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BAUDELAIRE

200 AÑOS

GERARDO DIEGO

1
ÍNDICE
Presentación, 3
Baudelaire antes de Baudelaire, 4
Sartre versus Baudelaire, 9
Baudelaire, el dandi, 12
Mujeres, 17
Dinero, 22
Baudelaire y la política, 25
Las ideas de Baudelaire, 29
Belleza deforme, 33
Las flores del Mal, 41
La prosa de Baudelaire, 47
Final belga, 55
Actualidad de Baudelaire, 58
Apéndice: flores esenciales, 60
Bibliografía, 68
Créditos, 72

2
Y a no quedan poetas malditos o, por lo menos, lo disimulan. Sin embargo, la poesía
sigue siendo más maldita que nunca. ¿Quién lee, por ejemplo, a Claudio Rodríguez,
uno de los mayores poetas del siglo XX, de aquí mismo, de Zamora?
Una de las explicaciones habituales, que ya cansan, es que la poesía se ha alejado
de la gente. ¿No será al revés? ¿No será la gente la que se ha alejado de la poesía? ¿No será
la sociedad la que ha desterrado la poesía al rincón de los saberes inútiles, junto con el
encaje de bolillos y los bailes regionales?
Hasta el XIX el poeta tenía su lugar en la sociedad, que a veces era un lugar prominente.
En la antigua China, una de las pruebas más importantes en las oposiciones a funcionario
era la escritura de poemas. Nadie discutía la primacía del poeta en la cultura. Goethe fue el
último gran poeta que aún pudo gozar de este privilegio, ya con un pie en la nueva época.
Con la llegada de la burguesía y la sociedad industrial todo eso cambió. El poeta perdió su
sitio, fue arrinconado extramuros, posición en la que ―salvo puntuales excepciones―
permanece todavía. Ya no hacía ninguna falta en la civilización de la utilidad y el beneficio.
Desde el primer instante, el buen burgués despreció y ridiculizó a los poetas. Baudelaire fue
el primer poeta consciente de tener que dirigirse a una sociedad que ninguneaba la poesía.
Habitante de los márgenes, el poeta se ocupa desde entonces de todo lo marginal, es decir,
de todo lo que resulta inútil o irrelevante a la sociedad del progreso: la añoranza de paraísos
perdidos o imaginados, la ensoñación, el delirio y el resto de la vida interior, pero también
los compañeros de viaje del poeta: putas, borrachos, viejos, perdedores en general… todos
ellos motivos de algunas de las mejores poesías de Baudelaire.
El malditismo, el satanismo, el dandismo, sus retratos de mujer-vampiro, sus lamentos de
pecador empedernido… todo eso ha envejecido muy mal. Mientras Lautréamont o
Rimbaud continúan tan flamantes como el primer día, buena parte de la obra poética de
Baudelaire está apolillada. La vigente, en cambio, (digamos ¿un tercio, un cuarto?) es
insuperable. En general, el mejor Baudelaire es el más impersonal y objetivo, aquel que se
olvida de la pose y recuerda, evoca, describe (una carroña o una vieja, un moribundo o un
encuentro con una desconocida); el cronista de la gran ciudad, pero también el que, una vez
en la alcoba, con las cortinas echadas y olvidado de prejuicios morales y misoginias, se deja
arrastrar por la sensualidad de un cuerpo, de un olor o de un recuerdo, que son a veces la
misma cosa.
En cuanto a su persona, fue un tipo patético, como ya se encargó de analizar de manera
despiadada Sartre en un célebre ensayo. Durante toda su vida cometió la ingenuidad de
pensar que esa misma sociedad que le despreciaba terminaría recompensándole por haber
sido su primer poeta maldito. Después de todo le había sido útil, alguien tenía que ocupar
el puesto. Pero Roma no paga traidores. Le condenaron, le censuraron y le negaron la
entrada a la Academia. Y el autor de Las flores del mal murió idiotizado, repitiendo una sola
palabra, «crénom», equivalente fino de nuestro «me cago en…». De modo que un
impresentable, de acuerdo; pero ¿cuánta de la gente «sana» y «legal» del mundo, de los que
cada día son más equilibrados gracias a los libros de autoayuda, podría escribir un solo
verso de Las flores del mal?...

¿Qué queda de Baudelaire hoy día? Veinte o treinta poemas como veinte o treinta
diamantes; sus agudos ensayos; la introducción en Europa de su semejante y hermano Poe;
unas cuantas fotos pintonas que envidian los poetas de ahora, que nunca salen bien en las
suyas; y, sobre todo —eso no hay quien se lo niegue— el haber sido el primero en ver lo
que se nos venía encima: que ya nadie cree en la poesía, es decir, en la posibilidad de otra
vida.

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B AUDELAIRE ANTES DE BAUDELAIRE

«Mi juventud no fue sino un gran temporal


Atravesado, a rachas, por soles cegadores»
(«El enemigo», Flores del mal)

Charles Baudelaire, nacido en París, en abril de 1821, se consideraba «hijo de viejo, fruta
tardía», algo a lo que debió culpar por sus delicados nervios. «¡Caiga tres veces la desgracia
sobre esos padres inválidos que nos hicieron raquíticos y enclenques, predestinados como
estamos a no engendrar sino niños muertos al nacer!», se lamenta el protagonista de La
Fanfarlo. Joseph-François, padre del poeta, tenía en efecto sesenta años cuando en 1819 se
casa en segundas nupcias con Caroline Dufays, de veintiséis, una huérfana con escasas
perspectivas de matrimonio, presa fácil, por tanto, para un viejo rijoso. El poeta guardará
escasos recuerdos de aquel anciano enfermo con el que sólo convivirá seis años: apenas
unas visitas al Louvre y unos cuadritos de pintor aficionado. «Mi padre era un artista
detestable», escribirá a su madre años más tarde.
Y, sin embargo, Baudelaire padre debió de ser un tipo
notable, culto y amante del arte, un genuino producto de la
Revolución francesa. Antes de ésta, fue cura y preceptor de
los hijos de un aristócrata liberal. Tras la Revolución,
François Baudelaire, que era un convencido republicano y
cura sólo por conveniencia, renunció a las sagradas órdenes
y se casó por primera vez en 1797. Siguió luego de preceptor
de la misma familia, antes de convertirse en jefe de oficinas
(«jefe de negociado») del Senado, un buen puesto del que se
jubilaría poco antes de casarse con la madre de Baudelaire.
Muere en 1827, ocho años después de casarse, a los seis de
Baudelaire hijo. De él dijo un amigo: «dominó círculos encumbrados por su temperamento
atrabiliario, su espíritu cáustico y la inflexibilidad de su republicanismo». Nos queda un
retrato suyo en el que, aparte de una mirada desafiante, de las que invitan a cambiarse de
acera, existen pocos rasgos en común con el hijo.

Baudelaire tiene un hermanastro, Alphonse, nacido en 1805 del anterior matrimonio de


su padre. Alphonse trabajaría de juez de pueblo, más bien mediocre y sin brillo, de 1832
hasta su muerte en 1862, y muy pronto ambos hermanos romperían toda relación. El juez,
hombre de orden, le reprochaba al poeta su estilo de vida bohemio. Éste, a su vez,
tampoco se cortó un pelo: «Mi repulsión con respecto a mi hermano es tan fuerte», le
escribió a la madre en 1856, «que no me gusta que me pregunten si tengo un hermano».

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De la madre no hay mucho que decir. Ha pasado a la historia como una mujer débil y
conformista, cuya máxima obsesión era preservar su respetabilidad burguesa. Desde esta
perspectiva, parir a Charles fue un acto de terrorismo. Ciertamente, amó, ayudó y sufrió a
su hijo, pero nunca le comprendió. Todavía después de la muerte de éste, pretendía
censurar algunos poemas de la edición póstuma, algo a lo que se opusieron con ferocidad
los amigos. Uno de ellos, el editor Poulet-Malassis, escribió de ella: «La pobre mujer, cabeza
de chorlito… no se dio nunca cuenta del efecto negativo de sus costumbres y de su manera
de ser sobre su hijo, que ella conocía menos que nadie y con el que imagino fácilmente que
hubiera podido convivir miles de años sin comprender nada en absoluto».
En 1828, al año de morir el padre del poeta, volverá
a casarse de penalti con un militarote, el teniente
coronel Aupick, otro huérfano como ella, quién sabe
si no fue eso lo que les unió. No son jovencitos. La
madre-viuda de Baudelaire tiene treinta y cinco años,
su marido, treinta y nueve. En diciembre de 1828, la
mujer da a luz una niña muerta.
Pese a todas las leyendas, las relaciones entre
padrastro y poeta serían buenas y afectuosas hasta el
final de la adolescencia de éste. Jacques Aupick, por
su parte, era la encarnación del orden establecido, un
tipo como Dios manda. Un superior lo describía así
en 1827: «constitución robusta, físico agradable, muy
discreto y decente, amable en sociedad, firme y muy
juicioso, dueño de sí mismo en todas sus acciones, dotado de suma capacidad…». Aupick
se haría un nombre como represor de levantamientos obreros. En Lyon aplasta sin
contemplaciones el levantamiento de 1831 de los obreros de la seda (canuts). Poco después,
en enero de 1832, hace venir de París a su mujer y a su hijastro Charles, que tiene once
años. Un par de años más tarde reprime brutalmente un nuevo levantamiento de los canuts.
En recompensa por su brillante historial como represor, en 1836 le nombran jefe del
estado mayor de París, cosa lógica porque París era por entonces la capital de los
levantamientos populares y él, un consumado especialista en aplastarlos. En mayo de 1839,
tiene ya su primera oportunidad de lucirse en la capital, sofocando sin dificultad, en un solo
día, la insurrección de mayo liderada por Barbès y Blanqui, lo que le vale la promoción a
general.
Pese a todos estos antecedentes, el feroz Aupick no era ningún ogro en familia; así
escribía de Baudelaire niño a un amigo por los mismos años en que sofocaba revueltas
obreras (1833): «Encontré a mi mujer con buena salud, así como a mi chavalín, que acaba
de entrar en 4º curso. Nos llena de satisfacción y contribuirá a nuestra felicidad en el
porvenir».
Aupick desarrollaría una brillante carrera hasta su muerte: director de la Escuela
Politécnica en 1847, embajador en Constantinopla en 1848, embajador en Madrid en 1851
(donde el padrastro y la madre de Baudelaire se alojan en el palacio Villahermosa, el actual
Museo Thyssen), senador por fin en 1853. En 1855, se retira a una casita comprada en
Honfleur, en la costa normanda, de la que disfrutará poco tiempo. Muere de manera
significativa en abril de 1857, pocas semanas antes de que su hijastro, con el que ya no se

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habla, publique Las flores del Mal. Hasta en eso eran incompatibles: la inmortalidad literaria
de uno significará la muerte del otro.
Pero no adelantemos acontecimientos. Un eufórico Baudelaire de quince años regresa a
París en 1836, después de haber pasado cuatro años odiosos interno en un colegio de Lyon,
donde su padre estaba destinado como jefe militar. Más adelante, en un texto de 1859 (El
arte filosófico) se despacharía a gusto con la ciudad: «… singular, beata y comerciante, católica
y protestante, llena de bruma y de carbón, en donde las ideas se desarrollan con dificultad.
Todo cuanto procede de Lyon es minucioso, elaborado con lentitud y temeroso».
En París, lo meten interno en el prestigioso Collège
Royal Louis-le-Grand. Es un alumno brillante pero vago,
que queda de los primeros de la clase, pocas veces el
primero, y obtiene premios secundarios al final del curso.
Sobresale en Latín, Retórica, Dibujo, y obtiene una
sólida formación clásica. Falla en ciencias y matemáticas.
La madre ya se queja en 1834 de un Baudelaire de trece
años procrastinador. Siempre deja todo para más tarde,
dice de él. Así lo dibuja un compañero de clase: «Fino y
distinguido, mucho más que ninguno de nuestros
condiscípulos, no se podía uno figurar adolescente más
atractivo».
Por entonces, aún aprecia a su padrastro. En una carta
a su madre (5-12-1837), escrita con dieciséis años, le
dice: «Le tengo cariño de verdad a ese padre; no te
olvides de decírselo de mi parte». Y está muy enmadrado, incluso con diecisiete años; así se
despide en una carta de entonces: «aunque sepas que te quiero, aún te extrañarás al ver
cuánto te quiero. Adiós, a ver quién quiere más al otro». Además de a su madre, admira a
Victor Hugo y a Delacroix, y ya desde la adolescencia escribe versos, en latín y francés, y se
considera poeta. Se le destina a estudiar Derecho.

La primera señal de lo que se avecina acontece en su último año de bachillerato. En 1839,


recién cumplidos los dieciocho, lo expulsan del Louis-le-Grand por negarse a entregar una
nota que le había pasado un compañero. En realidad, era la gota que colmaba el vaso de las
indisciplinas. De esta manera explica el director del colegio, en carta al padrastro de
Baudelaire, los motivos de la expulsión: «… su Sr. Hijo, conminado por el subdirector a
entregarle una nota que uno de sus compañeros acababa de deslizarle, se negó a darla, la
rompió en pedazos y se los tragó. Enviado a mi despacho, me declaró que prefería
cualquier castigo a traicionar el secreto de su compañero…».
Otra rebelión más grave se produce por aquellas mismas fechas. En mayo de 1839, poco
después de la expulsión de Baudelaire, tiene lugar la insurrección de Blanqui y Barbès.
Como queda dicho, será el propio padrastro de Baudelaire quien se encargue de aplastarla.
No es extraño que el joven Baudelaire se identifique con Blanqui y sienta una inmensa
admiración por el revolucionario: un mismo represor los hermana a ambos; el poeta,
encima, lo sufre en casa.
Un compañero de Baudelaire nos lo describe, al poco de su expulsión, en carta a sus
padres: «… se ha transformado en un joven muy hermoso, pero lo que más me gusta es

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que se ha vuelto estudioso, serio y religioso.» O Baudelaire disimulaba muy bien o el
compañero era de los menos despabilados de la clase, porque, después de aprobar el
bachillerato por libre y de matricularse en Derecho como quería la familia, el poeta se lanza
de lleno a la bohemia y se convierte en todo, menos en «estudioso, serio y religioso». Años
más tarde, evocaría con nostalgia la atmósfera vital de aquellos años en su retrato de Petrus
Borel:

Ese espíritu que era a la vez literario y republicano, al contrario de la pasión democrática y
burguesa que más tarde nos oprimió de manera tan cruel, era espoleado al mismo tiempo por un
odio aristocrático ilimitado, sin restricciones ni piedad, contra reyes y burgueses, tanto como por una
simpatía general hacia todo lo que en arte representase el exceso en el color y la forma, hacia todo lo
que fuera a la vez intenso, pesimista y byroniano; diletantismo de una naturaleza singular y que sólo
puede explicarse por las odiosas circunstancias que enclaustraban a una juventud hastiada y
turbulenta.

Son los petardos finales de la explosión romántica, liderada por Victor Hugo, a quien
Baudelaire idolatra: «…le quiero como se quiere a un héroe, a un libro, como se quiere
limpiamente y sin interés a toda cosa bella», le escribe a un Hugo de treinta y ocho.
Por aquellos años entra en contacto por vez primera con un círculo de escritores
parisinos; entre los más conocidos están Théophile Gautier (diez años mayor), el crítico
Sainte-Beuve (diecisiete años mayor), Gerard de Nerval (trece años mayor), Nadar (un año
mayor). Hace algunas visitas de admirador entusiasta a Victor Hugo (diecinueve años
mayor) y a Balzac (veintidós años mayor). A Stendhal (treinta y ocho años mayor), al que
también admiraba, hubiera podido conocerlo antes de 1842, año en que murió con
cincuenta y nueve cumplidos, mientras Baudelaire contaba veintiuno. Théodore de Banville
era el único conocido menor (un par de años menos que Baudelaire), pero también el más
precoz: se dio a conocer ya desde 1842 (con diecinueve años) como poeta importante con
Les cariátides. Banville tenía en muy alta estima a Baudelaire como poeta, ya desde el
principio. De hecho, desde muy pronto (1844-1845), Baudelaire se crea fama de poeta de
culto entre un círculo de conocidos y entendidos.
También con diecinueve años traba conocimiento con otro tipo de conocido menos
agradable que le acompañará durante toda su vida. En 1839 contrae una blenorragia que le
contagia su amante de entonces, la prostituta judía Sara, llamada la Louchette (Bizquilla).
Seguramente, también fue ella quien le contagió la sífilis. ¿Acaso provenga de ahí su feroz
antisemitismo? La sífilis se trataba con mercurio, que producía espasmos estomacales
tratados a su vez con opio, al que Baudelaire se engancharía desde joven. Se pensaba
equivocadamente que la sífilis podía curarse y contraerse una y otra vez. No sólo eso, sino
que circulaba la creencia de que, después de curarse una sífilis, uno salía fortalecido. En una
carta de Baudelaire a Poulet-Malassis, su editor, de 1860, le asegura: «no hay nadie que goce
de mejor salud que el que ha tenido sífilis y está bien curado… Es un verdadero
rejuvenecimiento». Baudelaire tendría sucesivos «rejuvenecimientos», que no eran sino las
diversas fases de la misma enfermedad: en 1849-50 y en 1861. Tras esta última, se volvió
pesimista y declaró que tenía «la sangre infectada».
Igualmente de entonces, arranca su desastrosa relación con el dinero. Fiado en la fortuna
que heredará a la mayoría de edad, el joven bohemio se lanza alegremente al despilfarro.
Antes de cumplir veinte años, Baudelaire le pide un préstamo a su hermano y le envía un

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estado de cuentas. Ya ha acumulado una deuda de unos 3000 francos; una cantidad
considerable para la época (un sueldo anual de un funcionario medio rondaba los 2500
francos), debida sobre todo a gastos de ropa y a sablazos diversos. El hermano Alphonse
ganaba al año justo la mitad de esos 3000 de deuda, que serían cancelados por una
deducción del futuro capital a heredar. Una parte de la deuda se va en mantener a su
bizquilla.
Para apartarlo de las malas compañías, en junio de 1841 la familia lo embarca rumbo a
Calcuta. El viaje costaba 5500 francos, una cantidad importante. En su travesía, Baudelaire
dobla el Cabo de Buena Esperanza, sufre una tempestad y desembarca en la isla Mauricio,
junto a Madagascar, donde se niega a proseguir viaje a la India. Parte de la isla Reunión en
noviembre de 1841 y arriba a Burdeos en febrero de 1842. A finales de ese mes ya está de
vuelta en París, sin cumplir ni la mitad del periplo, lo que no obsta para que, más adelante,
alimente la leyenda de aventuras exóticas en la India, donde nunca llegó a poner pie.
Recién cumplida su mayoría de edad en abril de 1842, Baudelaire se independiza de la
familia y se va a vivir a una habitación en la parisina isla de San Luis, por la que paga 225
francos al año, que le parecen caros. La herencia recibida asciende a 18000 francos, más
diversas acciones y tierras que le rentan en total 1800 francos anuales. «Charles se creyó
rico», dice su biógrafo Pichois, «de hecho, era un hombre de posición acomodada, a
condición de ganar algo con su trabajo». Nada más entrar en posesión de la herencia, sin
embargo, Baudelaire se lanza a despilfarrar y se entrampa en tiempo récord. Se siente el
amo de la ciudad, casi tanto como el padrastro, que ese mismo año es nombrado
comandante de la plaza militar de París.
Las escenas tensas de un veinteañero Baudelaire con el padrastro se suceden sin tregua;
incluso un teatral intento de estrangulamiento por parte del poeta, que el general, un
hombretón, resuelve con un par de bofetones. El escritor renuncia al brillante porvenir que
le preparaba su padrastro, amigo del duque de Orléans, y se dedica de lleno a la bohemia.
Un testigo de aquellas peleas familiares, Maxime du Camp, las recordaba así en sus
memorias: «Entre el padrastro y el hijastro la lucha se haría incesante y de una intensidad
que hacía suspirar a Mme. Aupick, persona débil, que quería a su marido, quería a su hijo,
procuraba calmar al uno, intentaba apaciguar al otro, no lo conseguía y se desesperaba».
En octubre de 1843, Baudelaire se muda a un apartamento del célebre Hotel Pimodan,
donde tiene su sede el club de los haschischins, y por el que paga 350 francos al año, un
verdadero pastón. Allí seguirá contrayendo sin parar deudas para decorar sus habitaciones
con gran suntuosidad. Gasta una fortuna en cuadros, que resultan en su mayor parte falsos.
Hasta el final de su vida se vería perseguido por las deudas contraídas entonces, más de
veinte años antes. A cambio, en aquel hotel escribiría buena parte de los poemas de sus
Flores del mal, lo que, por lo menos para sus lectores, compensa cualquier despilfarro. Si
pudieran valorarse los poemas como los cuadros, ¿cuánto valdría un poema de Las flores del
mal? ¿No pagaría con él, y aún sobraría, todas las deudas contraídas entonces?

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S ARTRE VERSUS BAUDELAIRE

«Pero la creación deliberada del Mal, es decir, la falta, es aceptación y reconocimiento del Bien;
le rinde homenaje y, bautizándose a sí misma mala, confiesa que es relativa y derivada,
que sin el Bien no existiría. Concurre, pues, mediante un rodeo, a glorificar la regla».
(Sartre, Baudelaire)

En el informe donde se solicita por parte de la familia la tutela judicial de Baudelaire, los
datos de la prodigalidad del poeta son demoledores. Se valora la herencia recibida (entre
capital, acciones y tierras) en 100000 francos. De ese dinero, sólo un año más tarde ya había
consumido casi un cuarto (20500 francos) y seguía entrampándose a marchas forzadas. Se
dan algunos ejemplos: una cuenta de 900 francos en un restaurante (casi cuatro años de un
buen alquiler de vivienda); o dos cuadros comprados por 400 francos, que al revenderlos,
rentan sólo 18.
En junio 1844, dos años después de recibir la herencia, la mitad de la fortuna de
Baudelaire ya se había evaporado, según el informe, y además el poeta no tenía ingresos por
trabajo alguno. En respuesta, la familia le prepara un consejo de tutela. Finalmente, en
septiembre de 1844, Baudelaire es sometido a tutela judicial y se le asigna un tutor para que
controle sus gastos, el notario Ancelle, que lo sería ya hasta la muerte del poeta; un tipo de
lo más formal, que terminaría convirtiéndose paradójicamente en su confidente. El poeta se
resignó y renunció a recurrir.
Según los términos de la tutela, se le arrebata el control de su herencia a cambio de
proporcionarle una cantidad mensual de renta, suficiente para vivir con modestia. El
problema no es sólo que el joven Baudelaire no salda las deudas antiguas, sino que sigue
contrayendo sin parar otras nuevas, pese a que la tutela se lo prohíbe expresamente.
Después del breve espejismo del hotel Pimodan, la única ocasión en que vivió a lo gran
señor, Baudelaire se convirtió en un rentista pobre y endeudado. A partir de ese momento,
la vida del poeta cambiará muy poco: constantes cambios de domicilio (se calcula que
habitó unos cuarenta en toda su vida), sablazos a los amigos, huida de los acreedores,
lamentos constantes por una situación que él mismo había provocado. Y la vida habitual en
la bohemia de la época: cafés, prostitutas, abundante alcohol y láudano, el opio entonces
legal, que se expendía en las farmacias. Sus ingresos literarios fueron siempre menguados y,
en cualquier caso, nunca hizo verdaderos esfuerzos por vivir de su pluma como otros, cosa
que hubiera estado perfectamente a su alcance. Baudelaire se convirtió muy pronto en lo
que siempre había deseado, un poeta maldito. Como en los daguerrotipos antiguos, una vez
satisfecho con la pose, se inmovilizó para largo tiempo, en realidad para el resto de su vida.
Todos los posteriores acontecimientos de su biografía (las diversas mujeres, la publicación
y proceso de Las flores del mal, las traducciones de Poe…) no fueron sino retoques y
pequeños ajustes a una imagen cuajada («su más preciado anhelo», diría Sartre, «es Ser
como la piedra, la estatua, en el reposo tranquilo de la inmutabilidad»). Es cierto que su
vida entera se nos aparece como un monumento funerario, y hasta Bataille, que trató de
rescatarlo, no tuvo más remedio que admitir: «Puede que la plenitud de su poesía esté ligada

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a la imagen inmovilizada del animal caído en la trampa que dio de sí mismo». Puesto que él
así lo quiso, aprovechemos esta imagen congelada para analizar los diversos aspectos y
renunciemos al orden cronológico. Tal vez sea éste el momento oportuno de insertar el
despiece que hizo Sartre de esta imagen solidificada, una de las mayores proezas en análisis
psicológico que se han visto nunca.

