aseguro de acariciar más su cabello. Lo lleva despeinado y crespo en esta parte; su piel aún tiene el olor del perfume. Cuando se sienta con las piernas alargadas, yo me remuevo para quedar a horcajadas sobre el colchón y acercándome peligrosamente a su sexo. Toco, con las yemas de los dedos, su mentón; va tan suave que no me cabe duda que hizo muy buen trabajo al afeitarse. Jamás lo he visto con mal aspecto, ni siquiera durante las temporadas regulares. Lo cierto es que Bee es una de las personas más cuidadosas, respecto a su apariencia, que he conocido. La pulcritud de su vestimenta, el porte con el que se atavía y la manera en la que sabe sacarle partido a las cosas más llamativas de su figura corpulenta; se nota que ha aprendido a ser seguro de sí mismo a lo largo de los años. Yo le envidio eso; porque a pesar de que me encanta mantener una apariencia siempre juvenil y elegante, no me siento capaz de sacar tanto favor de mí misma. Al menos no como en estos momentos, al tiempo que le doy un beso en el mentón y acaricio la superficie de sus pectorales. Igual que sus brazos, tienen una fuerza firme y seductora. Sin embargo, creo que una de las partes que más que gustan de su cuerpo, siempre será su espalda. Delineo todo el contorno de sus brazos hasta llegar a sus músculos cervicales; entonces él, de un beso bruto, se agacha para acariciar mi pecho izquierdo. Lo acuna con una mano para levantar el pezón hacia sus labios, y se encarga de erizarlo en unos cuantos segundos, mordiéndolo y trazando círculos con su lengua. Además, me aprieta la cintura de modo que tengo que aproximarme más. Se desliza lento hacia mi otro seno y repite la acción con sus dientes; hay un momento en el que quiero arquearme para darle libertad en ellos, pero... también tengo ganas de otras cosas. Y muevo mis dedos por todos sus músculos oblicuos. Me deleita tener el poder, ahora mismo, de acariciarlo de esta manera. Así que no paro hasta que encuentro su ombligo, y él se aparta de mí, para mirarme directamente a los ojos. De nueva cuenta, tiene esa mirada de depredador que me pone tan nerviosa. Pero, ignorando mi miedo interno, localizo su miembro con mis dedos. Hasta que no lo veo cerrar los ojos, no me siento más segura; su mueca de placer hace que algo de ímpetu se inyecte en mi pecho, de modo que lo acaricio, arriba y abajo. Él entreabre los labios, y murmura una imprecación por lo bajo. Es raro escucharle decir malas palabras. Porque su manera de expresarse es exquisita. Pero aquí, en la cama, lo único que me hace es tener la sensación de lo que le gusta. Por lo que, generando un ligero apretón con mis dedos alrededor de él, lo ciño más; ejerzo un pequeño bombeo antes de que Bee baje la mano y rodeé la mía. Siento que une nuestras frentes y, con un suspiro, me dice—: Tú me puedes torturar lo que quieras. Pero no hagas nada con lo que te sientas incómoda. Le devuelvo la mirada unos segundos y cuando quiero evitar mirarlo a los ojos, él se inclina y me arranca un beso; abro la boca porque quiero que me bese con todas sus energías. —Brent —llamo su atención; respiro contra su boca, agradecida por haberme aseado antes; Bee levanta la mirada, lleno de ese deseo que se podría palpar—. No me voy a romper. Una sonrisa febril se forma en sus labios. —¿Es una especie de reclamo? —me pregunta. Estoy por negar con la cabeza, pero al final decido decirle—: No. Es una sugerencia. La verdad es que, con Beth, dudo que vayamos a tener muchas oportunidades como estas. La intimidad sí que es una cosa sagrada. De pronto, Bee usa las dos manos para presionar mis glúteos en ellas. Y acaba por acercarme lo suficiente; la erección que se ha formado en su miembro se clava en mi vientre y, después de mirarlo a los ojos, me relamo los labios. A pesar de sentirme intimidada por él, por todo su cuerpo y su capacidad de hacerme estallar en trocitos, mis ganas en su favor son mucho más grandes. —Tú solo… hazme el amor. Sin miedo. Él, por toda respuesta, sin dejar de mirarme, sujeta el glande de su pene y lo aproxima al capuchón de mi sexo; se asegura de frotarse el suficiente tiempo como para sacarme varios