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El análisis semiológico del texto

literario
José Pascual Buxó

-1-
Permítaseme asentar en primer término -y de la manera involuntariamente
apodíctica a que me fuerza la brevedad del tiempo- que el estudio semiótico de
los textos literarios supone la existencia de una teoría de la lengua que incluya tal
clase de textos en el conjunto de los datos que se propone explicar 1.

No quiere decirse con esto que baste la inclusión de una tipología semántica
de los enunciados verbales en el seno de una teoría general de la lengua para que
ésta ya pueda dar razón acabada de la compleja trama de elementos que
interactúan en un texto literario concreto, sino que faltando dicha base tipológica
reconocible resultará una tarea casi impracticable la asignación de una función
literaria a tal o cual conjunto de enunciados (un texto) o, por lo menos, para que
dicha asignación de funciones estéticas sea reconocida por parte de destinatarios
idóneos que -en principio- esperarán ver cumplidas en el texto propuesto ciertas
condiciones fundamentales de orden lingüístico-semiótico.

Puede afirmarse, pues, que si bien las propiedades específicas de un texto


asumido como literario no son reductibles a determinados conjuntos de
procedimientos verbales (digamos, para simplificar, los recursos elocutivos y
compositivos que clasifica la retórica), tampoco parece posible que -en ausencia
de esas condiciones semióticas concretas- una comunidad de lectores acepte
como artístico o literario un texto en el que no se hayan actualizado ciertas reglas
por cuyo medio se producen aquellas «ambigüedades» del sentido que, al decir
de Jakobson, confieren «a la poesía su esencia simbólica, polisémica, que
internamente la permea y organiza»2.

Ante la pervivencia de una lingüística que concibe la lengua como un


sistema de reglas lógico-gramaticales ordenadas a la producción de enunciados
coherentes y aceptables y que, por causa de esa concepción restringida, remite a
los textos literarios a una particular esfera del lenguaje en la que prevalecen las
transgresiones de las normas gramaticales, de lo cual ha podido inferirse que tal
clase de textos sólo son socialmente aceptados como actuaciones de carácter
ritual3; frente a esa lingüística escolar y simplificadora, digo, es necesario
rescatar la noción conforme a la cual numerosos procesos verbales se constituyen
a partir de la interacción (alternativa o constante) de dos subsistemas semióticos
igualmente productivos a los que designaremos como subsistema
denotativo y subsistema connotativo y que -en un primer acercamiento al
problema- permiten dar cuenta de dos tendencias semióticas extremas: aquella
por cuyo medio se instaura la equivalencia de un signans con un signatum y
aquella otra en virtud de la cual se determina la oposición o no correspondencia
entre los signantia y los signata convencionalmente vinculados por el subsistema
denotativo de una lengua.

Está constituido este último por un conjunto de unidades distintivas y


significativas y por un cuerpo de reglas de articulación sintáctica y semántica de
dichas unidades con arreglo a las cuales construimos enunciados conformes con
el principio de la complementariedad isotópica, o sea, de la homogeneidad
semántica de la o las cadenas enunciativas.

En cambio, pertenecen al subsistema connotativo todas aquellas reglas de


transcodificación por medio de las cuales es posible -y perfectamente aceptable-
reevaluar las unidades y reglas del subsistema denotativo; de donde resulta la
producción de enunciados regidos por el principio de la especificación
anisotópica, es decir, semánticamente alotópicos y, en ocasiones, sintáctica y
prosódicamente «anómalos»; si bien es verdad que dicha anomalía es sólo una
consecuencia de analizar tal clase de enunciados con la sola óptica del subsistema
denotativo.

Como se recordará, en el Curso de lingüística general Ferdinand de Saussure


sólo tomó en cuenta una clase de conexiones entre el significante y el
significado: aquella en la cual las dos «faces» del signo se «reclaman
recíprocamente». Pero -como es evidente- no siempre estas vinculaciones
consagradas por un determinado uso de la lengua son las únicas que a los
hablantes les parecen conformes con la realidad extralingüística, ni tampoco
-salvo, quizá, en los discursos enteramente formalizados- tienen por qué descartar
cualesquiera otras conexiones que pudieran establecerse entre un signo-
significante y otro u otros signos significados. Siglos antes que Saussure, San
Agustín había hecho ver a los dudosos exégetas de los textos bíblicos de qué
manera los signos articulados (las palabras) no significan siempre lo mismo,
porque «cada cosa puede significar otra o de modo contrario o sólo diverso» y,
entre otros ejemplos, citaba el del agua, la cual -decía- «unas veces significa el
pueblo, como leemos en el Apocalipsis, y otras el Espíritu Santo». Recomendaba,
pues, San Agustín la consideración de «las figuras o tropos» para ayudar a
resolver los múltiples pasajes ambiguos del Testamento antiguo.

Acertaba Saussure en afirmar que la conexión de una expresión y un


contenido es del todo arbitraria y convencional, pero como lingüista
especialmente interesado en la descripción del sistema de lengua «normal» (es
decir, de lo que nosotros propusimos llamar el subsistema denotativo de la
lengua) limitaba en exceso las posibilidades semióticas de esa clase de
conexiones entre un componente material y un componente psíquico. San
Agustín -retórico profesional- atendía también a los modos ambiguos de
significar las cosas; esto es, a la múltiple capacidad de la lengua para representar
diversas clases de cosas debajo de las mismas palabras con que habitualmente
designamos cosas de una sola clase.