La tesis de Sartre es clara: hay ciertas cosas que uno quiere, aunque no las procure
deliberadamente. Simplemente, deja que le pasen poniéndose en situación. Por ejemplo la
miseria de Baudelaire, que recibió una bonita herencia y casi la despilfarra por completo en
tiempo récord. Era vaticinable, pues, que la familia le pusiera bajo tutela para impedir la
completa ruina. Ítem más, frecuentar la prostitución más arrastrada, como hacía el poeta,
fue durante todo el siglo XIX y comienzos del XX (hasta la invención de la penicilina) jugar
a la ruleta rusa con la sífilis. La lista de artistas y escritores infectados es nutrida: de
Beethoven a Joyce, pasando por Flaubert, Van Gogh, Dostoievski o Nietzsche. Uno sabía
muy bien a qué se arriesgaba y cómo acabaría tarde o temprano.
De modo que Sartre desmonta sin
contemplaciones los lamentos victimistas del
poeta. Casi nada de lo que le sucedió a
Baudelaire en su vida fue casualidad o mala
suerte; el escritor no tiene ningún derecho a
quejarse. Baudelaire, en el retrato que Sartre
dibuja de él, fue un niñato en el sentido más
estricto de la palabra. Es decir, un niño
consentido y acaparador, que se sintió
traicionado por el matrimonio de su madre con
su padrastro. Desde ese instante, todas sus
provocaciones y rebeldías ―empezando por el
satanismo― fueron una forma tanto de venganza
como de llamar la atención, de su madre pero
también de la sociedad como Dios manda que
ella representaba: «¿Pero qué es en el fondo
Satán sino el símbolo de los niños desobedientes
y enfurruñados que piden a la mirada paterna
que los cuaje en su esencia singular, y hacer el
mal en el marco del bien para afirmar su
singularidad y lograr su consagración?».
Y todo lo hizo siempre con la vista puesta en una futura y apoteósica reconciliación,
siguiendo el patrón del hijo pródigo, como demuestran la correspondencia y los numerosos
y baldíos intentos de ser admitido por la buena sociedad de su época al final de su vida. Su
rebeldía fue estratégica, nos dice Sartre, una forma de reclamar más reconocimiento, nunca
cuestionó en serio el orden establecido ni se le pasó por la cabeza que pudiera haber otra
forma de organizarlo, como no fuera volviendo al pasado aristocrático más rancio.
La conclusión de Sartre es que Baudelaire pudo ser independiente y renunció por miedo.
Tuvo a su alcance la independencia económica, como Flaubert; la política, como Hugo; la
moral, como Rimbaud, la sentimental, como Byron y todas las rechazó para someterse a la

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tutela económica de la familia, a la política de Napoleón III, a la religiosa del cristianismo
más retrógrado, a la erótica de mujeres inferiores a las que en el fondo despreciaba.
Su rebeldía fue postiza; siempre deseó ser recuperado por aquella sociedad biempensante
a la que provocaba. Como afirmó él mismo en un borrador de dedicatoria a Gautier: «El
blasfemo no hace sino reafirmar la Religión». Para Sartre, Baudelaire es un caso flagrante de
mala conciencia, es decir, de alguien que prefirió disfrazarse de víctima, antes que atreverse
a ser libre.
Todo su malditismo, nos dice Sartre, no fue, pues, más que una impostura, como se vio
al final de su vida, cuando se convirtió en un ardiente defensor del orden más reaccionario.
Tal es la esencia del poeta: dramatizar, representar un papel, hacer teatro. La pose que toda
su vida adoptó es siempre un signo de inferioridad, de sumisión al público al que va
dirigido y al que se pretende seducir. En su caso, ese público era la sociedad burguesa, el
orden establecido. Hasta su intento de suicidio de los veinticuatro años, decepcionado por
el nulo eco de su primer libro, fue una impostura: las cuchilladas apenas causaron rasguños,
lo que volvía irrisoria la grandilocuente carta de despedida: «Me mato porque soy inútil a
los demás y peligroso para mí mismo».
Comparado con Rimbaud desde un punto estrictamente humano (olvidemos ahora la
literatura), su trayectoria vital sólo puede calificarse de bochornosa. De todo lo cual
conviene olvidarse a la hora de leer «Las joyas», «Una carroña» o cualquiera de sus otros
grandes poemas. Por si alguien todavía confunde la integridad artística con la humana. El
propio Baudelaire lo explicó mejor que nadie en «Delfina e Hipólita»:

¡Maldigo para siempre al soñador inútil


Que deseó el primero, en su imbecilidad,
Planteándose un estéril e insoluble problema,
Mezclar la honestidad con asuntos de amor!

Póngase ‘arte’ donde dice ‘amor’, que no se altera el producto.

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B AUDELAIRE, EL DANDY

«El Dandi debe aspirar a ser sublime sin interrupción;


debe vivir y dormir delante de un espejo»
(Mi corazón al desnudo)

Salvo el breve periodo de su juventud, cuando dispuso a su antojo de su herencia,


Baudelaire fue un dandi pobre, una patética contradicción en los términos. Sin embargo, ni
siquiera en sus años de mayor necesidad hay que imaginarlo como un desharrapado. El
poeta fue siempre muy cuidadoso con su
apariencia.
En su juventud, se diseñaba él mismo
los trajes, a contrapelo de la moda.
Vestido como un petrimetre, con «la
cabeza completamente rapada», su
aspecto por aquellos años, según su
amigo más fiel, Charles Asselineau, es
«chocante e inolvidable». También a los
Goncourt, excelsos cotillas, les llamó la
atención la «toilette de guillotinado» de
Baudelaire.
Antes de que los excesos le dibujasen
un rostro maligno, de diablillo de títeres,
Baudelaire era un tipo resultón. Medía
1,65 (una estatura media para la época),
tenía manos delicadas; mirada de
hipnotizador; la boca «bastante grande,
pronta a contraerse» en una mueca de
desprecio; la nariz «bien plantada»; «una
voz bien timbrada cuya sonoridad tenía algo metálico y cortante».
Así describía el fotógrafo Nadar a un poeta de treinta y un años:

Charles Baudelaire, joven poeta nervioso, atrabiliario, irritable e irritante, y a menudo totalmente
desagradable en la vida particular… de entre los raros espíritus que van caminando, en los tiempos
actuales, por las soledades del yo, creo que es el mejor y el más seguro de su ruta. Por otra parte, muy
difícil de editar, porque llama a Dios en sus versos imbécil.

Maxime du Camp, otro fotógrafo ―gente que sabe mirar―, lo retrató así por aquellos
mismos años:

Llevaba un traje impecablemente limpio, de forma y de tela rústicas… La cabeza era la de un joven
diablo que se hubiera hecho ermitaño; el pelo cortado muy corto, la barba totalmente afeitada, los

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ojos pequeños, vivos, inquietos, más rojizos que castaños, una nariz sensual, abultada por la punta, la
boca muy estrecha, sonriendo poco, casi siempre apretada, la barbilla cuadrada y las orejas muy
separadas, le conferían una fisonomía desagradable a primera vista, a la que uno, no obstante, se
acostumbraba enseguida. Su voz era pausada, como la de un hombre que estudia sus expresiones y
se recrea en sus palabras. Su estatura mediana, sólidamente plantada, denotaba fuerza muscular, y sin
embargo, había en todo él algo quebrantado y laxo que indicaba debilidad y abandono.

Al Baudelaire joven le encantaba hacerse el exquisito, provocar y llamar la atención.


Siempre andaba pendiente del efecto que causaban sus extravagancias. A la cortesía
exagerada, se unían ocurrencias chocantes, que buscaban pasmar al conocido de turno.
Cuando no lo conseguía, se mosqueaba lo suyo. Con ello, se creó bien pronto una leyenda
de tipo excéntrico. He aquí algunas de sus excentricidades y truculencias:
Ante el director de la Ópera, sacó un libro supuestamente encuadernado en piel humana
y añadió: «y cuando venga a mi casa, le enseñaré unos pantalones de montar que me hice
confeccionar con la piel de mi padre».
A una joven madre que observaba jugar a un niño
por el jardín de las Tullerías: «―¿Es suyo ese niño?
―Sí, señor. ―¡Santo cielo!, señora, ¡pero si es
feísimo!».
A un mesonero que le sirvió un filete en su punto:
«Éste es el filete que yo quería… está tierno como un
seso de niño pequeño».
Al poeta Théodore de Banville, al que encontró en
la calle: «¿No le parecería agradable, querido amigo,
tomarse un baño en mi compañía?». Pero Banville,
que ya sabía de qué pie cojeaba, no se deja vacilar y le
sigue la corriente: «¡Cómo no!, iba a proponérselo».
Un día se topa con Maxime du Camp, que le ofrece
algo de beber. Baudelaire responde que sólo bebe
vino. Du Camp le pregunta: «¿Burdeos o Borgoña?».
El poeta responde: «Si me lo permite, señor, beberé
uno y otro»; y en una hora se bebió dos botellas, una de cada. Eso sí, mirando por el rabillo
del ojo qué efecto causaba su baladronada en su anfitrión, que lo consideró ―con razón―
un fantasma: «Trajeron dos botellas, un vaso, una jarra, dijo: “Señor, haga el favor de pedir
que se lleven esa jarra, la vista del agua me resulta desagradable”. A lo largo de la hora que
duró nuestra conversación, se bebió las dos botellas de vino a grandes tragos, despacio,
como un carretero. Me quedé tanto más impasible cuanto que percibía, cada vez que
vaciaba su vaso, la mirada de reojo que me echaba, para ver la impresión que le producía».
A Maxime du Camp, que fue uno de los mejores amigos de Flaubert, le encantaba darle
cortes a Baudelaire. Y éste se los servía en bandeja, la verdad. Una vez el poeta apareció
con el pelo teñido de verde: «¿No ve usted nada anormal en mí?», le preguntó a du Camp.
«Pues no», contesta éste. «Sin embargo, tengo el pelo verde, y no es muy corriente». Y du
Camp: «Todo el mundo tiene el pelo más o menos verde; si lo tuviera usted azul celeste,
podría sorprenderme; pero pelo verde, eso se encuentra bajo cantidad de sombreros de
París».

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Así de rebuscadamente agradecía el poeta un préstamo a su editor Poulet-Malassis, tras la
publicación de las Flores…: «Debo decirle (no se ofenda por ello) que su rapidez y su
complacencia me causaron una sorpresa muy agradable. Siendo que la sorpresa trae gloria
para el que la provoca, al tiempo que placer para el que la sufre…, glorifíquese, pues, usted
mismo». Todo antes que decir: gracias, me has sacado de un apuro.
Gómez de la Serna recopiló en su estudio otra faceta del Baudelaire baladrón, el inventor
de anécdotas truculentas falsas:
«“Cuando arrojé a mi querida por el balcón…”, solía decir en voz alta»; «¿Ha comido
usted sesos de niño? ―solía
preguntar―. Se parecen mucho a las
nueces frescas y son excelentes»;
«“Después de haber asesinado a mi
pobre padre…”, comenzó una vez
un relato en pleno restaurante y en
voz alta y entonada».

Baudelaire no sólo ejerció de


dandi, sino que lo teorizó. Durante
años preparó un magno proyecto
sobre el dandismo que su indolencia
redujo finalmente a un capítulo de
su ensayo El pintor de la vida moderna.
En aquellas brillantes páginas, el
autor pone al descubierto la fatal
servidumbre del dandi: necesita del
público al que desprecia, sólo contra
el telón de fondo de la masa puede sentirse alguien diferente, superior y distinguido. Así
define la obsesión del dandismo: «Es el placer de asombrar y la orgullosa satisfacción de no
asombrarse nunca… En realidad, existen mucho más para el placer del observador que
para el suyo propio».
Ahí reside la contradicción fundamental del dandi: desea desmarcarse de la chusma, pero
necesita desesperadamente su reconocimiento. Sin este reconocimiento (sin ese
«asombro»), no es nada. Esa fue siempre la contradicción del propio Baudelaire: despreciar
a la sociedad de su época, mientras por el rabillo del ojo miraba qué efecto causaban en ella
sus actos. Baudelaire idealizó esta comedia perpetua en la figura del dandi, cuya esencia era
vivir su vida como si estuviera siempre delante de un espejo. Por espejo hay que entender
aquí la sociedad de su época. O como dice Sartre: «Se ve, se lee en los ojos de los demás y
goza en la irrealidad de ese retrato imaginario».

El dandi es además la manera de distinguir una mercancía devaluada (el propio poeta) y
llamar la atención en un mercado adocenado. Se trata de una técnica de márketing como
otra cualquiera: para venderse a los burgueses, tiene que diferenciarse de ellos y
despreciarlos en apariencia, ofreciéndoles una imagen morbosa de lo que ellos rechazan. Es
el mismo proceso del exotismo para turistas.

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En su estudio sobre el poeta, Azúa introduce una interesante enmienda a esta imagen
peyorativa: convirtiéndose a sí mismo en objeto efímero de arte, el dandi proclama, como
un emblema viviente, la insignificancia, lo efímero y el nihilismo de nuestro tiempo:

No creo que deba verse en el dandi la pura conversión del sujeto en mercancía, que es la posición
tradicional de la izquierda desde Benjamin hasta Agamben, sino más bien la adopción masiva de una
moralidad que encarnan simbólicamente algunos dandis de más compleja artisticidad como pueden
ser Dalí, Duchamp, Tzara, Warhol o Beuys. Estos artistas-de-sí-mismos asumen conscientemente el
nihilismo y lo devuelven a la masa nihilista inconsciente, sin necesidad de que el proceso tenga su
causa metafísica en el mercado… Buena parte de las actividades surrealistas, dadá, conceptuales,
situacionistas, etc…, son evoluciones más o menos desesperadas del dandi.

Por suerte, la de dandi fue la faceta más superficial de Baudelaire. A la hora de la verdad,
en su poesía, el supuesto dandi fue un tipo apasionado, como él mismo reconoció. En una
carta a su tutor judicial, Ancelle, escrita un año antes de su muerte, el apóstol del «arte por
el arte» hace esta sorprendente confesión: «¿Habrá que decirle a usted, que tampoco lo
adivinó, que en ese libro atroz puse todo mi corazón, toda mi ternura, toda mi religión
(disfrazada), todo mi odio? Cierto es que escribiré lo contrario, que juraré ante Dios que es
un libro de arte puro, de agudezas, de malabarismo, y mentiré como un sacamuelas».
Por otro lado, difícilmente podría haber disfrutado un dandi de la pasión baudelairiana
por excelencia, la de «desposarse con la multitud», una pasión que exige pasar
desapercibido. El movimiento del dandi es justo el opuesto del artista y del poeta tal como
lo concibe Baudelaire; mientras que el primero se separa de la multitud, el segundo se
«baña» en ella. Mientras uno se ofrece a la observación (al «asombro»), el otro observa y se
asombra. El dandi nunca sale de sí mismo; el poeta se entrega a la «santa prostitución del
alma» y se introduce en vidas ajenas.
Baudelaire se debatió siempre entre estos dos impulsos opuestos: potenciar el yo o
diluirse en la masa, convirtiéndose en un hombre invisible. Lo decisivo es que no renunció
a ninguno de ellos, por más que lo desgarraran. Por un lado rehuía a la muchedumbre, la
verdadera enemiga del ensimismado («La facultad de soñar es una facultad divina y
misteriosa… Pero para desarrollarse libremente, esta facultad necesita soledad…»). Pero
por otra, de nada podía prescindir menos que de dejarse llevar por las calles, olvidado de sí
en la observación de otras vidas.
Sobre la pasión del «baño de multitudes», Baudelaire escribió páginas elocuentes, como
esta, por ejemplo, de El pintor de la vida moderna:

Su pasión y profesión: desposarse con la multitud. Para el perfecto paseante ocioso, para el observador
apasionado, constituye un gozo inmenso elegir domicilio entre el número, en lo ondulante, en el
movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Vivir fuera de casa y, sin embargo, sentirse en casa en
cualquier parte; ver el mundo, estar en el centro del mundo y permanecer oculto para el mundo,
tales son algunos de los menores placeres de estos espíritus independientes, apasionados,
imparciales, a los que el lenguaje sólo torpemente alcanza a definir. El observador es un príncipe que
goza por doquier de su carácter absoluto.

En su edad madura, Baudelaire en persona ofrecía una imagen atildada de pijo, muy
diferente de su leyenda de estrafalario. Así lo retrata Sainte-Beuve en un artículo, en que
comentaba su aspiración a la Academia como una «broma»: «Cierto es que M. Baudelaire

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gana con el trato directo, que allí donde uno esperaba ver entrar a un hombre raro,
excéntrico, se encuentra ante un candidato cortés, respetuoso, ejemplar, un chico amable,
de lenguaje fino, totalmente clásico en sus ademanes».
Como demuestra el cuadro de Manet, Musique aux Tuileries (de 1862, considerado el
primer cuadro impresionista), donde aparece de lo más atildado, Baudelaire no era tan
maldito ni tan marginal como se imagina; de hecho, se movía entre la buena sociedad. Por
mucha fama de vicioso que gastara (algo habitual entre los artistas), respetaba lo
fundamental: el orden político del Segundo Imperio. A partir de ahí, se le podía perdonar
su bohemia. Su admirador Barbey d’Aurevilly advirtió su inocuidad, al llamar al poeta «un
niño bien muy perverso que se
sueña hijo de Caín». Como
apuntó Sartre, siempre tan
demoledor: «es perfectamente
inofensivo. No trastorna ninguna
de las leyes establecidas. Se
quiere inútil, y, sin duda, no sirve;
pero tampoco perjudica; y la
clase en el poder preferirá
siempre un dandi a un
revolucionario».

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M UJERES

«… sólo acepto dos tipos de mujeres posibles:


las putas o las mujeres tontas, el amor o el cocido».
(Consejos a los jóvenes literatos)

Como en el resto de sus prejuicios, tampoco en la misoginia fue Baudelaire muy original.
En una carta a la madre (27-3-1852) escribió esta parrafada digna del padre Torrejoncillo:
«… pienso firmemente que la mujer que ha sufrido y tenido un niño es la única igual a un
hombre. Engendrar es la única cosa que da a la mujer inteligencia moral [repárese en que
sólo le concede inteligencia moral, no de la otra, de la buena]. En cuanto a las mujeres
jóvenes, solteras y sin hijos, no son más que coquetería, implacabilidad y crápula elegante».
El maniqueísmo de Baudelaire se aplicaba también a las mujeres: había mujeres ángeles y
mujeres perversas, demoníacas. Ni que decir tiene que el escritor eligió con preferencia a
estas últimas. Pero en los escasos momentos de lucidez, reflejados en un par de poemas
(«Invitación al viaje» y «El vino de los amantes»), Baudelaire ―privilegio del genio― fue
capaz de trascender el tópico y concebir un tercer tipo femenino, la mujer-hermana, ni
arriba ni abajo del hombre, sino al lado.
Descontando esas excepciones, su visión de la mujer fue de lo más burda y desoladora.
«Una especie de ídolo, quizá estúpido, pero deslumbrante», la definió alguna vez. En
cualquier caso, no había salvación para ella: la mujer normal era abominable («La mujer es
natural, es decir, abominable»); la culta, una aberración: «estoy obligado a colocar en la lista
de las mujeres peligrosas para los que se consagran a las letras, a la mujer honrada, a la
sabihonda y a la actriz».
En cuanto al amor físico, no lo concebía sin algo sadomasoca, algo perverso y violento:

Podemos encontrar en el acto de amor una gran semejanza con la tortura o con una operación
quirúrgica (Cohetes).
¿Qué es el amor? La necesidad de salir de sí mismo. El hombre es un animal adorador. Adorar es
sacrificarse y prostituirse. En consecuencia, todo amor es prostitución (Mi corazón al desnudo).
¡Juego espeluznante en el que uno de los jugadores debe perder el control de sí mismo! (Cohetes).
…la voluptuosidad única y suprema del amor se aloja en la certeza que uno tiene de hacer el mal.
Y el hombre y la mujer saben desde que han nacido que en el mal reside cualquier tipo de
voluptuosidad (Cohetes).

En la vida real, las relaciones del poeta con las mujeres fueron siempre problemáticas. No
tuvo jamás prometida formal ni pensó en el matrimonio. La casi totalidad de sus relaciones
eróticas o sentimentales fue con prostitutas de todos los precios y categorías, algunas de
muy elevado caché. La principal de todas fue la «Venus negra», Jeanne Duval (¿1820-
1862/1870?), una mulata que llegó de Haití al parecer (pues sobre ella hay muy pocos datos
ciertos).

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Baudelaire y Jeanne se conocieron en 1842 y, con altibajos, la relación se mantendría
durante veinte años, hasta la muerte de él. El poeta veinteañero la instala a su costa cerca
del Hotel Pimodan, donde vive por entonces. Al decir de Baudelaire, la Duval tiene los
andares ondulantes de una reina y la belleza exuberante y felina. Es el complemento ideal
para un dandi. La «maga toda de ébano, nocturna criatura», era actriz ocasional y antes fue
la amante de Nadar, el fotógrafo, que alaba su «exuberante, inverosímil desarrollo de los
pectorales». Los retratos a pluma que Baudelaire dejó de ella, incluso en una fecha tan
tardía como 1865, cuando ambos estaban enfermos y decaídos, la muestran desde luego
como una belleza exótica, al menos a los ojos de su retratista. De ella le atraen la mirada
cruel («Tus ojos que nada revelan /de dulce o amargo / son dos frías joyas que aúnan / el
oro y el hierro»), el cimbreo («se diría que baila cuando sólo camina»), la aromática cabellera
(«¡Oh vellón, que rizándose baja hasta la cintura! / ¡Oh bucles! ¡Oh perfume cargado de
indolencia!»). Le tienta sobre todo esa apariencia de esfinge perversa que desprende su
presencia: «Sin cesar resplandece, como un inútil astro, / la helada majestad de la mujer
estéril»).
Fiados de la visión tendenciosa que dan las
propias poesías de Baudelaire, se ha tendido a
demonizarla como a una vampiresa. La
realidad, como siempre, se muestra bastante
más enredada. Jeanne no era ninguna santa,
pero eso es justo lo que buscaba un poeta
maldito, en una época en que las mujeres
burguesas debían llegar castas y tontas al
matrimonio. Por otro lado, Baudelaire era
brutal a menudo, un maltratador que hoy
tendría orden de alejamiento. A los que acusan
a la mujer de haberle sangrado el bolsillo y
estorbado su escritura, hay que contestarles
que Baudelaire no necesitaba de nadie para
arruinarse o dejar de escribir, y que además,
algunos de los más bellos poemas de las Flores
(baste citar «Las joyas» o «La cabellera») los
inspiró la Duval y le pertenecen por derecho
propio. Ambos se pusieron abundantes cuernos, pero la violencia —no sólo verbal—
provino sólo de uno, el poeta.
Ya en 1848 (8 diciembre, carta a la madre), la menosprecia como a «una pobre mujer a la
que no quiero desde hace tiempo sino por obligación». Unos años más tarde (carta a la
madre, 27-3-1852), la lista de agravios se amplía:

Jeanne ha llegado a ser un obstáculo no sólo para mi felicidad, eso sería poca cosa […] sino
igualmente para el perfeccionamiento de mi espíritu […] Vivir con una persona que no agradece en
absoluto todos mis esfuerzos, que los contraría con una torpeza o una maldad permanente, que sólo
le considera a uno como su criado y a su propiedad, con la que es imposible hablar de cuestiones
políticas o literarias, una criatura que no quiere aprender nada, aunque me haya ofrecido yo mismo para
darle clases, una criatura que no me admira y que ni siquiera se interesa por mis estudios, que tiraría
al fuego mis manuscritos si esto le proporcionara más dinero que el dejar publicarlos, que echa a mi

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gato que era mi única distracción en el hogar e introduce perros porque la mera vista de los perros
me molesta, que no sabe, o no quiere comprender, que ser muy tacaño durante un solo mes me
permitiría, gracias a ese descanso momentáneo, terminar un libro grueso… vamos, ¿es esto posible?
¿Es posible?… Tengo lágrimas de vergüenza y rabia en los ojos mientras escribo esto, y en verdad
estoy encantado de que no haya armas en esta casa. Pienso en las circunstancias en que me es
imposible obedecer a la razón y en la terrible noche en que le abrí la cabeza con una consola…

En 1852 por fin se separa de ella, aunque la sigue ayudando con pequeñas cantidades.
Pero un año más tarde se atreve a contar por fin la otra parte de la historia (carta a la
madre, 26-3-1853):

…ahora está seriamente enferma y en un estado de indigencia total […] Dos veces le comí sus joyas
y sus muebles, le hice contraer deudas para mí, suscribir pagarés, la golpeé, y finalmente, en vez de
mostrarme como se debe comportar un hombre como yo, siempre le di el ejemplo de la disipación y
de la vida errante. Ella sufre y calla. ¿No hay aquí motivos para el remordimiento?

En diciembre 1855 vuelven a vivir juntos después de haber coqueteado el poeta con
otras, pero rompen de nuevo en septiembre de 1856. En una carta a la madre de ese año
(11-9-1856), el poeta se muestra tierno, arrepentido, casi humano:

Mis relaciones, relaciones de catorce años, con Jeanne, se han roto. Hice todo lo humanamente
posible para evitar la ruptura… Jeanne me contestaba siempre con la mayor calma que yo tenía un
carácter intratable… Yo, por mi parte, sé que por muy agradables que me resulten las aventuras, los
placeres, el dinero o la vanidad que me puedan sobrevenir, siempre añoraré a esa mujer….; esa
mujer era mi única distracción, mi único placer, mi único compañero, y a pesar de todas las
conmociones de unas relaciones tormentosas, jamás entró de forma tajante en mi mente la idea de
una separación irreparable…veía ante mí una interminable hilera de años sin familia, sin amigos, sin
amiga, años para siempre de soledad y de vida azarosa, y nada para el corazón. Tampoco podía sacar
consuelo de mi orgullo. Porque todo ocurrió por culpa mía; usé y abusé; me divertí martirizando, y
fui martirizado a cambio.

Un par de meses más tarde (carta a la madre, 4-11-1856), prosiguen los remordimientos,
lo cual le honra: «La pobre chica está ahora enferma, y me negué a ir a verla. Durante
mucho tiempo, huyó de mí como del demonio, porque conoce mi odioso temperamento,
que no es más que astucia y violencia».
Pese a todo, siguieron viéndose con cierta frecuencia. Jeanne, parcialmente inválida
debido a una hemiplejía, fue ingresada durante una temporada en una casa de salud, y
Baudelaire la ayudaba económicamente. Ocasionalmente se alojaba con ella, pero nunca
por mucho tiempo. Tras la muerte del poeta, se pierde el rastro de la mulata. Es muy
probable que muriese en la indigencia.

