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(♥)

Lizbeth Azconia

Mientras respira con lentitud, me


aseguro de acariciar más su cabello. Lo
lleva despeinado y crespo en esta parte;
su piel aún tiene el olor del perfume.
Cuando se sienta con las piernas
alargadas, yo me remuevo para quedar a
horcajadas sobre el colchón y
acercándome peligrosamente a su sexo.
Toco, con las yemas de los dedos, su
mentón; va tan suave que no me cabe
duda que hizo muy buen trabajo al
afeitarse. Jamás lo he visto con mal
aspecto, ni siquiera durante las
temporadas regulares. Lo cierto es que
Bee es una de las personas más
cuidadosas, respecto a su apariencia, que
he conocido. La pulcritud de su
vestimenta, el porte con el que se atavía
y la manera en la que sabe sacarle
partido a las cosas más llamativas de su
figura corpulenta; se nota que ha
aprendido a ser seguro de sí mismo a lo
largo de los años.
Yo le envidio eso; porque a pesar de que
me encanta mantener una apariencia
siempre juvenil y elegante, no me siento
capaz de sacar tanto favor de mí misma.
Al menos no como en estos momentos, al
tiempo que le doy un beso en el mentón y
acaricio la superficie de sus pectorales.
Igual que sus brazos, tienen una fuerza
firme y seductora. Sin embargo, creo que
una de las partes que más que gustan de
su cuerpo, siempre será su espalda.
Delineo todo el contorno de sus brazos
hasta llegar a sus músculos cervicales;
entonces él, de un beso bruto, se agacha
para acariciar mi pecho izquierdo. Lo
acuna con una mano para levantar el
pezón hacia sus labios, y se encarga de
erizarlo en unos cuantos segundos,
mordiéndolo y trazando círculos con su
lengua. Además, me aprieta la cintura de
modo que tengo que aproximarme más.
Se desliza lento hacia mi otro seno y
repite la acción con sus dientes; hay un
momento en el que quiero arquearme
para darle libertad en ellos, pero...
también tengo ganas de otras cosas. Y
muevo mis dedos por todos sus músculos
oblicuos. Me deleita tener el poder, ahora
mismo, de acariciarlo de esta manera. Así
que no paro hasta que encuentro su
ombligo, y él se aparta de mí, para
mirarme directamente a los ojos.
De nueva cuenta, tiene esa mirada de
depredador que me pone tan nerviosa.
Pero, ignorando mi miedo interno,
localizo su miembro con mis dedos.
Hasta que no lo veo cerrar los ojos, no me
siento más segura; su mueca de placer
hace que algo de ímpetu se inyecte en mi
pecho, de modo que lo acaricio, arriba y
abajo.
Él entreabre los labios, y murmura una
imprecación por lo bajo.
Es raro escucharle decir malas palabras.
Porque su manera de expresarse es
exquisita. Pero aquí, en la cama, lo único
que me hace es tener la sensación de lo
que le gusta. Por lo que, generando un
ligero apretón con mis dedos alrededor
de él, lo ciño más; ejerzo un pequeño
bombeo antes de que Bee baje la mano y
rodeé la mía.
Siento que une nuestras frentes y, con un
suspiro, me dice—: Tú me puedes
torturar lo que quieras. Pero no hagas
nada con lo que te sientas incómoda.
Le devuelvo la mirada unos segundos y
cuando quiero evitar mirarlo a los ojos, él
se inclina y me arranca un beso; abro la
boca porque quiero que me bese con
todas sus energías.
—Brent —llamo su atención; respiro
contra su boca, agradecida por haberme
aseado antes; Bee levanta la mirada,
lleno de ese deseo que se podría
palpar—. No me voy a romper.
Una sonrisa febril se forma en sus labios.
—¿Es una especie de reclamo? —me
pregunta.
Estoy por negar con la cabeza, pero al
final decido decirle—: No. Es una
sugerencia. La verdad es que, con Beth,
dudo que vayamos a tener muchas
oportunidades como estas. La intimidad
sí que es una cosa sagrada.
De pronto, Bee usa las dos manos para
presionar mis glúteos en ellas. Y acaba
por acercarme lo suficiente; la erección
que se ha formado en su miembro se
clava en mi vientre y, después de mirarlo
a los ojos, me relamo los labios.
A pesar de sentirme intimidada por él,
por todo su cuerpo y su capacidad de
hacerme estallar en trocitos, mis ganas
en su favor son mucho más grandes.
—Tú solo… hazme el amor. Sin miedo.
Él, por toda respuesta, sin dejar de
mirarme, sujeta el glande de su pene y lo
aproxima al capuchón de mi sexo; se
asegura de frotarse el suficiente tiempo
como para sacarme varios suspiros. Sé lo
que está haciendo. Y me encanta. Me
encanta que conozca el arte de este
modo; porque a su lado necesito
aprender.