Hay, pues, dos modos o tipos extremos del significar: el que corresponde a
una conexión unívoca (complementaria) entre signans y signatum (a cuyas
concreciones textuales, siguiendo la nomenclatura de Hjelmslev,
llamaremos semióticas denotativas) y aquel otro modo en el cual una conexión
establecida (una semiótica denotativa) se emplea como signans de otro objeto
que no es el que corresponde a esa conexión, y a cuyas actualizaciones damos el
nombre de semióticas connotativas.

Tales tipos o modelos semióticos pueden hacerse corresponder -grosso


modo- con las nociones de lenguaje recto y lenguaje figurado o translaticio, pero
frente a esas designaciones cristalizadas por el uso, los conceptos que empleamos
nos permitirán hacernos cargo tanto de los procedimientos semióticos
fundamentales como de la dependencia del subsistema connotativo respecto del
denotativo; es decir, del carácter transformante de las semióticas connotativas.
Pero además, para decirlo con San Agustín, tales nociones nos pondrán sobre
aviso acerca de la «miserable servidumbre [...] de tomar los signos por las
mismas cosas», así como de entender «las palabras trasladadas [...] como si
fueran propias» y -quizá- nos permitan advertir en estas últimas su función
verdadera.

Consecuentemente, ha de quedar en claro que la mera interacción de los dos


subsistemas lingüísticos a que hicimos referencia no da mecánicamente como
resultado la constitución de «textos poéticos», sino únicamente de enunciados
connotativos en los cuales los signos y las reglas del subsistema denotativo
correspondiente aparecen transformados (reevaluados) en procesos textuales
concretos. Con la expresión «semiótica connotativa» nos referiremos
exclusivamente a un tipo de enunciados que pueden caracterizarse -in extremis-
por el hecho de que un contenido semántico A selecciona como su expresión la
totalidad del signo o los signos con que se expresa denotativamente un
contenido B, pero no aludiremos para nada a la presunta «poeticidad» de los
procesos textuales así constituidos, por cuanto que tal «propiedad» poética o
literaria no se verifica por el solo hecho de la doble configuración semiótica de
un texto, sino que todavía requiere de otra condición, no ya lingüística, sino
semiológicamente necesaria: la salida del texto del marco de las constricciones
semióticas de un sistema verbal determinado y su inclusión en los paradigmas de
otros sistemas significantes de una comunidad cultural.
-2-
Antes de seguir adelante con lo que llamaré la estructuración semiológica de
ciertos procesos connotativos -esto es, la concurrencia y compatibilidad de
valores pertenecientes a paradigmáticas diversas, expresados en una misma
sintagmática- conviene precisar un poco más las nociones hasta ahora utilizadas.

Ha de aclararse, en primer lugar, que empleo el vocablo semiótico-a en el


sentido que le acordó Emile Benveniste; es decir, como todo lo relativo a un
sistema (o subsistema) de lengua 4. Así también, las expresiones «semiótica
denotativa» y «semiótica connotativa» se refieren a los enunciados producidos a
partir de la actualización textual de uno o de ambos subconjuntos paradigmáticos.

Ahora bien, si -como hemos dicho- el subsistema connotativo está


constituido por el conjunto de reglas de transcodificación que operan como
correctores en la selección y combinación de las unidades del subsistema
denotativo, entonces el subsistema connotativo ha de ser definido como
un código que permite la interpretación (o reevaluación) de los signos y de los
enunciados de un subsistema denotativo como significantes del otro subsistema;
dicho aún de otro modo, como un código que ordena los desplazamientos de los
enunciados de una paradigmática lingüística a otra.

Todas las catacresis o metáforas lexicalizadas dan buena prueba de tales


fenómenos textuales, pero no nos detendremos en ellos porque está claro que en
ese tipo de enunciados connotativos se opera siempre un sincretismo (o
neutralización sémica) entre miembros pertenecientes a dos paradigmas léxicos
de una misma lengua, como es el caso -citado por San Agustín- de
llamar piscina a una «alberca» o designar por cabeza de cerillo a un «pelirrojo»,
como en México diríamos nosotros.

Con todo, esta relación a la vez obligante y contradictoria que parece darse
entre los subsistemas denotativo y connotativo de una lengua, entraña otras
consecuencias de consideración, ya que si bien es cierto que todos los enunciados
connotativos se caracterizan por su estructura semántica aloto- pica, no es menos
cierto que algunos -y quizá muchos- de los ejemplos que pudieran aducirse no
resultarían satisfactoriamente descritos o interpretados si nos atuviéramos
únicamente al fenómeno del sincretismo-sémico a que antes se aludió.

