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Hamlet.

Las lecturas románticas de Hamlet, como ya lo habíamos señalado, dicen más sobre el propio
Romanticismo que sobre el personaje en cuestión, si bien son muy interesantes (más allá de sus
excesos y arbitrariedades) por el hecho de colocar el acento sobre algunos aspectos de éste que
previamente no habían sido tenidos en cuenta. Estas lecturas tienden a ver a Hamlet como una
suerte de arquetipo del poeta romántico. Para Goethe (quien, como ustedes saben, constituye una
especie de puente entre el Clasicismo y el Romanticismo, y ejerció una enorme influencia sobre los
autores románticos), Hamlet aparece como «un joven delicado, sentimental, que tiende idealmente
hacia lo más elevado», al que se le impone la ejecución de una venganza que es incompatible con su
temperamento. «Se sobrecarga un alma con una acción a cuya altura no llega», afirma Goethe.
«Una naturaleza hermosa, pura, noble, altamente moral, sin la fuerza vital que hace al héroe,
sucumbe bajo un peso que no puede ni llevar ni arrojar...». Está claro que la interpretación de
Goethe, que ilumina algunas características efectivamente presentes en el personaje, deja sin
embargo de lado otras. Dicha interpretación parece haberse concentrado exclusivamente en los
monólogos de Hamlet. Resultan por lo tanto muy precisos los reparos que al respecto plantea, por
ejemplo, Auerbach: «¿No habrá visto Goethe la fuerza radical y siempre creciente de la naturaleza
de Hamlet, su ingenio incisivo, ante el cual retrocedían de miedo los circunstantes, la astucia y
osadía de sus proyectos, su dureza salvaje para con Ofelia, la violencia con que se enfrenta a su
madre, la fría calma con la cual elimina a los cortesanos que se le atraviesan en su camino, la
audacia flexible de todas sus palabras y pensamientos? A pesar de que va aplazando siempre la
acción decisiva, es con mucho la figura más fuerte del drama (...). Si ocurre que realiza una acción,
ésta es rápida, atrevida y, a veces, artera, (consideren como ejemplo el asesinato de Polonio), y da
siempre en el blanco con violencia. (...) ¿No será que, precisamente a causa de la pasión con que se
entrega a sus emociones una naturaleza fuerte, éstas se tornan tan prepotentes que le convierten en
martirio el simple deber de vivir y actuar? No tratamos de enfrentar a la interpretación goethiana del
Hamlet otra interpretación, sino de indicar la dirección en que se movían Goethe y su época cuando
intentaban acomodar a Shakespeare a su propia mentalidad.» En efecto, los señalamientos de
Auerbach ponen de manifiesto lo que incluso podríamos entender como el carácter «incómodo» de
Hamlet en tanto que héroe, ya que ataca gratuitamente a Polonio (más allá de que este personaje sea
para él un espía molesto al servicio del Rey y de la Reina), y lleva a Ofelia a la desesperación.