Como buen maniqueísta, Baudelaire se buscó una mujer buena para compensar la mala.
El papel le tocó a Apollonie Sabatier (1822-1890), una conocida demi-mondaine, el escalón
más elevado de la prostitución. Aparte de satisfacer los gustos del rico que la mantenía, la
cortesana de lujo debía brillar en sociedad por su elegancia, distinción, cultura y encanto.
Algunas, como la Sabatier, organizaban brillantes salones literarios y artísticos, donde se
reunían los artistas y escritores más notables de la época (Flaubert, Musset, Nerval,
Berlioz…) Incluso solían tener veleidades artísticas; la Sabatier era pintora aficionada.

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Su primer encuentro data de 1851. A partir del año siguiente, le envía de forma anónima
una serie de poemas galantes: «A celle qui est trop gaie», «Réversibilité», «L’Aube
spirituelle», «Confessions», «Le Flambeau vivant», «Que diras tu ce soir, pauvre âme
solitaire…», «Hymne». En general, el ciclo Sabatier entra dentro del género de las
galanterías y del platonismo más tópico: la mujer ideal, que arrastra al poeta hacia las esferas
espirituales y todo eso. Como decía un personaje de Campo de sangre de Max Aub: «Con ésta
me ha dado por hacer frases, jugar al desengañado y superior, y suena a hueco que da
miedo». En uno de los poemas, tiene la humorada de decirle: «Su carne espiritual tiene el
perfume de los ángeles…». Que la «carne espiritual» perteneciera a una de las putas de lujo
más conocidas de la ciudad no deja de tener su gracia. A Baudelaire no le importaba, sólo
jugaba a petrarquista.
En otro soneto dedicado a los ojos
de la amada, entona: «Salvándome de
trampas y de pecados graves, / Ellos
[los ojos de la chati] guían mis pasos
camino de lo Bello…»
La única excepción a estos
ejercicios retóricos es «A la que es
demasiado alegre». Un poema
galante, por decir algo, escrito por un
sádico y literariamente sin más interés
que el brutal final, en que el poeta
expresa su intención de rajar a la
galanteada para violarla por la herida.
Se habla en él de «castigar tu carne
alegre», de «magullar tu seno
absuelto», etc. ¿Y todo por qué?
Porque el amargado del poeta no
soporta verla alegre. Un poema
repugnante y literariamente mediocre.
Una nota de editor, presuntamente de
la mano de Baudelaire, se quejaba de
la «interpretación sifilítica» que dio el
tribunal que censuró este poema a lo de «inocularte mi veneno». La nota insistía en que el
veneno tenía un sentido simbólico y se refería al spleen, pero conociendo a Baudelaire, no es
descabellado el sentido literal y «sifilítico». Aún más incomprensible que la celebridad de
este himno al resentimiento, es que la homenajeada se sintiera halagada, en lugar de salir
por patas.
La historia cuenta con final de comedia de enredo. En el verano del año 1857, Apolonia
—que ya ha descubierto la identidad de su secreto admirador— se entrega por fin a
Baudelaire: «Me parece que soy tuya desde el primer día en que te vi. Harás lo que quieras
de mí, pero soy tuya en cuerpo, en espíritu y de corazón». Y otra: «Puedo decirte, sin que
tengas que acusarme de exagerar, que soy la más feliz de las mujeres, que nunca sentí con
más fuerza que te quiero, que nunca te vi más hermoso, más adorable, mi divino amigo,
sencillamente.» Baudelaire, que no contaba con esta conversión del amor sacro en profano,

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recula asustado: «En pocas palabras, no tengo fe. Tiene usted un alma hermosa, pero,
después de todo, es un alma femenina… hace unos días eras una divinidad, lo que es tan
cómodo, tan bello, tan inviolable. Y eres una mujer ahora… Pero lo que sé perfectamente,
es que siento horror por la pasión… y he aquí que la imagen muy querida que dominaba
todas las aventuras de mi vida se torna demasiado seductora». Después de unos pocos
encuentros, Baudelaire da largas y Apolonia se muestra dolida y celosa: «Su conducta es tan
extraña desde hace unos días que ya no comprendo nada… Parece como si tuviera un
miedo terrible a encontrarse a solas conmigo… ¿Qué tengo que pensar cuando veo que
huyes de mis caricias, sino que piensas en la otra que, con su alma y su cara negras, viene a
interponerse entre nosotros?». Y ahí acaba todo.

Después de la mala y de la buena, llegó la «hermana». La tercera, Marie Daubrun, fue una
actriz con aires de diva, que se aprovechó de las gestiones de Baudelaire sin darle nada a
cambio. Estaba liada con su amigo Théodore de Banville y nunca pensó seriamente en
dejar a un poeta por otro. El escritor la conoció en 1854 y, una vez fracasadas las gestiones
para conseguirle un buen papel, la chica lo mandó a paseo. Pero no sin antes inspirar dos
de los más hermosos poemas de amor jamás escritos, en los que Baudelaire, olvidado de
tonterías petrarquistas y demoniacas, acertó a concebir por vez primera una mujer a la
misma altura del poeta. «¡Niña, hermana mía», la invoca el amante en «Invitación al viaje»
emplazándola a partir hacia un lugar fabuloso, una especie de Holanda transfigurada donde
no hay más que «orden y belleza, / lujo, calma y voluptuosidad». También en el eufórico
«El vino de los amantes» el amor deja de ser crimen y castigo para convertirse en un
«delirio paralelo», por donde los amantes vuelan como pájaros enloquecidos.
La realidad fue más triste: «Después de haber visto cómo declinaba su carrera y de haber
desempañado trabajos de señora de compañía», cuenta Claude Pichois, «Marie Daubrun se
retiró y murió pobre a principios de febrero de 1901…».
Que conste: ni la Duval era un demonio, ni la Apollonie un ángel, ni la Daubrun una
hermana.

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D INERO

«Los años van pasando y quiero ser rico»


(carta a la madre, 3-6-1858)

El estado financiero del poeta maduro es tan deprimente como invariable: siempre con
deudas, saldando unas para contraer otras nuevas, huyendo de los acreedores, cambiando
constantemente de domicilio. Una y otra vez desperdicia las oportunidades y se endeuda
sin descanso. Luego, cuando llegan las vacas flacas, se lamenta melodramáticamente a su
madre, como si no fuese él el responsable de su miseria. Sabe muy bien cómo ponerle el
corazón en un puño y la madre acude siempre al rescate:

… estoy ya tan acostumbrado a los sufrimientos físicos, sé tan bien cómo ajustar dos camisas bajo
un pantalón y un traje agujereado que el viento penetra; sé tan perfectamente adaptar unas suelas de
paja o incluso de papel en el interior de unos zapatos rotos, que ya no siento casi sino los dolores
morales. He llegado, sin embargo, al punto de no atreverme a hacer movimientos bruscos, ni
siquiera a andar demasiado, por miedo a desgarrarme más (carta a la madre, 26-12-1853).

Baudelaire tenía siempre a la vista un


término de comparación mortificante:
los derechos de autor de Victor Hugo
por Les Contemplations, un libro de
poesía publicado un año antes que el de
Baudelaire, le permitieron comprarse
una casa en su exilio de Guernessey.
Baudelaire no sacó con el suyo ni para
unos pantalones. Hugo debió de ser de
los últimos poetas en ganar dinero con
su poesía.
Claude Pichois, su mejor biógrafo, dedica todo un capítulo de su monumental biografía a
un exhaustivo repaso de las cuentas del poeta. La fortuna de Baudelaire en 1844, dos años
después de recibir su herencia, se ha reducido a la mitad. Aun así, es considerable: 55550
francos de capital, que rentan 2629 francos al año.
A partir de 1844, en que es sometido a tutela judicial, debido a su prodigalidad ruinosa, el
poeta recibe una pensión mensual de 200 francos, 2400 francos anuales. Para hacerse una
idea: «Comparada con algunos emolumentos de funcionarios, de “empleados” de los
ministerios o de la administración, entre 1840 y 1860, una pensión de 2400 francos podía
garantizar una vida confortable a un hombre joven, soltero por añadidura. Los sueldos
anuales de un redactor o de un subjefe de oficina en un ministerio, por ejemplo, variaban
entre 2000 y 2700 francos: sólo se podía acceder a aquellos puestos después de rebasar los
treinta años. Un jefe de negociado ganaba entre 4000 y 5000 francos».

22
Sin embargo, Baudelaire andaba siempre a dos velas, en parte debido a sus dispendios y
también por las antiguas deudas. Toda su vida fue un temido sablista y gorrón.
Con el tiempo, las rentas fueron mermando debido a las continuas mordidas al capital
para enjugar deudas. A partir de 1855, recibió 2200 francos anuales, en lugar de 2400; de
1856 a 1860, 2100 francos; y a partir de 1861 hasta su muerte, aun menos: 1900.
Con todo, Baudelaire percibió en ese tiempo otras ayudas extras. En subvenciones
ministeriales, 3350 francos (de 1857 a 1862); y se calcula que su madre le prestó en total
unos 20.500 francos de su bolsillo a lo largo de su vida.
De donde menos sacó fue, paradójicamente, de su trabajo literario, que es lo que más
valía. Sus biógrafos Pichois y Eugène Crépet calculan en unos 10000 francos las ganancias
de toda su vida literaria, una ridiculez, es decir, el equivalente a cuatro años de sueldo de un
funcionario medio por más de veinte años de una de las más geniales carreras literarias. Los
libros propios (dejando aparte las traducciones) le reportaron tan sólo 900 francos, vale
decir, cuatro o cinco meses de un sueldo medio de funcionario para toda una vida. Por la
primera edición de las Flores (sólo 1100 ejemplares publicados), el poeta recaudó tan sólo
250 francos (un mes de sueldo de un abogadillo; cualquier edición moderna de las Flores
obtiene varias veces eso). Por la segunda edición (de 1500 ejemplares, en 1861), algo más:
300 francos; pero como ya le debía a su editor 250, sólo ganó en realidad 50 miserables
francos por la obra cumbre de la poesía moderna. De hecho, Baudelaire siempre cobraba
—y gastaba— por adelantado: «Sé que es una costumbre bastante incómoda aquella de
tomar así el dinero por anticipado, y de trabajar después para devolverlo, pero siempre lo
hice así».
Éste es el resumen que hace Pichois de las ganancias de escritor de Baudelaire:

-Traducciones 4800 F
-Obras personales
-volúmenes 900 F
-prensa 5100 F
-TOTAL 9900 F

«Baudelaire», precisa Pichois, «no dejó de querer ganar dinero, mucho dinero, cada vez
más dinero». Pero como siempre, él fue su peor enemigo y quien más se empeñó en
frustrar sus ansias de riqueza. Fueron numerosas las ocasiones de establecerse en el mundo
de la prensa que desperdició por pura incuria. Tomemos una de ellas al azar.
En 1848, en plena resaca revolucionaria, Baudelaire es contratado como jefe de redacción
de un periódico conservador de Chateauroux, una ciudad de provincias a tres horas en
coche de París. Un buen principio para crearse un nombre en el periodismo, donde algunas
plumas llegaban a cobrar hasta 10000 francos al año. El flamante director, sin embargo,
duró tan sólo unas semanas. A los artículos escandalosos que publicaba, se sumó la querida.
El presidente del consejo de administración, un notario, le despidió con estas palabras:
«―Usted, señor, nos ha engañado. Mme. Baudelaire no es su esposa, es su “favorita”. A lo
que Baudelaire contestó: ―La “favorita” de un poeta, señor, puede a veces valer tanto
como la esposa de un notario». Tras lo cual lió el petate. Fue lo más cerca que estuvo de un
empleo estable.
En Mi corazón al desnudo hizo un balance bastante lúcido de los obstáculos para prosperar:

23
¿Por qué iba yo a triunfar, si ni siquiera tengo ganas de intentarlo?... Si he crecido, es en parte
gracias al ocio. En detrimento mío; pues el ocio, sin fortuna, aumenta las deudas, al ser deudas las
afrentas públicas. Pero en provecho mío, en lo relativo a la sensibilidad, a la meditación y a las
posibilidades del dandismo y del diletantismo. Los demás hombres de letras son, en la mayoría de
los casos, viles braceros muy ignorantes.

Pero el Baudelaire valiente y lúcido continuó alternando


hasta el final con el quejica insoportable. En las cartas a su
madre insiste en lamentarse de las desgracias que le
afligen, casi siempre por culpa de otros. A menudo se
muestra impaciente por ver llegar el día en que se
convierta en todo un señor respetable: «¿Cuándo tendré
por fin un ayuda de cámara y un cocinero ―y un
matrimonio?» (carta a la madre, 22-8-1854).
Conforme pasaban los años, Baudelaire perdía la
paciencia. Su bohemia había sido estratégica, pero
tampoco había que pasarse. Con treinta y cuatro años le
escribe a la madre (20-12-1855): «Estoy absolutamente
harto de la vida de figón y de hotel de mala muerte; me
está matando y envenenando; no sé cómo he podido
resistirlo […] no quiero reventar oscuramente, no quiero
ver venir la vejez sin llegar a una vida regular, no me
resignaré JAMÁS a ello».
El bohemio nunca dejó de soñar con una vida acomodada y sustanciosa, como la que
siempre disfrutaron sus colegas Hugo y Flaubert. En Algunos caricaturistas extranjeros, un
ensayo de 1857, el mismo año de publicación de las Flores, escribió nostálgico de una vida
que jamás conocería: «los artistas más inventivos, los más asombrosos, los más excéntricos
en sus concepciones han desarrollado enormemente las virtudes hogareñas. ¿No habéis
observado con frecuencia que nada se parece más al perfecto burgués que el artista con un
genio concentrado?».
Su ideal de felicidad es de lo más clásico y se localiza en Holanda. Una Holanda
idealizada, más soñada que real, puesto que jamás puso un pie en ella: «¿quieres ir a vivir a
Holanda, esa tierra beatífica?», le pregunta a la amada de Anywhere Out of the World, una
pieza del Spleen de París. Y en otro poema del mismo libro (La invitación al viaje) describe en
detalle ese «país de Jauja, donde todo es bello, rico, tranquilo, honrado; donde el lujo gusta
contemplarse en el orden; donde la vida es abundante y dulce de respirar; de donde el
desorden, la turbulencia y lo imprevisto están excluidos; donde la felicidad está unida al
silencio…»
Se trata de un ideal profundamente burgués, es decir, de belleza ordenada, luminosa y serena,
nada romántica ni exaltada ni decadente, como podría esperarse de un poeta maldito.

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B AUDELAIRE Y LA POLÍTICA

«Sólo hay un gobierno razonable y asentado, la aristocracia.


Monarquía y república basadas en la democracia son igualmente absurdas e inútiles»
(Mi corazón al desnudo)

Baudelaire nace un mes antes de que muera Napoleón, en abril de 1821, en plena
restauración borbónica, un periodo de reacción política y descontento social. Cuando
cumpla nueve años, la revolución de 1830 derrocará al nefasto Carlos X para entronizar, en
su lugar, al más liberal Luis Felipe I, un rey burgués y constitucional, bajo cuyo mandato
―la llamada Monarquía de julio― prosperan los grandes negocios y los banqueros, mientras
la miseria del pueblo varía muy poco. Es un París donde levantamientos y barricadas se han
vuelto frecuentes.
En su juventud, durante
este último rey, Baudelaire
tuvo una breve etapa
revolucionaria, en la que
admiró a notorios
carbonarios como Blanqui
y Proudhon. Tras ese
hervor, que alcanzaría su
ápice durante las jornadas
revolucionarias de febrero
y junio de 1848, el poeta se
destaparía como lo que
siempre fue: un
reaccionario de tomo y
lomo, ferviente lector de
Joseph de Maistre y creyente en la Providencia cristiana en la historia.
Desde un principio, Baudelaire fue un veleidoso en política. En una reseña de 1851 sobre
el «Canto de los obreros» de Pierre Dupont, «ese admirable grito de dolor y de melancolía»,
que le «deslumbró y emocionó» en 1846, escribe:

Es imposible, cualquiera que sea el partido al que uno pertenezca, y sean los que fueran los
prejuicios que le hayan sido inculcados, no sentirse emocionado por el espectáculo de esa multitud
enfermiza que respira el polvo de los talleres, que traga algodón, que se impregna de cerusa, de
mercurio y de todos los venenos necesarios para la creación de obras maestras, durmiendo entre
parásitos, al fondo de los barrios donde las virtudes más humildes y más grandes se codean con los
vicios más empecinados y las inmundicias de los penales…

Pero ese mismo año en que le emocionó el «Canto de los obreros» publica en el Salón de
1846 esta parrafada, digna del Céline más nazi:
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¿Sintieron ustedes la misma alegría que yo al ver a un vigilante del sueño público —policía o guardia
municipal, el verdadero ejército— aporrear a un republicano? Y, como yo, dijeron ustedes dentro de
su corazón: Dale, dale un poco más fuerte, dale más, guardia de mi corazón; pues en ese
aporreamiento supremo, yo te adoro, y te juzgo semejante a Júpiter, el gran justiciero. El hombre al
que aporreas es un enemigo de las rosas y de los perfumes, un fanático de las herramientas; es un
enemigo de Watteau, un enemigo de Rafael, un enemigo acérrimo del lujo, de las letras y de las bellas
artes… ¡Aporrea a conciencia las espaldas del anarquista!

La inconsecuencia es todavía mayor porque, sólo dos años después de escribir lo anterior,
Baudelaire mismo sería uno de esos republicanos y anarquistas que se enfrentarían,
escopeta en mano, a los «vigilantes del sueño público», a los «guardias de mi corazón», en
las jornadas revolucionarias de 1848.
Pero incluso en su faceta destroyer, el poeta fue un revolucionario muy suyo, a quien lo que
en verdad interesaba de la revolución era el momento destructivo y caótico, más que los
objetivos políticos perseguidos.
Su comportamiento durante el levantamiento del 48 está ampliamente documentado y
merece contarse. Un amigo, Toubin, encuentra a Baudelaire el 24 de febrero tras una
barricada: «En el cruce de Buci, encontré a Baudelaire y a Barthet armados con escopetas
de caza y decididos a disparar detrás de una barricada que sólo les cubría hasta la cintura».
Otro amigo se lo topa esa misma noche, «en medio de una muchedumbre que acababa de
asaltar una armería. Llevaba una hermosa escopeta de dos cañones reluciente y virgen, y
una magnífica cartuchera de cuero amarillo igualmente inmaculada; le llamé, vino hacia mí,
simulando una gran animación: “¡Acabo de disparar unos tiros!”, me dijo… gritaba mucho
y siempre el mismo estribillo: había que fusilar al general Aupick».
El general Aupick, su odiado padrastro, estuvo a punto, en efecto, de ser fusilado ese día.
La Escuela Politécnica, de la que era director, fue asaltada por los amotinados y sólo la
intervención de unos estudiantes que se interpusieron impidió que el general fuera pasado
por las armas. Hay que pensar que, si tantas ganas tenía, Baudelaire pudo haberse unido a
estos exaltados y llevar a cabo lo que tanto proclamaba. Nuevamente, había mucho de
retórica en sus propósitos. Él mismo analizó de este modo su actitud de esos días a toro
pasado, en Mi corazón al desnudo (1859-1865): «Mi ebriedad de 1848. ¿De qué naturaleza era
esta ebriedad? Gusto por la venganza. Placer natural por la demolición. Ebriedad literaria,
recuerdo de lecturas. El 15 de mayo… Siempre la atracción de la destrucción. Atracción
legítima si todo lo que es natural es legítimo». De todo, menos lucha por la justicia social.
Febrero de 1848 recuerda, por las esperanzas utópicas que despertó, a mayo del 68: «1848
sólo fue divertido porque cada uno fabricaba utopías como castillos en la arena. 1848 fue
encantador únicamente por el exceso del Ridículo».
La sublevación que derrocó al inútil Luis Felipe fue la última revolución en que la
burguesía y el proletariado irían de la mano. El matrimonio duró poco. En junio de ese
mismo año, las clases populares de París se levantan indignadas contra la flamante Segunda
República, ante lo que consideran una traición a las promesas de reformas sociales.
Baudelaire volvió a unirse a esta algarada, que acabó en una represión feroz. A él, por
suerte, lo retiraron a tiempo los amigos. Uno de ellos (Le Vavasseur), recuerda: «Nunca
había visto a Baudelaire en semejante estado. Peroraba, declamaba, se jactaba, bregaba para
ir al martirio… Pensaran lo que pensaran del valor de Baudelaire, aquel día era valiente y se

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habría hecho matar». Sin embargo, los amigos lograron disuadirle de seguir la revuelta.
Baudelaire comentaría años más tarde (Mi corazón al desnudo): «Los horrores de Junio.
Locura del pueblo y locura de la burguesía. Amor natural por el crimen».
Para entonces ya no se podía matar al general Aupick: su madre y su padrastro estaban en
Constantinopla, donde el segundo había sido nombrado embajador.
Baudelaire se adhirió por un tiempo a una
sociedad revolucionara, la Societé républicaine
centrale de Blanqui, el famoso revolucionario
del XIX, al que Baudelaire admiraba, igual que
a Pierre-Joseph Proudhon, el pionero
anarquista. «Proudhon es un escritor que
Europa nos envidiará siempre», llegó a escribir
en Los dramas y novelas honestos. En agosto 1848
se acercó al político, advirtiéndole por carta de
que su vida podía peligrar en el ambiente de
reacción que siguió a la represión de las
jornadas de junio. Una frase en concreto de la
carta es inmarcesible: «La turbación que reina
en todos los espíritus exige las más rápidas
explicaciones entre todos los hombres de
corazón».
El entusiasmo le duró poco. Para 1851,
cuando Napoleón el Pequeño, como era llamado por Victor Hugo, dé su golpe de estado
contra la Segunda República y se convierta en Napoleón III, Baudelaire pertenecerá ya a la
más extrema derecha de la época, aquélla para quien el gobierno ideal es la monarquía no,
lo anterior. Si le hubieran regalado una máquina del tiempo, probablemente habría apretado
el botón de la alta Edad Media, o tal vez el de la oligarquía griega, por no decir una satrapía
oriental. Cosas de dandi.
Como tantos otros reaccionarios, disfrazó su conversión de desinterés por la política. El
poeta se declara apolítico, pero eso no le impide considerar a Napoleón III «providencial»:

Mi furor cuando el golpe de Estado. Cuántos escopetazos he soportado. ¡Otro Bonaparte!, ¡qué
vergüenza! Y sin embargo todo se ha pacificado. ¿Acaso no tiene el presidente un derecho al que
puede recurrir? Lo que es el emperador Napoleón III. Lo que quiere. Buscar algo que explique su
naturaleza y su carácter providencial (Mi corazón al desnudo).

Con los años, sus invectivas contra la democracia, el pueblo o el progreso alcanzarían un
nivel delirante:

… el verdadero santo es el que azota y mata al pueblo por el bien del pueblo (Cohetes).
Sólo son grandes entre los hombres el poeta, el sacerdote y el soldado, el hombre que canta, el
hombre que bendice y el hombre que sacrifica o se sacrifica. Los demás son carne de látigo (Mi
corazón al desnudo).
La pena de Muerte es el resultado de una idea mística, totalmente incomprendida hoy en día. La
pena de Muerte no se propone salvar a la sociedad, materialmente, al menos. Su meta es salvar
(espiritualmente) a la sociedad y al culpable. Para que el sacrificio sea perfecto, es preciso que haya
consentimiento y alegría de parte de la víctima. Suministrarle cloroformo a un condenado a muerte

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sería una impiedad, pues se le quitaría su conciencia de grandeza como víctima y se le privaría de la
posibilidad de ganarse el Paraíso (Mi corazón al desnudo).
Se cuenta que en París han firmado 30000 contra la pena de muerte. 30000 tipos que la merecen
(Pobre Bélgica).

De haber nacido ochenta años más tarde, le habría disputado el título de escritor nazi del
siglo a Céline. Pero esas tenemos; no se les pide certificado de buena conducta a los genios.
Claro que, en un momento de despiste, se le escapó algo bastante razonable:

Un famoso escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta no podía hallar sitio
digno ni en una sociedad democrática ni en una aristocrática, pero tampoco en una república o en una
monarquía absoluta o moderada. ¿Quién ha sabido contestarle perentoriamente? (Edgar Poe: su vida y sus obras).

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L AS IDEAS DE BAUDELAIRE

«Desconfiemos del pueblo, del sentido común, del corazón, de la inspiración y de la evidencia»
(Mi corazón al desnudo)

Como pensador, Baudelaire es más bien tosco y dominguero, descontando, claro, sus
ideas sobre arte y literatura. Su filosofía no va más allá de un maniqueísmo rudimentario:

Hay en todo hombre, en cada instante, dos postulaciones simultáneas, una hacia Dios, otra hacia
Satanás. La invocación a Dios, o espiritualidad, es un deseo de subir en grado; la de Satanás, o
animalidad, es una alegría por bajar. Los amores por las mujeres y las conversaciones íntimas con
animales, perros, gatos, etc., deben ponerse en la cuenta de esta última (Mi corazón al desnudo).