suspiros. Sé lo que está haciendo. Y me encanta. Me encanta que conozca el arte de este modo; porque a su lado necesito aprender. Estoy más que comprometida con él. Al grado de que ya me estoy imaginando que no voy a poder soportar mucho sin tenerlo para mí todos los días, en mi cama; es imposible que no me imagine el vacío que querré llenar siempre con sus palabras. Y, aun cuando todavía estamos aquí, ya me hace falta su presencia a mi alrededor. Pasados varios minutos, él deja de acariciarme con su miembro y pone un dedo en mi pared. Luego otro, y se dispone a sacar mis fluidos, penetrándome. Me inclino hacia un lado con la intención de ahogar un gemido sobre su hombro, y luego trato de tirarme sobre la cama, pero Bee me sujeta firmemente las caderas. Al tiempo que lo miro a los ojos, me quedo estática, sintiendo cómo me levanta para posicionarme justo encima de él. —Hazlo tú —musita—. Abrázame y muévete sobre mí. Tiene la voz engolada a causa del deseo contenido. Tras un titubeo, yo obedezco lo que me dice y desciendo por la longitud de su erección, empalándome en ella. En cuanto lo siento llenarme, soy presa de un miedo irracional. Pero Bee no me deja ni pensarlo, porque me da un empujón bruto y, por la dureza del toque en mi fondo, aprieto los párpados. —Yo te cuido —murmura, jadeante, al tiempo que ayuda, agarrándome por la cintura, a subir y bajar en él—. Te amo tanto. No sabes cómo… Quiero decir algo, cualquier cosa, pero sentirlo de esta manera adentro de mí me obliga a gemir hasta que no logro persuadirme de guardar silencio. Pasan los minutos y yo necesito incrementar el volumen de mi caída, mientras él me acaricia la espalda. Lo abrazo tan fuerte que, con los movimientos de mi cadera, empiezo a sentirme pletórica de la sensación más deliciosa que jamás había experimentado. Y entonces lo busco con la mirada, después de disminuir el ritmo y ver cómo él apoya las manos en el colchón, observándome. Cuando la electricidad esparcida por mi espalda se hace intolerable, echo la cabeza atrás y me muerdo el labio inferior. —Ven —susurra Bee; se deja caer sobre la espalda, por lo que tengo que flexionar las rodillas para quedarme exactamente sentada en su miembro, sin salir. Bee tiene los ojos cerrados cuando me inclino sobre su pecho para abrazarlo. Y, tras enredar sus brazos en mi cintura, y doblar las piernas hasta que sus muslos tocan los míos, empieza a moverse más rápido. Yo he dejado de hacerlo. Es él quien hace gala de su fuerza en cuanto le doy paso libre en mí. Lo siento sudar en el cuello, así que me reincorporo un poco para mirarlo. Hay un gesto lívido en su rostro. Me agacho para besarlo y, apenas unir mis labios con los suyos, me doy cuenta de que está hundiéndose en mí cada vez con estocadas más duras. La impiedad que adoptan sus entradas se vuelve tan hosca, que mi pecho comienza a hacer revoluciones cargadas de ansiedad, de excitación, de mi amor para él. Usa sus dedos para apretarme, cero delicadezas, las nalgas, al tiempo que me obliga a mantenerme quieta mientras se entierra en mi túnel. Ya sin poder controlarlo, gimo cerca de su oído, e intento reprimir mi voz; después de eso, soy consciente de que él ha disminuido el ritmo y de que está buscándome. —Bruto —me río, y él abre los labios, pero evito que hable, besándolo; al separarme, ensancho mi sonrisa y le digo—: Me encantas, Bee-Dyl. Todo tú. Él se gira conmigo a cuestas y me deposita sobre la cama. Así sus envestidas se vuelven suaves; es obvio que esta no ha sido como la primera vez, porque no se lo ve cansado ni al borde del abismo como antes. Ya no está preocupado por el miedo de dejarme insatisfecha así que, una vez que empieza a moverse con más ímpetu, besándome los senos cada que tiene oportunidad, abro más las piernas. Bee obedece a esa insinuación y, con las manos soportando su peso en la cama, encima de mí, se clava minuto a minuto con más fuerza. —Elle... —susurra, cuando se inclina de nuevo. Me da un beso largo, introduciendo la lengua en mi boca. Lo correspondo de la misma manera pero, al sentir que me queda poco otra vez, empiezo a besar su cuello, a repartir mis caricias por su