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Calisto

VITO CORIEL

CALISTO
© Vito Coriel, [año de publicación]

ISBN-13: [número de ISBN]

Impreso por [nombre de la imprenta]


Todos los derechos reservados.
A mi familia y amigos.

A M.P. Por ayudarme a reencontrar


Aquella olvidada necesidad de escribir.

A toda la humanidad, como testimonio


De su inminente destrucción.
Tabla de contenido
Prólogo

Temuco, Chile. Año 2052


Expediente de Investigación Folio Nº003452
Declaraciones del Testigo Ignacio Castilla
26 años de edad, Enfermero.

La pantalla de gas residual, cubría impasible los enormes edificios


grises. Un bosque de cúspides ascendía hacia la tóxica bruma
engendrada de vehículos y fábricas, como una pintura de trazos
fantasmagóricos. A la distancia, dibujaba su silueta la más grande
catedral que se haya vislumbrado jamás por las tierras del sur de
Chile. Alzándose como una versión más menuda, renovada y
ciberpunk de la Torre de Babel, parecía esconder la vista de los
miserables mortales, haciendo oídos sordos a sus problemáticas
existencias entre aquel abanico de polución ominosa.
La implacable construcción, podía verse desde el puente Tren-
Tren y Kay-Kay, en medio del agobiante tráfico que día a día, se
formaba en las rotondas. La fortaleza eclesiástica había sido
construida en tiempo record a diferencia del puente atirantado,
erigiéndose en la plaza Aníbal Pinto, reemplazando a su predecesora
reducida a escombros tras el terremoto del 2045. Luego de que el
nuevo sisma religioso que afectó al Vaticano tuviera un claro bando
vencedor, el primer Papa transgénero, Salvador I, asumió el
liderazgo de la rebautizada Iglesia Apostólica de la Santa Libertad,
pactando una alianza con las minorías sexuales que por tanto tiempo
habían sido excluidas.
«De lo que menos se preocupa nuestro Señor, es con quién
compartes el lecho y la sacra intimidad del amor. Él juzga los
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corazones y por lo mismo, envió a su hijo a morir por nosotros para
que nadie perezca» afirmó cerrando su discurso en su última visita a
la ciudad, aprovechando su tour por Chile, una vez que el ensamblaje
de la catedral había llegado a su fin. La algarabía fue tremenda y la
concurrencia terminó con una gran orgía pública y un desfile de post
humanos —nuevo género, que a través de intervenciones quirúrgicas,
buscaban una apariencia animalesca o robótica—, cuya
extravagancia se hizo monarca de los medios de comunicación
durante semanas.
El frío descendía sus garras sobre la urbe y un amague de lluvia
tenue comenzaba a caer sobre la ventana del colectivo.
—¿Dónde baja? —preguntó el conductor clavándome la mirada
por el retrovisor. A juzgar por su semblante y el tono de la pregunta,
tenía pinta de llevar por lo menos veinte años en el rubro.
—En La Plaza Dagoberto Godoy, por favor.
Faltaba un trecho para llegar, pero los conductores se
aseguraban con antelación, para barajar posibilidades de un atajo y
ahorrar tiempo, ya que últimamente la congestión vehicular estaba
cada día peor.
Apoyé mi cabeza en la ventana, mientras veía la ciudad
perfilarse bajo un manto de lluvia, pensando en el inusual turno que
había caído a mis pies. No suelo trabajar en turnos de obstetricia, sin
embargo, la situación lo ameritaba: la enfermera encargada había
estado algo indispuesta, y no la culpo. La ciudad, después de tantas
pandemias, tantas muertes, tanto dolor y desolación que se percibía
como un aroma nauseabundo; emanaba de cada alma errante que
arrastraba sus pasos por las calles grises de Temuco. Ningún
carnaval, ninguna alianza o eternas promesas de paz y libertad
podrían esconder esa sombra.
El bouquet del smog, cuyo rastro se impregnaba rápidamente en
el aliento y los ropajes, aparecía como un bálsamo exquisito
comparado con la sensación de peligro proyectándose en cada ser