El mundo del poeta está poblado de doctores Jekyll, sólo que en su caso prevalece
siempre la parte de Mister Hyde. Hablando de su padre espiritual, Edgar Allan Poe, de
quien tomó tantas ideas, declara como cualquier fundamentalista: «afirmó
imperturbablemente la maldad natural del Hombre… la gran verdad olvidada —la
perversidad primordial del hombre…». No se puede ir más de frente contra Rousseau —a
quien detestaba— y su hombre bueno por naturaleza.
Baudelaire es un creyente empecinado en el pecado original, un antipagano por
antonomasia. Ahora bien, el verdadero pecado original no lo cometieron Adán y Eva, sino
el propio Dios con la Creación: «¿Qué es el pecado original? Si se trata de la unidad
convertida en dualidad, es Dios el que ha pecado. En otros términos, ¿no sería la creación
el pecado de Dios?» (Mi corazón al desnudo). Más que cristiano, su Dios es el demiurgo malo
de los gnósticos. La materia es el mal, y cualquier intento de espiritualizarse consiste en
separarse de ella. Para Baudelaire, la naturaleza es fuente de todo tipo de monstruosidades.
La naturaleza baudelairiana produce belleza, pero también fealdad; impulsos nobles y
también criminales. La naturaleza carece de moral, todo es legítimo en ella, hasta el crimen,
precisamente por ser natural. Hay que romper con lo natural para llegar a la moral. «La
naturaleza no tiene otra moral que el hecho, porque ella misma es la moral» (Salón de 1846).
El autor sembró sus obras de perdigonazos antinaturalistas:

…la naturaleza no enseña nada, o casi nada, es decir, que obliga al hombre a dormir, a beber, a comer
y a resguardarse como buenamente pueda de las inclemencias atmosféricas. Impulsa también al
hombre a matar a su semejante, a comérselo, a secuestrarlo, a torturarlo […] Pasad revista y analizad
todo lo natural, todos los actos y deseos del puro hombre natural, y no encontraremos nada que no
sea espantoso. Todo lo bello y noble es el resultado de la razón y del cálculo. El crimen, cuyo gusto
toma el hombre en el vientre de su madre, es originalmente natural. Por el contrario, la virtud es
artificial, supranatural, puesto que en toda época y en toda nación han sido precisos dioses y profetas
para enseñársela a la humanidad animalizada […] El mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por
fatalidad; el bien es siempre producto de un arte (El pintor de la vida moderna).

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La otra gran idea de Baudelaire, la de las correspondencias, tampoco es original suya. Se
trata de una venerable doctrina, tan antigua como la humanidad, de la que han abrevado
todos los esoterismos. Pertenecía a la vulgata romántica en la actualización que hizo de ella
Swedenborg. En realidad, las doctrinas esotéricas estuvieron muy de moda en la Francia del
XIX y escritores como Balzac, Hugo, Nerval, el propio Baudelaire o Rimbaud hicieron
abundante uso de ellas. Constituían un sincretismo de supercherías milenarias (cábala,
gnosticismo, alquimia, astrología y Hermes Trismegisto, revueltos en el pote de la bruja),
cuya principal virtud era su fuerza de sugestión poética más que su vago contenido de
verdad, poco testable, como diríamos hoy.
La teoría de la analogía y la correspondencia es a la de las causas y efectos lo que la danza
de la lluvia al riego por goteo: algo vintage, que se resiste a desaparecer. Reducida a su
mínima expresión, consiste en tomarse en serio, al pie de la letra, las metáforas que los
literatos emplean en sentido figurado. Si un poeta compara al león con el sol, un creyente
en la analogía piensa que se da una relación efectiva entre ambos y que uno influye en otro.
No es extraño que tantos escritores se interesasen por estas vaguedades.
Según Fourier y su teoría de la analogía universal, el mundo es un todo que se refleja en
cada una de sus partes. Todo es uno y está conectado: lo de arriba con lo de abajo, lo
espiritual con lo material, las diversos elementos de la naturaleza entre sí. Los elementos de
un determinado orden «se reflejan», es decir, influyen, en los de otro aparentemente muy
alejado. De ahí que unos conduzcan y «simbolicen» a otros, y todos apunten a la «tenebrosa
y profunda unidad» de lo creado.
Por ejemplo, los siete metales están conectados («se corresponden») con los siete planetas
y con las piedras preciosas y con los signos zodiacales y con las virtudes y los colores y
los… etc. O bien, como en la Cábala, las letras del alfabeto se relacionan con los cuatro
elementos, los planetas, los números, los meses, las partes del cuerpo humano, la Palabra
de Dios, etc… Los sistemas de relaciones son tan variados y arbitrarios como las doctrinas
esotéricas que los albergan. La palabra misterio garantiza que no se hagan demasiadas
preguntas sobre el mecanismo efectivo de tales conexiones. La investigación queda
empantanada en el vago lenguaje elusivo y
poético del esoterismo, donde todos los gatos
son pardos e inefables.

Emanuel Swedemborg (1688-1772),


místico y científico sueco, ideó un más allá al
alcance de las nuevas mentalidades escépticas y
racionalistas, que tuvo notable éxito entre
espíritus selectos. Su paraíso apenas se
diferenciaba de la tierra salvo en que era más
limpio y luminoso, como una urbanización de
alto standing con respecto a un barrio obrero.
Lo cual convenció a la gente con pretensiones
intelectuales, que no se conformaban con las
paparruchas de siempre. Swedenborgianos
fueron Balzac, Victor Hugo y hasta el padre de
Henry James. Y, por supuesto, el propio

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Baudelaire, que escribió un abstruso poema filosófico, injustamente célebre, en el que hizo
profesión de fe swedenborgiana. Para no ir más lejos, lo tituló «Correspondencias» y en él
hay «columnas vivas» que hablan con media lengua, «bosques de símbolos» que miran y
otras extravagancias. De las sinestesias se pasa a hablar largo y tendido de los perfumes. Era
algo que estaba en el aire de la época y si sólo fuera por eso, Baudelaire no hubiera dejado
de ser uno más.
Según Swedenborg, entre el mundo espiritual y el natural se daban «correspondencias»:

Existe un mundo espiritual y […] ese mundo es distinto del mundo natural; pues entre los
Espirituales y los Naturales se dan Correspondencias, y las cosas que existen por los Espirituales en
los Naturales son las Representaciones; se llaman Correspondencias porq ue los Naturales y los
Espirituales se corresponden (Arcanos celestes).

Hoy nos resulta difícil entender la fascinación que estas vaguedades podían ejercer sobre
tipos que no eran precisamente tontos; pero es muy posible que, en el futuro, digan lo
mismo de nuestras ideas.
Baudelaire apreciaba más al sueco que al francés, como dejó escrito en su ensayo sobre
Victor Hugo:

Fourier vino un día a revelarnos de manera harto pomposa los misterios de la analogía... No hay que
olvidar que Swedenborg, que tenía un alma mucho más grande que él, nos había enseñado ya que el
cielo es un hombre inmenso; que todo ―forma, movimiento, número, color, perfume―, tanto en lo
espiritual como en lo natural, es significante, recíproco, reversible, correspondiente… (Reflexiones sobre
algunos de mis contemporáneos; Victor Hugo).

Visto en perspectiva, la teoría de las correspondencias le sirvió a Baudelaire para darse


tono, más que como verdadera herramienta de conocimiento o inspiración poética. Basta
leer la evaluación que el propio poeta hizo sobre el uso de las correspondencias, para
comprender que hubiera podido escribir su obra sin conocerlas: «Me he dado siempre a
buscar en la naturaleza exterior y visible los ejemplos y metáforas que me sirvieran para
caracterizar los gozos y las impresiones de orden espiritual. (Reflexiones sobre algunos de mis
contemporáneos; Marceline Desbordes-Valmore)». ¿Y qué otra cosa es lo que ha hecho cualquier
poeta de cualquier época? Realmente no se necesita de ningún Swedenborg para suscribir
esa creencia.

El tercer pilar del pensamiento de Baudelaire, y el más endeble, es su visión del pasado.
Baudelaire vivió siempre con la vista vuelta atrás. En uno de los primeros poemas de las
Flores («Me gusta recordar esas desnudas épocas…») habla de su nostalgia de una edad de
oro, y de las naciones corrompidas y las razas decrépitas de la actualidad.
Su visión retrógrada se amparó en uno de los antiilustrados más cerriles, Joseph de
Maistre (1753-1821), pero como dice Sartre, «… la influencia de Maistre sobre Baudelaire
es sobre todo de apariencia: nuestro autor encontraba “distinguido” remitirse a ella». Era
más que nada una racionalización de una actitud vital profundamente arraigada: «En cierto
sentido», añade Sartre, «lo que Baudelaire sepulta en el Pasado, es la empresa y el proyecto,
la inestabilidad perpetua. Como los esquizofrénicos y los melancólicos, justifica su
incapacidad de obrar volviéndose hacia lo ya vivido, lo ya hecho, lo irremediable… Lo que soy
es lo que era…»

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La filosofía de la historia de Baudelaire es de lo más patatera; se notaba que no le quitaba
el sueño:

Las edades del hombre se dividen en infancia, que corresponde en la humanidad al periodo
histórico que va desde Adán hasta la torre de Babel; virilidad, que corresponde al periodo que va
desde Babel hasta Jesucristo, considerado el cenit de la vida humana; edad media, que corresponde al
periodo que va desde Jesucristo hasta Napoleón; y por último, vejez, que corresponde al periodo en
el que entraremos próximamente y cuyo comienzo viene marcado por la supremacía de América y
de la industria… La edad total de la humanidad sería de ocho mil cuatrocientos años (El arte
filosófico).

Uy, casi: el homo habilis (la primera especie humana) es de hace 2,5 millones de años. En
cualquier caso, hemos entrado en un periodo de decadencia irremisible, cuyo principal
síntoma es precisamente la creencia en el progreso, a la que el poeta dedicó numerosas
diatribas: «No hay cosa más absurda que el Progreso, ya que el hombre, como está
demostrado por los hechos diarios, es siempre semejante e igual al hombre, es decir,
siempre en estado salvaje» (Cohetes).
Baudelaire distingue un progreso «físico» de uno moral o artístico. El primero, el
progreso material, es inversamente proporcional al espiritual: «Entiendo por progreso la
progresiva disminución del alma y el progresivo dominio de la materia» (Salón de 1859). El
verdadero progreso en cambio —el «moral»— es siempre personal e intransferible. «Sólo
puede haber progreso (verdadero, es decir, moral) en el individuo y gracias al individuo
mismo» (Mi corazón al desnudo).
Respecto al progreso artístico, Baudelaire lo niega de manera rotunda. Cada artista es un
comienzo y un final, no un eslabón en una cadena: «En el orden de la imaginación, la idea
de progreso… se yergue con gigantesca incongruencia, algo grotesco que raya en lo
espantoso. La tesis es del todo insostenible… En el orden poético y artístico, todo el que
manifiesta algo rara vez tiene un precursor. Toda floración es espontánea, individual… El
artista sólo depende de sí mismo… Muere sin hijos» (Exposición universal, 1855).

Todo gran escritor tiene derecho a su porción de tópicos y disparates, de los que
podemos prescindir tranquilamente a la hora de leerlo. En realidad, las ideas filosóficas de
Baudelaire se nos antojan como un ampuloso adorno añadido a la obra, igual que esas
volutas y cornucopias que recargaban los muebles antiguos, y de los que el mobiliario se
despojó tranquilamente a la vuelta del siglo sin que se resintiera su utilidad. Ni él mismo les
daba importancia: entre los derechos del hombre reclamó incluir «el derecho a
contradecirse». La grandeza de Baudelaire está en otra parte y su verdadero pensamiento
también: Baudelaire fue un nihilista feroz, nunca creyó en serio en nada a lo largo de su
vida, salvo en la fugacidad de la belleza y en el abismo que la devora: «No tengo
convicciones, tal como las entienden las personas de mi siglo, porque no tengo ambición.
No hay en mí base alguna para una convicción» (Mi corazón al desnudo).

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B ELLEZA DEFORME

«Buscó por todas partes la belleza pasajera, fugaz, de la vida presente».


(El pintor de la vida moderna)

Bastante más interesante que sus ideas filosóficas, es su estética. Sus ideas sobre el arte y
la belleza son tan avanzadas que aún seguimos viviendo de ellas. Aquí inaugura un camino
de ruptura, que culminaría un siglo más tarde con la etiqueta de «arte degenerado» aplicada
por los nazis a todo el arte moderno. «En general, el poeta moderno», escribió Luis
Cernuda, «quiero decir el poeta que vive y escribe después de la etapa literaria romántica, ha
roto con la sociedad de que es contemporáneo; ruptura donde nada violento hay, sino que
se consuma quieta y tácitamente, y ésta es quizá la razón, no la supuesta oscuridad de su
poesía, para que la sociedad no guste de ella: porque ya no se reconoce en la obra del
poeta»1.
Desde finales del XVIII y comienzos del XIX, en efecto, los románticos rechazan
frontalmente la nueva sociedad industrial que adviene y se refugian en la naturaleza, la
Edad Media, lo primitivo (el folklore), la intimidad. El primer asalto terminó en un KO
rotundo: casi todos acabaron mal (locos, suicidados, muertos prematuros, y lo peor,
pasados al enemigo). La estrategia de huida se reveló ruinosa.
Baudelaire es el primer poeta que, en lugar de volverle la espalda, decide hacerle frente a
la sociedad burguesa en su propio terreno, la ciudad, y con las solas armas de la poesía.
«Baudelaire es el primero que concibe la metrópolis ―y la masa anónima a ella unida―
como un objeto artístico cuyo significado se ha presentado en el horizonte», explica Félix
de Azúa en uno de los pocos libros en español sobre el poeta que merecen la pena leerse.
De ahí que sea el primer poeta verdaderamente moderno, el primero que contrapone lo
nuevo a la nostalgia del pasado; lo artificial a lo natural; lo prosaico a lo heroico. Su
sociedad ideal no está en la Edad Media, sino en una Holanda idealizada, una sociedad de
lo más burguesa.
Baudelaire es también el primer poeta urbano, el primero en reconocer que no se puede
escapar de la ciudad. El poeta debe vivir en ella aunque no quiera. Es al mismo tiempo uno
más de nosotros («mi semejante, mi hermano», llama al lector) y alguien diferente (un
dandi, alguien que no quiere que le confundan con los demás).

1
Luis Cernuda, «Estudios sobre poesía española contemporánea», Prosa I, Madrid, Siruela, 2002, p. 195.

33
Pese a todos estos rasgos antirrománticos,
Baudelaire se consideró siempre un romántico.
Claro que para ello establece una noción de
romanticismo sui generis. Comienza por excluir de
ella los rasgos habituales: la nostalgia medieval
(«Llamarse romántico y mirar sistemáticamente
hacia el pasado es una contradicción»), el
exotismo y el folklorismo («el color local»), la
adoración de la naturaleza («soy incapaz de
enternecerme con los vegetales»), la inspiración
(«La inspiración llega siempre que el hombre así
lo quiere») y el desmelenamiento formal («Incluso
un soneto necesita esquema, y la construcción, la
armadura por así decir, es la garantía más
importante de la vida misteriosa de las obras del
ingenio»).
Una vez descartados los tópicos, lo que queda es ante todo una actitud moderna:

El romanticismo no radica, precisamente, ni en la elección de los temas ni en la verdad exacta, sino en la


manera de sentir… Para mí, el romanticismo es la expresión más reciente, más actual de lo bello. Hay tantas
formas de belleza como maneras habituales de buscar la felicidad (Stendhal)… Quien dice romanticismo, dice
arte moderno ―es decir, intimidad, espiritualidad, color, aspiración a lo infinito―… (Salón de 1846).

En una anotación de Cohetes, define telegráficamente en qué consiste esta nueva actitud:
«Dos cualidades literarias fundamentales: el sobrenaturalismo y la ironía». Por lo primero
entiende Baudelaire la necesidad de trascender lo dado y las apariencias. Lo que hay (la
naturaleza, la sociedad, los hombres, las mujeres) es un espanto; es preciso ir más allá,
buscar algo que nos lo haga soportable. El arte nunca puede ser imitación.

… la inmensa mayoría de los artistas… puede dividirse en dos facciones muy distintas: una, que se
denomina a sí misma realista… dice: «Quiero representar las cosas tales cuales son, o como serían
suponiendo que yo no existiese». El universo sin hombre. Y otra, la imaginativa, que dice: «Quiero
iluminar las cosas con mi espíritu y proyectar su reflejo sobre los demás»… Un hombre imaginativo
seguramente hubiera tenido derecho a contestar a todos estos doctrinarios tan satisfechos de la
naturaleza: «Encuentro inútil y fastidioso representar lo que es, porque nada de lo que es me
satisface. La naturaleza es fea, y prefiero los monstruos de mi fantasía a la trivialidad positiva» (Salón
de 1859).

El artista no copia, inventa, es decir, descifra, traduce lo que percibe: «¿qué es un poeta (y
considero la palabra en su sentido más amplio) sino un traductor, un descifrador?», escribe
en su ensayo sobre Victor Hugo (Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos). Para esta labor
de «traductor», el poeta se sirve de un gran diccionario: «Todo el universo visible no es sino
un almacén de imágenes y de signos a los que la imaginación ha de asignar un lugar y un
valor relativos; es una especie de pasto que ésta debe digerir y transformar» (Salón de 1859);
«la naturaleza es un gran diccionario» (Salón de 1846).
«Todo es jeroglífico», afirma también en otro momento de su ensayo sobre Victor Hugo.
Ahora bien, ¿de qué sirve copiar un jeroglífico? Los jeroglíficos se descifran, no se copian.

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Más que la imagen un tanto caduca del artista como una especie de brujo o chamán, en la
que también incurrió Baudelaire («Manejar con sabiduría una lengua es como poner en
práctica una brujería evocadora»), lo que lo aproxima de verdad a nosotros es su idea del
poeta como un «descifrador»; un Champollion o tal vez un Auguste Dupin de la poesía que
se afana en desvelar enigmas. Si la primera concepción, la grandilocuente del poeta vidente
o iluminado, la tomó de Hugo, la segunda, más modesta, proviene de su admiración por
Poe. En su ensayo sobre el americano escribió: «… sometió la inspiración al método, al
más severo análisis». Y en más de una ocasión se burló del poeta «inspirado», que crea en
trance: «La orgía ya no es la hermana de la inspiración: hemos roto ese parentesco
adúltero… Una alimentación muy sustanciosa, pero regular, es lo único que necesitan los
escritores fecundos. La inspiración es, sin lugar a dudas, la hermana del trabajo diario… La
inspiración obedece, como obedecen el hambre, la digestión y el sueño» (Consejos a los jóvenes
literatos).
Y a propósito de Delacroix, en el Salón de 1846, fue aún más contundente: «No hay azar
en el arte, como tampoco lo hay en la mecánica. Un feliz hallazgo es la simple consecuencia
de un buen razonamiento ―cuyas deducciones intermedias a veces uno se ha saltado―…».
En cualquier caso, lo valioso en la obra de arte es lo que el artista añade, no lo que copia
de fuera. Si a alguna naturaleza debe fidelidad, es a la suya propia: «el artista, el verdadero
artista, el verdadero poeta, sólo debe pintar atendiendo a lo que ve y a lo que siente. Debe
ser realmente fiel a su propia naturaleza» (Salón de 1859).
Donde la generación anterior ponía la naturaleza o lo real, Baudelaire sitúa la imaginación.
Ése es el verdadero motor de la creación y por ello los surrealistas le reconocerán como su
pionero:

Para él [habla de Poe, es decir, de sí mismo], la Imaginación es la reina de las facultades; pero
por esa palabra entiende algo más grande que lo entendido por el común de los mortales. La
Imaginación no es la fantasía; no es tampoco la sensibilidad, aunque es difícil concebir un hombre
imaginativo que no sea sensible. La Imaginación es una facultad casi divina que percibe en primera
instancia, fuera de los métodos filosóficos, las íntimas y secretas relaciones de las cosas, las
correspondencias y las analogías (Nuevos apuntes sobre Edgar Poe).

El arte, según Baudelaire, no es simplemente mimesis, sino imaginación creadora. El


arte fotográfico nos confina en la realidad, donde nuestros sueños, deseos y recuerdos
nunca tienen cabida. En uno de los párrafos más asombrosos que escribiera nunca, en el
que anticipa todo el arte moderno, el escritor muestra su preferencia por el arte torpe, «mal
pintado», frente al perfeccionista:

Deseo ser transportado hacia los dioramas cuya magia brutal y enorme sabe imponerme una ilusión
útil. Prefiero contemplar ciertos decorados de teatro, en los que encuentro artísticamente expresados
y trágicamente concentrados mis sueños más queridos. Tales cosas, por ser falsas, están
infinitamente más cerca de la verdad, mientras que la mayoría de nuestros paisajistas son mentirosos
justamente por haberse olvidado de mentir (Salón de 1859).

Una casa de Paul Klee nos hace soñar todo lo que no podría hacerlo la más perfecta
fotografía. Anticipándose a la idea proustiana de que la fotografía mata el recuerdo,
Baudelaire nos advierte contra el excesivo detallismo de la imagen, enemigo de la memoria:
«Ya he señalado que el recuerdo era el gran criterio del arte; el arte es una mnemotécnica de

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lo bello; ahora bien, la imitación exacta deteriora el recuerdo… Un particularismo excesivo,
o una excesiva generalización, son, asimismo, un impedimento para el recuerdo…;
principio de que lo sublime debe huir de los pormenores» (Salón de 1846).
En el Salón de 1859 dedica un capítulo muy crítico a la fotografía, a la que ve como la
culminación de la estética realista, de la que abomina desde siempre. La fotografía no puede
ocupar el lugar del arte, es un instrumento auxiliar, secundario: «Debe, por lo tanto,
regresar a su auténtico deber, que es el de sirviente de las ciencias y de las artes, pero un
sirviente muy humilde, como la imprenta y la estenografía, que ni han creado ni han
sustituido a la literatura». Y eso que el escritor, que tiene dieciocho años cuando se inventa
el daguerrotipo, fue uno de los primeros literatos que más y mejor supo explotar la
fotografía para crear su propia efigie.

Pero ¿qué es, en definitiva, eso que el artista debe «descifrar», «traducir», «rescatar»,
«recordar»? Baudelaire le da nombres similares ―«gusto de infinito», «aspiración a lo
infinito», «atisbos de infinito»―, pero todos parecen implicar el apetito de una vida superior
que no encuentra satisfacción en este mundo: «Es ese admirable, ese inmortal instinto de lo
Bello lo que nos hace considerar a la tierra y sus espectáculos como un atisbo, como una
correspondencia del Cielo» (Nuevos apuntes sobre Edgar Poe).
Baudelaire era un admirador de E.T.A. Hoffmann (1776-1822). De él pudo tomar la idea
de que el arte no es sólo o principalmente imitación de la naturaleza, sino búsqueda de
infinito. Ése es uno de los principios del arte romántico frente a la estética neoclásica
anterior, pero también frente al realismo que le siguió, contra el cual también se manifestó
Baudelaire. En su cuento La iglesia de los jesuitas de G., Hoffmann expone una teoría artística
muy parecida a la de Baudelaire por boca de un veterano pintor, «el maltés», que le
reprocha al colega más joven desperdiciar su talento en la imitación servil de la Naturaleza:

¡Fíjate bien lo que voy a decirte!... ¿Crees que no conozco el objetivo único al que se dirigen tanto el
paisajista como el pintor histórico? Es tomar de la naturaleza la manifestación más brillante que
revela a todos los seres animados el presentimiento de lo infinito; éste es el sagrado fin del arte.
La servil y material imitación de la Naturaleza, ¿puede jamás conducirte a esto?...

La diferencia con los románticos es que esos atisbos han de rastrearse ahora, no en un
cielo platónico, sino por las calles de París, entre «andamiajes, palacios, nuevas casas, /
viejos barrios», donde «todo se torna alegoría», como ese cisne enloquecido del poema del
mismo título, que arrastra las plumas sobre el polvo buscando el agua, o «esa negra,
enflaquecida y tísica, / vacilando en el lodo, que anhela, el ojo huraño, / lejanos cocoteros
del África soberbia…»; otros tantos emblemas o espejos del poeta.
Como un chamarilero o ropavejero espiritual, el poeta descubre sus tesoros rebuscando
en lo que la ciudad desecha: lesbianas, viejos, enfermos, pobres, prostitutas, borrachos,
drogados, pero también sus recuerdos, ensoñaciones y arrebatos místicos. Fue el propio
Baudelaire quien, en El vino de los traperos, reclamó esta identificación del poeta con el
trapero:

En un viejo arrabal, laberinto de fango,


Donde en sordo fermento hierve la humanidad,

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Aparece un trapero, la cabeza agachada,
Tropezando en los muros lo mismo que un poeta…

Si el poeta debe mantener viva la existencia problemática


de esa otra realidad entrevista, tiene que ser consciente
también de las enormes fuerzas que se oponen a su rescate
y que la convierten, una y otra vez, en nada. Este
antagonismo da lugar a la ironía, el gran invento
romántico. El poeta moderno debe aprender a burlarse de
sus pretensiones sin renunciar a ellas. Tiene que parecer su
peor enemigo. Todo lo que anhela ―ese mundo superior―
ha de pasar la prueba de fuego de la parodia, como sucede
en «Pérdida de aureola», ese extraordinario poema en prosa
donde un escritor romántico, caricatura del propio autor,
pierde su carisma de vidente (su «aureola») al escapar a un
atropello, y queda convertido en un pobre diablo, condenado en adelante a convivir entre
los simples mortales. En ningún otro sitio ha retratado Baudelaire con mayor crudeza el
paso del trasnochado poeta-dandi, que una vez fue, al chatarrero espiritual que recorre la
ciudad recogiendo desperdicios místicos e iluminaciones desechadas.
También El Héautontimorouménos, un himno al desgarro íntimo, contiene algunos versos
memorables sobre este nuevo poeta irónico, plenamente moderno:

Yo soy la herida y el cuchillo,


la mejilla y el bofetón.
Yo soy los miembros y la rueda,
y la víctima y el verdugo.

