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ECONOMÍA Y SOCIOLOGÍA

Para un análisis sociológico de la realidad


económica

Mariano F. Enguita

Catedrático de Sociología
Universidad de Salamanca
2

A la memoria de
Esteban Medina y
Josechu Vicente Mazariegos
3

INDICE

Dos disciplinas, dos caminos

Industria, economía y sociedad

La sociología industrial (y de la empresa)

Las especialidades limítrofes

La diversidad de la acción económica

La economía no monetaria

El mercado como institución social

La ubicuidad del poder y el conflicto


Las tramas de la desigualdad

El resurgir de la sociología económica

REFERENCIAS

ANEXO BIBLIOGRÁFICO
Manuales y compilaciones de interés general
Sociología y economía.
La industrialización y su contexto.
Macrotendencias socioeconómicas.
Las organizaciones.
La empresa en el capitalismo.
La organización del trabajo.
La economía no monetaria.
Las condiciones de empleo y trabajo.
Economía y cultura.
Cualificación y formación.
Intereses y conflicto.
Trabajo y desigualdad social.
El mercado como institución social.
El consumo.
4

La sociología de la realidad económica no ha sido ni será nunca un campo

fácil. Por un lado, la sociología no solamente ha considerado y considera la eco-

nomía real como parte de su objeto de estudio, sino que, de un modo u otro,

ha tendido recurrentemente a contemplarla como un apartado privilegiado, bien

fuese como el objeto directo a analizar (la sociedad industrial, las organizacio-

nes), bien como elemento fundamental para el estudio de cualquier esfera de lo


social (diversas formas de materialismo, generalización del modelo de acción

racional); por otro, sin embargo, la disciplina, y con ella el cuerpo académico

especializado, han mantenido una relación ambigua con la economía como dis-
ciplina próxima y, en buena medida, coextensiva, relación que oscila entre la

patente incomodidad por sus supuestos reduccionistas y la fascinación por su


aparato metodológico y técnico.

Esta difícil relación se ha dejado sentir en la delimitación del ámbito de la

disciplina y en su denominación misma. Primero fue la Sociología Industrial, en-


tendida normalmente, claro está, no como el estudio del sector secundario sino

de la esfera monetaria de la sociedad industrial. Con ello se admitió implícita-


mente que la economía, como objeto real, era lo que los economistas decían

que era: como si se hubiera aceptado, siguiendo a Jacob Viner, que “economía
es lo que estudian los economistas”, y que lo que no estudien ellos no podrá

ser considerado tal. Así quedó fuera todo el sustrato de la economía no mone-

taria, cuya débil llama fue mantenida a duras penas por la antropología y por la

sociología de la familia, y no siempre, hasta conocer cierta recuperación de la

mano de los estudios sobre la mujer y del renacimiento actual de la sociología

económica.

Después vino su reducción al ámbito de las empresas y el mercado de


trabajo. Pasó a ser Sociología Industrial y de la Empresa, bajo el positivo impul-

so de la sociología de las organizaciones, que sin duda significó un paso impor-

tante al subrayar la relevancia de las estructuras informales, las funciones la-


tentes, los mecanismos de negociación y conflicto, etc. (descuidando de paso,

por cierto, su estructura formal), pero que, al mismo tiempo, supuso dejar de
5

lado el mercado. Este quedaría, así, en las exclusivas manos de la teoría econó-
mica como escenario de agregación de las preferencias invididuales, si bien con

dos salvedades. Una, las decisiones de los consumidores, tras cuyos gustos

habría, ahí sí, carnaza para los sociólogos, pero sólo en la trastienda de su ac-
tuación en el mercado: el consumo. Otra, el mercado de trabajo, donde las es-

peciales características de la mercancía en juego, la fuerza de trabajo, abría las

puertas a la consideración del factor humano: sistema educativo y cualificación,

actitudes ante el empleo, grupos de riesgo, discriminación, etc.

La dicotomía entre mercados y organizaciones, los primeros para el eco-

nomista y las segundas para el sociólogo, llevó a la elisión del problema del po-

der. Por una parte, el mercado quedaba libre de toda sospecha al definirse pre-

cisamente como una relación entre iguales —para lo cual bastaría con que fue-

ran iguales, formalmente iguales, en la relación misma—, tal como llegaría a ex-
presarse de forma diáfana en la terminología hoy tan en uso: jerarquías y mer-

cados, dos conceptos pertenecientes a órdenes distintos (en vez de organiza-


ciones y mercados, o jerarquía e igualdad, jerarquías y grupos, que son pares de

conceptos complementarios). Por otra, las organizaciones no tardarían en ser

abordada desde la perspectiva del mercado, como sucede cuando se contempla


la relación entre el capital y el trabajo —o, más ampliamente, entre empleado-

res y empleados— como mera relación de mercado o con la teoría neoinstitu-

cionalista de la empresa.

Aunque algunos relevantes economistas hubieran insistido en que la figu-

ra del homo œconomicus no debería entenderse como una concepción reduc-

cionista de la conducta humana, ni siquiera de la conducta económica, sino co-

mo abstracción de un aspecto del comportamiento, la reducción racionalista y

utilitarista de la acción no sólo ha imperado prácticamente indiscutida en la te-

oría económica, sino que ha funcionado como linde de los dominios de ésta y ha
hecho importantes incursiones en la teoría sociológica, a menudo presentándo-

se a sí misma tanto como la única racionalidad posible cuanto como el único

microfundamento imaginable. Así, el mercado se supone objeto exclusivo de la


teoría económica porque, dada su impersonalidad, nada debe interferir en él los
6

designios de la racionalidad instrumental; la organización (la empresa), a pesar


de la densidad de su estructura, es ya asaltada por nuevas variantes del neo-

clasicismo; incluso terrenos que parecían al margen del measuring rod y del

cash nexus, como la familia, son objeto de las incursiones más audaces. “Todo
lo que se creía permanente y perenne se desvanece en el aire”: Marx dixit, Bec-

ker facit.

Las páginas siguientes se ordenan en torno a los problemas arriba seña-

lados. El primer apartado aborda el contraste entre Sociología y Economía. El

segundo se detiene en la visión sociológica de la sociedad industrial y de su

evolución. El tercero está dedicado a una breve consideración del surgimiento y

de la Sociología Industrial y de la Empresa como disciplina. El cuarto se ocupa

de la relación entre ésta y otras sociologías especiales, particularmente la so-

ciología del trabajo y la de las organizaciones. El quinto discute la idea econó-


mica de la acción humana como instrumental, racional y maximizadora. Los tres

apartados siguientes, sexto al octavo, abordan respectivamente las otras re-


ducciones teóricas mencionadas: la elisión de la economía no monetaria, la limi-

tación del ámbito de la sociología al estudio de las organizaciones con exclusión

del mercado y la eliminación del poder del ámbito de las relaciones económicas.
El noveno apartado está consagrado a la problemática de la desigualdad aso-

ciada a la estructura económica. El décimo y último se ocupa, como cierre, del

resurgir de la sociología económica y de sus perspectivas.

Dos disciplinas, dos caminos


La proximidad que pudiera hallarse entre la economía y la sociología

clásicas o, si se prefiere, entre la economía política de los siglos XVIII al XIX, par-

ticularmente de Smith a Mill, y la sociología fundacional del XIX y principios del

XX, de Saint-Simon a Durkheim, se fue desvaneciendo a medida que ambas dis-

ciplinas se consolidaron. La economía fue progresivamente decantando sus su-


puestos, delimitando su ámbito y estilizando su aparato metodológico y técni-

co, y todo ello, en gran medida, por la vía de renunciar a una buena parte de los

problemas y los métodos de investigación aceptados en la sociología y otras


ciencias sociales; y, sobre todo, se deshizo del calificativo de “política” en su
7

esfuerzo por ser y parecer una ciencia libre de valores. La sociología, por su
parte, fue ampliando más y más el abanico de sus intereses desde la inicial con-

centración en los efectos de la industrialización hasta intentar abarcar todos los

procesos sociales, al tiempo que renunciaba cada vez más abiertamente a la


unidad metodológica en aras de un sano eclecticismo; en el camino, además,

fue aceptando la definición de la realidad económica aportada por ciencia

económica y, sobre todo, dejando a ésta como observadora única del mercado.

Sin duda esta división era inevitable y no cabe lamentarse de ella en

nombre de una improbable, si es que no imposible, unidad de las ciencias socia-

les, al menos una vez que éstas conocen ya cierto grado de desarrollo. Por otra

parte, probablemente fue la división posible, pues de un ámbito tan complejo

como la sociedad y con nuestro nivel de conocimiento actual sólo puede des-

pegar una ciencia altamente formalizada sobre una base epistemológica y me-
todológica fuertemente restrictiva como la que proporcionan los supuestos de

escasez y conducta maximizadora y el numerario del dinero. Pero este proceso,


con indudables ventajas, tuvo también costes para ambas disciplinas. Para la

economía, creo, una huida hacia delante consistente en confiarse cada vez más

a modelos crecientemente desconectados de la realidad y en arrumbar más y


más problemas al capítulo inexcrutable de las variables exógenas o la conducta

no racional. Para la sociología, en contrapartida, la renuncia a estudiar de mane-

ra consistente la institución más importante de la realidad económica: el mer-

cado.

En el camino, cada una de ellas ha logrado desarrollar una patente in-

comprensión de la otra. Schumpeter ya bromeó hace medio siglo sobre cómo

“el sociólogo y el economista típicos saben poco —y aún se preocupan me-

nos— de lo que hace el otro y prefieren usar una sociología primitiva el segun-

do y una economía primitiva el primero, ambas de cosecha propia, que aceptar


los resultados profesionales del otro grupo.”1 Quizá la mejor prueba de esa in-

comprensión mutua esté en cómo cada campo ha tratado de marginar u olvidar

a aquellos que en sus filas han intentado plantear los problemas o emplear los

1
Schumpeter, 1954: 62-63.
8

métodos del otro: la Escuela Histórica alemana, Schumpeter y Veblen entre los
economistas o los partidarios de la elección racional entre los sociólogos, por

no poner sino los ejemplos más obvios. El caso más patente es, no obstante el

de Marx, a veces negado por tirios y troyanos: demasiado normativo para los
economistas y demasiado especulativo para los sociólogos, aunque tozudamen-

te inevitable tanto para unos como para otros.

Sociología y economía resultan diferenciables de modo sistemático casi

hasta la saciedad, quedando al gusto de quien aborda la comparación los mayo-

res o menores grados de detalle y de exhaustividad con los que alinearlas. Aquí

seremos parcos y nos limitaremos a traer a colación algunas diferencias esen-

ciales, en concreto la elección de los actores sociales a estudiar, la lógica que

se presume en su acción, la relación entre la realidad económica y la realidad

social y los métodos de investigación. Digamos ya, sin embargo, y de una vez
por todas, que no nos referimos ni podemos referirnos de modo exhaustivo a

toda la sociología y a toda la economía, sino a las corrientes dominantes en ca-


da una de ellas. De lado sociológico, lo que podríamos llamar la sociología es-

tructuralista, entendiendo este adjetivo, en un sentido blando, como aplicable a

cualquier concepción que suponga que el individuo es fundamentalmente un


producto de la sociedad, lo que incluye a corrientes tan variadas como el es-

tructural-funcionalismo, el marxismo o la llamada conflictual, pero no, por ejem-

plo, la teoría del intercambio o la de la elección racional. Del lado económico, la

economía neoclásica, entendiendo por tal la que estudia los estados de equili-

brio como resultado de la agregación de conductas maximizadoras en contex-

tos más o menos competitivos, lo que incluye desde el núcleo neoclásico hasta

los neoinstitucionalistas o la nueva economía de la familia, pero no a los anti-

guos institucionalistas ni a los marxistas.

La primera diferencia obvia entre economía y sociología está en su énfa-


sis respectivo sobre el individuo o el grupo —o, por mejor decirlo, sobre los

comportamientos colectivos como resultado de la agregación de conductas

individuales y sobre el individuo como producto de la sociedad. En la perspecti-


va de la economía, el individuo es el prius que se explica a sí mismo y a partir
9

del cual puede derivarse la realidad social; en la de la sociología, la sociedad es


la que proporciona al individuo existencia como tal, es ella precisamente la que

permite la individuación. El homo œconomicus persigue su utilidad individual,

aunque pueda llegar a hacer propia la utilidad ajena o social; el homo sociologi-
cus desempeña su papel social, aunque encuentre espacio para personalizarlo.
A la unilateralidad de la sociedad como agregado de individuos se opone la del

individuo hipersocializado. En las palabras burlonas de un economista, “toda la

economía trata de cómo las personas llevan a cabo sus opciones, [mientras

que] toda la sociología lo hace de cómo no tienen opción alguna.”2 En la expre-

sión más grave de un sociólogo, la economía trata de “los usos alternativos de

medios escasos para la satisfacción de las necesidades” y la sociología “del pa-

pel de los fines últimos comunes y las actitudes que subyacen y se asocian a

ellos.”3 La economía tiende casi irresistiblemente a lo que Schumpeter deno-


minó el “individualismo metodológico”,4 mientras que la sociología se siente

casi irremediablemente inclinada al holismo.5

La dicotomía anterior se prolonga en otra sobre la acción individual y so-

cial. El economista parte de un modelo de acción racional modelado sobre los

cimientos del utilitarismo, aun cuando hayan abundado y hasta prosperado los
esfuerzos por sustituir cualquier idea de utilidad objetiva por la utilidad subjeti-

va, la utilidad individual por la utilidad social (esto sólo de forma ocasional, cier-

tamente) o cualquier tipo de utilidad por el concepto más limitado de las prefe-

rencias reveladas: en todo caso, la acción racional implica preferir más a menos

y hacerlo de modo consistente y transitivo, para que la matemática funcione.

La racionalidad de la acción se refiere esencialmente a la relación entre medios

y fines, siendo sus propósitos maximizadores (o, en el peor de los casos, opti-

mizadores o simplemente satisfactores —satisfizing). En la perspectiva de la

sociología, sin embargo, la acción puede obedecer a una gama más amplia y
diversa de motivos, siendo o no racional u obedeciendo a otro tipo de fines, por

2
Duesenberry , 1960: 233, apud Granovetter, 1985: 56.
3
Parsons, 1934: 526-29.
4
Schumpeter, 1908: 90.
5
Boudon y Bourricaud, 1982: 196-98; Dumont, 1977: 145.
10

ejemplo a valores morales. El análisis económico considera la racionalidad como


un supuesto, mientras que para el análisis sociológico es una variable.6

Para la ciencia económica, el entorno social de la economía, el resto de la

sociedad (por ejemplo, la utilidad cardinal que obtienen los individuos de los
bienes que adquieren o a los que renuncian, o los mecanismos por los que se

forman sus gustos y que dan lugar a sus preferencias), es algo dado, exógeno,

de la misma forma que lo es, pongamos por caso, la naturaleza para la ciencia

sociológica. La realidad económica, en consecuencia, se contempla como una

esfera separada de la sociedad, con una lógica interna autocontenida y suficien-

te. En contraste, desde el punto de vista de la sociología la esfera económica

es una esfera encajada —incrustada o empotrada, embedded, por decirlo lite-

ralmente con la quizá exagerada expresión de Polanyi— en la sociedad. La co-

rriente principal de la sociología sin duda ha cedido parcialmente en considerar


el mercado, o una buena parte del mismo —excepción hecha del mercado de

trabajo—, como un submundo aislado en el que reinaría indiscutida la racionali-


dad utilitaria, pero al menos ha considerado el consumo individual, la produc-

ción cooperativa (la empresa) y el mercado de trabajo como instituciones emi-

nentemente sociales.

La concepción del actor conlleva una concepción correspondiente del

observador. Puesto que la conducta económica del actor es —siempre según el

economista— una conducta racional, en todo momento habrá un one best way

de actuar, y, como ser racional en economía es conseguir más por menos, tal

conducta puede ser deducida. Esto implica que que el científico en realidad ni

siquiera necesita observar, sino que puede permitirse deducir y predecir. De ahí

que su principal instrumento sea la modelización y que pueda mantenerse ele-

gantemente au dessus de la melée. A diferencia de esto, el sociólogo aspira

menos a predecir y se conforma normalmente con describir o explicar, salvo en


campos muy específicos y normalizados de la vida social (como el voto políti-

co), para lo cual precisa una mayor base empírica, incluso por el penoso proce-

6
Stinchcombre, 1986: 4-5.
11

dimiento de inmiscuirse en la situación estudiada.7 Su dificultad estaría más


bien, al menos en la tradición interpretativa, en llegar a comprender los motivos

de las acciones que observa, es decir —lo que, según Machado, es más difícil—,

en estar a la altura de las circunstancias. Extremando el contraste se ha dicho


que una y otra profesión se caracterizan, respectivamente, por sus modelos

limpios y sus manos sucias.8 De ahí que la economía privilegie el análisis, los
métodos formales, la matematización, mientras que la sociología se reparte

entre un conjunto de métodos distintos, incluidas la comparación sincrónica (el

método comparativo en sentido limitado) o diacrónica (histórica).9

Uno de los principales reproches no sólo de la sociología, sino también

desde el mundo práctico de la economía, en particular de la administración de

empresas, a la ciencia económica es precisamente su tendencia a desligarse de

los datos empíricos. Von Mises veía ahí la fortaleza de la disciplina, en el hecho
de que “sus teoremas concretos no son susceptibles de verificación o falsación

alguna en terreno de la experiencia”, por lo cual no estarían sometidos a otro


tribunal que el de la razón.10 Para otros economistas, sin embargo, “el entusia-

mo acrítico por las formulaciones matemáticas” era y es más bien un azote de

la profesisón.11 En un lugar intermedio, es una posición bastante común la que


parece seguir el proverbio chino que un ilustre político español importó entu-

siasmado hace pocos años: gato blanco o gato negro, lo importante es que ca-

ce ratones, que podría resumir la idea de quienes suponen que nada importa
que los supuestos de la teoría tengan mucho o poco que ver con la realidad si

se muestran útiles a la hora de hacer predicciones (lo que suele llamarse la tesis

instrumentalista, o de la irrelevencia de los supuestos).12 El reproche inverso ha

sido hecho desde la economía a la sociología: su incapacidad para predecir y su

tendencia a las teorizaciones ad hoc. También en este caso, no obstante, po-

demos encontrar voceros de esta crítica en la casa propia, sin necesidad de

7
Swedberg, 1990: 265.
8
Hirsch, Michaels y Friedman, 1990: 7
9
Smelser y Swedberg, 1994: 7.
10
Mises, 1949: 858.
11
Leontief, 1971: 1.
12
Friedman, 1953: 8-14.
12

cruzar al otro lado de la calle. Merton, por ejemplo, criticó incesantemente la


tendencia de la sociología a recurrir a las hipótesis post factum, de “bajo nivel

probatorio”.13

Industria, economía y sociedad


La Sociología nació, en gran medida, como Sociología Industrial. Como se

ha señalado hasta la saciedad, es el fuerte impacto de los cambios vinculados a

la Revolución Industrial lo que provoca la reflexión global sobre la sociedad que

da lugar a la Economía Política y a la Sociología. No se trata únicamente de la

industrialización propiamente dicha, sino también de los procesos concomitan-

tes y mutuamente condicionados de urbanización, formación de los estados

nacionales, desarrollo de la administración pública, secularización, moderniza-

ción..., pero, si así se configura un campo más amplio, también hay que subra-

yar la importancia especial de uno mucho más específico e impactante: la nueva


fábrica y la nueva clase obrera. Saint-Simon escribe Du système industriel y el

Cathecisme des industriels, y tanto él como Comte y Spencer caracterizan su


época como la época industrial. Similar es la caracterización de Lorenz von
Stein, a quien se atribuye la paternidad de la exacta expresión “sociedad indus-

trial”,14 que tanta fortuna haría con posterioridad.

Lo que quiero señalar es que, para estos primeros sociólogos, tanto si

contemplan lo que sucede ante sus ojos de forma predominantemente pesimis-

ta, como von Stein, u optimista, como Comte, y no importa que propongan in-

tervenir para dominar ese despliegue de fuerzas, como Saint-Simon, o abste-

nerse por entero de hacerlo, como Spencer, identifican el proceso de cambio

social con el desarrollo de la industria tout court, en sí y por sí, como la culmi-

nación natural e inevitable de una larga pero previsible, o al menos comprensi-

ble, y lineal evolución histórica. Para Saint-Simon y Comte, la etapa industrial es

también la etapa última, científica y positiva, de la larga marcha de la humani-


dad. Sin otra pretensión que la de “fomentar y explicar lo inevitable”,15 Saint-

13
Merton, 1957a: 103.
14
Geck, 1951.
15
Citado por Nisbet, 1980: 350.
13

Simon asegura que “la revolución está muy lejos de haber terminado, y no ter-
minará más que con la plena realización del fin que el proceso histórico le ha

asignado, con la formación del nuevo sistema político”,16 es decir, con la susti-

tución del sistema feudal, teológico y militar por el industrial, científico y positi-
vo. Como su maestro, “Comte acepta la industria sin dudarlo”, augura para

científicos e industriales el papel gobernante y desprecia los “dogmas metafísi-

cos” como la libertad, la igualdad y la soberanía popular,17 lo que quiere decir

que sustituye la política por la tecnocracia, que ve en la industrialización el final

de la historia. “Hemos reconocido que lo más selecto de la humanidad [...] llega

ahora al advenimiento directo de la vía plenamente positiva, cuyos principales

elementos han recibido ya la necesaria elaboración parcial y no esperan más

que su coordinación general para constituir un nuevo sistema social, más

homogéneo y estable que jamás pudo serlo el sistema teológico, propio de la


sociabilidad preliminar.”18 Spencer, aparte de alguna oscura y parentética alu-

sión a un posible futuro en que se trabajaría para vivir en lugar de vivir para
trabajar y se dedicaría el tiempo a actividades más elevadas, percibió y quiso

explicar la historia más próxima como la transición firme y definitiva de la so-

ciedad militar (y militante, en cuanto que el individuo se identifica con el todo)


a la sociedad industrial, probablemente con la tranquilidad añadida de que la

separación entre familia, estado y economía y el desarrollo de la división intra e

interempresarial en ésta satisfacían su idea más general de la evolución como

diferenciación social, complejización del todo y especialización de las partes.19

La siguiente generación de sociólogos intentó ser más precisa en la ca-

racterización de la sociedad. Para Marx, la sociedad de su tiempo es capitalista,

no simplemente industrial. No se trata tan sólo de producción cooperativa, sino

de trabajo asalariado y subordinado al capital; no meramente de la dimensión

supraindividual alcanzada por los medios de producción, sino de que son objeto
de propiedad privada; no ya de la división del trabajo, sino de la división social a

16
Saint-Simon, 1820: 17.
17
Nisbet, 1980: 358-59.
18
Comte, 1830-1842: § 57; recogido en Iglesias, Aramberri y Zúñiga, 1980: 385-86.
19
Spencer, 1876.
14

través del mercado y la división manufacturera en el interior del proceso pro-


ductivo; no del proceso de trabajo supeditado a la máquina, sino de la extrac-

ción de plusvalor relativo y la subsunción (subordinación) real del trabajo en el

(al) capital. Desde una perspectiva epistemológica, Marx representa, frente a la


visión naturalista o racionalista de la realidad económica propia de la teoría

económica, la radical afirmación de su carácter social: “Al decir que las relacio-

nes actuales [...] son naturales, los economistas dan a entender que [...] son

leyes eternas que deben regir la sociedad. Por tanto, ha existido la historia, pe-

ro ya no la hay.”20 Lo más característico del análisis marxiano es, sin duda, su

idea del modo de producción capitalista como un sistema que lleva en sí las

fuerzas que lo destruirán: una clase obrera cada vez más numerosa y depaupe-

rada (al menos en términos relativos), la concentración de la propiedad, la pro-

gresiva desaparición (fundamentalmente ruina) de las clases medias, el contras-


te entre la universalidad de la producción y la unilateralidad del proceso de tra-

bajo, la acumulación excesiva del capital y la caída tendencial de la tasa de ga-


nancia, la disociación de compras y ventas y su expresión en crisis comerciales,

la obstaculización del desarrollo de las fuerzas productivas por las relaciones de

producción, la ubicuidad e irreductibilidad de la lucha de clases... En suma, una


descripción de la dinámica del capitalismo asociada a un conjunto de prediccio-

nes nunca cumplidas (quizá, en parte, por haber sido formuladas: “la naturaleza

no leyó a Darwin pero la sociedad sí leyó a Marx”21). Pero también debemos a

Marx otras aportaciones que son hoy parte irrenunciable del acervo —algunas

incluso del patrimonio ganancial y compartido— de la sociología económica,

industrial, de la empresa, del trabajo: la alienación en el trabajo, la división ma-

nufacturera del trabajo, los efectos de la maquinaria, la tendencia del capital a

invadir su periferia geográfica (las colonias) y económica (las otras formas de

producción), las crisis de acumulación, etc. Además, no obstante el incumpli-


miento de las predicciones marxianas sobre la explosión o el hundimiento del

capitalismo, su visión dicotómica de las clases sociales en torno a la propiedad

de los medios de producción ha tenido una enorme influencia, alcanzando vir-

20
Marx, 1847: 177.
21
Lamo de Espinosa, 1990: 138.
15

tualmente a todos los campos de la sociología en lo que puede considerarse el


caso más claro de idea penetrante y expansiva sobre los efectos de la industria

sobre la sociedad.

También Weber fue más allá de la simple caracterización de la sociedad


de su época por su componente más visible, la industria. Como Marx, consideró

que el elemento principal y motor de su economía era el capital, pero no tanto

como creador de riqueza, palanca de progreso o mecanismo de explotación

cuanto como ejemplo paradigmático y punta de lanza del proceso más amplio

de racionalización y burocratización de todas las esferas de la vida social: la

economía, la política, la milicia, la educación.22 Como Marx, evitó la visión lineal

común en los precursores, si bien por un procedimiento distinto: no por creer

que el capitalismo fuese una forma histórica y transitoria, sino por considerar

que sólo sería plenamente viable en las coordenadas culturales creadas en Eu-
ropa por el cristianismo y, en particular, por el ascetismo protestante (hipótesis

hoy también desmentida, esta vez por el rápido desarrollo de las economías
capitalistas del sudeste asiático). Su especial relevencia para el análisis socioló-

gico de la realidad económica viene más bien de otros aspectos que de la ca-

racterización general de la sociedad industrial, con importantes elementos entre


ellos que nos harán volver una y otra vez sobre él en los sucesivos apartados.

Primero, de su análisis de la burocracia, precedente de la sociología de las orga-

nizaciones; segundo, de su caracterización del mercado como escenario de re-

laciones de poder; tercero, de su tipología más amplia de la acción social, racio-

nal o no; cuarto, de su intento de abarcar de modo exhaustivo todos los aspec-

tos de la economía, que lo convierten quizá en el mejor pionero de la sociología

económica. Por otra parte, la vocación de exhaustividad de su sociología eco-

nómica le llevó a una caracterización menos ambiciosa y más plural de los

efectos de la industria sobre el conjunto de la sociedad (si Marx sobreestima y


ve de modo unilateral la dinámica del modo de producción capitalista, Weber la

subestima y la ve de modo casuístico, tal como lo muestra la importancia difí-

cilmente explicable que atribuye a las “clases propietarias”, etc.) y a no olvidar

22
Weber, 1922: II, 736-38, 1061.
16

el momento final del proceso económico, el consumo, al que concede una es-
pecial relevancia en la formación de los estamentos en una línea que concuerda

con Veblen y conduce a Bourdieu.

En este ámbito, la obra de Durkheim es, sin discusión, la menos atractiva


de la trinidad fundacional. Su análisis de la división del trabajo es poco más que

una prolongación de la idea spenceriana de la complejización y la diferenciación

social, combinada con la dicotomía omnipresente en la sociología clásica: sta-

tus/contrato, comunidad/asociación, que el sociólogo francés bautizará, algo

estrafalariamente, como solidaridad mecánica/orgánica. Si acaso, cabe mencio-

nar que elaboró y legó un interesante análisis, aunque altamente especulativo,

del origen de la propiedad y algunas observaciones no desdeñables, aunque

primarias, sobre el mercado y los precios. Fuera de esto, su tratamiento de la

vida económica fue más bien excepcional y francamente chocante, pues no de


otro modo puede resultar su caracterización de las crisis industriales y del con-

flicto entre capital y trabajo como formas de anomía23 o su inusitada —viniendo


de quien viene—crítica de la herencia.24 Sin embargo, puede afirmarse que de

su consideración abstracta de la división del trabajo, es decir, de la diferencia-

ción social, arrancan tanto las formulaciones todavía más abstractas de Parsons
sobre la diferenciación estructural y las relaciones entre la economía y la socie-

dad como la visión meritocrática de ésta, en torno a aquélla (de la distribución

de las recompensas sociales sobre la base de la estructura del empleo), propia

del funcionalismo.

A los análisis iniciales de Marx, Weber o Durkheim, centrados en la acu-

mulación del capital, la racionalización y burocratización o la división del trabajo,

seguirá un largo debate sobre los méritos respectivos de cada interpretación,

pero también una larga colección de nuevas caracterizaciones de la sociedad.

Es impensable dar cumplida cuenta aquí de ellas, en especial por cuanto éste no
es sino un aspecto, y no el central, sea de la Sociología Económica o de la So-

ciología Industrial y de la Empresa. Pero merece la pena detenernos en algunas

23
Durkheim, 1983: 416-19.
24
Durkheim, 1912: 213 et passim.
17

grandes corrientes que, por su impacto y significación en el pensamiento so-


ciológico y, más en general, social, no pueden dejar de ser tomadas en conside-

ración en el análisis de la economía y el trabajo. No se trata de corrientes iden-

tificables como tales por su carácter de “escuelas académicas”, sino por los
motivos centrales de sus planteamientos. Me refiero, concretamente, a motivos

como el capitalismo tardío, la burocratización general de la sociedad, la estabili-

zación del capitalismo democrático, el post-industrialismo y el post-trabajo.

Entiendo por idea del capitalismo tardío todo un conjunto de interpreta-

ciones que, de un modo u otro, consideran que el capitalismo hace más o me-

nos tiempo que se sobrevive a sí mismo, con el resultado de una creciente pro-

liferación de manifestaciones de decadencia, conflictos internos difícilmente

solubles o irresolubles, etc. El término capitalismo tardío (Spätkapitalismus) fue

acuñado por Sombart para designar un tercer y último periodo del capitalismo,
tras el primero o temprano y el segundo o pleno, en el que la empresa capitalis-

ta pierde peso respecto de otras normas de producción colectiva (estatal,


etc.), la producción se burocratiza y decae la mentalidad empresarial; un perio-

do que el autor situaría a partir de las postrimerías de la Primera Guerra Mun-

dial, si bien él no pensaba en absoluto en un derrumbe del sistema. Sí lo hicie-


ron así, aunque sin usar la expresión, dos autores que, si bien no pueden ser

considerados sociólogos en modo alguno, no por ello han dejado de tener, a

través de su influencia política directa, una fuerte influencia teórica indirecta

sobre la sociología. Me refiero a Lenin y Luxemburg, cuya idea del imperialismo

como fase superior —y final— del capitalismo gira en torno a la convicción de

que la acumulación de capital encuentra límites insuperables en las fronteras

nacionales que fuerzan a la clase capitalista a buscar nuevos mercados fuera de

las mismas (Lenin) y arrasando los sectores periféricos restantes en su interior

(Luxemburg).25 La economía marxista posterior, en particular la economía polí-


tica, insistió sobre la idea de la creciente inestabilidad, la decreciente rentabili-
dad y la menguante racionalidad del capitalismo, bajo denominaciones como

25
Luxemburg, 1912; Lenin, 1916.
18

capitalismo monopolista,26 capitalismo monopolista de Estado,27 neocapitalis-


mo28 o, de nuevo, capitalismo tardío.29 Llama la atención cómo cierta versión de
esta idea ha ganado adeptos entre autores caracterizados por una oposición

frontal al marxismo pero que, al mismo tiempo, son profundos conocedores de


la obra de Marx y reconocen en ella una buena caracterización de la sociedad de

su época, a la vez que participan de su fascinación ante el ímpetu del capitalis-

mo victoriano. Es el caso, creo que puede afirmarse, de Schumpeter y Bell. El

primero, que no tuvo nunca empacho en declararse prosaicamente partidario

del capitalismo (el sistema es tremendo pero produce riqueza, que es de lo que

se trata) y poco amigo del socialismo, se mostró convencido de que “emergerá

inevitablemente alguna forma de sociedad socialista a partir de una no menos

inevitable descomposición de la sociedad capitalista”,30 cuyas causas veía, co-

mo Sombart, en la pérdida de peso de los emprendedores en favor de los buró-


cratas entre los empresarios y en el desplazamiento de los valores por el racio-

nalismo en la cultura. Bell recoge y refuerza el argumento, si bien en otros


términos y sin pronunciarse sobre el desenlace, al plantear que el capitalismo

genera una cultura modernista que mina su propia base moral, los valores de la

modernidad.31

Una línea distinta, que podría enlazar mejor con la preocupación weberia-

na por la burocracia —aunque sin necesidad de inspirarse directamente en We-

ber—, es la que subraya el proceso de racionalización, burocratización y desa-

rrollo de las organizaciones. Puede subdividirse, a su vez, entre quienes centran

su análisis en estructuras intermedias como las empresas o, más en general, las

organizaciones, y quienes lo extienden a cualesquiera estructuras de la socie-

dad global. Entre los primeros figuran pioneros como Michels,32 aunque su tra-

bajo se centrara en el caso de un partido político, y, sobre todo, Berle y Means.

