclásicos. En palabras de Becker: <<De hecho, he llegado a la conclu-
sión de que el enfoque económico es un enfoque comprehensivo que re-
sulta aplicable a toda conducta humana.» 19 Pero media un abismo entre
admitir que algún tipo de concepción de la acción como racional y ma-
ximizadora es necesario para levantar sobre ella la economía política
(hoy sería más correcto -y entonces también lo habría sido- decir: el
análisis económico, entendiendo éste como sólo una parte de la teoría
económica), o incluso propiciar su empleo con fines heurísticos en la so-
ciología como lo hiciera, por ejemplo, Coleman,20 y suponer que «pue-
15
Loe. cit.
16
Heiner, 1983.
" Mili, 1836,323.
" Blaug, 1980, 82.
1
'~ Becker, 1976: 112.
211
Coleman, 1990:13-14, 18-19.
L1 divcrsídad de la acción económica 45

de considerarse que toda conducta humana envuelve a participantes


que maximizan su utilidad a partir de un conjunto estable de preferen-
cias y acumulan una cantidad óptima de información y otros in sumos en
diversos mercados.>>21
En la perspectiva sociológica, la acción humana presenta un registro
más amplio. Es verdad, no obstante, que desde ella se puede incurrir fá-
cilmente en el vicio inverso: en vez de un actor infrasocializado, uno hi-
persocializado. En la teoría sociológica tampoco faltan hoy los intentos
de «encontrar una función que lleve de un conjunto de preferencias in-
dividuales a un orden de preferencias socia1>,22 pero pueden ser incluso
bienvenidos como contrapunto a una concepción hipersocializada de la
acción que discurre por la doble vía que va de Durkheim a Parsons y
Dahrendorf,23 unidos en este aspecto," o que parte de Hegel, pasa
(atemperándose ocasionalmente) por Marx y llega hasta el Triiger del es-
tructuralismo marxista." Durkheim, etc., representan lo que Sorokin
llamó la tradición sociologista,26 en la que la norma social es vista como el
punto de partida unilateral y la teoría se dedica fundamentalmente a ex-
plicar de qué manera se produce el hecho de que los individuos se plie-
guen a ella. Para Marx y el marxismo, los seres humanos son parte de
grupos cuya posición les asigna unos u otros intereses y el problema
esencial es el de cómo llegan a tomar conciencia de ellos, por lo que la
elección individual es en sí un problema irrelevante." No hay dificultad,
pues, en encontrar en el seno mismo de la sociología ni el trasunto de la
teoría de la acción dominante en la teoría económica ni su opuesto: una
vez más, los errores van por parejas, como la Benemérita.
«Mientras que la teoría de la elección racional toma los intereses in-
dividuales como dados e intenta dar cuenta del funcionamiento de los
sistemas sociales, la teoría normativa toma las normas sociales como da-
das e intenta dar cuenta de la conducta individual.»" La disyuntiva es
vieja como el pensamiento social mismo: ¿qué es anterior, el individuo o
la sociedad? Es inevitable que este problema nos recuerde otro más vie-
jo: ¿el huevo o la gallina? La diferencia reside en que la evolución de la

21
Bcckcr, 1976: 119.
" Elster y Hyllund, 1986b, 2.
2J Me refiero a Dahrcndorf, 1958.
24
Sobre la variante fundonalista, véase Wrong, 1961.
2
~ Sobre la marxista, Thompson, 1978.
26
Sorokin, 1928.
17
Bowles y Gintis, 1986: 146.
18
Coleman, 1990:241-42.
46 Mariano F. En guita

sociedad es mucho más rápida gue la del plumífero, de manera gue, sí


bien un huevo de una generación se parece al de cualquier otra anterior
como solamente podría hacerlo un buevo a otro buevo, un individuo es
sencillamente imposible de concebir fuera de su contexto social e histó-
rico. «La comunidad», escribió Bentham, «es un cue1po ficticio.» 29 Pero
lo gue puede aceptarse como una forma de negar gue existan unos inte-
reses sociales al margen de los intereses de quienes la forman, es sencilla-
mente inaceptable sí lo que se pretende es gue la sociedad sólo es la
suma de los individuos, el interés social la suma de los intereses indivi-
duales, la racionalidad social la suma de las racionalidades individuales,
etc. La racionalidad individual guela teoría económica presupone es un
producto histórico, porgue sus dos componentes son históricos: prime-
ro, el individuo, gue tiene gue desgajarse vital y moralmente de la comu-
nidad inmediata (la tribu, la familia ... ) para llegar a considerarse a sí mis-
mo como la medida de todas las cosas; segundo, la razón instrumental,
gue tiene gue despojarse de elementos mágicos, religiosos, morales, ri-
tuales y consuetudinarios para llegar a actuar en función de un cálculo;
de paso, la economía, que debe configurarse como una esfera relativa-
mente independiente y acotada del resto de la sociedad, precisamente
para gue en ella sea posible la racionalidad del cálculo económico. La
sociología no niega la racionalidad instrumental, pero tampoco la da
por sentada. No la contempla como una condición que puede darse por
supuesta sino como algo de existencia contingente, a demostrar.
Puede comprenderse también el atractivo de las teorías de la elec-
ción racional para el análisis de la realidad social como reacción, no ya
contra el estructuralismo y la hipersocialización, sino contra la casuística
errática de la conducta en la que parecen complacerse, a veces, la etno-
metodología y otros enfoques asociados. Frente al pleno desorden de la
miríada de las motivaciones individuales o la infinidad de las combina-
ciones sociales, la parsimoniosa idea de que, en el/onda, todos quieren/o
mismo -como advertian antes, prudentemente, las madres a las hijas,
aunque fuera por otro motivo-, despeja el horizonte y seduce con la
promesa de grandes frutos para el trabajo deductivo. Sin embargo, los
buenos deseos no pueden sustituir a la realidad, por mucha gue sea la
intensidad con la que se sientan. Y, cuando no se vive la autocomplacen-
cia tranquila del economista ni la angustia plagada de urgencias del so-
ciólogo, es difícil llegar a pensar seriamente gue la conducta humana, in-
cluida la conducta económica, esté regular y globalmente dictada por el

"' Bentham, 1789:1, §4.


La díversidad de la acdón cconómíca 47

cálculo racional. En palabras de Lovejoy, la razón del hombre tiene,


«como mucho, una influencia secundaria y muy pequeña sobre su con-
ducta, y los sentimientos y deseos irracionales o no racionales son las
verdaderas causas eficientes de todas o casi todas sus acciones.» 30
Existe también la posibilidad de una perspectiva más plural y diver-
sificada que, sin negar la pertinencia del modelo racionalista y maximi-
zador de la teoría económica en ciertos ámbitos y de forma limitada, ni,
sobre todo, sus virtudes heurísticas, considere también la de otros tipos
de conducta. Éste es el caso, sin ir más lejos, de la tipología de la acción
de Weber: «La acción social, como toda acción, puede ser: 1) racional
con arreglo a/tites: determinada por expectativas en el comportamiento
tanto de objetos del mundo exterior como de otros hombres, y utilizan-
do esas expectativas como "condiciones" o "medios" para el logro de fi-
nes propios racionalmente sopesados y perseguidos; 2) racional con arre-
glo a valores: determinada por la creencia consciente en el valor -ético,
estético, religioso o de cualquier otra forma como se le interprete- pro-
pio y absoluto de una determinada conducta, sin relación alguna con el
resultado, o sea puramente en méritos de ese valor; 3) afectiva, especial-
mente emotiva, determinada por afectos y estados sentimentales actua-
les, y 4) tradicional: determinada por una costumbre arraigada.>>31 Nóte-
se que ni siquiera la acción del primer tipo ha de ser propiamente
maximizadora, sino simplemente utilizar los medios de la mejor manera
posible para obtener los fines; la maximización, por supuesto, entra
dentro de las posibles acciones racionales con arreglo a fines (en contra-
partida, también es posible considerar la acción racional con arreglo a
valores como parte de la racionalidad económica si se define ésta como
mera «congruencia entre opciones y preferencias».)3 2 Las demás formas
de acción, simplemente, quedan fuera del esquema de la "racionalidad
económica": o bien son racionales pero no "económicas" -no maximi-
zadoras-, como la acción racional con arreglo a valores (con la cautela
planteada, que permitiría una especie de maximización de la congruen-
cia con los valores o de satisfacción o utilidad obtenidas de la aplicación
de éstos), o bien, conduzcan o no a un resultado maximizador -y pro-
bablemente no lo harán-, no son racionales en el sentido que la teoría
económica otorga a este adjetivo, como sucede con las acciones tradi-
cional y afectiva.

0
' Lovejoy, 1961:64.
;¡\X'eber, 1922: I, 20.
u Boudon y Bourricaud, 1982: 196.
48 Marímw F. Enguitd

Es manifiesto que existen conductas económicas que en nada se


ajustan, ni mucho ni poco, a los cánones de racionalidad. La antropolo-
gía, que no en vano ha sido siempre más hostil que la sociología a las teo-
rías de la elección racional, nos ha proporcionado abundantes ejemplos
como el anillo kula, el potlatch o el culto cargo. Pero no es preciso acudir
a las sociedades primitivas, pues también los encontrarnos en la nuestra.
Se aducen con frecuencia, por ejemplo, la escasa disposición a contratar
seguros, la solicitud injustificada de crédito a altos tipos de interés, las
compras consuetudinarias o compulsivas, etc., una temática en la que
abundan la economía, la sociología y la psicología del consumo." Quizá
la contribución más importante ele Veblen a la sociología y a la econo-
mía haya sido la ele señalar que el consumo, es decir, las preferencias ele
los consumidores, no pueden considerarse dadas en una visión dinámi~
ca ni sujetas a una lógica instrumental, sino que son enormemente varia-
bles y tienen un elevado componente expresivo,'·' idea remachada des-
pués por Parsons y Smelser.35 Tampoco podrían explicarse fácilmente
en términos de racionalidad utilitaria los comportamientos propios de
lo que se ha denominado la cultura de la pobreza, fundamentalmente im-
previsores desde tal perspectiva."'
Por otra parte, hay razones más que abundantes para subrayar el pa-
pel de la moral en la economía. Numerosos actos como las limosnas, las
donaciones, los regalos, la participación ciudadana, etc., no podrían
comprenderse sin conceder carta de naturaleza al altruismo. Lo más im-
portante, sin embargo, es el grado ele moralidad que requiere la misma
conducta "económicamente racional". Para empezar, no hay nada en el
cálculo racional de la utilidad que impida el uso de la fuerza y el fraude,
incluso si están legal y morahnente condenados, cuando las recompen-
sas son lo bastante altas y el riesgo lo bastante bajo. Hobbes ya fue cons-
ciente de que el interés egoísta podía conducir directamente ahí. Para
decirlo en términos económicos convencionales, la honestidad y la con-
fianza, que son fenómenos estrictamente morales, son esenciales para
contener los costes de transacción. 37 Por un lado, ciertamente, los víncu-
los morales que unen a una comunidad obstaculizan el desarrollo de re-
laciones económicas impersonales, tales como el intercambio mercantil
o el trabajo asalariado. Así como el mercado «reduce la necesidad de

H Véase Katonn, 1975.


~~ Vcblen, 1899.
11
Parsons y Smc!ser, 1956.
)(, VCase Lcncock, 1971.
17 Arrow, 1974:23.
La diversidad de la acción ecm/Óillica

compasión, patriotismo, amor fraterno y solidaridad cultural», 18 así las


instituciones de carácter comunitario (sobre todo las pequeñas: familia,
comunidad local, minoría étnica, pero también, en otra forma, las gran-
des, como el Estado del bienestar) resisten a la lógica del mercado. Por
otro lado, sin embargo, la ausencia de la comunidad y la moral comuni-
taria como fondo torna inviables o extremadamente azarosas y costosas
las transacciones mercantiles, como lo muestran el elevado grado de
desconfianza que suele acompañar a las transacciones interétnicas o el
carácter casi prebélico que alcanza a veces el trueque entre comunida-
des primitivas. La máxima viabilidad del mercado se produce, proba-
blemente, en una situación intermedia, con una moralidad lo bastante
presente para conjurar el fraude y la fuerza y suscitar la confianza, en-
grasando así el mecanismo, y lo bastante ausente para no atascarlo con
escrúpulos de justicia. Lo que puede considerarse el término medio en-
tre la plena independencia de los individuos y la sociedad comunal, 19 o
un sistema de solidaridad débil."' Dore, por ejemplo, ha argumentado la
importancia del goodwill, entendido como <<los sentimientos de amistad
y la sensación de obligación personal difusa que se forman entre los in-
dividuos embargados en un intercambio económico contractual recu-
n·ente.>>4' A pesar de la tendencia a olvidarlo de la economía neoclásica,
este problema estuvo muy presente en la obra y las preocupaciones de
los economistas clásicos. Junto a su aprecio por la eficiencia del merca-
do, «vieron con toda claridad que sólo podría operar dentro de un mar-
co de restricciones. Tales restricciones eran en parte legales y en parte
religiosas, morales y convencionales, y su finalidad era asegurar la coin-
cidencia del interés propio y el de la comunidad.>>·" Ejemplo de ello fue
el mismo Adam Smith, parte del grupo de los moralistas escoceses, cuya
obra económica se prolonga y se contradice a la vez con sus reflexiones
morales (la relación entre La riqueza de las naciones y Teoría de los senil~
mientas morales ha dado lugar, precisamente, a lo que se llama el proble-
maSmith).
Finalmente, intentar dar cuenta cumplida de la conducta individual
sin tener en cuenta el grupo, la institución, la cultura, es sencillamente
impensable. Incluso dentro de las coordenadas de la acción "racional",
la información que podemos recoger, lo que de ella consideramos rele-
38
Schulze, 1977: 18.
39
Etzioni, 1988:213.
~o Lindcnberg, 1988.
~~ Dore, 1983:460.
~ 2 O'Brien, 1975:272.
50 Mariano F. En guita

vante, el modo en que la interpretamos, etc., están fuertemente media-


dos por el entorno próximo. Decisiones aparentemente no racionales
desde el punto de vista individual pueden serlo desde la perspectiva de
la solidaridad del grupo (la restricción de cuotas, por ejemplo)," de la
subcultura de la clase obrera (la decisión de abandonar la escuela, pon-
gamos por caso)"·' o de la tradición.cultural de los gremios artesanales (el
rechazo del trabajo asalariado como indigno en particular por estar suje-
to a supervisión) 45 • Al cálculo racional de los individuos presuntamente
utilitaristas, aislados, egoístas y maximizadores puede superponerse, e
incluso imponerse, lo que Thompson llamó certeramente, en una pro-
vocativa contradictío in terminis, la economía moral de los grupos o co-
munidades."'
El supuesto de la racionalidad instrumental de la acción es, en cierto
modo, necesario para el funcionamiento de las instiruciones fundadas
en la libertad. Tanto el mercado centrado en la elección individual como
el sistema político democrático representativo fundado en el sufragio se
basan en la presunción de que a ellos acuden individuos plenamente
conscientes, capaces de actuar por sí mismos y de afrontar las conse-
cuencias de su acción. Sabemos sobradamente que ni los consumidores
ni los electores están siempre tan magnífica y exquisitamente informa-
dos, pero, al igual que la ignorancia de la ley no excusa su incumpli-
miento, tampoco la conciencia de la ignorancia, o de los límites de la ra-
cionalidad, excusa del escrupuloso respeto de los derechos económicos
y políticos individuales ni exime de la responsabilidad individual íntegra
por sus consecuencias. Sin embargo, lo que resulta una útil abstracción
práctica puede convertirse en una muy perjudicial limitación teórica.
Hay dos aspectos, al menos, de la acción que deben considerarse junto a
su vertiente instrumental: el expresivo y el constitutivo. El primero con-
cierne a sus motivos; el segundo, a sus efectos.
Ante toda acción económica hay que preguntarse si, aparte de su fi-
nalidad instrumental, contiene además una finalidad expresiva. Esto es
un lugar común ante las acciones que forman parte de la etapa final del
ciclo económico: las acciones de consumo. Está ya fuera de discusión
que, en el consumo, no sólo buscamos satisfacer ciertas necesidades ma-
teriales de sustento, cobijo, abrigo, etc., sino también, incluso hasta el
punto de desdibujar aquéllas, cuidar, crear, alimentar y transmitir una
H Rov, 1954.

" willis, 1978.


45
Thompson, 1963; Montgomery, 1979.
6
" ·n10mpson, 1971.
La diversidad de la acción económica 51

imagen de nosotros mismos. La cuestión es que este interrogante debe


extenderse a las acciones propias de las esferas del intercambio y la pro-
ducción. Desde los orígenes de la sociedad han existido oficios de ma-
yor o menor prestigio, incluidos oficios estigmatizados -como los he-
rreros en numerosas culturas agrarias-, y hasta el día de hoy el trabajo
es una seña de identidad, lo que Touraine llama «una mezcla de hacer y
seD>. De ahí que el desempleo prolongado, la jubilación anticipada o la
misma jubilación ordinaria puedan vivirse como una crisis en la que se
pierde el principal elemento expresivo de la propia identidad:" Y otro
tanto puede decirse, aunque en todo caso sean, por su propia naturale-
za, más efímeros, de los actos de intercambio, no menos preñados de
elementos expresivos: la honestidad en el crédito, la puntualidad en la
entrega, la magnanimidad o el desprendimiento en el pago, el buen gus-
to en la elección, la habilidad en el regateo o la despreocupación frente
al precio, etc., elementos todos ellos que, por supuesto, pueden regir de
forma distinta para diferentes culturas, medios, situaciones o personas.
<<[L]os individuos son reconocidos (ante sus propios ojos y ante los ojos
de los demás) por sus actos. La personalidad [selfl como personalidad
social [social selfl está constantemente necesitada de definición, de vali-
dación, y de reconocimiento a través de la acción. Así como los objetos
son conocidos por sus propiedades, así la personalidad de cada cual es
conocida por su conducta.»" La idea, después de todo, es bastante vieja
y popular y, por ello mismo, de efecto reflexivo: Por sus obras los cono-
ceréis.
El aspecto constitutivo de la acción reside simplemente en que, al
actuar, aprendemos. La estricta dicotomía entre individuos libres, ple-
namente competentes, e individuos dependientes, eventualmente capaw
ces de aprendizaje, heredada del pensamiento liberal, tiene el doble
efecto de negar la libertad de los dependientes e ignorar la vulnerabili-
dad y el aprendizaje de los independientes:" En el extremo opuesto, el
despotismo ilustrado vio la vida misma como un largo proceso de
aprendizaje. Según Helvetius, <<el curso de mi vida no es, en propiedad,
otra cosa que una educación prolongada.>>50 Marx intentó encontrar la
síntesis entre estas dos visiones unilaterales en la praxis como práctica
transformadora, fuese de la naturaleza (trabajo) o de la sociedad (revo-

~7 Enguita, 1989b; Escobar, 1988; Guillemard, 1972.


4
B Bowlcs y Gintis, 1986: 150-51.
49
Ibid.: 121-51; Enguita, 1988.
50
Helverius, 1772: VII, 23.
52 Mttriano F. En guita

lución): la «coincidencia del cambio de las circunstancias con el de la ac-


tividad humana o cambio de los hombres mismos>> de la tercera tesis so-
bre Feuerbacb. 51 Al margen de cualquier otra consideración, Marx per-
cibió con claridad y acierto el carácter constituyente y formativo del
trabajo no sólo para la especie en general sino para el individuo en parti-
cular, y de ahí su insistente énfasis sobre los efectos de la división del tra-
bajo, el extrañamiento, la subordinación a la maquinaria, etc., lo que la
sociología moderna del trabajo ha recuperado, reelaborándolo, bajo el
amplio epígrafe de la alienación. La sociología y la psicología social mo-
dernas han atendido al aspecto constitutivo de la acción, y en particular
de la acción económica por excelencia, el trabajo, al estudiar la influen-
cia de sus relaciones, procesos y condiciones en la conformación de la
personalidad y la proyección de la imagen de sí propiciada en él sobre
otras esferas en principio no vinculadas, tales como la educación de los
hijos o el empleo del tiempo libre."

