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TODAS LAS EUCARISTÍAS SON DE SANACIÓN

I Parte

La Eucaristía (del griego εὐχαριστία, eucharistía, acción de gracias), es llamada


también Santo Sacrificio, Cena del Señor, Fracción del Pan, Comunión, Santísimo
Sacramento, Santos Misterios o Santa Cena. El término griego εὐχαριστία (eucaristía)
aparece quince veces en el Nuevo Testamento. La reflexión teológica acerca de la
eucaristía se ha enfatizado sobre 5 puntos: la institución del sacramento, la eucaristía
como sacrificio incruento, la eucaristía como presencia real de Cristo, la eucaristía
como comunión y la eucaristía como prenda de la gloria futura. La teología católica
considera a la eucaristía como un sacramento instituido por Jesucristo durante la
Última Cena. Afirma que la institución de la eucaristía por Jesucristo, tal como lo relatan
los evangelios sinópticos, se realizó cuando tomando en sus manos el pan, lo partió y
se los dio a sus discípulos como su cuerpo y tomando el cáliz les dio a beber su
sangre. Y les dijo: «Haced esto en conmemoración mía» (Cfr. Mt 26:26-29; Mc 14:22-
25; Lc 22:19-20; 1Cor 11:23-26). También entiende que fue prefigurada ya en el
Antiguo Testamento, especialmente en la cena pascual, celebrada por los judíos,
donde consumían pan sin levadura, carne de cordero asada al fuego y hierbas
amargas (Cfr. Ex 11-19).
Ella, en cuanto es re-presentación sacramental del sacrificio de Cristo y actualización
de este misterio salvífico, tiene los mismos fines que el sacrificio de la Cruz. Estos fines
son: el fin latréutico (alabar y adorar a Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo);
eucarístico (dar gracias a Dios por la creación y la redención); propiciatorio
(desagraviar a Dios por nuestros pecados); e impetratorio (pedir a Dios sus dones y sus
gracias). Estos se expresan en las diversas oraciones que forman parte de la
celebración litúrgica de la Eucaristía. Por otra parte, también es «fuente y culmen de
toda la vida cristiana» (Lumen Gentium # 11). «Los demás sacramentos, como también
todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía
y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de
la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Presbyterorum Ordinis # 5). Esto
permite recordar de la eucaristía su valor y tenerla como el momento celebrativo por
excelencia.
El creyente para saber aprovechar los grandes frutos espirituales que se dan a
través de la Santa Eucaristía, debe conocerla en sus partes (gestos y símbolos) y
fundamentación bíblica; los fines de ella y su participación con fe, reverencia y
respeto. Por frutos espirituales de la eucaristía se entienden los efectos que la virtud
salvífica de la Cruz, hecha presente en el sacrificio eucarístico, genera en los hombres
cuando la acogen libremente, con fe, esperanza y amor al Redentor. Estos comportan
esencialmente un crecimiento en la gracia santificante y una más intensa conformación
existencial con Cristo, según el modo específico que la Eucaristía ofrece. Tales frutos
de santidad no se determinan idénticamente en todos los que participan en el
sacrificio eucarístico; serán mayores o menores según la inserción de cada uno
en la celebración litúrgica y en la medida de su fe y devoción. Por tanto, participan
de manera diversa de estos frutos: toda la Iglesia; el sacerdote que celebra y los que,
unidos con él, concurren a la celebración eucarística; los que, sin participar a la Misa,
se unen espiritualmente al sacerdote que celebra; y aquellos por quienes la Misa se
aplica, que pueden ser vivos o difuntos.
Uno de estos frutos es la sanación espiritual y física, porque la Eucaristía es el
encuentro vivo y real con Jesucristo. Y los encuentros con Jesús permitieron
escucha del mensaje del reino, llamado y elección, conversión, sanación física,
perdón y liberación entre otros, según las narraciones de los evangelios. Tan real
es el «cuerpo y sangre» para el Apóstol Pablo, que recibirlo indignamente es comer su
propia condenación. Cuando alguien maltrata una foto de un artista no hay castigo,
pero cuando es a la persona real sí que lo hay. Pablo lo está diciendo así,
precisamente: su presencia de cuerpo y sangre es real (Cfr. 1 Cor 11,28). Jesús dijo:
«Vengan a Mí, todos los que están cansados y cargados, y Yo los haré descansar» (Mt
11,28). Por eso se puede afirmar que toda eucaristía al ser encuentro real con el Señor
Jesús permitirá muchos frutos espirituales que deben considerarse como bendiciones
celestiales, entre estos la sanación espiritual y física si es voluntad de Dios y el
creyente vive cada momento celebrativo con fe. Las palabras del centurión romano son
muy significativas: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra
tuya bastará para sanarme» (Mt 8,8-10). Por ello, este artículo en su primera parte
quiere recordar muchos elementos bíblicos de las partes de la santa misa y las infinitas
riquezas espirituales que ella contiene para quien la viva, con fe y piedad.