Según éstos, así como el sistema fabril puso el trabajo de muchos bajo la auto-

26
Baran y Sweezy, 1966.
27
Sorvina et al., 1984.
28
Gorz, 1964.
29
Mandel, 1972
30
Schumpeter, 1942: xiii.
31
Bell, 1976.
19

ridad de unos pocos, el de las sociedades por acciones sitúa la propiedad de


muchos bajo el control de una minoría.33 Aunque la socialdemocracia alemana

estudiada por Michels y las corporaciones norteamericanas estudiadas por Berle

y Means parezcan no tener nada en común, y aunque las preocupaciones de los


autores fueran de orden muy distinto, lo que comparten estas dos obras pione-

ras es que señalan procesos de burocratización y oligarquización en organiza-

ciones, sean de militantes políticos o de accionistas propietarios, formadas por

iguales (si bien la igualdad es entre personas, en el partido, y entre participa-

ciones alícuotas en la sociedad por acciones). Esta literatura tiene su comple-

mento en la que, por su parte, señala la multiplicación y el florecimiento de las

organizaciones, si bien hay que decir que el asombro por tal proceso ha sido

más común entre los economistas, que han visto el contraste entre esa realidad

y su concentración casi exclusiva en el estudio del mercado, que entre los so-
ciólogos.34 En un plano más ambicioso, se ha querido ver en la burocratización

un fenómeno que todo lo invade, desde cualquier género de organizaciones,


productivas o no, hasta la estructura del estado, y ello sin distinción alguna

entre sistemas sociales. La variante más fuerte de esta visión se produjo en los

años 30 y 40, cuando a los procesos por debajo de burocratización de los par-
tidos y la accionarización de las empresas se superpusieron los procesos por

arriba del fascismo y el estalinismo europeos y la socialdemocratización de la

política norteamericana bajo el New Deal. Surgieron entonces las teorías de la

burocratización universal, desde la versión pionera de Rizzi, pasando por los

plagios más o menos descarados de Burnham y Schachtman, hasta el trabajo

tardío de Jacobi.35 Finalizada la segunda gran guerra, caído el fascismo, delimi-

tado el estalinismo y disipada la alarma en torno al New Deal, la visión dura de

la burocratización sería sustituida por otra más blanda, la de la tecnocracia, en

un abanico que va desde los desiderata de Mannheim en torno a la planificación


democrática hasta la idea de la sociedad programada de Touraine, pasando por

32
Michels, 1915.
33
Berle y Means, 1932: 3, 8.
34
Por ejemplo, Boulding, 1953, y Hirschman, 1957.
35
Rizzi, 1939; Burnham, 1941; Schachtman, 1962; Jacoby, 1969.
20

la tecnoestructura del economista sociologizante Galbraith y otras construccio-


nes teóricas similares.36

La estabilización del capitalismo democrático puede predicarse, por su-

puesto, como un artículo de fe o como una simple inferencia empírica, pero al


mencionarla como idea-fuerza de una corriente de pensamiento no me refiero a

ninguna de esas posibilidades, sino a las ideas y teorías que subrayan la coexis-

tencia entre una esfera económica en la que siguen presentes, aunque sea en

otro grado, los conflictos señalados del capitalismo decimonónico, los mismos

que alimentaron la obra de Marx y que sirvieron de combustible a las grandes

explosiones sociales de principios de este siglo, pero, al mismo tiempo, se des-

arrollan estructuras políticas que los canalizan y los desactivan a la vez, con-

finándolos a una esfera de la vida social y desactivando su potencial antisisté-

mico. Creo que la irrupción de esta idea puede atribuirse sin discusión a T.H.
Marshall, quien llamó la atención sobre cómo la progresiva implantación de los

derechos políticos y sociales, encarnados principalmente en la generalización


del sufragio a la clase obrera y la legalización de sus partidos, los primeros, y en

los derechos laborales (una especie de segunda ciudadanía industrial) y los ser-

vicios públicos del Estado Social, los segundos, suponía la oposición de la ciu-
dadanía a la clase social.37 Dahrendorf, que también hizo suya la teoría mencio-

nada de Berle y Means (así como la idea de Geiger, siguiendo a Weber, de que la

presencia de las clases se desplazaba hacia el ámbito del consumo), profundi-

zaría en este enfoque, recogiendo incondicionalmente la oposición entre ciuda-

danía y clase y subrayando el aislamiento, la institucionalización y la reglamen-

tación del conflicto industrial38 y, en consecuencia, el alcance limitado de la cla-

se (paradójicamente, la contraposición entre la ciudadanía política y la perte-

nencia de clase había sido señalada originalmente por Marx,39 pero éste pensó

que tal dualismo vaciaba de contenido la ciudadanía, no que pudiera rebajar el


perfil de la clase). Un concepto más reciente, el de corporatismo o neocorpora-

36
Mannheim, 1950; Galbraith, 1967; Touraine, 1969.
37
Marshall, 1950.
38
Dahrendorf, 1957.
39
Marx, 1844b.
21

tismo, abunda en el mismo sentido pero con otra interpretación: el sistema so-
cial, económico y político se ha estabilizado no tanto porque la ciudadanía borre

o relegue a un segundo plano los conflictos de clase y otros conflictos de inter-

eses como porque los distintos grupos se reconocen mutuamente legitimidad y


articulan, a iniciativa o al amparo del estado, un sistema de representación y

mediación de intereses.40 En paralelo a estas teorías, y vinculadas o no a ellas

(posible pero no necesariamente vinculadas), podemos hacer constar las que

ponen el acento en el crecimiento de una nueva clase media como puntal de la

armonía social. La idea de que una saludable clase media es la mejor garantía de

estabilidad del sistema político se remonta a los griegos, pero no hay necesidad

de ir tan lejos. La teoría social del siglo XX ha vuelto una y otra vez sobre la

cuestión, señalando alternativa o conjuntamente la difusión del accionariado, la

burocratización de empresas y otras organizaciones, el auge del profesionalis-


mo, la creciente respetabilidad de la clase obrera, la expansión de los servicios,

etc., o, más recientemente, la recuperación de las clases medias patrimonia-


les.41 Aunque el análisis de las causas de este fenómeno tiene más relación con

las teorías sobre las sociedades post que enseguida mencionaremos, es preciso

subrayar este otro aspecto, su carácter de variable independiente en relación


con la estabilidad del sistema.

Pero probablemente los intentos más ambiciosos de caracterizar la so-

ciedad de la segunda mitad del siglo XX sean los que se centran en su carácter

post-industrial y otras etiquetas post.42 Aunque arrumbado ya en el baúl de los


recuerdos, no debe olvidarse su inmediato precedente: la idea de la convergen-

cia de las sociedades capitalistas y socialistas en torno al tipo genérico del in-
dustrialismo, a veces asociada a la proclamación del fin de las ideologías.43 Sue-

len coincidir estas construcciones conceptuales post-lo que sea en señalar el

peso en aumento de los servicios dentro de la economía y el de la información


dentro de los servicios, la proliferación de nuevos grupos de profesionales y

40
Schmitter, 1974; Panitch, 1981; Solé, 1988b.
41
Renner, 1953; Goldthorpe et alii, 1968a, 1968b, 1969.
42
Vid González Blasco, 1989.
43
Kerr et alii 1960; Lipset, 1960; Bell, 1961; Aron, 1967.
22

técnicos, la importancia creciente de la tecnología y la innovación tecnológica


en la producción y otros elementos menores asociados. La expresión sociedad

post-industrial ha sido utilizada por Kahn y Wiener, Richta, Touraine y Bell,44


sobre todo Bell, pero no han faltado otras parecidas: de post-consumo de ma-
sas (Kahn y Wiener),45 tecnocrática o programada (Touraine),46 activa o post-

moderna (Etzioni),47 tecnetrónica (Brzezinski),48 post-civilizada (Boulding),49 de

la tercera ola (Tofler),50 informacional (Masuda),51 post-capitalista (Drucker).52

Sin necesidad de presentar los detalles de cada una de estas caracterizaciones,

puede señalarse que los factores arriba señalados son comunes a todas ellas y,

además, han recorrido por cuenta propia el pensamiento social de buena parte

del siglo XX. El aumento del peso relativo de los servicios al paso del desarrollo

económico fue señalado ya al final del siglo XVII por William Petty, en virtud de

lo cual se conoce precisamente como ley de Petty, y ha sido un lugar común en


la economía del desarrollo al menos desde la obra de C. Clark.53 Más que en la

parte del producto interior bruto imputable a los servicios, la sociología se ha


fijado en la parte del empleo debida a ellos y en el desarrollo y las transforma-

ciones de las ocupaciones y profesiones correspondientes. Así, las teorías sobre

el aumento y consolidación de una nueva clase media han señalado por lo gene-
ral que, lo que tenía de nueva, era el desempeño de ocupaciones profesionales

y técnicas ubicadas directamente en el sector servicios o consistentes en ocu-

paciones de servicios internalizadas por la industria, y que un elemento esencial

de esa novedad era la cualificación creciente de esos empleos, o al menos sus

requisitos educativos, y su posición de autoridad dentro de la jerarquía produc-

44
Kahn y Wiener, 1967; Richta, 1968; Touraine, 1969; Bell, 1973. Y también
Dahrendorf, 1957.
45
Kahn y Wiener, 1967.
46
Touraine, 1969.
47
Etzioni, 1968.
48
Brzezinski, 1970.
49
Boulding, 1964.
50
Toffler, 1980.
51
Masuda, 1981.
52
Drucker, 1993.
53
Véase Clark, 1939.
23

tiva o frente al público. Se ha hablado, así, de una nueva clase de servicio,54


intelectual,55 profesional,56 directiva-profesional,57 etc., con distintas connota-
ciones y delimitaciones (del otro lado, para hacer un hueco a los nuevos secto-

res sociales en un capitalismo nada post, se hablaría en la sociología marxista


de una nueva clase obrera,58 una nueva pequeña burguesía,59 posiciones de cla-

se contradictorias,60 etc.). Las teorías de la sociedad post-industrial y asimila-


bles, en fin, han puesto especial énfasis en señalar el nuevo papel del conoci-

miento, la técnica, la ciencia, el saber no directamente productivo, etc. en la

sociedad, novedad consistente en una importancia aumentada, en constituirse

como fuerza productiva directa, en crear una mayor proporción del valor añadi-

do, en renovarse y quedar obsoleto siempre más velozmente, en proyectarse

sobre el conjunto de la organización social, etc. Así, Richta anunciaba a finales

de los sesenta la revolución científico-técnica,61 que otros prefirieron considerar


la tercera revolución industrial62 o simplemente tecnológica.63

Para no que no podamos ser víctimas del aburrimiento, hoy asistimos a


otra variante de lo post: la sociedad del post-trabajo. Aunque pendientes to-

davía de la aparición de un nuevo Bell que consagre el nuevo lema, aquí y allá

surgen voces que anuncia nuevos advenimientos. A veces se trata simplemente


de una nueva vuelta de tuerca sobre tópicos anteriores, como cuando se pro-

clama el paso de la sociedad de servicios a la del autoservicio.64 Otras, de pro-

fecías mercadotécnicas tras las que asoma el plumero de alguna que otra pro-

fesión confesando gratuitamente su desconcierto o vendiendo sus servicios,

como cuando se predica la educación para una sociedad del ocio, forma en que

los docentes tratan de ampliar su particular mercado de trabajo en el contexto

54
Renner, 1953; Croner, 1954.
55
Gouldner, 1979.
56
Larson, 1977.
57
Ehrenreich y Ehrenreich, 1971.
58
Mallet, 1963.
59
Poulantzas, 1974; Baudelot, Establet y Malemort, 1974.
60
Wright, 1978.
61
Richta, 1968.
62
Toffler, 1980.
63
Forester, 1987.
64
Gershuni, 1978; Gershuni y Miles, 1988.
24

de una creciente desconfianza sobre la utilidad de sus servicios de cara al acce-


so al mercado de trabajo de los que no lo son. Las más de las veces, por fortu-

na, se trata de reflexiones sobre los efectos de un desempleo masivo que cues-

tiona la centralidad del trabajo y rompe el viejo nexo entre medios de vida y
empleo, el work-cash nexus, lo que conduce al estudio de estrategias políticas

más o menos discutibles, pero en todo caso razonables, como el reparto del

empleo65 o el ingreso incondicional universal.66

La sociología industrial (y de la empresa)


La sociología de la sociedad industrial, capitalista, post-industrial, etc., si

bien puede considerarse un complemento necesario de la sociología industrial

propiamente dicha, y como un puente o terreno intermedio entre ésta y la so-

ciología sin más (o, como dicen algunos, sociología general) no es por sí misma

otra cosa que sociología a secas con un especial acento sobre el proceso de
industrialización, acumulación de capital, terciarización, cambio tecnológico,

etc. Por sí misma difícilmente se justificaría como una rama especial de la socio-

logía, como lo que se viene proclamando desde principios del siglo una sociolog-
ía especial. Es por ello, sin duda, que el nacimiento de la Sociología Industrial
suele fecharse en relación con investigaciones o publicaciones específicamente
dedicadas a la industria y las condiciones de vida y trabajo a ella asociadas de

modo inmediato. Carecen de interés las fechas en sí, pero no los acontecimien-

tos que datan, ya que ello nos da una idea bastante fiel de lo que los sociólogos

industriales han pensado o piensan de su disciplina. Después de todo, la bouta-

de de Viner que aquí podría parafrasearse como “sociología industrial es lo que


hacen los sociólogos industriales”, es algo más que una tautología. Revela el

hecho elemental de que la delimitación de una disciplina no es una operación

solipsista de la razón (o al menos no es simplemente eso), sino más bien una

convención dentro de la comunidad científica.

La fecha más comúnmente aducida es, huelga decirlo, 1924, momento

en que se inician los experimentos en las factorías de la Western Electric Co. en

65
Gorz, 1988; Aznar, 91.
66
Van Parijs, 1994, 1995.
25

Hawthorne que, sólo más adelante, darían lugar a la intervención de Elton Mayo
y su equipo y al nacimiento de la llamada Escuela de las Relaciones Humanas.

Sería más prudente descontar los años que tardaron en llegar y sacar conclu-

siones Mayo y sus colaboradores y es altamente discutible hasta qué punto


éstas pueden considerarse estrictamente sociológicas, pero la fecha se señala

porque es percibida como algo parecido al día de la victoria sociológica sobre el

enfoque ingenieril y biomecánico del trabajo (Taylor) y/o incluso sobre la pers-

pectiva individualista de la psicología industrial (el propio Mayo). Aunque éste

es el natalicio favorito de la profesión, algunos autores prefieren posponerlo

hasta la aparición de una obra claramente identificable como sociología indus-

trial, sin ir más lejos la de W.E. Moore, Industrial relations and the social order

(1946),67 o adelantarla hasta 1908, a los trabajos de Weber para la Unión para

una Política Social, por haber propuesto “la concepción de una investigación de
la industria social en su objeto, pero científica en su enfoque”.68

Pero, a riesgo de provocar a alguna mentalidad bienpensante, podemos


retroceder más y llegar, al menos, hasta 1844-45.69 ¿Qué sucede ese año? Que

la pareja maldita, Marx y Engels, escribe dos obras esenciales por distintos mo-

tivos: Marx, los Manuscritos (“juveniles”, “de 1844”, “económico-filosóficos” o


como se prefiera llamarlos), y, Engels, La condición de la clase obrera en Ingla-

terra.70 No se trata aquí de atribuir paternidades o reclamar fuentes de inspira-


ción, sino de comprender a qué llamamos sociología industrial. Los Manuscritos

son, ciertamente, una obra altamente especulativa, pero no más que la de los

aproximadamente contemporáneos Comte y Spencer, ni más que la de Parsons

un siglo después. Lo que importa subrayar es que en ella aparece ya, de forma

profusa y relativamente sistemática, un tratamiento de fenómenos de medio

alcance como la propiedad de los medios de producción, la división del trabajo,

la alienación en el trabajo, la identificación con el trabajo, etc. que, aunque en


forma naturalmente transformada, situados a medio camino entre la descrip-

67
Por ejemplo Geck, 1955: 320.
68
Dahrendorf, 1962: 33.
69
Naville, 1957.
70
Marx, 1844a; Engels, 1845.
26

ción de las condiciones de vida y trabajo y la sociología de la sociedad indus-


trial, todavía son hoy temas de la Sociología Industrial y, sobre todo, de la So-

ciología del Trabajo. La cuestión no es tanto calificar la importancia de este

preciso escrito como comprender que, con él, y sobre todo con otros posterio-
res, Marx, como a su manera ya lo había hecho Ure, se coloca en contraposición

a Smith al analizar la división del trabajo o, en un sentido más amplio, la

organización de la producción. Donde Smith sólo ve —en la división

manufacturera del trabajo— la mejor disposición técnica para una producción

eficiente, aun cuando le sugiera algún comentario de pasada sobre sus

consecuencias para los trabajadores (menos, por cierto, que a su maestro

Ferguson), Ure acierta a señalar un mecanismo para doblegar a los trabajadores

cualificados —y lo mismo puede decirse de su evaluación de la maquinaria

introducida por Arkwright—.71 Pero, para Ure, a quien Marx no duda en calificar
de rapsoda de las manufacturas —brillante rapsoda, en cualquier caso—, el

elemento humano, la mano rebelde del trabajo, no es sino un obstáculo en la


marcha triunfante de la fábrica; para Marx, en cambio, los efectos de la división

del trabajo y la maquinaria son el problema por excelencia, y eso es

precisamente lo que le convierte en un precedente señalado de la Sociología


Industrial. Por su parte, y aunque su trabajo duerma hoy más o menos

merecidamente el sueño de los justos, Engels se sitúa, con La condición de la

clase obrera..., dentro de un grupo de investigaciones empíricas, basadas en


fuentes directas o indirectas, que jalonan la segunda mitad del siglo XIX: es el

caso de los trabajos de Le Play, Booth, Rowntree, la Verein für Sozialpolitik,

Levenstein, Adams, DuBois y otros.72 Engels no fue precisamente un

metodólogo —y, en la medida en que lo fue, como valedor del materialismo

dialéctico, quizá no debiera haberlo sido—, pero sus técnicas de investigación:


dos años parcialmente dedicados al examen de documentos, la observación
directa de las condiciones de vida y trabajo, la realización de entrevistas, etc.,

están, sencillamente, a la altura de otros escritos de la época. Se trata

generalmente de trabajos empíricos, con una metodología comprensiblemente


71
Ure, 1935: I/I, 380-81 y 376-77.
72
Los más representativos de esta oleada de sociología empírica son, sin duda, Le Play
(1855), Booth (1889-1991) y Rowntree (1902).
27

blemente primitiva y, a menudo, centrados más en las condiciones de vida de


los trabajadores fuera de la fábrica que en las condiciones de trabajo mismas.

Lo cierto es que habrá que esperar hasta bien entrado el siglo XX para

que aparezca con fuerza una Sociología de la Empresa más especializada, apo-
yada en el estudio de las condiciones de trabajo y el análisis de las organizacio-

nes. En torno al filo del siglo hay algunos conatos interesantes desde la Verein

für Sozialpolitik, en particular las indicaciones metodológicas de Marx Weber, la


llamada de atención sobre la empresa del economista histórico Gustav Schmo-

ller y el trabajo de campo de una mujer, Marie Bernays, pero no se trata más

que destellos aislados, de menor relevancia que los antes mencionados. El estí-

mulo, o más bien el revulsivo decisivo, surge con la ofensiva de Taylor y su ge-

rencia científica, en cuya perspectiva el trabajo es esencialmente —o al menos


se debe intentar que sea— un mero intercambio entre hombres y cosas y, por
tanto, un problema primordialmente técnico con una solución óptima: the one

best way. Taylor contempla al trabajador como una máquina biológica,73 como
“adjunto a la máquina”.74

Del taylorismo se ha dicho que fue más bien una “antisociología indus-

trial”, por su “olvido o desprecio de los aspectos personales o sociales” del tra-
bajo,75 aunque quizá fuera más adecuado decir que Taylor no los olvidó ni me-

nospreció sino que les concedió gran importancia y trató, por ello mismo, de

borrarlos. Cabe decir que veía la empresa como una gran conspiración dirigida

de abajo hacia arriba en la que todos se esforzaban por disminuir su carga de

trabajo, y concibió su propio sistema como una ofensiva de arriba abajo para

obtener el mayor rendimiento posible apoyándose en dos patas: un estricto

control interno y una gradación de los estímulos externos. Sin duda representa-

ba una forma de entender los intereses del capital (controlar la fuerza de traba-

jo —lo que podríamos llamar el principio Ure— y abaratar su coste global —el
principio Babbage— a través de la división de tareas y la descualificación de los
puestos), como ha sostenido la corriente marxista que sustenta la idea de la

73
Miller y Form, 1963: 706ss.
74
March y Simon, 1958: 13.
28

degradación del trabajo,76 pero también, sin duda, los de los ingenieros como
profesión77 y, en particular, su sueño de prescindir de la falible maquina huma-

na.78

En paralelo al empeño de Taylor en racionalizar la direción del trabajo, de


este lado del océano se producía el intento de codificar la racionalización de la

dirección misma. Si la empresa familiar tradicional pudo funcionar con todo el

mando concentrado en la propiedad y en un grupo de confianza, la emrpes mo-

derna necesitaba una organización más sistemática de la capacidad decisoria, y

eso es lo que intentó Fayol con su teoría de las funciones empresariales: co-

mercial, fianciera, de seguridad, contable, administrativa.79 Este aspecto de la

organización empresarial, la estructuración de la dirección, sería luego casi por

entero descuidado por la sociología, obstinadamente concentrada en los aspec-

tos informales de la organización,80 pero nunca ha sido abandonado por los teó-
ricos del management ni por los estudiosos de la historia de la empresa.81

Es en este contexto, dominado por la pregunta de cómo dirigir, donde


irrumpen los experimentos en Hawthorne y el equipo encabezado por Mayo. Sus

descubrimientos pueden considerarse un buen ejemplo de lo que Merton llama

serenpidity —un descubrimiento casual—, las conclusiones de Mayo y su capa-


cidad de sintetizarlas y sistematizarlas dejan mucho que desear y, además, hay

motivos para pensar que lo más “sociológico” del proceso pudiera no deberse

tanto a Mayo como al entonces desconocido Warner. Sin embargo, Hawthorne

marca un punto de inflexión en el camino hacia el despegue y la consolidación

de la Sociología Industrial porque, en primer lugar, rompe en buena medida y de

forma convincente con los supuestos del taylorismo para al sustituir el elemen-

to o el factor humano por el sujeto o actor humano (to bring the man back in,
por decirlo parafraseando la expresión feliz, con otros fines, de otro de los par-

75
Martín López, 1997: 51.
76
Braverman, 1974; Freyssenet, 1977.
77
Meiksins, 1984.
78
Aunque no referido expresamente a Taylor, véase Noble, 1984.
79
Fayol, 1916.
80
Perrow, 1970: 93.
81
Por ejemplo, Drucker, 1954; Urwick y Brech, 1945; Pollard, 1965; Chandler, 1977.
29

ticipantes por entonces anónimos del estudio: Homans); y porque, en segundo


lugar, supone también una superación de la perspectiva puramente psicológica

e individual que consideraba al trabajador como dotado de una personalidad

propia, pero al margen del grupo y de las relaciones sociales, y ello a pesar del
origen y el fondo psicológicos y psicologistas del propio Mayo. Su principal con-

clusión metodológica fue que hacía falta una perspectiva clínica de las situacio-

nes de trabajo,82 lo que no es mucho para la sociología, pero su principal con-

clusión sustantiva fue, siguiendo a Durkheim, que todo grupo social debe ase-

gurar a sus miembros “la satisfacción de las necesidades materiales y económi-

cas [y] el mantenimiento de la cooperación espontánea en el ámbito de la or-

ganización”.83 Lo primero era lo que Taylor había intentado lograr mediante in-

centivos materiales, cuya pertinencia Mayo no negaba; lo segundo, lo que había

surgido como resultado inesperado de los experimentos en Hawthorne: la im-


portancia del grupo informal, de la satisfacción en el trabajo y de la identifica-

ción con la organización. Puede decirse que, frente a Taylor, Mayo representa la
unilateralidad en sentido opuesto: lo informal frente a lo formal. No fueron mu-

cho más allá las aportaciones de la Escuela de las Relaciones Humanas, pero, en

todo caso, los experimentos Hawthorne y el debate en torno a ellos abrieron la


puerta al estudio sistemático de las relaciones en el trabajo al romper con “la

vía muerta tan querida de la primitiva psicología industrial y de la gerencia

científica, según la cual los problemas humanos de la industria eran problemas

de individuos insatisfechos con las condiciones materiales de trabajo”.84 Quiza

fuese más correcto decir simplemente que Mayo vio un elemento positivo para

la productividad donde Taylor había visto un obstáculo: en el grupo informal. En

este sentido, cabe preguntarse si Mayo debe ser contrapuesto a Taylor o con-

siderado, sencillamente, como su complemento.85 “La doctrina de la ERH es el

‘suplemento del alma’ que necesita la OCT.”86

82
Mayo, 1933: 19.
83
Mayo, 1945: 9.
84
Castillo Castillo, 1966: 15.
85
Mottez, 1972: 25ss.
86
Rodríguez Aramberri, 1984: 221.
30

Las cosas cambiarían radicalmente a la salida de la Segunda Guerra Mun-


dial. En 1938 había aparecido el que luego sería considerado el disparo de salida

de la teoría de la organización, The functions of the executive, de Barnard.87 En

1944 se había publicado ya The Great Transformation,88 de Polanyi, que provo-


caría de inmediato un amplio debate en la antropología89 —pero no en la socio-

logía— y sería tardíamente considerado un clásico de la sociología económica.

En 1946 se publicaba la ya mencionada obra de Wilbert E. Moore,90 a quien

Dahrendorf señalaría tres lustros después como “el sociólogo norteamericano

de la industria más importante de nuestros tiempos.”91 En 1947 aparecían The

social system of the modern factory, de Warner y Low;92 Administrative be-


havior, de Simon93, que supondría la entrada por la puerta grande de los eco-
nomistas en la teoría de la organización, y Problèmes humains du machinisme

industriel, de Friedmann, quien junto con Naville representaba ya a una flore-


ciente escuela francesa más orientada hacia la sociología del trabajo. En 1951,

Miller y Form publicaban orgullosos su manual, “el primero que lleva el título de
Sociología Industrial”.94 Esta década sería ya prolija: Dubin y Kornhauser y Ross,
Lipset y Trow y Coleman, Roy, Bendix, Argyris, Stouffer, Lockwood, Gouldner,

Rose, Whyte, Wilenski, Dalton, Touraine, Blau, Crozier, Selznick, Mills, Fried-
mann, Homans, Merton, Drucker, Sargant Florence, Baldamus, Isambert, Naville,

Ferrarotti, Lutz, Dahrendorf, Mayntz y un largo etcétera. Nadie podía negar ya

carta de naturaleza a la Sociología Industrial. Añadamos, simplemente, dos hitos

que conciernen a sociologías especiales concurrentes, superpuestas o ambas

cosas a la vez: en 1954 tuvo lugar la publicación del libro de Caplow, The So-

ciology of Work, y en 1958 vendría la de Organizations, de March y Simon.95

87
Barnard, 1938.
88
Polanyi, 1944.
89
LeClair y Schneider, 1968; Godelier, 1974.
90
Moore, 1946.
91
Dahrendorf, 1962: 48.
92
Warner y Low, 1947.
93
Simon, 1947.
94
Miller y Form, 1951: 11.
95
Caplow, 1958; March y Simon, 1958.
31

A partir de la posguerra y hasta la década de los sesenta, puede decirse


que transcurre la época dorada de la Sociología Industrial. Tras pasar revista a

algunos de los principales manuales de la época (Schelsky, Friedmann, Dahren-

dorf, Faunce, Miller y Form, Schneider, Mottez), el autor de un conocido manual


español concluye: “Es en línea con esta versión amplia de la subdisciplina donde

situamos nuestra posición sobre lo que deba ser el contenido de la Sociología

Industrial [...]. Se trata, en definitiva, de acotar la disciplina de Sociología Indus-

trial en torno a tres áreas fundamentales de problemas: las actitudes y relacio-

nes de trabajo, la estructura y funcionamiento de las organizaciones empresa-

riales y laborales, y la relación entre industrialización y cambio social.”96 No es

difícil leer que estos tres áreas son, respectivamente, la Sociología del Trabajo,

la Sociología de las Organizaciones y la Sociología de la Sociedad Industrial, pero

ya tendremos ocasión de volver sobre esto. Dejo para minuciosos autores de


libros de textos o arrojados aspirantes a doctor enfrascados en el primer capí-

tulo de su tesis la tarea de buscar (o poner, es decir, inventar) algún orden en


el desarrollo de la Sociología Industrial (y de la Empresa) a partir de los cincuen-

ta. Yo lo creo, si no imposible, sí demasiado laborioso en relación con el benefi-

cio que pueda reportar (los sociólogos también actuamos racionalmente de vez
en cuando). Me parece, no obstante, que pueden señalarse algunas oleadas

que, sin llegar ni mucho menos a agotar la producción de la época en que discu-

rren, sí han llegado a caracterizarla, y lo haré aunque sea sobre la base de sim-

ples impresiones —consolidadas y troqueladas, eso sí, por el paso del tiempo.

Así, creo que el período que corresponde más o menos a la década de los cin-

cuenta estuvo marcado por el esfuerzo de desenterrar el lado informal de los

grupos de trabajo y las empresas; la década de los sesenta, hasta entrados los

setenta, se caracterizó por el estudio más global de las organizaciones; desde

mediados de los setenta hasta mediados de los ochenta la investigación y el


debate académico han estado en gran parte dominados por el análisis de las

condiciones de trabajo y, más concretamente, de la cualificación; desde media-

dos de los ochenta a hoy, en fin, el tema preponderante ha sido la flexibilidad y

96
López Pintor: 41
32

la precariedad. La primera oleada probablemente se debiera al empuje tardío de


las conclusiones del estudio en Hawthorne (recuérdese que media la Segunda

Guerra Mundial) y algún otro estudio posterior, por ejemplo el de Roy sobre la

restricción de cuotas en la producción a destajo,97 y la influencia mayor proba-


blemente proviene de la sociología del trabajo. En la segunda oleada destacan

los trabajos sobre burocracia y organizaciones de Gouldner, Etzioni, Crozier,

Barnard, Mechanic..., lo que hace obvio que, en esta etapa, el impulso viene

esencialmente del ámbito de la sociología de las organizaciones. En la tercera

oleada es decisiva la aparición Labor and monopoly capital98 (con su correspon-

diente europeo en La division capitalite du travail)99 y el debate y la secuela de

estudios sectoriales sobre la cualificación que estimuló, pero hay que añadir que

su eco no podría comprenderse si se ignora el fondo constituido por la turbu-

lencia social de los últimos sesenta y primeros sesenta y el florecimiento del


neomarxismo en las universidades; podríamos decir que el impulso procede de

una virtual sociología de las relaciones laborales, o más exactamente salariales.