51
Marx, 1845:666.
'í; Véanse Kohn, 1969; BourJieu, 1979.
6. LA ECONOMÍA NO MONETARIA

Una de las mayores limitaciones de la economía, y tras ella, aunque


siempre en medida algo menor, de la sociología de la realidad económi-
ca, sobre todo cuando no es percibida o reconocida, ha sido, es y será la
elisión de la economía no monetaria. No puede haber objeción alguna a
que la economía no monetaria y la economía monetaria se consideren
por separado, o a que se desarrolle para el análisis de ésta un instrumen-
tal técnico, basado en la existencia de un numerario común y real-el
dinero-, de imposible, limitada o condicional aplicación a aquélla. El
problema surge cuando esta limitación en el método se traduce en una
limitación en el objeto y se incurre en lo que Polanyi llamaba la falacia
economicista, «la identificación artificial de la economía con su forma
mercantil». 1
Hay tres grandes apartados o tipos de economía no monetaria o de
difícil cómputo monetario. El primero, más obvio y de mayor importan-
cia es la producción doméstica. Entiendo por tal el trabajo que realizan
para sí los miembros de un hogar, y entiendo por hogar un grupo de
personas que ponen sus recursos en común para la satisfacción de sus
necesidades. Puede ser y será típicamente una familia, probablemente
corresidente, pero puede adoptar otras fórmulas en las que no entren el
parentesco (por ejemplo, un grupo de estudiantes que comparte global-
mente vivienda y recursos, si es el caso, o una comuna hippy) o la resi-
dencia (por ejemplo, una familia cuyos hijos todavía no independientes
estudian en otro lugar). Puede comprimirse hasta reducirse a un indivi-
duo o puede ampliarse para incluir las importantes transferencias de
trabajo y otros recursos que se dan entre hogares de un mismo tronco
familiar, sobre todo en el periodo de desgajamiento y formación de un
bogar nuevo (ayuda de los padres a los hijos, por lo general, o de las ma-
dres a las hijas y nueras, para ser más fieles a la realidad). Aunque por los
hogares se mueven trabajo, rentas y patrimonio, el elemento que suele
quedar enteramente oculto es el trabajo, ya que los otros proceden de

' Polanyi, 1957b: 270.


54 Mariano F. En guita

las relaciones económicas extradomésticas, ambos, y desemboca de


nuevo en las mismas uno de ellos, el dinero.
El segundo apartado importante está constituido por lo que pode·
mos denominar economía comunitaria. Entiendo por tallas donacio-
nes, la asistencia más o menos recíproca y el trabajo voluntario no retri-
11
buido, y llamo a todo ello Comunitario", a falta de un término mejor,
por cuanto se dirige generalmente hacia otros miembros de la comuni-
dad inmediata (amigos, vecinos, personas ocasionalmente próximas, ca-
usuarios de ciertos servicios) o hacia grupos de la comunidad global
pero eludiendo las vías de su distribución sistemática, es decir, el Estado
o el mercado. Las donaciones corresponden a daciones o cesiones de
bienes o servicios por las cuales no se espera una correspondencia si-
quiera aproximada o, al menos, esa acritud no va más allá de la expecta-
tiva vaga de que el otro adopte una actitud genérica similar: regalos ri-
tuales y ocasionales, limosnas, aportaciones a fines diversos, ayudas
ocasionales, etc. Como asistencia recíproca designo la prestación de ser-
vicios o la dación o cesión de bienes sin contrapartida inmediata, pero
de modo que se espera una acritud correspondiente en una situación si-
métrica y un equilibrio general a medio o largo plazo entre las partes;
como sucede, por ejemplo, con entregas ocasionales de elementos de es-
caso valor económico y, a diferencia de los regalos, sin ninguna función
simbólica (vecinos que se piden pan, azúcar, el periódico, etc.), con el
préstamo para su uso temporal de bienes de mayor valor (un automóvil,
una casa, un ordenador.. .) o con la prestación de servicios ocasionales
(cuidado de unos niños, pasar un texto a máquina, arreglar un enchu-
fe ... ). Finalmente, por trabajo voluntario (y no retribuido, pues, al fin y
al cabo, en la sociedad capitalista casi todo trabajo es voluntario) entien-
do el que se realiza sin pretensiones de reciprocidad para un grupo del
que se coparticipa (por ejemplo, para una asociación de padres de almo-
nos o para una comunidad de vecinos, sin turno ni remuneración) o
para otros grupos de la comunidad (para una parroquia o una organiza-
ción no gubernamental, pongamos por caso).
El tercer apartado está constituido por los trabajos y las transferen-
cias públicos. Los trabajos públicos son ya residuales en las sociedades
modernas, pero han tenido gran importancia en el pasado y subsisten
todavía bajo formas como el servicio militar, las prestaciones sustituto-
das o el no tan lejano servicio social: no son remunerados o lo son sólo
simbólicamente para quienes los realizan y suponen algím bien o servi-
cio, aunque sea de carácter público (como la defensa nacional), para el
conjunto de la comunidad o para grupos o individuos precisos en ella.
Lt economía no 1/tollt'laria 55

Pero hay otro subapartado, las transferencias públicas, que no es nece-


sariamente no monetario (pueden ser monetarias o en especie) pero
tampoco encaja en el modelo de equivalencia propio de la compraventa
de bienes y se1vicios y fuerza de trabajo. En cualquiera de estos casos,
cuando se compra un bien o servicio en el mercado o cuando se trabaja
regularmente para cualquier tipo de empresa, tiene lugar una transac-
ción bidireccional. Sin embargo, con las transferencias públicas se rom-
pe esta bidireccionalidad, al menos de modo inmediato. A lo largo de
una vida, cada individuo realiza cie1tas aportaciones al Estado (impues-
tos y, en su caso, prestaciones) y recibe ciertas transferencias (sobre todo
servicios, como la educación o el orden público, o bienes públicos,
como las carreteras, pero también rentas, como las pensiones no contri-
butivas, y, en ciertas circunstancias, bienes divisibles, como en otro
tiempo la leche en las escuelas o, en caso de catástrofe, alimentos y otros
productos básicos). Al final de una vida o en un periodo dado se puede
hacer para cada individuo el balance de lo que ha dado y lo que ha reci-
bido, pero las prestaciones (y las exacciones) no buscan el equilibrio ni
la equivalencia para el individuo (aunque tengan que equilibrarse glo-
bahnente), sino que responden a situaciones tipificadas, lo que hace que
puedan arrojar cualquier balance.
Todo lo que se diga sob1-ela relevancia global de la economía nomo-
netaria es poco. El apartado menos voluminoso seguramente es el de la
economía comunitaria, pero aun éste resulta relevante al menos en cier-
tos ámbitos como el apoyo mutuo entre amas de casa, las actividades
asociativas o el trabajo para entidades de solidaridad. En general, es
probable que represente poco, en relación con el conjunto de su activi-
dad económica, para los que dan, pero puede llegar a representar mu-
cho para algunos de los que reciben, de modo que la estimación de su
relevancia global en la sociedad, sin duda baja en comparación con los
otros apartados no monetarios y con la economía monetaria, no debe
ocultar su especial importancia para algunos grupos pequeños. La mag-
!Útud de las transferencias públicas puede estimarse por el montante del
presupuesto público, que en cualquier país se sitúa fácilmente entre un
tercio y la nútad del producto interior bruto, si bien una proporción im-
portante de las transferencias públicas no va directamente a las personas
sino a las empresas, y sólo después, a través ya de la economía moneta-
ria, a las personas. A pesar de que buena parte del presupuesto público
se destina a la retribución de los empleados públicos o a la adquisición
de bienes y servicios para las administraciones, hay que suponer que
unos y otras producen algo real, aunque pueda ser tan inasible como la
56 Marimm F. En guita

paz social y no figure en la partida de la renta de las familias. Pero el ca-


pítulo más importante es, con mucho, el de la economía doméstica, más
exactamente el del trabajo doméstico. Es dificil computar éste de cual-
quier manera, sea en horas o en precios sombra, pero se ha estimado
que, para un país como España, el trabajo doméstico puede suponer
más de la mitad de las horas anuales trabajadas' y su adición al producto
interior bruto significaría un aumento de éste de entre dos y cuatro ter-
cios.3
No es nuestro propósito aquí discutir cada una de las variantes y
subvariantes de la economía no monetaria, sino tan sólo señalar de for-
ma convincente lo erróneo y arriesgado de su exclusión y la necesidad
de su inclusión en el análisis económico y, sobre todo, sociológico de la
realidad económica. Nos centraremos, pues, por ser suficiente para este
fin y en aras de la brevedad, en el trabajo doméstico. Salta a la vista, ante
todo, la forma sistemática en que ha sido y es ignorado por la economía
y, a su zaga, aunque en menor grado, por la sociología de la realidad eco-
nómica. Un buen indicador de esto se encuentra en los conceptos más
elementales con que se aborda la realidad macroeconómica: así, la actt~
vidad o actividad económica es siempre y exclusivamente la extradomés-
tica, y la población activa o económicamente activa es sólo aquella que
realiza una actividad económica extradoméstica; el trabajo y la ocupa-
ción son, en correspondencia, los que tienen lugar en los empleos extra-
domésticos y remunerados; el producto, sea interior o nacional, bruto o
neto, es el producto que se compra o vende, o que es resultado del tra-
bajo extra doméstico, en ningún caso el producto del trabajo doméstico;
la contabilidad nacional (o internacional, para el caso), no incluye el me-
nor vestigio de las actividades domésticas." No cabe objetar a la necesi-
dad de distinguir entre fmmas de trabajo o actividad, o de aplicar dife-
rentes criterios de cálculo a los bienes y servicios que circulan por un
sistema de precios real y a los que sólo pueden ser objeto de asignación
ficticia, condicional o hipotética y que, en todo caso, no podrían ser acu·
muladas y mezclados sin más, pero una cosa es distinguir y otra, obvia-
mente, ignorar. Este desdén androcéntrico hacia lo doméstico no se ma-
nifiesta sólo en el análisis inmediato y técnicamente más desarrollado y
condicionado de la realidad económica, sino también en conceptualiza-
ciones nada atadas a un aparato técnico. Así, por ejemplo, cuando

2 Enguita, 1989a: 88.


' Durán, 1997b: 134.
~ Waring, 1988.
La t'COiwmía 110 monetaria 57

caracterizamos formaciones o sistemas sociales como capitalistas, socia-


listas, feudales, etc. Cualquier sociedad anterior a la industrial ha con·
sistido, en realidad, en un océano más o menos estable de unidades
económicas de subsistencia (es decir, domésticas y virtualmente autosu-
ficientes) sobre el cual se divisaba una agitada superficie de señores feu-
dales, funcionarios imperiales, jefes guerreros, ciudades aisladas, merca-
deres desperdigados, etc.,' e incluso la sociedad industrial, fuera
capitalista o socialista, ha sido en todo momento también, y en mayor
medida, una sociedad de unidades domésticas. Lo propio sería desig-
narlas, pues, como sociedades doméstico-feudal, doméstico-despótica,
doméstico-burocrática, doméstico-capitalista, etc., y si bien puede com-
prenderse el uso para su designación de sólo aquella característica que
las distingue entre sí, hay que evitar, en cambio, el error de suponer que
quedan suficientemente caracterizadas por esa difieren tia speczfica. La
teoría, en fin, alcanza con sus conceptos a aquellos que forman parte de
su objeto, y el carácter presuntamente no económico de las actividades
domésticas es asumido de forma consciente o inconsciente incluso por
sus principales protagonistas, las amas de casa, que, cuando son entre-
vistadas al respecto, se refieren reitemdamente a su trabajo no como tal
trabajo, sino como faena, tarea, algo que hay que hacer, una obligación,
etc., resetvando el concepto de trabajo para el trabajo extradoméstico y
remunerado. 6
Un indicio de cuán por debajo de las circunstancias han estado la
sociología y otras ciencias sociales a la hora de analizar el trabajo domés-
tico es el cúmulo de simplificaciones con que todavía se aborda, contra
cualquier evidencia empírica: producción inmaterial, trabajo productor
de sólo servicios, identificado con el espacio interno del hogar, impro-
ductivo, no cualificado, de bajo nivel tecnológico, tradicional; parte del
proceso de reproducción, realizado sólo por mujeres, etc. No es inmate-
rial, pues produce bienes y servicios tan perfectamente materiales como
la economía doméstica. No produce solamente servicios, sino también
bienes elaborados a partir de otros bienes, y si cada vez está en propor·
ción más dedicado a la producción de servicios no bace con ello sino lo
mismo que la producción extradoméstica, post-tizdustrialiwrse. No dis-
curre enteramente dentro del hogar, y menos todavía si se incluye el tra-
bajo doméstico realizado por los varones. No es un trabajo en general
improductivo, aunque no produzca directamente plusvalor para un ca-

~ A este respecto, véase Wallcrstcin, 1974, 1980.


6
Enguita, 1988: 163·64.
58 Mariano F. En guita

pitalista -como tampoco lo hace el trabajo en el sector público-, ni


excedente para un empleador -tampoco el trabajo por cuenta pro-
pia-, ni tan siquiera valor de cambio -como corresponde a su natura-
leza de trabajo doméstico-, y, en términos físicos, es tan productivo
como muchos trabajos remunerados. Es un trabajo cualificado, al me-
nos en algunas de sus tareas, por encima de diversos trabajos extrado-
mésticos. No es necesariamente un trabajo de bajo nivel tecnológico,
como lo muestra un rápido vistazo a cualquier hogar moderno mediana-
mente equipado. No es ni más ni menos tradicional que una buena par-
te de los trabajos extradomésticos, tal vez menos que la mayoría de los
trabajos agrarios. No es parte del proceso de reproducción en mayor
medida que, por ejemplo, el trabajo en el sector público. Finalmente, no
es un trabajo desempeñado de modo exclusivo, aunque sí mayoritario,
por mujeres, ni es el único que las mujeres realizan. Todas estas dicoto-
mías tienen un hilo común: situar el trabajo extradoméstico y, con él, a
los hombres en la parte de la economía y la sociedad que merece ser es-
tudiada y, a la inversa, el trabajo doméstico y, con él, a las mujeres, en la
sombra de lo no económico, lo natural, etc.: lo que podría decirse el
tono menor de lo cottdiauo 7
No hay ningún problema de interés sociológico en el trabajo extra-
doméstico, sea por cuenta propia o ajena, que no encuentre su corres~
pon diente en el trabajo doméstico. Presenta distintos grados de satisfac-
ción o insatisfacción, puede ser un foco de alienación (en el sentido de la
sociología norteamericana), se compone de tareas con distinto nivel de
cualificación sustantiva, da lugar a unas u otras condiciones de trabajo,
etc., y si estos aspectos no son normalmente objeto de estudio es porque
la disposición a cooperar del trabajador doméstico, básicamente la mu-
jer ama de casa o en funciones de ama de casa, se da por descontada, y
porque los problemas de eficiencia, insatisfacción, accidentes, etc., no
afectan en principio a fuerzas sociales, grupos o individuos poderosos,
sino a los atomizados bogares. Hay, por supuesto, una división del tra-
bajo, la más antigua del mundo, pero el impulso para analizarla no ha
venido de ninguna de las sociologías especiales en las que aquí nos cen-
tramos sino de la sociología de la familia y de los estudios sobre la mujer.
Y, por supuesto, hay o puede haber desigualdad, tanto en las oportuni-
dades de desempeñar o dejar de desempeñar tal o cual tipo de tareas (o
tal o cual puesto de trabajo, en particular el de sustentador/a o el de
amola de casa), lo que significa discriminación, como en las contribucio-

i Dunín, 1987b: 139.


La economla 110 monetaria 59

nes en trabajo, la apropiación del producto o las transacciones acumula-


das en bienes y servicios, lo que significa explotación.
Pero sin duda el efecto más negativo que para la interpretación y ex-
plicación de las relaciones económicas tiene la elisión de la esfera do-
méstica es que las relaciones, los procesos, las acciones y decisiones en
ésta obedecen a una lógica social intrínseca distinta de la del mercado, y
al ignorar esta otra lógica no sólo nos incapacitamos para comprender lo
que sucede en su esfera de vigencia, sino para comprender lo que suce~
de en general, o al menos para comprenderlo hasta donde podríamos y
deberíamos llegar a hacerlo, ya que el individuo no elabora sus estrate-
gias ni adopta sus decisiones económicas, en particular las más impor-
tantes, utilizando una lógica por la mañana y otra por la tarde, una fuera
de casa y otra dentro, sino teniendo en cuenta en todo momento tanto
una como otra, ponderadas de distinta forma según el contexto inme-
diato pero ponderadas siempre ambas en virtud del contexto global.
Fue Chayanov quien indicó certeramente que, en la economía do-
méstica, <<el grado de autoexplotación de la fuerza de trabajo se estable-
ce por la relación entre la medida de la satisfacción de las necesidades y
la del peso del trabajo>>, 8 es decir, que -para una composición dada de
la fuerza de trabajo (brazos disponibles)- se busca lograr un equilibrio
entre esfuerzo y bienestar, un balance trabajo-consumo. Y el problema
teórico al que intentaba responder no era el de explicar las conductas
específicas de una esfera doméstica diferenciada y aislada dentro de la
realidad económica, sino los comportamientos en la intersección entre
esta esfera doméstica y la esfera no doméstica, en su caso ya mercantil y
capitalista y luego burocrática. Concretamente, hechos como que la su-
bida del precio del pan, en lugar de provocar una subida de los salarios,
como preveía la teoría económica convencional, trajera consigo un des-
censo, exactamente el efecto contrario. La respuesta era relativamente
sencilla: la subida del precio del pan se debía al fracaso de la cosecha,
que impedía a los campesinos ganar lo suficiente como empresarios de
sí mismos y los forzaba a acudir al mercado de trabajo como asalariados,
causando una caída de los salarios. Un caso más extremo y bien conoci-
do de la sociología del desarrollo y la modernización es el del llamado
target worker -trabajador temporal-o, más técnicamente, el proble-
ma del desarrollo económico co1t una oferta iltinitada de trabajo:" en so-
ciedades y áreas geográficas donde la producción capitalista (o, si se da

8
Chayanov, 1924:84.
'! Lewis, 1954.
60 Mariano F. En guita

el caso, cualquier otra forma de trabajo asalariado) coexiste con la pro-


ducción de subsistencia, y ésta tiene una entidad suficiente, una subida
de los salarios tiene como efecto una reducción de la oferta de fuerza de
trabajo (o demanda de empleo), y viceversa. JO El bomo axonomicus de la
teoría convencional tendría que actuar al contrario, vender más de su
fuerza de trabajo cuanto mayor sea el precio que puede obtener por ella,
pero el hombre real, y no menos racional, que vive en la intersección en-
tre el trabajo doméstico y el trabajo por cuenta ajena, sale de la econo-
mía de subsistencia con un objetivo limitado y, cuanto antes lo alcanza,
antes retmna a ella.
Una lógica similar, pero aplicada al trabajo doméstico familiar en el
contexto de una economía plenamente industrializada (o terciarizada, si
fuera el caso), es la que sugiere Gardiner. Frente a algunas discusiones bi-
zantinas de la ortodoxia marxista sobre si el ama de casa produce o no va-
lor, etc., Gardiner propone un sencillo razonamiento: el nivel de subsis-
tencia de los trabajadores y sus familias no equivale, como pretende Marx,
a su salario, el precio de su fuerza de trabajo, sino a un conjunto de bienes
y servicios que pueden adquirirse en el mercado o producirse en el hogar:
cuanto mayor sea el salado, menos habrá que producir en el hogar y vice-
versa. Por consiguiente, un descenso de los salados llevará a una mayor
autoexplotación del ama de casa, es decir, a una mayor carga doméstica y
a un mayor peso del trabajo doméstico dentro del trabajo total de la fanü-
lia.11 Llama la atención, por cierto, que el marxismo, a pesar de su énfasis
sobre la primada de la economía y su crítica del carácter histódco de las
categorías de la economía política, haya contribuido tan poderosamente a
la exclusión de la esfera doméstica de la defmición de la realidad económi-
ca, al considerarla, junto con la familia, corno una simple superestructura,
es decir, como un fenómeno dedvado de factores más profundos que se
encontrarían en la economía delimitada de la misma fonna en que la deli-
mita la economía clásica, como economía monetaria. 12
De manera más general, las unidades familiares son plenamente
conscientes de que alcanzar cierto nivel de calidad de vida se consigue
en cada caso, corno explica Pahl, «a través de una mezcla característica
de todas las formas de trabajo que aportan todos los miembros del ho-
gar.» u En esta mezcla o, como lo llama Míngione, en este complejo de so-

