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EL TESTAMENTO

Manuel Zapata Olivella


—¿Ya escribió el testamento?
—Aún espera a otros familiares.
—Quiere que todos estén presentes.
En el interior de la alcoba resonó la tos del abuelo José Trinidad. En el acto se congregaron a su alrededor los
parientes, unos dándole golpecitos en la espalda y otros aireándolo con abanicos. En toda la casa había gran
animación. Resultaba estrecha para tantos primos, sobrinos, nietos y demás familiares ansiosos de demostrarle su
cariño antes de que testara. El viejo, sin embargo, no quería hacerlo. Lo consideraba muy prematuro.
—El primo Antonio hizo bien en traerlo a su casa. Es mucho más grande que esa buhardilla donde vivía.
—¡Y le ha preparado su propia cama matrimonial!
El abuelo, pese a que se moría, se solazaba a gusto en sus nuevas instalaciones. La cama abollonada, los
asoleados cristales. Muchas veces creía soñar, que ya realmente había muerto y que aquel refinamiento después de
haber vivido en la más destartalada miseria constituía parte de la gloria ultraterrena que le tenía prometida el
párroco. Viendo a sus familiares dando carreritas a su alrededor, con pasos silenciosos para no incomodarlo, hasta
creyó verles alas de serafines salmodiando su alma. La atención de su sobrina política, doña Isabel, era lo que más
le causaba asombro. Recordaba aquella vez que intentó visitarla para pedirle unos zapatos viejos y sin dejarle
asomar las narices en el interior de su residencia, le hizo llegar por manos de los criados unos guayos que habían
pertenecido a su abuelo. Ahora sus mimos rebasaban los cuidados de la parentela. La idea de traerlo a casa, más
que al sobrino Antonio, se debía a ella. No permitía que ningún otro pariente, fuese el más consanguíneo, le
disputara sus demostraciones de afecto. Cuando un nuevo familiar aparecía ante el lecho del enfermo, ella se las
arreglaba para que sus palabras no abundaran y le dejaran en paz.
Ahora llegaba el tarambana del primo Agapito. Su inesperada aparición denunciaba que muy lejos se había
propalado la noticia del tesoro. Entró con un loro al hombro, fumando pipa, raídas las posaderas del pantalón y con
un par de zapatos de distintos colores. La barba chamuscada contrastaba con los cabellos canosos. Doña Isabel
pretendió desconocerlo, aunque él, jamás desmemoriado, le ponía de presente que sus glóbulos de sangre eran los
más parecidos a los del enfermo.
Bastó con que el anciano expresara deseos por mirar el rostro de su primo vagabundo, para que los remilgos de
la sobrina política se doblegaran con hipócritas excusas. Pero eso sí, el loro, la pipa y el otro comparsa de la misma
calaña que traían debieron quedarse en la cocina donde no estropearan sus muebles. Pronto las palabrotas del loro
ahuyentaron a las sirvientas y pudieron saquear la despensa con la voracidad de piratas hambrientos. Cuando el tío
pidió al sobrino que su primo Agapito se quedara en casa mientras él agonizaba, doña Isabel puso los ojos de todos
los colores y, contra su voluntad, debió arreglar otro cuarto para los nuevos huéspedes.
—¡Me están arruinando! —exclamó Antonio; su casa, antes tan solitaria y espaciosa, permanecía más
congestionada que un hotel en temporada de ferias.
—Y a todo esto —se lamentaba con lágrimas incontroladas— es la hora en que no sé si figuraré en el
testamento.
Esta incertidumbre atormentaba a la totalidad de la parentela. Solo les reconfortaba como un bálsamo
milagroso, pensar en el tesoro, y sobre todo, en la generosidad del tío. Otro cualquiera, con sus años, se habría
olvidado de tantos parientes lejanos, que ahora, al conocer la noticia de su agonía y, particularmente, la historia del
pesado baúl, llegaban con ostentosas condolencias. Y el viejo, desde luego, las recibía gustoso:
—¡Aquí tiene, abuelo, estos calcetines de lana para que se abrigue los pies!

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—¡Le traigo sus dulcecitos, ya sé que le gustan mucho!
—¿Por qué usted no se viene unos días a nuestra casa de campo?
Saltaba Isabel escandalizada:
—¿A quién se le ocurre movilizar al tío, ahora que reposa bien cuidado en esta casa!
En la alcoba, el corrillo de los familiares aumentaba. No bien salían unos, cuando entraban otros,
ceremoniosos y contritos.
—¿Cómo se siente hoy, abuelo?
Y echaban una miradita de soslayo bajo la cama. Y ahí estaba en exposición permanente el baúl. Los que lo
habían cargado decían que pesaba muchísimo. Necesitaron unir la fuerza de cuatro hombres para trasladarlo de la
casa desvencijada del cojo Celestino, a la mansión del sobrino Antonio. Malicioso el viejo, pidió que fuese
conducido en la misma ambulancia. ¡Cómo era de caprichudo y desconfiado! Entonces se supo no solo que
pesaba, ¡sino que en su interior resonaban las morrocotas de oro al bambolearse!
La imaginación codiciosa de la sobrinera centuplicó en sus ambiciones lo sospechado. Ese baúl que había
pertenecido a la condesa de la familia, quien administró haciendas y minas de oro en la Colonia, había llegado con
sus caudales a manos del abuelo José Trinidad. No cabía ninguna duda respecto al tesoro y a su antigüedad. El
arcón podía apreciarse allí bajo la cama, enchapado en bronce y con clavos herrumbrosos. Y habría permanecido
quién sabe cuántos más años enterrado con su preciado tesoro, si el anciano José Trinidad no se dispone a
entregarlo al párroco.
Nadie dio importancia a sus deseos de confesión, pues conocían su religiosidad. Lo malo fue que dijera al
sacristán:
—Dígale al señor cura, que quiero confesarme y dejar a la Iglesia un baúl con morrocotas de oro que tengo en
el patio de mi casa.
El sacristán, con las alas del entendimiento muy largas, creyó más provechoso antes de cumplir el mandado,
comunicar aquella noticia al cojo Celestino. Esa misma noche, asociados, primo y sacristán, convinieron
desenterrarlo mientras el viejo roncaba. Armados de picos y palas, a la luz de una ahumada linterna, removieron la
tierra del patio. Los sorprendió el alba sin dar con el tesoro. Despertadizos tenía los oídos el abuelo y se puso alerta
desde el primer golpe de pico. Asomado a la ventana comprobó la deslealtad del sacristán. No se preocupó mucho
por la codicia de los zapadores, pues el baúl que buscaban, lo tenía precisamente enterrado bajo su cama.
Descolorido por las excavaciones infructuosas, se presentó el sacristán acompañado del sacerdote, nunca este
tan diligente como en aquella ocasión excepcional.
—¿Es cierto que quiere testarlo todo a favor de la Iglesia?
—Bueno, tanto como dejárselo todo no, pues sucede padre, que en ese baúl hay una fortuna inimaginable.
Medallones, esmeraldas, pulseras, collares, diademas y otras linduras jamás vistas en estos tiempos. ¡Oro a granel
y no se diga de las morrocotas de veinticuatro quilates!
El religioso apretaba con tanto ahínco la camándula, que el crucifijo estuvo a punto de sangrar.
—La Virgen y el Santísimo se lo premien! ¡Con lo necesitados que estamos de una buena iglesita!
Las orejas encartuchadas como embudos glotones oían cuanto confesaba el anciano. Tuvo ganas de
preguntarle: “¿Y cuándo se muere usted?”
—Tendré muy en cuenta la iglesita, pero no es bueno que olvide a mis familiares que viven como yo, en la
mayor pobreza.
—Déjese de escrúpulos, don José, mientras más pobres y humillados, mejor para ellos. ¡Las riquezas son
tentaciones del demonio!