En la cuarta oleada, en fin, hay que destacar el debate provocado por The se-

cond industrial divide,100 si bien esta obra no es tanto un punto de partida —


como lo fuera en la etapa anterior el libro de Braverman— cuanto un punto de
encuentro provisional entre dos corrientes de ideas que ya llevaban cierto

tiempo fluyendo: los efectos de las llamadas nuevas formas de organización del

trabajo (desde la recomposición de puestos de trabajo hasta la democracia in-


dustrial, pasando por círculos de calidad, empresas Z, etc., etc.) sobre la pro-

ductividad101 y las nuevas formas de economía difusa (desde los industrial dis-

tricts hasta las iniciativas locales de empleo);102 es de destacar que, en torno a


este debate, se produce, pienso —pero sin echar las campanas al vuelo—, un

reencuentro entre sociólogos y economistas como no tenía lugar desde princi-

pios de siglo, es decir, desde la época dorada de la economía histórica e institu-

97
Roy, 1954.
98
Braverman, 1974.
99
Fresyssenet, 1977.
100
Piore y Sabel, 1984.
101
Svejnar y Jones, 1982.
102
Becattini, 1987; Bagnasco, 1988.
33

cional y la sociología clásica de la economía. Añadamos solamente que este in-


tento de tipificación de las oleadas de la Sociología Industrial en la posguerra no

debe entenderse como una sucesión de etapas en la que cada una cierra y en-

tierra a la anterior, pues, no solamente se produce, por fortuna, cierta acumu-


lación irreversible de conocimiento, sino que es más correcto considerar cada

nueva oleada como un impulso que se superpone al o a los anteriores, pero sin

eliminarlos. La concentración sobre los procesos informales de los cincuenta ha

perdurado hasta hoy, por ejemplo, en multitud de trabajos monográficos sobre

el consentimiento y el conflicto en el lugar de trabajo; el interés por las organi-

zaciones no ha decaído en ningún momento, sino que se ha ido ampliando a

nuevos tipos de empresas (públicas, profesionales, cooperativas) y nuevos

apartados dentro de ellas (los accionistas, las redes supraempresariales de di-

rectivos); el debate sobre la cualificación del trabajo, en fin, no ha decaído sino


que se ha ido haciendo cada vez más rico y más complejo.

Las especialidades limítrofes


Llegados aquí debemos preguntarnos qué es exactamente la Sociología
Industrial (y de la Empresa) y qué relación guarda con otras sociologías especia-

les. La lista de las posibles afectadas por esta disgresión es larga: empieza por
la propia cópula contenida en la denominación estándar y por el sentido exacto,

en la medida en que sea pertinente, de los términos que vincula (industria y

empresa); continúa por la relación con materias difícilmente distinguibles con

nitidez, al menos a primera vista, como la sociología económica y la sociología

del trabajo; alcanza a ámbitos de la sociología que presentan importantes te-

rrenos comunes, pero también separados, como la sociología de las organiza-

ciones, del consumo, de las ocupaciones y de la sociedad industrial; se comple-

ta con posibles campos más restrictivos como los de una eventual sociología de

las relaciones laborales, del mercado de trabajo, del empleo, del mercado, de las
profesiones...

Hay que empezar por decir que no todo el mundo considera que el asun-

to valga la pena, Así, por ejemplo, Mottez asegura que “a despecho de los dis-
cursos a que a veces ha dado lugar, el problema de la extensión y los límites del
34

campo cubierto por la sociología industrial es un problema desprovisto de todo


interés científico. Es una cuestión de pura conveniencia y que corresponde a

cada cual resolver a su manera.”103 No estoy de acuerdo en absoluto con esta

afirmación, pero no porque piense que posee un especial interés fijar las fronte-
ras entre los territorios académicos, sino porque creo que el problema del obje-

to de la Sociología Industrial no es sino el problema de qué entendemos por

economía; una cuestión epistemológica, que atañe al contenido de la disciplia, y

no territorial, relativa a sus dominios académicos. Tras la discusión sobre qué

significan aposiciones como “industrial”, “del trabajo”, “económica” etc. late la

discusión misma sobre qué son las realidades que designan.

Empecemos por la cuestión aparentemente más simple: ¿por qué indus-

trial y no agraria, de los servicios, comercial o de la administración? La pregunta

parecería simplemente absurda si no fuese porque ha habido autores y obras de


mucho peso que han entendido que “Sociología Industrial” quería decir preci-

samente eso: de la industria, del sector extractivo y transformativo y, si acaso,


de los servicios asimilables (por ejemplo, el transporte). Así, Dahrendorf: “el

concepto de industria se refiere a las actividades extractivas y transformadoras

que por lo regular requieren el empleo de fuerza mecánica. [...L]a industria


constituye el objeto propio de la sociología de la industria y de la empresa. Es la

sociología especial de problemas aún por determinar en el marco de la produc-

ción mecanizada de bienes en las minas, en la industria siderúrgica y en las

fábricas, tal como se ha desarrollado a fines del siglo XVIII a partir de la revolu-

ción industrial.”104 Análogo razonamiento parece haber tras lo que escribe un

santón de la sociología del trabajo, Georges Friedmann: “Así como es abusivo

hablar de ‘sociología industrial’ para designar, en realidad, toda la sociología del

trabajo, resulta una fuente de confusión utilizar la expresión ‘relaciones indus-

triales’ para cubrir toda la relación entre patronos y empleados en todas las
ramas de las actividades económicas y administrativas.”105 Aunque es difícil

interpretar de modo inequívoco este texto, pues puede considerarse que sim-

103
Mottez, 1972: 6.
104
Dahrendorf, 1962: 5.
105
Friedman, 1961: 30.
35

plemente apunta a un abuso lingüístico, parece más bien que su propósito,


cuando menos latente, es reivindicar para la sociología del trabajo un territorio

más amplio que el de la sociología industrial. Es difícil determinar dónde esta-

blecería sus límites una sociología industrial así definida, o qué servicios respe-
taría como tales: el transporte, ya se sabe (sin duda por la muy alta relación

capital/trabajo o, más aún, en sentido físico, medios de producción/trabajo),

siempre es admitido junto a la industria, desde por los sociólogos industriales

restrictivos como Dahrendorf hasta por los teóricos marxianos del trabajo pro-

ductivo, pasando por la contabilidad nacional; el almacenamiento de materiales


y mercancías, a menudo, también; el mantenimiento de productos industriales,

podría considerarse... y así hasta la más completa confusión. Lo cierto, afortu-

nadamente, es que estas definiciones restrictivas han tenido poco eco. Proba-

blemente el único sociólogo de acuerdo con Dahrendorf en esto sea el propio


Dahrendorf. Un decenio antes, el primer manual conocido de sociología indus-

trial afirmaba: “En muchos aspectos es lamentable que la mayoría de las inves-
tigaciones en Sociología Industrial se hayan realizado en las fábricas. Ello ha

llevado a una confusión semántica, identificando investigación en las fábricas

con Sociología Industrial. [...] Nosotros preferimos utilizar la palabra ‘industrial’


en su sentido más amplio: referido a todo tipo de actividad económica, abar-

cando, en general, empresas financieras, comerciales, productivas y profesiona-

les.”106 Por la misma época, Hughes se felicitaba, al introducir un número espe-

cial del American Journal of Sociology, de que los que él consideraba sociólogos

del trabajo, los cuales se veían a sí mismos más bien como sociólogos industria-

les, abarcasen ya una gran diversidad de campos ajenos al sector secundario de

la economía.107 Es cierto que, en sus inicios, la sociología industrial, en la medi-

da en que pudiera considerarse ya tal, como la sociología en general, se sintió

mucho más impresionada e interesada por la manufactura, la maquinaria y la


gran industria productora de bienes, así como por su impacto sobre la socie-

dad, que por la agricultura, los servicios o la administración, que por entonces

sólo cambiaban mucho más lentamente. Sin embargo, no lo es menos que, ya

106
Miller y Form, 1963: 7-8.
107
Hughes, 1952: 423.
36

mediado el siglo, cuando puede afirmarse sin lugar a dudas que ya existe una
sociología industrial propiamente dicha, buena parte de ella se dedicaba preci-

samente al estudio de los servicios (por ejemplo las investigaciones de Selznick,

Argyris, Lockwood, Janowitz, Stouffer, Sills, Blau, Crozier, entre otros; a no ser,
claro está, que las arrojemos, en exclusiva, al capítulo de la sociología de las

organizaciones).

Se han propuesto, sin embargo, otras restricciones; propuestas que, en

general, no hacen sino expresar las particulares concepciones de los proponen-

tes. Etzioni, por ejemplo, rechaza la identificación de la sociología industrial con

la industria pura y dura, a la que califica de plant sociology, sociología del taller

(siguiendo en ello a Kerr y Fischer),108 y propone su extensión a todas las orga-

nizaciones económicas, pero según su propia definición de las mismas: “Así, la

sociología industrial incluirá el estudio de las oficinas, los restaurantes y otras


organizaciones económicas que no son las fábricas, pero excluirá el estudio de

las universidades, las escuelas, los hospitales y otras organizaciones no econó-


micas.”109 Organizaciones económicas serían aquellas “cuyo objetivo principal

es producir bienes y servicios, intercambiarlos y organizar y manipular los pro-

cesos monetarios”, es decir, la producción de bienes y ciertos servicios, el co-


mercio y las finanzas. Se nos aparece arduo encontrar alguna lógica en esa con-

sideración de la medicina o la enseñanza (¿tampoco la abogacía, la arquitectura,

etc.?) como no económicas, pero resulta fácil seguir sus huellas hacia la con-

cepción funcionalista de las profesiones (por otra parte, abusivamente identifi-

cadas con las organizaciones en que trabajan, como si no hubiera otro personal

en ellas) inspirada en Parsons y Hughes,110 algo difícil de sostener hoy gracias,

entre otras cosas, al mejor conocimiento sociológico que tenemos de ellas.

Cabe admitir, pues, con Castillo, “que ‘industria’, lo mismo en sus oríge-

nes ingleses que en francés o en buen castellano, significaba cualquier actividad


industriosa, en la que se aplica el ingenio y la capacidad de las personas para

108
Kerr y Fischer, 1957.
109
Etzioni, 1958: 133.
110
Parsons, 1939; Hughes, 1963.
37

transformar la naturaleza o las cosas.”111 Pero hay que añadir, primero, que el
problema no es simplemente gramatical, ya que la ambivalencia de los términos

industria o industrial, de hecho, existe y ha dado lugar a interpretaciones más


restrictivas y por autores no precisamente marginales; segundo, que este pro-
blema no se plantea ni para la sociología del trabajo ni para la sociología

económica, cuya transversalidad a través de las fronteras funcionales de la ac-

tividad económica es unánimemente admitida, aunque sí para la sociología in-

dustrial (y de la empresa).

Menos dificultades presenta la aposición “industrial y de la empresa”. Por

un lado, se ha señalado que, en la primera mitad del siglo, Alemania desarrolló

una Betriebssoziologie mientras en los Estados Unidos se desplegaba una indus-

trial sociology112 (y pronto en Francia, por cierto, una sociologie du travail).


Algo o bastante de cierto hay en ello, pues es verdad que el economista
Schmoller avant la lettre (en 1892), o Geck (1931), Briefs (1951) y Schelsky

(1954), por ejemplo, refieren la sociología a la empresa, como luego lo harían


también Dahrendorf, Mayntz o Lepsius, pero también que pronto la sociología

alemana se sumó a la doble fórmula industria-empresa. Mientras tanto, del otro

lado del Atlántico lo que parece es más bien que se utiliza el término industrial
sociology o industrial relations para referirse a los aspectos más teóricos y ge-
nerales de la disciplina, como lo hacen Moore o Whyte, pero se propende a en-

globar los estudios de empresas concretas dentro de la sociology of organiza-

tions u oganizational sociology. De hecho, pues, creo que lo que hay en realidad
es, por así decirlo, una distinción micro-macro (no en cuanto al método, sino en

cuanto al objeto), que en Alemania se traduce en la dicotomía Betrieb-Industrie

y, en los Estados Unidos, en la distinción organizations-industry (y, a riesgo de

ser aventurado, añadiría que en Francia se presenta como travail-industrie), y

cuyo mantenimiento en el momento actual, una vez establecido que la socio-


logía industrial no es sólo ni principalmente la sociología de la sociedad indus-

trial, pero también que abarca otros ámbitos que el interior de la empresa (el

111
Castillo, 1996: 42-43.
112
Dahrendorf, 1962:
38

mercado de trabajo, por mencionar solamente uno), puede que resulte franca-
mente ociosa.

Esto nos lleva directamente a la relación con la sociología de las organi-

zaciones, en estos momentos, con toda probabilidad, la sociología especial más


admitidamente cercana. Si partimos, con Barnard, de “la definición de una or-

ganización formal como un sistema de actividades o fuerzas conscientemente

coordinadas de dos o más personas”,113 en ella caben no solamente las empre-

sas sino también todo tipo de organizaciones políticas, religiosas, etc. No obs-

tante, una buena parte de las organizaciones son empresas y otra buena parte

de las empresas (pues también existen las empresas individuales y familiares en

sentido estricto) son organizaciones. No parece de recibo, pues, considerar,

como proponía Etzioni —barriendo para casa—, pensar que “puede ser fructífe-

ramente concebida como una rama de la sociología de las organizaciones”.114


Además, otras organizaciones interesan también a la sociología industrial, por

ejemplo los sindicatos de trabajadores, los colegios profesionales y las asocia-


ciones patronales. Puede decirse que la sociología de las organizaciones conoció

un fuerte impulso como rama de la sociología industrial, sobre todo a través de

los numerosos estudios sobre corporaciones privadas y agencias públicas de los


sociólogos norteamericanos y franceses, pero no es menos cierto que tenía sus

propios precedentes, algunos incluso anteriores al desarrollo de una sociología

industrial en sentido fuerte: el clásico por excelencia de la especialidad, sin ir

más lejos, Los partidos políticos,115 pero también los ensayos de Weber o Marx

sobre la burocracia.116

Otras sociologías como la del consumo, la de las ocupaciones o la de la

sociedad industrial presentan en sus relaciones con la sociología industrial, en

un sentido formal, el mismo tipo de problema: cada una de aquéllas comparte

con ésta cierto espacio, pero ambas son siempre más o mucho más que esa
intersección. La sociología del consumo presenta una clara intersección con la

113
Barnard, 1938: 73.
114
Etzioni, 1958: 131.
115
Michels, 1911; podríamos considerar también a Mosca, 1939.
116
Marx, 1843, 1844b; Weber, 1922: 1ª parte, III/II.
39

sociología industrial, entendida en un sentido amplio, o, al menos, con la socio-


logía económica en cualquier forma que ésta se entienda. En términos conven-

cionales, el consumo es el estadio final del proceso económico sustantivo que

sigue a la producción, la distribución y el intercambio de los bienes y servicios.


En términos formales, la necesidad o el deseo de consumo se traducen, media-

dos por las dotaciones, en una demanda efectiva que indica a las empresas, a

través de los precios, lo que el público desea que produzcan; o, en sentido con-

trario, las empresas tienen que encontrar o generar mercados para los bienes y

servicios que producen. Por supuesto, el consumo es solamente una parte del

entorno de la industria y la empresa y, por otra parte, es y representa para los

consumidores mucho más que su relación con los proveedores. Por eso la so-

ciología del consumo se ocupa necesariamente de otros aspectos de éste, tales

como los mecanismos de representación de status, las formas de socialidad, la


reproducción y transformación de la cultura (en sentido restrictivo), etc. que

quedan fuera del ámbito de la sociología industrial y que incluso atañen a otras
sociologías especializadas (estratificación social, arte y cultura, etc.). De hecho,

podemos entrever o sencillamente ver en la calificación “industrial y de la em-

presa”, así como “del trabajo”, a diferencia de la más general “económica”, un


intento o, al menos, una disposición a dejar de lado la esfera del consumo.

La sociología de las ocupaciones raramente existe como tal. La encon-

tramos a menudo como sociología del trabajo y las ocupaciones o, con otro

nombre, como estratificación social (o, en algunos casos, estructura social), en

el entendido de que la ocupación es uno de los elementos decisivos, si no el

más, de la posición de las personas en cualquier forma de estratificación social

—en la sociedad industrial o post-industrial (la Sociología del trabajo de Caplow,

el clásico anglosajón del área, era en gran medida, por cierto, una sociología de

las ocupaciones, como se constata con un simple vistazo a su índice).117 La so-


ciología del trabajo no debería dudar —aunque a menudo parezca simplemente

ignorarlo— que entre las ocupaciones se incluyen las profesiones, entendidas

éstas como la parte de las ocupaciones con mayor nivel de cualificación y auto-

117
Caplow, 1954.
40

nomía, con una situación de ventaja en el mercado o en las organizaciones y


con una posición de dominio simbólico sobre su clientela. La sociología indus-

trial y de la empresa puede dudarlo si por empresa se entiende necesariamente

la colaboración de dos o más personas; por ejemplo cuando se afirma, como lo


hicieran Miller y Form, que “la Sociología industrial es un área importante de la

Sociología general que puede ser titulada con mayor exactitud Sociología de las

organizaciones del trabajo”118 (a no ser que se incluya entre las organizaciones,

pongamos por caso, la clientela privada de un médico). Es decir, puede dudarlo

en la medida en que acepte considerarse a sí misma como una sección de la

sociología de las organizaciones; pero, en primer lugar, ya hemos criticado esta

reducción; en segundo lugar, estas organizaciones difícilmente podrían enten-

derse en su estructura y funcionamiento sin una cabal comprensión de las pro-

fesiones que juegan un papel dominante o simplemente esencial en ellas; en


tercer lugar, al profesional liberal aislado no existe en realidad, sino que actúa

siempre, al menos, a través de pequeñas organizaciones (consultas, bufetes,


estudios, gabinetes) que son, propiamente, empresas. Huelga añadir que este

problema no existe desde la perspectiva más amplia de la sociología económica.

Finalmente, dentro de este grupo, la sociología de la sociedad industrial


sencillamente parece haber dejado de tener sentido como tal. Una parte se sin-

gulariza como relaciones industriales y pertenece, como tal, a la sociología in-

dustrial (o del trabajo, o económica): “Este término ha significado poco a poco,

en el uso corriente, el conjunto de relaciones entre patronos y empleados, así

como las asociaciones formadas por unos y otros, los medios de negociación,

de arbitraje y de lucha que emplean en sus negociaciones y conflictos”,119 aun-

que autores más recientes prefieren denominarlas “relaciones laborales” o “re-

laciones de trabajo asalariado”,120 o incluso “relaciones de empleo”. En cierto

modo, la expresión designa la organización de lo que Marshall llamó el “sistema


secundario de ciudadanía industrial”,121 por lo que suele centrarse especialmen-

118
Miller y Form, 1963: 34.
119
Friedman, 1961: 30.
120
Miguélez y Prieto, 1991b: xxii.
121
Marshall, 1950: 104.
41

te, aun sin ignorar el conflicto entre las partes, en los mecanismos instituciona-
les y explícita o implícitamente consensuados como tales: normas sobre em-

pleo, métodos de elaboración y aplicación, etc.122 El resto, las características,

los procesos y las transformaciones más generales de la sociedad industrial, o


como quiera que sea caracterizada (post-industrial, capitalista, de servicios,

etc., etc.) pertenecen ya a la sociología del cambio social, del desarrollo, de la

modernización o histórica.

Más compleja es la relación con sociologías especiales que pueden ser

prácticamente o en gran medida coextensivas con la industrial, como la socio-

logía del trabajo y la sociología económica. Quizá haya que comenzar por decir

que, en un sentido amplio, es decir, estirando los conceptos al máximo y, si

hace falta, forzándolos, probablemente podríamos hacer llegar cualquiera de

ellas a donde quiera que llegase otra, pero no creemos que sea ésta la mejor vía
a elegir. Empecemos por la sociología del trabajo. A la vista salta que el trabajo,

como objeto, escapa en el espacio y en el tiempo a la definición de industrial.


Por un lado, ha habido trabajo, según las crónicas, desde la salida del paraíso y,

según la antropología, desde que hay humanidad; por otro, hay un sector im-

portante de trabajo en las sociedades industriales (entre otros, pero ahora sólo
nos detendremos éste) que no suele ser abordado por la sociología industrial: el

trabajo doméstico, que representa la mitad o más del trabajo total en cualquier

sociedad industrializada. Si identificamos industrial con industrioso, ciertamen-

te, desaparecen esos límites y la sociología industrial corre paralela a la socio-

logía del trabajo... salvo que ésta se defendiera entonces proclamándose res-

ponsable del estudio de toda actividad, incluido el ocio —como en algún viejo

plan de estudios. Mas en este sentido, creo, sí que hay que estar de acuerdo

con Dahrendorf en que “la sociología de la industria y de la empresa se halla

referida a determinado período de la historia social y no es, al pie de la letra,


una ‘sociología especial’, sino una ‘sociología especial de la sociedad indus-

trial’”,123 es decir, que no tiene la pretensión, por ejemplo, de estudiar el traba-

jo en una sociedad agraria, preindustrial, pretensión que sí puede y debe tener

122
Baglioni, 1982: 24.
42

la sociología del trabajo, tanto si se trata de estudiar una sociedad contem-


poránea como si de utilizar el pasado como plataforma de comprensión del pre-

sente. (Pero sí corresponde —también— a la sociología industrial, como argu-

mentamos antes en contra de Dahrendorf, el trabajo agrario en una sociedad


industrial, pues las sociedades “industriales” no son sociedades políticamente

integradas pero económicamente segmentadas, en las que la agricultura, por

ejemplo, se mantenga como era antes de la industrialización, sino sociedades

también económicamente integradas, en las que la agricultura, por seguir con el

ejemplo, es agricultura mecanizada, o practicada en granjas capitalistas o esta-

tales, o producción individual para el mercado más o menos asimilada a los

grandes circuitos privados o públicos de distribución, o actividad agrícola de

subsistencia residual de unidades familiares cuyos ingresos proceden mayorita-

riamente del trabajo asalariado o mercantil.)

Pero también hay una parte de la sociología industrial (y de la empresa)

que queda fuera del ámbito de la sociología del trabajo: la propiedad y la alta
dirección. El análisis del trabajo, por supuesto, parte del hecho de que la mayor-

ía de las personas no son propietarias de medios de producción, de que la ma-

yoría de los medios de producción son propiedad de una minoría de personas y


de que, consiguientemente, la mayor parte de los trabajadores son trabajadores

asalariados. Por otra parte, las formas y concepciones de la dirección del proce-

so productivo tienen consecuencias decisivas sobre el proceso y las condicio-

nes de trabajo, los cuales no podrían comprenderse de manera cabal sin tener-

las en consideración, y la estructura misma de la dirección es inseparable de la

estructura del empleo (división de tareas, puestos intermedios, líneas de auto-

ridad, mecanismos de promoción, etc.). Pero resulta difícil imaginar, por ejem-

plo, qué puede tener que ver con la sociología del trabajo la problemática de las

relaciones entre el capital accionarial y sus representantes suscitada a partir,


sobre todo, de la obra de Berle y Means (el viejo tema de la posible disyunción

entre propiedad y control de los medios de producción, o propiedad y posesión,

o entre su propiedad jurídica y su propiedad económica —distinciones concep-

123
Dahrendorf, 1962: 3
43

tuales, todas ellas, poco afortunadas, pero no vamos a entrar ahora en esa dis-
cusión). Los directivos que representan al capital pueden ser o no los mismos

que se ocupen personalmente de la dirección del proceso productivo; tal o cual

modelo de organización puede ser o no funcional para el capital o, lo que es lo


mismo, para los accionistas; los propios puestos de los directivos son, después

de todo, puestos de trabajo, etc., pero la problemática propiedad-control es la

de la organización del capital, no de la organización del trabajo; es un problema

esencial desde la perspectiva de la empresa, pero no, salvo muy indirectamen-

te, desde la del trabajo. En suma, debemos decir que hay un amplio campo de

coincidencia entre la sociología industrial (y de la empresa) y la sociología del

trabajo, que probablemente este campo de coincidencia es el grueso de cada

una de estas sociologías especiales tomada por separado, pero también que

tanto una como otra tienen un campo restante no compartido.

Hay algo más, por cierto, que une a la sociología industrial (y de la em-

presa) y la sociología del trabajo, y que separa a ambas de la sociología econó-


mica: la exclusión de las esferas de la circulación y el consumo. Aunque se

podría sostener que la sociología industrial puede o debe incluir, por limitada-

mente que sea, el ámbito del consumo (así lo hacen, por ejemplo, algunos teó-
ricos de la organización procedentes del campo de la teoría económica), 124
lo

cierto es que no lo hace o apenas lo hace, y la sociología del trabajo excluye

esa esfera por definición. Más importante es, empero, la esfera de la circulación.

Aquí entiendo ésta definida en los siguientes términos: toda producción no

doméstica, es decir, no consumida por el propio productor, ha de circular hacia

los consumidores finales (como bienes o servicios de consumo) o hacia otros

consumidores-productores (como bienes intermedios o servicios a las empre-

sas), y esto ha de discurrir a través del intercambio privado (incluidos aquí el

mercado, el trueque y la donación) o a través de la asignación por el estado


(racionamiento, redistribución fiscal); si, además, la producción es cooperativa

(o conjunta, o asociada: en definitiva, en una empresa u organización), el pro-

ducto final, antes de circular, ha de ser objeto de apropiación por los partici-

124
Por ejemplo, Hirschman, 1970.
44

pantes.125 Hay que empezar por decir que la apropiación (lo que los economis-
tas suelen llamar “distribución” o “distribución funcional”, es decir, distribución

entre los factores: tierra, trabajo y capital, o rentas, salarios y beneficios) no

suele ser por sí misma objeto de atención ni para la sociología industrial (y de la


empresa) ni para la sociología del trabajo, excepto en la medida en que sea ob-

jeto de conflicto expreso entre los actores, quizá porque se admite que, salvo

que surja éste, viene determinada por las leyes del mercado. La circulación (lo

que los economistas suelen llamar intercambio, pero aquí éste es sólo una de

las variantes de la circulación), es, en principio, dejada al margen por ambas.

Sólo en principio, claro está, porque lo que sale o no se permite que en-

tre por la puerta termina entrando por la ventana. En primer lugar, hay un mer-

cado que ambas sociologías especiales consideran: el mercado de trabajo. La

sociología industrial (y de la empresa), en cuanto que forma parte indiscutida


de las relaciones industriales, especialmente como política de empleo, escenario

del movimiento obrero y de los sindicatos, etc.; la sociología del trabajo en el


mismo sentido, y en ella incluso puede observarse una tendencia reciente a

transmutarse total o parcialmente en sociología del empleo, a interrogarse so-

bre las condiciones de empleo con carácter previo a las condiciones de trabajo,
en la medida en que la sociedad parece alejarse definitivamente —hasta donde

la vista alcanza— del pleno empleo y el empleo realmente existente estalla en

mil formas y fragmentos.126 Pero hay más mercados, concretamente los merca-

dos de capital y los mercados entre empresas. Los primeros son sencillamente

ignorados, algo perfectamente comprensible para la sociología del trabajo pero

no tanto para la sociología industrial (y de la empresa). Los segundos suelen

ser ignorados por la sociología industrial (¡y de la empresa!), precisamente por

su proximidad con la sociología de las organizaciones (que ha de ignorarlos por

definición, salvo que se consideren éstas como sistemas abiertos), pero ya no


pueden serlo por la sociología del trabajo, la cual se encuentra, por ejemplo,

cara a cara con la imposibilidad de abarcar la división del trabajo si no es,

además de división interna a la empresa, como división del trabajo entre empre-

125
Para más detalles, véase Enguita, 1997d.
45

sas, considerando el proceso de producción de cualquier bien o servicio como


un todo.127

En el descuido o la renuencia de la sociología a adoptar el mercado como

objeto de estudio no hay otra cosa que el fetichismo del mismo compartido con
la economía, la idea de que es un mecanismo automático e impersonal, en el

que cualquier mano es invisible, una idea llamativamente compartida por la eco-

nomía clásica liberal (aunque algunos autores clásicos, concretamente Smith,

tenían sus reservas al respecto, éstas han sido ignoradas por la posteridad),

tanto más por la neoclásica y neoliberal, y la economía marxista, con su peculiar

visión neutral del “velo de la circulación”. Pero si, en lugar de suponer que el

mercado es lo que tanta gente dice que es, nos preguntamos si realmente lo

es, entonces aparece con claridad el hecho de que, sea lo que sea, existe una

amplia subesfera de la economía distinta del trabajo en cualquier terreno —en


la empresa, por cuenta propia o en el mercado— y distinta de la “mano visi-

ble”128 en la empresa u organización. Es la esfera de la distribución, es decir, de


la asignación y el intercambio, y ha sido ya, aunque sólo de forma tentativa e

incipiente, estudiada por la sociología económica. No hay, en cambio, un trabajo

ni una industria (o empresa) que queden fuera de la economía. Si algún trabajo


lo hiciera sería otra cosa: actividad de ocio, actividad política o religiosa o cual-

quier otra forma de acción social pero no económica, es decir, no sería trabajo.

Si alguna empresa lo hiciera sería solamente una organización —una organiza-

ción de tipo no económico. La sociología económica se ocupa, pues, por defini-

ción, de un ámbito algo más amplio que el de otras sociologías especiales como

son la industrial (y de la empresa) o la del trabajo: eso no la hace ni mejor ni

peor, no la convierte en principio ni síntesis de nada, pero, a no dudar, hace de

ella una especialidad distinta dentro de la disciplina común.

Podría pensarse, ciertamente, en una posibilidad de configurar subámbi-


tos de la sociología industrial (y de la empresa) o de la sociología del trabajo

que queden fuera del ámbito de la sociología económica. Robbins escribió, refi-

126
Maruani y Reynaud, 1993: 4; Prieto, 1994: 20;
127
Castillo, 1988: 26.
46

riéndose al objeto de la economía: “La concepción que hemos adoptado puede


describirse como analítica. No pretende seleccionar ciertos tipos de conducta,

sino que enfoca la atención sobre un aspecto particular de la conducta, la for-

ma impuesta por la influencia de la escasez.”129 Acogiéndose a esto, se podría


intentar definir la sociología económica como la sociología del aspecto econó-

mico de la realidad. Así, pongamos por caso, estudiaría el aspecto económico

del trabajo pero no su dimensión expresiva, o estudiaría la empresa como orga-

nización productiva pero no como escenario de acoso sexual contra las muje-

res. El problema es que, si aceptamos esa limitación, expulsamos la sociología

misma del ámbito de la realidad económica, sea la sociología económica, la in-

dustrial o la del trabajo. Sin negar a priori, de ningún modo, la utilidad de las

abstracciones de la teoría económica, lo que la sociología plantea es que tales

abstracciones no son reales (no se basan en aislar aspectos realmente existen-


tes de la conducta humana) sino conceptuales (consisten en eliminar del razo-

namiento aspectos que no son aislables en la realidad). En otras palabras, que


no existe la conducta puramente económica, ni se puede aislar y estudiar por sí

mismo el aspecto económico de la conducta, sea en el mercado, en la empresa,

en el hogar o en cualquier otro contexto. Naturalmente, los otros determinan-


tes de la conducta (los no dictados por la relación medios-fines o por la esca-

sez) están más presentes en unos contextos que en otros: están menos pre-

sentes, por ejemplo, en el contexto impersonal del mercado, sensiblemente más

en la empresa y de forma abrumadora en el hogar, de manera que la abstrac-

ción conceptual del economista teórico se acerca más a la realidad en el mer-

cado, donde las interacciones son relativamente impersonales y erráticas y en

algún grado se compensan, y menos a medida que se sumerge en contextos

social y culturalmente más densos, de manera que choca con enormes dificul-

tades en el ámbito de la organización y muestra una clara tendencia a patinar


en el del hogar. Quizá esto sea también parte de la explicación de la preferencia

mostrada por la sociología por estudiar las organizaciones (las empresas), que

ni son tan impersonales como el mercado (o como algunos mercados) ni están

128
Chandler, 1977.
129
Robbins, 1932, recogido en LeClair y Schneider, 1968: 97.
47

tan espesamente personalizadas como los hogares (como cualesquiera hoga-


res).