Schlegel, continuando la línea de las lecturas románticas, hace de la tragedia de Hamlet una tragedia
del debilitamiento de la voluntad: el pensamiento conspira contra la acción y los escrúpulos de
Hamlet son sólo pretextos para ocultar su fundamental irresolución. Para Coleridge (en este caso ya
dentro del panorama del Romanticismo inglés) es el exceso de pensamiento el que se convierte en la
causa directa de la incapacidad de actuar (el ensayo de Coleridge, titulado precisamente «Hamlet»,
está en la carpeta de «El Pasillo», y creo que también en la carpeta digitalizada de la fotocopiadora
del Centro de Estudiantes). Otro ensayo, el de Mallarmé, también titulado «Hamlet» (e incluido de
igual modo en la carpeta de la materia), funciona como una síntesis de las lecturas románticas sobre
el personaje. Mallarmé es un poeta posromántico, inmerso en la atmósfera del Simbolismo, pero su
lectura del personaje es de neta herencia romántica. La sintaxis de este autor es compleja (Borges
dijo alguna vez que Mallarmé escribía en «un dialecto personal del francés»), pero su prosa es por
cierto tan notable como su lírica. Mallarmé sostiene que Hamlet es «la razón misma por la que
existen la rampa y el espacio dorado», es decir, la escena, lo que resulta característico de esta
constante romántica de colocar al personaje por encima (y a veces incluso por fuera) de la propia
obra que lo incluye. «Comparsas todos», dice el autor en referencia a los demás personajes. Éstos
son para él meros acompañantes de Hamlet, pero no sólo eso (y se trata sin dudas de una lectura
exagerada, pero no obstante muy sugestiva): son Hamlet mismo. Polonio, por ejemplo, es para
Mallarmé el cortesano de discurso vacuo en el que Hamlet correría el riesgo de convertirse si
llegase a su edad; Ofelia es la «infancia» de Hamlet, es decir, la inocencia y pureza que el personaje
conserva a pesar de todo. Hamlet lleva en sí, según Mallarmé, «una Ofelia nunca ahogada (...). Joya
intacta bajo el desastre». Mallarmé hace referencia explícita en su ensayo a la «larga vigilia
romántica» (toda esta tradición de lecturas sobre el personaje), que han dado lugar a la
representación de un Hamlet romántico, tal como él interpreta una representación contemporánea
que le ha tocado presenciar, y que ha constituido el puntapié para la escritura de este texto.
Hasta aquí lo referido a las lecturas románticas sobre Hamlet. Pero ¿qué puede decirse acerca del
cierre de la obra? Harold Bloom afirma que Hamlet accede a una forma de «trascendencia secular»
(es decir, de índole profana, no religiosa). Esta apreciación se halla en consonancia con las
siguientes palabras de Auerbach: «(En Shakespeare) Ya no tenemos más el mundo de «figuras» bien
delimitadas de Dante, en el cual todo se reajusta en el más allá, en el reino definitivo de Dios, y las
personas sólo en él cobran plena realidad: los personajes trágicos alcanzan en el aquende su última
perfección, cuando maduran bajo el peso del destino, como Hamlet, Macbeth y Lear.» Hamlet, que
en el transcurso de la obra (que pareciera abarcar varios años) se ha convertido en un adulto,
aparece en el desenlace más despojado que nunca de las circunstancias externas, y de algún modo
preservado en su propia conciencia, esa conciencia «siempre creciente» que lo caracteriza como
personaje. Es decir, encuentra su consumación en el «más acá», en el cumplimiento de su propio
destino trágico. Había dicho en alguna oportunidad que podría estar «dentro de una cáscara de
nuez» y sentirse rey, si no fuese porque tenía «malos sueños». Ahora, despojado también de «malos
sueños», Hamlet se presenta para Bloom curiosamente libre, en una culminación de la libertad que
pese a todas las imposiciones externas lo ha signado a lo largo de la obra, y que es la libertad de
quien está «orgullosamente» preservado en su propia conciencia. La libertad de quien puede
interrumpir su discurso y decir a Horacio: «Dejémoslo». Dejarlo, dejarlo que sea. ¿Qué es eso que
se abandona, aquello a lo que se lo deja ser? Podemos sospechar que se trata del mundo. Es,
definitivamente, el Hamlet rey en su «cáscara de nuez», orgullosamente libre en el seno de su
conciencia.
¿Qué nombre puede dársele a esta forma de «trascendencia secular»? ¿Estoicismo, escepticismo,
quietismo? Quizá involucra algo de todo ello, pero ni bien se lo menciona, ya no es eso, ya se fugó
a otra parte, tan inasible y huidizo como el propio Hamlet. Esto se vincula con la particular
ambigüedad del personaje y de la obra, una consecuencia de lo que Keats, otro poeta del
Romanticismo inglés, llamó la «impersonalidad» de Shakespeare, el poder de mantenerse entre
incertidumbres y retirarse de algún modo de su propia creación. Esa ambigüedad, el hecho de que
nunca sepamos lo que piensa Shakespeare, se advierte también en la llegada de Fortimbrás al trono
de Dinamarca. Las siguientes palabras de Ian Kott («Un Hamlet de mediados del siglo XX», en
Shakespeare, nuestro contemporáneo, disponible también en la carpeta de la materia) parecen
constituir un cierre particularmente adecuado para nuestro recorrido sobre Hamlet: «¿Quién es este
joven príncipe de Noruega? No lo sabemos; Shakespeare no nos lo dice. ¿Qué representa? ¿El
destino ciego, el sinsentido del mundo o la victoria de la justicia? Los estudiosos de Shakespeare
han defendido sucesivamente estas tres interpretaciones. (...) El gran drama ha concluido. El
escenario ha estado poblado de personas que lucharon, se confabularon y se mataron unos a otros.