La ironía, que surge de la disonancia entre la realidad y el deseo, lo ideal y lo posible, las
aspiraciones y las circunstancias, es la gran arma de la poesía moderna, pero también la
maldición del poeta, al que convierte en «verdugo de sí mismo». De ella, la ironía, dice este
poema: «Su grito se escucha en mi voz / ¡mi sangre es su negro veneno!».
De este cortocircuito entre sobrenaturalismo e ironía, entre el hambre de infinito y el
tráfico en hora punta, nace la belleza moderna. Rescatarla es trabajo hercúleo, donde se
suda la gota gorda. Nada que ver con el romántico arrebatado por la inspiración. La
primera estrofa de El sol, que describe al poeta caminando por una ciudad desierta en plena
siesta, mientras él se pelea con las palabras, es una de las imágenes inolvidables de las
Flores…

Por la vieja barriada, donde, de las casuchas


Las persianas ocultan las lujurias secretas
Cuando el astro cruel furiosamente hiere
La ciudad y los campos, los lechos y sembrados,
Quisiera ejercitarme en mi esgrima fantástica
Husmeando en los rincones azares de la rima,
Tropezando en las sílabas, como en el empedrado,
Acaso hallando versos que hace tiempo soñé.

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Como indica la palabra, los «atisbos de infinito» son efímeros y resultan imposibles de
mantener en las condiciones de la gran ciudad. En uno de sus más célebres poemas, que no
ha perdido un ápice de vigencia (A una transeúnte), Baudelaire representa esa belleza que se
escapa en algo que todos hemos vivido alguna vez: el cruce instantáneo de miradas en
medio de una calle abarrotada.

Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza


Cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Nunca más te veré, salvo en la eternidad?

¡En todo caso, lejos, ya tarde, tal vez nunca!


Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi ruta,
¡tú a quien hubiese amado, oh tú, que lo supiste!

Lo espiritual es un ser que no termina de aparecer del todo. Sobre esa belleza que se
ausenta en el mismo acto de presencia, comentó Sartre: «Pero ese ser encierra en sí una
especie de contención; no es del todo; una discreción profunda le impide, no manifestarse,
sino afirmarse a la manera de una mesa o un guijarro; se caracteriza por una especie de
ausencia, nunca está del todo presente ni del todo visible; permanece en suspenso entre el
ser y la nada por una discreción llevada al extremo».
Para representar este ser que es y no es al mismo tiempo, Baudelaire escogió con
preferencia dos realidades que encarnan como ninguna otra lo evanescente: el perfume y el
recuerdo, que en su poesía son a menudo la misma cosa: «Mi alma viaja sobre el perfume
como sobre la música el alma de otros hombres» escribió en su poema en prosa «Un
hemisferio en una cabellera». Y como ya hizo notar Walter Benjamin, pocos gritos hay más
desgarradores en las Flores del mal que el contenido en «El gusto de la nada»: «¡La Primavera
amada ha perdido su olor!». El colmo para Baudelaire: algo inodoro.

La belleza que ha de
atraparse al vuelo, que aparece
y desaparece como por
ensalmo, conserva siempre
algo de informe e inacabado:
«Lo que no es un poquito
deforme da la impresión de ser
insensible; de ello se deriva que
la irregularidad, aquello que no
está previsto, la sorpresa, lo
que extraña son algo esencial y
la característica de la belleza»
(Cohetes).
Por el contrario, la belleza familiar, previsible, del costumbrista es una contradicción en
los términos. No puede haber belleza sin extrañeza: «Lo bello es siempre extraño. No pretendo
decir que sea deliberada y fríamente extraño, porque, en tal caso, sería un monstruo surgido
de los carriles de la vida. Afirmo que contiene siempre algo extraño, de una extrañeza

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ingenua, no querida, inconsciente, y que es esa rareza lo que le hace ser propiamente lo
Bello» (Exposición universal, 1855).
En sus escritos sobre Poe, Baudelaire insiste una y otra vez en este maridaje de belleza y
extrañeza: «lo insólito es una de las partes integrantes de lo hermoso»; «la extrañeza, que es
como el indispensable condimento de toda belleza»…
Baudelaire sabía transmitir como nadie esta extrañeza por medio de metáforas audaces y
comparaciones chocantes, donde lo sublime se alía con lo trivial. En «La invitación al
viaje», un poema en prosa, habla de un «auténtico país de Jauja…, donde todo es rico,
limpio y luminoso… como una magnífica batería de cocina…». En el poema «El marco», el
movimiento de la amada «mostraba la infantil gracia del mono», mientras que en «La
serpiente que danza», su cabeza infantil «se balancea con la molicie / de un elefantito».
¿Quién, sino Baudelaire, se hubiera atrevido? ¿O a comparar en la misma estrofa (de «El
bello navío») el seno de la querida a «un pulido armario» y enseguida a un par de escudos,
armados «con dos rosadas puntas»? A nadie hasta entonces se le había ocurrido llamar a la
voluptuosidad «fantasma elástico», calificar el alba de «friolera» o decir que la noche se
espesaba «como un tabique». O declarar que unos besos son «frescos como sandías» y el
cielo, la tapa de una olla donde hierve la humanidad. Y no es difícil imaginar el sobresalto
de sus contemporáneos al encontrar las palabras ‘nalgas’ y ‘ombligo’ en un cuarteto («Las
promesas de un rostro»), en el que encima se compara el vello púbico a un «rico vellón»,
hermano de la otra pelambrera.
Y una última característica de la belleza moderna según Baudelaire: desde el momento en
que nos deja con las ganas porque siempre se nos escapa, no puede concebirse lo bello sin
algo triste:

He dado con la definición de lo Bello ―de mi Bello. Es algo ardiente y triste, algo un tanto
impreciso, que deja en libertad la conjetura… No pretendo que la Alegría no sea susceptible de ser
asociada a la Belleza, pero afirmo que la Alegría es uno de sus adornos más vulgares; mientras que la
Melancolía es, por decirlo de algún modo, su ilustre compañía, hasta el punto de que no puedo
considerar… un tipo de Belleza en el que no aparezca la Desgracia (Cohetes).

Sobre todo, la belleza ya no consuela como antes; al contrario: «El estudio de lo bello es
un duelo en el que el artista grita de espanto antes de ser vencido», confiesa Baudelaire en el
poema en prosa «El confiteor del artista». Una idea que recuerda mucho, y no por casualidad,
a los versos de Rilke, «Pues la belleza no es nada / sino el principio de lo terrible, lo que
apenas somos capaces / de soportar…»

La nueva belleza ―fugaz, fantasmal, deforme, extraña, nada consoladora― resulta poco
instructiva, ni falta que le hace. La poesía no tiene que enseñar nada; es el testimonio de la
búsqueda espiritual del poeta:

Un montón de gente se figura que la meta de la poesía es una enseñanza cualquiera, que ésta debe
ora fortificar la conciencia, ora perfeccionar las costumbres, ora, en fin, demostrar algo útil, lo que
sea… La poesía… no tiene más meta que ella misma, y ningún poema será tan grande… como
aquel que haya sido escrito únicamente por el placer de escribir un poema (Nuevos apuntes sobre Edgar
Poe).

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Desde Gautier por lo menos, la literatura está más allá de la moral: «lo que es bello no es
ni honesto ni deshonesto» (Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos; Auguste Barbier).
Ahora bien, la reacción romántica liberó al arte de su servidumbre a la moral, la religión o la
filosofía, pero para esclavizarla a la servidumbre no menor del arte puro. Es cierto que el
arte no tiene que predicar, pero negar su relación con el anhelo de una vida superior, como
hicieron los estetas finiseculares, equivalía a reducirlo a refinado pasatiempo u objeto
decorativo. Era como liberar a un purasangre del carromato del que tira y, en lugar de
enseñarle a correr, encerrarlo en el establo para solaz de las visitas.
En la práctica, la doctrina del arte como adelanto del más allá, lo convierte en una nueva
promesa fraudulenta al estilo de las religiosas, en una huida ilusoria de la realidad.

Así el principio de la poesía es, estricta y simplemente, la aspiración humana hacia una belleza superior; y la
manifestación de ese principio está en un entusiasmo, una excitación del alma —entusiasmo totalmente
independiente de la pasión… Porque la pasión es natural, demasiado natural para no introducir un tono
hiriente, discordante, en el ámbito de la belleza pura, demasiado familiar y demasiado violenta para no
escandalizar a los Deseos puros, a las graciosas Melancolías y a las nobles Desesperaciones que habitan las
regiones sobrenaturales de la poesía (Nuevos apuntes sobre Edgar Poe).

Es muy posible que, de haberla conocido, Baudelaire hubiera suscrito la célebre sentencia
de Mallarmé: «El mundo ha sido hecho para convertirlo en un hermoso libro». Por suerte,
el poeta se saltó sus propios preceptos y descendió a menudo de las «regiones
sobrenaturales» a las sucias calles de París y en lugar de «graciosas melancolías» y «nobles
desesperaciones», cantó pasiones desgarradoras, sentimientos rabiosos y anhelos en carne
viva. La doctrina del arte puro fue más la de algunos seguidores que la del propio poeta. Y
no de todos los seguidores. En su carta del vidente, escrita en 1871, un asombroso
Rimbaud de diecisiete años se niega a comulgar con un arte sustituto de la vida y acusa al
maestro de ser «demasiado artista»: «Baudelaire es el primer vidente, rey de los poetas, un
auténtico Dios. Vivió, sin embargo, en un medio demasiado artístico; y la forma, que tanto
le alaban, es mezquina: las invenciones de lo desconocido requieren formas nuevas».
Lo cual vale también para parnasianos, simbolistas, decadentes; todos eran «demasiado
artistas» y se confinaron en la esfera del arte, dando por perdida a la vida, al contrario que
su mentor Baudelaire, que no renunció a fajarse con la realidad más cruda, aquella que
nunca aparece en las guías turísticas de París.
También es verdad que si Baudelaire fue «demasiado artista», Rimbaud lo fue «demasiado
poco». A diferencia del poeta adolescente, Baudelaire no se pasó al enemigo ni se convirtió
en mercachifle. Siguió fiel a la literatura hasta el final. Para Rimbaud la poesía fue una mera
herramienta; cuando dejó de servirle la tiró como un juguete roto. Para Baudelaire, la
poesía era el aire que respiraba. Por mezquino que nos parezca, nadie podrá imaginarlo
vendiendo armas o esclavos.

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L AS FLORES DEL MAL

«Este libro está, por lo tanto, dedicado de forma natural a vosotros, burgueses;
porque todo libro que no se dirija a la mayoría ―en número y en inteligencia― es un libro
inútil»
(Salón de 1846)

Baudelaire fue un escritor vago, lo cual no es ningún


reproche, un poema no se hace como un best-seller. De
haber escrito más, posiblemente hubiera vivido mejor,
pero nosotros, sus lectores, no habríamos salido
ganando. El caso es que antes de los treinta ya había
completado el grueso de las Flores, y desde entonces se
dedicó a pulirlas pacientemente hasta su publicación en
forma de libro en 1857, cuando el poeta sumaba treinta
y seis años, una edad más que considerable para un
primer libro de poesía. Luego, vendría otro breve
acceso de creatividad de cara a la segunda edición del
poemario, publicada en 1861, en la que aparecieron
treinta y cinco nuevos poemas. Desde entonces hasta su
muerte en 1867, su inspiración mermó rápidamente.
Como Cernuda, con el que comparte tantas cosas,
Baudelaire fue poeta de un solo libro, cosa de la que
siempre fue muy consciente. Por ello le dedicó un cuidado casi maniático a sus Flores, antes
y después de su salida al público, aclarando malentendidos.
Toda la vida insistió, por ejemplo, en que aquellas flores no eran una mera recolección o
buqué, sino un libro único, completo, tan estructurado como pueda serlo una novela. Algo
que, en un registro más épico que lírico, también haría Hugo con La leyenda de los siglos (dos
años posterior). En una carta de 1861 al poeta Alfred de Vigny adjuntándole varios libros
suyos, Baudelaire precisa: «He aquí las Fleurs… El único elogio que solicito para este libro
es que reconozcan que no es un puro álbum y que tiene un principio y un final».
Desde muy pronto se empezó a hablar, pues, de una «arquitectura secreta» en la obra. No
hizo falta más. Los estudiosos —que viven precisamente de eso, de enseñarle al pobre
lector todo lo que se pierde por despiste— la cogieron al vuelo y llevan más de un siglo
especulando con los cimientos escondidos de las Flores del mal, como llevan haciéndolo con
En busca del tiempo perdido, el Ulises de Joyce y tantos más.
Los críticos tienden a ver más de lo que hay, pero incluso lo que hay es lo bastante trivial
para que el autor hubiera prescindido de ello, como haría tiempo después otro
baudelairiano de pro, Luis Cernuda, que se limitó al más honesto orden cronológico en La
realidad y el deseo.

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Como al Chapulín Colorado, a Baudelaire le hubiera gustado proclamar: «Todos mis
movimientos están fríamente calculados». La imagen del poeta como un maquiavélico
terrorista literario que fabrica su libro tal una bomba de relojería, previendo hasta la última
coma para que estalle en las manos del lector, provenía de otra de las geniales farsas de su
maestro Poe, la Filosofía de la composición. El cuentista americano se quedaba allí con el lector
mostrándole cómo había fabricado su célebre poema El cuervo, con la misma frialdad con
que una agencia de publicidad diseña el lanzamiento de un dentífrico. Naturalmente, es un
camelo; ninguna obra literaria de valor, y menos la poética, se escribe a sangre fría. Ni todo
el oficio del mundo puede pergeñar un solo verso bueno sin invención ni talento, aunque
es cierto que puede disimular un tanto los malos. Pero los franceses, empezando por
Baudelaire, traductor e introductor de Poe en Europa, se tomaron muy en serio la broma, y
la convirtieron en toda una sofisticada teoría de poesía cerebral que pasa por Mallarmé y
llega hasta Valery y aún más allá. Por supuesto que en Baudelaire se da cierta coherencia
(¿qué poeta no la tiene?), es decir, procedimientos estilísticos e ideas comunes a toda la
obra; pero de ahí a pensar que existe todo un armazón sutil e invisible va un trecho
imposible de salvar con el texto en la mano.
Es evidente que las Flores… cuentan una historia. La historia de perdición que narra las
Flores… carece de excesivo interés: es vaga y convencional. Es una historia tópica que ya ha
sido contada muchas veces: la historia del poeta maldito, la del ángel caído (Lamartine tenía
un libro titulado precisamente así: El ángel caído). El propio Baudelaire la resumió en uno de
sus textos sobre Poe: «¿Existe acaso una Providencia diabólica que prepara la desgracia
desde la misma cuna, que arroja con premeditación a ciertas naturalezas espirituales y
angélicas en medio de ambientes hostiles, cual mártires en los circos?» (Edgar Poe: su vida y
sus obras).
El poeta, que aspira a lo sublime, termina enfangado en la cruda realidad: «por mirar al
cielo caigo en pozos profundos» Su venganza contra la sociedad que le quiebra las alas,
como al albatros del poema, consiste en rebelarse en todos los frentes haciendo el Mal (así,
con mayúsculas). Lo que él llamaba el Mal es algo que hoy está al alcance de cualquier
adolescente un poco golfo: sexo, drogas y, en lugar de rock’n’roll, una pose de satanismo.
En realidad, el poeta no tenía nada de hedonista, como bien supo ver Flaubert: «Usted
canta la carne sin amarla, de una manera triste y desprendida, que me es simpática». Más
que vicio, cilicio, su depravación tendía a la vía purgativa de los antiguos ascetas, antes que
a la búsqueda del placer epicúreo. Baudelaire se flagelaba con sus perversiones como
cualquier monje en su celda. En un proyecto de prefacio para las Flores escribió: «Casto
como el papel, como el agua sobrio, volcado a la devoción como una comulgante,
inofensivo tal víctima, no me disgustaría pasar por un libertino, un borracho, un impío o un
asesino».
Finalmente, todas las tentativas, perversas o castas, por escapar al hastío fracasan y ya
sólo queda la muelte, como diría Bolita de Nieve. Hasta aquí, la historia oficial de las Flores.
La verdadera fuerza del libro, sin embargo, está en otro sitio. Al margen de toda la
quincalla satánica, el gran tema de las Flores es el mismo de toda la poesía contemporánea.
¿El nihilismo y las estrategias para superarlo? No, Baudelaire es poeta, no metafísico; la
desolación de la que habla es muy concreta y la conocemos todos. Es la destemplanza de
una mañana gris de invierno, cuando la vida parece un desierto y la ciudad, una monstruosa
maquinaria fabricada para triturarnos:

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Cuando el cielo, plomizo como una losa, oprime
Al gemebundo espíritu, presa de hastío inmenso,
Y abarcando la curva total del horizonte
Nos vuelca un día oscuro más triste que las noches… (Spleen)

Su escenario no es la Historia ni la decadencia de Occidente, sino el hormiguero de París,


que es el de cualquier metrópolis, donde no hay más grandeza que la del dinero y los
segundos caen a plomo sobre nosotros, uno a uno, cual gota malaya: «Tres mil setecientas
veces cada hora, el Segundo / susurra: ¡Acuérdate!...» («El reloj»). Si los poetas de hoy
siguen escribiendo de algo es sobre el spleen, el hastío y la desesperación del presente, y de
los diversos medios de gestionarlo: el recuerdo, el erotismo, las utopías, los «atisbos de
infinito», los paraísos tóxicos y artificiales.
El otro gran tema de las Flores son los demás: «y pienso… en todo el que ha perdido lo
que no se recobra / ¡Nunca, nunca!». El poeta, harto de lamentarse, levanta la vista de su
ombligo y se percata de que no está solo, de que existen otros derrotados, «semejantes y
hermanos», «marineros en olvidadas islas, / vencidos, perdedores» («El cisne»). Por
chocante que suene después de todo lo dicho sobre sus ideas retrógradas, Baudelaire es
uno de los grandes poetas sociales de nuestro tiempo. Sus poemas sobre los viejos, los
borrachos, los miserables, sobre los desahuciados de la riqueza en general, son de lo más
admirable y elocuente que escribió. Sólo un genio es capaz de olvidar sus prejuicios para
expresar a pesar suyo tanta verdad.
Por encima de cualquier otro logro, Baudelaire
impone el tono dramático fundamental a la poesía
posterior, que no será el de la nostalgia, la
ensoñación o el lamento lánguido, todo aquello que
ha asociado la lírica a algo blando, ñoño y
sensiblón, alejando a tanta gente de su lectura.
Incluso en sus poemas más flojos, Baudelaire nos
transmite siempre una sensación de urgencia
dramática: la del individuo en peligro de disolución,
buscando a la desesperada un asidero: «Todo es
abismo, ¡ay! - ¡acción, sueño, deseo, / palabra!» («El
abismo»).
En Las flores del mal señaló el lugar donde el poeta
debe situarse si pretende tener todavía algo que
contarnos. Se trata de una zona catastrófica, de
futuras ruinas («¡ruinas, mi familia!»), un territorio donde impera la barbarie, por más
civilizada que se presente en sus formas, como esos demonios de «El crepúsculo
vespertino», que se confunden con hombres de negocios. Más allá de los temas añejos y los
ropajes decimonónicos, la impresión que termina imponiéndose al lector es que la
catástrofe ya ha tenido lugar y que nos afecta a todos. Baudelaire fue muy consciente de
hablar no sólo en su nombre, sino en el de cualquiera, también del burgués («hipócrita
lector»), que ha creado la maquinaria que nos devora. En una de las anotaciones más
apocalípticas de sus últimos años, dejó escrita esta advertencia de una actualidad
estremecedora:

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El mundo se va a acabar. La única razón por la cual podría perdurar sería porque ya existe. ¡Qué
débil es esta razón, si la comparamos con las que anuncian lo contrario!, ésta en particular: ¿qué más
puede llevar a cabo el mundo, a partir de ahora, bajo el cielo?... pereceremos por culpa de aquello
que a nuestro parecer nos hacía vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal modo, el progreso
habrá atrofiado con tal perfección nuestra parte espiritual, que nada de cuanto imaginaron las
ensoñaciones sanguinarias, sacrílegas o antinaturales de los utopistas podrá ser comparado con los
resultados reales… Pero no es a través de las instituciones políticas como se pondrá de manifiesto,
de modo especial, la ruina universal, o el progreso universal; pues poco importan los términos. Será
por culpa del envilecimiento de los corazones… Entonces, cuanto se asemeje a la virtud, ―pero, qué
digo―, cuanto no sea fervor por Pluto [=dios griego de la riqueza] será considerado como
inmensamente ridículo… (Cohetes)

Formalmente, Baudelaire es un poeta bastante clásico, muy alejado de los


desbordamientos de la anterior generación romántica. Su audacia es más de contenido y de
imágenes (esas metáforas que rechinan) que de envoltorio prosódico. Por lo general, se
atuvo al tradicional y muy codificado alejandrino, que en francés tiene doce sílabas (dos
menos que en español), divididas por una cesura en hemistiquios de seis. Baudelaire lo
haría más flexible mediante cesuras irregulares y encabalgamientos, preparándolo para la
aparición del verso libre; pero la verdadera revolución formal no llegaría hasta la generación
siguiente, la de Verlaine y Rimbaud. Él siguió con la rima y las estrofas clásicas (el soneto
sobre todo, pero también canciones, himnos, letanías…), siempre con preferencia por las
formas breves, siguiendo en esto a su maestro Poe, al que cita en un ensayo: «Un poema
largo no existe; lo que se entiende por un poema largo es una perfecta contradicción en los
términos» (Nuevos apuntes sobre Edgar Poe). Está, claro, la notable excepción de El viaje, el
poema que cierra las Flores, pero sus treinta y seis estrofas poseen tal tensión vertiginosa
que se nos hacen más breves que un pareado.
Uno de los procedimientos de los que Baudelaire se mostraba más orgulloso y que peor
ha envejecido es el de la alegoría, ya arcaico en su tiempo y hoy completamente olvidado.
«Todo en mí se vuelve alegoría», se lamenta en «El cisne», y con razón, porque se trata de
un vicio expresivo que le estropea más de un buen poema. El poeta consideraba este
manierismo de buen tono, como una afectación barroca que lo distinguía de sus
contemporáneos. Para el lector actual, la profusión de mayúsculas resulta más bien irritante:
«el Tiempo reina como soberano ahora y con el odioso anciano ha regresado todo su
odioso cortejo de Recuerdos, Penas, Espasmos, Miedos, Angustias, Pesadillas, Cóleras y
Neurosis» (La habitación doble).
Por muy simbolista que se diga Baudelaire, la alegoría sigue el camino opuesto al símbolo:
en la alegoría el concepto reviste o disfraza al objeto con un significado impuesto desde
fuera. En el símbolo, el significado se desprende del objeto, como el sudor del caballo al
final de la carrera. Las alegorías se fabrican, pero los símbolos se nos imponen.
En «Lo Irreparable» salen nada menos que «el cruel Remordimiento», la Esperanza, una
simbólica Hostería (con mayúscula, por supuesto), el Diablo, la Culpa y lo Irreparable. A
veces su manía de mayúsculas le arrastraba a efectos involuntariamente cómicos, como en
«El macero» (L’Avertisseur), donde una serpiente amarilla se transforma en un Diente
parlante (el remordimiento o la conciencia moral), que alecciona al pobre poeta: «¡Piensa en
tu deber!», «¿Llegarás a la noche?». Demasiado láudano…

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Se ha dicho que Baudelaire no es un gran versificador, que adolece de adjetivación
excesiva y redundante, rimas fáciles, versos que suenan a hueco. También se ha dicho que
Thelonious Monk no era un gran pianista y que Picasso no sabía pintar. Seguramente
Banville o Leconte de Lisle sean versificadores más refinados, pero a nadie le apetece hoy
leerlos. La música que seguimos tarareando ―por algo será― es la de algunos versos del
imperfecto Baudelaire:

Adieu, vive clarté de nos étés trop courts!


Comme vous êtes loin, paradis parfumé!
La musique souvent me prend comme une mer!
Je suis un vieux boudoir plein de roses fanées
Plonge tes yeux dans les yeux fixes / Des Satyresses ou de Nixes
Paris change! Mais rien dans ma mélancolie / N’a bougé!2

La historia de Las flores del mal se ha contado ya muchas veces, por lo que podemos
resumirla. Baudelaire comenzó a escribirlas muy joven; con veinticuatro años ya se
anunciaban bajo el título de Les Lesbiennes. Con veintisiete años vuelve a pregonarlas con
otro título: Les Limbes (Los limbos), mientras da a conocer algunos poemas en revistas.
Baudelaire fue un poeta estreñido y de juventud. En toda su carrera de escritor escribió
poco más de 150 poemas, y la mayoría antes de cumplir los treinta. Curiosamente, el título
final, Las flores del mal, no sería suyo sino de un amigo, el crítico y novelista Hippolyte
Babou.
El libro fue publicado el 28 de junio de 1857 (en 2021 se cumplieron 164 años de las
Flores); el odiado padrastro de Baudelaire había muerto el abril anterior. Un año antes ―en
1856― se había publicado otra de las grandes obras literarias del siglo, ésta en prosa:
Madame Bovary. También tendría problemas con la justicia.
Baudelaire siempre tuvo claro que se dirige a la sociedad burguesa, es decir, al mercado,
que desprecia la poesía y la tiene por inútil, salvo para los juegos florales, los epitafios y las
loas a dictadores o aspirantes a tales, como las que aún no hace mucho escribía Neruda a
Stalin o Gerardo Diego a José Antonio Primo. Un público ingrato donde los haya.
La resonancia de las Flores fue más judicial que literaria. Nada más publicarse, el libro fue
procesado y censurado, y su autor condenado a una cuantiosa multa. No puede decirse que
le cogiera por sorpresa. Como indica su biógrafo Pichois: «Adivinaba, si no lo conocía
verdaderamente, el riesgo que corría, sobre todo después de las acciones intentadas contra
Flaubert y contra otros. El proceso, lo buscó; inconscientemente quizás. Por la reputación
que sacaría de él ―y que sacó de él. Y para satisfacer su masoquismo, gracias al cual podía
sentirse diferente, otra forma de dandismo. No quiso evitar el pleito, como no quiso eludir
la tutela judicial».