Lo que distingue a la economía no es ocuparse de un aspecto de la con-

ducta, el aspecto económico, sino ocuparse de la conducta desde un supuesto


conceptual o metodológico: la racionalidad tal como la entiende normalmente el

economista (maximización u optimización); en definitiva, lo que Polanyi llamó la

economía formal. Lo que distingue a la sociología económica, del trabajo o in-

dustrial (y de la empresa) de la sociología a secas o de otras sociologías espe-

ciales es ocuparse, esta vez sí, de un área de la conducta, la que se refiere a la

obtención del sustento en el sentido más amplio, o a la satisfacción de las ne-

cesidades en un contexto de escasez (a no confundir con la racionalidad me-

dios-fines), pero bajo todos los aspectos. Por eso pudo decir Polanyi que “el

ensayo de Lionel Robbins, aunque útil para los economistas, distorsionó fatal-
mente el problema.”130 Si la sociología industrial (y de la empresa), o la socio-

logía de las organizaciones, se ocupa del acoso sexual en el trabajo no lo hará


como parte de una sociología de las relaciones de género, sino como parte, y

en la medida en que sea parte importante, del estudio de los mecanismos de

poder informal en la organización, de las dimensiones latentes o los efectos


perversos de la autoridad formal, de las condiciones de trabajo, etc.; si la socio-

logía del trabajo se ocupa, supongamos, de la dimensión expresiva del trabajo

extradoméstico (el hecho mismo de tener un empleo como fuente de autoesti-

ma, o el tipo de empleo como fuente de status), no será tanto por agotar todo

lo que pueda tener alguna relación con el trabajo sino porque sería sencillamen-

te imposible comprender la relación con el mismo sin tener en cuenta esa di-

mensión (comprender, por ejemplo, que sectores importantes de mujeres tra-

bajen por salarios que, deducida el precio-sombra de tareas domésticas que

pasan a ser reemplazadas por bienes y servicios adquiridos en el mercado, no


compensan el aumento de su carga de trabajo). Pero este mecanismo de ab-

sorción de problemas, o del objeto de estudio, es común a cualquier especiali-

130
Polanyi, 1957: 270.
48

dad de la sociología que se ocupe de cualquier aspecto de la realidad, económi-


ca o no.

Digámoslo una vez más: no se trata de hacerse con esta o aquella parce-

la de la sociología como disciplina o de la realidad como objeto de estudio. Se


trata, eso sí, de comprender la relación entre la disciplina y la realidad, parte de

lo cual es comprender su historia, y se trata de que esta historia se condensa

significativamente en el juego de las denominaciones. La sociología nace bajo la

fuerte impresión de las transformaciones producidas por la industrialización: de

sus efectos sociales en general y de esos nuevos fenómenos que son la fábrica

y la clase obrera en particular. En la medida en que se concentra en estos as-

pectos podemos decir que nace la sociología industrial. La adición del término

“empresa” implica una doble delimitación, respecto de la sociología de las orga-

nizaciones (que se ocupa también de otras organizaciones) y respecto de la


economía (que se ocupa, de momento, del mercado, o de la empresa como

simple conjunción de factores en función de una tecnología y unos precios da-


dos). Dice Dahrendorf, con cierto fundamento, que “la investigación sociológica

industrial constituye un dominio europeo. Históricamente, el gran objeto de la

sociología norteamericana fue el municipio (community), en tanto que el de la


europea ha sido la empresa industrial.”131 Tiene razón, creo, en el sentido de

que la sociología norteamericana se ocupó de estudiar como se formaba su so-

ciedad a partir de elementos de muy variada procedencia, mientras que la so-

ciología europea lo hizo de entender cómo se derrumbaba la suya. Pero no creo

que esto divida a una y otra entre la comunidad local (el municipio) y la asocia-

ción productiva (la empresa), sino que —dejando aquí aparte el municipio—

entraña dos formas de contemplar la empresa: como organización más o menos

armónica, que es lo que hace en sus inicios la sociología norteamericana de las

organizaciones, o como perenne escenario de la pugna entre capital y trabajo.


Por eso la sociología de la empresa, procedente sobre todo de la sociología de

las organizaciones, es un producto antes que nada norteamericano, mientras

que la sociología del trabajo es un producto preferentemente europeo —y, de-

131
Dahrendorf, 1962: 55.
49

ntro de Europa, más francés, italiano y español que alemán—, precisamente


“por oposición a la ‘sociología industrial’, considerada como evocación de un

concepto americano más bien limitado de la sociología de la empresa.”132 El de-

sarrollo de la sociología del trabajo de preferencia en los países económicamen-


te menos industrializados y políticamente más agitados de Europa —pero con

cierto nivel académico y profesional— obedece, creo, al doble impulso de dar

prioridad al trabajo entre los elementos de la empresa-organización y de abar-

car el importantísimo resto de trabajo no asalariado —incluso sin considerar el

doméstico—. Pues bien, el renacer de la sociología económica responde, en mi

opinión, a la detección de otras insuficiencias, en particular la escasa atención

prestada al mercado y a la economía doméstica. Teóricamente, estos vacíos

han estado siempre ahí, pero las escasas voces que los señalaron estaban con-

denadas a clamar en el desierto. Lo que ha cambiado la situación han sido dos


cosas: en primer lugar, la pérdida de centralidad de la oposición entre capital y

trabajo, producto de una gran multiplicidad de factores que no hace falta enu-
merar aquí, pero uno de cuyos efectos derivados es que se puede prestar más

atención a otras formas de desigualdad y de conflicto sociales; en segundo lu-

gar, el paso a primer plano de otros aspectos de la economía como el hogar —


al ritmo de su abandono parcial por la mujer— o el mercado —como conse-

cuencia de los límites de la teoría económica y de la llamada desconcentración

productiva—. Resta añadir que todavía queda una esfera cuya importancia

económica viene siendo subestimada por la sociología, y que tarde o temprano

habrá de ocupar el lugar que le corresponde en el análisis sociológico de la rea-

lidad económica: el estado como mecanismo de (re)distribución que, aparte de

sus funciones propiamente productivas, que desempeña a través de sus propias

organizaciones —empresas y agencias—, redistribuye una parte del producto

de otras organizaciones y de los hogares e individuos

No se trata, pues, de poner una sociología especial en el puesto de otra

en nombre del descubrimiento de tal o cual parcela olvidada, sino de actuar, en

cualquiera de ellas, de manera que abarque la totalidad de su objeto.

132
Mottez, 1972: 6.
50

La diversidad de la acción económica


El análisis económico de la realidad económica se basa en el supuesto de

que ésta está formada por actores que persiguen sus intereses individuales de

forma racional, es decir, tratando de obtener el mayor beneficio al menor coste.


Por más que los utilitaristas irredentos puedan pensar que no hay otra forma

posible de conducta humana, y mucho menos de conducta racional, ésta dista

mucho de ser una concepción espontánea, o eterna: es una idea nacida exclusi-

vamente en occidente y en fecha relativamente reciente.133 El deseo de simpli-

ficar los supuestos para entregarse con todas las fuerzas a las deducciones ha

hecho del homo œconomicus el acompañante inevitable de cualquier economis-

ta, particularmente de cualquier economista neoclásico. Pero, si la política, di-

cen, hace extraños compañeros de cama, la economía, entonces, los trae fran-

camente indeseables. Es un lugar común que semejante espécimen puede resul-


tar de gran utilidad en la mesa de despacho, como supuesto de la teoría, pero

es, afortunadamente, difícil de encontrar en la realidad. La literatura económica

abunda en ironías que definen al homo œconomicus como la última persona a la


que uno querría tener como amigo o con la que desearía ver casada a su hija:134

“Habría que tomar varios cursos de economía para encontrar a uno que dejase
entrar siquiera el bienestar de su familia en su función personal de utilidad.”135

Más allá de este rechazo instintivo, la idea utilitaria y economicista de la

racionalidad topa una y otra vez con dificultades para abarcar formas patentes

y relevantes de conducta humana, incluida la conducta económica, y se ha vis-

to por ello llevada a redefinir constantemente sus términos. En su formulación

original, todo su atractivo y toda su insuficiencia residen precisamente en su

simplicidad. “La naturaleza”, escribe Bentham, “ha puesto a la humanidad bajo

el dominio de dos soberanos, el dolor y el placer. Sólo a ellos les corresponde

indicar lo que deberíamos hacer, así como determinar lo que haremos.”136 Ac-
tualizado por un filósofo de la economía: “Toda acción humana se dirige a au-

133
Hirschman, 1977.
134
Boulding, 1970: 134.
135
Sen, 1977: 46.
136
Bentham, 1789: I, §1.
51

mentar el placer y evitar el dolor.”137 Pero la forma más elemental de entender


este principio de utilidad, que cada acción persigue aumentar el placer y evitar

el dolor para la persona que la realiza sin tener para nada en cuenta a los de-

más, contradice claramente la realidad, plagada de casos de altruismo o, senci-


llamente, de dudosa utilidad personal, lo que obliga al utilitarista a sucesivos

epiciclos encaminados a englobar las conductas rebeldes, ambiguas o simple-

mente incómodas. Una forma algo más compleja puede consistir en integrar el

placer y el dolor de los demás, o de algunos entre ellos, como propio, lo que

algún autor ha llamado el “gusto por la percepción del bienestar de otros”.138

En estos términos, como resulta obvio, siempre podrá justificarse cualquier ac-

ción humana como útil para quien la realiza, ya que, en realidad, basta para ello

con suponer que, si la realiza, es porque le proporciona algún tipo de placer (o

le evita algún tipo de dolor) sea éste físico o moral, egoísta o altruista, etc., lo
que convierte el razonamiento en una simple tautología de valor nulo.139 Más de

lo mismo se obtiene cuando la teoría se limita a afirmar que “hay algo llamado
utilidad —como la masa, la altura, la riqueza o la felicidad— que la gente maxi-

miza. [...A]hora es simplemente un nombre para la ordenación de las opciones

según las preferencias de cualquier individuo.”140 Lo que se viene a decir así es


que es preciso mantener la aritmética moral benthamiana para que la realidad

se preste a su formalización matemática. Lo que convierte al utilitarismo en una

base ideal para la teoría económica no es el contenido de la moral que predica

(placer, dolor), por mucho que se pueda espiritualizar, sino su cardinalidad o, al

menos, su ordinalidad: más, menos, igual. Tanto más si, de paso, la moral se

reduce a la eficiencia: “la mayor felicidad del mayor número es la medida de lo

justo y de lo injusto.”141

Por otra parte, el supuesto de racionalidad formal también se ha visto

sacudido, incluso desde las propias filas de la teoría económica. Simon sugirió
ya hace tiempo reemplazar la idea de conducta maximizadora u optimizadora

137
Dyke, 1981: 31.
138
Boulding, 1979: 1383.
139
Stigler, 1966: 57.
140
Alchian y Allen, 1983: 40.
52

por la de un comportamiento simplemente satisfactorio (satisfizing)142 y, sobre


todo, propuso limitar el alcance del supuesto de una conducta económica ra-

cional, sustituyendo la idea de plena racionalidad por la de racionalidad limitada

(bounded rationality), la conducta que es “pretendidamente racional, pero sólo


limitadamente tal”.143 Williamson sugiere que la idea de racionalidad limitada, a

medio camino entre la racionalidad maximizadora, fuerte, de la economía neo-

clásica y la racionalidad orgánica, débil, de la teoría evolucionista de la econom-

ía (Veblen), es la que mejor responde a la realidad económica,144 y sobre ella se

levanta su teoría de los costes de transacción. Lindblom considera, frente al

modelo que llama racional-comprehensivo (que considera todos los aspectos de

la realidad), que quienes toman las decisiones lo hacen más bien por un proce-

dimiento de comparaciones limitadas sucesivas consistente en apartarse sola-

mente paso a paso —pasito a pasito— de las políticas o los hábitos estableci-
dos,145 comparando alternativas que difieren en pequeña medida, de donde

también el nombre de incrementalismo o incrementalismo inconexo o, más sen-


cilla y gráficamente, apañárselas [muddling through].

Uno de los escollos principales ante el modelo de la acción racional es la

presencia de la incertidumbre. Existe ésta cuando el actor no puede prever los


resultados de la acción ni asignarles siquiera probabilidades. Frank Knight ya

distinguió entre la incertidumbre, así definida, y el riesgo, cuando el actor pue-

de asignar tales probabilidades,146 y lo que la economía ha hecho más reciente-

mente ha sido contemplar cada vez más la presencia de incertidumbre como si

se tratara de una situación de riesgo para salvar la vigencia de la racionalidad,

hasta el punto de borrar por entero la distinción bajo la idea de las probabilida-

des subjetivas. Sin embargo, el mundo no parece estar poblado por tan finos
estadísticos, y la cuestión entonces es cómo se las arregla la gente para deci-

dir, ya que de hecho decide, en situaciones de incertidumbre, es decir, en si-

141
Bentham, 1776: Prefacio, §2.
142
Simon, 1957: 198.
143
Simon, 1957: xxiv.
144
Williamson, 1985: 44-47.
145
Lindblom, 1958.
146
Knight, 1911.
53

tuaciones en las cuales no se puede aplicar un cálculo racional, lo cual no signi-


fica que haya que ser irracional o que se pueda dejar de actuar; o sea: “¿qué

hacemos cuando no sabemos qué es lo mejor que podemos hacer?” 147 La res-

puesta de Beckert es que, entonces, los agentes que quieren ser racionales (in-
tendedly rational) “no aumentan sus capacidades de cálculo para determinar las
probabilidades con el fin de dominar la incertidumbre. Más bien se apoyan en

‘mecanismos’ sociales que restringen sus posibilidades y crean una rigidez en

las respuestas a los cambios en un entorno incierto.”148 Estos mecanismos pue-

den ser reglas, normas sociales, convenciones, instituciones, estructuras socia-

les o relaciones de poder.149 En otras palabras, la conducta económica sólo es

posible en un contexto de incertidumbre porque la economía está inserta en un

contexto social que permite minimizarla.

El problema la conducta racional maximizadora (u optimizadora, o satis-


factoria) no sería tal si fuese simplemente presentada como un supuesto

axiomático arbitrario, aunque más o menos razonable y sensato, sobre el que


se propone construir una teoría formal, que luego servirá para interpretar, ex-

plicar o predecir la realidad en la medida y sólo en la medida en que tales su-

puestos correspondan a ella. Esto y no más es lo que quiso hacer el inventor


del homo œconomicus, J.S. Mill, para quien el impulso de maximizar la riqueza,

sopesado por la aversión el trabajo y el deseo de goce, es simplemente una

abstracción que permite una aproximación a la conducta real “si, dentro de las

áreas en cuestión, no fuese impedido por ninguna otra motivación.”150 “En defi-

nitiva”, como señala Blaug, “Mill opera con una teoría del ‘hombre ficticio’.

Además, subraya también el hecho de que la esfera económica es tan sólo una

parte del área total de la conducta humana.”151 Sin embargo, este hombre ficti-

cio ha sido el único considerado o, peor aún, o ha sido considerado el único,


vale decir el hombre real, por la corriente principal de la economía, ya desde
Senior, pasando por Marshall, hasta llegar a los actuales neoclásicos. En pala-

147
Beckert, 1996: 819.
148
Loc. cit.
149
Heiner, 1983.
150
Mill, 1836: 323.
54

bras de Becker: “De hecho, he llegado a la conclusión de que el enfoque


económico es un enfoque comprehensivo que resulta aplicable a toda conducta

humana.”152 Pero media un abismo entre admitir que algún tipo de concepción

de la acción como racional y maximizadora es necesario para levantar sobre ella


la economía política (hoy sería más correcto —y entonces también lo habría

sido— decir: el análisis económico, entendiendo éste como sólo una parte de la

teoría económica), o incluso propiciar su empleo con fines heurísticos en la so-


ciología como lo hiciera, por ejemplo, Coleman,153 y suponer que “ puede consi-

derarse que toda conducta humana envuelve a participantes que maximizan su

utilidad a partir de un conjunto estable de preferencias y acumulan una canti-

dad óptima de información y otros insumos en diversos mercados.”154

En la perspectiva sociológica, la acción humana presenta un registro más

amplio. Es verdad, no obstante, que desde ella se puede incurrir fácilmente en


el vicio inverso: en vez de un actor infrasocializado, uno hipersocializado. En la

teoría sociológica tampoco faltan hoy los intentos de “encontrar una función
que lleve de un conjunto de preferencias individuales a un orden de preferen-

cias social”,155 pero pueden ser incluso bienvenidos como contrapunto a una

concepción hipersocializada de la acción que discurre por la doble vía que va de


Durkheim a Parsons y Dahrendorf,156 unidos en este aspecto, 157 o que parte de

Hegel, pasa (atemperándose ocasionalmente) por Marx y llega hasta el Träger

del estructuralismo marxista.158 Durkheim, etc. representan lo que Sorokin llamó

la tradición sociologista,159 en la que la norma social es vista como el punto de

partida unilateral y la teoría se dedica fundamentalmente a explicar de qué ma-

nera se produce el hecho de que los individuos se plieguen a ella. Para Marx y el

marxismo, los seres humanos son parte de grupos cuya posición les asigna unos

151
Blaug, 1980: 82.
152
Becker, 1976: 112.
153
Coleman, 1990: 13-14, 18-19.
154
Becker, 1976: 119.
155
Elster y Haylland, 1986b: 2.
156
Me refiero a Dahrendorf, 1958.
157
Sobre la variante funcionalista, véase Wrong, 1961.
158
Sobre la marxista, Thompson, 1978.
159
Sorokin, 1928.
55

u otros intereses y el problema esencial es el de cómo llegan a tomar concien-


cia de ellos, por lo que la elección individual es en sí un problema irrelevante.160

No hay dificultad, pues, en encontrar en el seno mismo de la sociología ni el

trasunto de la teoría de la acción dominante en la teoría económica ni su


opuesto: una vez más, los errores van por parejas, como la Benemérita.

“Mientras que la teoría de la elección racional toma los intereses indivi-

duales como dados e intenta dar cuenta del funcionamiento de los sistemas

sociales, la teoría normativa toma las normas sociales como dadas e intenta dar

cuenta de la conducta individual.”161 La disyuntiva es vieja como el pensamien-

to social mismo: ¿qué es anterior, el individuo o la sociedad? Es inevitable que

este problema nos recuerde otro más viejo: ¿el huevo o la gallina? La diferencia

reside en que la evolución de la sociedad es mucho más rápida que la del plumí-

fero, de manera que, si bien un huevo de una generación se parece al de cual-


quier otra anterior como solamente podría hacerlo un huevo a otro huevo, un

individuo es sencillamente imposible de concebir fuera de su contexto social e


histórico. “La comunidad”, escribió Bentham, “es un cuerpo ficticio.”162 Pero lo

que puede aceptarse como una forma de negar que existan unos intereses so-

ciales al margen de los intereses de quienes la forman, es sencillamente inacep-


table si lo que se pretende es que la sociedad sólo es la suma de los individuos,

el interés social la suma de los intereses individuales, la racionalidad social la

suma de las racionalidades individuales, etc. La racionalidad individual que la

teoría económica presupone es un producto histórico, porque sus dos compo-

nentes son históricos: primero, el individuo, que tiene que desgajarse vital y

moralmente de la comunidad inmediata (la tribu, la familia...) para llegar a con-

siderarse a sí mismo como la medida de todas las cosas; segundo, la razón ins-

trumental, que tiene que despojarse de elementos mágicos, religiosos, morales,

rituales y consuetudinarios para llegar a actuar en función de un cálculo; de pa-


so, la economía, que debe configurarse como una esfera relativamente inde-

pendiente y acotada del resto de la sociedad, precisamente para que en ella sea

160
Bowles y Gintis, 1986: 146.
161
Coleman, 1990: 241-42.
162
Bentham, 1789: I, §4.
56

posible la racionalidad del cálculo económico. La sociología no niega la racionali-


dad instrumental, pero tampoco la da por sentada. No la contempla como una

condición que puede darse por supuesta sino como algo de existencia contin-

gente, a demostrar.

Puede comprenderse también el atractivo de las teorías de la elección

racional para el análisis de la realidad social como reacción, no ya contra el es-

tructuralismo y la hipersocialización, sino contra la casuística errática de la con-

ducta en la que parecen complacerse, a veces, la etnometodología y otros en-

foques asociados. Frente al pleno desorden de la miríada de las motivaciones

individuales o la infinidad de las combinaciones sociales, la parsimoniosa idea de

que, en el fondo, todos quieren lo mismo —como advertían antes, prudente-

mente, las madres a las hijas, aunque fuera por otro motivo—, despeja el hori-

zonte y seduce con la promesa de grandes frutos para el trabajo deductivo. Sin
embargo, los buenos deseos no pueden sustituir a la realidad, por mucha que

sea la intensidad con la que se sientan. Y, cuando no se vive la autocomplacen-


cia tranquila del economista ni la angustia plagada de urgencias del sociólogo,

es difícil llegar a pensar seriamente que la conducta humana, incluida la conduc-

ta económica, esté regular y globalmente dictada por el cálculo racional. En pa-


labras de Lovejoy, la razón del hombre tiene, “como mucho, una influencia se-

cundaria y muy pequeña sobre su conducta, y los sentimientos y deseos irra-

cionales o no racionales son las verdaderas causas eficientes de todas o casi

todas sus acciones.”163

Existe también la posibilidad de una perspectiva más plural y diversifica-

da que, sin negar la pertinencia del modelo racionalista y maximizador de la te-

oría económica en ciertos ámbitos y de forma limitada, ni, sobre todo, sus vir-

tudes heurísticas, considera también la de otros tipos de conducta. Este es el

caso, sin ir más lejos, de la tipología de la acción de Weber: “La acción social,
como toda acción, puede ser: 1) racional con arreglo a fines: determinada por

expectativas en el comportamiento tanto de objetos del mundo exterior como

de otros hombres, y utilizando esas expectativas como ‘condiciones’ o ‘medios’

163
Lovejoy, 1961: 64.
57

para el logro de fines propios racionalmente sopesados y perseguidos; 2) racio-


nal con arreglo a valores: determinada por la creencia consciente en el valor —
ético, estético, religioso o de cualquier otra forma como se le interprete— pro-

pio y absoluto de una determinada conducta, sin relación alguna con el resulta-
do, o sea puramente en méritos de ese valor; 3) afectiva, especialmente emoti-

va, determinada por afectos y estados sentimentales actuales, y 4) tradicional:

determinada por una costumbre arraigada.”164 Nótese que ni siquiera la acción

del primer tipo ha de ser propiamente maximizadora, sino simplemente utilizar

los medios de la mejor manera posible para obtener los fines; la maximización,

por supuesto, entra dentro de las posibles acciones racionales con arreglo a

fines (en contrapartida, también es posible considerar la acción racional con

arreglo a valores como parte de la racionalidad económica si se define ésta co-

mo mera “conguencia entre opciones y preferencias”.)165 Las demás formas de


acción, simplemente, quedan fuera del esquema de la “racionalidad económica”:

o bien son racionales pero no “económicas” —no maximizadoras—, como la


acción racional con arreglo a valores (con la cautela planteada, que permitiría

una especie de maxmización de la congruencia con los valores o de satiafacción

o utilidad obtenidas de la aplicación de éstos), o bien, conduzcan o no a un re-


sultado maximizador —y probablemente no lo harán—, no son racionales que la

teoría económica otorga a este adjetivo, como sucede con las acciones tradi-

cional y afectiva.

Es manifiesto que existen conductas económicas que en nada se ajustan,

ni mucho ni poco, a los cánones de racionalidad. La antropología, que no en

vano ha sido siempre más hostil que la sociología a las teorías de la elección

racional, nos ha proprocionado abundantes ejemplos como el anillo kula, el po-

tlatch o el culto cargo. Pero no es preciso acudir a las sociedades primitivas,


pues también los encontramos en la nuestra. Se aducen con frecuencia, por
ejemplo, la escasa disposición a contratar seguros, la solicitud injustificada de

crédito a altos tipos de interés, las compras consuetudinarias o compulsivas,

etc., una temática en la que abundan la economía, la sociología y la psicología

164
Weber, 1922: I, 20.
58

del consumo.166 Quizá la contribución más importante de Veblen a la sociología


y a la economía haya sido la de señalar que el consumo (las preferencias de los

consumidores) no pueden considerarse dadas en una visión dinámica ni sujetas

a una lógica instrumental, sino que son enormemente variables y tienen un ele-
vado componente expresivo,167 idea remachada después por Parsons y Smel-

ser.168 Tampoco podrían explicarse fácilmente en términos de racionalidad utili-

taria los comportamientos propios de lo que se ha denominado la cultura de la

pobreza, fundamentalmente imprevisores desde tal perspectiva.169

Por otra parte, hay razones más que abundantes para subrayar el papel

de la moral en la economía. Numerosos actos como las limosnas, las donacio-

nes, los regalos, la participación ciudadana, etc. no podrían comprenderse sin

conceder carta de naturaleza al altruismo. Lo más importante, sin embargo, es

el grado de moralidad que requiere la misma conducta “económicamente racio-


nal”. Para empezar, no hay nada en el cálculo racional de la utilidad que impida

el uso de la fuerza y el fraude, incluso si están legal y moralmente condenados,


cuando las recompensas son lo bastante altas y el riesgo lo bastante bajo.

Hobbes ya fue consciente de que el interés egoísta podía conducir directamen-

te ahí. Para decirlo en términos económicos convencionales, la honestidad y la


confianza, que son fenómenos estrictamente morales, son esenciales para con-

tener los costes de transacción.170 Por un lado, ciertamente, los vínculos mora-

les que unen a una comunidad obstaculizan el desarrollo de relaciones económi-

cas impersonales, tales como el intercambio mercantil o el trabajo asalariado.

Así como el mercado “reduce la necesidad de compasión, patriotismo, amor

fraterno y solidaridad cultural”,171 así las instituciones de carácter comunitario

(sobre todo las pequeñas: familia, comunidad local, minoría étnica, pero tam-

bién, en otra forma, las grandes, como el estado del bienestar) resisten a la

lógica del mercado. Por otro lado, sin embargo, la ausencia de la comunidad y la

165
Boudon y Bourricaud, 1982: 196.
166
Véase Katona, 1975.
167
Veblen, 1899.
168
Parsons y Smelser, 1956.
169
Véase Leacock, 1971.
170
Arrow, 1974: 23.
59

moral comunitaria como fondo torna inviables o extremadamente azarosas y


costosas las transacciones mercantiles, como lo muestran el elevado grado de

desconfianza que suele acompañar a las transacciones interétnicas o el carácter

casi prebélico que alcanza a veces el trueque entre comunidades primitivas. La


máxima viabilidad del mercado se produce, probablemente, en una situación

intermedia, con una moralidad lo bastante presente para conjurar el fraude y la

fuerza y suscitar la confianza, engrasando así el mecanismo, y lo bastante au-

sente para no atascarlo con escrúpulos de justicia. Lo que puede considerarse

el término medio entre la plena independencia de los individuos y la sociedad

comunal,172 o un sistema de solidaridad débil.173 Dore, por ejemplo, ha argumen-

tado la importancia del goodwill, entendido como “los sentimiento de amistad y

la sensación de obligación personal difusa que se forman entre los individuos

embargados en un intercambio económico contractual recurrente.”174 A pesar


de la tendencia a olvidarlo de la economía neoclásica, este problema estuvo

muy presente en la obra y las preocupaciones de los economistas clásicos. Jun-


to a su aprecio por la eficiencia del mercado, “vieron con toda claridad que sólo

podría operar dentro de un marco de restricciones. Tales restricciones eran en

parte legales y en parte religiosas, morales y convencionales, y su finalidad era


asegurar la coincidencia del interés propio y el de la comunidad.”175 Ejemplo de

ello fue el mismo Adam Smith, parte del grupo de los moralistas escoceses,

cuya obra económica se prolonga y se contradice a la vez con sus reflexiones

morales (la relación entre La riqueza de las naciones y Teoría de los sentimien-

tos morales ha dado lugar, precisamente, a lo que se llama el problema Smith).

Finalmente, intentar dar cuenta cumplida de la conducta individual sin

tener en cuenta el grupo, la institución, la cultura, es sencillamente impensable.

Incluso dentro de las coordenadas de la acción “racional”, la información que

podemos recoger, lo que de ella consideramos relevante, el modo en que la in-


terpretamos, etc. están fuertemente mediados por el entorno próximo. Deci-

171
Schulze, 1977: 18.
172
Etzioni, 1994: 213.
173
Lindenberg, 1988.
174
Dore, 1983: 460.
60

siones aparentemente no racionales desde el punto de vista individual pueden


serlo desde la perspectiva de la solidaridad del grupo (la restricción de cuotas,

por ejemplo),176 de la subcultura de la clase obrera (la decisión de abandonar la

escuela, pongamos por caso)177 o de la tradición cultural de los gremios artesa-


nales (el rechazo del trabajo asalariado como indigno en particular por estar

sujeto a supervisión)178. Al cálculo racional de los individuos presuntamente

utilitaristas, aislados, egoístas y maximizadores puede superponerse, e incluso

imponerse, lo que Thompson llamó certeramente, en una provocativa contra-

dictio in terminis, la economía moral de los grupos o comunidades.179

El supuesto de la racionalidad instrumental de la acción es, en cierto mo-

do, necesario para el funcionamiento de las instituciones fundadas en la liber-

tad. Tanto el mercado centrado en la elección individual como el sistema políti-

co democrático representativo fundado en el sufragio se basan en la presunción


de que a ellos acuden individuos plenamente conscientes, capaces de actuar

por sí mismos y de afrontar las consecuencias de su acción. Sabemos sobrada-


mente que ni los consumidores ni los electores están siempre tan magnífica y

exquisitamente informados, pero, al igual que la ignorancia de la ley no excusa

su incumplimiento, tampoco la conciencia de la ignorancia, o de los límites de la


racionalidad, excusa del escrupuloso respeto de los derechos económicos y

políticos individuales ni exime de la responsabilidad individual íntegra por sus

consecuencias. Sin embargo, lo que resulta una útil abstracción práctica puede

convertirse en una muy perjudicial limitación teórica. Hay dos aspectos, al me-

nos, de la acción que deben considerarse junto a su vertiente instrumental: el

expresivo y el constitutivo. El primero concierne a sus motivos; el segundo, a

sus efectos.

Ante toda acción económica hay que preguntarse si, aparte de su finali-

dad instrumental, contiene además una finalidad expresiva. Esto es un lugar

175
O’Brien, 1975: 272.
176
Roy, 1954.
177
Willis, 1978.
178
Thompson, 1963; Montgomery, 1979.
179
Thompson, 1971.
61

común ante las acciones que forman parte de la etapa final del ciclo económico:
las acciones de consumo. Está ya fuera de discusión que, en el consumo, no

sólo buscamos satisfacer ciertas necesidades materiales de sustento, cobijo,

abrigo, etc. sino también, incluso hasta el punto de desdibujar aquéllas, cuidar,
crear, alimentar y transmitir una imagen de nosotros mismos. La cuestión es

que este interrogante debe extenderse a las acciones propias de las esferas del

intercambio y la producción. Desde los orígenes de la sociedad han existido ofi-

cios de mayor o menor prestigio, incluidos oficios estigmatizados —como los

herreros en numerosas culturas agrarias—, y hasta el día de hoy el trabajo es

una seña de identidad, lo que Touraine llama “una mezcla de hacer y ser”. De

ahí que el desempleo prolongado, la jubilación anticipada o la misma jubilación

ordinaria puedan vivirse como una crisis en la que se pierde el principal elemen-

to expresivo de la propia identidad.180 Y otro tanto puede decirse, aunque en


todo caso sean, por su propia naturaleza, más efímeros, de los actos de inter-

cambio, no menos preñados de elementos expresivos: la honestidad en el crédi-


to, la puntualidad en la entrega, la magnanimidad o el desprendimiento en el

pago, el buen gusto en la elección, la habilidad en el regateo o la despreocupa-

ción frente al precio, etc., elementos todos ellos que, por supuesto, pueden
regir de forma distinta para diferentes culturas, medios, situaciones o personas.

“[L]os individuos son reconocidos (ante sus propios ojos y ante los ojos de los

demás) por sus actos. La personalidad [self] como personalidad social [social

self] está constantemente necesitada de definición, de validación, y de recono-


cimiento a través de la acción. Así como los objetos son conocidos por sus

propiedades, así la personalidad de cada cual es conocida por su conducta.”181

La idea, después de todo, es bastante vieja y popular y, por ello mismo, de

efecto reflexivo: Por sus obras los conoceréis.