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humano. Las heridas que el apocalíptico jinete de la peste había
dejado en la población, tardarían en cerrarse.
Desde hace varios meses que las enfermedades pasaron a
segundo plano, algunas vacunas lograron neutralizar el auge de las
pandemias, que encontró mal parados a casi todos los gobiernos del
mundo. No obstante, mientras el sisma religioso aún no definía el
bando vencedor, los estallidos de violencia se hicieron más
recurrentes, debido a numerosas demandas controladas por el eco de
las ideologías del pasado.
Saqueos a comercios, asaltos a las mismas comisarías por el
desprestigio institucional de nuestras policías, violaciones a plena
tarde, cuando la oscuridad comenzaba su reinado de penumbras —y
un largo etcétera—, mantenían a la población en un estado de alerta,
del que no se desprendían ni para ir al escusado, induciendo
depresiones a más de alguna criatura sometida a estrés.
A lo anterior, se le añadieron las repentinas desapariciones de
adolescentes mujeres. La primera de una extensa y macabra lista, fue
la hija del Seremi de salud, a quién la seguridad de su estatus elitista,
le habían conferido la férrea confianza de no verse afectado por las
penurias del lumpen promedio. Certidumbre rápidamente traicionada
por los siniestros giros de la fortuna, llevándolo a reclamar su
membresía entre los caminantes grises, que ebrios de locura,
deambulan por las calles pidiendo dinero para esconder el
sufrimiento de una pérdida tras un vaso de vino agrio o
derechamente suicidarse.
A partir de ese lamentable incidente, los secuestros aumentaron.
La prensa especulaba muchas cosas, llegando al extremo de insinuar
que las muchachas habían dejado sus hogares por voluntad propia
para ejercer la prostitución, algo que escandalizó a los grupos
avanzadores, que rápidamente crucificaron dichas declaraciones.
En lo personal pensaba que todo podía ser. El país pasaba por
una recesión económica horrible, con las inevitables secuelas del

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hambre y el desempleo, gracias a una inconmensurable deuda
pública que devoraba sin contemplaciones los exiguos ingresos de la
población a través de grotescos impuestos. Una horrida simbiosis
entre un caótico pantano de explotación y un estado de naturaleza
cuyo único fin era sobrevivir a cualquier costo, era ahora la ley
universal en la mayoría de las ciudades.
Tuve que tragarme todas mis conjeturas cuando una lluviosa
tarde de julio, el cuerpo de la muchacha fue encontrada por un
arriero, sin vida. Tenía sus ropajes rasgados y sucios, le habían
quitado la piel de la cara y algunos dientes. Presentaba lesiones
graves que narraban una sangrienta contienda con objetos
contundentes y cortantes, siendo sus órganos sexuales los más
perjudicados.
«Digno de un caso de Mea Culpa» me había comentado
Esteban, un antiguo compañero de Universidad que ahora trabajaba
en la morgue, tras haber reemplazado su relación sentimental con la
Black Widow y su generosa dosis de THC, por el aroma hipnotizante
del formol.
La noticia remeció a la ciudad.
Desde aquel momento, el terror deambulaba por los rincones
solitarios de una multitud asustada, que se enclaustró a sí misma ante
la ineficacia policial de brindar seguridad a sus habitantes.

II

Aquella tarde, el hospital me recibía bajo una temprana


penumbra de un sol ausente, rastro de un eterno invierno que
obstinadamente, alargaba sus días más de la cuenta. Para mí, la razón
tras esta anomalía, era una mezcla de factores. El invierno largo era
consecuencia de un cambio climático que venía arrastrándose desde
principios de siglo, que junto a la explotación forestal, conformaban

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los cimientos de aquel lúgubre ambiente en el que llevábamos
viviendo durante los últimos veinte años.
—Llegas temprano Ignacio. —dijo Camila. Una auxiliar de
enfermería que hace bastante tiempo venía tirándome los cortes. Sin
embargo, sus pechos generosos no lograban ocultar sus gustos
banales y ajenos a mis intereses. A pesar de todo, ya nos habíamos
entregado en algunas ocasiones a las redes infinitas del placer. He de
decir que era una experta en las artes marciales de la sexualidad. El
único detalle es que no estaba soltera —al menos no en la papeleta
—, su esposo aún vivía en casa, aparentando ser un padre para el
«fruto de una noche de pasión sin precauciones», como le decía yo,
al pequeño homúnculo que tenían en común.
Le sonreí.
Sin dirigirle la palabra, hice ademán de besarla en la mejilla,
pero tras un rápido amague, que dejaba al descubierto su maestría al
robar besos, me lo dio en la boca.
El lápiz labial color carmín, me dejó un gusto dulzón en los
labios.
La habitación, donde registrábamos la asistencia, se cubría del
vacío inmaculado de las luces, que resaltaban el blanco de las
paredes atenazadas por el sonido de las agujas del reloj.
—¿Cuándo me vienes a visitar de nuevo y repetimos lo de la
otra noche? Me tienes bastante abandonada. —protestó, con voz de
consentida y haciendo caritas de niña, mientras se perdía tras la
puerta.
Si bien me tentaba la idea, en el fondo sabía que estaba mal.
Según ella, su matrimonio iba de mal en peor. Sin embargo, al
enterarme de que su marido esposo no era de los trigos muy limpios
—uno de los tantos peones en el tablero del narcotráfico—, me
decidí a declinar sus insistentes invitaciones.
Después de todo, mujeres había de sobra.

