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En el fondo del alma de la Santa Madre Iglesia corren parejas una espe-
ranza indefectible y su admirable paciencia. Por más que se repitan contra ella
las persecuciones, su oración no desmaya; porque guarda fielmente en su co-
razón el recuerdo de la palabra de salvación que la dio el Señor.
"Es más grande, dice San Juan Crisóstomo, perdonar al prójimo sus agra-
vios para con nosotros que una deuda de dinero; pues, perdonándole sus faltas,
imitamos a Dios". Y ¿qué es, visto bien todo, la injusticia del hombre con otro
hombre si se compara con la ofensa del hombre para con Dios? Mas ¡ay!, ésta
nos es familiar: el justo lo experimenta siete veces al día; más o menos, pues,
llena nuestro diario vivir. Muévanos siquiera a ser misericordiosos con los de-
más, la seguridad de ser perdonados todas las tardes con la sola condición de
retractar nuestras miserias.
Es costumbre laudable la de no acostarse si no es para quedarse dormido
en los brazos de Dios, como el niño de un día; pero, si sentimos la necesidad
santa de no encontrar al fin del día en el corazón del Padre que está en los cie-
los, más que el olvido de nuestras faltas y un amor infinito, ¿cómo pretender a
la vez conservar en nuestro corazón molestos recuerdos o rencores pequeños o
grandes, contra nuestros hermanos, que son también hijos suyos? Ni siquiera
en el caso de haber sido objeto de violencias injustas, o de injurias tremendas,
se podrán comparar nunca sus faltas contra nosotros con nuestros atentados a
este bondadosísimo Dios, de quien ya nacimos enemigos y a quien hemos cau-
sado la muerte.
Imposible encontrar un caso en que no se pueda aplicar la regla del Após-
tol: Sed misericordiosos, perdonaos mutuamente como Dios os ha perdonado
en Cristo; sed los imitadores de Dios como sus hijos carísimos". Llamas a
Dios Padre tuyo y ¡no olvidas una injuria! "Eso no lo hace un hijo de Dios".