El aspecto constitutivo de la acción reside simplemente en que, al ac-


tuar, aprendemos. La estricta dicotomía entre individuos libres, plenamente

competentes, e individuos dependientes, eventualmente capaces de aprendiza-

je, heredada del pensamiento liberal, tiene el doble efecto de negar la libertad

180
Enguita, 1989b; Escobar, 1988; Guillemard, 1972.
62

de los dependientes e ignorar la vulnerabilidad y el aprendizaje de los indepen-


dientes.182 En el extremo opuesto, el despotismo ilustrado vio la vida misma

como un largo proceso de aprendizaje. Según Helvetius, “el curso de mi vida no

es, en propiedad, otra cosa que una educación prolongada.”183 Marx intentó
encontrar la síntesis entre estas dos visones unilaterales en la praxis como

práctica transformadora, fuese de la naturaleza (trabajo) o de la sociedad (re-

volución): la “coincidencia del cambio de las circunstancias con el de la activi-

dad humana o cambio de los hombres mismos” de la tercera tesis sobre Feuer-

bach.184 Al margen de cualquier otra consideración, Marx percibió con claridad y


acierto el carácter constituyente y formativo del trabajo no sólo para la especie

en general sino para el individuo en particular, y de ahí su insistente énfasis so-

bre los efectos de la división del trabajo, el extrañamiento, la subordinación a la

maquinaria, etc., lo que la sociología moderna del trabajo ha recuperado, reela-


borándolo, bajo el amplio epígrafe de la alienación. La sociología y la psicología

social modernas han atendido al aspecto constitutivo de la acción, y en particu-


lar de la acción económica por excelencia, el trabajo, al estudiar la influencia de

sus relaciones, procesos y condiciones en la conformación de la personalidad y

la proyección de la imagen de sí propiciada en él sobre otras esferas en princi-


pio no vinculadas, tales como la educación de los hijos o el empleo del tiempo

libre.185

La economía no monetaria
Una de las mayores limitaciones de la economía, y tras ella, aunque

siempre en medida algo menor, de la sociología de la realidad económica, sobre

todo cuando no es percibida o reconocida, ha sido, es y será la elisión de la

economía no monetaria. No puede haber objeción alguna a que la economía no

monetaria y la economía monetaria se consideren por separado, o a que se

desarrolle para el análisis de ésta un instrumental técnico, basado en la existen-

181
Bowles y Gintis, 1986: 150-51.
182
Bowles y Gintis, 1986:121-51; Enguita, 1988.
183
Helvetius, 1772: VII, 23.
184
Marx, 1845: 666.
185
Véanse Kohn, 1969; Bourdieu, 1979.
63

cia de un numerario común y real —el dinero—, de imposible, limitada o condi-


cional aplicación a aquélla. El problema surge cuando esta limitación en el

método se traduce en una limitación en el objeto y se incurre en lo que Polanyi

llamaba la falacia economicista, “la identificación artificial de la economía con su


forma mercantil”.186

Hay tres grandes apartados o tipos de economía no monetaria o de difícil

cómputo monetario. El primero, más obvio y de mayor importancia es la pro-

ducción doméstica. Entiendo por tal el trabajo que realizan para sí los miembros

de un hogar, y entiendo por hogar un grupo de personas que ponen sus recur-

sos en común para la satisfacción de sus necesidades. Puede ser y será típica-

mente una familia, probablemente corresidente, pero puede adoptar otras

fórmulas en las que no entren el parentesco (por ejemplo, un grupo de estu-

diantes que comparte globalmente vivienda y recursos, si es el caso, o una co-


muna hippy) o la residencia (por ejemplo, una familia cuyos hijos todavía no

independientes estudian en otro lugar). Puede comprimirse hasta reducirse a un


individuo o puede ampliarse para incluir las importantes transferencias de traba-

jo y otros recursos que se dan entre hogares de un mismo tronco familiar, so-

bre todo en el periodo de desgajamiento y formación de un hogar nuevo (ayuda


de los padres a los hijos, por lo general, o de las madres a las hijas y nueras,

para ser más fieles a la realidad). Aunque por los hogares se mueven trabajo,

rentas y patrimonio, el elemento que suele quedar enteramente oculto es el

trabajo, ya que los otros proceden de las relaciones económicas extradomésti-

cas, ambos, y desemboca de nuevo en las mismas uno de ellos, el dinero.

El segundo apartado importante está constituido por lo que podemos

denominar economía comunitaria. Entiendo por tal las donaciones, la asistencia

más o menos recíproca y el trabajo voluntario no retribuido, y llamo a todo ello

“comunitario”, a falta de un término mejor, por cuanto se dirige generalmente


hacia otros miembros de la comunidad inmediata (amigos, vecinos, personas

ocasionalmente próximas, co-usuarios de ciertos servicios) o hacia grupos de la

comunidad global pero eludiendo las vías de su distribución sistemática, es de-

186
Polanyi, 1957: 270.
64

cir, el estado o el mercado. Las donaciones corresponden a daciones o cesiones


de bienes o servicios por las cuales no se espera una correspondencia siquiera

aproximada o, al menos, esa actitud no va más allá de la expectativa vaga de

que el otro adopte una actitud genérica similar: regalos rituales y ocasionales,
limosnas, aportaciones a fines diversos, ayudas ocasionales, etc. Como asisten-

cia recíproca designo la prestación de servicios o la dación o cesión de bienes

sin contrapartida inmediata, pero de modo que se espera una actitud corres-

pondiente en una situación simétrica y un equilibrio general a medio o largo pla-

zo entre las partes; como sucede, por ejemplo, con entregas ocasionales de

elementos de escaso valor económico y, a diferencia de los regalos, sin ninguna

función simbólica (vecinos que se piden pan, azúcar, el periódico, etc.), con el

préstamo para su uso temporal de bienes de mayor valor (un automóvil, una

casa, un ordenador...) o con la prestación de servicios ocasionales (cuidado de


unos niños, pasar un texto a máquina, arreglar un enchufe...). Finalmente, por

trabajo voluntario (y no retribuido, pues, al fin y al cabo, en la sociedad capita-


lista casi todo trabajo es voluntario) entiendo el que se realiza sin pretensiones

de reciprocidad para un grupo del que se coparticipa (por ejemplo, para una

asociación de padres de alumnos o para una comunidad de vecinos, sin turno ni


remuneración) o para otros grupos de la comunidad (para una parroquia o una

organización no gubernamental, pongamos por caso).

El tercer apartado está constituido por los trabajos y las transferencias

públicos. Los trabajos públicos son ya residuales en las sociedades modernas,

pero han tenido gran importancia en el pasado y subsisten todavía bajo formas

como el servicio militar, las prestaciones sustitutorias o el no tan lejano servicio

social: no son remunerados o lo son sólo simbólicamente para quienes los reali-

zan y suponen algún bien o servicio, aunque sea de carácter público (como la

defensa nacional) para el conjunto de la comunidad o para grupos o individuos


precisos en ella. Pero hay otro subapartado, las transferencias públicas, que no

es necesariamente no monetario (pueden ser monetarias o en especie) pero

tampoco encaja en el modelo de equivalencia propio de la compraventa de bie-


nes y servicios y fuerza de trabajo. En cualquiera de estos casos, cuando se
65

compra un bien o servicio en el mercado o cuando se trabaja regularmente para


cualquier tipo de empresa, tiene lugar una transacción bidireccional. Sin embar-

go, con las transferencias públicas se rompe esta bidireccionalidad, al menos de

modo inmediato. A lo largo de una vida, cada individuo realiza ciertas aporta-
ciones al estado (impuestos y, en su caso, prestaciones) y recibe ciertas trans-

ferencias (sobre todo servicios, como la educación o el orden público, o bienes

públicos, como las carreteras, pero también rentas, como las pensiones no con-

tributivas, y, en ciertas circunstancias, bienes divisibles, como en otro tiempo la

leche en las escuelas o, en caso de catástrofe, alimentos y otros productos

básicos. Al final de una vida o en un periodo dado se pude hacer para cada indi-

viduo el balance de lo que ha dado y lo que ha recibido, pero las prestaciones (y

las exacciones) no buscan el equilibrio ni la equivalencia para el individuo (aun-

que tengan que equilibrarse globalmente), sino que responden a situaciones


tipificadas, lo que hace que puedan arrojar cualquier balance.

Todo lo que se diga sobre la relevancia global de la economía no moneta-


ria es poco. El apartado menos voluminoso seguramente es el de la economía

comunitaria, pero aun éste resulta relevante al menos en ciertos ámbitos como

el apoyo mutuo entre amas de casa, las actividades asociativas o el trabajo pa-
ra entidades de solidaridad. En general, es probable que represente poco, en

relación con el conjunto de su actividad económica, para los que dan, pero

puede llegar a representar mucho para algunos de los que reciben, de modo

que la estimación de su relevancia global en la sociedad, sin duda baja en com-

paración con los otros apartados no monetarios y con la economía monetaria,

no debe ocultar su especial importancia para algunos grupos pequeños. La

magnitud de las transferencias públicas puede estimarse por el montante del

presupuesto público, que en cualquier país se sitúa fácilmente entre un tercio y

la mitad del producto interior bruto, si bien una proporción importante de las
transferencias públicas no va directamente a las personas sino a las empresas,

y sólo después, a través ya de la economía monetaria, a las personas. A pesar

de que buena parte del presupuesto público se destina a la retribución de los


empleados públicos o a la adquisición de bienes y servicios para las administra-
66

ciones, hay que suponer que unos y otras producen algo real, aunque pueda ser
tan inasible como la paz social y no figure en la partida de la renta de las fami-

lias. Pero el capítulo más importante es, con mucho, el de la economía domésti-

ca, más exactamente el del trabajo doméstico. Es difícil computar éste de cual-
quier manera, sea en horas o en precios sombra, pero se ha estimado que, para

un país como España, el trabajo doméstico puede suponer más de la mitad de

las horas anuales trabajadas187 y su adición al producto interior bruto significar-

ía un aumento de éste de entre dos y cuatro tercios.188

No es nuestro propósito aquí discutir cada una de las variantes y subva-

riantes de la economía no monetaria, sino tan sólo señalar de forma convincen-

te lo erróneo y arriesgado de su exclusión y la necesidad de su inclusión en el

análisis económico y, sobre todo, sociológico de la realidad económica. Nos

centraremos, pues, por ser suficiente para este fin y en aras de la brevedad, en
el trabajo doméstico. Salta a la vista, ante todo, la forma sistemática en que ha

sido y es ignorado por la economía y, a su zaga, aunque en menor grado, por la


sociología de la realidad económica. Un buen indicador de esto se encuentra en

los conceptos más elementales con que se aborda la realidad macroeconómica:

así, la actividad o la actividad económica es siempre y exclusivamente la extra-


doméstica, y la población activa o económicamente activa es sólo aquella que

realiza una actividad económica extradoméstica; el trabajo y la ocupación son,

en correspondencia, los que tiene lugar en los empleos extradomésticos y re-

munerados; el producto, sea interior o nacional, bruto o neto, es el producto

que se compra o vende, o que es resultado del trabajo extradoméstico, en

ningún caso el producto del trabajo doméstico; la contabilidad nacional (o in-

ternacional, para el caso), no incluye el menor vestigio de las actividades

domésticas.189 No cabe objetar a la necesidad de distinguir entre formas de

trabajo o actividad, o de aplicar diferentes criterios cálculo a los bienes y servi-


cios que circulan por un sistema de precios real y a los que sólo pueden ser ob-

jeto de asignación ficticia, condicional o hipotética y que, en todo caso, no

187
Enguita, 1989a: 88.
188
Durán, 1997b: 134.
189
Waring, 1988.
67

podrían ser acumulados y mezclados sin más, pero una cosa es distinguir y
otra, obviamente, ignorar. Este desdén androcéntrico hacia lo doméstico no se

manifiesta sólo en el análisis inmediato y técnicamente más desarrollado y con-

dicionado de la realidad económica, sino también en conceptualizaciones nada


atadas a un aparato técnico. Así, por ejemplo, cuando caracterizamos forma-

ciones o sistemas sociales como capitalistas, socialistas, feudales, etc. Cual-

quier sociedad anterior a la industrial ha consistido, en realidad, en un océano

más o menos estable de unidades económicas de subsistencia (es decir,

domésticas y virtualmente autosuficientes) sobre el cual se divisaba una agita-

da superficie de señores feudales, funcionarios imperiales, jefes guerreros, ciu-

dades aisladas, mercaderes desperdigados, etc.,190 e incluso la sociedad indus-

trial, fuera capitalista o socialista, ha sido en todo momento también, y en ma-

yor medida, una sociedad de unidades domésticas. Lo propio sería designarlas,


pues, como sociedades doméstico-feudal, doméstico-despótica, doméstico-

burocrática, doméstico-capitalista, etc., y si bien puede comprenderse el uso


para su designación de sólo aquélla característica que las distingue entre sí, hay

que evitar, en cambio, el error de suponer que quedan suficientemente caracte-

rizadas por esa differentia specifica. La teoría, en fin, alcanza con sus concep-
tos a aquellos que forman parte de su objeto, y el carácter presuntamente no

económico de las actividades domésticas es asumido de forma consciente o

inconsciente incluso por sus principales protagonistas, las amas de casa, que,

cuando son entrevistadas al respecto, se refieren reiteradamente a su trabajo

no como tal trabajo, sino como faena, tarea, algo que hay que hacer, una obli-

gación, etc., reservando el concepto de trabajo para el trabajo extradoméstico


y remunerado.191

Un indicio de cuán por debajo de las circunstancias han estado la socio-

logía y otras ciencias sociales a la hora de analizar el trabajo doméstico es el


cúmulo de simplificaciones con que todavía se aborda, contra cualquier eviden-

cia empírica: producción inmaterial, trabajo productor de sólo servicios, identifi-

cado con el espacio interno del hogar, improductivo, no cualificado, de bajo

190
A este respecto, véase Wallerstein, 1974, 1980.
68

nivel tecnológico, tradicional, parte del proceso de reproducción, realizado sólo


por mujeres, etc. No es inmaterial, pues produce bienes y servicios tan perfec-

tamente materiales como la economía doméstica. No produce solamente servi-

cios, sino también bienes elaborados a partir de otros bienes, y si cada vez está
en proporción más dedicado a la producción de servicios no hace con ello sino

lo mismo que la producción extradoméstica, post-industrializarse. No discurre

enteramente dentro del hogar, y menos todavía si se incluye el trabajo domés-

tico realizado por los varones. No es un trabajo en general improductivo, aun-

que no produzca directamente plusvalor para un capitalista —como tampoco lo

hace el trabajo en el sector público—, ni excedente para un empleador —

tampoco el trabajo por cuenta propia—, ni tan siquiera valor de cambio —como

corresponde a su naturaleza de trabajo doméstico—, y, en términos físicos, es

tan productivo como muchos trabajos remunerados. Es un trabajo cualificado,


al menos en algunas de sus tareas, por encima de diversos trabajos extra-

domésticos. No es necesariamente un trabajo de bajo nivel tecnológico, como


lo muestra un rápido vistazo a cualquier hogar moderno medianamente equipa-

do. No es más ni menos tradicional que una buena parte de los trabajos extra-

domésticos, tal vez menos que la mayoría de los trabajos agrarios. No es parte
del proceso de reproducción en mayor medida que, por ejemplo, el trabajo en el

sector público. Finalmente, no es un trabajo desempeñado de modo exclusivo,

aunque sí mayoritario, por mujeres, ni es el único que las mujeres realizan. To-

das estas dicotomías tienen un hilo común: situar el trabajo extradoméstico y,

con él, a los hombres en la parte de la economía y la sociedad que merece ser

estudiada y, a la inversa, el trabajo extradoméstico y, con él, a las mujeres, en

la sombra de lo no económico, lo natural, etc.: lo que podría decirse el tono

menor de lo cotidiano.192

No hay ningún problema de interés sociológico en el trabajo extradomés-


tico, sea por cuenta propia o ajena, que no encuentre su correspondiente en el

trabajo doméstico. Presenta distintos grados de satisfacción o insatisfacción,

puede ser un foco de alienación (en el sentido de la sociología norteamericana),

191
Enguita, 1988: 163-64.
69

se compone de tareas con distinto nivel de cualificación sustantiva, da lugar a


unas u otras condiciones de trabajo, etc., y si estos aspectos no son normal-

mente objeto de estudio es porque la disposición a cooperar del trabajador

doméstico, básicamente la mujer ama de casa o en funciones de ama de casa,


se da por descontada, y porque los problemas de eficiencia, insatisfacción, ac-

cidentes, etc. no afectan en principio o fuerzas sociales, grupos o individuos

poderosos, sino a los atomizados hogares. Hay, por supuesto, una división del

trabajo, la más antigua del mundo, pero el impulso para analizarla no ha venido

de ninguna de las sociologías especiales en las que aquí nos centramos sino de

la sociología de la familia y de los estudios sobre la mujer. Y, por supuesto, hay

o puede haber desigualdad, tanto en las oportunidades de desempeñar o dejar

de desempeñar tal o cual tipo de tareas (o tal o cual puesto de trabajo, en par-

ticular el de sustentador/a o el de amo/a de casa), lo que significa discrimina-


ción, como en las contribuciones en trabajo, la apropiación del producto o las

transacciones acumuladas en bienes y servicios, lo que significa explotación.

Pero sin duda el efecto más negativo que para la interpretación y expli-

cación de las relaciones económicas tiene la elisión de la esfera doméstica es

que las relaciones, los procesos, las acciones y decisiones en ésta obedecen a
una lógica social intrínseca distinta de la del mercado, y al ignorar esta otra

lógica no sólo nos incapacitamos para comprender lo que sucede en su esfera

de vigencia, sino para comprender lo que sucede en general, o al menos para

comprenderlo hasta donde podríamos y deberíamos llegar a hacerlo, ya que el

individuo no elabora sus estrategias ni adopta sus decisiones económicas, en

particular las más importantes, utilizando una lógica por la mañana y otra por la

tarde, una fuera de casa y otra dentro, sino teniendo en cuenta en todo mo-

mento tanto una como otra, ponderadas de distinta forma según el contexto

inmediato pero ponderadas siempre ambas en virtud del contexto global.

Fue Chayanov quien indicó certeramente que, en la economía doméstica

“el grado de autoexplotación de la fuerza de trabajo se establece por la relación

entre la medida de la satisfacción de las necesidades y la del peso del traba-

192
Durán, 1987b: 139.
70

jo”,193 es decir, que —para una composición dada de la fuerza de trabajo (bra-
zos disponibles)— se busca lograr un equilibrio entre esfuerzo y bienestar, un

balance trabajo-consumo. Y el problema teórico al que intentaba responder no

era el de explicar las conductas específicas de una esfera doméstica diferencia-


da y aislada dentro de la realidad económica, sino los comportamientos en la

intersección entre esta esfera doméstica y la esfera no doméstica, en su caso

ya mercantil y capitalista y luego burocrática. Concretamente, hechos como

que la subida del precio del pan, en lugar de provocar una subida de los salarios,

como preveía la teoría económica convencional, trajera consigo un descenso,

exactamente el efecto contrario. La respuesta era relativamente sencilla: las

familias proletario-campesinas, principales consumidoras del pan como alimen-

to, necesitaban, al aumentar el precio de éste, recurrir en mayor medida al

mercado de trabajo, acudiendo a él en mayor número y causando así una caída


de los salarios. Un caso más extremo y bien conocido de la sociología del desa-

rrollo y la modernización es el del llamado target worker —trabajador tempo-


ral—o, más técnicamente, el problema del desarrollo económico con una oferta

ilimitada de trabajo:194 en sociedades y áreas geográficas donde la producción


capitalista (o, si se da el caso, cualquier otra forma de trabajo asalariado) co-
existe con la producción de subsistencia, y ésta tiene una entidad suficiente,

una subida de los salarios tiene como efecto una reducción de la oferta de

fuerza de trabajo (o demanda de empleo), y viceversa.195 El homo œconomicus

de la teoría convencional tendría que actuar al contrario, vender más de su

fuerza de trabajo cuanto mayor sea el precio que puede obtener por ella, pero

el hombre real, y no menos racional, que vive en la intersección entre el trabajo

doméstico y el trabajo por cuenta ajena sale de la economía de subsistencia

con un objetivo limitado y, cuanto antes lo alcanza, antes retorna a ella.

Una lógica similar, pero aplicada al trabajo doméstico familiar en el con-


texto de una economía plenamente industrializada (o terciarizada, si fuera el

caso), es la que sugiere Gardiner. Frente a algunas discusiones bizantinas de la

193
Chayanov, 1924: 84.
194
Lewis, 1924.
195
Véase, por elegir un clásico, Moore, 1965: 36; más en Enguita, 1990: 77-78.
71

ortodoxia marxista sobre si el ama de casa produce o no valor, etc., Gardiner


propone un sencillo razonamiento: el nivel de subsistencia de los trabajadores y

sus familias no equivale, como pretende Marx, a su salario, el precio de su fuer-

za de trabajo, sino a un conjunto de bienes y servicios que pueden adquirirse en


el mercado o producirse en el hogar: cuanto mayor sea el salario, menos habrá

que producir en el hogar y viceversa. Por consiguiente, un descenso de los sala-

rios llevará a una mayor autoexplotación del ama de casa, es decir, a una mayor

carga doméstica y a un mayor peso del trabajo doméstico dentro del trabajo

total de la familia.196 Llama la atención, por cierto, que el marxismo, a pesar de

su énfasis sobre la primacía de la economía y su crítica del carácter histórico de

las categorías de la economía política, haya contribuido tan poderosamente a la

exclusión de la esfera doméstica de la definición de la realidad económica, al

considerarla, junto con la familia, como una simple superestructura, es decir,


como un fenómeno derivado de factores más profundos que se encontrarían en

la economía delimitada de la misma forma en que la delimita la economía clási-


ca, como economía monetaria.197

De manera más general, las unidades familiares son plenamente cons-

cientes de que alcanzar cierto nivel de calidad de vida se consigue en cada ca-
so, como explica Pahl, “a través de una mezcla característica de todas las for-

mas de trabajo que aportan todos los miembros del hogar.”198 En esta mezcla

o, como lo llama Mingione, en este complejo de socialización,199 entran toda

clase de actividades remuneradas (rentas del trabajo y de la propiedad, labora-

les y comerciales, formales e informales, legales o ilegales...) y, como nos inter-

esa subrayar aquí, no monetarias (bienes y servicios producidos mediante el

trabajo doméstico, apoyo familiar y comunitario, transferencias y prestaciones

procedentes de las administraciones públicas o de organizaciones voluntarias,

etc.). Sólo integrando todas y cada una de estas fuentes de recursos podemos
aspirar a comprender las estrategias individuales, familiares y grupales ante los

196
Gardiner, 1973; Enguita, 1993a.
197
Enguita, 1996b.
198
Pahl, 1984: 402.
199
Mingione, 1991: 40.
72

mecanismos de obtención de cada uno de ellos, es decir, la realidad económica.


Este todo integrado es precisamente la oikonomia, mientras que el objeto típico

de la teoría económica corresponde más bien a la chrematistica, por recoger

una vieja distinción que va de Aristóteles a Hayek.200

El mercado como institución social


Una de las cosas más sorprendentes de la teoría económica, al menos

vista desde fuera, es la ausencia de una discusión amplia y un concepto claro

sobre el mercado. Si en la sociología resulta difícil abrir un libro sin encontrarse

con una colección de definiciones sobre lo que se tercie (la acción social, la es-

tructura, los grupos, las instituciones...), en la teoría económica sucede exac-

tamente lo contrario con lo que se supone que es el escenario por excelencia

de la acción económica. Hace dos decenios mostraba el sociólogo Barber su

extrañeza por no haber encontrado prácticamente ningún debate al respecto en


la historia del pensamiento económico, así como la de sus colegas cuando se lo

comunicaba, pero pudiera suceder que los sociólogos, tan dados a discutir y

rediscutir una u otra vez los fundamentos de la disciplina, no estuviésemos lla-


mados a ser los mejores jueces de las carencias de la teoría económica.201 Sin

embargo, este vacío ha sido señalado también por diversos economistas, parti-
cularmente entre los nuevos institucionalistas, como un “hecho peculiar”

(North) y “una fuente de incomodidad” (Stigler), y algunos han lamentado que

“la discusión sobre el mercado en sí mismo haya desaparecido por completo”

(Coase) o que el concepto se haya convertido en “una conceptualización empí-

ricamente vacía” (Demsetz).202 En realidad, dar el mercado por una realidad no

problemática (salvo la consabida letanía sobre si los mercados reales se acercan

más o menos a ser mercados perfectos) es la mejor forma de asegurarle legiti-

midad: simplemente está ahí, es como es, no puede ser de otro modo, es un

automatismo impersonal y, por tanto, no es algo sobre lo que quepa discutir,


sino sencillamente un escenario que hay que proteger y en el que no hay que

interferir.

200
Hayek, 1988: 64.
201
Barber, 1977: 30
73

Cuestión distinta es que este supuesto sea aceptable en general y para


la sociología en particular. Que la economía neoclásica huye como de la peste

de cualquier cosa que suene a poder o conflicto (sea dentro del mercado, fuera

del mercado o como supuesto del mercado) es algo obvio. Así lo escribió Ler-
ner: “Una transacción económica es un problema político resuelto. La economía

se ha ganado el título de reina de las ciencias sociales por haber escogido como

terreno el de los problemas políticos resueltos.”203 Para la sociología, en con-

trapartida, quedarían los problemas irresueltos, como quería Hicks,204 por no

decir los insolubles. El caso es que la sociología industrial, al concentrarse sobre

las relaciones sociales en el interior de las organizaciones y dejar de lado las

que tienen como escenario el mercado, al problematizar una y otra vez la natu-

raleza de la organización pero dar por sentada la del mercado, aceptó esta divi-

soria entre los problemas políticos y los técnicos, entre la normatividad y la


racionalidad, liberando de la primera a la economía y, de paso, desproblemati-

zando una institución absolutamente problemática: el mercado. En el proceso


de su maduración y desarrollo, verdad es, “la Sociología Industrial va progresi-

vamente dejando de ser sociología de las sociedades industriales para tranfor-

marse en Sociología de las organizaciones industriales, que es algo muy diferen-


te.”205 La sociología industrial, ciertamente, pasaba así de las grandes generali-

dades al terreno intermedio de las instituciones y las teorías de medio alcance;

pero, al mismo tiempo, y podría asegurarse que sin apercibirse de ello, renun-

ciaba precisamente a la institución que se considera central en nuestra realidad

económica: el mercado.

En el argot de la nueva economía institucional, las organizaciones, o je-

rarquías, surgen para cubrir de la forma menos mala posible los fallos del mer-
cado (externalidades, bienes públicos, oportunismo, racionalidad limitada, etc.).
De este modo, la sociología, al limitarse al estudio de las organizaciones, se
confina a sí misma a estudiar ese second best, esa segunda opción, que serían

202
Citados por Swedberg, 1994: 257-59.
203
Lerner, 1972: 259.
204
Hicks, 1936.
205
Campo, 1987: ix.
74

éstas frente al indiscutible one best way, el mercado. Aunque el uso y abuso de
la expresión “fallos del mercado” es relativamente nuevo, la idea es ya vieja, y

éste es el tipo de razonamiento implícito en la tan frecuente visión residual de

la sociología que aparta a ésta de los campos abordados por otras disciplinas
más restrictivas en sus supuestos y más formalizadas en su aparato metodoló-

gico; razonamiento como el que, entre resignado y despreocupado, presentaba

uno de los primeros manuales de sociología industrial: “La sociología, como

ciencia especial, se ocupa de ciertas clases de datos que otras ciencias o igno-

ran o los consideran como secundarios.”206 Sin embargo, la cosa podría verse

precisamente al revés. Donde algunos ven fallos del mercado es posible ver

también éxitos organizativos.207 Después de todo, primero fueron las comuni-

dades (domésticas o políticas) y las organizaciones, y luego los mercados, no al

revés. Si exceptuamos los antiguos mercados locales y los de comercio a dis-


tancia, a ninguno de los cuales era aplicable el conjunto de supuestos sobre

competencia, información, racionalidad, etc. propios de la teoría económica, las


organizaciones (por ejemplo en la economía hacendaria, en las plantaciones, en

la guerra, en la gran construcción o en la artesanía para el comercio estatal)

precedieron con mucho a los mercados. Son más bien los fallos de la organiza-
ción, es decir, su incapacidad para coordinar a gran escala (con los medios de
tratamiento de la información disponibles) o, si se prefiere, sus rendimientos

decrecientes, los que dan lugar a la difusión, generalización y consolidación del

mercado como mecanismo de coordinación de la producción. Ese es, después

de todo, incluso el razonamiento de Hayek: la organización (la planificación, la

coordinación consciente), a partir de cierta escala, fracasa frente al mercado (el

conocimiento local);208 argumento que, aun habiendo sido pensado en los

términos de la dicotomía estado-mercado, podría aplicarse igualmente (aunque

cabe suponer también que menos dramáticamente, puesto que la cuestión es el

206
Schneider, 1957: 29.
207
Lazonick, 1991: 8.
208
Hayek, 1945.
75

tamaño), a la disyuntiva organización-mercado (de hecho, el trabajo de William-


son sobre la opción entre jerarquías y mercados se inspira claramente en él).209

Por su parte, la tradición clásica de la sociología, o de la sociología

económica, tenía algo o bastante que decir sobre el mercado. No Marx, paradó-
jicamente, a pesar de ser el más radical crítico del capitalismo, pues considera-

ba el mercado, al igual o más que los economistas clásicos, como escenario de

un proceso, la circulación de mercancías, que en términos de valor no era sino

un intercambio de equivalentes y, en todo caso, un epífenomeno poco digno de

ser estudiado en sí mismo. “La circulación, que se presenta como lo inmediata-

mente existente en la superficie de la sociedad burguesa, [...es] el fenómeno de

un proceso que ocurre por detrás de ella”, “es una nebulosa tras la cual se es-

conde un mundo entero, el mundo de los nexos del capital.”210 Marx llevó a ca-

bo en El capital un tratamiento muy original y relativamente fructífero del mer-


cado y del dinero (el fetichismo de la mercancía y del dinero), y de este último

también en La cuestión judía (el dinero como materialización y abstracción del


nexo social), con elementos que luego han sido particularmente aprovechados

por la sociología del conocimiento (por ejemplo, por Berger y Luckmann, Sohn-

Rethel y otros),211 pero no, en absoluto, un análisis socioeconómico del merca-


do.

Weber sí lo hizo, y, en contra de la interpretación dominante en el ámbi-

to de la economía, concibió el mercado como un escenario de relaciones de po-

der. Aunque privilegió el análisis de la autoridad, es decir, del poder ejercido

dentro de una comunidad u organización, que expresamente denominó domina-

ción, lo que le convertiría en el precursor reconocido de la sociología de las or-


ganizaciones, lo hizo sin ignorar por ello la existencia de otra forma de poder, el

“poder condicionado por constelaciones de intereses, especialmente las de

mercado”.212 No vio en los precios el mecanismo de un equilibrio igualmente


satisfactorio para todos (el punto donde se igualan las utilidades individuales),

209
Williamson, 1975:
210
Marx, 1857a: I, 194; II, 153.
211
Berger y Luckmann, 1973; Sohn-Rethel, 1972.
212
Weber, 1922: II, 699.
76

sino el producto de la relaciones de fuerza: “Los precios en dinero son producto


de lucha y compromiso; por tanto, resultados de constelación de poder. [...]

Medio de lucha y precio de lucha, y medio de cálculo tan sólo en la forma de

una expresión cuantitativa de la estimación de las probabilidades en la lucha de


intereses.”213 Durkheim, por su parte, fue consciente —además de ocuparse a

fondo de una de sus precondiciones, la división del trabajo— de que un meca-

nismo formal como el mercado arrojaría resultados enteramente distintos según

cuál fuese la estructura de la propiedad, lo que hoy llamaríamos la distribución

inicial de las dotaciones, porque para él, como para Weber, era, en lo esencial,

un escenario de lucha no violenta: “[P]ara que cada uno sostenga lo que es su-

yo en esta especie de duelo del que surge el contrato, y en el curso del cual se

fijan los términos del intercambio, las armas de las partes contratantes deben

coincidir tanto como sea posible. [...] Si, por ejemplo, uno contrata para obte-
ner algo de lo que vivir, y el otro sólo lo hace para obtener algo con lo que vivir

mejor, resulta claro que la fuerza de resistencia del último excederá con mucho
la del primero, dado que puede abandonar la idea de contratar si no consigue

los términos que desea. El otro no puede hacer esto. Está, por tanto, obligado

a ceder y a someterse a lo que se le ofrece.”214 También Simmel dedicó cierta


atención a la competencia, aunque a mi juicio de menor interés intrínseco, de-

ntro, por cierto, del capítulo de su Sociología titulado “La lucha”.215 Incluso

Mosca vio con claridad el mercado como escenario de conflicto, lejos del inter-

cambio voluntario de equivalentes: “cuando está prohibido luchar a mano armada

mientras que está admitido luchar con libras y peniques, los mejores puestos son

conquistados inevitablemente por quienes mejor provistos están de libras y peni-

ques.”216

¿Por qué, entonces, la sociología posterior abandonó casi por entero el

análisis del mercado?. No, en mi opinión, porque sin negarle una importancia
similar decidiera dedicarse tan sólo a las relaciones internas a la empresa, al

213
Weber, 1922: I, 82.
214
Durkheim, 1912: 213.
215
Simmel, 1908: I, cap. 4.
216
Mosca, 1939: 201.
77

igual que si hubiese decidido estudiar la industria pero no los servicios, como
sugiere en solitario Dahrendorf. No, entre otras cosas, porque, de hecho, ni la

sociología industrial ni la sociología del trabajo dejaron nunca de ocuparse, en

mayor o menor medida, del mercado de trabajo; la sociología del consumo, por
su parte, siempre hubo de ocuparse al menos de una orilla del mercado de bie-

nes y servicios; y la sociología económica, por la suya, desapareció práctica-

mente de la faz de la tierra, salvo las pocas excepciones bien conocidas, y, con

la única salvedad importante de Polanyi (quizá más un historiador económico

que un sociólogo), no volvió a ocuparse seriamente de los mercados hasta la

década de los ochenta. Sencillamente, se dejó de ver en ellos un problema dig-

no de estudio bajo la influencia de la corriente dominante de la teoría económi-

ca. Es como si, dando la vuelta a la caracterización por Polanyi del error eco-

nomicista, identificar la economía con el mercado, la sociología hubiera optado


por producir su propio error sociologista, identificar la dimensión social de la

realidad económica con la organización. Curiosamente, nunca ha habido en la


sociología —que yo sepa—, no ya un argumento desarrollado contra la posibili-

dad de estudiar el mercado, sino ni tan siquiera una declaración al respecto,

equiparable a las que hemos mencionado u otras sobre excluir de la sociología


industrial los servicios, las organizaciones dominadas por los profesionales o la

administración pública, que no han faltado. Simplemente se aceptó de forma

tácita y sin discusión tanto el monopolio como objeto de estudio cuando la de-

finición del mercado como puro mecanismo, más que impersonal asocial, por

parte de la teoría económica. Un poco más de sumisión a la economía, particu-

larmente a la nueva economía institucional, y se podría hoy ya, en un nuevo

paso atrás, restringir el objeto de la sociología a las organizaciones informales o

al lado informal de las organizaciones. Volveremos sobre esto.