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El sacristán y Celestino escuchaban detrás de la puerta. Esperaban la pregunta que el cura espetaría de un
momento a otro. Lo vieron escrutar los rincones con el rabillo del ojo, estirar los labios y decir al oído, no tan
quedo como para que no le oyeran los sacrílegos detrás de la puerta:
—¿Y dónde lo tiene escondido?
—¡Aquí debajo de la cama!
—¡Ajá! ¡Ajá! Es mejor que lo enterremos bajo el altar. Allí estará más seguro.
El sacristán quiso carraspear, pero Celestino le tapó la boca.
—Lo pensaré. Creo que todavía me faltan mis diitas largos. Además, debo hacer el testamento, quiero que mis
tantos sobrinos y primos me agradezcan lo que les deje y recen mucho por mí cuando yo muera.
—La Iglesia se encargará de ello, don Pepe. ¡Deje sus temores, habrá misa cantada!
No era tan senil el cerebro del anciano y prefirió dejar al tiempo su decisión. Y desde entonces, el cura lo
visitaba con más asiduidad que el médico. No es mucho decir, pues el sobrino Antonio parecía aconsejar al doctor
que no se preocupara demasiado en prolongar la vida de su tío, si como parecía, su enfermedad era incurable. La
cuenta del facultativo se alargaba. Mas por todas partes había trampa, pues el enfermo desconfiado, practicaba
también sus jugarretas: olisqueaba las pastillas sin tomárselas, y en cuanto a las cucharadas, solo le servían para
gargarismos.
Por aquellos días, el cojo Celestino, hasta entonces el único que realmente velaba por el abuelo, se le dio por
querer mudarle de cama.
—He pensado que estaría mejor en mi alcoba. Hay una ventana. Tendría más espacio y podrá mirar la calle
desde el balcón...
El viejo sabía por dónde iba la procesión y se adelantó a taparle el recorrido:
—¡No, primito, estoy amañado aquí! ¡Me gusta estar muy cerquita de la tierra que me está esperando!
Más astuto resultó el sacristán. Se fue derecho a casa del sobrino ricachón y apechugándose de saliva espesa,
le contó lo que sabía:
—¡El baúl de la condesa está en peligro!
Los ojos de Antonio se agrandaron una enormidad. Sí, él había oído hablar de las riquezas dejadas por su
acaudalada parienta. Correría antes de que el viejo, olvidado de que él existía, fuese a testar todo a favor de la
Iglesia. Sobrino carnal y sobrina política, después de pagar fuerte propina al sacristán por su deslealtad para con el
párroco, se presentaron donde el tío. Hubo lágrimas, reconocimientos, palabras de contrición por tan injustificable
olvido, pero nada más justo para enmendar faltas que una oportuna reconciliación. Tanto conmovieron al viejo las
lágrimas de doña Isabel y los ruegos del sobrino, que accedió a cambiar la leprosa casa del cojo por la residencia
señorial de Antonio. Con hipos escandalosos despidió Celestino al abuelo y fue entonces cuando comprobó, para
sorpresa suya, que no eran mentiras lo dicho por el anciano. Desenterraron el baúl y resonaron en su interior las
morrocotas.

***
—¡El viejo está testando!
Estaban congregados, además de la inmensa parentela, el cura que hacía muecas como si una mosca le acosara
las orejas. El moribundo cerró el sobre y con voz adelgazada manifestó al notario, allí presente por voluntad suya:
—Que este testamento lacrado, se lea y ejecute, cumplidos los dos años de mi muerte. En cuanto al baúl, debe
quedar en poder de la autoridad. Dejo explícito mandato que sean repartidos sus haberes entre quienes, durante los
dos años que sigan a mi muerte, pusieren mayores cuidados a mis despojos, y que no olviden que he sido muy
devoto.