Cuando llamo a un pelirrojo cabeza de cerillo dejo de realizar en el plano de


la expresión la conmutación de los miembros paradigmáticos que, efectivamente,
he realizado en el contenido de ese enunciado; esto es, selecciono el
signo cerillo («fósforo») y lo especifico como sustituyente ambiguo de rojo. El
resultado de esa neutralización entre vocablos pertenecientes a distintos campos
léxicos pero que poseen semas aisladamente equiparables, si bien puede ser
reducida metasemióticamente a una expresión unívoca (precisamente pelirrojo)
despierta siempre en quien la escucha la obligación instintiva de añadirle nuevos
significados suplementarios, pues -de hecho- toda semiótica connotativa no es
otra cosa que un operador semántico sui generis que, al poner en evidencia la
disyunción entre los signos y las «cosas» con las que habitualmente se conectan,
abre la posibilidad de profundizar y enriquecer tales dicotomías.

El fenómeno al que vengo refiriéndome puede ser abordado desde dos


perspectivas extremas. Para André Martinet -por ejemplo- cada palabra tiene una
sola denotación y «tantas connotaciones como sujetos hablantes» haya; y, así,
dice que en su caso particular el significante «caballo quedará para siempre
asociado con el especial olor de la paja»5, pues siendo niño percibió
conjuntamente el nombre caballo y el olor de la cuadra en que estaba
un denotatum concreto de dicho designatum6.

Tal manera de ver las cosas presenta, a mi modo de ver, el serio


inconveniente de mezclar -sin distinguirlos- postulados semióticos y
psicológicos, pues es obvio que se concede al fenómeno semiótico-lingüístico de
la connotación un estatuto semejante al de las evocaciones que cada individuo
puede establecer asociando mentalmente ciertos signos con alguna o algunas de
sus particulares experiencias vitales.

Por supuesto, no faltan quienes conciben la lectura y el disfrute de la poesía


como una actividad de esa índole, consistente en extraer
del continuum gratamente sonoro de los versos aquellas palabras o rumores
verbales capaces de propiciar la evocación de acontecimientos personales,
remotos o preciados. Pero no me parece efecto de ninguna ensoñación evocadora
el que García Lorca se propuso suscitar en sus lectores al situar en el atormentado
cemento de Nueva York aquel «árbol de muñones que no canta».

Técnicamente hablando, este texto de Lorca afecta el tipo de estructura a la


que hemos dado el nombre de semiótica connotativa, consistente en la
articulación en un mismo proceso sintagmático de miembros pertenecientes a
series paradigmáticas denotativa o rectamente incompatibles. Por otra parte,
¿quién podría evocar o imaginar sanamente -respecto de este texto- alguna mítica
mixtura de vegetal y ave?

No es la evocación de objetos imposibles o resguardados en la memoria de


cada lector lo que el texto de García Lorca procura, sino la instauración de un
nuevo sentido a partir de la transformación de los significados denotativos (rectos
u ordinarios) de ciertos signos en determinados contextos. Lo que hace posible
esa transformación de los valores léxicos del subsistema denotativo es -como ya
dijimos- aquel código intrínseco de la lengua con arreglo al cual podemos
establecer series de sincretismos sémicos basados en las relaciones de
complementariedad instauradas entre los elementos del subsistema denotativo de
la lengua.
Pero, como es evidente, existe una muy marcada diferencia entre el texto
citado y expresiones como cabeza de cerillo, pues aunque en ambos casos se
emplea la totalidad de un signo como significante de un contenido diverso, la
expresión coloquial resulta reformulable metasemióticamente, en tanto que no es
posible hacer lo mismo con el verso de Lorca. Será, pues, necesario
distinguir dos tipos de semióticas connotativas: las que podemos llamar de tal
manera y son objeto de reescrituraciones metasemióticas (ex. gr. cabeza de
cerillo → pelirrojo), y las que no se dejan traducir cabalmente en los términos de
una sola isotopía; a esta otra clase de procesos connotativos los podemos llamar
-aprovechando también la nomenclatura de Hjelmslev- semiologías.

Habida cuenta de lo anterior, asumiremos que las semiologías son la clase


de estructuras semánticas que subyacen en los textos artísticos y que -como
hubo de señalarse al principio- permiten al proceso enunciativo actualizar los
valores semánticos instituidos por otros sistemas de representación de lo real (las
ideologías, por ejemplo) a partir de la reevaluación de los valores léxico-
semánticos de una lengua. (Entendemos sintéticamente por ideologías todos
aquellos sistemas de representación que, careciendo de organización semiótica
particular -es decir, de signos y reglas propios-, dependen de otras lenguas para
constituirse y manifestarse.)

-3-
Hemos dado el nombre de semióticas connotativas a la clase de procesos
verbales que son reductibles a los términos de una semiótica denotativa y,
consecuentemente, llamamos metasemióticas a los procesos cuyo contenido es
una semiótica connotativa y cuya expresión es la reducción del sincretismo
manifestado en el contenido, o sea, la reescrituración de, v. g., labios de
rubí como labios rojos.

Hjelmslev llamó metasemióticas científicas a la clase de enunciados a que


acabamos de referirnos, pero -al mismo tiempo- previó la existencia de un tipo de
metasemióticas que no sean, como aquéllas, operaciones; esto es, que en lugar de
resolver el sincretismo verificado en una semiótica connotativa, originen un
nuevo sincretismo o -dicho con otras palabras- den lugar al establecimiento del
tipo de estructuras semánticas que hemos llamado semiologías.

