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Acepté que cuando lo veía algo sucedía en mi cuerpo, ese explosivo revoloteo en el estómago,

no lo podía evadir más. Aunque no era un sujeto del todo agraciado, más bien descuidado.
Pero había un no sé qué en su mirada, que arrebata la paz a cualquier mujer que pasara por su
mirilla. Sin decir ni una palabra, podía perturbarla tan solo con esa expresión felina cuando
enfocaba su mirada en su presa, con ese gesto agazapado, al mojar sus labios con su lengua.

Lo había visto reaccionar ante mujeres que le gustaban, el brillo de la perversión en sus ojos
me hacía adivinar como la desnudaría abanicando sus piernas, calzandole una penetración
profunda, orgulloso de su erección, arrancándole gemidos de dolor y complacencia. Era tal la
excitación que despertaba en mí que decidí ser su presa. Deseaba sentir esa mirada, quería
ser el centro de todo su morbo.

Ataviada con un lindo vestido corto, una mañana pasé por su oficina. De inmediato fijó su
sucia mirada en mi. Sin disimular su pervertida mirada, apenas respondió el saludo con un:
“Hola Adriana”.

Detallando cada milímetro de mis piernas, mis caderas, mis pezones brotados, nada
disimulados por la ropa. Hasta que su mirada llegó a la mía y allí, sin más que decir, descubrió
la intención de ser su presa. Entonces, decidió acercarse para saludarme con un beso en la
mejilla, mientras con su mano me tomaba por la cintura para acercarme a su cuerpo, “Que bien
que te queda ese vestido” susurró, para luego sellar su estrategia con un lenguetazo en mi
oreja. Jamás había imaginado que mojaría así mis bragas. De repente, me sentí en un mundo
desconocido, embriagador, curioso y adictivo. Deseaba tocarlo, saborearlo, conocer toda su
perversión en mi cuerpo. Muy dentro de mi rogaba por que me tocara, sin importar que nos
vieran.

Yo tambien le ví, como latían sus venas en su sien y cuello, discretamente bajé la mirada y
noté como jugueteaba con su miembro por debajo de su pantalón. Imaginé su firmeza y todo lo
que me haría gozar. Sin pensarlo mucho le invité a pasar por mi oficina: “Gustas un café,
Bruno?”
- “Uum, justamente Adriana, es lo que más deseo en este momento, algo tibio y placentero”
me respondió.

Siguió mis pasos tan cerca a mi que sentía su agitada respiración en mi nuca. LLegamos a mi
oficina y apenas cerró la puerta tras de mi, aferró su cuerpo a mi espalda, frotando su pene en
mis nalgas y anclando sus manos en mis pechos con un masaje encendido que finaliza con un
sutil pellizco en mis pezones que me hizo delirar. Un suspiro salió de mis labios, y me tomó por
los hombros colocándome frente a él.

“Hola, cariño, me parece que mejor tomaré otra cosa” dijo para luego hundir su lengua en mi
boca, hurgando la mía, lamiendo mis labios, chupando mi lengua como si fuese la mayor delicia
que haya probado. Su boca nadaba gustosa entre mi boca, mentón, cuello y pecho, cuando ya
indeteniblemente sus manos invadía mi sexo, una me presionaba el clítoris y la otra por detrás
mi ano. Con movimientos convulsos, preparaba el terreno para la penetración.
Me cargó desnuda sobre el escritorio, me dió una mirada final, como confirmando cada gesto
de mi cuerpo. Su miembro me apuntaba hinchado y latente, se acercó colocándolo en la
entrada de mi vagina para empujarlo todo de una vez, profundo y hondo. Sin dudas,
haciéndome sentir el más desgarrador placer de mi vida.

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