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Registré mi asistencia en el lector de huella digital, una voz
robótica me dio la bienvenida.
—Gusto verte, Ignacio Castilla, hoy has sido reasignado al
pabellón obstétrico de partos, reemplazando a Susana Valdivia.
¡Que tengas un buen turno!
—Muchas gracias Jarvis ¿o debería decir Oráculo? —bromeé.
—Le queda más el primero, Bárbara Gordon no era un robot.
Me extraña que un fan de Batman que luce esa polera musculosa con
su logo de forma tan orgullosa no lo sepa. —dijo una voz segura, con
un leve matiz germánico de pronunciar las erres, a mis espaldas.
Era Renata Kuntz, la matrona en cuya compañía estaban mis
próximas 24 horas de trabajo.
Según todos los demás funcionarios del piso, una mujer seria y
de humor despreciable, siempre mirando por encima del hombro a
los demás, basándose en su síndrome post colonialista de tener
sangre alemana en las venas. Además de gozar de la ascendencia,
venía de una familia acomodada, lo que le había permitido criarse en
ambos países, uno en su infancia y otro en su adolescencia; por lo
que sus formas de entender el español se mezclaron en un nuevo
acento que solo pueden escucharse en los de doble-nacionalidad.
En los tiempos que corrían, aquello confería cierto estatus ante
los ojos de una Prusia que paulatinamente, se había transformado en
la nueva potencia regente del mundo, lo cual terminó por acentuar
nuestro estatus de país tercermundista y en vías de desarrollo, o en
términos más simples, unos lacayos condenados a ceder todas
nuestras materias primas a una ganga y sin intentos de sublevación,
evitando una descomunal descarga de bombas de hidrógeno por el
culete.
Un profesor nos dijo una vez que el mal era el Estado, pues
donde había poder, no importaba el color de la bandera, tarde o
temprano sucumbirían a la avaricia ahogando a su propio pueblo en
un charco de mierda maloliente. Nos sorprendió que lo dijera sin

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censura, con esas mismas palabras. Si el rebrote de peste negra no se
lo hubiese llevado el año que pasó, el pobre profesor Faúndez habría
muerto, exhausto de tantas descargas eléctricas en los testículos al
auspicio de los desviados carniceros de Paz y Seguridad o la
Brigada Arcoíris, cortesía que ya habían llevado a la praxis sobre
algunos desgraciados con mucha lengua y la poca fortuna de ser
oídos por mentes atrofiadas de fanatismo.
Sin embargo, a pesar del patético orgullo prusiano de Renata, se
le perdonaba todo. Esa mujer parecía haber sido cincelada por el
mismo Miguel Ángel en el vientre de su madre. Aquellos ojos
celestes, flanqueados por unos pómulos, que le conferían un aire de
misterio y profundidad a su mirada, se adornaban de una exquisita
inexpresividad, haciendo contraste con aquel cuerpo de ninfa, cuyas
curvas de mujer enmudecían a cualquier entendido en la materia.
Saldría adelante en aquella faena, solo por deleitarme ante el
espectáculo de verla caminar o atender un parto en cuclillas. Me
había propuesto como meta personal que tarde o temprano cedería a
mis encantos.
—Tienes razón, aunque se me hacía más agradable imaginar a
una mujer guapa como tú siendo mi Oráculo. —me acerqué,
despreciándola con la mirada, a las mujeres de su calaña, les excita
que finjan que no nos atraen y nos volvemos locos por ellas—
Mirándote de cerca si te pareces un poco a Bárbara, una versión un
poco Made In China, eso sí…
Un atisbo de sonrisa se le dibujó en los labios.
—Eres un sinvergüenza, Castilla —dijo, señalando una de las
butacas, evadiendo la responsabilidad de responder el cumplido,
evidentemente camuflado de desinterés para mayor tensión sexual—.
Allí está tu uniforme, lo seleccioné yo misma, espero que el rojo te
quede bien.