El siguiente diagrama intenta esquematizar los diferentes niveles de


articulación de los procesos semiológicos:
Interpretación:
E =Plano de la expresión.
C =Plano del contenido.
Se =Significante (Semiótica denotativa).
So =Significado (Semiótica denotativa).
0

So'=Significado connotativo (= sincretismo sémico entre Se   So  y Se  ← So').


0 1

Signo significante (= semiótica denotativa en tanto que expresión de la


Se =
connotación).
1

So =Significado metasemiótico (= reducción denotativa virtual).


1

Signo significado (= valor o valores ideológicos actualizados).


So =
2

A partir de lo dicho, podrá aceptarse el postulado según el cual la estructura


de las semiologías (o metasemióticas no científicas) constituye la base y modelo
de todos aquellos textos (incluidos los artísticos) en cuyo plano del contenido se
establece una cadena de sincretismos no resueltos entre los valores semánticos
instituidos por el subsistema denotativo de una lengua y los valores semánticos
especificados por parte de uno o más sistemas ideológicos manifestados por
intermedio de procesos connotativos. De esta manera, pues, al dar el nombre de
semiologías a los textos así configurados se quiere llamar la atención hacia la
compatibilidad o correspondencia entre sistemas significantes de distinta
naturaleza y diferente dominio de validez que se establecen en esta clase de
procesos textuales y, consecuentemente, sobre la complejidad del análisis e
interpretación de los mismos.

Tenemos que dejar de lado -pues aquí no hay tiempo para ello- la discusión
de los problemas generales relativos a las interpretaciones que, por medio de
enunciados lingüísticos, hacemos de todos aquellas prácticas significantes
basadas en sistemas semióticos de otra índole, o de las correlaciones y
homologías que -también por medio de procesos verbales- establecemos entre
sistemas semióticos de distinta naturaleza. Convendrá atender, sin embargo,
algunas cuestiones directamente relacionadas con el análisis de las semiologías
artísticas.

El verso de García Lorca que citamos arriba pertenece al poema «Vuelta de


paseo» con que se abre Poeta en Nueva York.

El verso en que antes nos detuvimos a manera de ejemplo parece responder


exactamente a la estructura semiológica que ya describimos, por cuanto resulta
evidente que la reducción a una sola secuencia isotópica del contenido de /árbol
de muñones que no canta/ no sólo sería precaria, sino inaceptable, ya que dicha
reescrituración habría de fundarse en el supuesto de que ese verso es un
enunciado connotativo simple, en el cual sólo se han verificado ciertos
sincretismos entre miembros de paradigmas pertenecientes a una misma lengua
(árbol < ramas = hombre < brazos; etc.). Si, con todo, nos empeñásemos en
aceptar tal hipótesis, la traducción metasemiótica del texto de Lorca resultaría
más o menos así: «[...] árbol en cuyas ramas mutiladas no pueden posarse ya los
pájaros que antes cantaban en ellas».

La insuficiencia de esta paráfrasis bastaría, cuando no para poner en duda la


necesidad misma de la poesía, sí por lo menos para dudar de la validez de ciertos
ensayos de exégesis literaria fundados en la creencia de que todo en un texto
poético es reductible a formulaciones estrechamente denotativas; es decir,
expresable en enunciados semánticamente homogéneos y rectilíneos.

Quiero decir con esto que el análisis semiótico (tal como se le conceptúa en
este escrito) constituye apenas un primer momento en la descripción estructural
de los textos literarios y que -aun sin dejar de concederle la indispensable
atención que merece- no siempre será pertinente o decoroso hacer pasar los
resultados obtenidos por ese medio como logros definitivos en el análisis de la
totalidad textual.

La paráfrasis del verso de Lorca que acabamos de formular se basó


únicamente en la reducción lingüística de los sincretismos verificados en dicho
texto, de donde resulta la posibilidad de reescribir la metáfora adnominal árbol
de muñones como árbol cuyas ramas han sido cortadas o desgajadas
brutalmente (donde brutalmente pondría de manifiesto otro nivel de
sincretismos) y de traducir la elusiva metonimia [árbol] que no canta como
ausencia de pájaros y también, por extensión metonímica, como ausencia de
cantos.

Es frecuente que, una vez expuestas las operaciones retóricas


correspondientes al subsistema connotativo que subyace en el texto, se deje el
camino abierto al lector para que éste continúe por su cuenta la arriesgada
travesía textual. Y como cierta crítica suele sostener que -luego de los análisis
referidos- ya no queda sino apelar a las capacidades asociativas de cada lector
para que éste «recree» el texto por su cuenta (es decir, para que a partir de los
estímulos verbales recibidos «evoque» sus experiencias particulares), v¿ de suyo
la aceptación por parte de tales críticos y lectores de que todo texto literario no
tiene otra función que la de estimular las asociaciones entre las ajenas palabras
que se le proponen y las experiencias propias.