Sin embargo, fallidos o exitosos, los mercados no son mecanismos natu-


rales sino instituciones históricas y sociales. Hizo falta esperar a Polanyi para

que esta idea fuese sistemáticamente formulada. El autor de La gran transfor-

mación —el surgimiento y desarrollo del mercado— hizo notar que el mercado
era una institución históricamente fechada, y de fecha muy reciente, así como,
78

sobre todo, que la inclusión en él, como mercancías, de la tierra, el trabajo y el


dinero había requerido un alto grado de elaboración de la misma y había tenido

lugar a través de complejos y dolorosos procesos sociales. “El punto crucial es

éste: el trabajo, la tierra y el dinero son elementos esenciales de la industria;


también deben ser organizados en mercados; de hecho, estos mercados son

una parte absolutamente vital del sistema económico. Pero el mercado, la tierra

y el dinero, obviamente, no son mercancías; el postulado de que todo lo que se

compra y se vende debe haber sido producido para la venta es enfáticamente

falso en relación a ellos. El trabajo es sólo otro nombre para la actividad huma-

na [...]; la tierra es sólo otro nombre para la naturaleza [...]; el dinero actual,

por último, [...] alcanza su existencia a través del mecanismo financiero banca-

rio o estatal.”217 La antropología económica, al menos, sabía desde tiempo

atrás que no siempre habían existido y que no habían sido la única forma de
circulación de los bienes. No en vano Malinowsky, había descrito el kula,218

Mauss había estudiado el hau219 y Firth había negado la posibilidad de interpre-


tar las economías no occidentales sobre la base de una teoría económica basa-

da en el mercado.220

Uno de los problemas de mayor importancia e interés para la sociología


en el estudio de realidad económica actual o la historia económica reciente es,

creo, el del grado en que la sociedad o los grupos e instituciones que la forman

favorecen, aceptan o rechazan el mercado en confluencia o en oposición a

otras formas de circulación de los bienes y servicios, los medios de producción,

el dinero o el trabajo. Es ya un lugar común, por ejemplo, que el mercado y el

dinero son poderosos mecanismos que socavan las jerarquías y los vínculos

tradicionales221 (recuérdese el asombro de Cristóbal Colón: “El oro es excelentí-

simo: [...] quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las

ánimas al paraíso.”) En general, las pequeñas estructuras comunitarias, como


las pequeñas comunidades políticas, las familias o los grupos étnicos, resisten

217
Polanyi, 1944: 72.
218
Malinowski, 1922.
219
Mauss, 1925.
220
Firth, 1951.
79

mal tanto la impersonalidad de las relaciones de intercambio como los criterios


de estratificación derivados de las estructuras asociativas, tales las organiza-

ciones o el mercado. En el plano teórico, eso es lo que está en la base, por

ejemplo, de la aguda interpretación de Parsons sobre la funcionalidad de la fa-


milia nuclear, con su doble segregación interna (de roles) y externa (el hogar

como refugio) respecto de la sociedad industrial, por más discutible que sea su

relación con la historia real;222 y, en el plano práctico, de la condena por ciertos

grupos étnicos particularmente encapsulados, como los gitanos, de las relacio-

nes comerciales entre sus miembros, a diferencia de con los payos, o dentro del

clan, a diferencia de con otros gitanos.223 Incluso nuestra ya altamente mercan-

tilizada sociedad ha ofrecido una fuerte resistencia a incorporar al mercado

ciertos bienes y servicios, en particular los que, por un motivo u otro, se consi-

deran más esenciales al ser humano, desde los bienes religiosos extra commer-
cium o el amor y el sexo hasta la sangre,224 los trasplantes225 o los seguros de
vida.226

Por otra parte, y dejando de lado el caso obvio del mercado de trabajo

—del que ya dijimos algo en un apartado anterior—, resulta manifiesto que

tampoco todos los otros mercados son iguales, ni responden al modelo de im-
personalidad, competitividad, etc. de la teoría económica. El mercado ideal, de

competencia pura, requiere que haya un gran número de vendedores y un gran

número de compradores y ninguno de ellos venda ni compre una gran propor-

ción de ningún bien en el mercado (i.e., que todos sean price-takers y no price-

makers), que el producto sea homogéneo, que haya información perfecta, que
no existan barreras a la entrada y que no haya costes de transacción. Va de

suyo que estas condiciones nunca se cumplen. Lo más parecido que puede en-

contrarse son las bolsas de valores, y aun éstas presentan, cuando menos, ba-

rreras de entrada, problemas de información y una fuerte influencia de algunos

221
Simmel, 1900.
222
Harris, 1983.
223
Enguita, 1996a.
224
Titmuss, 1971.
225
Parsons, Fox y Lidz, 1973.
226
Zelizer, 1978, 1979.
80

vendedores o compradores sobre los precios. Es cierto, no obstante que las


bolsas de valores y algunos otros mercados especiales, como los de materias

primas o futuros, se aproximan mucho a la situación ideal, mientras que otros,

por ejemplo los de bienes intermedios, funcionan a través de contratos a largo


plazo o relaciones más o menos estrechas y estables entre comprador y ven-

dedor. Esta diferencia corresponde en parte a la señalada por Okun entre “pre-

cio de mercado de subasta” y “precio de mercado de clientela”.227 Si rastrea-

mos la evolución de los mercados en el tiempo, las características del mercado

moderno, sea en cuanto a la forma material del intercambio, a los mecanismos

de competencia, a los precios resultantes o al contexto legal y cultural no apa-

recen o lo hacen sólo de manera muy limitada en los mercados anteriores: mer-

cados locales en y en torno a las ciudades medievales, comercio a larga distan-

cia o mercados arcaicos intercomunitarios. Si comparamos los distintos tipos


de mercados en una misma fase histórica, funcionan de forma muy distinta, en

atención a los mismos aspectos y también a la relación entre compradores y


vendedores, el grado de información que poseen los participantes y los costes

de obtenerla, los mercados de capital, de trabajo, de bienes intermedios y de

consumo.

En los últimos años el estudio sociológico de los mercados ha dedicado

una particular atención a las llamadas redes (networks), es decir, a las relacio-

nes personales más o menos estables entre compradores y vendedores. Swed-

berg y Granovetter, dos de los principales representantes de este enfoque, las

definen, simplemente, como “un conjunto regular de contactos u otras co-

nexiones sociales similares entre individuos o grupos.”228 Estas redes suplen en

parte las dificultades de obtener información en el mercado y hacen descender

los riesgos en las transacciones y los costes de asegurar el cumplimiento de los

contratos. En cierto modo, este enfoque las contempla como una respuesta
informal a los mismos problemas de especificación insuficiente de los contratos,

especificidad de las inversiones en equipo, dependencia bilateral, comporta-

miento oportunista, etc. Tal perspectiva ha resultado particularmente útil en el

227
Okun, 1981: 42.
81

estudio de los mercados industriales o de producción, es decir, de los mercados


entre empresas. Este ha sido el objeto de estudio de autores como White o

Baker. White sostiene que el mercado de producción típico consiste en una do-

cena de empresas complementarias que intentan colocar un producto en el


mercado, y aciertan o no. “Los mercados son cliques tangibles de productores

vigilándose los unos a los otros.”229 Baker, estudiando las transacciones concre-

tas en el mercado especializado de las obligaciones, ha mostrado que los mer-

cados están altamente diferenciados y que, cuantos menos actores intervienen,

más estables resultan los precios, en contra de la hipótesis neoclásica.230 Lo

que estas redes logran es, sobre todo, aumentar el grado de confianza entre

los participantes en el intercambio, algo de lo que el mercado anda siempre ne-

cesitado. En este sentido pueden interpretarse también los distritos industriales

o, más concretamente, la colaboración continuada de empresas que forman


parte de ellos.231

Aunque el término redes (derivado probablemente del uso coloquial de


términos como network o networking en los Estados Unidos: hacer relaciones o

contactos sociales) me parece poco afortunado en castellano, de modo que

preferiría otros como cliques, clanes o círculos, resulta útil, en todo caso, en
cuanto que señala la existencia de agrupamientos de individuos o empresas y

conjuntos de relaciones más o menos estables y diferenciados de los demás en

los mercados. De hecho, el mercado privilegiado para detectar su existencia

probablemente sea el mercado de trabajo. Sin contar con las formas más insti-

tucionalizadas de monopolio de ciertos tipos de empleo, como tiene lugar a

través de la exigencia de credenciales formales, algunos buenos ejemplos son

los llamados nichos étnicos,232 la recomendación mutua entre profesionales libe-

rales y la cooptación por parte de las profesiones con base en las organizacio-

nes. Sin embargo, creo que una investigación realmente fructífera de los mer-
cados debe ir más allá, partiendo de la simple hipótesis de una multiplicidad de

228
Swedberg y Granovetter, 1992: 9.
229
White, 1981: 543.
230
Baker, 1984.
231
Castillo, 1994: 55.
82

tipos,233 es decir, de que el término mercado no pasa de ser una abstracción del
mismo tipo que, por ejemplo, organización u hogar, y que existe un enorme

campo para las ciencias sociale sne el estudio de su variabilidad real.

La ubicuidad del poder y el conflicto


Dando cuenta en 1970 del desarrollo de la sociología de las organizacio-

nes, Burrell y Morgan distinguían tres grandes enfoques: unitario, pluralista y

radical. El primero, unitario, se caracterizaría por el énfasis en los objetivos co-

munes de la organización y la actuación tras ellos de sus miembros, por consi-

derar el conflicto como algo excepcional y patológico y por ignorar el poder a

favor de conceptos de imagen más armoniosa como la autoridad, el liderazgo o

el control. El segundo, pluralista, pondría el énfasis en la diversidad de intereses

de individuos y grupos, contemplando la organización como una coalición laxa

sólo en parte subordinada a sus objetivos formales; el conflicto sería algo in-
herente, inevitable y positivo, permitiendo el reajuste interno y externo del sis-

tema; el poder, en fin, sería una variable crucial, pero repartido entre una plura-

lidad de fuentes y detentores. El tercero, radical, subrayaría la oposición de in-


tereses, preferentemente dicotómicos; el conflicto sería ubicuo y el principal

motor del cambio, aunque susceptible de ser reprimido; el poder sería un fenó-
meno integral y de suma cero, desigualmente distribuido.234 A pesar de la sim-

plicidad de la distinción, creo que es útil para considerar la forma en que han

sido abordados el poder y el conflicto en la sociología de las organizaciones,

industrial y económica. Las visiones unitaria, pluralista y radical pueden tomarse

no sólo como tres opciones sino también, hasta cierto punto, como tres etapas

sucesivas y como tres estratos acumulables (en el sentido de que ningún enfo-

que desaparece porque irrumpa el siguiente) en el estudio de las organizaciones

industriales. Sin embargo, identificadas por sus elementos distintivos deberían

también ser consideradas como otras tantas visiones unilaterales, y sólo en su


unilateralidad como estrictamente alternativas.

232
El clásico es Bonacich, 1973.
233
Zelizer, 1992.
234
Burrell y Morgan, 1979: 204, 388.
83

Aunque los estudios pioneros sobre las organizaciones subrayaron el po-


der y el conflicto en su interior (Michels, Weber y Mosca, por no hablar ya de

Marx), los primeros estudios norteamericanos, tras la segunda guerra mundial,

sobre la burocracia pusieron el acento sobre los objetivos comunes y la autori-


dad legítima. Aquí, como en otros terrenos, se recurrió a una versión edulcora-

da de Weber, cuya Herrschaft (dominación) fue traducida por Parsons y Hen-

derson como authority (autoridad formal).235 El funcionalismo aceptó la defini-

ción puramente funcional —valga la redundancia— de la organización de Bar-

nard: “un sistema de actividades o fuerzas conscientemente coordinadas de

dos o más personas”;236 en términos de Parsons, se aceptaba la “primacía de la


orientación hacia el logro de un objetivo específico como característica defini-
toria”.237 Ni la más mínima mención al poder o al conflicto en el largo artículo,

“Sugerencias para el enfoque sociológico de la teoría de las organizaciones”,


que Parsons escribió para el número fundacional del Administrative Science

Quarterly. Una rápida alusión en una nota a pie de página a la restricción de la


producción, claro caso de resistencia a la autoridad, era, para Parsons, “un caso

de fallo relativo de la integración [...] de fallo de la dirección en la función de

coordinación. Podría abordarse [...] sólo mediante decisiones de coordinación,


presumiblemente incluyendo medidas ‘terapéuticas’.”238 Igualmente representa-

tivo de este enfoque en el que cualquier problema es simplemente patológico,

aunque sin duda más interesante y menos ingenuo, es el trabajo de Merton so-

bre la estructura y la personalidad burocráticas, cuyo motivo central es el des-

plazamiento de objetivos o conversión de los medios en fines, es decir, un


comportamiento individual, patológico, disfuncional para el sistema.239 Esta vi-

sión eficientista, en la que la organización no es otra cosa que un esfuerzo co-

lectivo tras un objetivo pero su logro puede verse dificultado por la mala inte-

gración de sus miembros, es también implícitamente, después de todo, la de


Taylor, para quien el trabajador se equivoca al no comprender que su único in-

235
Véase Weber, 1947.
236
Barnard, 1938: 73.
237
Parsons, 1956: 33.
238
Parsons, 1956: 47.
239
Merton, 1957b: 53.
84

terés es un salario más alto y escuchar los cantos de sirena de sus iguales, y la
de Mayo, para quien el ambiente de trabajo y el grupo informal son, sencilla-

mente, parte de un contexto paralelo, no esencial a la organización misma.

El despegue respecto de esta visión hiperarmonicista vino de la conside-


ración de la pluralidad de intereses en el interior de la organización. Después de

Mayo, de hecho, los siguientes estudios importantes sobre organizaciones y

empresas se centran, en su mayoría, en las fuentes de poder de distintos gru-

pos. Dalton subraya la tensión entre los órganos intermedios integrados en la

línea de mando (line) y los que tienen encomendadas funciones técnicas y de

asesoramiento (staff),240 tema que también aborda, con otra terminología —

burocracia representativa o centrada en el castigo—, Gouldner; Mechanic estu-

dia el la manipulación del acceso a personas, información e instalaciones como

fuente de poder de los participantes inferiores (lower participants);241 Crozier


examina el poder informal de cada individuo o grupo basado su propia imprevi-

sibilidad y en su capacidad de controlar las fuentes de incertidumbre;242 Zald


distingue entre distribución vertical (basada en la propiedad y en la autoridad

legítima) y horizontal del poder y atribuye las diferencias en esta última a la

importancia funcional en el flujo de trabajo y la capacidad de definir el flujo in-


terno de información, las reglas del juego y el ambiente externo relevante. Este

tipo de enfoque puede considerarse sistematizado en la teoría conductual de la

empresa de Cyert y March o en la teoría de la contingencia de Hickson.243 Si se

quiere un precedente clásico, puede encontrarse en Michels, en la medida en

que, detrás de la ley de hierro de la oligarquía, hay toda una discusión sobre el

peso en el proceso y el poder relativos de distintos grupos: parlamentarios, pe-

riodistas, abogados, intelectuales, aparatchiki, cantineros... En general, estas

teorías se basan en el control por ciertos individuos o grupos de algún tipo de

“recursos” organizativos, pero, como ha señalado certeramente Clegg, no sue-


len decir mucho sobre por qué unos individuos controlan recursos y otros no, o

240
Dalton, 1959.
241
Mechanic, 1962.
242
Crozier, 1963.
243
Cyert Y March, 1963; Hickson, 1971.
85

sea, sobre la distribución inicial de éstos o sobre los mecanismos por los cuales
son objeto de apropiación.244

Quizá el enfoque a menudo indiferenciado de los recursos y la pluralidad

del poder, en el que se tratan apriorísticamente en pie de igualdad — se asigna


la carga de la prueba a quien piense lo contrario— cualesquiera formas de po-

der, autoridad o influencia, esté relacionado con la tendencia de la sociología de

las organizaciones a concentrarse sobre los aspectos informales de la estructu-

ra y el funcionamiento de éstas, dejando de lado, no se sabe si por obvia o por

asocial, la estructura formal. Así ha sido normalmente, y por ello se ha dicho y

escrito hasta la saciedad que la moderna sociología industrial se inicia con Mayo

y que el principal descubrimiento de éste fue, precisamente, el grupo infor-

mal.245 Etzioni, de nuevo, proporciona un buen ejemplo de esta renuncia: “La

sociología organizacional se concentra en el estudio de las organizaciones [...]


como unidades sociales, y el interés se divide aquí entre el estudio de la estruc-

tura formal y la informal. La dimensión formal, a menudo estudiada por los ad-
ministradores, es de poco interés en sí misma para el sociólogo de las organiza-

ciones. Este se concentra normalmente en las relaciones informales y en su co-

nexión con el sistema formal. Sólo se interesa en lo formal en la medida en que


choca con el proceso social y en que proporciona el escenario para procesos de

interacción más ‘reales’.”246 Aunque muchos sociólogos industriales no conside-

rarían tal a Etzioni, sino más bien un sociólogo de las otras organizaciones, a

estas alturas debe de resultar ya sobradamente claro que no comparto esa de-

finición restrictiva de la sociología industrial; por otra parte, Etzioni sería en

todo caso un importante sociólogo de la economía; last but not least, lo que

Etzioni dice respecto de la sociología de las organizaciones resultaría aplicable,

según su concepción de ésta como especialidad más amplia, a la subespeciali-

dad industrial, y, sea como sea, creo que refleja una disposición bastante gene-
ralizada en el conjunto de la sociología industrial, disposición que se refleja, ya

hemos dicho, en la insistencia en el papel fundacional de Mayo, el habitual olvi-

244
Clegg, 1979: 104.
245
Sin ir más lejos, López Pintor, 1986: 37.
246
Etzioni, 1958: 135.
86

do de Fayol, etc.; en general, en el descuido de los mecanismos más visibles y


propiamente administrativos. Justificada, creo, la atención prestada a Etzioni

como portavoz, hagamos notar que resulta difícil imaginar cuál sería el funda-

mento científico por el que los procesos informales (por ejemplo, la restricción
de cuotas) serían más reales que los formales (por ejemplo, la norma de pro-

ducción o la autoridad del capataz); o por qué la estructura formal sería sola-

mente una especie de escenario, como quien dice un paisaje, para los procesos

sociales, como si tal estructura formal no fuese en sí misma un hecho social,

precisamente la plasmación duradera de la correlación de fuerzas. Considerar la

estructura formal como algo dado e invariante en el análisis de la organización,

no es, por parte del sociólogo, muy distinto de lo que hace el economista cuan-

do considera las preferencias de los actores como dadas y estables. Y, en todo

caso, es dedicarse voluntariamente a lo que podría considerarse la parte light


del estudio de la organización, en vez de estudiar ésta como totalidad.

El desmarque radical respecto de la teoría pluralista se produce cuando


se señala un conflicto de intereses, en torno a una relación de poder, como

fundamental, en el sentido de que predomina enteramente sobre todos los de-

más o de que estos otros no son sino sus epifenómenos o metástasis. La va-
riante, digamos, indiferenciada consiste en señalar el conflicto donde se supone

que tiene que estar en una organización: entre los que tienen la autoridad y los

que no. Así pueden entenderse la ley de hierro de Michels para toda organiza-

ción o la divisoria universal establecida por Dahrendorf entre quienes ejercen la

autoridad y quienes son objeto de ella en cualesquiera asociaciones de domina-

ción. Pero creo que el enfoque radical por excelencia, o la variante fuerte de

este enfoque, está en la línea neomarxista identificada con el trabajo de Bra-

verman en los Estados Unidos y, secundariamente, con el de Freyssenet en Eu-

ropa. El problema planteado por Braverman es que “lo que el trabajador vende,
y lo que el capitalista compra, no es una cantidad acordada de trabajo, sino la

capacidad de trabajar durante un periodo acordado de tiempo.” “Lo que [el ca-
pitalista] compra es infinito como potencial, pero como realización está limitado
por el estado subjetivo de los trabajadores. [...] Habiéndose visto forzados a
87

vender su fuerza de trabajo a otros, los trabajadores también abandonan su


interés en el proceso de trabajo, que ahora ha sido ‘alienado’. El proceso de

trabajo se ha convertido en responsabilidad del capitalista.” 247 En realidad, esta


indeterminación del contrato de trabajo ya había sido señalada bastante tiempo
atrás como un área de indeterminación y, potencialmente, de conflicto por Bal-

damus, quien consideró que la incongruencia entre los salarios y el esfuerzo era

el “centro del conflicto laboral”,248 pero su obra, quizá por adelantarse a su

tiempo, no tuvo, desde luego, el impacto que tendría años más tarde la de Bra-

verman. Lo mismo puede decirse, por cierto, de la de Bright, de quien Braver-

man extrajo el argumento y, sobre todo, la principal evidencia empírica de que

la automatización disminuye de forma sistemática la cualificación del trabajo.249

El argumento principal de Trabajo y capital monopolista es, como ya se indicó,

que el capitalista está interesado en controlar y abaratar la mano de obra y se


sirve para ello de la división del trabajo y la maquinaria. En la exposición más

sistematizada de Freyssenet, la organización del trabajo pasa sucesivamente


por las etapas de la cooperación simple, la división manufacturera, la mecaniza-

ción, el taylorismo y la automatización, en una remodelación constante que dis-

curre por dos líneas analíticamente distinguibles pero prácticamente entrelaza-


das: la reorganización del trabajo y la mecanización-automatización.250 Otros

autores prolongarían más tarde el hilo argumental hasta llegar a la robotiza-

ción251 y la informatización.252 En la exposición y argumentación de Braverman

todo sucedía como si no hubiera otra posibilidad para el capital y como si éste

hubiese conseguido imponer por entero sus designios, lo cual hizo que fuera

criticado tanto por aceptar como portavoz fiel de la clase capitalista a Taylor,

sin suponer que pudiera representar a un colectivo de cuadros con intereses

propios ni que los capitalistas pudieran tener otras opciones u otros valedores,

como por tomar por una realidad ineluctable lo que en principio no podía ser

247
Braverman, 1974: 54, 57.
248
Baldamus, 1951/61: 108.
249
Bright, 1958, 1966.
250
Freyssenet, 1976.
251
Coriat, 1984.
252
Manacorda, 1976.
88

más que una tendencia y no dejar ningún margen a la resistencia de los trabaja-
dores frente a los planes de ingenieros y patronos.253 Lo importante, sin em-

bargo, no era la respuesta sino el problema planteado por Braverman. Al señalar

la diferencia entre trabajo y fuerza de trabajo, entre trabajo efectivo y jornada


de trabajo, llamó la atención sobre el proceso mismo de producción, o proceso

de trabajo, como centro del conflicto en la producción. Hasta entonces, el con-

flicto laboral había sido visto, en general, como un conflicto en torno a qué

compensación (qué salario, para simplificar), por una cantidad de trabajo dada

o, como mucho, dependiente de la duración de la jornada laboral. En tales cir-

cunstancias, el llamamiento de Braverman a localizar el conflicto en el corazón

del proceso de trabajo —en la producción— en vez de en los términos del in-

tercambio de trabajo por salario —en el intercambio o la distribución—, cual-

quiera que fuera el juicio que mereciesen sus conclusiones, no podía sino susci-
tar el reconocimiento unánime de la sociología marxista; o, más en general, de

la sociología industrial y la sociología del trabajo; o, por qué no, de la sociología


en general, ya que, de paso, significaba, en cierto modo, desplazar un problema

del ámbito de la economía al de la sociología.

Al trabajo de Braverman siguió en los Estados Unidos una larga serie de


otros cuya finalidad era, digámoslo así, seguir machacando el mismo clavo so-

bre materiales empíricos distintos: Kraft, Glenn y Feldberg, Cooley, Wallace y

Kalleberg...;254 otro tanto sucedería en Europa tras Freyssenet: Durand, Coriat,

Manacorda...255 En realidad, despersonalizando el relato podemos considerar a

Braverman y Freyssenet como el punto álgido de una corriente nacida antes:

Berg, Marglin, Gorz...256 Pero lo interesante es que provocaron también todo

género de reacciones en sentido contrario. Una, de la que no vamos a ocupar-

nos aquí, fue cuestionar una y otra vez el concepto mismo de cualificación y

discutir la realidad de las previsiones sobre descualificación a la luz de fuentes


diversas. Otra, la que atañe directamente a la temática del poder y el conflicto,

253
Aronowitz, 1978; Edwards, 1978; Burawoy, 1981, entre otros.
254
Kraft, 1977; Glenn y Feldberg, 1979; Cooley, 1980; Wallace y Kalleberg, 1982.
255
Durand, 1978; Coriat, 1979; Manacorda, 1976.
256
Berg, 1971; Marglin, 1973; Gorz, 1973.
89

fue subrayar la resistencia —eficaz o ineficaz— de los trabajadores a los planes


de los empleadores y de la dirección e interpretar los resultados finales como

un compromiso, equilibrado o no, entre dos fuerzas con intereses opuestos en

vez de como un ukase impuesto por una de las partes sobre la otra: por ejem-
plo, en los trabajos de Edwards, Burawoy, Maurice et al., Wilkinson y otros.257

En general puede decirse que ha faltado una visión más radical y menos

subsidiaria, a la vez, del poder en las organizaciones. Más radical en el sentido

de comprender que toda organización, por el hecho de serlo, es necesariamente

un escenario de poder, pues organizar consiste precisamente en aunar y acu-

mular la capacidad de acción de muchas personas, y quienquiera que controle el

nexo entre ellas está en una posición de poder frente a ellas y gracias a ellas: es

en el hecho mismo de la organización donde reside la raíz del poder, de esa

forma de poder que llamamos autoridad —al margen de su legitimidad—; menos


subsidiaria, por otra parte, en el sentido de comprender que para ello basta con

que se trate de una organización, no importa de qué tipo, por lo que un análisis
de las organizaciones no pude depender por entero, como en la perspectiva

neomarxista, de la asimetría entre el capital y el trabajo. Quien más se ha acer-

cado a esto, lejos tanto del reduccionismo neomarxista como de la indiferencia-


ción pluralista (y, por supuesto, de la ceguera unitaria), ha sido, creo, Perrow:

“Las organizaciones generan un poder e influencia ingentes en el mundo social,

poder e influencia que va más allá de los objetivos manifiestos:”258 en su propio

interior, como distribución de las compensaciones, y frente al exterior, como

uso de los recursos organizativos para fines propios.

Visto desde una perspectiva más distante, el problema del poder en la

economía es el de en torno qué tipo de derechos está organizada ésta. La es-

tructura y el discurso liberal-democráticos suponen que en la esfera de la eco-

nomía rigen los derechos de la propiedad y en esfera del estado los derechos
de la persona, o que lo relevante en la primera es un acuerdo liberal y en la se-

257
Edwards, 1979; Burawoy, 1979, 1985; Maurice, Sellier y Sylvestre, 1982; Wilkinson,
1985.
258
Perrow, 1971: 18.
90

gunda un acuerdo democrático.259 Por decirlo en los términos de otra dicotomía


popular en el pensamiento político occidental, se trataría de lo que Berlin llama

libertad negativa y libertad positiva: en qué medida somos nuestros propios

dueños y en qué medida podemos influir sobre los demás.260

El conflicto en torno a las condiciones y la organización del trabajo puede

interpretarse respectivamente, en esta perspectiva, como un conflicto en torno

a la extensión de los derechos liberales (qué es lo que realmente venden los

trabajadores, entre la plena disposición de su capacidad de trabajo y la zona de

indiferencia de March y Simon, y qué abarca esta zona) y de los derechos de-
mocráticos (qué capacidad se reconoce a los trabajadores, si es que se les re-

conoce alguna, de decidir sobre el proceso de trabajo). En el mínimo de los de-

rechos liberales para los trabajadores en el trabajo está la simple posibilidad de

negarse a vender su fuerza de trabajo, y a partir de ahí las posibilidades se des-


pliegan en forma de limitaciones en el derecho del empleador a disponer de ella:

desde la simple penalización del abuso de autoridad fuera del ámbito estricto
de la producción hasta las restricciones sobre movilidad, horarios, tipo de tare-

as, etc. En el mínimo de los derechos democráticos está la discrecionalidad ab-

soluta del capitalista o el empresario a la hora de decidir desde las inversiones


hasta el proceso de trabajo, y a partir de ahí se abren una serie de posibilidades

de intervención con mayor o menor peso en niveles diversos: derecho de peti-

ción, derecho de información, cogestión, autogestión..., apoyadas en la inter-

vención o representación de los trabajadores implicados o en el control y la in-

tervención del estado, y en torno a ámbitos varios como las condiciones de

trabajo, el proceso inmediato de producción, la política de personal o las deci-

siones de inversión. Pero no se trata, como se plantea a veces, de una línea

continua que recorra, por ejemplo, las etapas de la taylorización (mejora er-

gonómica y salarial), la humanización (mejora ambiental), la participación (círcu-


los de calidad y similares) y la democratización (co-determinación, etc.),261 sino

que, cualquiera que sea la sucesión histórica de sus combinaciones, son dos

259
Bowles y Gintis, 1986: 27ss, 66ss.
260
Berlin, 1958.
261
Tezanos, 1987b.
91

aspectos de las relaciones de producción que pueden cambiar de forma autó-


noma. Los empleadores pueden resistirse a la ampliación de los derechos libera-

les de los trabajadores dentro de la producción porque limitan su capacidad de

acción, pero no se juegan en ello nada sustancial —salvo la manida flexibilidad—


; en cambio, se resistirán con uñas y dientes a cualquier forma de derechos

democráticos puesto que cuestionan las prerrogativas esenciales de la direc-

ción, es decir, la asimetría fundamental en que se basa la relación capital-

trabajo. Cuestión distinta es que se alcancen compromisos en los que, por

ejemplo, los trabajadores ceden derechos individuales y los empleadores ganan

discrecionalidad —movilidad geográfica, pongamos por caso— a cambio de ca-

pacidades democráticas para los primeros —intervenir en la reasignación, u

otras— que son una cesión limitada de poder para los segundos.

Hasta aquí, el poder y el conflicto en la producción en sentido estricto.