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El cura lo bendijo, aunque no de buenas ganas. ¿Para qué esperar dos años? Más habría valido al alma del
difunto cosechar los agradecimientos de la Iglesia en el mismo momento en que rindiera cuentas en el cielo. Isabel
púsose a llorar antes de que expirara el tío. Con aquella tregua tan larga, las deudas adquiridas por su marido para
sufragar los muchos gastos que había ocasionado su enfermedad ganarían más intereses que los posibles bienes
heredados. Agapito, el vagabundo, se encolerizó. Debía abandonar la cómoda habitación cedida por el primo
Antonio, donde se había refugiado con su loro y su comparsa. ¡Calentar de nuevo las frías bancas del parque!
Y el cojo Celestino, que había removido los cimientos de su casa, pensando encontrar el dichoso baúl, ¡que
ahora pasaba a manos de la autoridad! El sacristán se daba por satisfecho, de todos los herederos, era él quien
había cobrado intereses por adelantado.
No obstante, nadie olvidaba esa cláusula del testamento: repartir generosamente las riquezas entre quienes
demostraran en los siguientes dos años, sus afectos al finado. Por eso rivalizaron en llantos y alharacas, tanto más
escandalosos, cuanto más cerca estaba el notario. El cura no anduvo con resentimientos y no hubo pompa que no
solemnizara el cortejo fúnebre: réquiem, cantos gregorianos por la calle y responsos en el cementerio. Antonio,
pese a que las deudas le quitaban la alegría por la muerte del tío, le construyó un mausoleo, ¡tan hermoso que
despertaba envidia a vivos y muertos! No faltaron nunca las coronas de doña Isabel; las oraciones vespertinas de
Agapito entretejidas con la algazara de su loro; ni las velas cotidianas del cojo Celestino que previamente hacía
bendecir. En los días de difuntos, ninguna otra sepultura lucía más concurrida, ni en otras se oyeron llantos tan
desgarradores.
Y llegado el segundo aniversario de tan infausta muerte, carilargos los rostros de los familiares, sin que faltara
la ostentosa humildad del párroco, el notario abrió solemnemente el testamento. El papel le tembló en las manos.
Miraba y remiraba la oficina abarrotada de trajes negros. Al oír tanto resoplido de narices húmedas, el loro de
Agapito dijo una impertinencia, tan descomedida, que en el acto el dueño, su maestro, le torció el cuello. Y por fin,
la lectura: “Pido perdón a todos mis parientes por la buena muerte que me han dado”.
—¿Y qué dice del tesoro?
—Ni una palabra.
—Ha cumplido su juramento. ¡En extremaunción me aseguró que la Iglesia sería su heredera universal!
Los ojos calcinaron las lágrimas de ira. Agapito se lamentó de que su loro no pudiera soltar una de sus consabidas
palabrotas. Isabel se desmayó al ver la cara de su marido, tan larga y desmirriada como la del cojo Celestino. El
sacristán se dio prisa en abrir el baúl por mandato del cura. Y entonces todos comprendieron el perdón demandado
por el muerto: ¡en el interior del antiquísimo arcón, solo había pesadas piedras y rota cristalería de botellas de
aguardiente!

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MÁS FIRME QUE COLMILLO DE TIGRE
Manuel Zapata Olivella
Por el caño crecido, bajo el peso abundante de la lluvia, la canoa avanzaba enfrentada a la corriente. Acurrucados
en sus impermeables, los médicos se sujetaban a los bordes de la embarcación. Combatían la fiebre amarilla y
comenzaban a comprender lo que era el clima cálido y húmedo de las selvas chocoanas. Momentos antes, el sol
retostaba sus caras hasta despellejarles la piel. Y de súbito, en lo alto, se arremolinaron las nubes y el sudeste
cambió la geografía con gruesas gotas que se hundían en las aguas como perdigones. La noche se sumó
definitivamente a la compacta densidad de la lluvia y la canoa, a ciegas, apenas si obedecía a la palanca de
Malambo. Tragando el agua que se escurría de su cara, este gritaba al canaletero de proa:
—¡Adelante!
—¡No la dejes cabecear!
—¡Hunde el canalete!
Y su voz era el único punto de apoyo para los médicos silenciosos, empequeñecidos por la naturaleza salvaje.
Otro de los bogas achicaba el vientre de la champa, pues las botas se les sumergían hasta más arriba de los tobillos.
El doctor Argüello, jefe de la comisión, creyó ver que a lo lejos, detrás de la cortina de lluvia, se movía una luz.
—Parece que estamos llegando —se aventuró a decir, deseoso de exteriorizar en una frase la esperanza de salir
ilesos.
—¡Puede usted jurarlo doctor! ¡Ya estamos en el pueblo! —respondió el boga con palabras de aliento— dentro
de poco, doctores, estarán tranquilos bajo el toldo, sudando con los tragos de ron que les tendrán preparados en el
pueblo.
Con tan solo oír las características de la bienvenida que les esperaba, los comisionados presintieron el calor del
licor y la comodidad de las hamacas. Una luz se movió de un lado para el otro y varias voces, hasta entonces
acalladas por el estruendo de la corriente, agujerearon la oscuridad. Un golpe seco sacudió la embarcación,