Pero una teoría literaria tan subjetivamente onomasiológica pareciera ignorar


que los textos no sólo se articulan con base en los signos de una lengua, sino
-además y principalmente- de conformidad con otros textos que, a su vez, se han
producido con arreglo a diversos sistemas de representación y comprensión de la
realidad. Así, un texto no es únicamente el producto de la actualización de los
subsistemas denotativo y connotativo que constituyen los sistemas lingüísticos,
sino el resultado de la interacción textual de diferentes sistemas semióticos no
verbales que, teniendo a las lenguas como vehículos o interpretantes idóneos,
instauran sus particulares conjuntos de representaciones semánticas.

Entiéndaseme bien: no pretendo negar la libertad que cada lector tiene para
darle el uso que más le plazca a los textos literarios -o no literarios-, inclusive si
tal uso los reduce a desempeñar el mero papel de excitadores de evocaciones;
afirmo -en cambio- la necesidad de atender a ese nivel semiológico o
multisistemático de la comunicación a partir del cual el texto sobrepasa su
condición lingüística primordial para convertirse en el vehículo de otras
instancias de significación no menos socializadas y convencionales que la misma
lengua; es decir, de aquellos conjuntos de representaciones ideológicas que no
pueden ser asimilados, sin más, a la clase de «marcos cognoscitivos» de que se
valen ciertas gramáticas del texto para explicar los procesos de comprensión de
los discursos verbales.

-4-
Por lo general, los estudiosos de la lingüística del texto tienden a identificar
el tipo de coherencias lógico-gramaticales propias de los enunciados isotópicos
(o semióticas denotativas) con «la estructura profunda lógico-semántica de un
texto»; sin embargo, suelen pasar por alto otra clase de coherencia -que
podríamos llamar global estratificada7- puesta de relieve por el análisis
semiológico, en cuanto que éste se hace cargo de la interacción en un mismo
proceso textual de sistemas simbólicos de diferente naturaleza.

En efecto, tanto Siegfried J. Schmidt 8 como Teun A. Van Dijk9 -por sólo


citar a dos prestigiados representantes de esa tendencia- atribuyen la «coherencia
global del texto» (de cualquier texto) a una «estructura semántica profunda» o
«macro-estructura discursiva» que se encuentra naturalmente vinculada con
el «almacenamiento de información en la memoria de largo plazo». Y aun
cuando, al decir de Van Dijk, esa estructura semántica profunda no determina
exactamente la selección léxica, sí limita «las posibilidades de elección entre los
constituyentes del texto en el terreno de las condiciones lógicas, cronológicas,
implicativas, etc.»; de manera que es ese conjunto de reglas lógico-semánticas
quien determina, en definitiva, la coherencia global del texto.

Sin embargo, como es obvio, la coherencia léxico-sintagmática o tópico-


semántica de un proceso textual no puede limitarse al mero conocimiento y
aplicación por parte de los hablantes de aquellas estructuras lógico-gramaticales
previstas por el análisis y que nos permiten reducir cómodamente una multitud de
textos a sus condiciones semióticas de producción, puesto que tales reglas -por el
hecho de pertenecer al que hemos llamado subsistema denotativo- sólo resultan
parcialmente aplicables a la configuración simbólico-connotativa de
las sustancias que el discurso tematiza.

Buscando solucionar este problema, Van Dijk recurrió a la noción de marco


cognoscitivo con base en la cual intentó salvar la considerable distancia que
media entre el accionar de las reglas lógico-semánticas y las concreciones léxico-
sintagmáticas que corresponden a la estructura patente del texto. Así, concedió a
la noción de «marco» el valor de un principio teórico que «denota una estructura
conceptual de la memoria semántica» (LTM) y «representa una parte de nuestro
conocimiento del mundo». Por otro lado, tales marcos cognoscitivos estarían
representados -según Van Dijk- por «un lexicón gramatical» que «relaciona una
serie de conceptos que por convención y experiencia forman de algún modo una
'unidad' que puede actualizarse en varias tareas cognoscitivas».

Pero el hecho es que tales lexicones gramaticales sólo pueden constituir un


subconjunto primario de ese conocimiento convencional o «experencial» del
mundo que poseen los hablantes de una determinada comunidad y, siendo esto
así, tales «marcos cognoscitivos» sólo podrán aplicarse satisfactoriamente al
análisis de procesos textuales caracterizados por su homogeneidad semántica; es
decir, regidos preponderantemente por las reglas del subsistema denotativo y en
los cuales se actualicen los «conocimientos del mundo» del modo en que
aparezcan registrados en un lexicón y -por supuesto- en la memoria semántica de
los hablantes.

Qué duda cabe que en textos como: Fuimos a un restaurante, pero la


camarera no nos atendió de inmediato, la teoría funciona a las mil maravillas,
puesto que -como asienta Van Dijk- el marco cognoscitivo restaurante nos
proporciona de inmediato la información pertinente acerca de los
establecimientos en que se sirven comidas al público.

De ser las cosas tan maravillosamente simples, al lector de «Vuelta de


paseo» le bastaría con apelar al marco lógico-cognoscitivo ÁRBOL para disponer
de la información necesaria a su caso, aunque -por supuesto- sus resultados
analíticos mejoraría considerablemente si fuera capaz de advertir en ese texto
la coactuación de dos conjuntos de reglas (las propias de los subsistemas
denotativo y connotativo de una lengua histórica), con lo cual evitaría las trampas
en que suelen caer aquellos teóricos del texto para quienes las operaciones
retóricas (connotativas) sólo ocasionan ciertos «cambios de categorías o tipos
semánticos» que para nada estorban la reducción de los textos así configurados a
esas «proposiciones básicas» llamadas tema (ex. gr. «amor», «odio», etc.), con
apego a las cuales se cree perfectamente posible dar cuenta del sentido global de
un texto.