(...) Algunos querían mejorar el mundo, otros pretendían sólo salvar su pellejo. Todos tenían sus
propósitos. Hasta sus crímenes tuvieron siempre algún sentido. Después llegó un chico joven y
fuerte para decir con una sonrisa encantadora: «(...) Ahora yo seré vuestro rey».»

Macbeth.
La fecha de composición de Macbeth suele ubicarse entre 1605 y 1606. Su fuente principal es la
Crónica de Holinshed, un texto en el que la veracidad histórica frecuentemente se pierde en las
brumas de la leyenda. «En Macbeth», tal como señala Spencer, «los elementos que componen el
cuadro isabelino del hombre parecen estar más estrechamente fusionados que en cualquiera otra
tragedia. La confusión en el mundo político no está meramente reflejada en los mundos de la
naturaleza y del individuo sino que está -tal es el poder de la imaginación poética- identificada con
ellos todavía más íntimamente». La obra se inicia con la aparición de las brujas, quienes
pronunciarán una frase («Lo hermoso es feo, y lo feo es hermoso») que encontrará su eco en las
primeras palabras de Macbeth: «En mi vida he visto un día tan feo y hermoso a la par». Este eco no
es por cierto casual. Por un lado, establece un vínculo entre Macbeth y las brujas, que pronto se
materializará en la obra; por el otro, resulta indicativo de la ambigüedad que caracteriza al problema
de la predestinación y el libre albedrío en el texto, así como de la ambigüedad presente en el propio
héroe. Macbeth es, en efecto, un soldado honorable que se convertirá en un monarca asesino (cuya
condición de monarca será incluso el resultado de un crimen). La primeras referencias de Macbeth
en la obra ya ponen de manifiesto ciertos rasgos inquietantes en este soldado honorable. Se dice de
él que en la batalla ha matado a un hombre abriéndolo «del ombligo a la quijada», lo que muestra
un temperamento sanguinario que sin embargo todavía se encuentra irreprochablemente al servicio
del rey Duncan. Shakespeare, con una gran astucia dramática, ubica en las primeras escenas de la
obra una rebelión contra el poder real, a cargo del señor de Cawdor. Esta rebelión franca,
desembozada, contra el rey Duncan, anticipa la rebelión artera del propio Macbeth, al mismo
tiempo que establece también un contraste con ella. El rol de las brujas deviene por supuesto en
crucial para que se despierten esos deseos en Macbeth. Las brujas le vaticinan: «Só vó. El próximo
rey só vó, pibe.» Bueno, en realidad no le dicen exactamente eso, ésta es mi versión de un Macbeth
rioplatense. (Hago estas bromas para que algo del calor de la clase presencial se traslade aquí). El
hecho de que una de las profecías tenga cumplimiento inmediato fortalece en el héroe la idea de que
se convertirá en rey. Y así como las brujas son imprescindibles para el surgimiento de este anhelo,
Lady Macbeth, la esposa del protagonista, será fundamental para que Macbeth se decida a «darle
una ayuda» al destino, asesinando al rey Duncan. Sin embargo, como afirma Spencer, «Nunca
sabemos, al ver o leer Macbeth, si las brujas gobiernan el hado de Macbeth o si sus profecías son un
reflejo del propio carácter del protagonista. Se presenta el problema de la predestinación y el libre
albedrío, pero se lo deja sin solución. O, para decirlo en términos más shakespeareanos, los
decretos de lo que parece ser el destino exterior y los impulsos del carácter individual se
contemplan como partes de una misma visión y, en un sentido técnico, como partes de un mismo
todo dramático».
En la próxima guía de lectura continuaremos con el análisis de Macbeth. Saludos cordiales.

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