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sembrándola en la barranca. Era el último palancazo maestro del boga. Al instante se dirigía a los que esperaban en
el embarcadero:
—¡Pronto, prepárense para saltar a los médicos!
—¡Sí, cómo no! ¡Ya estamos listos!
—¡Un momento! Quiero ser yo mismo quien baje al doctor Argüello —advirtió Malambo, dando a entender
que nadie iría a disputarle su prestancia frente al jefe de la campaña.
—Muchas gracias, pero yo creo que podemos saltar sin ayuda.
La risa escandalosa no se hizo esperar.
—¡Qué va doctor, un paso en falso y buena cuenta daría de usted el caño con lo guapo que está!
Después cabalgaba sobre sus espaldas. El médico comprendió lo que significaba la anatomía de aquellos
músculos robustos, suaves y vibrantes. ¡Ni al apoyar sus pies en tierra; ni cuando se asía fuertemente a un árbol; ni
al acostarse tranquilo sobre una cama dura, sintió tanta seguridad como sobre aquellos hombros!
Ya en el poblado advirtieron cuán equivocado estaba Malambo respecto al merecido descanso que les
esperaba. La población abatida por la epidemia de fiebre amarilla, apenas si tenía tiempo de abrir sepulturas y
ocuparse de los enfermos, enflaquecidos por los vómitos de sangre.
—¡Venga acá doctor, mi mujer está casi muerta!
—¡Atienda a mi hijito, el pobre ya no mueve los párpados!
El llanto se oía en los ranchos mucho antes de que expiraran los enfermos. Sudorosos por la fiebre, miraban
con los ojos abotagados y biliosos. La lluvia llevaba su aliento a todos los rincones. Las callejuelas del poblado
habían desaparecido, sepultadas por la corriente y los médicos debían gaspalear con el agua a las rodillas.
Malambo dirigía sus pasos de acuerdo con la gravedad de los enfermos.
—¡Vamos a casa de mano Gregorio, dicen que está muy malo, doctor!
—¡El hijo de la negra Catana está arrojando sangre negra en este momento!
Cuando el sol apuntó por detrás de los chontadurales, todavía atendían nuevos enfermos. El director se
sobreponía a su cansancio y se multíplicaba, como los demás médicos. Sin tomarse un solo momento de reposo,
después de un breve desayuno, inició la vacunación de todo el pueblo.
—¡Quiero que seas tú el primer vacunado!
Malambo buscó detrás de sí, antes de convencerse que aquellas palabras habían sido dirigidas a él. Al ver que
los ojos del médico insistían en observarlo, se revolvió inquieto:
—¡No mi doctor! ¡Yo no soy de esos tontos que se dejan acabar con una fiebrecita! ¡Vacune todos estos que
esperan, pues no se sienten machos para resistirla!
El doctor Argüello quedó perplejo al oír aquellas palabras fustigando la hombría de los que esperaban ser
vacunados. Comprendió que solo la ignorancia sobre lo que significaba la fiebre amarilla podía hacerle hablar de
ese modo.
—No se trata de valentía, ni de pujanza. Yo sé que eres el más fuerte del pueblo y posiblemente de toda la
región, pero debes vacunarte. No hay fortaleza humana capaz de resistir victoriosamente la fiebre amarilla sin
vacuna.
Una risa congestionada abrió los labios del negro.
—A mí no me venga a meter miedo con las fiebres, pues yo estoy acostumbrado a sudarlas con la palanca al
hombro. Puede usted estar seguro que no me dejaré vacunar. ¡Esas pendejadas no se hicieron para hombres como
yo!
El médico comprendió que aquella mentalidad campesina no se dejaría convencer con simples palabras. Por el
contrario, su risa cortante y escandalosa, humillando la decisión de los demás, podría cundir entre otros y levantar
obstáculos para la vacunación. Prefirió callar, mascullando a manera de amenaza:
—¡Quiera Dios que no te vaya a picar un mosquito infectado, porque sería yo el primero en llorar sobre tu
tumba!
El boga sintió que las palabras lo remecían de pies a cabeza, pero se quedó firme en lo suyo y contestó con
humildad:
—¡Muchas gracias, doctor, pero le aseguro que por mí no tendrá que derramar esas lágrimas ahora!
***

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En la tarde de ese mismo día, llegaron noticias alarmantes de otros caseríos lejanos. Una fiebre extraña había
ocasionado varios muertos.
—¡Es preciso que enviemos a un médico a ese lugar! —dijo el doctor Argüello, resignándose muy a su pesar a
separarse de cualquiera de sus colaboradores.
—Yo lo llevaré en mi canoa —ofreciose Malambo siempre voluntarioso.
El director dudó antes de contestar, pensando en la falta que haría el negro en el pueblo. Su mente evocó el
duro recorrido por el caño con las aguas crecidas y la conveniencia de que fuera un boga como él quien
acompañara al médico que desplazara. Decidido por este último pensamiento, exclamó:
—Bien, me alegro que seas tú quien conduzca al doctor, pero me gustaría, para estar tranquilo del todo, que te
dejes vacunar antes de partir.
Sin esperar una nueva sugerencia, el boga buscó presto la palanca.

***

El sol se expandía victorioso sobre las siempre enfoscadas nubes. Las hojas de los árboles se encaracolaban
por el reconcentrado calor. Sobre la barranca, despatarrados, los lagartos abrillantaban su piel. Algunas iguanas
sorprendidas asoleándose en las ramas de los árboles se arrojaban al agua al paso de la embarcación. El médico no
encontraba acomodo bajo la inclemencia del sol y con los ojos semiabiertos, encandilados, observaba el duro
palanquear del boga. No sabía si se equivocaba, pero no advertía en él la acostumbrada agilidad de sus
movimientos. Perezoso, lo veía bañarse en la lluvia de su propia sudoración. Perdió el equilibrio y por un instante
su cuerpo zigzagueó con el balanceo de la palanca. Malambo le apagó su inquietud con una leve sonrisa, mientras
pensaba que aquel desvanecimiento era ocasionado por el calor. También a ello se debía que castañeara su
mandíbula y le crujieran los huesos. Él no podía tener fiebre como cualquier flacuchento. Una espiga parecía
hundírsele en la cabeza. Echó de menos su sombrero de jipijapa. Había sido muy tonto al olvidarlo. Pero ya se
repondría echándose al agua. Escoró la canoa bajo un corpulento campano y para disimular la tregua que se daba
así mismo, dijo ceremonioso:
—¡Un poquito de sombra no le va mal, doctor!
Sin quitarse la pantaloneta que llevaba, se zambulló en el río. Estuvo chapoleando un rato. Al sentir renacidas
sus fuerzas, recomenzó el ascenso de la corriente. El sol proseguía sofocante, haciendo que su frente destilara
gotas de sudor cada vez más espesas. La palanca vibraba como si también ella se resintiera de la alta temperatura
que le comunicaban sus manos. De soslayo observó que el médico lo miraba insistentemente. Pretendió sonreír,
pero un nudo le apretó la garganta, obligándolo a contraer los labios.
—Tengo sed —se dijo en voz alta para pretextar otro descanso. Se inclinó sobre la proa, allí donde el
acompañante no advirtiera sus movimientos. Intentó llevarse a los labios un poco de agua en el cuenco de sus
manos, pero una bocanada de sangre negra tiñó la corriente. Tuvo miedo. Se sobrepuso y desechó de su
pensamiento aquella idea de que él fuese tan vulnerable como cualquier otro campesino.
—¿Quieres que te vacune?
—Estoy bien, apenas un poco de cansancio, pero ya verá como me compone la palanca...
El filo de la embarcación prosiguió hendiendo las aguas correntosas.
***
En la barranca los esperaban. Algunas mujeres se protegían del sol con toallas enrolladas en sus cabezas.
Aguardaban al médico con ansiedad. Un corro de niños, desnudos y macilentos, eventraban sus ojos afiebrados.
—¿Trae vacuna doctor?
La maestra, que hasta entonces se había batido sola entre tantos enfermos, no deseaba perder tiempo en
vacunar a sus escolares y se vino con los que podían andar hasta la orilla.
—¡Sí aquí están!
—Pues comencemos aquí mismo doctor, que la gente se muere.
—Este sol...
—Bueno vayamos a la escuela.