No es posible discutir en este lugar esas hipótesis analíticas a partir de las


cuales una abundantísima clase de textos (los artísticos o literarios) puede verse
reducida a la condición de meros actos rituales del habla en los que no es posible
advertir «ninguna intención de cambiar el conocimiento o los planes del lector
más allá del contexto actual de comunicación» (Van Dijk), pero tampoco, puede
escapársenos que el concepto de «marco cognoscitivo» que allí se maneja es tan
precario como las definiciones necesariamente genéricas del mejor lexicón.
Subrayaré únicamente que semejante concepto de «marco cognoscitivo» dejaría
en el más absoluto desamparo a los azorados destinatarios todas las veces que se
les propusieran mensajes que no se ajustasen estrictamente a los signos y las
reglas del subsistema denotativo de una lengua; es decir, que se separasen en
alguna medida de las convenciones y experiencias más generales y mostrencas.

Es evidente que una teoría que se limite a la consideración de las estructuras


lógico-gramaticales (denotativas) de los enunciados lingüísticos y que -por la
misma causa- establezca la correspondencia o identidad entre el «conocimiento
del mundo» y las entradas de un «lexicón gramatical» no es la que mejor puede
aplicarse a la descripción y exégesis de los textos artísticos. Porque -en efecto- en
los marcos léxico-cognoscitivos ÁRBOL y PÁJARO, así como en nuestra
ingenua experiencia de las relaciones que en el mundo real contraen los
individuos de una y otra especie, no hay nada (o bien poca cosa) que nos permita
discernir la forma que debería adoptar aquella «proposición básica» reveladora y
sintetizadora del «tema» de ese texto lorquiano.

Hablar, en tales casos, de que la literatura extrae sus marcas específicas del


aspecto «semigramatical» de sus enunciados o de la incoherencia de los mismos,
suena más a subterfugio que a respuesta. La llamada semigramaticalidad, así
como las incoherencias «locales» o «globales» de tal clase de textos, no son más
que un modo equívoco de designar algunas de las consecuencias extremas de la
estructuración semiológica del texto; es decir, de un tipo de articulación
semántica que se verifica simultáneamente en todos los niveles del proceso
verbal y por cuyo medio se actualizan -también simultáneamente- miembros
pertenecientes a paradigmáticas diversas. Por consiguiente, la comprensión de
esa clase de textos que hemos convenido en llamar semiologías, requiere de la
consideración de «marcos cognoscitivos» referentes a más de un conjunto de
conocimientos convencionales, y no precisamente a los de carácter más general.
Lo que en los enunciados del tipo Fuimos a un restaurante, pero la
camarera no nos atendió de inmediato está más allá de la lengua y de sus
constricciones lógico-gramaticales no es otra cosa que una mostrenca práctica
social asentada en la repartición del trabajo y en un sistema de «prestación de
servicios» propiciado por las aglomeraciones urbanas. Esta práctica, que se
presenta de modo tan aparentemente «natural» a nuestra experiencia, llega a
constituir una clase de «unidades» vinculadas convencionalmente a un aspecto de
nuestro «conocimiento del mundo», de suerte que cada vez que yo afirme
cualquier cosa acerca de cualquier restaurante, mis interlocutores tendrán en la
mente una «estructura conceptual» -equivalente a la que antes se presentó en la
mía-, y que será susceptible de localizarse en un buen lexicón; por lo tanto, a
menos que yo formule de manera incompleta o incompetente mis enunciados,
todo el mundo podrá beneficiarse de mis prescindibles opiniones en materia de
restaurantes.

Pero -se habrá notado ya- ése no es el caso del texto de García Lorca; en él
no subyace únicamente un sistema de conocimientos empíricos del mundo del
que pueda dar noticia fidedigna un cierto número de unidades léxicas, sino un
complejo sistema de representaciones semánticas cuyo origen o procedencia
tampoco será fácil rastrear en lexicones de carácter enciclopédico, por cuanto que
el cabal sentido del texto no depende -en última instancia- de ningún diccionario,
sino de ciertos conjuntos de representaciones semánticas articuladas, primero, en
un determinado repertorio de textos precedentes y, segundo, actualizadas y
-posiblemente- reevaluadas en este (o aquel) texto nuevo.

-5-
Podrá ser útil examinar el ejemplo de un texto explícitamente sincrético -
icónico y verbal a la vez- para poner más en claro las propuestas que anteceden.

Quien contemple cierto cuadro de Ticiano en el que se representan -como


saliendo de un mismo torso- tres rostros humanos y, debajo de ellos, tres cabezas
de animal, aunque preste atención a las desleídas inscripciones que figuran
encima de esos rostros pertenecientes a individuos de diferente edad,
posiblemente no acierte a darle una significación concreta.