10 Véase, por elegir un clásico, Moore, 1965: 36; más en Enguita, 1990: 77-78.
11 Gardiner, 1973;Enguita, 199Jn.
12 Enguita, 1996b.
11 Pahl, 1984: 402.
La ecmwmiá no monetarla 61

cialización, I-I entran toda clase de actividades remuneradas (rentas del


trabajo y de la propiedad, laborales y comerciales, formales e informa-
les, legales o ilegales ... ) y, como nos interesa subrayar aquí, no moneta-
rias (bienes y servicios producidos mediante el trabajo doméstico, apo-
yo familiar y comunitario, transferencias y prestaciones procedentes de
las administraciones públicas o de organizaciones voluntarias, etc.).
Sólo integrando todas y cada una de estas fuentes de recursos podemos
aspirar a comprender las estrategias individuales, familiares y grupales
ante los mecanismos de obtención de cada uno de ellos, es decir, la reali-
dad económica. Este todo integrado es precisamente la oikonomia,
mientras que el objeto típico de la teoría económica corresponde más
bien a la chmnatistica, por recoger una vieja distinción que va de Aristó-
teles a Hayek. 15

14
Mingione, 1991:40.
1
-; Hayek, 1988:64.
7. EL MERCADO COMO INSTITUCIÓN SOCIAL

Una de las cosas más sorprendentes de la teoría económica, al menos


vista desde fuera, es la ausencia de una discusión amplia y un concepto
claro sobre el mercado. Si en la sociología resulta difícil abrir un libro
sin encontrarse con una colección de definiciones sobre lo que se tercie
(la acción social, la estructura, los grupos, las instituciones ... ), en la teo-
ría económica sucede exactamente lo contrario, con lo que se supone
que es el escenario por excelencia de la acción económica. Hace dos de-
cenios mostraba el sociólogo Barber su extrañeza por no haber encon-
trado prácticamente ningún debate al respecto en la historia del pensa-
miento económico, así como la de sus colegas cuando se lo comunicaba,
pero pudiera suceder que los sociólogos, tan dados a discutir y rediscu-
tir una u otra vez los fundamentos de la disciplina, no estuviésemos lla-
mados a ser los mejores jueces de las carencias de la teoría económica. 1
Sin embargo, este vacío ha sido señalado también por diversos econo-
mistas, particularmente entre los nuevos institucionalistas, como un
«hecho peculiar>> (North) y «una fuente de incomodidad>> (Stigler), y al-
gunos han lamentado que «la discusión sobre el mercado en sí mismo
haya desaparecido por completo>> (Coase) o que el concepto se haya
convertido en «una conceptualización empíricamente vacía» (Dem-
setz).2 En realidad, dar el mercado por una realidad no problemática
(salvo la consabida letanía sobre si los mercados reales se acercan más o
menos a ser mercados perfectos) es la mejor forma de asegurarle legiti-
midad: simplemente está ahí, es como es, no puede ser de otro modo, es
un automatismo impersonal y, por tanto, no es algo sobre lo que quepa
discutir, sino sencillamente un escenario que hay que proteger y en el
que no hay que interferir.
Cuestión distinta es que este supuesto sea aceptable en general y
para la sociología en particular. Que la economía neoclásica huye como
de la peste de cualquier cosa que suene a poder o conflicto (sea dentro

' Barbcr, 1977:30


1
Citados por SwcJbcrg, 1994:257-59.
Elmcrcddo como institución social 63

del mercado, fuera del mercado o como supuesto del mercado) es algo
obvio. Así lo escribió Lerner: «Una transacción económica es un pro~
blema político resuelto. La economía se ha ganado el título de reina de
las ciencias sociales por haber escogido como terreno el de los proble-
mas políticos resueltos.>>3 Para la sociología, en contrapartida, quedarían
los problemas irresueltos, como quería Hicks;1 por no decir los insolu-
bles. El caso es que la sociología industrial, al concentrarse sobre las re-
laciones sociales en el interior de las organizaciones y dejar de lado las
que tienen como escenario el mercado, al problematizar una y otra vez
la naturaleza de la organización pero dar por sentada la del mercado,
aceptó esta divisoria entre los problemas políticos y los técnicos, entre la
normatividad y la racionalidad, liberando de la primera a la economía y,
de paso, desproblematizando una institución absolutamente problemá-
tica: el mercado. En el proceso de su maduración y desarrollo, verdad
es, <<la Sociología Industrial va progresivamente dejando de ser sociolo-
gía de las sociedades industriales para transformarse en Sociología de las
organizaciones industriales, que es algo muy diferente.>>' La sociología
industrial, ciertamente, pasaba así de las graneles generalidades al terre-
no intermedio de las instituciones y las teorías de medio alcance; pero, al
mismo tiempo, y podría asegurarse que sin apercibirse de ello, renuncia-
ba precisamente a la institución que se considera central en nuestra rea-
lidad económica: el mercado.
En el argot de la nueva economía institucional, las organizaciones, o
jerarquías, surgen para cubrir de la forma menos mala posible los fallos
del mercado (externalidades, bienes públicos, oportunismo, racionali-
dad limitada, etc.). De este modo, la sociología, al limitarse al estudio ele
las organizaciones, se confma a sí misma a estudiar ese second best, esa
segunda opción, que serían éstas frente al indiscutible one best way, el
mercado. Aunque el uso y abuso de la expresión "fallos del mercado" es
relativamente nuevo, la idea es ya vieja, y éste es el tipo ele razonamiento
implícito en la tan frecuente visión residual de la sociología que aparta a
ésta de los campos abordados por otras disciplinas más restrictivas en
sus supuestos y más formalizadas en su aparato metodológico; razona-
miento como el que, entre resignado y despreocupado, presentaba uno
de los primeros manuales de sociología industrial: <<La sociología, como
ciencia especial, se ocupa de ciertas clases de datos que otras ciencias o

J Lerner, 1972:259.
~ Hieles, 1936.
~ Campo, 1987: ix.
64 Mariano F. En guita

ignoran o los consideran como secundarios.»6 Sin embargo, la cosa po-


dría verse precisamente al revés. Donde algunos ven fallos de/mercado
es posible ver también éxitos organizativos.' Después de todo, primero
fueron las comunidades (domésticas o políticas) y las organizaciones, y
luego los mercados, no al revés. Si exceptuamos los antiguos mercados
locales y los de comercio a distancia, a ninguno de los cuales era aplica-
ble el conjunto de supuestos sobre competencia, información, racionali-
dad, etc. propios de la teoría económica, las organizaciones (por ejem-
plo en la economía hacendaria, en las plantaciones, en la guerra, en la
gran construcción o en la artesanía para el comercio estatal) precedieron
con mucho a los mercados. Son más bien los fallos de la organización, es
decir, su incapacidad para coordinar a gran escala (con los medios de
tratamiento de la información disponibles) o, si se prefiere, sus rendi-
mientos decrecientes, los que dan lugar a la difusión, generalización y
consolidación del mercado como mecanismo de coordinación de la pro-
ducción. Ése es, después de todo, incluso el razonamiento de 1-Iayek: la
organización (la planificación, la coordinación consciente), a partir de
cierta escala, fracasa frente al mercado (el conocimiento local); 8 argu-
mento que, aun habiendo sido pensado en los .términos de la dicotomía
Estado-mercado, podría aplicarse igualmente (aunque cabe suponer
también que menos dramáticamente, puesto que la cuestión es el tama-
ño), a la disyuntiva organización-mercado (ele hecho, el trabajo de Wi-
lliamson sobre la opción entre jerarquías y mercados se inspira clara-
mente en él). 9
Por su parte, la tradición clásica ele la sociología, o de la sociología
económica, tenía algo o bastante que decir sobre el mercado. No Marx,
paradójicamente, a pesar de ser el más radical crítico del capitalismo,
pues consideraba el mercado, al igual o más que los economistas clási-
cos, como escenario de un proceso, la circulación de mercancías, que en
términos de valor no era sino un intercambio de equivalentes y, en todo
caso, un epi fenómeno poco digno de ser estudiado en sí mismo. «La cir-
culación, que se presenta como lo inmediatamente existente en la superH
ficie de la sociedad burguesa, [... es] el fenómeno de un proceso que
ocurre por detrás de ella>>, «es una nebulosa tras la cual se esconde un
mundo entero, el mundo de los nexos del capital.»lll Marx llevó a cabo

() Schncider, 1957:29.
7 Lazonick, 1991:8.
E 1-Iayek, 19-!5.
'' Willimnson, 1975:
w Marx, 1857a: I, 19-!; Il, 153.
hl mercado como inslitución maid 65

en El capital un tratamiento muy original y relativamente fructífero del


mercado y del dinero (el fetichismo ele la mercancía y del dinero), y ele
este último también en La cuestión ;ildía (el dinero como materialización
y abstracción del nexo social), con elementos que luego han sido parti-
cularmente aprovechados por la sociología del conocimiento (por ejem-
plo, por Berger y Luckmann, Sohn-Retbel y otros)," pero no, en absolu-
to, un análisis socioeconómico del mercado.
Weber sí lo hizo, y, en contra de la interpretación dominante en el
ámbito de la economía, concibió el mercado como un escenario de rela-
ciones ele poder. Aunque privilegió el análisis de la autoriclacl, es decir,
del poder ejercido dentro ele una comunidad u organización, que expre-
samente denominó dominación, lo que le convertiría en el precursor re-
conocido de la sociología de las organizaciones, lo hizo sin ignorar por
ello la existencia ele otra forma de poder, el <<poder condicionado por
constelaciones de intereses, especialmente las de mercado>>. 12 No vio en
los precios el mecanismo ele un equilibrio igualmente satisfactorio para
todos (el punto donde se igualan las utilidades individuales), sino el pro-
ducto de las relaciones de fuerza: <<Los precios en dinero son producto
de lucha y compromiso; por tanto, resultados ele constelación de poder.
[.. .] Medio ele lucha y precio de lucha, y medio de cálculo tan sólo en la
forma de una expresión cuantitativa de la estimación de las probabilida-
des en la lucha de intereses.»n Durkheim, por su parte, fue consciente
-además ele ocuparse a fondo de una de sus precondiciones, la división
del trabajo- de que un mecanismo formal como el mercado arrojaría
resultados enteramente distintos según cmil fuese la estructura de la
propiedad, lo que hoy llamaríamos la distribución inicial de las dotacio-
nes, porque para él, como para Weber, era, en lo esencial, un escenario
de lucha no violenta: <<[P]ara que cada uno sostenga lo que es suyo en
esta especie de duelo del que surge el contrato, y en el curso del cual se
fijan los términos del intercambio, las armas de las partes contratantes
deben coincidir tanto como sea posible. [ ... ] Si, por ejemplo, uno con-
trata para obtener algo ele lo que vivir, y el otro sólo lo hace para obtener
algo con lo que vivir mejor, resulta claro que la fuerza de resistencia del
último excederá con mucho la del primero, dado que puede abandonar
la idea de contratar si no consigue los términos que desea. El otro no
puede hacer esto. Está, por tanto, obligado a ceder y a someterse a lo

11
Bergcr y Luckmann, 1973; Sohn-RCLbd, 1972.
12 \'V'eber, 1922: TI, 699.
11
Weber, 1922: l, 82.
66 Mariano F. EnguiM

que se le ofrece.>> 1'1 También Simmel dedicó cierta atención a la compe-


tencia, aunque a mi juicio de menor interés intrínseco, dentro, por cier-
to, del capítulo de su Sociología titulado «La lucha>>.I' Incluso Mosca vio
con claridad el mercado como escenario de conflicto, lejos del intercam-
bio voluntario de equivalentes: «cuando está prohibido luchar a mano
armada mientras que está admitido luchar con libras y peniques, los me-
jores puestos son conquistados inevitablemente por quienes mejor pro-
vistos están de libras y penigues.» 16
¿Por qué, entonces, la sociología posterior abandonó casi por ente-
ro el análisis del mercado? No, en mi opinión, porgue sin negarle una
importancia similar decidiera dedicarse tan sólo a las relaciones internas
a la empresa, al igual que si hubiese decidido estudiar la industria pero
no los servicios, como sugiere en solitario Dahrendorf. No, entre otras
cosas, porgue, de hecho, ni la sociología industrial ni la sociología del
trabajo dejaron nunca de ocuparse, en mayor o menor medida, del mer-
cado de trabajo; la sociología del consumo, por su parte, siempre hubo
de ocuparse al menos de una orilla del mercado de bienes y servicios; y
la sociología económica, por la suya, desapareció prácticamente de la
faz de la tierra, salvo las pocas excepciones bien conocidas, y, con la úni-
ca salvedad importante de Polanyi (quizá más un historiador económico
que un sociólogo), no volvió a ocuparse seriamente de los mercados has-
ta la década de los ochenta. Sencillamente, se dejó de ver en ellos un
problema digno de estudio bajo la influencia de la corriente dominante
de la teoría económica. Es como si, dando la vuelta a la caracterización
por Polanyi del error economicifta, identificar la economía con el merca-
do, la sociología hubiera optado por producir su propio error sociologis-
ta, identificar la dimensión social de la realidad económica con la orga-
nización. Curiosamente, nunca ha habido en la sociología -que yo
sepa-, no ya un argumento desarrollado contra la posibilidad de estu-
diar el mercado, sino ni tan siguiera una declaración al respecto, equipa-
rable a las que hemos mencionado u otras sobre excluir de la sociología
industrial los setvicios, las organizaciones dominadas por los profesio-
nales o la administración pública, que no han faltado. Simplemente se
aceptó de forma tácita y sin discusión tanto el monopolio como objeto
de estudio cuanto la definición del mercado como puro mecanismo,
más que impersonal, asocial, por parte de la teoría económica. Un poco

14 Durkheim, 1912:213.
15
Simmcl, 1908: I, cap. 4.
l~> Mosca, 1939:201.
El mercado como úrstitución wcial 67

más de sumisión a la economía, particularmente a la nueva economía


institucional, y se podría hoy ya, en un nuevo paso atrás, restringir el ob-
jeto de la sociología a las organizaciones informales o aliado informal de
las organizaciones. Volveremos sobre esto.
Sin embargo, fallidos o exitosos, los mercados no son mecanismos
naturales sino instituciones históricas y sociales. Hizo falta esperar a Po-
lanyi para que esta idea fuese sistemáticamente formulada. El autor de
La gran transformación -el surgimiento y desarrollo del mercado-
hizo notar que el mercado era una institución históricamente fechada, y
de fecha muy reciente, así como, sobre todo, que la inclusión en él,
como mercancías, de la tierra, el trabajo y el dinero había requerido un
alto grado de elaboración de la misma y babía tenido lugar a través de
complejos y dolorosos procesos sociales. <<El punto crucial es éste: el tra-
bajo, la tierra y el dinero son elementos esenciales de la industria; tam-
bién deben ser organizados en mercados; de hecho, estos mercados son
una parte absolutamente vital del sistema económico. Pero el trabajo,
la tierra y el dinero, obviamente, no son mercancías; el postulado de que
todo lo que se compra y se vende debe haber sido producido para la
venta es enfáticamente falso en relación a ellos. El trabajo es sólo otro
nombre para la actividad humana[ ... ]; la tierra es sólo otro nombre para
la naturaleza[...]; el dinero actual, por último, [ .. .] alcanza su existencia
a través del mecanismo financiero bancario o estatal.>> 17 La antropología
económica, al menos, sabía desde tiempo atrás que no siempre habían
existido y que no habían sido la única forma de circulación de los bie-
nes. No en vano Malinowski, había descrito el kula, 18 Mauss había estu-
diado el hau 19 y Firth había negado la posibilidad de interpretar las eco-
nomías no occidentales sobre la base de una teoría económica basada en
el mercado.20
Uno de los problemas de mayor importancia e interés para la socio-
logía en el estudio de la realidad económica actual o la historia económi-
ca reciente es, creo, el del grado en que la sociedad o los grupos e insti-
tuciones que la forman favorecen, aceptan o rechazan el mercado en
confluencia o en oposición a otras formas de circulación de los bienes y
servicios, los medios de producción, el dinero o el trabajo. Es ya un lu-
gar común, por ejemplo, que el mercado y el dinero son poderosos me-

17 Polanyi, 1944: 72.


IH Malinowski, 1922.
19
Muuss, 1925.
'" Firth, 1947.
68 Mariano F. Enguifll

canismos que socavan las jerarquías y los vínculos tradicionales21 (re-


cuérdese el asombro de Cristóbal Colón: <<El oro es excelentísimo: [...]
quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las áni-
mas al paraíso.») En general, las pequeñas estructuras comunitarias,
como las pequeñas comunidades políricas, las familias o los grupos étni-
cos, resisten mal tanto la impersonalidad de las relaciones de intercam-
bio como los criterios de estratificación derivados de las estructuras aso-
ciativas, tales las organizaciones o el mercado. En el plano teórico, eso es
lo que está en la base, por ejemplo, de la aguda interpretación de Par-
sons sobre la funcionalidad ele la fan1ilia nuclear, con su doble segrega-
ción interna (de roles) y externa (el hogar como refugio) respecto de la
sociedad industrial, por más discutible que sea su relación con la histo-
ria real; 22 y, en el plano práctico, ele la condena por ciertos grupos étni-
cos particularmente encapsulados, como los gitanos, de las relaciones
comerciales entre sus miembros, a diferencia de con los payos, o dentro
del clan, a diferencia de con otros gitanos." Incluso nuestra ya altamen-
te mercantilizada sociedad ha ofrecido una fuerte resistencia a incorpo-
rar al mercado ciertos bienes y servicios, en particular los que, por un
motivo u otro, se consideran más esenciales al ser humano, desde los
bienes religiosos extra commercium o el amor y el sexo hasta la sangre,2'1
los trasplantes" o los seguros ele vida. 26
Por otra parte, y dejando de lado el caso obvio del mercado de tra-
bajo -del que ya dijimos algo en un capítulo anterior-, resulta mani-
fiesto que tampoco todos los otros mercados son iguales, ni responden
al modelo de impersonalidad, competitividad, etc., de la teoría económi-
ca. El mercado ideal, de competencia pura, requiere que haya un gran
número de vendedores y un gran número de compradores y ninguno de
ellos venda ni compre una gran proporción de ningún bien en el merca-
do (i.e., que todos sean price-takers y no price-makers), que el producto
sea homogéneo, que haya información perfecta, que no existan barreras
a la entrada y que no haya costes ele transacción. Va de suyo que estas
condiciones nunca se cumplen. Lo más parecido que puede encontrarse
son las bolsas de valores, y aun éstas presentan, cuando menos, barreras
de entrada, problemas de información y una fuerte influencia de algu-

21 Simmel, 1900.
21 Harris, 1983.
23 Enguita, 1996a.
2• Titmuss, 1971.
25
Parsons, Fax y Lidz, 1973.
~~. Zelizer, 1978, 1979.
El mercado como imtítuáón socir~l 69

nos vendedores o compradores sobre los precios. Es cierto, no obstante


que las bolsas de valores y algunos otros mercados especiales, como los
de materias primas o futuros, se aproximan mucho a la situación ideal,
mientras que otros, por ejemplo los de bienes intermedios, funcionan a
través de contratos a largo plazo o relaciones más o menos estrechas y
estables entre comprador y vendedor. Esta diferencia corresponde en
parte a la señalada por Okun entre «precio de mercado de subasta» y
«precio de mercado de clientela>>." Si rastreamos la evolución de los
mercados en el tiempo, las características del mercado moderno, sea en
cuanto a la forma material del intercambio, a los mecanismos de compe-
tencia, a los precios resultantes o al contexto legal y cultural no aparecen
o lo hacen sólo de manera muy limitada en los mercados anteriores:
mercados locales en y en torno a las ciudades medievales, comercio a
larga distancia o mercados arcaicos intercomunitarios. Si comparamos
los distintos tipos de mercados en una misma fase histórica, funcionan
de forma muy distinta, en atención a los mismos aspectos y también a la
relación entre compradores y vendedores, el grado de información que
poseen los participantes y los costes de obtenerla, los mercados de capi-
tal, de trabajo, de bienes intermedios y de consumo.
En los últimos años el estudio sociológico de los mercados ha dedi-
cado una particular atención a las llamadas redes (networks), es decir, a
las relaciones personales más o menos estables entre compradores y
vendedores. Swedberg y Granovetter, dos de los principales represen-
tantes de este enfoque, las definen, simplemente, como «un conjunto re-
gular de contactos u otras conexiones sociales similares entre individuos
o grupos.>>28 Estas redes suplen en parte las dificultades de obtener in-
formación en el mercado y hacen descender los riesgos en las transac-
ciones y los costes de asegurar el cumplimiento de los contratos. En cier-
to modo, este enfoque las contempla como una respuesta informal a los
mismos problemas de especificación insuficiente de los contratos, espe-
cificidad de las inversiones en equipo, dependencia bilateral, comporta-
miento oportunista, etc. Tal perspectiva ha resultado particularmente
útil en el estudio de los mercados industriales o de producción, es decir,
de los mercados entre empresas. Este ha sido el objeto de estudio de au-
tores como White o Baker. White sostiene que el mercado de produc-
ción típico consiste en una docena de empresas complementarias que
intentan colocar un producto en el mercado, y aciertan o no. «Los mer-

" Okun, 1981:42.