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Malambo, sin embargo, tomó otro rumbo. Siguió el camino de la cantina. Muy pocos hombres andaban allí.
Unos yacían enterrados y otros esperaban ansiosos la visita del médico en sus camas. “Como son de flojos”, se
dijo y pidió al estanquillero con voz resollante:
—Sírveme un trago doble de aguardiente para ver si se me quita esta maluquera.
El ventero escanció la botella hasta rebosar el vaso.
—No creas que el ron te curará; esta fiebre no tiene “contra” conocida. Dicen que solo las vacunas puestas a
tiempo...
—Tonterías. Mañana me tendrás aquí más firme que un colmillo de tigre.
Gargoleó el trago y tambaleante abandonó la cantina. Al llegar al rancho se sintió estremecido por escalofríos
y se tumbó en el chinchorro. El médico lo halló delirando.
—Es aún tiempo de que te dejes vacunar.
Con castañear de dientes el boga alardeó:
—Se equivoca usted, doctor, si cree que me estoy achiquitando. ¡Veré enterrar a otros muchos antes que yo!
—¡Pero si ya tienes la fiebre!
—¡El sol que me chamuscó un poco el pellejo
El médico tuvo la esperanza de que tan solo fuese un paludismo y salió del rancho tirado del brazo por otras
personas que reclamaban sus servicios con urgencia.

***
Lo encontraron de pie. Con la mano izquierda se sujetaba firmemente del chinchorro y con la diestra —¡su
poderosa diestra!— empuñaba la palanca clavada en tierra. El médico se acercó a tomarle el pulso. No quiso hacer
caso a su mirada vidriosa y expectante, pero al tocarlo, su cadáver se derrumbó sobre el charco de sangre
vomitada.

EL DESERTOR
Manuel Zapata Olivella
Los tiros de fusilería perforaron el silencio del pueblo. Las mujeres, alocadas, albergaron a sus niños. Las puertas se
cerraron precipitadamente y no demoró en oírse el ruido de las trancas. Los ancianos, que en el cafetín del pueblo
rumiaban el tiempo en torno de las mesas de dominó, salieron apresuradamente y ya en la plaza se desparramaron.
El viejo Juan Crisóstomo, sin embargo, no alcanzó el umbral de su rancho. Cayó acurrucado, con la bala incrustada
en la nuca. La caballería se encabritaba en las bocacalles, los fusiles humeantes.
—¡No dejen que se escape un solo rojo hijueputa!
Las mujeres temieron por los demás ancianos y los niños, pues los hombres capaces de manejar una escopeta o
blandir un machete se habían marchado a las guerrillas de la cumbre. Bien lo sabía el sargento, encaramado en su
caballo, las balas al viento.
—¡No corran gallinas! ¡Salgan a pelear como machos!
En la plaza las sombras dejaron de moverse bajo el sol. Un perro, sin encontrar la puerta de su casa abierta,
aullaba acobardado, tratando de meter inútilmente el hocico por la rendija. Sonó nuevamente el disparo del sargento
y el animal, retorciéndose, como prendido del rabo por un puño invisible, comenzó a dar vueltas y más vueltas. La
espiral de su alarido taladraba todo el pueblo. De repente se abrió una puerta. Clarisa pudo zafarse de sus tías y
corrió al lado del abuelo. Pero el viejo Juan Crisóstomo había dejado de existir.
—¡Captúrenme a la muchacha! —gritó el sargento.
Los soldados, sobre sus bestias, se miraron entre sí sorprendidos. No estaban preparados para cargar con aquel
botín. Al verlos irresolutos, amenazó con la pistola:
—¿No han oído?
El cabo Rosendo que protegía la entrada al pueblo, espoleó su caballo, pero antes de que pudiera acercarse,
cuatro de los soldados se precipitaron sobre la muchacha. De repente, por debajo de su pañolón, ella descargó todos