2
¡Adiós, resplandor vivo de los estíos veloces!; ¡Qué lejos estás ya, paraíso aromático!; Hay días que la música
me arrastra como el mar!; Soy un viejo boudoir lleno de rosas mustias; Hunde tus ojos en los fijos / de
Satiresas y de Ninfas; ¡París cambia, mas nada en mi melancolía / ha variado!

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En su defensa contra los censores, el poeta arguyó que su libro era una especie de
advertencia contra el Mal, como esas fotos espeluznantes de los paquetes de tabaco.
Naturalmente, nadie se lo creyó, ni él mismo, aunque la palinodia sirvió para que la
emperatriz Eugenia de Montijo le suavizara la pena. Al final no tuvo que pagar más que 50
francos y la retirada de seis poemas (algunos de los mejores, por cierto).
Un selecto círculo saludó su aparición con entusiasmo; para el resto fue sólo el escándalo
de la temporada, sustituido bien pronto por otros. París se acostumbra enseguida. Unos
meses después, el poeta escribió a su madre (30 diciembre 1857): «… lo que siento es un
inmenso desánimo, una sensación de aislamiento insoportable… una ausencia total de
deseos, una imposibilidad de encontrar cualquier diversión. El extraño éxito de mi libro y
los odios que ha provocado me interesaron poco tiempo, y después volví a caer».
La segunda edición, de 1861, tenía un tercio más de poemas, entre ellos los de la nueva
sección Tableaux parisiens. Pasó casi desapercibida, salvo algunas críticas moralistas. Sin
embargo, el poeta le escribió a su madre (1-1-1861): «Por primera vez en mi vida, estoy casi
contento. El libro está casi bien, y quedará como testimonio de mi hastío y de mi odio por
todas las cosas».
Hubo una tercera edición, ya póstuma, en 1868, que incluía nuevos poemas, pero los seis
prohibidos no se pudieron editar en Francia hasta ¡1949!
De la posteridad de las Flores, baste decir que es el libro más influyente de toda la poesía
moderna. Hay kilómetros de estudios dedicados a explicarlo. Pero todo ello puede
resumirse en una simple frase, que un fraternal Flaubert le dedicó a su colega Baudelaire:
«¡Ah, qué hondamente ha comprendido usted el fastidio fatal de la existencia!».

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L A PROSA DE BAUDELAIRE

«Sé siempre poeta, incluso en prosa»


(Higiene)

EL SPLEEN DE PARÍS

Baudelaire escribió los Pequeños poemas en prosa, como también se les conoce, a partir de
1855 hasta 1864, durante la última década de su vida; fue, pues, su último proyecto creativo
importante. De los cincuenta poemas, cuarenta fueron publicándose en revistas de la
época, pero su primera edición completa fue póstuma, en 1869.
El poeta consideraba sus poemas en prosa como un género literario nuevo, cuyo
precedente más señalado era el Gaspard de la Nuit (1842), obra póstuma de Aloysius
Bertrand (1807-1841). Pero los temas de las historias de este último eran medievales,
mientras que las de Baudelaire son absolutamente contemporáneas.
Lo que caracteriza al poema en prosa frente al lírico es su falta de patrón y su libertad
absoluta. En un célebre párrafo de la dedicatoria, que compendia el programa de la poesía
futura y de buena parte de la narrativa, Baudelaire explica sus motivos:

¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días ambiciosos, con el milagro de una prosa poética,
musical, sin ritmo ni rima, lo suficientemente flexible y entrecortada para adaptarse a los
movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño y a los sobresaltos de la conciencia?
Ese ideal obsesivo nace, principalmente, de la frecuentación de las ciudades enormes, del cruce de
sus innumerables relaciones.

Si algo se ha perseguido en literatura desde entonces, es ese «milagro de una prosa


poética» o de una poesía lo bastante prosaica para adaptarse a nuestras prosaicas ciudades.
Como señala Azúa en su libro: «Esta “prosa poética”, que el propio Baudelaire inaugura, no
es otra que la poesía tal y como evolucionará de Rimbaud a Mallarmé y de Proust a Joyce,
tras la disolución de la separación en géneros». El Spleen de París estará, en efecto, muy
presente en Rimbaud y en buena parte tanto de la lírica prosaica como de la prosa lírica
posterior (las diabluras del monólogo interior de la novela, por ejemplo), hasta llegar a los
microcuentos de ahora, en buena parte poemas en prosa.
No hay, desde luego, género más urbano. Desde el mismo título, París y su gentío están
omnipresentes. De hecho, a lo que más se parecen estos poemas es a la sección «Cuadros
parisienses» de las Flores, sólo que más libres y divagatorios, más ácidos también. Como dijo
de ellos el propio autor, son las «flores del mal con más libertad, más detalle y más burla». El
momento «sublime» de su poesía aquí escasea; en cambio abunda la mala leche del último
Baudelaire, que era proverbial.
El tema principal de la obra sigue siendo el mismo que el de su lírica: la lucha contra el
spleen, el vacío vital, los tiempos muertos, mediante el placer, la embriaguez, la intensidad a

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cualquier precio, el arte sobre todo. El segundo tema importante es el del poeta tratando de
encontrar su sitio entre la multitud, abriéndose paso en ella a codazos.
No hay un tono o estilo común: algunos poemas son más narrativos, otros más líricos;
unos son simples anécdotas o cuadros costumbristas, otros tienen ambiciones filosóficas.
En su mayor parte, no están a la altura de su obra poética en verso, lo que salta a la vista
cuando se comparan poemas en verso y en prosa sobre el mismo tema (y hasta del mismo
título a veces). Los poemas en prosa tienden a lo demasiado explícito, pierden la fuerza de
sugestión poética (la «magia
sugerente») de sus poemas.
A veces aparece el Baudelaire
más desagradable, que se
complace en actos malignos,
perversidades, misoginia…, como
en el repulsivo ¡Apaleemos a los
pobres!, cuyo título lo dice todo.
En otras ocasiones, tiende a lo
melodramático o es simplemente
ampuloso: «… si me inclino hacia
la bella Felina, la tan bien
nombrada, que es a la vez el
honor de su sexo, el orgullo de mi
corazón y el perfume de mi
espíritu, ya sea durante la noche o
durante el día, ya a plena luz, ya
en la sombra opaca…» (El reloj).
La prosa, por muy poética que
sea, aguanta mal el estilo
sobrecargado.
En el tema del poema en prosa,
Baudelaire fue más un Juan
Bautista que un Mesías. Aun así, de entre la cincuentena de poemas puede rescatarse una
decena excelente, y algunos de ellos (Las multitudes, Un hemisferio en una cabellera, Embriagaos,
Pérdida de aureola…) se encuentran entre lo mejor que escribió Baudelaire.
Quedémonos con el botón de muestra de Las multitudes (Les foules). Por una vez y sin que
sirva de precedente, la multitud, telón de fondo de toda la obra de Baudelaire, se adelanta al
primer plano y se adueña del escenario. Y lo hace además en su faceta más halagüeña,
como hábitat natural del poeta. La muchedumbre es para él como un mar lleno de peces
para el pescador. El poeta compensa su soledad por su capacidad para identificarse con
vidas ajenas, para vivir otros destinos con la imaginación, lo que él denomina la «santa
prostitución del alma»: «El poeta goza del incomparable privilegio de poder ser, a su antojo,
él mismo y otro».
Baudelaire trata de hacer virtud de la necesidad. En realidad, la masa fue siempre su cruz,
aunque aquí pretenda hacerla pasar por un plato exquisito, sólo para paladares refinados:
«No todos pueden darse un baño de multitudes: gozar de la muchedumbre es un arte; y
sólo puede darse un festín de vitalidad, a expensas del género humano, aquel a quien un

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hada insufló en su cuna el gusto por el disfraz y la máscara, el odio al domicilio y la pasión
del viaje».
La contradicción fundamental de su vida, entre convertirse en un Robinson Crusoe
exquisito o dejarse arrastrar por la ciudad, alcanza aquí una síntesis mágica: «Multitud y
soledad, términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe
poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una atareada muchedumbre».
El «baño de multitudes» se transforma en matrimonio místico: «Quien se desposa
fácilmente con la multitud conoce gozos febriles… Abraza como suyas todas las
profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que la circunstancia le presenta».
El placer de las multitudes supera incluso al del amor, que ya es decir: «Lo que los
hombres llaman amor es cosa muy pequeña, restringida y débil, en comparación con esta
inefable orgía, con esta santa prostitución del alma que se da por completo, poesía y
caridad, a lo que aparece de improviso, a lo desconocido que pasa».
Pocas veces fue Baudelaire más entusiasta que en este poema, en que se lanza como un
kamikaze contra su enemigo, la masa.

EL CRÍTICO DE ARTE

Siguiendo una tradición muy francesa de críticos-literatos, Baudelaire se mostró siempre


interesado en la crítica de arte. De hecho, el primer libro que publicó fue de arte, no de
poesía. En el Salón de 1846, que algunos califican de «catecismo del arte moderno», escribió
algo muy sensato: «para ser justa, esto es, para encontrar su razón de ser, la crítica debe ser
parcial, apasionada, política, es decir, formulada desde un punto de vista exclusivo».
Fue un crítico de arte avanzado a su época hasta cierto momento. Supo ver, por ejemplo,
la originalidad de Delacroix, su artista favorito, frente al arte académico de Ingres y sus
secuaces, que es el que prevaleció durante buena parte del siglo XIX; pero, en cambio, se
mostró miope con su amigo Manet, el artista que, según muchos, mejor encarna sus teorías.
Antes que en su crítica literaria, la crítica artística le sirvió, sobre todo, para delinear el
lugar que le correspondía al artista moderno. Su idea fundamental sigue siendo
perfectamente válida y desafiante hoy día. El verdadero artista, nos viene a decir, es el que
extrae belleza allí donde nadie se atreve a buscarla, en el medio más hostil posible: la
sociedad burguesa del interés y el beneficio, con sus triunfadores y sus desechos, sus
imágenes complacientes y su realidad desoladora. Se trata de una tarea suicida. Como
escribirá Rimbaud más adelante, «la verdadera vida está ausente» en esta modernidad que
sigue siendo la nuestra. En la gran ciudad, entre la muchedumbre, el artista —mitad
místico, mitad detective— deberá rastrear por mínimos indicios el paradero de esa vida
desaparecida. Aunque en ocasiones se asemeje más a un rescatador en zona catastrófica,
auscultando entre escombros cualquier señal de supervivencia.
Es comprensible la irritación de Baudelaire contra los artistas que se dedican a decorar
paredes, contra los que se refugian en un pasado heroico o clásico, contra los que buscan
consuelo en la naturaleza; incluso contra los que se empeñan en reflejar aplicadamente la
realidad. ¿Reflejar para qué? La realidad hay que taladrarla y volverla del revés, para buscar
lo que esconde. La belleza es siempre escurridiza. «La modernidad es lo transitorio, lo

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fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable», dejó
escrito en El pintor de la vida moderna, el ensayo donde formuló con mayor precisión la
misión que le corresponde al artista. Y en otro pasaje de la obra, habló de «la belleza
pasajera y fugaz de la vida, el carácter de eso que el lector nos ha permitido llamar la
modernidad». En Baudelaire, modernidad y belleza efímera suelen ser sinónimos.
Pero ya con veintipocos años, en el Salón de 1845 (el poeta cambió muy poco de ideas a lo
largo su vida) proclamó: «el heroísmo de la vida moderna nos rodea y nos urge… No son los
temas ni los colores lo que les falta a las epopeyas, sino el pintor, el verdadero pintor que
sepa arrancar a la vida actual su lado épico, y nos haga ver y comprender, con el color o el
dibujo, cuán grandes y poéticos somos con nuestras corbatas y relucientes botines».
Ahí está el mejor Baudelaire, en el poeta capaz de olvidarse por un momento de la pose
para relacionar con audacia inaudita la épica y los botines.

BAUDELAIRE AUTOFICTICIO

Los escritos íntimos de Baudelaire decepcionan por una razón muy sencilla: no tuvo
intimidad, vivió siempre de cara a la galería y nunca supo estar verdaderamente solo. El
proyecto de irse a vivir con su madre a la casita de Honfleur, que fue el intento más serio
que hizo de retirarse del mundo, lo fue posponiendo con un pretexto tras otro hasta que
resultó inviable. Por mucho que se encerrase en su
cuarto, Baudelaire no podía vivir sin saberse en mitad del
enjambre, excitado por su permanente zumbido («estar
en el centro del mundo y permanecer oculto para el
mundo», El pintor de la vida moderna). En consecuencia,
todas sus declaraciones, sean de artículos, poesías o
anotaciones íntimas, suenan siempre igual de públicas y
manifiestas.
Por ello sus tres obritas autobiográficas (Cohetes, Higiene
y Mi corazón al desnudo) no nos parecen la revelación de
una arqueta escondida de su personalidad, sino más de lo
mismo. En contra de lo que prometía uno de los
pomposos títulos, Mi corazón al desnudo, Baudelaire no se
analizó a sí mismo ni poco ni mucho; se dio por bueno
desde el principio. Nada que ver, desde luego, con la
introspección despiadada de un Rousseau o de una Teresa de Jesús. La consigna del dandi
(«vive como si estuvieras siempre delante de un espejo») se aplica también a su interioridad:
el Baudelaire íntimo es tan poco espontáneo como el público. La pose no es muy
compatible con la autocrítica, o como hubiera dicho un Sartre, a la mala fe no le gusta
contemplarse despeinada en el espejo.
Por otra parte, Baudelaire en la intimidad no debía de ser un espectáculo muy agradable.
Cuando se dejaba llevar por sus humores, que casi siempre eran malos, podía llegar a
escribir cosas como éstas: «Hermosa conspiración la que hay que organizar para el
exterminio de la Raza judía»; «Acerca de la necesidad de pegar a las mujeres»; «Al hombre,

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cuanto más cultiva las artes, menos se le pone tiesa… Sólo al animal se le pone tiesa como
es debido, y la jodienda es el lirismo del pueblo»; «Follar consiste en desear meterse en otro,
y el artista no sale nunca de sí mismo»; «La mujer no sabe separar el alma del cuerpo. Es
simplista como los animales. Un satírico diría que se debe a que sólo tiene cuerpo».
El maestro alternaba la crueldad con la santurronería, algo muy propio de los paranoicos:
«SER, ante todo, un gran hombre y un Santo para sí mismo»; «¡¡¡Desear ser, todos los días, el más
grande de los hombres!!!»; «ORACIÓN. No me castiguéis en mi madre y no castiguéis a mi
madre por culpa mía. Os encomiendo las almas de mi padre y de Mariette. Dadme la fuerza
de cumplir inmediatamente mi deber todos los días y de llegar a ser un héroe y un Santo».
Realmente, a veces nos lo pone crudo. De todos los genios antipáticos, Baudelaire es uno
de los que resulta más difícil encariñarse.

PARAÍSOS ARTIFICIALES

Baudelaire bebió siempre mucho, según los testimonios de sus conocidos. Debía de tener
un buen hígado, porque nadie lo sorprendió nunca beodo al estilo de un Verlaine, que las
cogía hurañas y más bien lloronas. Digamos que fue un bebedor digno, de los que no la
montan. Incluso en sus últimos tiempos, cuando ya estaba muy enfermo, siguió dándole a
la botella. «Contra el parecer de los médicos y los ruegos de sus amigos», cuenta su editor
Poulet-Malassis sobre el año antes de la muerte del poeta, «siguió usando y abusando de
excitantes. Su voluntad se mostraba tan débil para luchar contra sus costumbres en este
punto, que no poníamos ya aguardiente en la mesa de mi casa, para que no bebiera. Si no,
su deseo era irresistible».
Pese a la imagen popular de un Baudelaire ciego de «chocolate», sus relaciones con el
haschisch fueron, en cambio, bastante más esporádicas y se limitaron a su juventud. No
tenía que ir muy lejos para conseguirlo: de sus veintitrés a sus veinticinco años (1843-1845)
vivió en el Hotel Pimodan, justo encima del
piso donde se reunía el Club des Hashischins, el
club de los comedores de haschisch. Había
sido creado por el curioso doctor Moreau de
Tours, que ya había escrito un sesudo estudio
sobre la cuestión, y en aquel apartamento
suntuoso se reunían a experimentar bajo
control médico nada menos que Balzac,
Gautier, Nerval, Daumier, Delacroix, Flaubert
y Alejandro Dumas, entre otros; es decir, la
plana mayor del artisteo de la época. No
conviene con todo ser anacrónicos e imaginar
a un Balzac pasándole el peta a Flaubert entre
risas; era otra cosa. Lo que tomaban se llamaba
dawamesk, un pastelito verdoso confeccionado
a base de resina de cannabis y frutos secos,
capaz de hacer levitar a un elefante. La

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confitura provocaba colocones de órdago y abundantes alucinaciones, nada que ver con
nuestro modesto canuto.
Las famosas sinestesias baudelairianas eran pan comido en aquel ambiente. Gautier
escribió sobre aquellas sesiones que «veía la música y escuchaba los colores» y Baudelaire
coincide en que «Los sonidos se visten de colores, y los colores contienen una música»,
entre otras alucinaciones.
En un escrito de 1851, Sobre el vino y el hachish [sic], Baudelaire aprovechó la experiencia
del club para comparar ambas sustancias. Para el poeta, el haschisch es «antisocial, mientras
que el vino es profundamente humano; casi me atrevería a calificarlo de hombre de
acción… El vino exalta la voluntad, mientras que el hachish la aniquila… El vino hace a la
persona buena y sociable; el hachish la aísla. El vino es, por así decirlo, laborioso; el otro
esencialmente perezoso». Y concluye: «El vino es útil y produce resultados fructíferos; el
hachish es inútil y peligroso».
La condena es más estética que moral: el haschich estimula la ensoñación, pero no la
producción; es profundamente estéril desde el punto de vista de la creación artística y de la
actividad social: «Ya he señalado que el hachish no es propicio a la acción. No consuela
como el vino; no produce sino un exagerado desarrollo de la personalidad humana en las
circunstancias actuales en que se encuentre… Nunca un Estado razonable podría subsistir
con el consumo de hachish; éste no hace ni guerreros ni ciudadanos».
Unos años más tarde, en Los paraísos artificiales, Baudelaire profundizaría en esta condena
de la embriaguez del cannabis, calificándola como una borrachera de narcisismo y
autoglorificación, o como diría un castizo, el mismo bolero de antes, pero más cargado de
bongos:

… sigue siendo el mismo hombre aumentado, el mismo número elevado a una altísima potencia.
Está subyugado, pero para su desgracia, sólo lo está por él mismo… Que las gentes de mundo y los
ignorantes, curiosos por conocer placeres excepcionales, sepan, por tanto, que no encontrarán en el
hachish nada milagroso, absolutamente nada más que lo natural en exceso… El hombre no escapará
a la fatalidad de su temperamento físico y moral: respecto de las impresiones y pensamientos
familiares del hombre, el hachish será un espejo que aumenta, pero un mero espejo… lo único que
el hachish revela al individuo es el propio individuo

El haschish anula la voluntad; ése es el peor pecado que le atribuye Baudelaire.


«¿Podemos figurarnos un Estado en el que todos los ciudadanos se embriagaran de
hachish?», se pregunta con candor, incapaz de anticipar nuestros lugares de marcha un fin
de semana. Y concluye categórico: «Después de todas estas consideraciones, resulta
verdaderamente superfluo insistir sobre el carácter inmoral del hachish. Ningún espíritu
razonable tendrá nada que objetar cuando lo comparo con el suicidio, un suicidio lento…»
En todo caso, Gautier describe la presencia de Baudelaire en el club como la de un mirón
más que como acólito entusiasta. El propio club no duró mucho (de 1844 a 1849); fue más
bien una moda pasajera y ninguno de los ilustres haschischins (de donde proviene nuestra
palabra «asesino») se convirtió en un consumidor habitual.
Otra cosa era el opio. En el poema en prosa La habitación doble, escribió: «En este mundo
tan angosto, pero tan lleno de tedio, un único objeto conocido me sonríe: la redoma de
láudano, una antigua y terrible amiga y, desgraciadamente, como todas las amigas, fecunda
en caricias y traiciones». Baudelaire tomaba láudano a diario, era un opiómano, pero ni

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mucho menos un caso aislado. Todos los que piensan que el problema de la droga se
inventó en los años 60 del pasado siglo, ignoran que una considerable proporción de la
población de Europa y China, de todas las clases sociales, estuvo literalmente colgada del
opio a lo largo del XIX. Buena parte del Imperio Británico, el mayor narco del siglo, se
sustentaba sobre su comercio. Regiones enteras de la India estaban dedicadas a su cultivo y
los ingleses lo utilizaron como ventajosa moneda de cambio en su comercio con China, a la
que inundaron de opio durante todo el siglo XIX, creando un importante problema de
drogadicción y arrastrándola a dos guerras.
También desde finales del XVIII, los preparados de opio invadieron Inglaterra y
posteriormente el resto de Europa. Utilizado como panacea para un sinfín de
enfermedades, desde el reúma al dolor de muelas, se le administraba hasta a los niños y de
ahí derivó a un uso recreativo. El preparado más popular era el láudano, un mejunje con
opio, vino y especias, que se vendía legalmente en las boticas a un precio irrisorio. «La
felicidad a un penique», como la llamó Thomas de Quincey, resultaba más barato en
cualquier caso que el alcohol; y no por casualidad, más conveniente para mantener
calmadas a las explotadas masas, puesto que las ensimismaba en lugar de excitarlas. Antes
que la religión, como quería Marx, el verdadero opio del pueblo durante el XIX fue el
propio opio. Lo consumían de la clase obrera a la reina Victoria (ésta le daba también a la
cocaína, placer de ricos) y resulta difícil explicarse una parte de la literatura romántica sin
recurrir a él. Crabbe, Coleridge, De Quincey, Byron, Keats, Shelley, Poe… todos lo
utilizaron en abundancia, y periódicamente se producen discusiones eruditas y un poco
ridículas sobre si tal poema o tal cuento se redactaron sobrios o bajo la influencia de la
droga.

Baudelaire dedicó la segunda parte de sus Paraísos artificiales a una paráfrasis de las
Confesiones de un inglés comedor de opio, el clásico de Thomas de Quincey publicado en 1821 y
traducido siete años después al francés.
No es extraño el interés de Baudelaire por de Quincey: su adicción al opio comenzó
como la del inglés, para aplacar dolores de estómago, causados en su caso por la sífilis. Su
admiración por el británico llegaba hasta el punto de adoptar sus pensamientos. De
Quincey escribió en sus Confesiones: «El horror ante la vida se mezclaba, ya en mi primera
juventud, con la celestial dulzura de la vida». Baudelaire parafraseará casi literalmente esta
sentencia en Mi corazón al desnudo, añadiéndole una coda irónica: «Cuando era muy niño, he
sentido en mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror de la vida y el éxtasis de
la vida. Algo muy propio de un holgazán nervioso».
Baudelaire trazó con bastante precisión el camino que llevó a tantos creadores desde un
uso medicinal de la droga al recreativo, mencionando «la embriaguez solitaria y concentrada
del literato, que, obligado a buscar alivio en el opio a su dolor físico, y habiendo
descubierto así una fuente de placeres morbosos, poco a poco va haciendo de aquél su
única higiene y algo así como el sol de su vida espiritual».
En su comparación con el haschisch, el opio sale ganando. Mientras el primero era más
de lo mismo, el segundo, según Thomas de Quincey y Baudelaire, descubría territorios
mentales inexplorados. Claro que se trata de visiones tan deslumbrantes como terroríficas.
En «El veneno», de Las flores del mal, realizó una descripción de los efectos del láudano:

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Agranda el opio aquello que no tolera límites
Lo ilimitado alarga,
El tiempo profundiza, los deleites ahonda,
Y de placer triste y oscuro,
Anega y colma el alma rebasada.