28
Granovetter y Swedberg, 1992: 9.
70 Maria11o F. Euguita

cados son diques tangibles de productores vigilándose los unos a los


otros.»29 Baker, estudiando las transacciones concretas en el mercado
especializado de las obligaciones, ha mostrado que los mercados están
altamente diferenciados y que, cuantos menos actores intervienen, más
estables resultan los precios, en contra de la hipótesis neoclásica. 30 Lo
que estas redes logran es, sobre todo, aumentar el grado de confianza
entre los participantes en el intercambio, algo de lo que el mercado anda
siempre necesitado. En este sentido pueden interpretarse también los
distritos industriales o, más concretamente, la colaboración continuada
de empresas que forman parte de ellos. 31
Aunque el término redes (derivado probablemente del uso colo-
quial de términos como network o 11etworkzizg en los Estados Unidos:
hacer relaciones o contactos sociales) me parece poco afortunado en
castellano, de modo que preferiría otros como diques, clanes o círculos,
resulta útil, en todo caso, en cuanto que señala la existencia de agrupa-
mientos de individuos o empresas y conjuntos de relaciones más o me-
nos estables y diferenciados de los demás en los mercados. De hecho, el
mercado privilegiado para detectar su existencia probablemente sea el
mercado de trabajo. Sin contar con las formas más institucionalizadas
de monopolio de ciertos tipos de empleo, como tiene lugar a través de la
exigencia de credenciales formales, algunos buenos ejemplos son los lla-
mados nichos étnicos," la recomendación mutua entre profesionales li-
berales y la cooptación por parte de las profesiones con base en las orga-
nizaciones. Sin embargo, creo que una investigación realmente
fructífera de los mercados debe ir más allá, partiendo de la simple hipó-
tesis de una multiplicidad de tipos,'' es decir, de que el término mercado
no pasa de ser una abstracción del mismo tipo que, por ejemplo, orgmu:
zación u hogar, y que existe un enorme campo para las ciencias sociales
en el estudio de su variabilidad real.

,., \17hite, 1981: 543.


10
Baker, 1984.
ll c~stillo, 1994:55.
12
El clásico es Bonncich, 1973.
H Zelizer, 1992.
8. LA UBICUIDAD DEL PODER Y EL CONFLICTO

Dando cuenta en 1970 del desarrollo de la sociología de las organizacio-


nes, Burrell y Morgan distinguían tres grandes enfoques: unitario, plu-
ralista y radical. El primero, unitario, se caracterizaría por el énfasis en
los objetivos comunes de la organización y la actuación tras ellos de sus
miembros, por considerar el conflicto como algo excepcional y patoló-
gico y por ignorar el poder a favor de conceptos de imagen más armo-
niosa como la autoridad, el liderazgo o el control. El segundo, pluralista,
pondría el énfasis en la diversidad de intereses de individuos y grupos,
contemplando la organización como una coalición laxa sólo en parte su-
bordinada a sus objetivos formales; el conflicto sería algo inherente, ine-
vitable y positivo, permitiendo el reajuste interno y externo del sistema;
el poder, en fin, sería una variable crucial, pero repartido entre una plu-
ralidad de fuentes y detentares. El tercero, radical, subrayaría la oposi-
ción de intereses, preferentemente dicotómicos; el conflicto sería ubi-
cuo y el principal motor del cambio, aunque susceptible de ser
reprimido; el poder sería un fenómeno integral y de suma cero, desi-
gualmente distribuido.' A pesar de la simplicidad de la distinción, creo
que es útil para considerar la forma en que han sido abordados el poder
y el conflicto en la sociología de las organizaciones, industrial y econó-
mica. Las visiones unitaria, pluralista y radical pueden tomarse no sólo
corno tres opciones sino también, hasta cierto punto, como tres etapas
sucesivas y como tres estratos acumulables (en el sentido de que ningún
enfoque desaparece porque irrumpa el siguiente) en el estudio de las or-
ganizaciones industriales. Sin embargo, identificadas por sus elementos
distintivos deberían también ser consideradas como otras tantas visio-
nes unilaterales, y sólo en su unilateralidad como estrictamente alterna-
tivas.
Aunque los estudios pioneros sobre las organizaciones subrayaron
el poder y el conflicto en su interior (Michels, Weber y Mosca, por no
hablar ya de Marx), los primeros estudios norteamericanos, tras la se-

1
Burrcll y Morgan, 1979: 204, 388.
72 Marimw F. Enguita

gunda guerra mundial, sobre la burocracia pusieron el acento sobre los


objetivos comunes y la autoridad legítima. Aquí, como en otros ten·e·
nos, se recurrió a una versión edulcorada de Weber, cuya Herrrcba/t
(dominación) fue traducida por Parsons y Henderson como autborüy
(autoridad forma])-' El funcionalismo aceptó la definición puramente
funcional-valga la redundancia- de la organización de Barnard: «Un
sistema de actividades o fuerws cow;cientemente coordinadas de dos o mds
personas»; 3 en términos de Parsons, se aceptaba la <<primada de la orien-
tación hacia el/ogro de un objetivo específico como característica definí·
toria». 4 Ni la más mínima mención al poder o al conflicto en el largo ar·
tículo, <<Sugerencias para el enfoque sociológico de la teoría de las
organizaciones», que Parsons escribió para el número fundacional del
Adminútrative Science Quarter(v. Una rápida alusión en una nota a pie
de página a la restricción de la producción, claro caso de resistencia a la
autoridad, era, para Parsons, <<Un caso de fallo relativo de la integración
[ ... ] de fallo de la dirección en la función de coordinación. Podría abar·
darse [. .. ] sólo mediante decisiones de coordinación, presumiblemente
incluyendo medidas "terapéuticas".»' Igualmente representativo de
este enfoque en el que cualquier problema es simplemente patológico,
aunque sin duda más interesante y menos ingenuo, es el trabajo de Mer·
ton sobre la estructura y la personalidad burocráticas, cuyo motivo cen·
tral es el de.rplammiento de objetivos o conversión de los medios en fines,
es decir, un comportamiento individual, patológico, disfuncional para el
sistema. 6 Esta visión eficientista, en la que la organización no es otra
cosa que un esfuerzo colectivo tras un objetivo pero su logro puede ver·
se dificultado por la mala integración de sus miembros, es también Ím·
plícitamente, después de todo, la de Taylor, para quien el trabajador se
equivoca al no comprender que su único interés es un salario más alto y
escuchar los cantos de sirena de sus iguales, y la de Mayo, para quien el
ambiente de trabajo y el grupo informal son, sencillamente, parte de un
contexto paralelo, no esencial a la organización misma.
El despegue respecto de esta visión hiperarmonicista vino de la con-
sideración de la pluralidad de intereses en el interior de la organización.
Después de Mayo, de hecho, los siguientes estudios importantes sobre
organizaciones y empresas se centnm, en su mayoría, en las fuentes de
2
Véase Weber, 19-!7.
; Barnard, 1938:73 .
.¡ Parsons, 1956: 33.
1
Parsons, 1956: -!7.
(, Mcrton, 1957b: 53.
L1 ubicwdad del poder y el coufliclo 73

poder de distintos grupos. Dalron subraya la tensión entre los órganos


intermedios integrados en la linea de mando (/in e) y los que tienen enco-
mendadas funciones técnicas y de asesoramiento (stajj¡,' tema que tmn-
bién aborda, con otra terminología -burocracia representativa o centm-
t!a m el castigo-, Gouldner; Mechanic estudia la manipulación del
acceso a personas, información e instalaciones como fuente de poder de
los participantes inferiores (/Oluer participcmts);8 Crozier examina el po-
der informal de cada individuo o grupo basado en su propia imprevisi-
bilidad y en su capacidad de controlar las fuentes de incertidumbre;"
Zald distingue entre distribución vertical (basada en la propiedad y en la
autoridad legítima) y horizontal del poder y atribuye las diferencias en
esta última a la importancia funcional en el flujo de trabajo y la capaci-
dad de definir el flujo intemo de información, las reglas del juego y el
ambiente externo relevante. Este tipo de enfoque puede considerarse
sistematizado en la teoría conductual de la empresa de Cyert y lvlarch o
en la teoría de la contingencia de Hickson. w Si se quiere un precedente
clásico, puede encontrarse en Michels, en la medida en que, detrás de la
ley de hierro de la oligarquía, hay toda una discusión sobre el peso en el
proceso y el poder relativos de clistintos grupos: parlamentarios, perio-
distas, abogados, intelectuales, aparatcbiki, cantineros ... En general, es-
tas teorías se basan en el control por ciertos individuos o grupos de
algún tipo de "recursosn organizativos, pero, como ha señalado certera-
mente Clegg, no suelen decir mucho sobre por qué unos individuos
controlan recursos y otros no, o sea, sobre la distribución inicial de éstos
o sobre los mecanismos por los cuales son objeto de apropiación. 11
Quizá el enfoque a menudo indiferenciado de los recursos y la plu-
ralidad del poder, en el que se tratan apriorísticamente en pie de igual-
dad- se asigna la carga de la prueba a quien piense lo contrario- cua-
lesquiera formas de poder, autoridad o influencia, esté relacionado con
la tendencia de la sociología de las organizaciones a concentrarse sobre
los aspectos informales de la estructura y el funcionamiento de éstas, de-
jando de lado, no se sabe si por obvia o por asocial, la estructura formal.
Así ha sido normalmente, y por ello se ha dicho y escrito hasta la sacie-
dad que la moderna sociología industrial se inicia con Mayo y que el

7
D.1lton, 1959.
H Mechanic, 1962.
'! Crozicr, 1963.
10
Cyen y March, 1963; 1-Iickson, 1971.
" Clegg, 1979, l04.
74 Mariano F. Enguita

principal descubrimiento de éste fue, precisamente, el grupo informal."


Etzioni, de nuevo, proporciona un buen ejemplo de esta renuncia: <<La
sociología organizacional se concentra en el estudio de las organizacio-
nes [ .. .] como unidades sociales, y el interés se divide aquí entre el estu-
dio de la estructura formal y la informal. La dimensión formal, a menu-
do estudiada por los administradores, es de poco interés en sí misma
para el sociólogo de las organizaciones. Éste se concentra normalmente
en las relaciones informales y en su conexión con el sistema formal. Sólo
se interesa en lo formal en la medida en que choca con el proceso social
y en que proporciona el escenario para procesos de interacción más "rea-
les" .>>u Aunque muchos sociólogos industriales no considerarían tal a
Etzioni, sino más bien un sociólogo de las otras organizaciones, a estas
alturas debe de resultar ya sobradamente claro que no comparto esa de-
finición restrictiva de la sociología industrial; por otra parte, Etzioni se-
ría en todo caso un importante sociólogo de la economía; last but 110!
least, lo que Etzioni dice respecto de la sociología de las organizaciones
resultaría aplicable, según su concepción de ésta como especialidad más
amplia, a la subespecialidad industrial, y, sea como sea, creo que refleja
una disposición bastante generalizada en el conjunto de la sociología in-
dustrial, disposición que se refleja, ya hemos dicho, en la insistencia en
el papel fundacional de Mayo, el habitual olvido de Fayol, etc.; en gene-
ral, en el descuido de los mecanismos más visibles y propiamente admi-
nistrativos. Justificada, creo, la atención prestada a Etzioni como porta·
voz, hagamos notar que resulta difícil imaginar cuál sería el fundamento
científico por el que los procesos informales (por ejemplo, la restricción
de cuotas) serían más reales que los formales (por ejemplo, la norma de
producción o la autoridad del capataz); o por qué la estructura formal
sería solamente una especie de escenario, como quien dice un paisaje,
para los procesos sociales, como si tal estructura formal no fuese en sí
misma un hecho social, precisamente la plasmación duradera de la co-
rrelación de fuerzas. Considerar la estructura formal como algo dado e
invariante en el análisis de la organización, no es, por parte del sociólo-
go, muy distinto de lo que hace el economista cuando considera las pre-
ferencias de los actores como dadas y estables. Y, en todo caso, es dedi-
carse voluntariamente a lo que podría considerarse la parte light del
estudio de la organización, en vez de estudiar ésta como totalidad.
El desmarque radical respecto de la teoría pluralista se produce

12
Sin ir m:ís lejos, Lópcz Pintor, 1986: 37.
!l Etzioní, 1958: 135.
La ubicuülad cid poder y el conflicto 75

cuando se señala un conflicto de intereses, en torno a una relación de


poder, como fundamental, en el sentido de que predomina enteramente
sobre todos los demás o de que estos otros no son sino sus epifenóme-
nos o metástasis. La variante, digamos, indiferenciada consiste en seña~
lar el conflicto donde se supone que tiene que estar en una organización:
entre los que tienen la autoridad y los que no. Así pueden entenderse la
ley de bierro de Michels para toda organización o la divisoria universal
establecida por Dahrendorf entre quienes ejercen la autoridad y quienes
son objeto de ella en cualesquiera asociaciones de dominación. Pero
creo que el enfoque radical por excelencia, o la variante fuerte de este
enfoque, está en la línea neomarxista identificada con el trabajo de Bra-
verman en los Estados Unidos y, secundariamente, con el de Freyssenet
en Europa. El problema planteado por Braverman es que «lo que el tra-
bajador vende, y lo que el capitalista compra, no es una cantidad acorda-
da de trabajo, sino la capacidad de trabajar durante un periodo acordado de
tiempo.>> «Lo que [el capitalista] compra es infinito como potencial,
pero como realización está limitado por el estado subjetivo de los traba-
jadores. [... ] Habiéndose visto forzados a vender su fuerza de trabajo a
otros, los trabajadores también abandonan su interés en el proceso de
trabajo, que ahora ha sido "alienado". El proceso de trabajo se ha conver-
tido en responsabilidad del capitalista.>> 14 En realidad, esta indetermina-
ción del contrato de trabajo ya había sido señalada bastante tiempo
atrás corno un área de indeterminación y, potencialmente, de conflicto
por Baldamus, quien consideró que la incongruencia entre los salarios y
el esfuerzo era el <<centro del conflicto laboral>>,!' pero su obra, quizá
por adelantarse a su tiempo, no tuvo, desde luego, el impacto que ten-
dría años más tarde la de Braverman. Lo mismo puede decirse, por cier-
to, de la de Bright, de quien Braverman extrajo el argumento y, sobre
todo, la principal evidencia empírica de que la automatización disminu-
ye de forma sistemática la cualificación del trabajo. 16 El argumento prin-
cipal de Trabajo y capital monopolista es, como ya se indicó, que el capi-
talista está interesado en controlar y abaratar la mano de obra y se sirve
para ello de la división del trabajo y la maquinaria. En la exposición más
sistematizada de Freyssenet, la organización del trabajo pasa sucesiva-
mente por las etapas de la cooperación simple, la división manufacture-
ra, la mecanización, el taylorismo y la automatización, en una remodela~

H Bmvermnn,1974:54,57.
n Baldamus, 1961: 108.
"' Brighr, 1958, !966.
76 Mariano F. Enguitu

ción constante que discurre por dos líneas analíticamente distinguibles


pero prácticamente entrelazadas: la reorganización del trabajo y la me-
canización-automatización. 17 Otros autores prolongarían más tarde el
hilo argumental hasta llegar ala robotización 18 y la informatización. 19 En
la exposición y argumentación de Braverman todo sucedía como si no
hubiera otra posibilidad para el capital y como si éste hubiese consegui-
do imponer por entero sus designios, lo cual hizo que fuera criticado
tanto por aceptar como portavoz fiel de la clase capitalista a Taylor, sin
suponer que pudiera representar a un colectivo de cuadros con intere-
ses propios ni que los capitalistas pudieran tener otras opciones u otros
valedores, como por tomar por una realidad ineluctable lo que en prin-
cipio no podía ser más que una tendencia y no dejar ningún margen a la
resistencia de los trabajadores frente a los planes de ingenieros y patro-
nos.20 Lo importante, sin embargo, no era la respuesta sino el problema
planteado por Braverman. Al señalar la diferencia entre trabajo y fuerza
de trabajo, entre trabajo efectivo y jornada de trabajo, llamó la atención
sobre el proceso mismo de producción, o proceso de trabajo, como cen-
tro del conflicto en la producción. Hasta entonces, el conflicto laboral
había sido visto, en general, como un conflicto en torno a qué compen-
sación (qué salario, para simplificar), por una cantidad de trabajo dada
o, como mucho, dependiente de la duración de la jornada laboral. En
tales circunstancias, el llamamiento de Braverman a localizar el conflicto
en el corazón del proceso de trabajo -en la pmducción- en vez de en
los términos del intercambio de trabajo por salario -en el ziztercambio o
la distrzbuczón-, cualquiera que fuera el juicio que mereciesen sus con-
dusiones, no podía sino suscitar el reconocimiento unánime de la socio-
logía marxista; o, más en general, de la sociología industrial y la sociología
del trabajo; o, por qué no, de la sociología en general, ya que, de paso,
significaba, en cierto modo, desplazar un problema del ámbito de la
economía al de la sociología.
Al trabajo de Bmverman siguió en los Estados Unidos una larga se·
rie de otros cuya finalidad era, digámoslo así, seguir machacando el mis-
mo clavo sobre materiales empíricos distintos: Kraft, Glenn y Feldberg,
Cooley, Wallace y Kalleberg ... ;21 otro tanto sucedería en Europa tras

17
Freyssenet, 1977.
1
~ Coriat, 1984.
19
Manacorda, 1976.
20
Aronowitz, 1978; Edwards, 1978; Bura\\'oy, 1981, entre otros.
21
Krnft, 1977; Glenn y Fddberg, 1979; Coolcy, 1980; \Xfnllacc y Kallcbcrg, 1982.
La ubicuidad del poder y d conflicto 77