El modo de representación «realista» de las cabezas contrasta bruscamente


con el carácter simbólico que revela el extraño agrupamiento de las figuras; es
decir, y pasando todo ello a nuestra nomenclatura semiótica, que nuestro
presunto espectador advertirá sin duda el carácter «connotativo» de ese texto
pictórico, pero quizá no sabrá adivinar o descubrir el propósito que oculta ese
modo -digámoslo así- «semigramatical» y en apariencia poco coherente del
conjunto representado.
Al reparar el espectador en las inscripciones aludidas, leerá -sobre el perfil
del anciano- un texto latino que dice: ex praeterito; sobre el rostro central del
varón maduro: PRAESENS PRUDENTER AGIT, y encima del perfil del hombre
mozo: NI FVTVRA ACTIONE DETVRPET, que interpretados en conjunto
vienen a decir: «Por la experiencia del pasado, obra con prudencia el presente
para no malograr la acción futura». No cabe duda de que el espectador de nuestro
ejemplo ya habrá llegado a la conclusión de que la presunta
«semigramaticalidad» de esa pintura es el resultado de la acción de un subsistema
de transformaciones que opera sobre los signos y las reglas compositivas de un
primer sistema convencional de representaciones icónicas, cuyo seul ido o
intención las inscripciones verbales ayudan a precisar.

Dice Erwin Panofsky en un agudo ensayo sobre esta obra de Tiziano 10 que
las voces praeterito, praesens y futura -que sirven como de rótulos- dan a
entender:

«[...] que los tres rostros humanos, además de


significar los tres estadios de la existencia (la juventud,
la madurez y la ancianidad), se hallan destinados a
simbolizar las tres modalidades o formas del tiempo en
general: el pasado, el presente y el futuro».

o, acudiendo otra vez a nuestros términos, que tales voces declaran el significado
connotativo del conjunto figurativo sobre el que se hallan inscritos.
Ticiano: Alegoría de la prudencia. Francis Howard Collection (Londres)
Pero una «lectura» de este cuadro que allí se detuviera resultaría poco
satisfactoria, ya que dejaría sin explicar otros muchos elementos de la
composición. En efecto, el propio Panofsky señaló que esos rostros humanos y
sus lemas correspondientes dan sustento a la expresión de una nueva jerarquía de
valores; de hecho, es preciso que relacionemos esas 1res modalidades del tiempo
con la idea de «la Prudencia» o, más concretamente, con las tres facultades
psicológicas en cuyo ejercicio consiste esa virtud: «[...] la memoria, que evoca el
pasado y de él toma enseñanza; la inteligencia, que juzga sobre el presente y obra
en él, y la previsión, que anticipa el futuro y prepara en favor o en contra del
mismo».

La descripción pre-icónica (o del significado fáctico) de la pintura de Ticiano


pone de manifiesto -por decirlo otra vez de conformidad con nuestra
terminología- el nivel denotativo de la significación; esto es, la construcción de
un texto a partir de un sistema semiótico de representaciones icónicas
convencionales. Así, los rostros de la vejez, de la edad viril y de la juventud son
los signos-significantes de los valores pertenecientes a un sistema de figuraciones
de lo temporal, y estos signos son ya el objeto del análisis propiamente
iconográfico (o connotativo) por cuyo medio se pone de relieve lo que Panofsky
ha llamado «el mundo de los temas o conceptos específicos [que] se manifiesta a
través de imágenes, historias y alegorías, por oposición a la esfera del contenido
primario o natural que se manifiesta en los motivos artísticos» pertenecientes al
primer nivel de contenidos denotativos.

Finalmente, la descripción iconográfica -tal como la concibió Panofsky- se


correspondería con la estructura semiológica del texto; es decir, con el nivel de
los signos-significados a partir de los cuales se instaura en el texto la que antes
califiqué de coherencia global estratificada y que atañe a la articulación y
reevaluación de los miembros (o contenidos) pertenecientes a cada uno de los
dominios o sistemas ideológicos que el texto actualiza y pone en correlación. De
este modo, los signos-significados /pasado/, /presente/ y /futuro/ se homologan
con los valores de un sistema ético-psicológico enunciados
como /memoria/, /inteligencia/ y /previsión/ y este sincretismo implícito, no sólo
constituye el nivel más alto de la significación del texto semiológico (o artístico),
sino que determina la salida del texto del ámbito de lo meramente icónico; a
saber, de los valores particulares de los sistemas semióticos interpretantes.

Pero ¿qué significado y función ha de atribuirse a las tres cabezas animales


que, simétricamente colocadas debajo de las efigies, sugieren una suerte de
correspondencia vertical entre el rostro del anciano y el perfil del lobo; entre la
faz frontal del varón maduro y la cabeza del león, y entre el perfil del mozo y la
cabeza perruna? En realidad, estas figuras de animales cumplen, por decirlo así,
con una función de control ideológico semejante al que -más explícitamente-
satisfacen las inscripciones colocadas encima de las efigies; es decir, la de
enunciados paralelos y redundantes que expresan contenidos equivalentes por
medios semióticos diferentes. De acuerdo con una tradición recogida por
Macrobio en las Saturnalia y aducida por Panofsky,

«[...] la cabeza del león indica el presente, la


condición del cual, entre el pasado y el futuro, es fuerte
y férvida en virtud de la acción presente; el pasado lo
señala la cabeza del lobo, porque la memoria de lo que
pertenece al pasado es devorada y abolida; y la imagen
del perro, que intenta agradar, significa el resultado de lo
por venir, la esperanza de lo cual, si bien incierta,
siempre nos ofrece un panorama atractivo».