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los cartuchos de una pistola. y dos de los jinetes se desplomaron de sus bestias. Ya iban a disparar sus fusiles los
soldados, cuando los contuvo el sargento:
—¡La quiero viva!
Y apresuradamente les cortó el paso, haciendo corcovear el caballo.
—¡Captúrenla!
La corretearon y en un rincón de la plaza, entre las patas de las bestias, lograron maniatarla. Por entre las ropas
desgarradas un seno asomó agresivo su duro pezón. La mano de uno de los capturadores cayó sobre él y al instante
el disparo del sargento le alcanzó la rodilla. Sin más apoyo que el cuerpo de la muchacha, el herido, quejándose, se
fue reclinando sobre el suelo.
—¡Me ha desgraciado la pierna, mi sargento!
—¡Eso lo tienes por poner la mano donde yo he clavado el ojo! ¡Esta mujer es para mí y no quiero larguezas!
Terciada Clarisa sobre las piernas del sargento, los brazos a la espalda, la cabalgata se dispuso a abandonar el
pueblo. El perro dejó de aullar. No habían salido los últimos jinetes con los cadáveres de sus compañeros en la
grupa, cuando las tías de Clarisa sembraban el llanto en la plaza. Después, una a una fueron abriéndose las puertas y
los comentarios se tejieron en torno al anciano muerto. Enderezaron su frente y quedó mirando al sol por el hueco
que dejaban las cabezas. Ese sol ya no hería sus pupilas y fue inútil que sus hermanas le cerraran los párpados.
Después una de ellas dijo a un chicuelo que pugnaba por no llorar:
—Sube a la cordillera y busca al primer enlace guerrillero. Dile que avise a tu padre que la tropa mató a tu
abuelo y raptó a tu tía Clarisa.
El niño se movió con pasos lentos. Le pesaban demasiado los pies para alejarse corriendo del charco de sangre
que continuaba manando del abuelo.
***
De regreso al cuartel, detrás del reguero de sangre que dejaban los cadáveres, bamboleantes en las ancas de los
caballos, el cabo se tragaba su indignación. Más allá, subiendo la trocha, se oía el quejido de la muchacha
mordiéndose los labios. Apresuró el animal y alcanzó al sargento.
—Es mejor que los enterremos aquí. ¡Sus cruces allá frente al cuartel nos torturarían!
—¡Haga lo que quiera, cabo, yo me adelanto con la hembra!
La caballería se detuvo y entre los matorrales, a la sombra de los árboles, abrieron las sepulturas bajo el aleteo
de los zopilotes que habían seguido el rastro de sangre.

***

No hacía frío, pero en el cuartel todos se congelaban. No comprendían por qué se les ordenaba subir a la cumbre
a batirse con los guerrilleros, contrariando las tácticas de combate. Remolones engrasaban las armas, en espera de
que se abriera la puerta donde estaba encerrado el sargento con la muchacha. Habían comisionado al cabo Rosendo
para que discutiera la orden con el superior. Para todos era muy claro que serían diezmados si intentaban acosar a
los guerrilleros en sus propias fortificaciones. Adentro se oyeron de nuevo los gritos de Clarisa y 1as palabras
airadas del sargento:
—No me obligues a que te entregue a mis soldados. ¡No te pido más de lo que se le puede dar a un hombre!
Alguien gritó guasón:
—¡Sargento, nosotros le haremos el trabajito si usted no puede!
El soldado herido, manoseándose la rodilla vendada, se removió en la hamaca. La fiebre le hacía sudar. Habló
rezongando:
—¡Ten cuidado, por menos me dejaron rengo!
Sin dejar de engrasar el fusil, el aludido insistió:
—¡Si nos van a despellejar los rojos, es mejor llevarse el sabor de un buen bocado!
Por fin se abrió la puerta y apareció el sargento en calzoncillos, la cara y el pecho arañados. Dos días de encierro
le enflaquecieron más que un año de batallas. La barba le retoñaba y ensombrecía sus ya oscuros rasgos. Los
párpados, serpentosos, enmarañaban sus ojos pequeños, ahora saltones por la lujuria. El labio inferior partido en

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dos, acanalados como si fuese a silbar, mientras los dientes inferiores se asomaban en la cicatriz del maxilar hendido
de un machetazo.
Se disponía a enjuagarse la cara en la alberca del patio, cuando Clarisa, apenas cubierta con la camisa del
sargento, surgió precipitadamente del cuarto deseosa de escaparse. Antes de que alcanzara el corredor, el militar la
derribó de una zancadilla. El cuerpo desnudo y magullado alborotó el sexo de la soldadesca, apuñalándola con
miradas lujuriosas. La muchacha, sollozando, escondió el rostro entre las piernas. El cabo se precipitó a echarle
encima su guerrera.
—¡Sabrás ahora lo que es un macho, desvergonzada! ¡Presentarte así ante la tropa!
El sargento estaba desconcertado y la arrastró nuevamente al cuarto. Luego se enfrentó a los subordinados. Un
silencio jamás visto en sus labios les torcía las bocas y les sofocaba. El herido se incorporó para asomar su ojo por
entre el tejido de la hamaca para observar al superior. Despojado de su atuendo militar se escurría como un endeble
renacuajo. Descalzo, los dedos engarrotados y con las piernas ligeramente encorvadas, su autoridad inspiraba
repugnante desprecio. Algo de lo que pensaba su tropa intuyó su mente y antes de dar las órdenes, se armó de la
pistola.
—¡A formar!
Malganados y parsimoniosos se acercaron a las bestias que ya tenían ensilladas y comenzaron a alinearse. Los
fusiles al desgaire, algunos abotonándose la bragueta. No se paseó ante ellos como lo hacía prepotente. Los miraba
sí, con ojos amenazadores, la pistola encañonada.
—¡Cabo Rosendo, asuma el mando del pelotón y cumpla mis órdenes!
El aludido dio un paso adelante en el extremo de la fila. Se terció sobre la espalda el fusil ametralladora y con
solemne ademán, pronunció sus palabras con firmeza:
—Mi sargento, le pido permiso para informarle que todos creíamos que usted iba a tomar el mando de ese
ataque arriesgado y...
El sargento que ya iba a penetrar de nuevo al cuarto, volviose enfurecido. Se mordió la hendidura de los labios y
por ella soltó un grueso escupitajo.
—¡No le estoy pidiendo explicaciones, sino dando órdenes! ¡Cúmplalas!
La mirada del cabo Rosendo se desvió hacia la tropa. Jamás había sentido que se compenetrara tanto con su
pelotón. Ya iba a ordenar la marcha, cuando oyó que el sargento le gritaba:
—Y llévese al herido. ¡Así sabrá comportarse con las mujeres!
La hamaca se zarandeó:
—Pero mi sargento, si tengo la rodilla hinchada. ¡Mire que todavía está incrustada en ella la bala y me escuece
la fiebre!
—¡No quiero testigo de lo que va a suceder aquí!
Se puso a abrir nerviosamente el candado. La orden del cabo se oyó rampante:
—¡A cabalgar!
El herido intentó incorporarse por sí mismo, pero al soltar la hamaca, se desplomó impotente. El cabo tuvo que
descomponer su figura altiva para ayudarlo. Ordenó a un soldado que trajera la bestia del herido, y momentos
después la caballería trotó en torno al cuartel antes de iniciar el ascenso de la cumbre. Al desaparecer en el follaje de
la trocha, se apareaban y tenían una postrera mirada para la puerta del cuarto donde se había encerrado el sargento.