Freyssenet: Durand, Coriat, Manacorda ... 22 En realidad, despersonali-


zando el relato podemos considerar a Braverman y Freyssenet como el
punto álgido de una corriente nacida antes: Berg, Marglin, Gorz .. 23
Pero lo interesante es que provocaron también todo género de reaccio-
nes en sentido contrario. Una, de la que no vamos a ocuparnos aquí, fue
cuestionar una y otra vez el concepto mismo de cualificación y discutir
la realidad de las previsiones sobre descualifícación a la luz de fuentes
diversas. Otra, la que atañe directamente a la temática del poder y el
conflicto, fue subrayar la resistencia -eficaz o ineficaz- de los trabaja-
dores a los planes de los empleadores y de la dirección e interpretar los
resultados finales como un compromiso, equilibrado o no, entre dos
fuerzas con intereses opuestos en vez de como un ukase impuesto por
una de las partes sobre la otra: por ejemplo, en los trabajos de Edwards,
Burawoy, Maurice et al., Wilkinson y otros.24
En general puede decirse que ha faltado una visión más radical y
menos subsidiaria, a la vez, del poder en las organizaciones. Más radical
en el sentido de comprender que toda organización, por el hecho de ser-
lo, es necesariamente un escenario de poder, pues organizar consiste
precisamente en aunar y acumular la capacidad de acción de muchas
personas, y quienquiera que controle el nexo entre ellas está en una po-
sición de poder frente a ellas y gracias a ellas: es en el hecho mismo de la
organización donde reside la raíz del poder, de esa forma de poder que
llamamos autoridad -al margen de su legitimidad-; menos subsidia-
ria, por otra parte, en el sentido de comprender que para ello basta con
que se trate de una organización, no importa de qué tipo, por lo que un
análisis de las organizaciones no puede depender por entero, como en la
perspectiva neomarxista, de la asimetría entre el capital y el trabajo.
Quien más se ha acercado a esto, lejos tanto del reduccionismo neomar-
xista como de la incliferenciación pluralista (y, por supuesto, de la cegue-
ra unitaria), ha sido, creo, Perrow: «Las organizaciones generan un po-
der e influencia ingentes en el mundo social, poder e influencia que va
más allá de los objetivos manifiestos:>>" en su propio interior, como dis-
tribución de las compensaciones, y frente al exterior, como uso de los
recursos organizativos para fines propios.
Visto desde una perspectiva más distante, el problema del poder en
22
Durand, 1978; Coriat, 1979; Manucorda, 1976.
2
; Berg, 1970; Marglin, 1973; Gorz, 1973.
24
Edwards, 1979; Burawoy, 1979, 1985; Maurice, Sdlicr y Sylvcstre, 1982; Wilkin-
son, 1985.
25
Perrow, 1971: 18.
78 Mariano F. Eugui1t1

la economía es el de en torno de qué tipo de derechos está organizada


ésta. La estructura y el discurso liberal-democráticos suponen que en la
esfera de la economía rigen los derechos de la propiedad y en la esfera
del Estado los derechos de la persona, o que lo relevante en la primera
es un acuerdo liberal y en la segunda un acuerdo democrático. 26 Por de-
cirlo en los términos de otra clicotomía popular en el pensamiento polí-
tico occidental, se trataría de lo que Berlin llama libertad negativa y li-
bertad positiva: en qué medida somos nuestros propios dueños y en qué
medida podemos inflllir sobre los demás. 27
El conflicto en torno a las concliciones y la organización del trabajo
puede interpretarse respectivamente, en esta perspectiva, como un con~
flicto en torno a la extensión de los derechos liberales (qué es lo que
realmente venden los trabajadores, entre la plena disposición de su ca-
pacidad de trabajo y la zona de indtferencia de March y Simon, y qué
abarca esta zona) y de los derechos democráticos (qué capacidad se re-
conoce a los trabajadores, si es que se les reconoce alguna, de decidir so-
bre el proceso de trabajo). En el mínimo de los derechos liberales para
los trabajadores en el trabajo está la simple posibilidad de negarse a ven-
der su fuerza ele trabajo, y a partir de ahí las posibilidades se despliegan
en forma de limitaciones en el derecho del empleador a disponer de ella:
desde la simple penalización del abuso de autoridad fuera del ámbito
estricto de la producción hasta las restricciones sobre movilidad, hora-
rios, tipo de tareas, etc. En el mínimo de los derechos democráticos está
la discrecionalidad absoluta del capitalista o el empresario a la hora de
decidir desde las inversiones hasta el proceso de trabajo, y a partir de ahí
se abren una serie de posibilidades ele intervención con mayor o menor
peso en niveles diversos: derecho de petición, derecho de información,
cogestión, autogestión ... , apoyadas en la intervención o representación
de los trabajadores implicados o en el control y la intervención del Esta-
do, y en torno a ámbitos varios como las concliciones ele trabajo, el pro-
ceso inmediato de producción, la política de personal o las decisiones de
inversión. Pero no se trata, como se plantea a veces, de una línea conti~
nua que recorra, por ejemplo, las etapas de la taylorización (mejora
ergonómica y salarial), la humanización (mejora ambiental), la partici-
pación (círculos de calidad y similares) y la democratización (ca-deter-
minación, etc.), 28 sino que, cualquiera que sea la sucesión histórica de

z(, Bowles y Gintis, 1986: 27ss, 66ss.


n Berlin, 1958.
25
Tczanos, 1987b.
Lt ubicuidad del poder y el con/licio 79

sus combinaciones, son dos aspectos de las relaciones de producción


que pueden cambiar de forma autónoma. Los empleadores pueden re-
sistirse a la ampliación de los derechos liberales de los trabajadores den-
tro de la producción porque limitan su capacidad de acción, pero no se
juegan en ello nada sustancial-salvo la manida flexibilidad-; en cam-
bio, se resistirán con m1as y dientes a cualquier forma de derechos de-
mocráticos puesto que cuestionan las prerrogativas esenciales de la di-
rección, es decir, la asimetría fundamental en que se basa la relación
capital-trabajo. Cuestión distinta es que se alcancen compromisos en los
que, por ejemplo, los trabajadores ceden derechos individuales y los
empleadores ganan discrecionalidad -movilidad geográfica, ponga-
mos por caso- a cambio de capacidades democráticas para los prime-
ros -intervenir en la reasignación, u otras- que son una cesión limita-
da de poder para los segundos.
Hasta aquí, el poder y el conflicto en la producción en sentido es-
tricto. Pero la economía es también, obviamente, la distribución, y ésta
no está libre ni del conflicto ni del poder. Este hecho suele ser ignorado,
a pesar de su carácter elemental, por dos razones. Por un lado, el merca-
do, como ya se ha dicho, es contemplado, tanto por la economía neoclá-
sica como por la marxista, como escenario de intercambios de equiva-
lentes. Para la teoría neoclásica, tal intercambio es justo porgue es
voluntario y porque, si no hay restricciones a la competencia, tiene lugar
a un precio que iguala las utilidades marginales de quienes lo realizan.
Para la teoría marxista no es justo ni injusto, ya que las mercancías, in-
cluida la fuerza de trabajo, se cambian a su valor competitivo y la injusti-
cia radica en otro lado, en la producción, donde el capital explota la
fuerza de trabajo porque ésta puede producir un valor superior al suyo
propio. Por otro lado; puesto que el trabajador -sobre todo el trabaja-
dor poco o nada cualificado- tiene normalmente muy pocas probabili-
dades de influir en la voluntad de su empleador con la amenaza de reti-
rar sin más su fuerza de trabajo, es decir, de abandonar la empresa, el
conflicto entre trabajo y capital toma normalmente otra forma: suspen-
der el trabajo sin abandonar el puesto. El trabajador aprovecha, justifi-
cadamente o no, el único lazo de dependencia del empleador respecto a
él: los costes y dificultades de funcionar sin él, sustituirlo o despedirlo,
una forma de dependencia, aun parcial, que se ha creado en la produc-
ción misma -desde el punto de vista de la nueva economía institucio-
nal, esto sería una forma de oportunismo. Los conflictos adoptan por
ello, n01malmente, la forma de conflictos en la producción, entendida
no en sentido amplio sino estricto, porgue la única baza que tiene el tra-
80 Mariano F. Engmiil

bajador es su trabajo. Pero, en realidad, la mayor parte de estos conflic-


tos no tienen por objeto la producción misma sino la apropiación; algu-
nas veces la específica combinación de ambas, producción y apropia-
ción, pero, la mayoría, ni siquiera eso, sino que se da por sentada la
organización del proceso de producción y se discuten solamente los tér-
minos de la apropiación (de al1í la sorpresa alborozada de la izquierda
política y sindical cuando, en ciertas circunstancias -por ejemplo, en
los últimos sesenta y primeros setenta-, el movimiento obrero pasa de
las reivindicaciones cuantitativas a las cualitativas, es decir, de las recom-
pensas por el trabajo a las condiciones y la organización del trabajo, o
sea, de la apropiación a la producción).
El problema de la apropiación surge del hecho de que, en cualquier
tipo de producción cooperativa, no hay forma posible de imputar el
producto a los factores en un sentido físico. Puede hacerse per capita,
pm laborem o por cualquier otro procedimiento, pero en todo caso deci-
dir y aplicar ese procedimiento, sea de forma explícita o implícita, entra-
ña un conflicto de intereses entre las partes en el que cada una de ellas
hará valer hasta donde pueda, si lo tiene, el poder de que disponga. <<Lo
que corresponde a la esencia del capitalismo -escribe Heilbroner- es
que las ganancias de cualquier origen van a parar nmmalmente a los
propietarios del capital, no a los trabajadores, ni a los directivos, ni a los
funcionarios gubernamentales.>>" Una afirmación harto discutible, pues
en la década de los ochenta los propietarios del capital cobraron clara
conciencia de que, si bien su pugna por el producto con los trabajadores
estaba relativamente resuelta en los mencionados ténninos, no lo estaba
ni mucho menos su pugna con los directivos, pero que tiene la virtud de
señalar el hecho de que la apropiación por los propietarios del capital
no es algo inevitable o indiscutible, no va de suyo. Toda la oleada de
grandes adquisiciones de empresas por los tiburones fiizancieros de los
ochenta se hizo bajo esta divisa: dar al capital lo que le corresponde, los
beneficios, en lugar de que fuera apropiado por los directivos en forma
de salarios o de nuevas inversiones para ampliar sus dominios. 30
Y la apropiación es solamente una fase de la distribución del pro-
ducto. (También es la forma de entrada en el circuito económico de los
recursos naturales escasos, pero, dado que los recursos naturales libres
son ya irrelevantes, podemos dejar de lado esta parte.) La otra, que tiene
a ésta como precondición, es la circulación, sea en forma de asignación

21
Heilbroncr, 1988:40.
10
E<~
el problema implícito en Bcrle y Mcans, 1932.
Lr1 ubicuidad del poder y el crm/licto 8!

por medio del Estado o de i11tercambzó a través del mercado. La primera


forma no es problemática a estos efectos, pues hasta los economistas neo-
clásicos aceptan que el proceso de asignación de recursos y bienes por
el Estado, tal como es -no tal como quisiemn que fuem-, est,¡ media-
do por las relaciones de poder, concretamente por la capacidad de cada
individuo o grupo para influir en las decisiones públicas, en la public
choice. La segunda, sí, puesto que, como ya vimos en el apartado ante-
rior, tanto la teoría económica predominante, por activa, como la socio-
logía predominante, por pasiva, tienden a considerar el mercado como
un automatismo libre de los estigmas del poder y el conflicto. <<La esen-
cía de la competencia perfecta [ ... ] es la total dispersión del poden>,ll
condición si11e qua non para que los participantes en el mercado se ve¡m
obligados, como quiere la teoría, a aceptar los precios - entonces ca-
bría preguntar: si todos son precio-aceptantes, ¿quién cambia los pre-
cios? Pero también vimos que no es así, que el mercado es un escenario
de conflictos y relaciones de poder, aunque unos y otras discurran por
medios simplemente económicos. Si la expresión de las relaciones de
poder, o el resultado del conflicto explícito o implícito, en la apropia-
ción es la llamada distribución funcional de la renta (entre salarios, be-
neficios, etc., pero también entre distintos tipos de salarios), su expre-
sión en el intercambio es el precio.
La sociología económica, tanto da que se centre sobre las organiza-
ciones o sobre el mercado, no puede entonces por menos que abordar el
problema de la explotación, es decir, de las transacciones asimétricas
(intercambio desigual en el mercado, pero también asignación desigual
por el Estado) y la apropiación diferencial del producto (en la empresa,
pero también en cualquier forma de producción cooperativa, por ejem-
plo el hogar o la hacienda --oikos-) .32

31
Stigler, 1968: 181.
12
Enguita, 1997a.
9. LAS TRAMAS DE LA DESIGUALDAD

Decir economía, hoy en día, es decir desigualdad. Si la economía es ade-


más, como efectivamente es, un sistema formado por elementos interre-
lacionados y relaciones articuladas entre sí, entonces es decir desigual-
dad mutuamente condicionada. Una parte de la desigualdad, por
supuesto, depende de las características, las opciones y las contribucio-
nes individuales: trabajar más o menos, ahorrar más o menos, etc., o de
circunstancias fuera del alcance de todos, o sea, del azar. Otra parte pue-
de considerarse, tal vez, como un instrumento del sistema, es decir, de
todos, para generar crecimiento, para aumentar las dimensiones de la
tarta, etc.; esto es, como un incentivo libremente acordado o, en el peor
de los casos, razonablemente consentido. Pero, descontado esto, toda-
vía hay sin duda una parte importante de la desigualdad por explicar:
desigualdad en el acceso a los recursos (a la propiedad, a la autoridad, a
la cualificación, al trabajo mismo), a la que solemos llamar discrimina·
ción, y desigualdad en la retribución obtenida por aportar recursos
equivalentes -de valor igual, aunque sean de naturaleza distinta-, a la
que llamamos explotación.
En la teoría económica convencional, estas fmmas de desigualdad
se suelen ignorar por el sencillo expediente de suponer que, puesto que
las transacciones son siempre voluntarias -no obligadas, no compulsi-
vas-, sólo se darán al precio en que se igualen las utilidades marginales
de los que participan en ellas. Por otra parte, estas utilidades subjetivas,
que se suponen ahí por el hecho mismo de tener lugar la transacción -y
así el razonamiento, como las pescadillas, se muerde la cola- serían la
única medida aceptable del valor (Pareto). Este modo de razonar es tan
confortable que algunos economistas han intentado llevarlo al extremo,
proponiendo que la ciencia económica se reduzca al estudio del inter-
cambio y dejando por entero de lado tanto la producción como el con-
sumo. La propuesta, que yo sepa, se remonta a 1831, cuando fue formu-
lada por el obispo Whately, quien sugirió que, reducida a una ciencia
del cambio, la economía (ecouomics) debería denominarse ciencia cata-
Las tramas de la desigualdad 83

láctica (catallactics). 1 Suscitó un entusiasmo tardío, tal como cabía espe·


rar, entre algunos miembros de la escuela austríaca para quienes el cen~
tro de la economía era el mercado, como van Mises y Hayek (éste prefe-
ría llamarla catalaxia). (La ha repetido incluso un economista tan poco
convencional como Boulding, si bien añadiendo que no considera que
el intercambio sea el único medio posible de asignar medios escasos a fi-
nes alternativos.) 2 De esta manera se expulsa de la teoría económica el
problema de la desigualdad y, con mayor motivo, el de la justicia o justi-
cia económica, y la ciencia ya puede ocuparse del precio de todo, stit tener
que preocuparse por el valor de nada.
Ya hemos dedicado algún espacio a señalar que ni los mercados, en
contra del supuesto común, ni, por supuesto, las organizaciones, son es-
pacios libres de relaciones de poder ni de conflictos de intereses. Este
poder es precisamente el poder sobre los recursos, entendiendo porta-
les las cosas y acciones que sirven para producir más cosas y acciones, y
los intereses versan en último término sobre los bienes y servicios, que
son las cosas y acciones que directamente conswnimos para la satisfac-
ción de nuestras necesidades y deseos. Organizaciones y mercados son,
además, las instituciones características de la sociedad capitalista. No
unas ni otros por separado, sino la peculiar combinación de las dos. Se
han intentado otras vías a la industrialización -hoy fracasadas y a pun-
to de desaparecer por entero, y hasta donde alcanza la vista, de la faz de
la tierra- apoyadas exclusivamente en la organización (el socialismo
rea[), y se han conocido periodos y escenarios, aunque muy limitados,
en los que el mercado ha reinado casi indiscutido -como, a veces, las
economías de frontera en las zonas de colonización. Pero lo específico
del capitalismo es la mezcla cada vez más masiva de ambos tipos de en-
tramado económico: la mercantilización de. una parte creciente de la
economía y la asalarización de una parte creciente del trabajo. La inter-
sección de la organización y el mercado es, precisamente, la empresa, y
éste es quizá el único sentido en que su adición al nombre de la discipli-
na no resulta ociosa, aunque ya hayamos indicado que no suscribimos
su limitación a tal ámbito. No todo lo que interviene sistemáticamente
en el mercado son empresas, puesto que también lo hacen los producto-
res autónomos (si bien es cierto que estos últimos suelen ser clasificados
como empresarios sin asalariados), ni todas las organizaciones tienen
como principal finalidad acudir con algo al mercado, sino que existen

1
~rzner, 1976:72,
' Bou!Jing, 1970: 17-18.
84 Marimm F Enguittl

organizaciones de características no económicas o sólo secundariamen-


te tales.
Que el capitalismo, nuestra sociedad (post)industrial, sea esencial-
mente una combinación de mercados y organizaciones, significa que el
poder y el conllicto discurren en él en torno a tres dimensiones: pmpie-
dad, autoridad y cualificación. Estas tres instituciones sociales pueden
contemplarse como la capacidad de disposición sobre tres factores de la
producción: capital, trabajo y técnica, que no son sino las formas econó-
micas de los tres elementos que fluyen por todo sistema: materia, ener-
gía e información. Ahora bien, para que se conviertan en fuente de po-
der, y en su caso de discriminación y explotación -no simplemente de
desigualdad, sino de inequidad- hacen falta dos condiciones más: pri-
mero, que se precisen y se empleen como tales factores, pues lo que im-
porta es la trinidad medios de producción, trabajo, técnica, y no cuales-
quiera formas de bienes, actividad y conocimiento; segundo, que la
capacidad de disposición sobre ellos sea lo bastante desigual como para
que, sobre esa base, unas personas puedan condicionar la voluntad de
otras.' En eso consiste ese gran proceso de expropiación de los medios
de producción (y crédito), administración (y guerra) e investigación (ge-
neralizando, de conocimiento), o, si se prefiere, de los nexos sociales, en
que Weber propuso intuitivamente desplegar la idea marxiana de la
enajenación:1 No entraremos aquí en el tratamiento sustantivo de estos
procesos, por otra parte más propios del análisis de la estructura o la es-
tratificación sociales, pero sí en algunas consideraciones sobre su perti-
nencia para la sociología económica en general y para la sociología in-
dustrial (y de la empresa) en particular.
Sobre la propiedad parecería dicbo todo o, mejor, resumido todo en
su desigual distribución, pero cuando menos tres puntos reclaman algu-
na mención. En primer lugar, que la relación entre propietarios política-
mente libres, jurídicamente iguales y personalmente independientes en
el mercado no disipa el problema del poder, sino que se limita a reducir-
lo a una forma indirecta, mediante objeto interpuesto. Además, los mer-
cados de la sociedad industrial se caracterizan porque la gran mayoría
de las transacciones (la inmensa mayor parte en los mercados de consu-
mo, buena parte en los mercados de capital y la totalidad en el mercado
de trabajo) son transacciones asimétricas en las que interviene, de un
lado, un individuo y, de otro, una organización; lo cual no es sino la cara

1
Véase Enguira, 1992.
' Weber, 1922, ll, 1061
Las tramas de la desigualdad 85

de carne y hueso del hecho de que intervienen, de un lado, la propiedad


y, del otro, la no propiedad. Dicho de este modo, en términos de propie-
dad, parece el pre-texto para colocar a continuación un texto de Marx,
pero, planteado en los términos de la asimetría organización-individuo,
podernos expresarlo con las palabras de un autor muy alejado de él: <<El
resultado final es que dos partes que comienzan con derechos nominal-
mente iguales, pero acuden con recursos enormemente distintos, termi-
nen con derechos realmente muy distintos en la relación. [. .. ] Si el actor
corporativo es más poderoso que cualquiera de sus coparticipantes, en-
tonces habrá un "derrame de valor", absorbiendo plusvalor [szc: surplus
value, plusvalía]».'
En segundo lugar, aunque el marxismo anunció a bombo y platillo la
desaparición de la pequeña burguesía (la que hoy llamaríamos tradicio-
nal, o patrimonial) por su dilución en las filas del proletariado y, en me-
nor medida, su ascenso a las de la burguesía a secas, y aunque esta predic-
ción parecería también acorde con la idea clásica y neoclásica de que, en
condiciones de libre competencia y con rendimientos técnicos de escala,
las grandes empresas deberían barrer del mapa a las pequeñas, o al me-
nos a las más pequeñas, lo cierto es que no ha sido así. Una vez reducida
de modo espectacular y decisivo la población agraria, que era el principal
repositorio de la pequeña propiedad, asistimos simplemente a movi-
mientos diversos en los que nuevas técnicas productivas, estrategias mer-
cantiles, orientaciones empresariales y políticas de relaciones industriales
pueden traer como resultado la crisis, la estabilidad o el auge del trabajo
autónomo y la pequeña empresa en cualquier rama de la producción de
bienes o servicios; es decir, asistimos no sólo a la resistencia a desaparecer
en algunas ramas, sino al (re)surgimiento en otras, e.g. el decentramento
produttivo y la pequeñización. 6 Esto implica, por una parte, la sustitución
de cierta porción de relaciones organizativas por relaciones mercanttles,
o, si se prefiere en términos más comunes, de contratos laborales por
contratos de suministro de bienes o servicios. Por otra, supone una diver-
sifícación y segmentación de las relaciones organizativas o laborales que
debe ser tenida en cuenta en cualquier análisis de la desigualdad, pues las
condiciones de empleo (estabilidad, salarios, jornadas, beneficios socia-
les, etc.) pasan a depender decisivamente, junto a los demás elementos,
del tamaño de cada empresa y de su lugar específico dentro de la división
del trabajo entre las empresas.