Pero la economía es también, obviamente, la distribución, y ésta no está libre ni

del conflicto ni del poder. Este hecho suele ser ignorado, a pesar de su carácter
elemental, por dos razones. Por un lado, el mercado, como ya se ha dicho, es

contemplado, tanto por la economía neoclásica como por la marxista, como

escenario de intercambios de equivalentes. Para la teoría neoclásica, tal inter-


cambio es justo porque es voluntario y porque, si no hay restricciones a la

competencia, tiene lugar a un precio que iguala las utilidades marginales de

quienes lo realizan. Para la teoría marxista no es justo ni injusto, ya que las

mercancías, incluida la fuerza de trabajo, se cambian a su valor competitivo y la

injusticia radica en otro lado, en la producción, donde el capital explota la fuer-

za trabajo porque ésta puede producir un valor superior al suyo propio. Por otro

lado, puesto que el trabajador —sobre todo el trabajador poco o nada cualifica-

do— tiene normalmente muy pocas probabilidades de influir en la voluntad de

su empleador con la amenaza de retirar sin más su fuerza de trabajo, es decir,


de abandonar la empresa, el conflicto entre trabajo y capital toma normalmente

otra forma: suspender el trabajo sin abandonar el puesto. El trabajador aprove-

cha, justificadamente o no, el único lazo de dependencia del empleador respec-


to a él: los costes y dificultades de funcionar sin él, sustituirlo o despedirlo, una
92

forma de dependencia, aun parcial, que se ha creado en la producción misma —


desde el punto de vista de la nueva economía institucional, esto sería una for-

ma de oportunismo—. Los conflictos adoptan por ello, normalmente, la forma

de conflictos en la producción, entendida no en sentido amplio sino estricto,


porque la única baza que tiene el trabajador es su trabajo. Pero, en realidad, la

mayor parte de estos conflictos no tienen por objeto la producción misma sino

la apropiación; algunas veces la específica combinación de ambas, producción y

apropiación, pero, la mayoría, ni siquiera eso, sino que se da por sentada la or-

ganización del proceso de producción y se discuten solamente los términos de

la apropiación (de ahí la sorpresa alborozada de la izquierda política y sindical

cuando, en ciertas circunstancias —por ejemplo, en los últimos sesenta y pri-

meros setenta—, el movimiento obrero pasa de las reivindicaciones cuantitati-

vas a las cualitativas, es decir, de las recompensas por el trabajo a las condicio-
nes de trabajo, o sea, de la apropiación a la producción).

El problema de la apropiación surge del hecho de que, en cualquier tipo


de producción cooperativa, no hay forma posible de imputar el producto a los

factores en un sentido físico. Puede hacerse per capita, pro laborem o por cual-

quier otro procedimiento, pero en todo caso decidir y aplicar ese procedimien-
to, sea de forma explícita o implícita, entraña un conflicto de intereses entre las

partes en el que cada una de ellas hará valer hasta donde pueda, si lo tiene, el

poder de que disponga. “Lo que corresponde a la esencia del capitalismo —

escribe Heilbroner— es que las ganancias de cualquier origen van a parar nor-

malmente a los propietarios del capital, no a los trabajadores, ni a los directi-

vos, ni a los funcionarios gubernamentales.”262 Una afirmación harto discutible,

pues en la década de los ochenta los propietarios del capital cobraron clara

conciencia de que, si bien su pugna por el producto con los trabajadores estaba

relativamente resuelta en los mencionados términos, no lo estaba ni mucho


menos su pugna con los directivos, pero que tiene la virtud de señalar el hecho

de que la apropiación por los propietarios del capital no es algo inevitable o in-

discutible, no va de suyo. Toda la oleada de grandes adquisiciones de empresas

262
Heilbroner, 1988: 40.
93

por los tiburones financieros de los ochenta se hizo bajo esta divisa: dar al capi-
tal lo que le corresponde, los beneficios, en lugar de que fuera apropiado por

los directivos en forma de salarios o de nuevas inversiones para ampliar sus

dominios.263

Y la apropiación es solamente una fase de la distribución del producto.

(También es la forma de entrada en el circuito económico de los recursos natu-

rales escasos, pero, dado que los recursos naturales libres son ya irrelevantes,

podemos dejar de lado esta parte.) La otra, que tiene a ésta como precondi-

ción, es la circulación, sea en forma de asignación por medio del estado o de

intercambio a través del mercado. La primera forma no es problemática a estos


efectos, pues hasta los economistas neoclásicos aceptan que el proceso de

asignación de recursos y bienes por el estado, tal como es —no tal como qui-

sieran que fuera—, está mediado por las relaciones de poder, concretamente
por la capacidad de cada individuo o grupo para influir en las decisiones públi-

cas, en la public choice. La segunda, sí, puesto que, como ya vimos en el apar-
tado anterior, tanto la teoría económica predominante, por activa, como la so-

ciología predominante, por pasiva, tienden a considerar el mercado como un

automatismo libre de los estigmas del poder y el conflicto. “La esencia de la


competencia perfecta [...] es la total dispersión del poder”,264 condición sine

qua non para que los participantes en el mercado se vean obligados, como
quiere la teoría, a aceptar los precios — entonces cabría preguntar: si todos

son precio-aceptantes, ¿quién cambia los precios? Pero también vimos que no

es así, que el mercado es un escenario de conflictos y relaciones de poder,

aunque unos y otras discurran por medios simplemente económicos. Si la ex-

presión de las relaciones de poder, o el resultado del conflicto explícito o implí-

cito, en la apropiación es la llamada distribución funcional de la renta (entre

salarios, beneficios, etc., pero también entre distintos tipos de salarios), su ex-
presión en el intercambio es el precio.

263
Es el problema implícito en Berle y Means, 1932.
264
Stigler, 1968: 181.
94

La sociología económica, tanto da que se centre sobre las organizacio-


nes o sobre el mercado, no puede entonces por menos que abordar el problema

de la explotación, es decir, de las transacciones asimétricas (intercambio des-

igual en el mercado, pero también asignación desigual por el estado) y la apro-


piación diferencial del producto (en la empresa, pero también en cualquier for-

ma de producción cooperativa, por ejemplo el hogar o la hacienda —oikos—).265

Las tramas de la desigualdad


Decir economía, hoy en día, es decir desigualdad. Si la economía es

además, como efectivamente es, un sistema formado por elementos interrela-

cionados y relaciones articuladas entre sí, entonces es decir desigualdad mu-

tuamente condicionada. Una parte de la desigualdad, por supuesto, depende de

las características, las opciones y las contribuciones individuales: trabajar más o

menos, ahorrar más o menos, etc., o de circunstancias fuera del alcance de to-
dos, o sea, del azar. Otra parte puede considerarse, tal vez, como un instru-

mento del sistema, es decir, de todos, para generar crecimiento, para aumentar

las dimensiones de la tarta, etc.; esto es, como un incentivo libremente acorda-
do o, en el peor de los casos, razonablemente consentido. Pero, descontado

esto, todavía hay sin duda una parte importante de la desigualdad por explicar:
desigualdad en el acceso a los recursos (a la propiedad, a la autoridad, a la cua-

lificación, al trabajo mismo), a la que solemos llamar discriminación, y desigual-

dad en la retribución obtenida por aportar recursos equivalentes —de valor

igual, aunque sean de naturaleza distinta—, a la que llamamos explotación.

En la teoría económica convencional, estas formas de desigualdad se

suelen ignorar por el sencillo expediente de suponer que, puesto que las tran-

sacciones son siempre voluntarias —no obligadas, no compulsivas—, sólo se

darán al precio en que se igualen las utilidades marginales de los que participan

en ellas. Por otra parte, estas utilidades subjetivas, que se suponen ahí por el
hecho mismo de tener lugar la transacción —y así el razonamiento, como las

pescadillas, se muerde la cola— serían la única medida aceptable del valor (Pa-

reto). Este modo de razonar es tan confortable que algunos economistas han

265
Enguita, 1997a.
95

intentado llevarlo al extremo, proponiendo que la ciencia económica se reduzca


al estudio del intercambio y dejando por entero de lado tanto la producción

como el consumo. La propuesta, que yo sepa, se remonta a 1831, cuando fue

formulada por el obispo Whately, quien sugirió que, reducida a una ciencia del
cambio, la economía (economics) debería denominarse ciencia cataláctica (ca-

tallactics).266 Suscitó el mayor entusiasmo, tal como cabía esperar, entre algu-
nos miembros de la escuela austríaca para quienes el centro de la economía era

el mercado, como von Mises y Hayek (éste prefería llamarla catalaxia). (La ha

repetido incluso un economista tan poco convencional como Boulding, si bien

añadiendo que no considera que el intercambio sea el único medio posible de

asignar medios escasos a fines alternativos.)267 De esta manera se expulsa de la

teoría económica el problema de la desigualdad y, con mayor motivo, el de la

justicia o justicia económica, y la ciencia ya puede ocuparse del precio de todo,


sin tener que preocuparse por el valor de nada.

Ya hemos dedicado algún espacio a señalar que ni los mercados, en co-


ntra del supuesto común, ni, por supuesto, las organizaciones, son espacios

libres de relaciones de poder ni de conflictos de intereses. Este poder es preci-

samente el poder sobre los recursos, entendiendo por tales las cosas y accio-
nes que sirven para producir más cosas y acciones, y los intereses versan en

último término sobre los bienes y servicios, que son las cosas y acciones que

directamente consumimos para la satisfacción de nuestras necesidades y dese-

os. Organizaciones y mercados son, además, las instituciones características de

la sociedad capitalista. No unas ni otros por separado, sino la peculiar combina-

ción de las dos. Se han intentado otras vías a la industrialización —hoy fracasa-

das y a punto de desaparecer por entero, y hasta donde alcanza la vista, de la

faz de la tierra— apoyadas exclusivamente en la organización (el socialismo

real), y se han conocido periodos y escenarios, aunque muy limitados, en los


que el mercado ha reinado casi indiscutido —como, a veces, las economías de

frontera en las zonas de colonización. Pero lo específico del capitalismo es la

mezcla cada vez más masiva de ambos tipos de entramado económico: la mer-

266
Kirzner, 1976: 72.
96

cantilización de una parte creciente de la economía y la asalarización de una


parte creciente del trabajo. La intersección de la organización y el mercado es,

precisamente, la empresa, y éste es quizá el único sentido en que su adición al

nombre de la disciplina no resulta ociosa, aunque ya hayamos indicado que no


suscribimos su limitación a tal ámbito. No todo lo que interviene sistemática-

mente en el mercado son empresas, puesto que también lo hacen los producto-

res autónomos (si bien es cierto que éstos últimos suelen ser clasificados como

empresarios sin asalariados), ni todas las organizaciones tienen como principal


finalidad acudir con algo al mercado, sino que existen organizaciones de carac-

terísticas no económicas o sólo secundariamente tales.

Que el capitalismo, nuestra sociedad (post)industrial, sea esencialmente

una combinación de mercados y organizaciones, significa que el poder y el con-

flicto discurren en él en torno a tres dimensiones: propiedad, autoridad y cuali-


ficación. Estas tres instituciones sociales pueden contemplarse como la capaci-
dad de disposición sobre tres factores de la producción: capital, trabajo y
técnica, que no son sino las formas económicas de los tres elementos que flu-

yen por todo sistema: materia, energía e información. Ahora bien, para que se

conviertan en fuente de poder, y en su caso de discriminación y explotación —


no simplemente de desigualdad, sino de inequidad— hacen falta dos condicio-

nes más: primero, que se precisen y se empleen como tales factores, pues lo

que importa es la trinidad medios de producción, trabajo, técnica, y no cuales-

quiera formas de bienes, actividad y conocimiento; segundo, que la capacidad

de disposición sobre ellos sea lo bastante desigual como para que, sobre esa

base, unas personas puedan condicionar la voluntad de otras.268 En eso consis-

te ese gran proceso de expropiación de los medios de producción (y crédito),

administración (y guerra) e investigación (generalizando, de conocimiento), o,

si se prefiere, de los nexos sociales, en que Weber propuso intuitivamente des-


plegar la idea marxiana de la enajenación.269 No entraremos aquí en el trata-

miento sustantivo de estos procesos, por otra parte más propios del análisis de

267
Boulding, 1970: 17-18.
268
Véase Enguita, 1992.
269
Weber, 1922: II, 1061
97

la estructura o la estratificación sociales, pero sí en algunas consideraciones


sobre su pertinencia para la sociología económica en general y para la sociolog-

ía industrial (y de la empresa) en particular.

Sobre la propiedad parecería dicho todo o, mejor, resumido todo en su


desigual distribución, pero cuando menos tres puntos reclaman alguna mención.

En primer lugar, que la relación entre propietarios políticamente libres, jurídica-

mente iguales y personalmente independientes en el mercado no disipa el pro-

blema del poder, sino que se limita a reducirlo a una forma indirecta, mediante

objeto interpuesto. Además, los mercados de la sociedad industrial se caracte-

rizan porque la gran mayoría de las transacciones (la inmensa mayor parte en

los mercados de consumo, buena parte en los mercados de capital y la totali-

dad en el mercado de trabajo) son transacciones asimétricas en las que inter-

viene, de un lado, un individuo y, de otro, una organización; lo cual no es sino la


cara de carne y hueso del hecho de que intervienen, de un lado, la propiedad y,

del otro, la no propiedad. Dicho de este modo, en términos de propiedad, pare-


ce el pre-texto para colocar a continuación un texto de Marx, pero planteado en

los términos de la asimetría organización-individuo, podemos expresarlo con las

palabras de un autor muy alejado de él: “El resultado final es que dos partes
que comienzan con derechos nominalmente iguales, pero acuden con recursos

enormemente distintos, terminen con derechos realmente muy distintos en la

relación. [...] Si el actor corporativo es más poderoso que cualquiera de sus

coparticipantes, entonces habrá un ‘derrame de valor’, absorbiendo plusvalor

[sic: surplus value, plusvalía]”.270

En segundo lugar, aunque el marxismo anunció a bombo y platillo la des-

aparición de la pequeña burguesía (la que hoy llamaríamos tradicional, o patri-

monial) por su dilución en las filas del proletariado y, en menor medida, su as-

censo a las de la burguesía a secas, y aunque esta predicción parecería también


acorde con la idea clásica y neoclásica de que, en condiciones de libre compe-

tencia y con rendimientos técnicos de escala, las grandes empresas deberían

barrer del mapa a las pequeñas, o al menos a las más pequeñas, lo cierto es que

270
Coleman, 1982: 22-23.
98

no ha sido así. Una vez reducida de modo espectacular y decisivo la población


agraria, que era el principal repositorio de la pequeña propiedad, asistimos sim-

plemente a movimientos diversos en los que nuevas técnicas productivas, es-

trategias mercantiles, orientaciones empresariales y políticas de relaciones in-


dustriales pueden traer como resultado la crisis, la estabilidad o el auge del tra-

bajo autónomo y la pequeña empresa en cualquier rama de la producción de

bienes o servicios; es decir, asistimos no sólo la resistencia a desaparecer en

algunas ramas, sino al (re)surgimiento en otras, e.g. el decentramento produt-

tivo y la pequeñización.271 Esto implica, por una parte, la sustitución de cierta


porción de relaciones organizativas por relaciones mercantiles, o, si se prefiere

en términos más comunes, de contratos laborales por contratos de suministro

de bienes o servicios. Por otra, supone una diversificación y segmentación de

las relaciones organizativas o laborales que debe ser tenida en cuenta en cual-
quier análisis de la desigualdad, pues las condiciones de empleo (estabilidad,

salarios, jornadas, beneficios sociales, etc.) pasan a depender decisivamente,


junto a los demás elementos, del tamaño de cada empresa y de su lugar especí-

fico dentro de la división del trabajo entre las empresas.

En tercer lugar, la generalización de la forma accionarial plantea impor-


tantes novedades en relación con el papel de la propiedad en la desigualdad. No

se trata en modo alguno de que pase globalmente a un segundo plano, como a

veces se ha querido ver en relación con el crecimiento de las organizaciones y

la relevancia creciente de los directivos,272 sino de que se diversifica y de que

cambia su relación con otras fuentes de poder. Esto último tiene lugar porque,

ciertamente, el aumento de tamaño de las organizaciones y el mayor peso de la

tecnología refuerzan la dependencia de la propiedad respecto de la autoridad y

la cualificación —o, si se quiere así, de los propietarios del capital respecto de

directivos y cuadros y técnicos y profesionales—, aunque sin arrebatarle su


papel dominante. Pero lo primero, y quizá lo más importante, engloba fenóme-

nos como la extensión de las formas pasivas de propiedad —accionistas que no

intervienen en la marcha de la empresa, como los pequeños inversores y los

271
Bagnasco, 1988; Segenberger, 1988; Castillo, 1991.
99

llamados grandes inversores institucionales (fondos de pensiones, fondos de


inversión)—, y las cada vez más complejas y difíciles relaciones internas a la

misma, concretamente a la propiedad de cada gran empresa de capital social,

tal como se manifiesta en el permanente conflicto entre altos ejecutivos,


núcleos estables, tiburones, caballeros blancos, entidades financieras, etc. en
un constante ir y venir de absorciones, OPAs, desmembramientos de empresas,

cambios de alianzas entre los diversos grupos de accionistas, campañas de cap-

tación de voto delegado, etc.273 Como ha señalado Berle, la generalización de la

propiedad por acciones separó primero la posesión (en manos de los directivos

corporativos) de la propiedad jurídica (radicada en los accionistas), pero el

enorme crecimiento de los inversores institucionales (fondos de inversión, fon-

dos de pensiones, mutuas de seguros) ha desgajado después el poder de voto

de las acciones de la persona de los propietarios de las mismas.274

La autoridad, como ya se ha indicado, gana espacio y chupa cámara a

medida que crecen las organizaciones —gana en importancia y en visibilidad—,


si bien hay que subrayar hasta la saciedad que esto no acontece porque la pro-

piedad, o más exactamente la concentración de la propiedad, haya perdido re-

levancia, sino precisamente por lo contrario, porque la ha ganado. Porque más y


más gente no posee en propiedad medios de producción suficientes para traba-

jar por cuenta propia, y porque una cantidad creciente de riqueza se concentra

en unas pocas manos —y además, claro está, porque existen las fórmulas insti-

tucionales para concentrar propiedad de distintas manos: las sociedades por

acciones—, cada vez más gente tiene que trabajar para las organizaciones y

cada vez pueden agrupar éstas, conjunta o individualmente, a más gente. La

importancia creciente de la autoridad y de quienes la detentan no es, como cre-

ía Dahrendorf, malinterpretando a Berle y Means, una alternativa a la importan-

cia de la propiedad, sino su otra cara. Ni la propiedad debe disolverse en la au-


toridad ni la autoridad, por cierto, en la propiedad, como sucede con con el re-

272
Dahrendorf, 1957.
273
Vid Epstein, 1986; Schrager, c1986
274
Berle, 1959: 59ss.
100

ciente invento de los bienes o activos de organización.275 Por ello mismo, la


primera distinción que se impone es la que divide analíticamente la autoridad

sobre el proceso de trabajo y el uso normal de los medios de producción de la

capacidad de decisión sobre los usos del capital, incluidas las opciones de inver-
tir o desinvertir, repartir o no beneficios, absorber o desprenderse de empresas,

etc. Aunque de forma poco satisfactoria, creo, esto es lo que se ha querido

recoger bajo distinciones como, por ejemplo, la que separa la propiedad jurídica

(propietarios legales) de la propiedad económica (ejecutivos con capacidad de

disposición sobre el capital) y de la posesión (directivos con capacidad de deci-

sión sobre el proceso de producción en su conjunto)276 —distinción que haría

estremecerse a un jurista.

Precisamente por su creciente relevancia, por otra parte, resulta ya ur-

gente hacer distinciones más finas en el ámbito de la autoridad en el seno del


proceso de producción y o trabajo. Cuando menos, me parece, hay que distin-

guir entre, primero, la capacidad de decidir sobre el uso de medios y recursos


afectados al proceso de producción, a la que podemos llamar capacidad de

asignación; segundo, la capacidad de decidir sobre el trabajo de los demás, a la

que podemos llamar autoridad propiamente dicha; y, tercero, la capacidad de


controlar por uno mismo el propio proceso de trabajo, a la que podemos llamar

autonomía.277 Más a menudo que lo contrario, estas tres formas de autoridad

en sentido amplio, de capacidad de disponer de los medios de la organización

en función de los fines de la organización, van juntas, pero no es inevitable que

así sea. Cuando ascendemos desde la base hasta la cúspide de una organiza-

ción, aumentan normalmente a la par las capacidades de autonomía, autoridad

y asignación, pero puede haber y hay casos de autoridad sin autonomía —por

ejemplo, el capataz de una línea de montaje—, de autonomía sin autoridad —

como un vigilante nocturno— o de asignación sin autoridad —un director de


compras, tal vez—.

275
Wright, 1985, 1989.
276
Como Poulantzas, 1974.
277
Enguita, 1994.
101

De forma análoga a la autoridad, la cualificación gana importancia y visi-


bilidad, no porque la pierda la propiedad, como podría desprenderse de algunos

relatos funcionalistas,278 ni menos todavía porque la pierda la autoridad, como

parecen creer algunos análisis de las organizaciones especialmente proclives a


la consideración de lo informal,279 sino por todo lo contrario. Por un lado, cier-

tamente, el papel creciente de la tecnología en la competencia entre empresas

y la aceleración del ritmo de innovación tecnológica refuerzan la importancia del

conocimiento técnico y de sus detentadores. Pero, por otro, esta importancia

en aumento procede de la complejidad misma de los procesos abordados por

las organizaciones y de las propias organizaciones como tales, así como de la

rampante mercantilización de la vida económica y de la dificultad en aumento

de desenvolverse en esa variedad de mercados distintos, segmentados aunque

interdependientes, efímeros aunque necesarios, imprevisibles aunque manipula-


bles. Y justamente por la mayor dependencia de las personas y de sus posicio-

nes y relaciones respecto de la cualificación, precisamos también conceptos


más exactos y distinciones más finas dentro de ésta.

Necesitamos distinguir entre la cualificación del individuo, o conjunto de

capacidades que posee con independencia de cuáles tenga realmente que ejer-
cer en su puesto de trabajo, y la del puesto mismo, o el conjunto de capacida-

des necesarias para desempeñarlo con independencia de otras que pueda pose-

er el individuo que lo ocupa; entre las cualificación formal reconocida al indivi-

duo —sus diplomas escolares y otros— o al puesto —su definición en un con-

venio colectivo, en una ordenanza laboral o en unos estatutos profesionales— y

su cualificación real, que es la que resulta de sumar a aquéllas, en cada caso,

otras capacidades efectivamente necesarias, aunque no reconocidas, y de res-

tarles capacidades imaginarias, perdidas u obsoletas, aunque les sigan siendo

atribuidas. Hay que discernir entre el nivel de cualificación, considerado como


una posición en una escala cardinal u ordinal que permite establecer compara-

ciones, equivalencias y ordenaciones entre cualificaciones sustantivamente dis-

tintas por su contenido, y el tipo de cualificación, que puede convertir en irreal

278
E.g. Davis y Moore, 1949.
102

cualquier comparación de niveles y hacer patente una diferencia esencial entre


el capital y el trabajo: la menor liquidez o convertibilidad del segundo, y por

tanto la limitada movilidad funcional del trabajador, sin tener en cuenta la cual

es imposible comprender la dinámica del mercado de trabajo. Hay que diferen-


ciar, en fin, la cualificación en sí de la autonomía en el proceso de trabajo, sobre

todo por cuanto que buena parte de la literatura sobre la descualificación o de-

gradación del trabajo ha tendido a confundirlas o, cuando menos, a suponer


que siempre corren parejas.

Más que nada, parece necesario apartarse de la imagen de las diferencias

de cualificación percibidas simplemente en términos cuantitativos: más o me-

nos, mayor o menor, cualificados y no cualificados, para introducir algunos cor-

tes cualitativos imprescindibles. Por ejemplo, distinguiendo entre cualificaciones

escasas y cualificaciones monopólicas, pues sólo a partir de la consideración


singular de éstas últimas parece viable interpretar adecuadamente la posición y

la dinámica de las profesiones —en el sentido fuerte del término, sean de ejer-
cicio liberal o de base en las organizaciones—. Los mismos conceptos en apa-

riencia puramente cuantitativos que se aplican a los poseedores de cualificacio-

nes no escasas ni monopolistas: cualificado, semicualificado, no cualificado, re-


quieren una mayor elaboración para determinar, por ejemplo, si la llamada “no

cualificación” es tal o es simplemente la cualificación básica, y si ésta es la legal

o la modalmente básica, y, en tal caso, si no hay que considerar la existencia de

un sector infracualificado, etc.280

Estas desigualdades de poder, en las capacidades de disposición, se tra-

ducen, precisamente por una conducta racional, en explotación. La explotación

consiste en desequilibrar en provecho propio los términos del intercambio o los

de la apropiación del producto de la cooperación. Para detectarla, por supuesto,

hay que desterrar de la cabeza la idea de que cualquier intercambio voluntario


da lugar a un precio justo, o al único precio posible, cosa que no todo el mundo

parece dispuesto a hacer. Entonces, si se admite un criterio de atribución, o

279
E.g. Gouldner, 1959.
280
Enguita, 1994b.
103

más exactamente de justicia, potencialmente divergente de la razón real de


intercambio, cabe preguntarse sobre los términos de éste, los terms of trade,

aunque para ello haya que contar con una teoría del valor, es decir, con una

norma de atribución, con una teoría normativa de la distribución. Si los términos


del intercambio se apartan de la equivalencia, si uno da más de lo que recibe y

otro recibe más de lo que da, entonces hay explotación en un sentido económi-

co, sea cual sea la mecánica de la transacción (compraventa, trueque, recipro-

cidad en el sentido que le da Polanyi) y no importa en qué otras relaciones ven-

ga envuelta (ninguna, como en el mercado; de dependencia, como en el feuda-

lismo; afectivas, como en el matrimonio). Esto es lo que comúnmente se llama

intercambio desigual, aunque sería más comprehensivo denominarlo transacción


asimétrica para incluir en él las formas de circulación no mercantiles con las
transacciones correspondientes. Lo mismo sucede si, en la producción coopera-
tiva, no hay una correspondencia exacta entre la contribución y la apropiación

de cada uno, sea porque se contribuye más de lo que se apropia, en propor-


ción, o viceversa: entonces surge la otra forma de explotación, lo que suele

denominarse extracción de excedente pero debería denominarse, en un sentido

más general —ya que no depende de que la producción como tal sea exceden-
taria—, apropiación disproporcional.281

Si subrayamos la importancia de los conceptos de transacción asimétri-

ca, más amplio que el de intercambio desigual, y apropiación disproporcional,

más que el de extracción de excedente, es para añadir a continuación que sus

escenarios posibles no son sólo, respectivamente, el mercado o la organización,

sino también el estado, entendido como mecanismo de (re)distribución —al

margen de sus funciones propiamente políticas—, y el hogar, entendido como

unidad de producción y consumo —al margen de sus funciones afectivas o vin-

culadas a la reproducción.282 El problema del estado es relativamente sencillo:


cada individuo o grupo explota o es explotado por los demás según resulte po-

sitivo o negativo el balance entre lo que da y lo que recibe. No necesitamos

entrar ahora en la larga casuística de los colectivos que deben ser excluidos de

281
Enguita, 1997c.
104

esta regla: niños, discapacitados, etc., y no vamos a abordar aquí el problema.


Baste señalar que, si el estado produce o distribuye recursos, ha de ser como

tal objeto de la sociología económica. Como señaló hace tiempo Daniel Bell, es

un “hecho extraordinario [...] que no tengamos una teoría sociológica del hogar
público [public household]”.283 Puesto que las relaciones no son en él bilatera-

les, podemos preguntarnos quién explota y quién es explotado, pero no quién

explota a quién (problema que no existe en las transacciones singulares del

mercado y que sí lo hace, aunque más limitadamente, en la organización), salvo

en términos agregados; sin embargo, que la explotación a través del estado sea

errática o casuística no significa que sea inescrutable. El problema del hogar,

por su parte, puede resultar oscurecido por la dificultad de hallar y acordar cri-

terios de conmensurabilidad entre las aportaciones monetarias y no monetarias

o por la multiplicidad de funciones y relaciones que se superponen en él a las


económicas, pero se puede soslayar ésta y resolver aquélla. Es posible que el

hogar, donde efectivamente pueden llegarse a conocer las utilidades subjetivas


o preferencias del otro, sea el único escenario imaginable para las comparacio-

nes intersubjetivas, de modo que pierdan o cedan sentido las comparaciones

basadas en cualquier idea objetiva del valor. Pero, mientras alguien descubre la
forma de hacer esto, es difícil encontrar un término más adecuado que el de

explotación para designar las transacciones asimétricas y la apropiación dispro-

porcional del producto que tienen lugar en él, precisamente por ser una “pala-

bra emotiva y política”.284

La otra forma de desigualdad social a tener en cuenta es la discrimina-

ción. Es característico de la sociedad capitalista e industrial que ésta no sea ya

categórica o colectiva, como en la sociedad estamental, sino individual. Las

formas más importantes de discriminación son, que duda cabe, genérica, étnica

y generacional, aunque en ciertas circunstancias puede revestir importancia la


discriminación de los disidentes políticos, los discapacitados, los homosexuales

u otros grupos. La diferencia esencial entre la explotación y la discriminación es

282
Enguita, 1997b.
283
Bell, 1976: 220.
284
Delphy y Leonard, 1992: 42.
105

que aquélla deriva del ejercicio de una relación de intercambio o de producción,


mientras que ésta concierne al acceso mismo a tales relaciones; la explotación

atañe a los medios de vida; la discriminación, a las oportunidades. Es imposible

la explotación absoluta, salvo que consideremos tal el canibalismo o el empleo


de los niños pobres para fabricar jabón, como sugirió Swift, pero es perfecta-

mente posible la discriminación absoluta: la exclusión. Explotación y discrimina-

ción, pues, no son conmensurables. Por consiguiente, resulta de gran importan-

cia señalar que además, junto a o antes que la explotación en sus diversas for-

mas, están las distintas formas de discriminación, pero carece de sentido equi-

parar una y otra, como sucede, por ejemplo, cuando se repite el sambenito so-

bre las desigualdades de clase, género y etnia.285 Pertenece al análisis concreto,

y sólo a éste, de cada sociedad determinar la importancia relativa de una u otra

forma de desigualdad, más exactamente de cada forma de explotación o de


discriminación (por ejemplo, si afirmamos que en la sociedad agraria hay menos

explotación y más discriminación que en la industrial, o que en la exURSS la dis-


criminación más grave era la política y en los EEUU la racial), así como corres-

ponde a cada individuo determinar qué forma de desigualdad le resulta más da-

ñina o más llevadera (como cuando una mujer rompe al menos parcialmente su
discriminación en el hogar —estar confinada en él— para salir a ser explotada

en la fábrica o la oficina).

En todo caso, la categoría de discriminación resulta a priori irrenunciable

—otra cosa será lo que digan los resultados— para el análisis tanto de las orga-

nizaciones como de los mercados —y, entre éstos, de los mercados de trabajo

en particular—. Aparte de la consabida concentración de mujeres, minorías,

jóvenes y mayores en el desempleo o la inactividad inducida, el empleo preca-

rio, los trabajos peor pagados, etc., se ha señalado, por ejemplo, que el análisis

de los mercados segmentados de trabajo tiene que ir vinculado al de la seg-


mentación de los propios trabajadores, especialmente a lo largo de las líneas

típicas de género, etnia y edad;286 que la dinámica de las profesiones y las se-

miprofesiones, y en particular los éxitos y fracasos colectivos en el proceso de

285
Enguita, 1993b.
106

profesionalización, no puede ser separada de la composición sexual de los co-


lectivos afectados;287 que los estereotipos de género disocian fuertemente las

carreras de los cuadros y directivos288 y marcan sus relaciones con los subordi-

nados;289 que el logro del consentimiento y la cooperación de una parte impor-


tante de la fuerza de trabajo mediante la constitución de mercados internos de

mano de obra se ha basado, a menudo, en la acentuación de las fracturas étni-

cas, o entre nacionales e inmigrados;290 que las políticas de empleo se sirven a

menudo de las divisorias de edad a favor de la generación intermedia y en de-

trimento de las generaciones extremas de activos potenciales, jóvenes291 o ma-

yores.292

Quizá la más importante de estas formas de discriminación, por cuanto

afecta a la mitad de la población de cualquier sociedad, sea la discriminación

genérica. Es importante, en este aspecto, destacar el papel de la articulación


entre la esfera doméstica y la extradoméstica, es decir, cómo la responsabilidad

prioritaria de la mujer sobre las tareas domésticas y el cuidado y la educación


de los hijos la sitúa en una posición de desventaja a la hora de acudir al merca-

do de trabajo, mientras que su peor posición en el mercado de trabajo la coloca

en una relación de dependencia respecto de los ingresos normalmente más


cuantiosos y estables del varón.293 La responsabilidad doméstica hace que ten-

ga que conformarse con empleos temporales o a tiempo parcial, tal vez incluso

que abandonar el trabajo y sacrificar así su carrera en la primera fase de la

crianza, y en todo caso que sea contemplada como una elección menos segura

por los empleadores. La postergación extradoméstica implica la presión moral a

favor de una mayor asunción de tareas domésticas y la insuficiencia de los me-

dios propios como base para una eventual independencia. En otras palabras,

tanto en el hogar como fuera de él, la relación es esencialmente de discrimina-

286
Gordon, Reich y Edwards, 1982.
287
Simpson y Simpson, 1976.
288
Davidson, 1992.
289
Kanter, 1977.
290
Stone, 1974.
291
Osterman, 1980.
292
Guillemard, 1986.
293
Hartmann, 1979.
107

ción —con independencia, en ambos casos, de que sea o no, además, de explo-
tación—, y las dos formas de discriminación se refuerzan mutuamente.294 No

obstante lo cual, hay que añadir que la disminución de las desigualdades extra-

domésticas mina las bases de la desigualdades domésticas.