***

La maleza se movió extrañamente. El cabo alzó el fusil y la caballería se dispersó por entre la arboleda
buscando posiciones defensivas. Rosendo gritó escondido detrás de un árbol:
—¡Salgan si no quieren que los quememos!
Las ramas se movieron en el borde del precipicio y un sombrero alón anunció la cara empalidecida del niño.
Cauteloso, pero sin dar muestras de cobardía, salió a mitad del camino.
—¿Quienes más se esconden allí?
—¡Estoy solito!

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El cabo y el resto de los jinetes guardaban sus posiciones. Se alcanzaba a oír el ruido de la cañada que corría en
lo hondo del zanjón.
—¡No creas que jugamos! ¡Di a los tuyos que se entreguen, les ha fallado la emboscada!
Se le resecó la garganta. El miedo se apoderaba de él al advertir que no le creían. Trabajosamente pudo dar
respuesta a los árboles que parecían hablarle.
—¡Les juro que vengo solo!
El emboscado interrogó:
—¿Y, a dónde vas?
Bajó la cabeza y confesó inquieto:
—Venía a ver qué era de mi tía Clarisa.
La tropa prorrumpió en carcajadas.
—¡Cómo somos de pendejos! ¡Asustarnos por un culicagado!
El cabo se bajó de la bestia y emergiendo de su escondite se puso a observar la ladera. Cuando se cercioró de
que realmente no había escondido nadie más, se acercó al muchacho.
—¿Quién te ha mandado a espiar? Se quitó el sombrero y con él entre las manos explicó:
—¡Yo mismito!
Las risotadas repiquetearon entre los soldados que habían sacado sus bestias otra vez a la trocha. El cabo les
reprimió la risa apuntando hacia ellos el fusil ametralladora.
—¡Depongan las armas!
La actitud amenazante, más que las palabras incomprensibles, los espantó. Recelosos se miraban entre sí. No, el
cabo no se burlaba de ellos. Su actitud persistía firme y autoritaria. A una amenaza suya, arrojaron las armas y el
pertrecho en el sitio indicado.
—¡Apéense ustedes dos y monten el armamento en sus caballos!
Amarraron los fusiles a manera de haces de leña y los ajustaron a ambos lados de las bestias. El niño miraba
aquella maniobra militar más confundido que la tropa.
—¿Qué se propone usted, mi cabo?
El herido aún abrigaba la esperanza de que todo aquello hiciera parte de una estratagema. En repetidas
ocasiones habían visto al cabo Rosendo burlar al enemigo y tornarle ventaja cuando ya se creían perdidos. Pero
ahora actuaba impulsado por extrañas decisiones. Sus movimientos eran lentos, sus órdenes duras y agresivas.
Desde que empuñara la pala para abrir las sepulturas a los dos soldados muertos en el asalto al pueblo, se apagó su
espíritu, como si hubiese enterrado también allí su propio cadáver. Y la descomposición de su personalidad
prosiguió con los días siguientes, cada vez más fría y silenciosa. No volvió a hablar y sus miradas hacia la cumbre,
presintiendo un sorpresivo asalto guerrillero, dejaron de observar las alturas para centrarse en la puerta del cuarto
donde se oían los gritos de Clarisa y la voz aguardentosa del sargento.
—¡Ya están bien ajustados los fusiles, mi cabo!
Sin dejar de apuntar con el cañón, ordenó:
—¡A tierra todos!
Las bestias piafaron inquietas. Aligeradas de sus jinetes, sacudían su piel y estiraban el cuello con desahogados
resoplidos. Los soldados no conseguían penetrar en el pensamiento de su superior. Tenían la esperanza de que sus
órdenes obedecieran a un plan preconcebido de ataque. Sin decir palabra, el cabo guió la caballada por la trocha que
conducía a la cumbre, el armamento por delante. En el último animal montó al niño.
—Sube al campamento guerrillero y dile a tu padre que aquí en este lugar lo espero con el batallón prisionero.
Al niño le obsesionaba otra idea:
—¿Y mi tía?
Le golpeó la espalda cariñosamente:
—No te preocupes por ella. Le he dado a escondidas una pistola, hace un momento.

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El niño arreó las bestias, mientras el batallón, más silencioso que los árboles, permanecía azorado ante el fusil
ametralladora.
—No sé cuál sea la decisión de ustedes, pero yo, después de lo que he visto, me paso al bando guerrillero.

***
Abajo, en el cuartel, se oyó un disparo.

VENGANZA CAMPESINA
Manuel Zapata Olivella
Cuando el pueblo se enteró de que Emilio Góngora, el hijo del cacique, había consumado su cuarto
amancebamiento, raptándose violentamente a la hermana de Dionisio Montes, todo el mundo vaticinó sangre. El
padre de Emilio era el patrón, el amo político, la autoridad, la ley. Todo cuanto él o su hijo hicieran en los
alrededores de Cotocá estaba bien hecho y nadie osaba contradecirlo... pero Dionisio Montes, a pesar de ser un
analfabeta, tenía fama de inteligente, comedido, y de celoso guardián del buen nombre que su padre, viejo labrador
de la región, había dejado al morir. Ahora que el hijo del gamonal se había burlado de su hermana Guadalupe, era
fácil adivinar que no se cruzaría de brazos.
En la tarde del rapto, como todo el mundo lo esperaba, afiló su machete, tomó su sombrero y a pasos cortos, sin
saludar a ninguno de los que observaban su recorrido, buscó la salida del pueblo.
—¡Va por el Góngora!
—¡Lo hará picadillo!
—Antes de llegar al rancho, los hombres de Góngora le meterán un tiro.
—¡Pobre muchacho! ¡Va derechito al cementerio!
Contra todas las aseveraciones, ante el asombro de quienes lo observaban, al finalizar la calle, tomó rumbo
opuesto al que conducía hacia la casa donde Emilio Góngora retenía a su hermana.
—¡Ni siquiera se ha mosqueado por la ofensa!
—¡Es un cobarde!