De lo anteriormente expuesto, podría deducirse que ese texto emblemático


de Ticiano ejemplifica con claridad el tipo de articulación semántica compleja
que hemos considerado propia de las semiologías, o sea, de la clase de textos en
los que se actualizan de manera simultánea y compatible valores (o contenidos)
pertenecientes a paradigmáticas diversas y cuya «coherencia» no puede
establecerse -sin más- a partir de los «marcos cognoscitivos» de los que se valen
las actuales gramáticas del texto ni por medio de aquellas «proposiciones
básicas» que permiten reducir los enunciados semánticamente homogéneos a
un tema equivalente a alguna entrada léxica.

Por supuesto, siempre será posible -y aun necesario para el trabajo


preliminar del crítico o el exégeta- determinar los archilexemas debajo de los
cuales puedan agruparse las diferentes instancias de significación de un texto
semiológico; es frecuente -por lo demás- que el título o los epígrafes de una obra
desempeñen esa función metasemiológica. El mismo Ticiano parece haber dado a
la pintura cuyo análisis nos ha ocupado el título de «Alegoría de la Prudencia», y
ello con el claro propósito de orientar la lectura de sus múltiples elementos
constitutivos hacia ese sentido superior que hace compatibles los sentidos
pertenecientes a cada uno de los niveles de articulación semántica.

Aun así, para un destinatario que no estuviese familiarizado con los «marcos
cognoscitivos» especiales que hemos visto ir combinándose y sintetizándose en
el cuerpo de esa pintura emblemática, el título de «Alegoría de la Prudencia»
podría provocarle un desconcierto aún mayor. El pasaje del nivel pre-icónico
(denotativo), que distinguimos como «las edades del hombre», al nivel
iconográfico (o connotativo) de «las formas del tiempo», resultaría a todas luces
insuficiente para alcanzar una interpretación correcta de ese texto de Ticiano. Es
la actualización de los conceptos de «memoria, inteligencia, previsión» y de los
iconos «lobo», «león» y «perro» -por el intermedio de los signos-significantes
«pasado, presente, futuro»- la que permite pasar de los valores de un sistema de
representación icónica de las edades del hombre a un sistema ético-psicológico
de sus virtudes; es decir, de una convención semiótica a una formación
ideológica, histórica y textualmente determinada.

A más de lo anteriormente expuesto, hemos de reconocer que las


semiologías (precisamente a causa de su compleja unidad, resultante de las
sucesivas instancias articulatorias de sus contenidos) hacen también posible la
manifestación de valores complementarios (de carácter denotativo) que vinculan
expresamente el proceso textual con las condiciones externas de la factura del
mismo. Para sus fines «alegóricos», a la pintura de Ticiano le hubiese bastado
que los rostros humanos presentaran rasgos pre-icónicos suficientemente
reconocibles de las edades del hombre para que, con ello, cumpliesen su función
denotativa lata y fuesen susceptibles de ser connotativamente especificados como
modalidades del tiempo. Sin embargo, el autor hizo de esas representaciones de
la vejez, la edad viril y la juventud verdaderos retratos; es decir, no sólo
figuraciones emblemáticas de ciertos contenidos semánticos correlativos, sino
efigies verdaderas de personas concretas: el perfil del anciano pertenece sin duda
al mismo Ticiano; el rostro central personifica a Orazio Vecelli, hijo de pintor y
-es lo más probable- el perfil del joven retrata a Marco Vecelli, nieto adoptivo del
propio Ticiano.
Consecuentemente, la salida del texto artístico de las constricciones lógico-
gramaticales del sistema semiótico interpretante, no sólo se da por causa de su
inserción en determinadas formaciones ideológicas, sino en razón de su
referencia a sustancias reales que aparecen significadas en tanto que tales
sustancias; es decir, en cuanto que dichas sustancias constituyen el significado y
el sentido de la denotación: su significación icónica y su estatuto extrasemiótico
concreto.

Y aunque esta pintura, según ha observado justamente Panofsky, «es lo que


el moderno espectador califica de 'alegoría abstrusa'»,

«[...] esto no le impide ser un documento humano: la


abdicación de un gran monarca que, nuevo Ezequías, ha
recibido el aviso de "poner orden en su casa" [esto es, de
subvenir a las necesidades de los suyos]. Y es dudoso
que este documento humano nos hubiera revelado con
plenitud la hermosura y propiedad de su dicción si no
hubiéramos tenido antes la paciencia de descifrar su
oscuro vocabulario».

Tal sería también, humilde y tenazmente aceptada, la tarea del analista y del
crítico literario: la de reconstruir los procedimientos semióticos, las instancias
ideológicas significadas y las sustancias reales referidas en cada uno de esos
textos artísticos cuya profunda e imbricante articulación ha podido ser
confundida por algunos teóricos triviales con la «falta de exactitud», la
«extremada» ambigüedad o la plena incoherencia.

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