Estoy más que comprometida con él.
Al grado de que ya me estoy imaginando
que no voy a poder soportar mucho sin
tenerlo para mí todos los días, en mi
cama; es imposible que no me imagine el
vacío que querré llenar siempre con sus
palabras. Y, aun cuando todavía estamos
aquí, ya me hace falta su presencia a mi
alrededor.
Pasados varios minutos, él deja de
acariciarme con su miembro y pone un
dedo en mi pared. Luego otro, y se
dispone a sacar mis fluidos,
penetrándome. Me inclino hacia un lado
con la intención de ahogar un gemido
sobre su hombro, y luego trato de
tirarme sobre la cama, pero Bee me
sujeta firmemente las caderas.
Al tiempo que lo miro a los ojos, me
quedo estática, sintiendo cómo me
levanta para posicionarme justo encima
de él.
—Hazlo tú —musita—. Abrázame y
muévete sobre mí.
Tiene la voz engolada a causa del deseo
contenido. Tras un titubeo, yo obedezco
lo que me dice y desciendo por la
longitud de su erección, empalándome
en ella. En cuanto lo siento llenarme, soy
presa de un miedo irracional.
Pero Bee no me deja ni pensarlo, porque
me da un empujón bruto y, por la dureza
del toque en mi fondo, aprieto los
párpados.
—Yo te cuido —murmura, jadeante, al
tiempo que ayuda, agarrándome por la
cintura, a subir y bajar en él—. Te amo
tanto. No sabes cómo…
Quiero decir algo, cualquier cosa, pero
sentirlo de esta manera adentro de mí
me obliga a gemir hasta que no logro
persuadirme de guardar silencio. Pasan
los minutos y yo necesito incrementar el
volumen de mi caída, mientras él me
acaricia la espalda.
Lo abrazo tan fuerte que, con los
movimientos de mi cadera, empiezo a
sentirme pletórica de la sensación más
deliciosa que jamás había
experimentado. Y entonces lo busco con
la mirada, después de disminuir el ritmo
y ver cómo él apoya las manos en el
colchón, observándome. Cuando la
electricidad esparcida por mi espalda se
hace intolerable, echo la cabeza atrás y
me muerdo el labio inferior.
—Ven —susurra Bee; se deja caer sobre
la espalda, por lo que tengo que flexionar
las rodillas para quedarme exactamente
sentada en su miembro, sin salir.
Bee tiene los ojos cerrados cuando me
inclino sobre su pecho para abrazarlo.
Y, tras enredar sus brazos en mi cintura,
y doblar las piernas hasta que sus muslos
tocan los míos, empieza a moverse más
rápido. Yo he dejado de hacerlo. Es él
quien hace gala de su fuerza en cuanto le
doy paso libre en mí. Lo siento sudar en
el cuello, así que me reincorporo un poco
para mirarlo.
Hay un gesto lívido en su rostro. Me
agacho para besarlo y, apenas unir mis
labios con los suyos, me doy cuenta de
que está hundiéndose en mí cada vez con
estocadas más duras. La impiedad que
adoptan sus entradas se vuelve tan
hosca, que mi pecho comienza a hacer
revoluciones cargadas de ansiedad, de
excitación, de mi amor para él.
Usa sus dedos para apretarme, cero
delicadezas, las nalgas, al tiempo que me
obliga a mantenerme quieta mientras se
entierra en mi túnel. Ya sin poder
controlarlo, gimo cerca de su oído, e
intento reprimir mi voz; después de eso,
soy consciente de que él ha disminuido el
ritmo y de que está buscándome.
—Bruto —me río, y él abre los labios,
pero evito que hable, besándolo; al
separarme, ensancho mi sonrisa y le
digo—: Me encantas, Bee-Dyl. Todo tú.
Él se gira conmigo a cuestas y me
deposita sobre la cama. Así sus
envestidas se vuelven suaves; es obvio
que esta no ha sido como la primera vez,
porque no se lo ve cansado ni al borde
del abismo como antes. Ya no está
preocupado por el miedo de dejarme
insatisfecha así que, una vez que empieza
a moverse con más ímpetu, besándome
los senos cada que tiene oportunidad,
abro más las piernas.
Bee obedece a esa insinuación y, con las
manos soportando su peso en la cama,
encima de mí, se clava minuto a minuto
con más fuerza.
—Elle... —susurra, cuando se inclina de
nuevo.