Después de un recorrido por las virtudes del opio para potenciar la ensoñación, el poeta
termina aplicándole la misma condena que al haschisch: «Todo cuanto he dicho sobre el
empequeñecimiento de la voluntad en mi estudio sobre el hachish es aplicable al opio».
Y su condena se hace extensiva a todos los estupefacientes: «… los venenos excitantes
me parecen no sólo uno de los más terribles y seguros medios de los que dispone el
Espíritu de las Tinieblas para reclutar y esclavizar a la deplorable humanidad, sino incluso
una de sus incorporaciones más perfectas».
Una condena que suena pomposa y un tanto hipócrita, habida cuenta de que mientras
escribía estas líneas seguía dándole al láudano. En su correspondencia se mostró bastante
más sobrio: «Siento horror ahora por todos los excitantes… es imposible ser un hombre de
letras con una orgía espiritual continuada». Baudelaire el indolente sabía de lo que hablaba.
Son interminables e inútiles las discusiones sobre si los genios adictos lo fueron gracias o a
pesar de. Nunca lo sabremos. Queda el dato de muchos otros creadores a los que no les hizo
falta y sobre todo el de los millones de adictos a los que la droga convirtió, no en genios,
sino en ruinas humanas.
Posiblemente su última palabra sobre el tema la escribió Baudelaire en «Embriagaos», uno
de sus mejores poemas en prosa, publicado tres años antes de su muerte: «Hay que estar
siempre ebrios… De vino, de poesía o de virtud, a vuestro antojo».
Baudelaire escribió o, no y, y además añadió «a vuestro antojo». Pero por si no quedaba
claro, en otro poema en prosa titulado «La invitación al viaje», precisó: «Cada hombre lleva
en sí su dosis de opio natural, incesantemente segregada y renovada…»

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F INAL BELGA

«Extraviado en medio de este mundo feo, acorralado por la muchedumbre, soy como un
hombre cansado cuyo ojo no ve, cuando mira hacia atrás, en los años profundos, sino
desengaño y amargura, y, ante él, una tempestad en la que nada nuevo encuentra, ni enseñanza ni dolor.»
(Cohetes)

Sorprende el candor del poeta con respecto a la sociedad que tanto estigmatizó. En 1858
todavía espera que le concedan la Legión de Honor o la dirección de un teatro
subvencionado. Y en 1861, con cuarenta años, su intento de entrar en la Academia
Francesa se salda con un estrepitoso fracaso. Así presentaba sus méritos en la carta de
solicitud de su candidatura, plagada de falsa modestia:

Es posible que, para ojos demasiado indulgentes, pueda presentar algunos títulos: permítame
recordarle un libro de poesía que hizo más ruido del que deseaba, una traducción que popularizó en
Francia a un gran poeta desconocido, un estudio severo y minucioso sobre los goces y los peligros
achacables a los Excitantes; finalmente, un gran número de opúsculos y de artículos sobre los principales
artistas y hombres de letras de mi tiempo.

Tras los reiterados fracasos, Baudelaire abandona París por Bruselas, donde llega en abril
de 1864. Imparte allí cinco conferencias, con escaso éxito de público. Ha ido a Bruselas, en
realidad, para entrevistarse con Lacroix, el editor que ha hecho rico a Hugo, pero que a él le
rehúye. Todo el viaje es un nuevo fiasco. Y además no tiene un franco, como siempre. Ha
venido a ganar dinero para saldar deudas, y ahora no puede marcharse de Bruselas por las
deudas contraídas. Odia Bruselas y a los belgas, pero permanecerá allí casi dos años, y sólo
regresará a París convertido en vegetal, para morir. A una amiga le explica: «¿Por qué me
quedo en Bruselas, a la que odio sin embargo? Primero, porque estoy aquí y porque, en mi
estado actual, estaría mal en todas partes; luego porque me lo impuse como castigo hasta
que estuviera curado de mis vicios (la cosa va muy despacio)…».
Para distraerse o por pura exasperación, difunde rumores oprobiosos sobre su persona,
como que es pederasta: «Exasperado porque me creían siempre, difundí el rumor de que
había matado a mi padre y me lo había comido; que, ciertamente, si me habían permitido
escaparme de Francia, era a causa de los servicios que prestaba a la policía francesa… ¡y me
creyeron! Estoy nadando en la deshonra como pez en el agua».
Se venga escribiendo un panfleto infame contra los belgas (¡Pobre Bélgica!), digno
precedente de los antisemitas de Céline. Sin embargo, no le faltan allí buenos amigos: su
editor Poulet-Malassis, que también ha ido a Bruselas a refugiarse de los acreedores, los
hermanos pintores Stevens (Alfred y Joseph), el ilustrador Félicien Rops y un pequeño
círculo de admiradores.
En sus últimos meses (febrero 1865) recibe incluso una copia de un Goya, de parte de un
admirador que no conoce. A propósito de este regalo, escribe: «Recibo a veces, de muy
lejos, y de gente que no conozco, unos testimonios de simpatía que me conmueven mucho,

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pero que no me consuelan de mi detestable miseria, de mi humillante situación, ni sobre
todo de mis vicios». Sin embargo, sus seguidores crecen rápidamente entre los poetas
jóvenes (Verlaine, Mallarmé…), que lo reivindican en artículos de periódicos y revistas.
Baudelaire lo agradece, pero se muestra cauto ante los nuevos poetas. No se fía de los
jóvenes.
Durante 1865, su decadencia física y mental se acelera. La sífilis, con la meta a la vista,
aprieta el acelerador. Su amigo de toda la vida, el editor Poulet-Malassis, del que ha abusado
económicamente de manera inmisericorde, casi se alegra de no tener que verlo: «Casi no
veo a Baudelaire. Lo que no me disgusta demasiado, pues si es verdad que no le veo nunca
sin alegrarme, sus defectos de lentitud, de insistencia y de chochez, por otra parte, han
tomado proporciones tales que sus visitas diarias serían más que molestas.» (carta a
Asselineau).
Sufre frecuentes mareos, vómitos, torpor mental. Los médicos le recetan agua de Vichy y
otros tratamientos inocuos, y le dicen que pasee, que todo se debe a la histeria. Poco antes
del síncope definitivo, Baudelaire escribe con más clarividencia que sus médicos: «muy a
menudo, durante aquellos días interminables transcurridos en la cama [se refiere a su última
crisis], me decía: “¡bueno, razonemos un poco! Si esto es una apoplejía o una parálisis que
viene, ¿qué voy a hacer y cómo podré poner orden en mis asuntos?”».
El 15 de marzo de 1866, mientras visita la iglesia jesuita de Saint-Loup, en Namur, en
compañía de su amigo Félicien Rops, sufre un desvanecimiento. Ya no se recuperaría de la
hemiplejía. A fines de marzo padece parálisis del lado derecho y afasia. Su mente se halla
nublada, a un paso de convertirse en vegetal. Aún vivirá diecisiete meses más,
completamente idiotizado.
En Bruselas, le ingresan tras el ataque en un hospital al cuidado de unas monjas, que se
escandalizan de sus blasfemias. Cuando las monjas quieren obligarlo a santiguarse, se hace
el dormido. El 14 de abril de 1866, el editor Poulet-Malassis informa por carta al amigo de
Baudelaire, Asselineau: «Desde hace tres días, Baudelaire no dice ya ni una palabra, no
puede expresar ni una idea, por sencilla que sea. ¿Hasta qué punto comprende lo que le
dicen? Misterio». Su madre acude a Bruselas y le escribe al tutor del poeta: «si coge un libro,
ya no discierne los caracteres y lo rechaza». Baudelaire no puede leer ni escribir; no se
puede imaginar peor castigo para un literato. Repite una y otra vez cuando se enfada:
Crénom, abreviatura de Sacré nom de Dieu, una blasfemia para las monjas. Cuando la madre y
los amigos deciden trasladarlo a otro hospital donde no le fuercen, las monjas, en acción de
gracias, rezan de rodillas, rocían con agua bendita su cama ¡y llaman a un exorcista!
El 19 de abril de 1866, escribe su editor: «Su vocabulario se reduce al monosílabo no, que
repite»; lógico final para un nihilista redomado. Aunque en las semanas posteriores mejora
un tanto y hasta puede pasear, su estado mental continúa sin cambios. Así describe el editor
su estado a un amigo: «Físicamente, está bien; moralmente, es una inteligencia más o menos
hundida». El enfermo se muestra muy irritable, como cuando estaba sano por lo demás:
«brusco, impaciente y colérico, como siempre fue, pero en exagerado».
El 29 de junio de 1866 traen, por fin, a Baudelaire de vuelta a París, acompañado por su
amigo, el pintor Alfred Stevens. A su llegada a la capital, le recibe Asselineau, que piensa
que Baudelaire conserva, a pesar de la afasia, toda su lucidez: «Me convencí de que
Baudelaire, triste ventaja para él sin duda, no había estado nunca ni tan lúcido ni tan sutil».
No sabemos cómo pudo deducir tanto de alguien con menos vocabulario que un loro.

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En París, lo ingresan en una casa de salud, la clínica del doctor Duval (el mismo apellido
que su novia mulata), especialista en hidroterapia. La madre, que vive en Honfleur, no
quiere hacerse cargo del enfermo por temor al qué dirán. Tampoco a Baudelaire le apetece
aquel ambiente de antiguos amigos del padrastro, que nunca le miraron con buenos ojos.
De hecho, la presencia materna exaspera e irrita al poeta enfermo, como notan sus amigos:
«Quería acariciarle, mimarle, engatusarle. Resumiendo, se comportaba, a fuer de amor
materno, de una manera que le mantenía en estado de irritación» (Poulet-Malassis).
De modo que la clínica será su último hogar y en ella permanecerá hasta su muerte,
durante más de un año. El establecimiento sale caro y los amigos solicitan una subvención
al ministerio, que sólo concede 500 francos, una miseria, puesto que la clínica cuesta 5200.
Allí pasa tranquilo el poeta sus últimos días, recibiendo numerosas visitas de amigos
(Asselineau, Manet, Nadar, Banville, Leconte de Lisle, Sainte-Beuve y muchos otros). A
veces le tocan música de Wagner, que le gusta especialmente (el Tannhäuser, sobre todo). A
Nadar, el fotógrafo, que lo lleva a su casa todos los lunes, le llama la atención el síndrome
de Pilatos del poeta, que se lava obsesivamente las manos: «siempre había tenido el culto de
su cuerpo; nada más llegar a mi casa, me mostraba las manos y yo tenía entonces que
remangarle la camisa y, con jabón, cepillo y lima, dejárselas más limpias y relucientes de lo
que lo había hecho la enfermera media hora antes. ¡Oh! ¡maldito! ¡maldito!, exclamaba
alegre, contemplándoselas a la luz».
A partir de marzo de 1867, Baudelaire se deja ir y parece haber abandonado cualquier
esperanza de recuperación. Ya ni hace por levantarse de la cama. Aguanta hasta el verano y
allí mismo, sin más, muere el 31 de agosto. Según Asselineau, «Baudelaire recibió los
sacramentos, a petición suya», lo cual es cuando menos dudoso, vista su afasia y su estado
mental. Aunque lo cierto es que Baudelaire fue toda su vida un creyente, pero no
practicante. Fue enterrado un día tormentoso, como quizás reflejó Manet en L’Enterrement.

Unos días después, Jules Vallès escribirá una necrológica brutal, cuyas principales ideas
recogería ochenta años más tarde Sartre en su ensayo sobre el poeta. A saber, que
Baudelaire era, ante todo, un comediante, que representaba un papel pasado de rosca, una
pose en la que, en el fondo, no creía, como no cree el actor en su personaje una vez que
abandona el teatro.

Había en él algo del sacerdote, de la mujer anciana y del histrión. Era sobre todo un histrión. No
quiero insultar a sus cenizas: un desgraciado, que no era merecedor de insultos, sino de
compasión…
¡Satán resultaba ser ese diablillo anticuado, acabado, al que se había impuesto la tarea de cantar, de
adorar y de bendecir! ¿Y por qué? ¿Por qué al diablo y no a Dios?
Es que, ya ven ustedes, ese fanfarrón de inmoralidad, en el fondo era un religiosastro, no un
escéptico; no era un demoledor, sino un creyente; sólo era el ñam-ñam de un misticismo tontaina
y triste, en el que los ángeles tenían alas de murciélago con caras de ramera: eso es todo lo que había
inventado para asombrarnos, ese Jeune France demasiado viejo, ese librepensador rapazuelo.

Si acaso, como a Sartre, se le olvidó la piedad de mencionar que, de vez en cuando, aquel
histrión fue el mayor poeta del siglo XIX.

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A CTUALIDAD DE BAUDELAIRE

«El sentido común nos dice que las cosas de la tierra existen sólo escasamente, y que la
verdadera realidad está únicamente en los sueños»
(Los paraísos artificiales, dedicatoria).

La grandeza del genio consiste en abrir múltiples caminos (a veces sin salida), allí donde
no parecía haber más que desierto. Baudelaire planteó el primero los términos del conflicto
con el que se encontraría cualquier artista posterior, de ahí su condición de pionero para
tantas tendencias diferentes. Parnasianos, simbolistas, decadentistas, hasta llegar al
surrealismo y aún más allá, encontrarían fuente de inspiración en su obra y en su vida.
Todos ellos prolongaron el punto de partida del autor de las Flores del mal: cómo hallar una
alternativa a la brutal sociedad capitalista que había desterrado de su horizonte cualquier
poesía. Los intentos desesperados por escapar a la mediocridad imperante (la retirada al
mundo interior, la ensoñación, el misterio, lo sublime, la búsqueda de la trascendencia, los
diversos misticismos, melifluos o salvajes, paganos o cristianos, la perversión y el
libertinaje, etc) tienen todos el mismo rasgo común de parecer refugios frágiles ante la
llegada de los bárbaros. Ahora bien, los bárbaros ya han llegado y han conquistado el poder,
y se llaman burguesía, sociedad industrial, trabajo y beneficio como principales valores,
Ciencia y Progreso como nuevos dioses que han arrasado a los antiguos y aniquilado
cualquier misterio y aspiración espiritual. Como escribió Verlaine:

Yo soy el Imperio al fin de la decadencia,


Que mira pasar a los altos bárbaros blancos
Componiendo indolentes acrósticos
En un estilo de oro en que baila un sol lánguido
(traducción de Luis Antonio de Villena)

La sociedad de masas contra la que se debatió Baudelaire es en esencia la nuestra, de ahí su


permanente actualidad. Maximizar el beneficio y la explotación de recursos (incluyendo los
recursos humanos), convertir todo en una pujante industria (incluyendo el genocidio), no
permitir que ni la más mínima parcela de nuestra vida escape al mercado (incluyendo los
intentos de rebelión contra el mercado), todo ello fueron las marcas de nacimiento de la
sociedad industrial y no han hecho sino extremarse con el tiempo. Tal vez sea éste el rasgo
más llamativo de nuestra sociedad: la asombrosa capacidad de encajar cualquier crítica o
ataque, de convertirlo en combustible para su crecimiento indefinido. Todo lo que no la
mata, le engorda; y hasta ahora nada ha podido con ella. De ahí ese aire de familia que
encontramos en los intentos de Baudelaire y sus secuaces por escapar a la prisión de alta
seguridad en que se ha convertido nuestra civilización. No hemos ido mucho más lejos que
ellos. El ennui y el spleen baudeleriano, ese sentimiento de impotencia y hastío ante la
incapacidad para hallar algo que nos llene, más allá de la familia y el trabajo, ya no es sólo
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privilegio de espíritus selectos, como demuestra la importancia cada vez mayor de la
industria del ocio. Nuestro sexo, drogas y rock’n’roll no es más que la vulgarización (es decir,
su conversión en negocio) de la actitud que bohemios, decadentes y poetas malditos
pusieron de moda en el XIX.
Si acaso, nuestro tiempo ha introducido un elemento inédito en la época de Baudelaire: se
ha propuesto sustituir la miseria por el empacho como instrumento de dominación. Vista la
escasa sostenibilidad de los totalitarismos para controlar el malestar de las masas, se ha
optado por hacerles participar ―con limitaciones― en el festín de las élites, por
neutralizarlas mediante la saciedad y la indigestión, antes que con la represión y la vigilancia,
sin que estas últimas, ni mucho menos, se descuiden. Es decir, el viejo truco de
emborrachar al pavo de Navidad antes de sacrificarlo sigue funcionando.

Algunos de los caminos que abrió Baudelaire no llevan a ninguna parte. La consigna del
«arte por el arte», que comenzó siendo subversiva y propugnaba la liberación de enseñanzas
religiosas y morales, acabó a fines de siglo convertida en pasto de estetas para quienes el
arte no era sino un exquisito invernadero, repleto de flores venenosas. Buena parte del
simbolismo proveniente de Baudelaire (de una parte de Baudelaire) es un arte de interior,
de un interior mal ventilado, de cortinas corridas y atmósfera sofocante. Tras frecuentarlo,
uno siente el impulso de abrir ventanas y dejar que entre aire fresco. Es el mundo exquisito
del esteta, del dandi o del diletante. Todo lo que recordase la naturaleza y la pasión,
considerados vulgares, debía ser reemplazado por el puro artificio, un arte tan refinado que
ya no contuviese rastros de vida. Como decía aquel aristócrata de Axël: «¿Vivir?... De eso se
encarga el mayordomo». Se trata de un arte exangüe, de la huida de una realidad desoladora
hacia una fantasía ilusoria. Languidez, atardeceres, princesas mustias y pavos reales…
Pero hay otro arte simbolista que recoge los impulsos más radicales del primer
romanticismo (el de Hölderlin, Novalis, Nerval, el del mejor Baudelaire), se encarna en las
poéticas salvajes de Rimbaud y Lautremont y estalla con fuerza, en pleno siglo XX, en la
revolución surrealista. Es un arte que no renuncia a hacer de la «acción la hermana del
sueño», para el que la perfección formal no es nada si no va acompañada de una promesa
de felicidad o no sirve de estimulante para una vida más plena, como querían Stendhal y
Nietzsche. Un arte que persigue la transfiguración de arriba abajo de la vida, de toda la vida,
la artística desde luego, pero también la política, la económica, la moral; y no para nuestros
nietos, sino ahora, siempre, en cada momento. Que ese delirio ―porque se trata de una
insensatez, sin duda― permanezca vivo, se lo debemos en parte a Baudelaire, y ya sólo por
eso el «hipócrita lector» debería considerarlo su semejante y su hermano.

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A PÉNDICE: FLORES ESENCIALES

Nadie debería introducirse en la poesía moderna sin antes pasar por Las flores del mal.
Luego ya podrá lanzarse de cabeza a Rimbaud y compañía. Hemos comprimido al máximo
las flores estelares. Por lo tanto, «hipócrita lector», he aquí el sanctasanctórum de la
modernidad lírica.

«SPLEEN E IDEAL»

La primera parte de esta sección (poemas I/XXI), dedicada al ideal, no se encuentra entre
lo mejor ni lo más actual del poeta. Le sigue una segunda parte —la más abundante— de
poemas eróticos o galantes (XXII a LXIV), algunos soberbios, y una tercera (LXV a
LXXXV) que marca el fracaso de todas las tentativas por escapar al fracaso vital y al tedio.
Las otras secciones no añaden sino variaciones a este esquema. Por ejemplo, en los
siguientes bloques (Tableaux parisiens, Le Vin, Fleurs du Mal), el poeta se olvida por un
momento de sí mismo y se ocupa de otros damnificados de la gran ciudad, y por ello —
descontando algunas joyas anteriores— resultan bastante más interesantes que el primer y
ególatra bloque.

XIX. La giganta (La Géante). Por fin un poema poderoso. Una encantadora versión de
Gulliver en Brobdingnag. Gulliver-Baudelaire paseando por el cuerpo de una giganta, para
después echarse a dormir la siesta a la sombra de sus pechos. Baudelaire sintió siempre
debilidad por el tamaño king-size: «… mi incorregible amor por lo grande. Pues he de hacerle,
querido amigo, una confesión que quizá le haga sonreír: dando por supuesto un mérito
idéntico, en la naturaleza y en el arte prefiero las cosas grandes a todas las demás; los grandes
animales, los grandes paisajes, los grandes navíos, los grandes hombres, las grandes
mujeres, las grandes iglesias...» (Salón de 1859).

XXII. Perfume exótico (Parfum exotique). Lo mejor de Baudelaire son las evocaciones
olfativas, como ésta, en que el perfume de unos senos le hace imaginar islas exóticas (un
motivo que recogerán innumerables anuncios de televisión).

XXIII. La cabellera (La Chevelure). Otro maravilloso poema «aromático», esta vez a
partir del perfume del pelo de la amada. Los perfumes y olores extraían el Baudelaire más
auténtico.

XXIV. Te adoro como adoro la bóveda nocturna» («Je t’adore à l’égal de la voûte
nocturne»). Toda la serie de poemas eróticos inspirados por la mulata Duval son
soberbios.

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XXVII. «Con esa vestimenta de nácar ondulante» («Avec ses vêtements ondoyants
et nacrés»). Otra mujer fatal, y tan insensible y estéril como un mineral, como el desierto,
como las olas, metáforas empleadas para describirla. Un desierto en movimiento.

XXVIII. La serpiente que danza (Le Serpent qui danse). Variación del tema anterior
en verso corto. De nuevo los movimientos ondulantes, serpenteantes de una mujer, sus
ojos minerales y vacíos, la cabellera aromática, comparada a un mar… Una mujer
inhumana, insensible, mero instrumento de ensoñaciones. Poderosas e insólitas
comparaciones: la cabeza infantil de la mujer le recuerda al poeta ¡la de un elefantito! O la
saliva de la amante como vino de Bohemia, como cielo líquido.

XXIX. Una carroña (Une Charogne). Otro espléndido poema, lleno de imágenes
indelebles. El inicio en el que compara la carroña con una mujer en celo despatarrada es
formidable. Esa es la especialidad de Baudelaire: asimilar el objeto de deseo al de repulsión
hasta hacer saltar chispas. Le sobran las tres últimas estrofas moralizantes, que no añaden
nada al mensaje ya expuesto al inicio: sólo el arte puede conservar intactas, en sus formas,
la vida condenada a pudrirse.

XXXVI. El balcón (Le Balcon). Una evocación con repeticiones hipnóticas. La audacia
de algunas metáforas de Baudelaire nunca cansa: la noche se espesaba «como un tabique»
(cloison). El Baudelaire consagrado a «evocar los minutos dichosos», que se olvida de
satanismos y moralinas, es de lo mejor. Los más intensos poemas eróticos son aquellos en
los que aparece una amante-hermana, como en éste (estrofa cuarta) en que habla de «manos
fraternales». Este es uno de los ejemplos más significativos de la «magia evocatoria» que
para Baudelaire era la poesía: «Je sais l’art d’évoquer les minutes heureuses!» («¡Yo sé cómo evocar
los minutos dichosos!»). A lo que Proust hubiera replicado: no dependen de ningún arte;
los minutos dichosos retornan cuando quieren, si es que quieren.

XLVII. Armonía de la tarde (Harmonie du soir). Un formidable poema impresionista,


pura música de Debussy. Baudelaire utiliza una estrofa muy alambicada: el 2º y 4º versos de
cada cuarteto se repiten en el primer y tercer verso del siguiente. Las repeticiones dan un
efecto ―monótono e hipnótico― de olas que se solapan.

LI. El gato (Le Chat). El amor de Baudelaire por los gatos se transmite a los tres poemas
que les dedica, que son pura delicia. Este quizás sea el mejor. Aquí sí que es sincero y se
olvida de la pose. El maullido, el olor y la mirada del gato son una especie de espejo de las
entretelas del poeta. A pesar de ser emblema, en Baudelaire los gatos son siempre de
verdad.

LIII. Invitación al viaje (L’Invitation au voyage). Baudelaire se deja satanismos y


misoginias y se da a imaginar una felicidad posible (burguesa, holandesa), junto a una mujer
de verdad. Tras la mujer ideal (la Apolonia) y la mujer infernal (la mulata), tras el arriba y el
abajo de la femineidad, por fin un «al lado», una mujer-compañera, a la misma altura del
poeta: «hermana mía» Por eso es tan hermoso este poema, porque se olvida de cielo e

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infierno, y piensa en el paraíso terrenal, aquí y ahora, exactamente igual que sucede en la
pintura holandesa, a la que alude directamente en estos versos. El «país a ti semejante» es
evidentemente Holanda. El crepúsculo final, en que «El mundo dormita / Envuelto en
cálida luz», es puro Vermeer. La fascinación de este poema, tan hedonista, tan poco
baudelairiano, procede también de su ritmo ondulante, de barcarola, con la alternancia de
versos de 5 y 7 sílabas (en español, 6 y 8 y hasta 10 sílabas, en alguna traducción).
De la serie Daubrun, el mejor, por no decir el único salvable. Poema emparentado con
CVIII, «Le Vin des amants», otra invitación a la felicidad, cursada a una mujer-hermana.

LXXV. Spleen. Se inicia la serie de los esplines, cuatro poemas dedicados al hastío de los
días lluviosos de invierno, los días tontos del poeta, en que uno parece que esté de más.
Este es el primero y también el mejor, porque se olvida de las alegorías, el tono
grandilocuente, la truculencia y las poses a lo Luis II de Baviera, y se emplea a fondo con
las sensaciones y las metáforas a pie de obra. Un poema redondo, maravilloso, del principio
al fin, que es esa siniestra conversación entre la dama de picas y la sota de corazones. El
poema funciona como un plano cinematográfico de comienzo, desde la panorámica de un
París invernal y brumoso, con su cementerio y su barrio ateridos, hasta que la cámara se
cuela al interior de la vivienda para mostrarnos al gato flaco, los ruidos del canalón que
gotea, la campana, el leño de la chimenea y un péndulo; y finaliza en lo más concreto,
centrándose en un primer plano de una baraja, «desagradable herencia de una vieja
hidrópica», donde dos cartas recuerdan «sus amores difuntos». Una joya.

LXXXV. El reloj (L’Horloge). «Spleen et Ideal» concluye con esta vanitas barroca
dedicada al gran enemigo, el Tiempo, encarnado en el reloj. Aquí se contienen algunos
versos justamente célebres, como los admirados por Benjamin, en que el poeta compara los
placeres fugitivos con una bailarina desapareciendo tras las bambalinas: «Le Plaisir vaporeux
fuira vers l’horizon / Ainsi q’une sylphide au fond de la coulisse». Todo el poema está lleno de
comparaciones originales y sorprendentes: por ejemplo, el tiempo como un insecto que nos
chupa la sangre. Por una vez la alegoría funciona, personificada por un objeto concreto y
poderoso: el reloj. Esta vez sí nos transmite el escalofrío del tiempo que se nos escapa.

