Está en la página 1de 4

TARDE DE SABADO

Luis Ignacio Muñoz

Pues sentémonos un rato mientras les cuento como es que pasó toda esa noche,
mejor dicho, les cuento lo poco que sé. Una cerveza, bueno, gracias y óiganme
bien para que después no vayan por ahí con habladurías de que yo también
andaba metido en ese lío.
Lo cierto es que nos habíamos metido con mi compadre Anastasio a esta misma
tienda despuesito de las doce como por tomarnos una por eso del calor, don
Jesús se debe acordar. Con ese modo de calentar tan jodido desde la pura
mañana. Nos fuimos resbalando de una en una hasta cuando llegó el Basilio y el
Julián y se pusieron a pedir pa todos los que estábamos que a esa hora éramos
los cuatro. Y entonces la charla se volvió como siempre que tomábamos con el
Basilio. Que las guacas en esa casa vieja y fea de adobes que se está cayendo en
El Callao, dizque las morrocotas enterradas hace como un siglo cuando no se
conocían los bancos y la plata no salía en billetes por eso la gente rica la
enterraba en esas casas antiguas y la palta se quedaba ahí. Nosotros en la misma
banca de tablas junto a la pared óigalo como el que oye misa y los almanaques y
los avisos de trago casi nos pegaban en la cabeza. Como a las dos empezó a
llover y las lomas se pusieron grises, el cielo se volvió como un manchón de
ceniza y la cerveza se nos puso más fría en las botellas. Pero el basilio no quería
callarse contando de sus entierros que ya tenían enriquecidos a tanta gente y uno
en la misma ordeñadera de vacas todos los días y en la misma echadera de
azadón, siempre jodiendonos y que nos jodieran como les diera la gana y otros si
aprovechando porque la plata estaba ahí, enterrada al pie de nosotros
asustándonos con lo de la pelotera del espanto donde dejan los baúles y si la
mayoría salen enfermos es por arrebatarse y no hacer las cosas bien que no usan
ni sal ni agua bendita, decía el Basilio parado delante de nosotros como si hablara
en un salón lleno de gente.
Cuando don Jesús se fue un rato a la cocina se agachó un poco y nos dijo bien
bajito:
--Les voy a contar un secreto, así como pa los cuatro. Que nadie más vaya a
saber.
Se acercó hasta la puerta a mirar quien venía y no volvió a entrarse.
--Antenoche sacaron un baúl del Callao. Se lo encontraron en el techo, era todo
de hierro. Estaba llenecito.
Todos nos pusimos a mirarlo con la boca abierta.
--Contá, contanos, Basilio –le decíamos.
--fue a eso de la medianoche. Yo iba de la tienda y vi la gente salir con linternas.
Les juro que no estaba jarto. No cogieron puel camino sino atravesaron los
potreros.
--¿Pero quienes eran? –le interrumpió compadre Anastasio.
--Pues no sabría decirles bien. Uno sé que era el viejo Dionisio.
--¿Y a dónde se lo llevaron?
--A la casa del viejo. Yo los vi.
--Pero ya debieron llevárselo.
--Nadie ha podido entrar ayer ni hoy porque llegaron los Estrada y los soldados
andan regados por toda la hacienda.
--¿Entonces el viejo Dionisio estuvo allá?
--Parece que anoche estuvo aquí tomando. Se quedó borracho y soltó la lengua.
Mejor dicho soltó algo y como es un viejo atontado nadie le creyó.
--¿Y los otros?
--No se sabe quienes eran. Lo único cierto es que lo escondieron donde vive el
viejo.