' Coleman, 1982:22-23.


" Bagnasco, 1988; Segenberger, 1988; Castillo, 1991.
86 Mariana F. Enguita

En tercer lugar, la generalización de la forma accionarial plantea im-


portantes novedades en relación con el papel de la propiedad en la desi-
gualdad. No se trata en modo alguno de que pase globalmente a un se-
gundo plano, como a veces se ha querido ver en relación con el
crecimiento de las organizaciones y la relevancia en ascenso de los direc-
tivos,' sino de que se diversifica y de que cambia su relación con otras
fuentes de poder. Esto último tiene lugar porque, ciertamente, el au-
mento de tamaño de las organizaciones y el mayor peso de la tecnología
refuerzan la dependencia de la propiedad respecto de la autoridad y la
cualificación -o, si se quiere así, de los propietarios del capital respecto
de directivos y cuadros y técnicos y profesionales-, aunque sin arreba-
tarle su papel dominante. Pero lo primero, y quizá lo más importante,
engloba fenómenos como la extensión de las formas pasivas de propie-
dad -accionistas que no intervienen en la marcha de la empresa, como
los pequeños inversores y los llamados grandes inversores instituciona-
les-, y las cada vez más complejas y difíciles relaciones internas a la
misma, concretamente a la propiedad de cada gran empresa de capital
social, tal como se manifiesta en el permanente conflicto entre altos eje-
cutivos, núcleos estables, tiburones, caballeros blancos, entidades finan-
cieras, etc., en un constante ir y venir de absorciones, OPAs, desmem~
bramientos de empresas, cambios de alianzas entre los diversos grupos
de accionistas, campañas de captación de voto delegado, etc. 8 Como ha
señalado Berle, la generalización de la propiedad por acciones separó
primero la posesión (en manos de los directivos corporativos) de la pro-
piedad jurídica (radicada en los accionistas), pero el enorme crecimien-
to de los inversores institucionales (fondos de inversión, fondos de pen-
siones, mutuas de seguros) ha desgajado después el poder de voto de las
acciones de la persona de los propietarios de las mismas.'
La autoridad, como ya se ha indicado, gana espacio y chupa cámara a
medida que crecen las organizaciones -gana en importancia y en visi-
bilidad-, si bien hay que subrayar hasta la saciedad que esto no aconte-
ce porque la propiedad, o más exactamente la concentración de la pro-
piedad, haya perdido relevancia, sino precisamente por lo contrario,
porque la ha ganado. Porque más y más gente no posee en propiedad
medios de producción suficientes para trabajar por cuenta propia, y
porque una cantidad creciente de riqueza se concentra en unas pocas

7 DahrenJorf, 1957.
8
\'idEpstein, 1986; Schrager, c1986
9
Berlc, 1959: 59ss.
Las tramas de la desigualdad 87

manos -y además, claro está, porque existen las fórmulas instituciona-


les para concentrar propiedad de distintas manos: las sociedades por ac-
ciones-, cada vez más gente tiene que trabajar para las organizaciones
y cada vez pueden agrupar éstas, conjunta o individualmente, a más
gente. La importancia creciente de la autoridad y de quienes la deten-
tan no es, como creía Dahrendorf, malinterpretando a Berle y Means,
una alternativa a la importancia de la propiedad, sino su otra cara. Ni
la propiedad debe disolverse en la autoridad ni la autoridad, por cier-
to, en la propiedad, como sucede con el reciente invento de los bienes
o activos de organizaáón. 10 Por ello mismo, la primera distinción que
se impone es la que divide analíticamente la autoridad sobre el proce-
so de trabajo y el uso normal de los medios de producción de la capa-
cidad de decisión sobre los usos del capital, incluidas las opciones de
invertir o desinvertir, repartir o no beneficios, absorber o desprender-
se de empresas, etc. Aunque de forma poco satisfactoria, creo, esto es
lo que se ha querido recoger bajo distinciones como, por ejemplo, la
que separa la propiedad jurídica (propietarios legales) de la propiedad
económica (ejecutivos con capacidad de disposición sobre el capital) y
de la posesión (directivos con capacidad de decisión sobre el proceso
de producción en su conjunto)H-distinción que haría estremecerse a
un jurista.
Precisamente por su creciente relevancia, por otra parte, resulta ya
urgente hacer distinciones más finas en el ámbito de la autoridad en el
seno del proceso de producción y/o trabajo. Cuando menos, me parece,
hay que distinguir entre, primero, la capacidad de decidir sobre el uso
de medios y recursos afectados al proceso de producción, a la que pode-
mos llamar capacidad de asignación; segundo, la capacidad de decidir
sobre el trabajo de los demás, a la que podemos llamar autoridad pro-
piamente dicha; y, tercero, la capacidad de controlar por uno mismo el
propio proceso de trabajo, a la que podemos llamar autonomía. 12 Más a
menudo que lo contrario, estas tres formas de autoridad en sentido am-
plio, de capacidad de disponer de los medios de la organización en fun-
ción de los fines de la organización, van juntas, pero no es inevitable que
así sea. Cuando ascendemos desde la base hasta la cúspide de una orga-
nización, aumentan normalmente a la par las capacidades de autono-
mía, autoridad y asignación, pero puede haber y hay casos de autoridad

10
Wright, 1985, 1989.
11
Como Poulantzas, 1974.
12
Enguita, 1994a.
88 Mariano F. En guita

sin autonomía -por ejemplo, el capataz de una linea de montaje-, de


autonomía sin autoridad -como un vigilante nocturno-- o de asigna-
ción sin autoridad -un director de compras, tal vez.
De forma análoga a la autoridad, la cualificación gana inaportancia y
visibilidad, no porque la pierda la propiedad, como podría desprender-
se de algunos relatos funcionalistas, ll ni menos todavía porque la pierda
la autoridad, como parecen creer algunos análisis de las organizaciones
especialmente proclives a la consideración de lo informal, 14 sino por
todo lo contrario. Por un lado, ciertamente, el papel creciente de la tec-
nología en la competencia entre empresas y la aceleración del ritmo de
innovación tecnológica refuerzan la inaportancia del conocinaiento téc-
nico y de sus detentado res. Pero, por otro, esta importancia en aumento
procede de la complejidad misma de los procesos abordados por las or-
ganizaciones y de las propias organizaciones como tales, así como de la
rampante mercantilización de la vida económica y de la dificultad en au-
mento de desenvolverse en esa variedad de mercados distintos, segmen-
tados aunque interdependientes, efímeros aunque necesarios, imprevi-
sibles aunque manipulables. Y justamente por la mayor dependencia de
las personas y de sus posiciones y relaciones respecto de la cualificación,
precisamos también conceptos más exactos y distinciones más finas
dentro de ésta.
Necesitamos distinguir entre la cualificación del individuo, o con-
junto de capacidades que posee con independencia de cuáles tenga real-
mente que ejercer en su puesto de trabajo, y la del puesto mismo, o el
conjunto de capacidades necesarias para desempeñarlo con indepen-
dencia de otras que pueda poseer el individuo que lo ocupa; entre la
cualificación formal reconocida al individuo -sus diplomas escolares y
otros- o al puesto -su definición en un convenio colectivo, en una or-
denanza laboral o en unos estatutos profesionales- y su cualificación
real, que es la que resulta de sumar a aquéllas, en cada caso, otras capaci-
dades efectivamente necesarias, aunque no reconocidas, y de restarles
capacidades inaaginarias, perdidas u obsoletas, aunque les sigan siendo
atribllidas. Hay que discernir entre el nivel de cualificación, considerado
como una posición en una escala cardinal u ordinal que permite estable-
cer comparaciones, equivalencias y ordenaciones entre cualificaciones
sustantivamente distintas por su contenido, y el tipo de cualificación,
que puede convertir en irreal cualquier comparación de niveles y hacer

ll Eg. Davis y Moore, 1945.


14
E.g. Gouldncr, 1959.
Las tramas de la desigualdad 89

patente una diferencia esencial entre el capital y el trabajo: la menor li-


qutdez o convertibilidad del segundo y, por tanto, la limitada movilidad
funcional del trabajador, sin tener en cuenta la cual es imposible com-
prender la dinámica del mercado de trabajo. Hay que diferenciar, en fin,
la cualificación en sí de la autonomía en el proceso de trabajo, sobre
todo por cuanto que buena parte de la literatura sobre la descuali/icación
o degradación del trabajo ha tendido a confundirlas o, cuando menos, a
. .
suponer que siempre corren pareJas.
Más que nada, parece necesario apartarse de la imagen de las dife-
rencias de cualificación percibidas simplemente en ténninos cuantitati-
vos: más o menos, mayor o menor, cualificados y no cualificados, para
introducir algunos cortes cualitativos imprescindibles. Por ejemplo, dis-
tinguiendo entre cualificaciones escasas y cualificaciones monopólicas,
pues sólo a partir de la consideración singular de estas últimas parece
viable interpretar adecuadamente la posición y la dinámica de las profe-
siones -en el sentido fuerte del término, sean de ejercicio liberal o de
base en las organizaciones-. Los mismos conceptos en apariencia pu~
ramente cuantitativos que se aplican a los poseedores de cualificaciones
no escasas ni monopolistas: cualificado, semicualificado, no cualificado,
requieren una mayor elaboración para determinar, por ejemplo, sila lla-
mada "no cualificación" es tal o es simplemente la cualificación básica, y
si ésta es la legal o la modalmente básica, y, en tal caso, si no hay que con-
siderar la existencia de un sector infracualificado, etc. 15
Estas desigualdades de poder, en las capacidades de disposición, se
traducen, precisamente por una conducta racional, en explotación. La
explotación consiste en desequilibrar en provecho propio los términos
del intercambio o los de la apropiación del producto de la cooperación.
Para detectarla, por supuesto, hay que desterrar de la cabeza la idea de
que cualquier intercambio voluntario da lugar a un precio justo, o al úni-
co precio posible, cosa que no todo el mundo parece dispuesto a hacer.
Entonces, si se admite un criterio de atribución, o más exactamente de
justicia, potencialmente divergente de la razón real de intercambio, cabe
preguntarse sobre los términos de éste, los terms o/ trade, aunque para
ello haya que contar con una teoría del valor, es decir, con una norma de
atribución, con una teoría normativa de la distribución. Si los términos
del intercambio se apartan de la equivalencia, si uno da más de lo que
recibe y otro recibe más de lo que da, entonces hay explotación en un
sentido económico, sea cual sea la mecánica de la transacción (compra-

15
Enguita, 1994b.
90 Mariano F. En guita

venta, trueque, reciprocidad en el sentido que le da Polanyi) y no impor-


ta en qué otras relaciones venga envuelta (ninguna, como en el mercado;
de dependencia, como en el feudalismo; afectivas, como en el matrimo-
nio). Esto es lo que comúnmente se llama intercambio desigual, aunque
seria más comprehensivo denominarlo transacción asimétrica para in-
cluir en él las formas de circulación no mercantiles con las transacciones
correspondientes. Lo mismo sucede si, en la producción cooperativa,
no hay una correspondencia exacta entre la contribución y la apropia-
ción de cada uno, sea porque se contribuye más de lo que se apropia, en
proporción, o viceversa: entonces surge la otra forma de explotación, lo
que suele denominarse extracción de excedente pero debería denominar-
se, en un sentido más general -ya que no depende de que la produc-
ción como tal sea excedentaria-, apropiación disproporcional. 16
Si subrayamos la importancia de los conceptos de transacción asi-
métrica, más amplio que el de intercambio desigual, y apropiación dis-
proporcional, más que el de extracción de excedente, es para añadir a
continuación que sus escenarios posibles no son sólo, respectivamente,
el mercado o la organización, sino también el Estado, entendido como
mecanismo de (re) distribución -al margen de sus funciones propia-
mente políticas-, y el hogar, entendido como unidad de producción y
consumo -al margen de sus funciones afectivas o vinculadas a la repro-
ducción." El problema del Estado es relativamente sencillo: cada indivi-
duo o grupo explota o es explotado por los demás según resulte positivo
o negativo el balance entre lo que da y lo que recibe. No necesitamos en-
trar ahora en la larga casuística de los colectivos que deben ser excluidos
de esta regla: niños, discapacitados, etc., y no vamos a abordar aquí el
problema. Baste señalar que, si el Estado produce o distribuye recursos,
ha de ser como tal objeto de la sociología económica. Como señaló hace
tiempo Daniel Bell, es un <dJecho extraordinario [ .. .] que no tengamos
una teoría sociológica del hogar público [public household]». 18 Puesto
que las relaciones no son en él bilaterales, podemos preguntarnos quién
explota y quién es explotado, pero no quién explota a quién (problema
que no existe en las transacciones singulares del mercado y que sí lo
hace, aunque más limitadamente, en la organización), salvo en términos
agregados; sin embargo, que la explotación a través del Estado sea errá-
tica o casuística no significa que sea inescrutable. El problema del hogar,

16
Enguita, 1997 c.
17
Enguita, 1997b.
'" Bell, 1976: 220.
Lu tmmas de la desigualdad 91

por su parte, puede resultar oscurecido por la dificultad de hallar y acor-


dar criterios de conmensurabilidad entre las aportaciones monetarias y
no monetarias o por la multiplicidad de funciones y relaciones que se
superponen en él a las económicas, pero se puede soslayar ésta y resol-
ver aquélla. Es posible que el hogar, donde efectivamente pueden llegar-
se a conocer las utilidades subjetivas o preferencias del otro, sea el único
escenario imaginable para las comparaciones intersubjetivas, de modo
que pierdan o cedan sentido las comparaciones basadas en cualquier
idea objetiva del valor. Pero, mientras alguien descubre la forma de ha-
cer esto, es difícil encontrar un término más adecuado que el de explo-
tación para designar las transacciones asimétricas y la apropiación dis-
proporcional del producto que tienen lugar en él, precisamente por ser
una <<palabra emotiva y política>>. 19
La otra forma de desigualdad social a tener en cuenta es la discrimi-
nación. Es característico de la sociedad capitalista e industrial que ésta
no sea ya categórica o colectiva, como en la sociedad estamental, sino in-
dividual. Las formas más importantes de discriminación son, qué duda
cabe, genérica, étnica y generacional, aunque en ciertas circunstancias
puede revestir importancia la discriminación de los disidentes políticos,
los discapacitados, los homosexuales u otros grupos. La diferencia esen-
cial entre la explotación y la discriminación es que aquélla deriva del
ejercicio de una relación de intercambio o de producción, mientras que
ésta concierne al acceso mismo a tales relaciones; la explotación atañe a
los medios de vida; la discriminación, a las oportunidades. Es imposible
la explotación absoluta, salvo que consideremos tal el canibalismo o el
empleo de los niños pobres para fabricar jabón, como sugirió Swift,
pero es perfectamente posible la discriminación absoluta: la exclusión.
Explotación y discriminación, pues, no son conmensurables. Por consi-
guiente, resulta de gran importancia señalar que además, junto a o antes
que la explotación en sus diversas formas, están las distintas formas de
discriminación, pero carece de sentido equiparar una y otra, como suce-
de, por ejemplo, cuando se repite el sambenito sobre las desigualdades
de clase, género y etnia.20 Pertenece al análisis concreto, y sólo a éste, de
cada sociedad determinar la importancia relativa de una u otra forma de
desigualdad, más exactamente de cada forma de explotación o de dis-
criminación (por ejemplo, si afirmamos que en la sociedad agraria hay
menos explotación y más discriminación que en la industrial, o que en la

19
Delphy y Leonard, 1992:42.
20
Enguita, 1993b.
92 Mariano F. En guita

ex URSS la discriminación más grave era la política y en los EEUU la ra-


cial), así como corresponde a cada individuo determinar qué forma de
desigualdad le resulta más dañina o más llevadera (como cuando una
mujer rompe al menos parcialmente su discriminación en el hogar -es-
tar confinada en él- para salir a ser explotada en la fábrica o la oficina).
En todo caso, la categoría de discriminación resulta a pl'iol'i irrenun-
ciable --otra cosa será lo que digan los resultados- para el análisis tan-
to de las organizaciones como de los mercados -y, entre éstos, de los
mercados de trabajo en particular. Aparte de la consabida concentra-
ción de mujeres, minorías, jóvenes y mayores en el desempleo o la inacti-
vidad inducida, el empleo precario, los trabajos peor pagados, etc., se ha
señalado, por ejemplo, que el análisis de los mercados segmentados de
trabajo tiene que ir vinculado al de la segmentación de los propios tra-
bajadores, especialmente a lo largo de las líneas típicas de género, etnia y
edad;21 que la dinámica de las profesiones y las semiprofesiones, y en
particular los éxitos y fracasos colectivos en el proceso de profesionali-
zación, no puede ser separada de la composición sexual de los colecti-
vos afectados;" que los estereotipos de género disocian fuertemente las
carreras de los cuadros y directivos" y marcan sus relaciones con los su-
bordinados;24 que el logro del consentimiento y la cooperación de una
parte importante de la fuerza de trabajo mediante la constitución de
mercados internos de mano de obra se ha basado, a menudo, en la acen-
tuación de las fracturas étnicas, o entre nacionales e inmigrados;25 que
las políticas de empleo se sirven a menudo de las divisorias de edad a fa-
vor de la generación intermedia y en detrimento de las generaciones ex-
tremas de activos potenciales, jóvenes26 o mayores.27
Quizá la más importante de estas formas de discriminación, por
cuanto afecta a la mitad de la población de cualquier sociedad, sea la
discriminación genérica. Es importante, en este aspecto, destacar el pa-
pel de la articulación entre la esfera doméstica y la extradoméstica, es
decir, cómo la responsabilidad prioritaria de la mujer sobre las tareas
domésticas y el cuidado y la educación de los hijos la sitúa en una posi-
ción de desventaja a la hora de acudir al mercado de trabajo, mientras

21
Gordon, Edwards y Reich, 1982.
22
Simpson y Simpson, 1969.
23
Davidson, 1992.
2
~ Kanter, 1977.
25
Srone, 1974.
26
Osterman, 1980.
" Guillemard, 1986.
Las tramas de la desigualdad 93

que su peor posición en el mercado de trabajo la coloca en una relación


de dependencia respecto de los ingresos normalmente más cuantiosos y
estables del varón. 28 La responsabilidad doméstica hace que tenga que
conformarse con empleos temporales o a tiempo parcial, tal vez incluso
que abandonar el trabajo y sacrificar así su carrera en la primera fase de
la crianza, y en todo caso que sea contemplada como una elección me-
nos segura por los empleadores. La postergación extradoméstica impli-
ca la presión moral a favor de una mayor asunción de tareas domésticas
y la insuficiencia de los medios propios como base para una eventual in-
dependencia. En otras palabras, tanto en el hogar como fuera de él, la
relación es esencialmente de discriminación -con independencia, en
ambos casos, de que sea o no, además, de explotación-, y las dos for-
mas de discriminación se refuerzan mutuamente.29 No obstante lo cual,
hay que añadir que la rlisminución de las desigualdades extradomésticas
mina las bases de las desigualdades domésticas.
La rliscriminación étnica (definida la etnia por cualquier combina-
ción de características raciales, lingüísticas, nacionales o religiosas),
que sin duda es -como cualquier otra forma de rliscriminación pero
de modo más claro- un fenómeno mucho más amplio que la mera rUs-
criminación en las oportunidades económicas (Weber, por ejemplo, creía
que su piedra de toque estaba en el connubio y la comensalidad,30
aunque no se le escapó su disponibilidad para fines económicos"), pre-
senta un campo de intersección con las políticas de relaciones industria-
les y las estrategias colectivas en las relaciones económicas cada vez más
claro para la investigación. En particular, hay que señalar la orientación
creciente de los análisis de las relaciones raciales o, en un senrido más
amplio, interétnicas, hacia contemplarlas como un proceso de racializa-
ción de lo que en realidad serían esencialmente políticas de mano de
obra que incluyen como variable manipulable a la mano de obra inmi-
grante y estrategias frente al problema del reparto de un trabajo escaso y
desigual." No solamente es posible así comprender mejor el brote y re-
brote de ciertos fenómenos de racismo y xenofobia entre los sectores
más marginales de la etnia dominante, como sucede con el fenómeno
profusamente esturliado de la white trash (originalmente, los blancos
más pobres del sur de los Estados Unidos, protagonistas de la mayor
28
Hartmann, 1979.
29
Enguita, 1993a, 1997a
'" Weber, 1922:1,315-16.
"Weber, 1922:1,276,317.
12
Castles y Kosack, 1978; Miles y Phizaddea, 1984.
94 Mariano F. Euguita

hostilidad hacia los negros), sino incluso las estrategias de solidaridad


étnica de los grupos discriminados, por ejemplo el papel de la magnifi-
cación del conflicto externo como forma de mantener la cohesión de los
grupos gitanos que basan su modo de vida económico semi-itinerante
en la existencia de amplias redes familiares y de clan."
La discriminación generacional, en fin, arroja intersecciones equipa-
rables. (Prefiero denominarla discriminación gmeracional, mejor que
edadista, por razón de la edad o cualquier otra fórmula similar, amén de
la eufonía, porque considero que, aunque los estereotipos tengan que
ver con la edad, se trata de un problema de sucesión de las generaciones
en un contexto de oportunidades escasas. El uso que hago del término
generación, pues, es claramente distinto del más popular en sociología,
el que hiciera Mannheim.)"' Ante la escasez de puestos de trabajo, la
edad aparece como una divisoria dotada de legitimidad suficiente para
ser invocada en el reparto y las políticas dirigidas hacia la juventud y la
vejez gravitan hacia la política de empleo. Las primeras como políticas
manifiestamente encaminadas a la inserción profesional de los jóvenes,
pero también con la función latente de su contención a las puertas del
mercado de trabajo,35 y las segundas como políticas de protección de los
trabajadores mayores frente a las condiciones de trabajo o los rigores del
desempleo, pero también dirigidas a favorecer su paso a la situación de
inactividad. 36

ll Enguita, 1996a: 67ss.