espalda. Muerdo los pliegues de su piel firme en la cerviz y, después de succionar cerca de su clavícula, escucho que gruñe. Él arremete de pronto con una última estocada, para después cambiar el ritmo por completo a algo más acompasado. La expresión de su rostro, en esta ocasión, no es una de tortura ni de dolor... sino de alivio. Lo siento palpitar en mi interior, mientras cierro los ojos para saborear esto. —Te estás conteniendo —lo reprendo, cuando él está limpiando los estragos de su amor en mí. Con una sonrisa torcida hacia un lado, y asegurándose de no dejar ningún vestigio de su semilla en mis muslos o en mi pared, se sienta sobre el borde del colchón. No dice nada ni siquiera cuando, ya con su ropa interior puesta, se vuelve a sentar, tras haber venido del baño. Observo su espalda fornida cuando se dobla sobre mí. —Eres pequeñita, mi amor —dice, después de besarme. Me hago a un lado para darle espacio. Bee se queda bocarriba, mirando el techo; aún se lo ve extasiado y a la deriva. —Me gusta que tú seas grande — admito—. Si algo he aprendido hoy, acerca de mí misma, es que puedo ser tu mujer en todos esos aspectos que tú quieras. Siempre y cuando tú también seas mío en todos los aspectos que me imagino, incluido el sexo bruto. Luego de ladear la cabeza, y de atraerme hacia él, me espeta—: Me has sorprendido mucho, debo de decir. —No estás respondiendo. He puesto la cabeza en su pecho, de manera que puedo mirarlo aunque no lo haga de frente. Mis senos están también recargados en su torso, así que me remuevo para obtener una posición más cómoda. Quiero ducharme, pero no antes de escucharlo. —Si te refieres a la pertenencia, pues no hay duda: soy tuyo. Totalmente. —Necesito bañarme —digo, mientras me levanto; Bee me sigue con la mirada cuando paso sobre él para bajar de la cama—. Deberías de pensar cómo vamos a hacer para mantener una buena comunicación sexual. Tus horarios y los míos son un desastre. —Tómate una licencia —se ríe él, también dejando la cama. Está siguiéndome hacia el baño, pero una vez que llego al umbral, con los ojos entrecerrados, le aseguro—: Ya se acercan las vacaciones de verano. No tengo por qué pedir una licencia. —Piénsalo. Podríamos ir a cualquier sitio que desees. —Él me abraza por la cintura cuando yo trato de entrar en el baño sola; ahora sé que no va a permitirlo—. Sería como una luna de miel. Frente a la ducha, me giro a mirarlo. Me encuentro desnuda de muchas maneras frente a él. Porque, aparte de haberme quitado la ropa, también me desnudó el alma. Está quitándose el bóxer de lycra para cuando soy consciente del peso que tienen sus palabras en mí. Y, para mi desgracia, sigo sin poder creer lo que me propuso. —No estamos casados —replico. Él se echa a reír tal vez porque no se hace una idea de lo que estoy insinuándole. Y tal vez yo tengo la culpa por ello. —Elle, ya te dije que eso a mí ya no me interesa. Y me puedo dar el lujo de regalarte diez lunas de miel si quiero. Solo tienes que elegir el lugar. Me obligo a esbozar una sonrisa. Como está hurgando en el tocador donde están las toallas, y mientras saca dos para colgarlas en un percho de pared, Bee no se da cuenta del atisbo de dolor y miedo que surca mis facciones. Vuelvo a girarme para ver la regadera y, sintiéndome la persona más indecisa de este mundo, me adentro en ella. Era lo que quería. Que se diera cuenta de mis deseos, de mi amor incondicional, con o sin matrimonio. Pero al mencionar una luna de miel, mi lado romántico se ha olvidado de las reglas sociales; y acabo reparando en el hecho de que me encantaría vestirme de blanco para él, en un ritual emblemático hacia el amor que sentimos el uno por el otro. Cuando abro la llave de la regadera, confundida por mis propias contradicciones, las primeras gotas del agua caliente me reconfortan. Pero son los brazos de Bee, que me envuelven con posesión después de introducirse también, los que me hacen recordar que ahora soy yo la que tengo que respetar lo que hablamos. Hago una inspiración profunda, y trato de olvidarme de ello. Al fin y al cabo, ya se ha comprometido conmigo. Tengo sus votos guardados en el corazón.