FUNDAMENTACIÓN BÍBLICA DE LAS PARTES DE LA EUCARISTÍA


«La Misa consta de dos partes: la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, tan
estrechamente unidas entre sí que constituyen un solo acto de culto» (Ordenación
General del Misal Romano, OGMR # 28).

Liturgia de la Palabra:
Inicia con los ritos iniciales, ellos preparan para la escucha de la Palabra y la liturgia
eucarística. Comprende: procesión de entrada, veneración del altar, señal de la cruz,
saludo, acto penitencial, Gloria y oración colecta.
Con la procesión de entrada del presidente de la celebración (obispo o presbítero)
recuerda y actualiza ese momento de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén (Cfr. Mt
21,1-11; Mc 11,1-11; Lc 19,28-44 y Jn 12,12-19) donde el pueblo lo recibe como su rey.
El altar es, durante la celebración eucarística, el símbolo principal de Cristo. Del
Señor dice la liturgia de la Iglesia que es para nosotros «sacerdote, víctima y altar»
(Prefacio pascual V). Y al mismo tiempo, evocando la última Cena, es también, como
dice San Pablo, «la mesa del Señor» (1Cor 10,21). La veneración del altar se realiza
con una veneración profunda y un beso a este por parte del presidente y los
concelebrantes.
Con la señal de la cruz la promesa de Jesús «Donde dos o tres se reúnan en mi
nombre allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20) y su invocación se cumple dentro de
la celebración y el pueblo responde con el «Amén» (Cfr. Dt 27,15-26; Sal 40,14; Ap
3,14).
El saludo, en sus diversas fórmulas, afirma y expresa esa maravillosa realidad,
invocar y hacer presente a Jesús: «El Señor esté con vosotros» (Rt 2,4; 2Tes 3,16),
«La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu
Santo estén con todos vosotros» (2Cor 13,13).
El acto penitencial tiene su gran importancia para hacer fructífero el encuentro con
Jesús dentro de la santa misa. Moisés, antes de acercarse a la zarza ardiente, antes de
entrar en la Presencia divina, tuvo que descalzarse para poder entrar en tierra sagrada
(Cfr. Ex 3,5). También, los cristianos, antes que nada, para celebrar dignamente los
sagrados misterios, deben solicitar de Dios primero el perdón de sus culpas y pecados.
Y además recordar que cuando se lleva la ofrenda ante el altar (Cfr. Mt 5,23-25), es
deber examinar la conciencia ante el Señor (Cfr. 1Cor 11,28), y pedir su perdón: «Los
limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). Puede realizarse según las diversas
fórmulas litúrgicas ya establecidas. Al final el celebrante dice: «Dios todopoderoso
tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida
eterna». Esta fórmula litúrgica, no absuelve de todos los pecados con la eficacia ex
opere operato propia del sacramento de la penitencia. Tiene más bien un sentido
deprecativo, de tal modo que, por la mediación suplicante de la Iglesia y por los actos
personales de quienes asisten a la eucaristía, perdona los pecados leves de cada día,
guardando así a los fieles de caer en culpas más graves. Hay otros momentos de la
misa como el Gloria, el Padrenuestro, el «No soy digno» se suplica también, y se
obtiene, el perdón de Dios.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «la eucaristía no puede unirnos
[más] a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y
preservarnos de futuros pecados» (#1393). Y que ella «no está ordenada al perdón de
los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de
la eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia»
(# 1395). Con frecuencia los Evangelios muestran personas que invocaban a Cristo,
como Señor, solicitando su piedad: la cananea, «Señor, Hijo de David, ten compasión
de mí» (Mt 15,22); los ciegos de Jericó, «Señor, ten compasión de nosotros» (20,30-
31) o aquellos diez leprosos (Cfr. Lc 17,13).
El Gloria a Dios es la grandiosa doxología trinitaria de origen griego que pasó a
occidente en el siglo IV d.C. Esta oración es rezada o cantada juntamente por el
sacerdote y el pueblo. Su inspiración primera viene dada por el canto de los ángeles
sobre el portal de Belén: Gloria a Dios, y paz a los hombres (Cfr. Lc 2,14).
La oración colecta presidida por el sacerdote que se dirige al Padre encabezados
por el mismo Cristo. Así se cumple aquello de San Pablo: «El mismo Espíritu viene en
ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; él
mismo ora en nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). Para participar bien en la
misa es fundamental que esté viva la convicción de que es Cristo glorioso el
protagonista principal de las oraciones litúrgicas de la Iglesia. El sacerdote es en la
misa quien pronuncia las oraciones, pero el orante principal, invisible y quizá
inadvertido para tantos, «¡es el Señor!» (Jn 21,7).
«La finalidad de estos ritos (iniciales) es hacer que los fieles reunidos constituyan
una comunidad, y se dispongan a oír como conviene la palabra de Dios y a celebrar
dignamente la eucaristía» (OGMR # 24).
Terminado los ritos iniciales se continua con las lecturas de la Palabra (Primera,
salmo, segunda y evangelio). A través de las lecturas, se escucha directamente a Dios
y a su hijo encarnado que habla a la asamblea: «este es mi hijo, el elegido,
escúchenlo» (Lc 9,28b-36). Ella responde cantando, meditando y rezando. «Señor, ¿A
quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna» (Jn 6,68), esa fue la respuesta de
Simón Pedro.