H Mannheim, 1928.
35
Rose, 1984; Dubar, 1987.
Jú Walkcr, 1981; GaulHcr, 1990.
10. EL RESURGIR DE LA SOCIOLOGÍA ECONÓMICA

A mediados de los cincuenta, Parsons y Smelser lamentaban en Eco-


nomy and society el abismo creciente entre la sociología y la economía e
incluso que hubiera tenido lugar, «SÍ acaso, un retroceso, más que un
avance, en lo que va de siglo»/ en los intentos de ponerlas en relación.
Cuatro decenios después, Smelser y Swedberg abrían su magnífica reco-
pilación, The Handbook o/Economic Sociology, afirmando que <<el cam-
po de la sociología económica, en todas sus manifestaciones, había
experímentado tal periodo de \~talidad durante los diez años anteriores
[a 1990] que ya estaban maduras las condiciones para la presentación
del estado y la consolidación de ese trabajo creciente. Al contemplar
este volumen en vísperas de su publicación vemos esa convicción con·
firmada en el producto.>>'
Lo que iba de siglo para Parsons y Smelser iba, en realidad, más o
menos desde Weber, fallecido en 1920 y cuya Economía )' sociedad se
publicaría en 1922 (si bien fue escrita, en su casi totalidad, en los años
inmediatamente anteriores y posteriores a la Gran Guerra). Efectiva-
mente, algunos de los fundadores no sólo habían tenido una mayor o
menor familiaridad con la economía sino que dedicaron una buena par-
te de sus esfuerzos a la sociología económica. Es el caso, por supuesto,
de Weber, pero también el de Sombart, con sus grandes investigaciones
y sus diversos estudios menores sobre el capitalismo;' Simmel y sus tra-
bajos sobre el dinero y, en menor medida, sobre la competencia;" Veblen
y sus obras sobre la empresa, la propiedad, el consumo, el trabajo o la
ciencia. 5 Los franceses añadirían seguramente a Simiand, pero pienso
que su obra pertenece al dominio más específico de la sociología indus-
trial; y, los italianos, a Pareto, pero creo que, si bien puede ostentar con
todo derecho el doble título de economista y sociólogo, fue las dos cosas
1
Parsons y Smclser, 1956: xvii.
1
Srnclser y Swedberg, 1994: vii.
3
Sombart, 1913a,b,c.
4
Simmel, 1900, 1922.
' Veblen,1899,1904, 1919, 1923.
96 Mariano F. En guita

de forma independiente y separada, por no decir esquizofrénica, y re-


presenta mejor que nadie el divorcio entre ambas disciplinas. Ahora
bien, lo que distingue a Weber de los demás es su concepción compre-
hensiva (en relación al ámbito, no al sentido) de la sociología económica
o, por decirlo de otro modo, su convicción de que la sociología podría y
debería abarcar el conjunto de la realidad económica, el mismo objeto
real que la ciencia económica, si bien definiéndola de otro modo como
objeto teórico.
La ambición de Weber queda patente en el plan que se proponía
abordar para lo que pretendía fuese, con el tirulo de Wirtschaft und Ge-
sellschaft, la parte tercera del Gmndriss der Sozialokonomtk, los textos
que luego, al quedar su obra inacabada, llegarían a nosotros, en realidad,
como parte segunda, Die Wirtschaft tmd die gesellschaftlichen Ordmm-
genund Miichte (La economía y los ordenamientos y poderes sociales), de
su póstuma Wirtschaft und Gesellschaft (Economía y sociedad), sin
apartarse apenas del proyecto original. Nos permitiremos citarlo en
toda su extensión: <<1) Categorías de los ordenamientos sociales. Econo-
mía y derecho en su relación de principio. Relaciones económicas en las
asociaciones en general. 2) Comunidad doméstica, oikos y empresa. 3)
Asociación de vecindad, parentela y comunidad. 4) Relaciones étnicas
en la comunidad. 5) Comunidades religiosas. Dependencia de las reli-
giones respecto a las clases; religiones avanzadas e ideología económica.
6) La colectivización del mercado. 7) La asociación política. Las condi-
ciones de desarrollo del derecho. Profesiones, clases, partidos. La na-
ción. 8) El dominio. a) Los tres tipos de dominio legítimo. b) Dominio
político y hierocrático. e) El dominio ilegítimo. Tipología de las ciuda-
des. d) El desarrollo del Estado moderno. e) Los partidos políticos mo-
dernos.»" Chocará sin duda la inclusión, y la amplitud con que tiene lu-
gar, de la religión y la dominación, si bien no es difícil relacionarlo con la
importancia otorgada por Weber a las ideas religiosas, las ciudades (que
asocia al dominio ilegítimo) y la burocracia en el desarrollo del capitalis-
mo. Baste subrayar, no obstante, la inclusión de todas las formas asocia-
das de producción material: hogar, otkos, empresa; la consideración es-
pecífica del marco político: derecho y Estado, y cultural: etnia y religión;
en fin, la problematización del mercado. Queda claro, pues, que, con in-
dependencia del juicio que merezca cada una de sus incursiones, Weber
estableció un plan para la sociología económica -en realidad, para la
Sozialok01wnuk, la socioeconomía- tan amplio como se pueda desear.
6
Citado por Winckclmann, 1955: ix-x.
El remrgir de la sociología económica 97

Mucho tiempo antes, sin embargo, Marx ya había clamado con insis-
tencia casi obsesiva contra la economía política, es decir, contra la teoría
económica de su tiempo, acusándola de no reconocer el carácter históri-
co y, por tanto, social, de las relaciones económicas, empezando por las
más elementales. Para ella, recuérdese, «ha existido la historia, pero ya
no la hay.>>7 «La economía política pa1te del hecho de la propiedad priva-
da, pero no lo explica. [ ... N] o nos proporciona ninguna explicación so-
bre el fundamento de la división de trabajo y capital, de capital y tierra.
[... O]tro tanto ocurre con la competencia [.. .].>>8 Proudhon es criticado
por no entender que «esas relaciones sociales [de producción] son tan
producidas por el hombre como la tela, ellíno, etc. Al adquirir nuevas
fuerzas productivas los hombres cambian su modo de producción, y al
cambiar el modo de producción, la manera de ganar su vida, cambian to-
das sus relaciones sociales.>>9 Es difícil encontrar un llamamiento más en-
cendido a relativizar las relaciones económicas, todas ellas declaradas
<<productos históricos y transitoriOJ>>, 10 pero el problema está en que sólo
es un llamamiento limitado a estudiarlas. No sólo la producción debe ser
estudiada y merece, por tanto -añadimos nosotros-, su sociología in-
dustrial y de la empresa, sino que otro tanto puede decirse de la distribu-
ción, el cambio y el consumo, que merecerían así, también -ampliaría-
mos nosotros-, sus respectivas sociologías de la estratificación social o
de las ocupaciones, de los mercados y del consumo, e incluso-sintetiza-
ríamos nosotros- una sociología económica unificada. Pero, para Marx,
todas las otras esferas se reducen a la producción: <<La organización de la
distribución se halla completamente determinada por la organización de
la producción.>> 11 <<El cambio aparece así, en todos sus momentos, como
comprendido directamente en la producción o determinado por ella.>> 12
En otras palabras: el camino parte siempre de la producción. No hay un
lugar específico, independiente, para el estudio de los mercados, de la
distribución de la renta, etc., sino que todos estos campos están práctica
y teóricamente subordinados a la producción. <<La verdadera ciencia de
la economía moderna sólo comienza cuando la consideración teórica
pasa del proceso de la circulación al proceso de la producción.>> 13

' Marx. 1847: 177.


R Marx, 1844a: 10-L
'
1
Marx, 1847: 161.
w Loe. cit.
u Marx, I857b: 262.
12 Marx, 1857b: 267.
ll Marx, 1867: IlVl, 430-3 L
98 Mariano F. Enguita

De ahí a los setenta tuvo lugar la travesía del desierto, pero con dos
notabilísimas excepciones. Una es Schumpeter, un economista atípico,
perfectamente integrado por un lado eu la tradición del análisis econó-
mico pero enormemente atento, por otro, a la contribución real o po~
tendal de otras ciencias sociales que la economía al estudio de la reali-
dad económica. Schumpeter no sólo hizo él mismo notables
contribuciones a la sociología económica 14 sino que defendió con toda
claridad la idea de que la realidad a la que la economía analítica aplica
sus modelos teóricos y sus instrumentos técnicos es parte de una socie-
dad de la que tienen que dar cuenta la historia y la sociología. «Todo tra·
tado de economia que no se limite a enseñar técnica, en el más estricto
sentido de la palabra, cuenta con una introducción institucional que
pertenece a la sociología más que a la historia económica como tal.>> 15
Schumpeter criticó la ambición de la economía política de abarcar la
economía como un todo, y en particular la pretensión de explicar lapo·
lítica y la cultura a partir de la economía, como sería el caso del manás-
m o -aunque el principal atractivo de éste para el lego residiría precisa-
mente ahí: en ofrecer una imagen completa y ordenada de la realidad-.
Creía que el conocimiento de la economía (el análisú económico, en sns
términos) avanzaba a través del desarrollo de campos especializados, y
mencionó como los tres fundamentales la teoría económica (lo que hoy
llamaríamos precisamente análisú), la estadística y la historia económi-
ca, pero comprendió que entre los tres sólo daban una versión parcial,
incompleta y fragmentaria de la realidad económica, y que el deseo de
encajar las piezas era lo que se reflejaba en la empresa totalizante de la
economía política. <<Al añadir nuestro "cuarto campo fundamental", la
sociología económica, reconocemos parcialmente la verdad que parece
contenida en este programa.>> 16 Y definió la disciplina en unos términos
que podrían tomnrse hoy como una declaración programática: <<el análí-
sis económico estudia las cuestiones de cómo se comporta la gente en
cualquier momento dado y cuáles son los fenómenos económicos que
producen al comportarse así; la sociología económica trata la cuestión
de cómo es que la gente se comporta como lo hace. Si definimos el com-
portamiento humano con la suficiente amplitud para que incluya no
sólo acciones, motivos y propensiones, sino también las instituciones so-
ciales que importan para el comportamiento humano -como el gobier-

14
Schumpcter, 1942, 1951.
15
Schumpctcr, 1954: 56.
" /bid., 58.
El resurgir de la sociologia económica 99

no, la herencia de la propiedad, los contratos, etc.-, entonces esa frase


nos dice realmente todo lo que necesitamos precisar.» 17
La otra figura de excepción fue, por supuesto, Polanyi, con su estu-
dio de la formación de los mercados de la tierra, la fuerza de trabajo y el
dinero, 18 el estudio con sus colaboradores de los mercados y las fmmas
de distribución de la antigüedad 19 y, en el terreno más conceptual, la dis-
tinción entre economía sustantiva y economía formal y el concepto de in-
cmstación (embeddedness). 20 El significado sustantivo de la economía,
según Polanyi, «deriva de la dependencia del hombre para ganarse la
vida de la naturaleza y de sus compañeros, en la medida en que esto fun-
ciona para suministrarle los medios de satisfacer sus deseos materiales.
El significado formal de la economía deriva del carácter lógico de la re-
lación medios-fmes, tal como se ve en palabras como "económico" [en
el sentido de barato] o "economizar". Los dos significados básicos de la
"economía", el sustantivo y el formal, no tienen nada en común. El últi~
m o deriva de la lógica, el primero de los hechos.>>21 Esta distinción tuvo
un fuerte impacto en la antropología, pues el concepto de "economía
sustantiva" pareció a numerosos autores más adecuado para dar cuenta
de unas instituciones y procesos menos específica y exclusivamente eco-
nómicos que los de las sociedades modernas. El concepto de incrusta-
ción sirve a Polanyi para explicar la imposibilidad de separar mental-
mente la economía de otras actividades sociales antes de la llegada de la
sociedad moderna, cuando señala que no existe para los miembros de
esas sociedades un concepto de economía claro y diferenciado como el
que puedan tener de las distintas instituciones del parentesco, la magia
o la etiqueta. <<La primera razón para la ausencia de cualquier concepto
de economía es la dificultad de identificar el proceso económico bajo
unas condiciones en las que está incrustado [embeddec[J en instituciones
no económicas.»22
De aquí arrancan distintas tradiciones que podemos reducir a dos,
aun con plena conciencia de que, en consecuencia, serán internamente
muy diversas: de un lado, la de la (nueva) economía política, en buena
parte de origen o inspiración marxista o marxistizante, desde la que se
intenta explicar las otras relaciones económicas, por decirlo en el argot,
17
Schurnpeter, 1954: 57.
18
Polanyi, 1944.
19
Polanyi, Arensberg y Pearson, 1957.
zo Polanyi, 1957a,b.
21
Polanyi, 1957a: 243
22 !bid.: 71
100 Mariano F. En guita

como totalidades concretas en las cuales juegan un papel determinante la


dinámica del capital y/o la relación capital-trabajo. En esta tradición
ocupan un lugar fundamental, como es lógico, los neomarxistas, y en
ella se confunden -descontextualizando para el caso los términos de
Dumont- economistas sociologizantes y sociólogos economizantes a
los que debemos diversos estudios de gran interés sobre la articulación
interna del capital (por ejemplo, Zeidin) ,23 el papel del Estado en el pro-
ceso de acumulación del capital (por ejemplo, O'Connor), 24 las relacio-
nes entre trabajo asalariado y trabajo doméstico (por ejemplo,
Delphy),25 el isomorfismo entre intercambio desigual y extracción ele
plusvalor (por ejemplo, Chevalier),26 las funciones de la escuela (por
ejemplo, Bowles y Gintis), el desempleo (por ejemplo, Therborn),27 la
inflación (por ejemplo, Goldthorpe y Hirsch)," el desarrollo tecnológi-
co (por ejemplo, Castells),29 más un largo etcétera y, por supuesto, sobre
la relación trabajo-capital misma (por ejemplo, Braverman).' 0 Elemen-
tos comunes a todos ellos son el énfasis en la importancia ele la econo-
mía frente a otras esferas ele la vida social y la centralidad del conflicto
capital-trabajo, los cuales me parece que son su mejor aportación; la de-
bilidad de la primera oleada de neomarxismo ortodoxo, manifiesta en
aspectos como la omnipotencia presupuesta al capital, la presunción ele
que existe una clase obrera con intereses homogéneos y la no considera-
ción de los grupos fuera de la relación capital-trabajo ni de otras relacio-
nes que ésta, desaparece a partir ele los ochenta sin que por ello se pierda
el gusto distintivo por el estudio de los grandes escenarios y tendencias.
En segundo lugar, hay una tradición apoyada en Weber y en Polanyi
-y que se atiene de modo implícito al programa de la sociología econó-
mica ele Schumpeter y a su critica de la economía política- a la que pue-
den adjudicarse, creo, tres tipos de estudios. Los más clásicos son los
que, en la onda de la sociología de las organizaciones, constitnyen buena
parte de la sociología industrial y de la empresa en Europa y el grueso de
la misma en Norteamérica desde sus inicios. Se distinguen más o menos
claramente de los análisis (filo)marxistas sobre el proceso de trabajo por

23 Zeitlin, 1989; Useern, 1983.


24O'Connor, 1973; Gough, 1979; Offe, 1984; Esping-AnJersen, 1985, 1990.
" Delphy, 1976; Delphy y LeonarJ, 1992; Harrison, 1973.
16
Chevalicr, 1983; Vergopoulos, 1978.
27
Therborn, 1986.
1s Hirsch y Goldthorpe, 1987; Lindberg y Maicr, 1985.
'" Costells, 1985, 1989.
¡o Braverman, 1974; Aglietta, 1976; Palloix, 1977.
El resurgir de la sociología económica 101

su énfasis en las distintas fuentes de poder en la organización, en particu-


lar las que no son rú la propiedad ni la autoridad formal-la influencia,
la posición estratégica, el control de la información, el control de recur-
sos, etc.-, frente al monismo reduccionista de la relación capital-traba-
jo. Representante paradigmático de este tipo de estudios podría ser el
primer Etzioni.' 1 Un segundo tipo está formado por los que, recuperan-
do de modo explicito o implícito el énfasis de Weber sobre la importan-
cia de la cultura en el funcionamiento y la viabilidad misma de un com-
portamiento económico racional, han iniciado una floreciente saga de
análisis sobre las condiciones culturales en las que es posible el floreci-
miento de las instituciones económicas del capitalismo: entre estos po-
dríamos mencionar, como dos buenos ejemplos, a Dore o DiMaggio. 32 El
tercer tipo, en fin, se remonta más directamente a Polanyi y muestra un
interés particular por los mercados, con lo cual han entrado directamen-
te en la sala de estar de lo que hasta ayer era el domicilio inviolable de la
teoría económica. Los más importantes de estos autores fueron ya men-
cionados en el apartado sobre el estudio del mercado. La otra buena no-
ticia es que no se trata ya de un conjunto disperso de trabajos interesantes
sobre tal o cual aspecto de la realidad económica, probablemente poco
tratado desde la sociología, sino que ya abundan las compilaciones más o
menos sistemáticas, como los números monográficos dedicados por re-
vistas como Curren! Sociology," Theory and Society 34 y Acles de la Recher-
chel' o las editadas directamente en forma de libro por Frieclland y Ro-
bertson, Granovetter y Swedberg, Swedberg (¡tres, incluido un libro de
entrevistas!), Smelser y Swedberg. 36 (Incluso aquí puede saludarse ya la
monografía de Política y Sociedad dedicada a Sociología y Economía," si
bien no deja de ser significativo del escaso desarrollo de la sociología eco-
nómica entre nosotros que, de sus siete artículos, seis de los cuales na~
cionales, cuatro --entre ellos los de los autores más veteranos- estén
dedicados al análisis del discurso de algún clásico propio o ajeno -Mi-
ses, Smith, Mandeville, Polanyi- y los otros dos al discurso global de la
teoría económica.) Asimismo, menudean los tratamientos teóricos siste~