Me da un beso largo, introduciendo la
lengua en mi boca. Lo correspondo de la
misma manera pero, al sentir que me
queda poco otra vez, empiezo a besar su
cuello, a repartir mis caricias por su
espalda. Muerdo los pliegues de su piel
firme en la cerviz y, después de succionar
cerca de su clavícula, escucho que gruñe.
Él arremete de pronto con una última
estocada, para después cambiar el ritmo
por completo a algo más acompasado. La
expresión de su rostro, en esta ocasión,
no es una de tortura ni de dolor... sino de
alivio.
Lo siento palpitar en mi interior,
mientras cierro los ojos para saborear
esto.
—Te estás conteniendo —lo reprendo,
cuando él está limpiando los estragos de
su amor en mí.
Con una sonrisa torcida hacia un lado, y
asegurándose de no dejar ningún
vestigio de su semilla en mis muslos o en
mi pared, se sienta sobre el borde del
colchón. No dice nada ni siquiera cuando,
ya con su ropa interior puesta, se vuelve
a sentar, tras haber venido del baño.
Observo su espalda fornida cuando se
dobla sobre mí.
—Eres pequeñita, mi amor —dice,
después de besarme.
Me hago a un lado para darle espacio.
Bee se queda bocarriba, mirando el
techo; aún se lo ve extasiado y a la
deriva.
—Me gusta que tú seas grande —
admito—. Si algo he aprendido hoy,
acerca de mí misma, es que puedo ser tu
mujer en todos esos aspectos que tú
quieras. Siempre y cuando tú también
seas mío en todos los aspectos que me
imagino, incluido el sexo bruto.
Luego de ladear la cabeza, y de atraerme
hacia él, me espeta—: Me has
sorprendido mucho, debo de decir.
—No estás respondiendo.
He puesto la cabeza en su pecho, de
manera que puedo mirarlo aunque no lo
haga de frente. Mis senos están también
recargados en su torso, así que me
remuevo para obtener una posición más
cómoda.
Quiero ducharme, pero no antes de
escucharlo.
—Si te refieres a la pertenencia, pues no
hay duda: soy tuyo. Totalmente.
—Necesito bañarme —digo, mientras me
levanto; Bee me sigue con la mirada
cuando paso sobre él para bajar de la
cama—. Deberías de pensar cómo vamos
a hacer para mantener una buena
comunicación sexual. Tus horarios y los
míos son un desastre.
—Tómate una licencia —se ríe él,
también dejando la cama.
Está siguiéndome hacia el baño, pero una
vez que llego al umbral, con los ojos
entrecerrados, le aseguro—: Ya se
acercan las vacaciones de verano. No
tengo por qué pedir una licencia.
—Piénsalo. Podríamos ir a cualquier sitio
que desees. —Él me abraza por la cintura
cuando yo trato de entrar en el baño
sola; ahora sé que no va a permitirlo—.
Sería como una luna de miel.
Frente a la ducha, me giro a mirarlo. Me
encuentro desnuda de muchas maneras
frente a él. Porque, aparte de haberme
quitado la ropa, también me desnudó el
alma. Está quitándose el bóxer de lycra
para cuando soy consciente del peso que
tienen sus palabras en mí.
Y, para mi desgracia, sigo sin poder creer
lo que me propuso.
—No estamos casados —replico.
Él se echa a reír tal vez porque no se hace
una idea de lo que estoy insinuándole.
Y tal vez yo tengo la culpa por ello.
—Elle, ya te dije que eso a mí ya no me
interesa. Y me puedo dar el lujo de
regalarte diez lunas de miel si quiero.
Solo tienes que elegir el lugar.
Me obligo a esbozar una sonrisa.
Como está hurgando en el tocador donde
están las toallas, y mientras saca dos
para colgarlas en un percho de pared,
Bee no se da cuenta del atisbo de dolor y
miedo que surca mis facciones. Vuelvo a
girarme para ver la regadera y,
sintiéndome la persona más indecisa de
este mundo, me adentro en ella.
Era lo que quería. Que se diera cuenta de
mis deseos, de mi amor incondicional,
con o sin matrimonio. Pero al mencionar
una luna de miel, mi lado romántico se ha
olvidado de las reglas sociales; y acabo
reparando en el hecho de que me
encantaría vestirme de blanco para él, en
un ritual emblemático hacia el amor que
sentimos el uno por el otro.
Cuando abro la llave de la regadera,
confundida por mis propias
contradicciones, las primeras gotas del
agua caliente me reconfortan. Pero son
los brazos de Bee, que me envuelven con
posesión después de introducirse
también, los que me hacen recordar que
ahora soy yo la que tengo que respetar lo
que hablamos.
Hago una inspiración profunda, y trato
de olvidarme de ello.
Al fin y al cabo, ya se ha comprometido
conmigo. Tengo sus votos guardados en
el corazón.

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