Después sigue la homilía, en la cual el sacerdote explica la Palabra de Dios; el rezo del
Credo con el cual la asamblea hace su profesión de fe y se termina con la Oración de
los fieles para pedir por las necesidades de todos.

II Parte
La liturgia de la Eucaristía:
Tiene tres partes: el rito de las ofrendas, la Plegaria Eucarística (es el núcleo de la
celebración y es una plegaria de acción de gracias en la que se actualiza la muerte y
resurrección de Jesús), el rito de comunión y rito de despedida.
El rito de las ofrendas inicia con la presentación y preparación de los dones (pan y
vino) que después se transformarán en el cuerpo y la sangre de Cristo. La sencillez de
estos alimentos hace recordar las ofrendas (pan y pescados) llevadas a Jesús (Cfr. Mt
14,13-21; Mc 6,30-44; Lc 9,10-17; Jn 6,1-15). Después se continua con la colecta en
favor de toda la Iglesia. Se puede aportar dinero u ofrecer otros dones como mercado
para los pobres o para la Iglesia. Tales elementos se colocarán en un lugar oportuno,
fuera de la mesa eucarística. «Desde el principio, junto con el pan y el vino para la
Eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que
tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta (Cfr. 1Co 16,1), siempre actual, se
inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (Cfr. 2Co 8,9)»
(Catecismo de la Iglesia Católica # 1351). Y se termina con la oración sobre las
ofrendas y el lavabo de manos por parte del celebrante con el cual expresa así su
deseo de purificación interior (Cfr. Salmo 51,1-2.10).
La Plegaria Eucarística comienza con el Prefacio: Este es una oración de acción de
gracias y alabanza a Dios, al tres veces santo (Cfr. Is 6,3 y Ap 4,8). Continua con la
Epíclesis. El celebrante extiende sus manos sobre el pan y el vino e invoca al Espíritu
Santo, para que por su acción los transforme en el cuerpo y la sangre de Jesús.
Inmediatamente el sacerdote hace “memoria” de la última cena, pronunciando las
mismas palabras de Jesús: «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros» (Lc
22,19) y «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros»
(Lc 22,20). Y cumple así el mandato que el Señor Jesús dio a los apóstoles: «hagan
esto en memoria mía.» (1Co 11,24). En este momento la asamblea permanece
postrada y con esta actitud de reverencia y adoración se recuerda el mandato bíblico
de “doblar la rodilla ante la presencia de Dios” (Cfr. Rm 14,11; Ef 3,14-21; Flp 2,10-11).
Sigue la aclamación del pueblo como respuesta a este momento de la consagración:
«Este es el sacramento de nuestra fe». Esta es una de las recitadas para este
momento.
Después la plegaria incluye una serie de oraciones por las que la asamblea se une
a la Iglesia del cielo, de la tierra y del purgatorio. Suelen ser llamadas intercesiones y
de ofrecimiento. «Con ellas se da a entender que la eucaristía se celebra en comunión
con toda la Iglesia celeste y terrena, y que la oblación se hace por ella y por todos sus
miembros, vivos y difuntos, miembros que han sido todos llamados a participar de la
salvación y redención adquiridas por el cuerpo y la sangre de Cristo» (OGMR # 55).
Terminado esto sigue la Doxología, momento en el cual el sacerdote ofrece al Padre
el cuerpo y la sangre de Jesús, por Cristo, con él y en él, en la unidad del Espíritu
Santo. Y la asamblea responde: «Amén».
Rito de la Comunión: Se continua con el Padre nuestro, como preparación para