Yo esperaba que escampara pronto pa irme a la casa. Con ese helaje que se puso
a hacer no tenía muchas ganas de tomar. Los otros, si esperaban, no a que
escampara sino querían otra cosa, me iba dando cuenta. Se estaban bebiendo las
cervezas despacio, como haciéndose los escalofriados, una por allá cada hora.
Aunque si era duro el frío. Y era que estábamos en octubre y el invierno se nos
puso más insoportable todas las tardes. Por eso ya ni las montañas se alcanzaban
a ver de tanta niebla. El río bajaba crecido de tanta agua que le vomitaban las
quebradas. Agua amarillosa, enzarzada que llaman y por la noche hacía un
ruidononón. Por eso también llevábamos ruana y sombrero a toda hora. Ya se
sabía que si las nubes se negriaban y empezaban a ir aprisa no quedaba otra
escapatoria. Pero eso no era cierto pa tomar tan despacio y conversar más.
--Todos los sábados sale –decía el Basilio.
--El aguacero lo tiene demorao.
El viejo llegó casi a las cuatro apenas escampó un poco. Venía por los potreros
encharcados en forma de chirajos de ruana pero brillaban como espejos. Se había
puesto como acostumbraba cada ocho días, unas botas nuevas, la camisa nueva
y los pantalones a medio usar que le heredaba patrón Fidel Estrada. Era el más
bajitico de toda la región. La frente le daba debajo del pecho de Basilio. Hizo el
amague de seguir derecho sin intentar del todo irse a la otra tienda que queda a la
orilla del ferrocarril.
--Venga don Dionisio se toma una –lo convidó el Basilio desde la puerta.
Lo vimos pasar el broche de la cerca. Mi compadre Anastasio se arrimó al
mostrador y le alistó una cerveza que acababa de hacer destapar. Los cuatro
volvimos a quedarnos callados en la banca largo rato. Dionisio acabó de tomarse
la cerveza y el Julián se paró a pedir otras cuatro. No volvió a sentarse. Don Jesús
entraba y salía hasta la cocina dizque por el frío y atendía parado detrás del
mostrador de tabla ya liso como un jabón de tanto rozarlo con los brazos encima.
Todo olía a la misma vejez de las otras tiendas medio oscurecidas y al trasegar de
todos los días de gente enruanada negriando las paredes.
--¿Por qué tan callao, don Dionisio? –Dijo compadre Anastasio.
--¿Y qué quieren que les cuente?
--Como que no –dijo el Basilio, ¿Qué hay de la Irene? ¿Ya no pelean?
--Ya no, porque no volví a dejarla salir a las tiendas. Ya como no toma.
--Debe ser distinto orita –le dijo mi compadre Anastasio.
--Si, uno se cansa más de todo.
--Como no va a ser distinto –dijo Basilio--, ya usté con plata y mejores
posibilidades...
--¡Plata de qué¡
Se empezaba oscurecer más temprano que todos los días por el aguacero y la
tienda fue llenándose de más gente enruanada. Los sombreros de fieltro
destilando pura agua. Y afuera seguía lloviendo recio. Por eso yo no me había
podido ir aprovechando el montón de personas. Pero no pude desde hacia
muchísimo rato, porque eso era lo que quería, esto que decían no me gustaba
mucho. Los otros hablaban que el invierno aquí, que el invierno allá, el río crecido,
los potreros anegados, la papa se pudre en los surcos, el maíz se amarilla, las
vacas no dan buena leche, la vida se pone más cara. Que ese verano tan verraco
si era para esperar una inviernada así.
El Basilio, el Julián y mi compadre se hacían señas de que otra cerveza para el
viejo cuando llevara la que tenía en la mitad. Volvían a pedir siempre una sola con
cuidado de la demás gente. Hasta que el aguacero fue pasando poquito a poco sin
escampar de totazo. Y uno por uno se fueron saliendo mientras yo me buscaba el
modo de irme con alguien. Pero no. Cuando me quise parar mi compadre se dio
cuenta y me dijo espérese hombre y nos vamos los dos, cuál es el afán. Las otras
veces fueron las cervezas que ya no me entraban y resulté con botellas llenas
junto a donde estaba sentado. Hasta que otra vez volvimos a quedar nosotros
cinco y don Jesús detrás del mostrador.
--Dizque el baúl estaba llenecito de monedas –le dijo el Basilio al viejo ya sin
esconder la charla de don Jesús.
--Si puallá no hay nada. Tanto escarbar nosotros.
--¡Que va¡ ¿Entonces también estuvo buscando?
--Si. Ellos me mandaban, Yo tenía que cavar y ellos decían el sitio.
--¿Quiénes?
--Don Elías y don Josefino, los hijos de los otros dueños.
--¿Pero nada?
El viejo volvió a reírse.
--No le digo que no encontramos nada.
Ya mariao se puso con intenciones de salir. Dijo gracias y se empezó a despedir
de nosotros. El Basilio y mi compadre ya lo esperaban afuera. Y yo piense como le
saco el bulto a esta gente. No habíamos tomado demasiado pero se sentía un
poquito la jartera. El viejo caminaba a tropezones. El si debía estar más borracho
que todos. Se iba de orilla a orilla como si se lo llevara el viento. Había veces que
se paraba, daba un paso adelante y se quedaba largo rato como una estatua pa
no caerse.
--Lo vamos a llevar a la casa –dijo el Basilio.
Lo agarraron entre el Julián y mi compadre Anastasio cuidando que no se les
fuera entre los charcos ni se resbalara entre el barro molido con el pisoteo de los
caballos y las vacas. No se oía sino el croac de las ranas en todas partes. Croac
croac como si la tierra fuera un poco de ranas gritando quien sabe qué mientras
nos caían goteras heladas de las ramas de los árboles.
--Que asustan de noche –decía Julián.
--Asustar si –gangoseó el viejo.
--Entonces hay plata enterrada –dijo el Basilio.
--Que no encontramos nada.
--¿Y entonces por qué asustan?
--Yo que voy a saber.
Seguimos caminando. El viejo ya habló menos y poco a poco se volvió como un
costal desmadejado pero ellos no lo soltaban de los brazos. Yo iba atrás
esperando un descuido. La oscuridad se iba llenando de vapor que sale de la
tierra.
--Nos va a decir a las buenas o a las malas –le gritó Basilio.
--Yo no tengo que decirles, señores –se demoré en decir el viejo.
--Nos dice o lo echamos al río –le oí a mi compadre y pensé que eso se iba a
poner feo.
--Que me van a echar al río, estoy borracho y voy a mi casa.
--¿Dónde está la plata?
--¡Yo que plata¡
--La plata que ayudó a sacar.
--¡Yo que plata¡
En la revuelta cerca del río se metieron a un potrero por encima de una cerca de
piedra. Ya llevaban al viejo arrastrando en la yerba mojada. Allí fue cuando me
escondí aprovechando un árbol grueso pa hacerme detrás y ellos no se fijaron. Se
alcanzaba a oír el agua turbia y el ruido que hacían arrimándose a la orilla. Hasta
que ya no vi más sus sombras bajando el barranco entre los matorrales porque en
ese momento me fui corriendo a todo lo que me daban las patas.
Y eso es lo único que les puedo contar y lo poco que alcancé a ver, señores. Del
resto juro que no sé nada. Eso ya me lo contaron en la casa al otro día y de ahí a
la fecha no los he visto más a ellos ni supe a dónde se volarían ni que pasó con el
viejo.

También podría gustarte