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Siguió la ruta de la selva, allí donde moraba el tigre, donde por las noches se quejaban los zorros y en las
mañanas se encontraban huellas de sangre. Por cuatro días solo se habló del fugitivo sin que nadie supiera a ciencia
cierta por qué se había refugiado en la montaña y en qué parte de ella se hallaba. Los supersticiosos decían que
había ido a invocar los “mohanes” de la selva, los dioses que mitigaban la venganza y devolvían la paz al espíritu.
Otros sospechaban que buscaba la muerte en las garras de alguna fiera, abochornado por la deshonra de la hermana
y la imposibilidad de toda venganza.
Una tarde regresó Guadalupe al rancho de su hermano. Sobre su cabeza traía el baúl que le regalara su violador.
Le seguía un peón de Emilio Góngora que cargaba en el lomo de un mulo otras prendas en pago de su virginidad:
una cama de tijeras y una máquina Sínger.
Días después, cuando ya nadie se acordaba de Dionisio Montes, regresó este al pueblo. Venía con las ropas
raídas, sucias y húmedas. Barbado y silencioso, no era difícil averiguar que su alma se había serenado. Una sonrisa
indescriptible, sarcástica y temblorosa, daba a su semblante un extraño rasgo de salvaje orgullo.
—Ya se le olvidó la ofensa —dijeron al verlo saludar a su hermana, aceptar un poco de alimento, afeitarse,
cambiar sus ropas y pronto salir a la cantina del pueblo como si nada hubiera ocurrido.
Allí se encontraba el Góngora, quien al verlo, hizo desafiante jactancia de sus poderes. Dionisio no se dio por
aludido y se juntó a jugar dominó con otros amigos sin dar la menor muestra de hombría.
“Asunto concluido” —debieron pensar ante la resignación del que creyeron capaz de ofrecer su sangre en
defensa del honor.
Antes de que oscureciera, Montes abandonó la cantina, dejando en ella a su enemigo que no sabía cómo llenar el
espacio con sus risotadas y francos ademanes de amo y señor. Nadie había reparado en la botella que el ofendido
campesino llevaba en el bolsillo.
Ensilló su caballo y al caer la noche salió del pueblo. En esta ocasión en vez de tomar el camino de la montaña,
dirigió la bestia hacia la casa que tenía el gamonal en las afueras, donde hasta saciarse, encerraba a las muchachas
que raptaba. Dionisio sabía que allí iría a dormir esa noche como siempre que se emborrachaba. Se acercó con
cautela, a sabiendas de que no encontraría a nadie. Conocedor de las habitaciones, se fue directo a la alcoba y buscó
la cama en donde deshonraran a su hermana. Destapó la botella que guardaba cuidadosamente y bajo las sábanas
deslizó el contenido.
***
La noche se sumaba al cansado croar de los sapos, solo interrumpido cuando presentían que alguna serpiente
acechaba su escandalosa serenata. Los ojos del campesino espiaban el camino que venía del pueblo con la paciencia
del tigre. Cuando ya desesperaba, escuchó el trote de varios caballos e involuntariamente se mordió la punta de la
lengua, presintiendo que su plan estaba al borde del fracaso. Tres jinetes se acercaron a la casa y dos de ellos,
haciendo muchos esfuerzos por mantenerse en pie, arrastraron el cuerpo descoyuntado del patrón, Emilio Góngora,
abatido por gran dosis de aguardiente. Encendieron la lámpara, acostaron al amo y después, con guapirreos,
aguijonearon las bestias rumbo al pueblo.
Montes sonrió. Su corazón le martillaba el pecho como si golpeara sobre un yunque. Ruidos que hasta entonces
no había escuchado se insinuaban en todas partes. A lo lejos el mugir de un toro, el chasquido de alguna rama o el
vocerío repetido de los sapos con su canto suicida invocando la muerte. Por todas partes veía culebras, hasta las
sentía enrollarse en sus propias piernas.
Por fin un grito humano, una voz desesperada, la misma que había estado esperando, se enroscó repetidas veces
en torno al rancho. El cacique gritaba sin encontrar otra voz distinta a la suya propia. Se arrastró fuera de la casa,
pretendió montar sobre el caballo, pero le faltaron las fuerzas y se desplomó al suelo. El respirar se le hizo sofocado,
en la garganta le crecía una mota de algodón. Sus ojos azulencos apenas vislumbraron la silueta de alguien que se le
acercaba.
—¡Lléveme pronto al curandero!
La risa seca resonó a pocos pasos:
—Cálmese, patrón, que la muerte viene a pedirle cuentas por toditas las muchachas que usted ha deshonrado...
La negra Cata era muy bonita y quería bastante al zurdo Abel, a quien usted mandó a machetear…
—¡Te doy todo el dinero que quieras con tal de que me ayudes a subir al caballo!

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—No hable que le hace daño. ¿Se acuerda patroncito, de la negra Lorenza? Se murió porque usted la hizo
abortar, pues no quería tener un hijo de ella.
—¡Tengo la lengua pesada… no... por Dios Santo!
—Déjese de invocar al Altísimo ahorita, a lo mejor está ocupado oyendo lo que le cuenta de usted Betsabé.
Dígame, ¿fue usted mismito quien la mató porque no se le quiso entregar a las buenas? Sepa que no estoy enojado
por lo de Guadalupe, ella me dijo que lo quería, pero...
—Yo te doy toda la plata que...
—No hable, se lo estoy diciendo, patrón. ¿No ve que le duele la mordedura? De esa culebra no se salva nadie
porque es mapaná “rabo seco”. Me costó mucha dificultad encontrarla porque ya se van escaseando. ¡Es de la
misma marca de la que mató a don Venancio, el padre de la tuerta Francisca, de la que usted abusó la noche misma
que lo velaban!

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