comulgar, el presidente junto con la asamblea se dirige al Padre celestial con las
palabras que Jesús enseñó (Cfr. Mt 6,9-15; Lc 11,2-4). El sacerdote continúa solo
diciendo: «Líbranos de todos los males, Señor», en el que se pide la paz de Cristo y la
protección de todo pecado y perturbación, «mientras esperamos la gloriosa venida de
nuestro Salvador Jesucristo». Y el pueblo responde con una doxología final que es eco
de la liturgia celestial: «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor»
(Ap 1,6; 4,11; 5,13). En cuanto al momento de la paz, se sabe que Cristo resucitado,
cuando se aparecía a los apóstoles, les saludaba dándoles la paz: «La paz con
vosotros» (Jn 20,19.26). esta es la herencia que el Señor deja en la última Cena a sus
discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo» (Jn 14,27).
La fracción del pan: Partir el pan en la mesa era un gesto tradicional que
correspondía al padre de familia en la cultura hebrea. También es un gesto propio de
Cristo, y lo realiza varias veces estando con sus discípulos (multiplicación de los panes,
en la Cena última, con los de Emaús, ya resucitado: «tomó el pan, lo bendijo, lo partió y
lo dio a los discípulos» (Jn 6,11; 21,13; Lc 24,30; 1Cor 11,23-24). Por eso, la
antigüedad cristiana, viendo en esta acción un símbolo profundo, dio a veces a toda la
eucaristía el nombre de «fracción del pan». Y la liturgia ha conservado siempre este
rito.
La misa es la Cena pascual del Cordero inmolado, y el rito de la fracción precede
lógicamente al de la comunión. Seguidamente el sacerdote, mostrando la hostia
consagrada, dice aquello que dijo Juan bautista: «Éste es el Cordero de Dios, que quita
el pecado del mundo» (Jn 1,29). Y añade las palabras que, según el Apocalipsis, dice
en la liturgia celeste: «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (19,1-
9). En efecto, el sacerdote comúnmente dice: «Dichosos los invitados a la cena del
Señor». A ello responde el pueblo, recordando las palabras del centurión romano, que
maravillaron a Cristo por su humilde y atrevida confianza: «Señor, no soy digno de que
entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme» (Mt 8,8-10).
Seguidamente el sacerdote, o el diácono, distribuye la comunión: «El Cuerpo de
Cristo» y cada creyente al recibirlo dice: «Amén».
Comunión: Los cristianos, comulgando el cuerpo de Cristo, se alimentan del pan de
vida eterna dado con tanto amor por el Padre celestial, participan profundamente de la
pasión y resurrección de Cristo, reafirman en sí mismos la Alianza de amor y mutua
fidelidad que les une con Dios, reciben la medicina celestial del Padre, la única que
puede sanarles de sus enfermedades espirituales, y ven acrecentada en sus corazones
la presencia y la acción del Espíritu Santo, «el Espíritu de Jesús» (Hch 16,7). Jesús es
«Pan de Vida». «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le
resucitaré el último día… El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y
yo en él» (Jn. 6, 54.56). Estas verdades las tienen muy presente en la mente y en el
corazón todo creyente que se acerca a participar de la santa eucaristía. Y finalmente
para terminar este momento después de la reserva de la comunión y de la purificación
de los vasos sagrados viene la oración después de la comunión, con ella se da gracias
a Jesús por haberlo recibido, y se pide que ayude a vivir en comunión con él.