La discriminación étnica (definida la etnia por cualquier combinación de

características raciales, lingüísticas, nacionales o religiosas), que sin duda es —

como cualquier otra forma de discriminación pero de modo más claro— un

fenómeno mucho más amplio que la mera discriminación en las oportunidades

económicas (Weber, por ejemplo, creía que su piedra de toque estaba en el

connubio y la comensalidad,295 aunque no se le escapó su disponibilidad para

fines económicos296), presenta un campo de intersección con las políticas de

relaciones industriales y las estrategias colectivas en las relaciones económicas

cada vez más claro para la investigación. En particular, hay que señalar la orien-
tación creciente de los análisis de las relaciones raciales o, en un sentido más

amplio, interétnicas, hacia contemplarlas como un proceso de racialización de lo


que en realidad serían esencialmente políticas de mano de obra que incluyen

como variable manipulable a la mano de obra inmigrante y estrategias frente al

problema del reparto de un trabajo escaso y desigual.297 No solamente es posi-


ble así comprender mejor el brote y rebrote de ciertos fenómenos de racismo y

xenofobia entre los sectores más marginales de la etnia dominante, como suce-

de con el fenómeno profusamente estudiado de la white trash (originalmente,

los blancos más pobres del sur de los Estados Unidos, protagonistas de la ma-

yor hostilidad hacia los negros), sino incluso las estrategias de solidaridad étni-

ca de los grupos discriminados, por ejemplo el papel de la magnificación del

conflicto externo como forma de mantener la cohesión de los grupos gitanos

que basan su modo de vida económico semi-itinerante en la existencia de am-

plias redes familiares y de clan.298

294
Enguita, 1993, 1997a
295
Weber, 1922: I, 315-16.
296
Weber, 1922: I, 276, 317.
297
Castles y Kosack, 1978; Miles y Phizacklea, 1984.
298
Enguita, 1996a: 67ss.
108

La discriminación generacional, en fin, arroja intersecciones equiparables.


(Prefiero denominarla discriminación generacional, mejor que edadista, por

razón de la edad o cualquier otra fórmula similar, amén de la eufonía, porque


considero que, aunque los estereotipos tengan que ver con la edad, se trata de
un problema de sucesión de las generaciones en un contexto de oportunidades

escasas. El uso que hago del término generación, pues, es claramente distinto

del más popular en sociología, el que hiciera Mannheim.)299 Ante la escasez de

puestos de trabajo, la edad aparece como una divisoria dotada de legitimidad

suficiente para ser invocada en el reparto y las políticas dirigidas hacia la juven-

tud y la vejez gravitan hacia la política de empleo. Las primeras como políticas

manifiestamente encaminadas a la inserción profesional de los jóvenes, pero

también con la función latente de su contención a las puertas del mercado de

trabajo,300 y las segundas como políticas de protección de los trabajadores ma-


yores frente a las condiciones de trabajo o los rigores del desempleo, pero

también dirigidas a favorecer su paso a la situación de inactividad.301

El resurgir de la sociología económica


A mediados de los cincuenta, Parsons y Smelser lamentaban en Economy

and society el abismo creciente entre la sociología y la economía e incluso que


hubiera tenido lugar, “si acaso, un retroceso, más que un avance, en lo que va

de siglo”,302 en los intentos de ponerlas en relación. Cuatro decenios años des-

pués, Smelser y Swedberg abrían su magnífica recopilación, The Handbook of

Economic Sociology, afirmando que “el campo de la sociología económica, en


todas sus manifestaciones, había experimentado tal periodo de vitalidad duran-

te los diez años anteriores [a 1990] que ya estaban maduras las condiciones

para la presentación del estado y la consolidación de ese trabajo creciente. Al

contemplar este volumen en vísperas de su publicación vemos esa convicción

confirmada en el producto.”303

299
Mannheim, 1928.
300
Rose, 1984; Dubar, 1987.
301
Walker, 1981; Gaullier, 1990.
302
Parsons y Smelser, 1956: xvii.
303
Smelser y Swedberg, 1994: vii.
109

Lo que iba de siglo para Parsons y Smelser iba, en realidad, más o menos
desde Weber, fallecido en 1920 y cuya Economía y sociedad se publicaría en

1922 (si bien fue escrita, en su casi totalidad, en los años inmediatamente an-

teriores y posteriores a la Gran Guerra). Efectivamente, algunos de los fundado-


res no sólo habían tenido una mayor o menor familiaridad con la economía sino

que dedicaron una buena parte de sus esfuerzos a la sociología económica. Es

el caso, por supuesto, de Weber, pero también el de Sombart, con sus grandes

investigaciones y sus diversos estudios menores sobre el capitalismo;304 Simmel

y sus trabajos sobre el dinero y, en menor medida, sobre la competencia;305

Veblen y sus obras sobre la empresa, la propiedad, el consumo, el trabajo o la

ciencia.306 Los franceses añadirían seguramente a Simiand, pero pienso que su

obra pertenece al dominio más específico de la sociología industrial; y, los ita-

lianos, a Pareto, pero creo que, si bien puede ostentar con todo derecho el do-
ble título de economista y sociólogo, fue las dos cosas de forma independiente

y separada, por no decir esquizofrénica, y representa mejor que nadie el divor-


cio entre ambas disciplinas. Ahora bien, lo que distingue a Weber de los demás

es su concepción comprehensiva (en relación al ámbito, no al sentido) de la

sociología económica o, por decirlo de otro modo, su convicción de que la so-


ciología podría y debería abarcar el conjunto de la realidad económica, el mismo

objeto real que la ciencia económica, si bien definiéndola de otro modo como

objeto teórico.

La ambición de Weber queda patente en el plan que se proponía abordar

para lo que pretendía fuese, con el título de Wirtschaft und Gessellschaft, la

parte tercera del Grundriss der Sozialökonomik, los textos que luego, al quedar

su obra inacabada, llegarían a nosotros, en realidad, como parte segunda, Die

Wirtschaft und die gessellschaftlichen Ordnungen und Mächte (La economía y


los ordenamientos y poderes sociales), de su póstuma Wirtschaft und Gessells-
chaft (Economía y sociedad), sin apartarse apenas del proyecto original. Nos
permitiremos citarlo en toda su extensión: “1) Categorías de los ordenamientos

304
Sombart, 1913a,b,c.
305
Simmel, 1900, 1922.
306
Veblen, 1899, 1904, 1919, 1923.
110

sociales. Economía y derecho en su relación de principio. Relaciones económicas


en las asociaciones en general. 2) Comunidad doméstica, oikos y empresa. 3)

Asociación de vecindad, parentela y comunidad. 4) Relaciones étnicas en la

comunidad. 5) Comunidades religiosas. Dependencia de las religiones respecto


a las clases; religiones avanzadas e ideología económica. 6) La colectivización

del mercado. 7) La asociación política. Las condiciones de desarrollo del dere-

cho. Profesiones, clases, partidos. La nación. 8) El dominio. a) Los tres tipos de

dominio legítimo. b) Dominio político y hierocrático. c) El dominio ilegítimo. Ti-

pología de las ciudades. d) El desarrollo del Estado moderno. e) Los partidos

políticos modernos.”307 Chocará sin duda la inclusión, y la amplitud con que tie-

ne lugar, de la religión y la dominación, si bien no es difícil relacionarlo con la

importancia otorgada por Weber a las ideas religiosas, las ciudades (que asocia

al dominio ilegítimo) y la burocracia en el desarrollo del capitalismo. Baste sub-


rayar, no obstante, la inclusión de todas las formas asociadas de producción

material: hogar, oikos, empresa; la consideración específica del marco político:


derecho y estado, y cultural: etnia y religión; en fin, la problematización del

mercado. Queda claro, pues, que, con independencia del juicio que merezca

cada una de sus incursiones, Weber estableció un plan para la sociología


económica —en realidad, para la Sozialökonomik, la socioeconomía— tan amplio

como se pueda desear.

Mucho tiempo antes, sin embargo, Marx ya había clamado con insistencia

casi obsesiva contra la economía política, es decir, contra la teoría económica

de su tiempo, acusándola de no reconocer el carácter histórico y, por tanto,

social, de las relaciones económicas, empezando por las más elementales. Para

ella, recuérdese, “ha existido la historia, pero ya no la hay.”308 “La economía

política parte del hecho de la propiedad privada, pero no lo explica. [...N]o nos

proporciona ninguna explicación sobre el fundamento de la división de trabajo y


capital, de capital y tierra. [...O]tro tanto ocurre con la competencia [...].”309

Proudhon es criticado por no entender que “esas relaciones sociales [de pro-

307
Citado por Winckelmann, 1955: ix-x.
308
Marx, 1847: 177.
309
Marx, 1844a: 104.
111

ducción] son tan producidas por el hombre como la tela, el lino, etc. Al adquirir
nuevas fuerzas productivas los hombres cambian su modo de producción, y al

cambiar el modo de producción, la manera de ganar su vida, cambian todas sus

relaciones sociales.”310 Es difícil encontrar un llamamiento más encendido a rela-


tivizar las relaciones económicas, todas ellas declaradas “productos históricos y

transitorios”,311 pero el problema está en que sólo es un llamamiento limitado a


estudiarlas. No sólo la producción debe ser estudiada y merece, por tanto —

añadimos nosotros—, su sociología industrial y de la empresa, sino que otro

tanto puede decirse de la distribución, el cambio y el consumo, que merecerían

así, también —ampliaríamos nosotros—, sus respectivas sociologías de la estra-

tificación social o de las ocupaciones, de los mercados y del consumo, e inclu-

so—sintetizaríamos nosotros— una sociología económica unificada. Pero, para

Marx, todas las otras esferas se reducen a la producción: “La organización de la


distribución se halla completamente determinada por la organización de la pro-

ducción.”312 “El cambio aparece así, en todos sus momentos, como comprendi-
do directamente en la producción o determinado por ella.”313 En otras palabras:

el camino parte siempre de la producción. No hay un lugar específico, indepen-

diente, para el estudio de los mercados, de la distribución de la renta, etc., sino


que todos estos campos están práctica y teóricamente subordinados a la pro-

ducción. “La verdadera ciencia de la economía moderna sólo comienza cuando

la consideración teórica pasa del proceso de la circulación al proceso de la pro-

ducción.”314

De ahí a los setenta tuvo lugar la travesía del desierto, pero con dos no-

tabilísimas excepciones. Una es Schumpeter, un economista atípico, perfecta-

mente integrado por un lado en la tradición del análisis económico pero enor-

memente atento, por otro, a la contribución real o potencial de otras ciencias

sociales que la economía al estudio de la realidad económica. Schumpeter no

310
Marx, 1847: 161.
311
Loc. cit.
312
Marx, 1857b: 262.
313
Marx, 1857b: 267.
314
Marx, 1867: III/1, 430-31.
112

sólo hizo él mismo notables contribuciones a la sociología económica315 sino


que defendió con toda claridad la idea de que la realidad a la que la economía

analítica aplica sus modelos teóricos y sus instrumentos técnicos es parte de

una sociedad de la que tienen que dar cuenta la historia y la sociología. “Todo
tratado de economía que no se limite a enseñar técnica, en el más estricto sen-

tido de la palabra, cuenta con una introducción institucional que pertenece a la

sociología más que a la historia económica como tal.”316 Schumpeter criticó la

ambición de la economía política de abarcar la economía como un todo, y en

particular la pretensión de explicar la política y la cultura a partir de la econom-

ía, como sería el caso del marxismo —aunque principal atractivo de éste para el

lego residiría precisamente ahí: en ofrecer una imagen completa y ordenada de

la realidad—. Creía que el conocimiento de la economía (el análisis económico,

en sus términos) avanzaba a través del desarrollo de campos especializados, y


mencionó como los tres fundamentales la teoría económica (lo que hoy llamar-

íamos precisamente análisis), la estadística y la historia económica, pero com-


prendió que entre los tres sólo daban una versión parcial, incompleta y frag-

mentaria de la realidad económica, y que el deseo de encajar las piezas era lo

que se reflejaba en la empresa totalizante de la economía política. “Al añadir


nuestro ‘cuarto campo fundamental’, la sociología económica, reconocemos

parcialmente la verdad que parece contenida en este programa.”317 Y definió la

disciplina en unos términos que podrían tomarse hoy como una declaración

programática: “el análisis económico estudia las cuestiones de cómo se com-

porta la gente en cualquier momento dado y cuáles son los fenómenos econó-

micos que producen al comportarse así; la sociología económica trata la cues-

tión de cómo es que la gente se comporta como lo hace. Si definimos el com-

portamiento humano con la suficiente amplitud para que incluya no sólo accio-

nes, motivos y propensiones, sino también las instituciones sociales que impor-
tan para el comportamiento humano —como el gobierno, la herencia de la pro-

315
Schumpeter, 1942, 1951.
316
Schumpeter, 1954: 56.
317
Schumpeter, 1954: 58.
113

piedad, los contratos, etc.—, entonces esa frase nos dice realmente todo lo
que necesitamos precisar.”318

La otra figura de excepción fue, por supuesto, Polanyi, con su estudio de

la formación de los mercados de la tierra, la fuerza de trabajo y el dinero,319 el


estudio con sus colaboradores de los mercados y las formas de distribución de

la antigüedad320 y, en el terreno más conceptual, la distinción entre economía

sustantiva y economía formal y el concepto de incrustación (embeddedness).321


El significado sustantivo de la economía, según Polanyi, “deriva de la dependen-

cia del hombre para ganarse la vida de la naturaleza y de sus compañeros, en la

medida en que esto funciona para suministrarle los medios de satisfacer sus

deseos materiales. El significado formal de la economía deriva del carácter lógi-

co de la relación medios-fines, tal como se ve en palabras como ‘económico’

[en el sentido de barato] o ‘economizar’. Los dos significados básicos de la


‘economía’, el sustantivo y el formal, no tienen nada en común. El último deriva

de la lógica, el primero de los hechos.”322 Esta distinción tuvo un fuerte impacto


en la antropología, pues el concepto de “economía sustantiva” pareció a nume-

rosos autores más adecuado para dar cuenta de unas instituciones y procesos

menos específica y exclusivamente económicos que los de las sociedades mo-


dernas. El concepto de incrustación sirve a Polanyi para explicar la imposibilidad

de separar mentalmente la economía de otras actividades sociales antes de la

llegada de la sociedad moderna, cuando señala que no existe para los miembros

de esas sociedades un concepto de economía claro y diferenciado como el que

puedan tener de las distintas instituciones del parentesco, la magia o la etique-

ta. “La primera razón para la ausencia de cualquier concepto de economía es la

dificultad de identificar el proceso económico bajo unas condiciones en las que

está incrustado [embedded] en instituciones no económicas.”323

318
Schumpeter, 1954: 57.
319
Polanyi, 1944.
320
Polanyi, Arensberg y Pearson, 1957.
321
Polanyi, 1957a,b.
322
Polanyi, 1957a: 243
323
Polanyi, 1957a: 71
114

De aquí arrancan distintas tradiciones que podemos reducir a dos, aun


con plena conciencia de que, en consecuencia, serán internamente muy diver-

sas: de un lado, la de la (nueva) economía política, en buena parte de origen o

inspiración marxista o marxistizante, desde la que se intenta explicar las otras


relaciones económicas, por decirlo en el argot, como totalidades concretas en

las cuales juegan un papel determinante la dinámica del capital y/o la relación

capital-trabajo. En esta tradición ocupan un lugar fundamental, como es lógico,

los neomarxistas, y en ella se confunden —descontextualizando para el caso los

términos de Dumont— economistas sociologizantes y sociólogos economizan-

tes a los que debemos diversos estudios de gran interés sobre la articulación

interna del capital (por ejemplo, Zeitlin),324 el papel del estado en el proceso de

acumulación del capital (por ejemplo, O’Connor),325 las relaciones entre trabajo

asalariado y trabajo doméstico (por ejemplo, Delphy),326 el isomorfismo entre


intercambio desigual y extracción de plusvalor (por ejemplo, Chevalier),327 las

funciones de la escuela (por ejemplo, Bowles y Gintis), el desempleo (por ejem-


plo, Therborn),328 la inflación (por ejemplo, Goldthorpe y Hirsch),329 el desarrollo

tecnológico (por ejemplo, Castells),330 más un largo etcétera y, por supuesto,

sobre la relación trabajo-capital misma (por ejemplo, Braverman).331 Elementos


comunes a todos ellos son el énfasis en la importancia de la economía frente a

otras esferas de la vida social y la centralidad del conflicto capital-trabajo, los

cuales me parece que son su mejor aportación; la debilidad de la primera oleada

de neomarxismo ortodoxo, manifiesta en aspectos la omnipotencia presupuesta

al capital, la presunción de que existe una clase obrera con intereses homogé-

neos y la no consideración de los grupos fuera de la relación capital-trabajo ni

de otras relaciones que ésta, desaparece a partir de los ochenta sin que por ello

324
Zeitlin, 1989; Useem, 1983.
325
O’Connor, 1973; Gough, 1979; Offe, 1984; Esping-Andersen, 1985, 1990.
326
Delphy, 1976; Delphy y Leonard, 1992; Harrison, 19173.
327
Chevalier, 1983; Vergopoulos, 1978.
328
Therborn, 1986.
329
Goldthorpe y Hirsch, 1987; Lindberg y Maier, 1985.
330
Castells, 1985, 1989.
331
Braverman, 1974; Aglietta, 1976; Palloix, 1977.
115

se pierda el gusto distintivo por el estudio de los grandes escenarios y tenden-


cias.

En segundo lugar, hay una tradición apoyada en Weber y en Polanyi —y

que se atiene de modo implícito al programa de la sociología económica de Sa-


muelson y a su crítica de la economía política— a la que pueden adjudicarse,

creo, tres tipos de estudios. Los más clásicos son los que, en la onda de la so-

ciología de las organizaciones, constituyen buena parte de la sociología indus-

trial y de la empresa en Europa y el grueso de la misma en Norteamérica desde

sus inicios. Se distinguen más o menos claramente de los análisis (filo)marxistas

sobre el proceso de trabajo por su énfasis en las distintas fuentes de poder en

la organización, en particular las que no son ni la propiedad ni la autoridad for-

mal —la influencia, la posición estratégica, el control de la información, el con-

trol de recursos, etc.—, frente al monismo reduccionista de la relación capital-


trabajo. Representante paradigmático de este tipo de estudios podría ser el

primer Etzioni.332 Un segundo tipo está formado por los que, recuperando de
modo explícito o implícito el énfasis de Weber sobre la importancia de la cultura

en el funcionamiento y la viabilidad misma de un comportamiento económico

racional, han iniciado una floreciente saga de análisis sobre las condiciones cul-
turales en las que es posible el florecimiento de las instituciones económicas del

capitalismo: entre estos podríamos mencionar, como dos buenos ejemplos, a

Dore o DiMaggio.333 El tercer tipo, en fin, se remonta más directamente a Po-

lanyi y muestra un interés particular por los mercados, con lo cual han entrado

directamente en la sala de estar de lo que hasta ayer era el domicilio inviolable

de la teoría económica. Los más importantes de estos autores fueron ya men-

cionados en el apartado sobre el estudio del mercado. La otra buena noticia es

que no se trata ya de un conjunto disperso de trabajos interesante sobre tal o

cual aspecto de la realidad económica, probablemente poco tratado desde la


sociología, sino que ya abundan las compilaciones más o menos sistemáticas,

como los números monográficos dedicados por revistas como Current Sociolo-

332
Etzioni, 1961, 1964.
333
Dore, 1983; DiMaggio, 1990.
116

gy,334 Theory and Society335 y Actes de la Recherche336 o las editadas directa-


mente en forma de libro por Friedland y Robertson, Granovetter y Swedberg,

Swedberg (¡tres, incluido un libro de entrevistas!), Smelser y Swedberg.337 (In-

cluso aquí puede saludarse ya la monografía de Política y Sociedad dedicada a


Sociología y Economía,338 si bien no deja de ser significativo del escaso desarro-
llo de la sociología económica entre nosotros que, de sus siete artículos, seis de

los cuales nacionales, cuatro —entre ellos los de los autores más veteranos—

estén dedicados al análisis del discurso de algún clásico propio o ajeno —Mises,

Smith, Mandeville, Polanyi— y los otros dos al discurso global de la teoría

económica.) Asimismo, menudean los tratamientos teóricos sistemáticos de la

sociología económica que tratan de definir los fundamentos y contornos de

ésta como una sociología especial junto a otras, tal como se hace en los prólo-

gos de todas las recopilaciones ahora mencionadas pero también y más a fondo
en trabajos de algunos de los representantes más claros de la corriente, tales

como Granovetter, Etzioni y Swedberg.339 Cabe añadir, no obstante, que es una


característica de esta corriente, creo, la inclinación hacia los estudios de medio

alcance con apoyatura empírica en datos de nivel micro, por contraste con la

tendencia generalizadora de la economía política y su acusada preferencia por


el uso de las macromagnitudes.

Hay que mencionar, en fin, otras voces y otros ámbitos a tener en cuen-

ta, sea como comilitantes o como concurrentes. Me refiero, del lado de la disci-

plina vecina, al imperialismo económico y, del propio, a las teorías de la elección

racional. Del imperialismo económico —que quizá sería mejor llamar imperialis-
mo paradigmático340— me parecen particularmente interesantes las incursiones
de la escuela de Chicago en torno a temas como la discriminación, el capital

334
Martinelli y Smelser, 1990.
335
Zukin y DiMaggio, 1990.
336
AA.VV., 1994; AA.VV, 1997.
337
Friedland y Robertson, 1990; Swedberg, 1990; Granovetter y Swedberg, 1992;
Swedberg, 1993; Smelser y Swedberg, 1994; Swedberg, 1996.
338
AA.VV., 1996.
339
Granovetter, 1985; Etzioni, 1988; Swedberg, 1990, 1991.
340
Salvati, 1993: 209.
117

humano o la familia, particularmente los ambiciosos trabajos de Becker;341 la


nueva economía institucional y su asalto a las organizaciones, en especial la
teoría del principal y el agente;342 la audaz teoría de los costes de transacción

de Williamson343 y los estudios sobre la hacienda pública de Tullock344 y otros


autores de la escuela de la elección pública. Aunque no espero que vayamos a

saber nada que no supiéramos ya de estos campos a través de estas incursio-

nes —de momento, todo lo contrario—, sí creo, no obstante, que plantean pro-

blemas e hipótesis que no pueden ni deben ser ignorados por la sociología

económica ni por las otras sociologías especiales dedicadas a los campos afec-

tados (estratificación, educación, familia, organizaciones, trabajo). De la co-

rriente denominada de la elección racional en sociología, creo que hay que dis-

tinguir entre una corriente dura encarnada principalmente por autores como

Lindenberg, Hechter o Coleman,345 y otra afortunadamente más blanda en la


que militan sociólogos como Elster, Van Parijs o Boudon.346 Los primeros repre-

sentan un intento de importación sistemática de la metodología económica al


campo de la sociología que, al menos por el momento, produce mucho ruido y

pocas nueces, ya que los esfuerzos por articular modelos formales y matemáti-
cos a la búsqueda de la partícula sociológica elemental no se corresponden,
creo, con los resultados; los segundos, más moderados en sus pretensiones,

tienen la ventaja de concentrar sus esfuerzos en un ámbito más limitado, nor-

malmente el de la desigualdad y las estrategias frente a ella, en el que las ra-

cionalidad como elección entre términos cardinales u ordinales puede corres-

ponder mejor a los procesos reales de decisión y tener un alto valor heurístico.

Finalmente, hay que considerar como una fuente específica los estudios

sobre la comunidad doméstica y la lógica económica de subsistencia y, dentro

de éstos, a su vez, tres focos independientes: la antropología económica, los

estudios campesinos y las investigaciones feministas. Aunque cada uno de es-

341
Becker, 1957, 1964, 1976, 1981.
342
Alchian y Demsetz, 1972.
343
Williamson, 1975, 1985;
344
Tullock, 1983 1986.
345
Lindenberg, 1985; Hechter, 1983; Coleman, 1973, 1990.
346
Boudon, 1977; Elster, 1979, 1986; Elster y Hylland, 1986; Van Parijs, 1981.
118

tos rótulos designa, sin lugar a dudas, un ámbito más amplio que el que aquí
nos interesa, hay que señalar que todos ellos tienen en común apuntar a un

tipo de realidad económica plenamente distinta de la que cubren el mercado,

las empresas y el estado. Si, como dicen los chinos, las mujeres sostienen la
mitad del cielo, podemos asegurar sin miedo que la economía doméstica sostie-
ne la mitad de la tierra en la sociedad avanzada actual y mucho más en todo el

resto y en toda la historia anterior. No es casual, por otra parte, que en todos

estos campos aparezca reiteradamente la sombra de Chayanov, cuya interpre-

tación de la lógica económica de subsistencia de la unidad económica campesi-

na ha resultado esencial no sólo para el estudio de ésta sino también para el de

los otros dos tipos de hogares esenciales en la historia: el grupo doméstico

primitivo347 y el hogar nuclear moderno.348

Puede observarse que las dos primeras y principales corrientes mencio-


nadas se unen en el deseo de romper las barreras entre la realidad económica y

el resto de la realidad social y, en cierto modo, también entre las disciplinas, i.e.
entre la sociología y la economía, sea bajo la bandera de la economía política o

bajo la de la sociología económica. La opción por la convergencia se refiere al

objeto de investigación y a su interpretación sustantiva, no al método, y esto


lo que separa a ambas del tercer grupo, el formado por el imperialismo econó-

mico y la elección racional. Pero les aparta también de la corriente principal de


sus dos disciplinas-madre: la economía política de los economistas es, en lo

esencial, obra de los economistas marxistas o radicales, según de qué lado del

océano se tome la terminología. La economía política y la sociología económica

de los sociólogos son, en gran medida, pequeños islotes aislados dentro de una

disciplina dedicada fundamentalmente a otros menesteres. Las economía políti-

ca y la sociología económica divergen, no obstante, en que la primera trata de


subrayar el peso decisivo de los factores económicos sobre otras esferas de la
vida social, mientras que la segunda acentúa el enmarque y los condicionamien-

tos sociales de las instituciones económicas. El explanans de cada una de ellas

es el explanandum de la otra, y ahí es donde más se nota la larga sombra de

347
Sahlins, 1974.
119

Marx y Weber. Sin embargo, no hay razón para exagerar ni motivo para deses-
perar. Ni los unos son tan culturalistas ni los otros tan economicistas. El tiem-

po, que todo lo desgasta, ha limado sin lugar a dudas las aristas de las dos es-

cuelas, y el futuro de la sociología económica, entendida ya estrictamente co-


mo denominación de una sociología especial y no como etiqueta de una escuela

particular, se dibuja relativamente optimistas sobre bases contrapuestas, pero

también complementarias.

348
Gardiner, 1973.
120

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ANEXO BIBLIOGRÁFICO

La bibliografía que sigue, organizada por grandes apartados cuyo contenido se

explicita mínimamente al comienzo de cada uno de ellos, pretende ser simplemente un

instrumento útil para el estudioso interesado en ellos o para el profesor que los incluya,

total o parcialmente, en su programa. Por supuesto, no pretende ser exhaustiva sino

selectiva, aunque no dudo de que habrá mil buenas razones para incluir trabajos que no

lo han sido y dejar fuera otros que sí lo han sido.

He procurado reseñar las versiones en castellano siempre que tuviera noticia de

ellas, lo cual creo haber conseguido en buena medida con los libros pero no así, dada la

dificultad de manejar bases de datos adecuadas en nuestra lengua, con los artículos.

Por si el libro llegara a reeditarse, agradeceré cualquier información, sugerencia o co-

rrección al respecto, que puede hacérse llegar a la dirección electrónica

mfe@gugu.usal.es

He tratado de que las referencias sean lo más breves posibles, de modo que he

omitido cualquier información redundante y he optado siempre por la más concisa, por

ejemplo renunciando a las páginas de principio y fin de los capítulos en libros colectivos

(no dudo que el lector sabe buscar en los índices), o de artículos en revistas de las que

ya se da volumen y/o número, etc. Cuando he incluido capítulos específicos de recopi-

laciones que figuran como tales en el bloque primero, formado por manuales y recopila-

ciones, he evitado repetir de nuevo la referencia: en esos casos, un asterisco tras el

nombre del autor o autores de la recopilación advierte de que ésta se encuentra en

dicho bloque.

Las fechas de las obras corresponden siempre, la primera de ellas (entre parén-

tesis tras el nombre del autor o editor) a la edición original y, la siguiente, dentro de la

información de referencia, a la edición utlizada o accesible, o a la traducción. Finalmen-

te, y dada la tendencia creciente de los editores a distinguir entre nuevas ediciones y

reimpresiones, he optado por improvisar una notación en superíndice, tal que, por

ejemplo, 19782+3 significaría que se trata, en 1978, de la tercera reimpresión de la se-

gunda edición.
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6. La organización del trabajo. División del trabajo intra e interempresarial. Jerarquía y división
funcional. ‘Taylorismo’ y ‘fordismo’. Hawthorne y sus secuelas. Teorías X, Y y Z de la empresa. Las ‘nuevas
formas de organización del trabajo’. Las vías de la flexibilidd: organización y mercado. El ‘toyotismo’. La
‘especialización flexible’. El ‘distrito industrial’. División internacional y especialización local. Globalización y
localización: redes y flujos.

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7. La economía no monetaria. La lógica económica de subsistencia: la horda, el campesino y el ama de
casa. El trabajo doméstico. Redes solidarias: parentesco, comunidad, cooperación. Los servicios públicos. La
dinámica de la redistribución estatal. La economía del hogar y la combinación de recursos. Producción y
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Mercados locales. Barreras de acceso y monopolios profesionales. Peculiaridad de la fuerza de trabajo como
mercancía. El contrato laboral. Precariedad y desempleo. La jornada laboral. Las condiciones de trabajo.
Alienación y satisfacción en el trabajo. El trabajo fuera de la norma. La economía oculta. Las condiciones del
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9. Economía y cultura. Religión y economía. Modernización y desarrollo. La mentalidad de lucro. El
emprendedor. El ethos empresarial. La subcultura del taller. Imágenes de la sociedad: gradación polarización.
La dimensión expresiva del trabajo. Trabajo e identidad personal. Actitudes ante el trabajo. Tiempo libre y ocio.
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10. Cualificación y formación. Concepto de cualificación. Organización, tecnología y cualificación.


Cualificación y productividad. Autonomía y control. Las profesiones y las semiprofesiones. Capacitación y
socialización. Educación general y profesional. Formación ocupacional. Formación en la empresa. La experiencia.
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La innovación tecnológica: efectos y respuestas. Educación, ocupación e ingresos. Itinerarios de inserción.
Trayectorias profesionales. Movilidad social.

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11. Intereses y conflicto. Sindicatos. Patronales. Organizaciones profesionales. Las estructuras
representativas. La resistencia en el trabajo. La huelga. La negociación colectiva. Participación en la empresa.
El papel del estado en las relaciones industriales. Sistemas de relaciones industriales. Políticas de rentas, de
empleo, de formación. Concertación social. Asociaciones de consumidores y usuarios. La empresa y la
comunidad. Las profesiones y su público.

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12. Trabajo y desigualdad social. Justicia económica. Recursos naturales, productos del trabajo y
recompensas. ¿Igualdad vs. eficacia? Recursos y oportunidades. La explotación. Propiedad, autoridad y
cualificación. Las clases sociales. Discriminación genérica, generacional y étnica. Escasez y reparto del trabajo.
La inserción de los jóvenes. Las mujeres y la actividad. Los trabajadores mayores y la inactividad. Inmigración,
etnicidad y racialización. Paro y marginación.

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13. El mercado como institución social. Simetría, centricidad y oikos. Circuitos no mercantiles.
Intercambio entre comunidades. Mercados locales y a larga distancia. Tipos de mercado: de consumo, de
capital, interempresarial, de trabajo. El intercambio. Formas de competencia. La determinación del precio.
Mercados de subasta y de clientela. Los requisitos políticos y morales del mercado. Confianza y costes de
transacción. Redes y clanes.

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