31
Etzioni, 1961,1964.
32
Dore, 1983; DiMaggio,1990.
B Martinelli y Smelser, 1990.
14
Zukin y DiMaggio, 1986.
" AA.W., 1994; AA.W, 1997.
16 Friedland y Robertson, 1990; Swedberg, 1990a,b; Granovetter y Swedberg,
1992; Swedbcrg, 1993; Smelser y Swcdbcrg, 1994; Swcdbcrg, 1996.
" AA.W., 1996.
102 Mariano F. En guita

m áticos de la sociología económica que tratan de definir los fundamen-


tos y contornos de ésta como una sociología especial junto a otras, tal.
como se hace en los prólogos de todas las recopilaciones ahora mencio-
nadas pero también y más a fondo en trabajos de algunos de los repre-
sentantes más daros de la corriente, tales como Granovetter, Etzioni y
Swedberg. 38 Cabe añadir, no obstante, que es una característica de esta
corriente, creo, la inclinación hacia los estudios de medio alcance con
apoyatura empírica en datos de nivel micro, por contraste con la tenden-
cia generalizadora de la economía política y su acusada preferencia por el
uso de las macromagnitudes.
Hay que mencionar, en fin, otras voces y otros ámbitos a tener en
cuenta, sea como comilitantes o como concurrentes. Me refiero, del
lado de la disciplina vecina, al zinperialismo económico y, del propio, a las
teorías de la elección racional. Del imperialismo económico -que quizá
sería mejor llamar imperialismo paradigmático39- me parecen particu-
larmente interesantes las incursiones de la escuela de Cbicago en torno a
temas como la discriminación, el capital humano o la familia, particular-
mente los ambiciosos trabajos de Becker;·10 la nueva economía institucio-
nal y su asalto a las organizaciones, en especial la teoría del principal y el
agente;41 la audaz teoría de los costes de transacción de Williamson·12 y los
estudios sobre la hacienda pública de Tullock43 y otros autores de la es-
cuela de la elección pública. Aunque no espero que vayamos a saber
nada que no supiéramos ya de estos campos a través de estas incursiones
-de momento, todo lo contrario-, sí creo, no obstante, que plantean
problemas e hipótesis que no pueden ni deben ser ignorados por la so-
ciología económica ni por las otras sociologías especiales dedicadas a los
campos afectados (estratificación, educación, familia, organizaciones,
trabajo). De la corriente denominada de la elección racional en sociolo-
gía, creo que hay que distinguir entre una corriente dura encarnada
principalmente por autores como Lindenberg, Hechter o Coleman,<·< y
otra afortunadamente más blanda en la que militan sociólogos como
Elster, Van Parijs o Boudon." Los primeros representan un intento de

lli Gnmovetter, 1985; Etziofli, 1988; Swedberg, 1990, 1991.


19
Salvati, 1993:209 .
.w Becker, 1957, 1964, 1976, 1981.
~ 1 Alchian y Demsetz, 1972.
42
\Xfilliamson, 1975, 1985;
~; Tullock, 1983 1986.
~~ Lindenberg, 1985; Hechrer, 1983; Coleman, 1973, 1990.
11
Boudon, 1977; Elster, 1979, 1986; E!ster y 1-lylland, 1986b; Van Purijs, 1981.
El resurgir de la mciologfa ecmrómica l03

importación sistemática de la metodología económica al campo de la so-


ciología que, al menos por el momento, produce mucho rtudo y pocas
nueces, ya que los esfuerzos por articular modelos formales y matemáti-
cos a la búsqueda de la partícula sociológica elemental no se correspon-
den, creo, con los resultados; los segundos, más moderados en sus pre-
tensiones, tienen la ventaja de concentrar sus esfuerzos en un ámbito
más limitado, normalmente el de la desigualdad y las estrategias frente a
ella, en el que la racionalidad como elección entre términos cardinales u
ordinales puede corresponder mejor a los procesos reales de decisión y
tener un alto valor heurístico.
Finalmente, hay que considerar como una fuente específica los estu-
dios sobre la comunidad doméstica y la lógica económica de subsisten-
cia y, dentro de éstos, a su vez, tres focos independientes: la antropología
económica, los estudios campesinos y las investigaciones feministas.
Aunque cada uno de estos rótulos designa, sin lugar a dudas, un ámbito
más amplio que el que aquí nos interesa, hay que señalar que todos ellos
tienen en común apuntar a un tipo de realidad económica plenamente
distinta de la que cubren el mercado, las empresas y el Estado. Si, como
dicen los chinos, las mujeres sostieneula mitad del cielo, podemos asegu-
rar sin miedo que la economía doméstica sostiene la mitad de la tierra en
la sociedad avanzada actual y mucho más en todo el resto y en toda la
historia anterior. No es casual, por otra parte, que en todos estos cam-
pos aparezca reiteradamente la sombra de Chayanov, cuya interpreta-
ción de la lógica económica de subsistencia de la unidad económica
campesina ha resultado esencial no sólo para el estudio de ésta sino tam-
bién para el de los otros dos tipos de hogares esenciales en la historia: el
grupo doméstico primitivo'16 y el hogar nuclear moderno."
Puede observarse que las dos primeras y principales corrientes men-
cionadas se unen en el deseo de romper las barreras entre la realidad
económica y el resto de la realidad social y, en cierto modo, también en-
tre las disciplinas, i.e. entre la sociología y la economía, sea bajo la ban-
dera de la economía política o bajo la de la sociología económica. La op-
ción por la convergencia se refiere al objeto de investigación y a su
interpretación sustantiva, no al método, y esto lo que separa a ambas del
tercer grupo, el formado por el imperialismo económico y la eleccióu ra-
cional. Pero les aparta también de la corriente principal de sus dos disci-
plinas-madre: la economía política de los economistas es, en lo esencial,

46
Sahlins, 197 4.
47
Gardiner, 1973.
104 Marimw F En guita

obra de los economistas marxistas o radicales, según de qué lado del


océano se tome la terminología. La economía política y la sociología eco-
nómica de los sociólogos son, en gran medida, pequeños islotes aislados
dentro de una disciplina dedicada fundamentalmente a otros meneste-
res. Las economía política y la sociología económica divergen, no obstan-
te, en que la primera trata de subrayar el peso decisivo de los factores
económicos sobre otras esferas de la vida social, mientras que la segun-
da acentúa el enmarque y los condicionamientos sociales de las institu-
ciones económicas. El explanans de cada una de ellas es el explanandum
de la otra, y ahí es donde más se nota la larga sombra de Marx y Weber.
Sin embargo, no hay razón para exagerar ni motivo para desesperar. Ni
los unos son tan cultumlistas ni los otros tan economicistas. El tiempo,
que todo lo desgasta, ha limado sin lugar a dudas las aristas de las dos es-
cuelas, y el futuro de la sociología económica, entendida ya estrictamen-
te como denominación de una sociología especial y no como etiqueta de
una escuela particular, se dibuja relativamente optimista sobre bases
contrapuestas, pero también complementarias.
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ANEXO BIBLIOGRÁFICO

La bibliografía que sigue, organizada por grandes apartados cuyo contenido se


explicita mínimamente al comienzo de cada uno de ellos, pretende ser simple-
mente un instrumento útil para el estudioso interesado en ellos o para el profe-
sor que los incluya, total o parcialmente, en su programa. Por supuesto, no pre-
tende ser exhaustiva sino selectiva, aunque no dudo de que habrá mil buenas
razones para incluir trabajos que no lo han sido y dejar fuera otros que sí lo han
sido.
He procurado reseñar las versiones en castellano siempre que tuviera noti-
cia de ellas, lo cual creo haber conseguido en buena medida con los libros pero
no así, dada la dificultad de manejar bases de datos adecuadas en nuestra len-
gua, con los artículos. Por si el libro llegara a reeditarse, agradeceré cualquier
información, sugerencia o corrección al respecto, que puede hacerse llegar a la
dirección electrónica mfe@gugu.usal.es
He tratado de que las referencias sean lo más breves posibles, de modo que
he omitido cualquier información redundante y he optado siempre por la más
concisa, por ejemplo renunciando a las páginas de principio y fin de los capítu-
los en libros colectivos (no dudo que el lector sabe buscar en los índices), o de
artículos en revistas de las que ya se da volumen y/o número, etc. Cuando he in-
cluido capítulos específicos de recopilaciones que figuran como tales en el blo-
que primero, formado por manuales y recopilaciones, he evitado repetir de
nuevo la referencia: en esos casos, un asterisco tras el nombre del autor o auto-
res de la recopilación advierte de que ésta se encuentra en dicho bloque.
Las fechas de las obras corresponden siempre, la primera de ellas (entre pa-
réntesis tras el nombre del autor o editor) a la edición original y, la siguiente,
dentro de la información de referencia, a la edición utilizada o accesible, o a la
traducción. Finalmente, y dada la tendencia creciente de los editores a distin-
guir entre nuevas ediciones y reimpresiones, he optado por improvisar una no-
tación en superíndice, tal que, por ejemplo, 19782+3 significaría que se trata, en
1978, de la tercera reimpresión de la segunda edición.
12-1 Anexo bib/iogní/ico

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rrollo de las organizaciones. Burocratizacíón. La ciudadanía: civil, política, so-
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Terciarización. Papel de la información. Viejas y nuevas clases medias. Neocor-
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Las estructuras representativas. La resistencia en el trabajo. La huelga. La nego~
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Trabajo y desigualdad social. Justicia económica. Recursos naturales, produc~


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Discriminación genérica, generacional y étnica. Escasez y reparto del trabajo.
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tancia. Tipos de mercado: de consumo, de capital, interempresarial, de trabajo.
El intercambio. Fonnas de competencia. La determinación del precio. Merca-
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COLECCIÓN MONOGRAFÍAS

51. Sociología de las profesiones en España.


Jaime Martín-Moreno y Amando de Miguel.
52. Trabajadores intelectuales y la estructura de clases.
Daniel Lacalle.
53. El uso de la comunicación social por los españoles.
Manuel Martín Serrano.
54. Regionalismo y autonomía en España, 1976-1979.
Manuel García Ferrando.
55. Elites políticas y centros de extracción en España, 1938-1957.
Miguel Jerez.
56, Teoría sociológica de las creaciones culturales. El estructura-
lismo genético de Lucien Goldmann.
Eduardo Huertas.
57. Autoridad y privilegio en la universidad española: Estudio so-
ciológico del profesorado universitario.
Amparo Al marcha.
58. Familia y cambio social en España.
Rosa Conde (comp.).
59. Los constituyentes de 1931: Unas elecciones de transición.
Javier Tussell.
60. Energía y Sociedad.
Alejandro Larca, Manuel García Ferrando y Antonio Buitrago.
61. La conciencia regional en el proceso autonómico español.
Eduardo López-Aranguren.
62. Política como realidad, realidad como literatura.
Carlos Ollero.
63. Procedimientos retóricos del cartel.
Fermín Bauza.
64. Los viejos y la política.
Manuel Juste!.
65. Análisis de la población en México.
Amando de Miguel.
66. Condiciones de trabajo: Un enfoque renovador de la sociolo-
gía del trabajo.
Juan José Castillo y Carlos Prieto.
67. El fascismo en los orígenes del Régimen franquista. Un estu-
dio sobre FET-JONS.
Ricardo Chueca.
68. Datos sobre el trabajo de la mujer en España.
M. a Pilar Alcobendas Tirado.
69. Antropología de un viejo paisaje gallego.
José Antonio Fernández de Rota.
70. Memorias del cura liberal Don Juan Antonio Posse con su dis-
curso sobre la Constitución de 1812.
Edición a cargo de Richard Herr.
71. Sociología contemporánea. Ocho temas a debate.
Luis Rodríguez Zúñiga y Fermin Bauza (comps.).
72. El mito ante la Antropología y la Historia.
José Alcina Franch (comp.).
73. La reproducción del nacionalismo. El caso vasco.
Alfonso Pérez~Agote.
74. El discurso político de la transición española.
Rafael del Águila y Ricardo Montara.
75. Escritos.
Luis Diez del Corral.
76. Emile Durkheim: su vida y su obra.
Steven Lukes.
77. Hitler y la prensa de la 11 República española.
Mercedes Semo!inos.
78. La financiación de partidos y candidatos a las democracias
occidentales.
Pilar del Castillo.
79. Los católicos en la España franquista, J. Los actores del juego
político.
Guy Hermet
80. Los funcionarios ante la reforma de la Administración.
Miguel Beltrán.
81. La uco y la transición a la democracia en España.
Carlos Huneeus.
82. Del conocimiento antropológico.
Enrique Luque.
83. Geografía electoral de Andalucía.
Antonio Porras Nada!es.
84. Nacionalismo y 11 República en el País Vasco.
José Luis de la Granja.
85. Los partidos políticos en las democracias occidentales.
Klaus van Beyme.
86. El sistema de partidos políticos en España. Génesis y evolución.
Richard Gunther, Giacomo Sani y Goldie Shabad.
87. Convergencia Democrática de Cataluña.
Joan Marcet Morera.
88. Antropología social: Reflexiones incidentales.
Carmelo Lisón T o!osana.
89. Elecciones y partidos en la transición española.
Mario Caciagli.
90. Dote y matrimonio en los paises mediterráneos.
John G. Peristiany (comp.).
91. La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado.
Norbert Lechner.
92. Los católicos en la España franquista, 11. Crónica de una dic-
tadura.
Guy Hermet.
93. Populismo, caudillaje y discurso demagógico.
José Álvarez Junco (comp.).
94. Alianza Popular: estructura y evolución electoral de un par-
tido conservador.
Lourdes López Nieto.
95. El nacionalismo vasco a la salida del franquismo.
Alfonso Pérez-Agote.
96. (<¡Pleitos tengas! ..• ,,. Introducción a la cultura legal española.
José Juan Toharia.
97. La profesión farmacéutica.
Jesús M. de Miguel y Juan Salcedo.
98. Sociología de las crisis políticas. La dinámica de las movi-
lizaciones multisectoriales.
Michel Dobry.
99. Familia, población y sociedad en la provincia de Cuenca,
1700-1970.
David-Sven Reher.
100. ¿Movilidad social o trayectorias de clase? Elementos para
una crítica de la sociología de la movilidad social.
Lorenzo Cachón Rodríguez.
101. Política y movimientos sociales en el Magreb.
Bernabé López García.
102. La vida y el mundo de los vaqueiros de alzada.
María Cátedra Tomás.
103. La prensa del Estado durante la transición política española.
Juan Montabes Pereira.
104. Louis Blanc y los orígenes del socialismo democrático.
Jesús González Amuchastegui.
105. Análisis de tablas de contingencia.
Juan Javier Sánchez Carrián.
106. Medios de comunicación de masas. Su influencia en la so-
ciedad y en la cultura contemporáneas.
Rafael Roda Fernández.
107. Conocimiento y sociología de la ciencia.
Esteban Medina.
108. Estructura urbana y diferenciación residencial: El caso de Bil-
bao.
Jan Joseba Leonardo Aurteneche.
109. Participación política de las mujeres.
Judlth Astelarra (comp.).
110. Ibiza, una isla para otra vida. Inmigrantes utópicos, turismo y
cambio cultural.
Daníelle Rozenberg.
111. La profesión de policfa.
Manuel Martín Fernández.
112. Salud y poder.
Josep A. Rodríguez y Jesús M. de Miguel.
113. La sociedad anciana.
María Teresa Bazo.
114. La sociedad reflexiva. Sujeto y objeto del conocimiento so-
ciológico.
Emilio Lamo de Espinosa.
115. Chile: transición política y sociedad.
Antonio Alaminas.
116. Trabajadores extranjeros en Cataluña. ¿Integración o racismo?
Carlota Solé y Encarna Herrera.
117. Población y desigualdad social.
Graciela Sarrible.
118. La política como compromiso democrático.
Ángel Flisfisch.
119. Redes sociales y mercado de trabajo. Elementos para una
teoría del capital relacional.
Féltx Requena Santos.
120. De jóvenes y sus identidades. Socioantropologia de la etni-
cidad en Euskadi.
Eugenia Ramirez Goicoechea.
121. El cambio cultural en las sociedades industriales avanzadas.
Ronald lnglehart.
122. Nacionalismo y lengua. Los procesos de cambio lingüístico
en el País Vasco.
Benjamín Tejerina Montaña.
123. La mortalidad infantil española en el siglo xx.
Rosa Gómez Redondo.
124. La deserción universitaria. Desarrollo de la escolaridad en la
Enseñanza Superior. Éxitos y fracasos.
Margarita Latiesa.
125. México frente al umbral del siglo XXI.
Manuel Alcántara y Antonia Martínez (comps.).
126. La nación como discurso. La estructura del sistema ideo-
lógico nacionalista: el caso gallego.
Julio Cabrera Varel a.
127. La justicia de menores en España.
M. 11 Ángeles Cea D'Ancona.
128. La vigencia del nacionalismo.
Gonzalo Herranz de Rafael.
129. Tiempo y sociedad.
Ramón Ramos Torre (comp.).
130. De lo mío a lo de nadie. Individualismo, colectivismo agrario y
vida cotidiana.
Maria José Devillard.
131. Crisis y cambio en Europa del Este. La transición húngara a la
democracia.
Cannen González Enríquez.
132. La Gripe Española. La pandemia de 1918-1919.
Beatriz Echeverri Dávila.
133. Indicadores Sociales de Calidad de Vida. Un sistema de medi-
ción aplicado al País Vasco.
María Luisa Setién Santamaría.
134. Mujeres policía.
Manuel Martín Fernández.
135. Sociología política de la ciencia.
Cristóbal Torres Albero.
136. Teoría Social y Metateoría hoy. El caso de Anthony Giddens.
Fernando J. García Selgas.
137. Envejecimiento y familia.
Josep A. Rodríguez.
138. Erving Goffman. De la interacción focalizada al orden interacw
cional.
José R. Sebastián de Erice.
139. Amigos y redes sociales. Elementos para una sociología de la
amistad.
Félix Requena Santos.
140. Sociología de la movilidad espac ial. El sedentarismo nó-
mada.
Eduardo Bericat Alastuey.
141. La mirada reflexiva de G. H. Mead. Sobre la socialidad y la co-
municación.
Ignacio SB.nchez de la Yncera.
142. La mirada distante sobre Lévi-Strauss.
Luis V. Abad Márquez.
143. La abstención electoral en España, 1977-1993.
Manuel Juste!.
144 La audiencia activa. El consumo televisivo: discursos y estra-
tegias.
Javier Calleja Gallego.
145. La dimensión de la ciudad.
Jesús Leal Maldonado y Luis Cortés Alcalá.
146. Diseño estadístico para la investigación.
Leslie Kish.
147. Inmigrantes en España: vidas y experiencias.
Eugenia Ramírez Goícoechea.
148. El sur de Europa y la adhesión a la Comunidad. Los debates
políticos.
Berta Álvarez-Miranda.
149. Opinión pública y opinión publicada. Los españoles y el refe-
réndum de la OTAN.
Consuelo del Val Cid
150. Sistemas de valores en la España de los 90.
Francisco Andrés Orizo
151. Organización obrera y retorno a la democracia en España.
Robert M. Fishman
152. Sociología del trabajo. Un proyecto docente.
Juan José Castillo
153. El comportamiento electoral municipal español, 1979-1995
Irene Delgado Sotillos
154. Extranjería, racismo y xenofobia en la España contemporanea.
La evolución de los setenta a los noventa
Patricia Barbadillo Griñán
155. La empresa flexible. Estudio sociológico del impacto de la fle-
xibilidad en el proceso de trabajo
Xavier Coller
156. Valores sociales en la cultura andaluza. Encuesta Mundial de
Valores. Andalucía, 1996
Juan del Pino Artacho y Eduardo Bericat Alastuey
Próxima publicación ISBN 84-7476-260-X
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