Rito de despedida: Son los ritos que concluyen la celebración. El sacerdote da la
bendición, después se da la despedida y se hace el envío de todos los que participaron
en la eucaristía. Cada uno vuelve a sus actividades, a vivir lo que celebró, llevando a
Jesús en el corazón. En cuanto a la bendición, así como el Señor, al despedirse de sus
discípulos en el momento de su ascensión, «alzó sus manos y los bendijo; y mientras
los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc 24,50-51), así ahora, por
medio del sacerdote que le representa, el Señor bendice al pueblo cristiano.
Hace unos días Monseñor José Libardo formuló unas normas pastorales para las
celebraciones eucarísticas, donde se prohíben las “misas de sanación”. ¿Por qué?
Porque como dije al inicio de este artículo toda eucaristía puede ofrecer sanación
espiritual y/o física si es voluntad de Dios y si el creyente está abierto a las
gracias celestiales con fe y piedad. No debería hacerse ninguna categorización de
misas porque deben seguir la liturgia establecida para que los diferentes momentos se
vivan en comunión y armonía dentro de ellas.
Las misas de “sanación” que las personas buscan de manera particular
generalmente hacen énfasis en los carismas y dones del Espíritu Santo, a fin de
difundir fortaleza física y espiritual a la salud de los fieles. Esto puede llevar al rechazo
de las eucaristías que no son llamadas de “sanación”. Y además a extender momentos
como del perdón, de la oración de los fieles, o de alabanza después de la comunión y
restarle importancia, tiempo y vivencia a otros como la proclamación de la Palabra, la
consagración eucarística y la recepción de la comunión. En toda eucaristía se puede
escuchar del mensaje del Reino, el llamado vocacional, la invitación a la conversión y a
la predicación del Reino de Dios, además del alimento de vida eterna que se puede
recibir.
Por otra parte, puede llevar al creyente a que busque por momentos a Jesús solo
para conseguir tales beneficios. Jesús le dijo a la multitud: «En verdad les digo, que Me
buscan, no porque hayan visto señales (milagros), sino porque han comido de los
panes y se han saciado» (Jn 6,26). Y esto se debe evitar, buscarlo no para entender el
plan de Dios o sus obras sino para satisfacer las necesidades materiales.
Consecuentemente se pueden generar entornos de comercio cuando las personas
buscan solo misas de “sanación” y esto lleva a la simonía, la cual se debe evitar. “La
simonía (Cfr. Hch 8,9-24) se define como la compra o venta de cosas espirituales. A
Simón el mago, que quiso comprar el poder espiritual del que vio dotado a los
apóstoles, Pedro le responde: «Vaya tu dinero a la perdición y tú con él, pues has
pensado que el don de Dios se compra con dinero» (Hch 8, 20). Así se ajustaba a las
palabras de Jesús: «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10,8; Cfr. Is 55,1). Es
imposible apropiarse de los bienes espirituales y de comportarse respecto a ellos como
un poseedor o un dueño, pues tienen su fuente en Dios. Sólo es posible recibirlos
gratuitamente de él”. Estas son algunas razones por las cuales en la diócesis de
Cúcuta existe tal prohibición.

Víctor Manuel Rojas Blanco, Pbro.


Lic. en Teología Bíblica (P.U.S.C.- Roma).
Formador del Seminario Mayor san José de Cúcuta.

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