«CUADROS PARISIENSES»

Los «Cuadros parisienses» contiene lo mejor de las Flores…, el poeta olvidado de sí y


fundido con su ciudad, terrible y hermosa.

LXXXVI. Paisaje (Paysage). Un Baudelaire casi hedonista, lejos de lamentos y


maldiciones, que dibuja un encantador paisaje de los cielos de París. El poeta ensimismado
en su buhardilla en invierno, mientras la revuelta llama en vano a su ventana: «El Motín,
golpeando sin éxito en los vidrios, / no hará que del pupitre se levante mi frente».

LXXXVII. El sol (Le Soleil). El poeta en su faceta solar, en las antípodas del Baudelaire
saturniano al que estamos acostumbrados. Un poeta que se compara al sol, que «ennoblece
la suerte de las cosas más viles». El poeta redentor, más que maldito. Y sudando la gota

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gorda mientras trabaja; nada que ver con el romántico arrebatado por la inspiración. La
primera estrofa, que describe al poeta caminando por una ciudad desierta en plena siesta,
mientras él se pelea con las palabras, es una de las imágenes inolvidables de las Flores….

XC. Los siete viejos (Les Sept vieillards). Magnífico poema desde el mismo comienzo:
«¡Hormigueante ciudad, ciudad llena de sueños, / donde a plena luz llama el espectro al
paseante!». Al mismo tiempo es un perfecto cuento fantástico: un viejo idéntico tras otro,
hasta siete, van desfilando en la bruma, con intervalos de un minuto, ante los ojos del
estupefacto poeta.

XCI. Las viejecitas (Les Petites vieilles). Baudelaire el flâneur ―el más interesante con
mucho, más en cualquier caso que el poeta maldito de cartón piedra―, hace una
declaración de intenciones en la primera estrofa de este poema: «En los sinuosos pliegues
de las viejas ciudades, / Donde incluso el horror tiene algo seductor, / Yo acecho,
conducido por mis turbios humores, / A estos seres decrépitos, llenos de extraño encanto».
En este poema se dedica a rescatar la humanidad de las viejas mendigas, a las que
cualquier otro liquidaría como brujas. Con un par de versos les devuelve el esplendor:
«Tienen los ojos mágicos de las adolescentes / Que se asombran y ríen con todo lo que
brilla». Baudelaire, que despreciaba tanto a las mujeres, se compadece de ellas en el
momento de su decrepitud.
El prosaísmo tan avanzado del poeta: describe a una vieja que todavía mantiene el tipo
diciendo que aún «olía a regla».
Gloria y miseria del flâneur: Baudelaire se compadece de ellas, pero no hace nada por
ayudarlas o consolarlas, aunque sólo fuese hablarles: «Pero yo, que de lejos tiernamente os
vigilo».
El grito final del poema expresa toda la filosofía de Baudelaire: «Ruinas! ¡Familia mía!».

XCII. Los ciegos (Les Aveugles). Los poemas sobre los marginados de París tienen
todos una fuerza arrolladora. En éste, sobre los ciegos, Baudelaire se fija en un detalle
insólito y se pregunta: «¿qué buscan los ciegos en el cielo?».

XCIII. A una transeúnte (A une passante). Uno de los poemas más célebres de las
Flores, si no el que más. La delicia y la frustración de los encuentros fugaces en una gran
ciudad. A diferencia de las jeremiadas del poeta maldito, esta vez todos podemos
identificarnos con la rabia del protagonista del poema, que ve nacer y morir en el mismo
instante un gran amor. Una obra maestra fascinante, una de las cumbres de Baudelaire. Los
momentos álgidos de esta «transeúnte»: el primer verso («La calle atronadora aullaba en
torno mío»); la imagen acalambrada del poeta en la segunda estrofa, como si tuviera un
retortijón de tripas («crispado como un extravagante»); el resumen desgarrador de la
historia («¡Un relámpago… luego la noche!») en la tercera estrofa; y la nostalgia punzante
del lamento final («¡Oh tú, que hubiese amado, oh tú, que lo sabías!»).

XCIX. «Aún no he olvidado, cercana a la ciudad» («Je n’ai pas oublié, voisine de la
ville»). Una hermosa evocación de la casa de la infancia, junto a la madre que lo parió.

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C. «A la amante criada que un día os diera celos» («La servante au grand coeur…»).
Otra hermosa evocación de infancia, que resucita a una maternal sirvienta que Baudelaire
nunca dejó de añorar. El primer verso se pega inevitablemente al oído en francés: «La
servante au grand coeur dont vous étiez jalouse» (dígalo una vez, hombre: «la servant o gran quer
don vusetié yalus»).

CIII. El crepúsculo matutino (Le Crépuscule du matin). Pocas veces podremos sentir
el frío y la destemplanza de un amanecer desolado como en este poema. Los siguientes
versos te los ponen de corbata: «Un mar de niebla anegaba las casas, / Y los agonizantes,
dentro de los hospicios / Lanzaban su estertor entre hipos desiguales». Un verso para
recordar por su música: «L’air est plein du frisson des choses qui s’enfuient» («Llena el aire el
temblor de las cosas que huyen»). La fuerza de Baudelaire se encuentra a veces en la
adjetivación imprevista, chocante, como en esa «aurore grelottante» («aurora friolera»), que
rompe la asociación del amanecer a imágenes sublimes y la devuelve al prosaísmo de la
gran ciudad.

«EL VINO»

Baudelaire retrata diversos paraísos artificiales, a partir de los distintos usos del vino.

CVI. El vino del asesino (Le Vin de l’assasin). Un monólogo dramático puesto en boca
de un borracho uxoricida, digno de Poe. De una brutalidad verosímil. Un excelente poema
narrativo, un género tan desdeñado injustamente por determinados líricos.

CVIII. El vino de los amantes (Le Vin des amants). En sus momentos más lúcidos, la
genialidad de Baudelaire le permitía superar su misoginia y vislumbrar una mujer-
compañera fraternal, a su misma altura, ni arriba ni abajo («Hermana, que nadas al lado»),
como en este maravilloso poema, uno de los poemas de amor más hermosos de todos los
tiempos y uno de los pocos jubilosos de todas las Flores. El amor, genialmente definido
como «un delirio paralelo», un viaje «sin freno, ni espuelas, ni brida». La audacia de
Baudelaire para adjetivar de manera inesperada reaparece aquí en ese sorprendente
«torbellino inteligente», casi un oxímoron: ¿a quién se le ocurriría asociar la inteligencia con
una fuerza de la naturaleza desatada? Un poema que se emparenta con el LIII, «L’Invitation
au voyage», donde aparece otra mujer-«hermana» y otra invitación al delirio erótico.

«FLORES DEL MAL»

Esta sección recoge al Baudelaire más maldito: el satánico y rebelde contra Dios, es decir,
el más marchito para un lector de ahora. Aquí la voz suena hueca, como en una película de
terror barato, y los versos parecen dichos por Vincent Price. Formalmente, casi todos estos
poemas son alegorías, lo que los condena a una retórica antañona. Vintage barroco. De
aquí, ninguno.

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REBELIÓN

Lo dicho antes: cainismo, satanismo y apostasía. Ahí es ná. El Baudelaire más beatón. El
tren de la bruja.

LA MUERTE

La última sección es la constatación del fracaso en la búsqueda del ideal. Sólo queda una
muerte consoladora, puesto que para el beatón poeta, tras ella viene lo bueno: el paraíso
con sus angelotes. En realidad, faltaría todavía un epílogo que debiera llevar por nombre
«El Olimpo» o «La Gloria», que es lo que Baudelaire esperaba de la publicación del libro.
Pero esa apoteosis hubiera significado una impostura que contradiría el contenido del libro:
que la búsqueda de la plenitud acaba en tragedia. Versos melodramáticos y huecos salvo
excepciones, hechos casi de encargo para culminar un esquema. Aquí reina la alegoría y la
poesía más abstracta y desabrida.

CXXV. El sueño de un curioso (Le Réve d’un curieux). Nadar, el dedicatario, no


comprendió un pijo de este poema. No es extraño. Y eso que era un amigo de toda la vida.
Baudelaire narra un sueño en el que se veía morir. En realidad, se trata de un poema muy
en la estela de Swedenborg: el más allá como una copia del más acá; ambos mundos apenas
diferenciados salvo por una mayor intensidad de colorido del mundo espiritual. «¿Y esto
era todo? Pues vaya», se dice el poeta. El más allá es más de lo mismo; es decir, más ennui,
más aburrimiento, más falta de expectativas. Recuérdese que, para Swedenborg, el paraíso
consistía en una charla interminable sobre teología. Baudelaire retoma la ironía y, con ella,
el buen pulso del poeta. Un estupendo microcuento, digno de Poe.

CXXVI. El viaje (Le Voyage). El gran poema-colofón de las Flores… y el mayor también
en extensión. Le Bateau ivre de Rimbaud salió de aquí. Uno de los grandes monumentos de
la poesía de todos los tiempos, que recuerda el discurso que dirige Ulises a su tripulación en
la Divina Comedia, animándoles a seguir adelante, hacia lo desconocido. Aquí sí, aquí ya no
molesta la alegoría, aquí Baudelaire se deja de moralinas y dibuja al hombre tal como es, un
tipo errante e inquieto, que no se satisface con nada, que quiere ir siempre más allá. Se trata
de un poema nihilista, que no menciona en ningún momento la trascendencia ni confía en
ella, que reivindica con orgullo el desamparo y la intemperie, y no se arredra ante el final
más que previsible y nada consolador.
Un ritmo ondulante, de oleaje, que literalmente nos hace navegar. Versos inolvidables
desde el comienzo hasta el fin:

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,


L’univers est égal à son vaste appétit.
Ah ! que le monde est grand à la clarté des lampes !
Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

Mais les vrais voyageurs sont ceux-là seuls qui partent

65
Pour partir ; cœurs légers, semblables aux ballons

O le pauvre amoureux des pays chimériques!

O Mort, vieux capitaine, il est temps ! levons l’ancre!

… Enfer ou Ciel, qu’importe ?
Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau3

POEMAS AÑADIDOS EN LA 3ª EDICIÓN (PÓSTUMA, 1868)

6. Recogimiento (Recueillement). El poeta se deja llevar por un hermoso y melancólico


crepúsculo cargado de añoranza, mientras la chusma, en la calle, se lanza a la búsqueda de
placeres. Incluido en los Tableaux… El terceto final es una hermosura: «Le Soleil moribond
s’endormir sous une arche, / Et, comme un long linceul traînant à l’Orient, / Entends, ma chère, entends
la douce Nuit qui marche»4.

9. El abismo (Le Gouffre). Un poema discursivo muy moderno, despojado de moralina


pseudorreligiosa. El vértigo de una sociedad sin asideros, como no sea el muy dudoso de
un dios maléfico, que recuerda al perverso demiurgo de los gnósticos: «Al fondo de mis
noches, Dios con su dedo sabio / Traza una pesadilla multiforme y sin tregua». El lamento,
en esta ocasión, suena auténtico. Repleto de versos inolvidables: «Todo es abismo, ¡ay!, ―
¡acción, sueño, deseo, / palabra!»; «Sólo veo infinito por todas las ventanas». Y el treno
final, puro horror metafísico: «¡Ah! ¡No salir jamás de Seres y de Números!!».

TRES POEMAS CONDENADOS

Mujeres condenadas ― Delfina e Hipólita (Femmes Damnées ― Delphine et


Hippolyte). Suntuosidad verbal para un poema increíblemente hortera y melodramático,
de los más largos de las Flores. Y el sermón final del poeta condenando a las viciosas
(«Descended, descended, oh lamentables víctimas») es de antología preconciliar. Con todo,
hay estrofas espléndidas, como la sexta («Buscaba por los ojos de su pálida víctima…»), y
comparaciones marca de la casa: «Mis besos son ligeros como insectos acuáticos / que en la
tarde acarician los transparentes lagos». Como en el anterior poema («Lesbos»), se incluye
una valiente defensa del deseo frente a toda moralidad en el soberbio discurso de Delphine:
«¿Quién osa ante el amor mencionar el infierno?». Y a continuación: «¡Maldigo para
siempre al soñador inútil / que deseó el primero… / mezclar la honestidad con asuntos de

3Para el niño, gustoso de mapas y grabados, / es semejante el mundo a su curiosidad. / ¡Qué enorme el
universo a la luz de la lámpara! / ¡Qué pequeños a los ojos grávidos de recuerdos!
Pero los verdaderos viajeros sólo parten / por partir; corazones a globos semejantes
¡Oh pobre enamorado de regiones quiméricas!
¡Oh Muerte, capitana, ya es tiempo! ¡Leva el ancla!
Cielo, Infierno ¿qué importa? / Al fondo de lo Ignoto, para encontrar lo nuevo!

4Cómo el Sol moribundo se duerme bajo un arco / Y, cual sudario enorme que barriera el oriente, /
Escucha, amiga, escucha la dulce noche que anda

66
amor!». Y la espléndida estrofa siguiente: «Aquél que desee aunar, con un místico
acorde…», que es una reivindicación de la dualidad, el desgarro y la contradicción de la
vida, frente a todos los falsos paraísos.
Pese a que la primera intención de Baudelaire fuese titular su libro Las lesbianas, su idea
sobre ellas es bastante carca. En todos sus poemas sobre lesbianas añade una condena
moral y viene a decir como que en el castigo llevan la penitencia («vuestro castigo nacerá de
vuestros placeres»), puesto que: a) jamás se sacian y siempre están exacerbadas e
insatisfechas (presuntamente por la falta de pene): «Nunca conseguiréis aplacar vuestra
rabia»; y b) su amor es estéril.

16. El Leteo (Le Léthé). Uno de los grandes poemas eróticos de las Flores. El poeta se
rebela contra la idea del amor romántico como comunión de dos almas gemelas, y la
reemplaza por la comunión de los cuerpos, aunque uno de ellos (la amada) pertenezca a
una desalmada («alma cruel y sorda», se la llama desde el principio). No se le piden a la
chica dura sentimientos, sino sensualidad y, por medio de ella, olvido. Se incluyen versos
formidables, empezando por el inicio, con el poeta apostrofando con brutal cariño a ese
cuerpo sin alma: «Ven a mi pecho, alma sorda y cruel, / Tigre adorado, monstruo de aire
indolente». Y ese maravilloso trozo de poesía obscena, en que el poeta desea husmear entre
las piernas de la amada los efluvios del reciente polvo: «Y respirar, como una ajada flor, / el
relente de mi amor extinguido». Pero también: «El poderoso olvido habita entre tus labios
/ Y fluye de tus besos el Leteo». El final, con el poeta mamando olvido del pecho
«punzante» de la amada es antológico.

18. Las joyas (Les Bijoux). Una de las obras maestras de las Flores, y uno de los mejores
poemas eróticos de todos los tiempos. Una puesta en escena perfecta, que es lo que
diferencia al erotismo del mero desahogo. El erotismo es adorno, añadido al mero sexo,
aquello que distrae y demora pero, al mismo tiempo, atrae como un señuelo cuando la mera
naturaleza se revela insuficiente. Todo ello está condensado en el emblema de las joyas, con
su rica polisemia: joyas literales y joyas en sentido figurado, es decir, las de la anatomía de la
amada. El instinto sometido al ritual que lo encauza y también lo exacerba. Los
sentimientos y el sentimentalismo no cuentan para nada en el erotismo; tampoco la moral.
La estrofa final es una metáfora impecable y exquisita de la eyaculación: el fuego anega a
borbotones la piel negra con sus resplandores rojos.

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B IBLIOGRAFÍA

OBRAS DE CHARLES BAUDELAIRE5

Las flores del mal, Madrid, Alianza, 2011 [P BAU flo]

En este punto, hay que dejarse de eufemismos y ser tajantes: cualquier traducción
de poesía, por heroica que resulte, no es más que un sucedáneo. Leer un poema en
otra lengua distinta de la original es como escuchar una música a través de un
grueso tabique, mezclada con todo tipo de ruidos vecinales. La conclusión suena
irritante, pero es lo que hay: si quiere usted disfrutar de verdad de Baudelaire,
aprenda francés.
Una vez dicho esto, ya se puede hablar de traducciones. Hay buenas traducciones
(por algo es uno de los libros más traducidos), pero ninguna, naturalmente, puede
sustituir al original ni lo pretende. Algunos se empeñan en conservar la rima, lo que
termina produciendo un efecto Espronceda, de lo más ripioso:

Y tu cuerpo se estira y se ladea


cual frágil avecilla
que hunde sus palos bajo la marea
cuando roza la orilla.
(Manuel J. Santayana)

Tampoco se trata de marear al lector, que ya lee poca poesía de por sí, con disquisiciones eruditas. Vayamos
a lo seguro. La mejor versión sigue siendo sin disputa la publicada hace más de treinta años, en 1982, por el
poeta Antonio Martínez Sarrión, revisada por el propio traductor desde entonces. Se encuentra en una
edición barata de bolsillo y, al margen de cuestiones de detalle, retiene lo bastante del original como para que
merezca la pena leerla. Martínez Sarrión conserva la métrica pero no la rima, escande escrupulosamente los
alejandrinos (cosa ya meritoria) y, sobre todo, traslada el original sin perder demasiada naturalidad y
modernidad. Lo mejor que puede decirse de esta traducción es que suena a poesía, y a poesía de ahora.
Demasiado a menudo las Flores del mal parecen en castellano la obra de un discípulo de Rubén Darío, de los
más relamidos. Si algo sorprende de Baudelaire en francés es lo poco poético que es.

Pequeños poemas en prosa; Los paraísos artificiales


Madrid, Cátedra, 1994
[N BAU peq]

5 Entre corchetes, signatura en Bibliotecas Públicas de Madrid.

68
Cartas,
Vitoria-Gasteiz, Bassarai, 2004
[N BAU car]

Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos,


Madrid, Visor Libros, 2009
[FRA P Bau mic]

Salones y otros escritos sobre arte


Madrid: Visor, 1996
[N BAU sal]

OBRAS SOBRE BAUDELAIRE

Sartre, Jean-Paul, Baudelaire, Madrid, Alianza; Buenos Aires, Losada, 1994


[B BAU sar]
Casi da miedo la profundidad a la que llega Sartre. Más que una biografía, es una
ecografía mental. Una única pega: que Sartre no era poeta ni los comprendía. Como si
un sordo hubiera escrito una maravillosa biografía de Beethoven sin haber escuchado
nunca su música.

Pichois, Claude; Ziegler, Jean, Baudelaire,


Valencia, Alfons el Magnànim, 1989
[B BAU pic]
La biografía casi definitiva; una obra apabullante por la abundancia de datos.
Aunque a veces los árboles no dejen ver el bosque.

Benjamin, Walter, Baudelaire


Madrid, Abada, 2014 [82 BAU]
El otro estudio fundamental, junto con el de Sartre, para comprender al poeta y a su
tiempo. Benjamin arrastra al albatros a cubierta, es decir, al capitalismo de su tiempo y
demuestra que ningún escritor, por exquisito y solitario que sea, puede escapar a la
telaraña de la época. A diferencia de Sartre, Benjamin disfruta tanto con la poesía de
Baudelaire que hasta la traduce. Lo cual no obsta para analizarlo con la escrupulosidad
de un forense. El heroísmo de Baudelaire, nos viene a decir, consiste en responder
con poesía a una situación antipoética (el mundo de la mercancía y de la masa).

69
Bataille, Georges, La literatura y el mal, Madrid, Taurus, 1981 [82 BAT lit]
Bataille asume la defensa de Baudelaire frente a Sartre con su teoría del infantilismo del
artista. El objetivo del artista, dice, es recuperar la irresponsabilidad de la infancia. Ahora
bien, el niño irresponsable exige su guarda y tutela, tanto más vigilantes cuanto más
irresponsable sea la criatura. Lo cual le condena a una eterna minoría de edad, supervisada
desde fuera. ¿Por quién? Tal vez por aquellos a quienes interesa que el artista no salga
nunca de la infancia.

Azúa, Félix de, Baudelaire y el artista de la vida moderna,


Barcelona, Anagrama, 1999 [82F BAU azu]
Azúa elabora una impecable síntesis de los estudios anteriores (Benjamin y Sartre en
primer lugar) y sitúa a Baudelaire en el lugar más relevante: el del iniciador, como
teórico y practicante, del convulso arte moderno. La mejor introducción posible al
poeta y crítico.

Gómez de la Serna, Ramón, Efigies, Madrid, Aguilar, 1986


[B GOM]
Un simpático estudio de diversas figuras de la bohemia, entre ellas nuestro
poeta. Dicharachero y anecdótico, Baudelaire contemplado con ojos
cómplices.

EN TORNO A BAUDELAIRE

Matemática tiniebla: genealogía de la poesía moderna (textos de Edgar Allan Poe,


Charles Baudelaire, Stéphane Malarmé, Paul Valéry, T.S. Eliot),
Barcelona: Galaxia Gutenberg: Círculo de Lectores, 2010 [82 MAT poe]
Edgar Allan Poe fue el ángel tutelar de Baudelaire o acaso el Juan Bautista, como decía
Sartre con mala leche. Baudelaire se pasó buena parte de su tiempo de escritor
traduciendo y comentando al americano, del que tomaría un sinfín de ideas. Aquí se
incluye su célebre Filosofía de la composición, uno de los textos teóricos que influyeron no
sólo en Baudelaire, sino en toda la poesía simbolista posterior. Como demuestran las
otras poéticas recogidas en esta antología.

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Gustave Flaubert, La educación sentimental, Madrid, Alianza Editorial, 1987
[N FLA edu]
Flaubert, amigo y admirador de Baudelaire, quiso escribir en esta novela «la historia
moral de los hombres de mi generación», que abarca los años 1840-1867, justo los
años de la vida adulta de Baudelaire, desde la publicación de su primer poema en una
revista a su muerte. Nada mejor, pues, para conocer el ambiente en que se movió,
escrito desde dentro por alguien muy próximo.

Marx, Karl, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte,


Madrid, Alianza Editorial, 2015 [94 CON MAR]
Marx analizó el golpe de estado de Luis Napoleón en 1851, un acontecimiento
decisivo en la vida de Baudelaire, como un producto de la lucha de clases de la época.
Una radiografía apasionante de las grandes corrientes sociales que zarandearon al
poeta.

Poesía simbolista francesa,


Madrid, Gredos, 2005
[P POE]
Una completísima y solvente antología de poetas simbolistas en francés, elaborada
por Luis Antonio de Villena. Ideal para conocer el cambio poético que provocó
Baudelaire en las generaciones siguientes.

De Quincey, Thomas, Confesiones de un inglés comedor de opio, Madrid,


Alianza, 1996
[N DEQ con]
A Baudelaire le entusiasmó tanto este libro publicado en 1821 y traducido al francés
siete años más tarde, que se dedicó a parafrasearlo y comentarlo, de manera literal a
veces, en la segunda parte de Los paraísos artificiales. Y no es para menos; ambos
compartían «una antigua y terrible amiga»: «la redoma de láudano».

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CRÉDITOS DE LAS ILUSTRACIONES

―Portada: Baudelaire por Nadar, 1855


―Página 2: la Rue des Marmousets, hacia 1853–70. Fotografía de Charles Marville.
―Página 4: Joseph-François Baudelaire, padre del poeta.
―Página 5: el general Aupick, padrastro del poeta.
―Página 6: el poeta con 10 años.
―Página 10: Baudelaire por Carjat, 1861.
―Página 11: autorretrato del poeta, 1848.
―Página 12: Baudelaire por Emile Deroy, 1844.
―Página 13: caricatura de Baudelaire por Nadar, 1852.
―Página 14: Kupka, Baudelaire, 1907.
―Página 16: Manet, Musique aux Tuileries (1862) y detalle (Baudelaire marcado en rojo).
―Página 18: Jeanne Duval, dibujada por Baudelaire.
―Página 20: Apollonie Sabatier, en Dame au petit chien, Gustave Ricard.
―Página 21: dibujo de Paul Gavarni (1804-1866).
―Página 22: autorretrato, 1857.
―Página 24: autorretrato, fecha incierta.
―Página 25: Barricadas de París durante las jornadas de junio de 1848.
―Página 27: Louis Auguste Blanqui (1805-1881), fotografía en su edad madura.
―Página 28: viñeta de Gustave Courbet para la cabecera del periódico Le Salut public,
publicado por Baudelaire y sus amigos en 1848.
―Página 30: Emanuel Swedemborg (1688-1772).
―Página 34: calle de París, hacia 1853–70. Fotografía de Charles Marville.
―Página 37: Chiffonnier (trapero) de París, mediados del siglo XIX.
―Página 38: Place Dauphine, París, hacia 1865. Fotografía de Charles Marville.
―Página 40: Baudelaire por Carjat, 1863.
―Página 41: portada de la primera edición de Les fleurs du mal, 1857.
―Página 43: Baudelaire por Nadar, 1856.
―Página 46: Baudelaire por Nadar, 1855.
―Página 48 : Rue des Trois Canettes, París, hacia 1865. Fotografía de Charles Marville.
―Página 50: autorretrato, hacia 1850.
―Página 51: Hotel Pimodan, también conocido como Hotel Lauzun, donde se reunía el
Club des Haschischins. Fotografía antigua.
―Página 54: Mariano Fortuny, El fumador de opio, 1869.
―Página 59: Baudelaire por Neyt, 1864.
―Página 67: Félicien Rops, El ángel.
―Página 73: Odilon Redon, Les fleur du mal, 1890.

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