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Registró su ingreso en la computadora y luego puso rumbo
hacia el pasillo, evitando el protocolo innecesario de despedirse. No
me molestó. Después de todo estaríamos toda la noche juntos.
Sin más, me fui a los vestidores con mi nuevo atuendo en las
manos, la sala estaba rodeada por un rectángulo de casilleros,
atravesada por un pasillo con bancas de madera, donde los
funcionarios día a día, se uniformaban como los justicieros sanitarios
que creían ser.
Al terminar, fui hacia el espejo junto a la puerta y comprobé que
la talla de mi uniforme era precisa. Al parecer Renata había
estudiado con detenimiento mis formas, buena señal. Guardé mi ropa
en el casillero, cerré con llave y caminé lentamente a mi área de
trabajo tarareando Perro Rabioso de Devil Presley.

III

Normalmente el ala obstétrica del hospital siempre suele ser la más


relajada, pero sus muros habían absorbido por osmosis la oscuridad
que gobernaba caprichosamente las calles. Desde hace algunas
semanas, a lo largo de todo el país, varias madres habían muerto en
los partos y sus retoños terminaban desaparecidos.
A merced de las peligrosas circunstancias, la seguridad del
recinto se reforzó con cámaras y vigilantes, a petición del alcalde,
Uriel Necker.
La desconfianza inundó rápidamente los servicios sanitarios a
nivel nacional, los medios periodísticos cubrieron el siniestro
misterio por algunos días, pero desde que se habían aventurado a
relacionar el robo de recién nacidos con las desapariciones de
adolescentes, las transmisiones y directos habían puesto mayor
énfasis a las nuevas manifestaciones del populusque chilensis en pro
de la legalización de matrimonios post especie, donde humanos y sus
mascotas —o parejas, como decían ellos—, pudieran contraer el

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yugo nupcial junto a todos los derechos y prerrogativas que aquello
acarreaba.
Con toda sinceridad, reconozco que el tiempo me fue volviendo
una persona cada vez más insensible. Cuando inicié en los caminos
de la enfermería, todo me afectaba. No alcanzaba a comprender que
familiares condenaran a un pobre anciano, a ser un espantoso híbrido
entre maquinaria hospitalaria y masa acuosa de pieles necróticas en
lenta descomposición, sometido a largas dosis de agonía y apartado
de la placidez de la muerte.
Tampoco cabía en mi cabeza, cómo la clase política de aquellos
tiempos, gracias a sus absurdas creencias, permitían a un postrado
pudrirse lentamente porque carecían de las agallas necesarias para
legalizar la eutanasia.
Luego de impregnarme de experiencia, los remordimientos de
aquellas historias dejaron de ser un problema. A mi pesar, me fui
volviendo un droide de protocolo. El hospital estaba lleno de
humanos sin espíritu, robots cansados y apáticos. Todo ello se
reflejaba en la forma de atender a los pacientes. Llegábamos al
recinto a cumplir con nuestro deber, pero en el fondo, a raíz de la
cúpula de mierda que nos cubría, muchos habríamos preferido estar
encerrados en nuestros hogares.
Mientras me dirigía hacia Renata, que llenaba una ficha en el
recibidor con forma de medialuna, al medio de la intersección entre
el pasillo y las demás habitaciones de servicio, la puerta por donde
ingresaban a los pacientes en ambulancia se abrió de golpe.
Camila y Roberto —un paramédico—, arrastraban una camilla a
toda velocidad, con una muchacha de unos diecisiete años en
condiciones lamentables. Tenía arañazos en la cara, el pantalón
rasgado, su ropa mojada y salpicada de barro. A lo lejos, se veía el
bulto de su abdomen. Estaba embarazada.
—¡Viene a punto de dar a luz! —exclamó Camila a lo lejos—,
pero ha perdido mucha sangre.

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Renata se levantó rápidamente de su escritorio y designó
funciones a cada uno como habría de esperarse de una líder:
—¡Roberto, llévala a la sala de partos ahora mismo! Ignacio,
adminístrale la intravenosa digital y trata de conseguir algo de
tiempo hasta que sus niveles de sangre estén estables, debes
programar las dosis de retardante. Mientras tanto, Camila, haz el
papeleo, por favor.
—Y tú ¿qué harás? —pregunté.
Me miró de soslayo con sus ojos de lagarto. Noté cierta
irritación en su rostro por tener que responder lo evidente. La
señorita olvidaba que aquella no era mi área de trabajo y no tenía por
qué saber los procedimientos obstétricos.
—Este parto es de alto riesgo, por lo que debo traer algunos
implementos extras de la sala de insumos —respondió—. Trata de
conseguirme tiempo o la chica no sobrevivirá.
Asentí.
—¿Cuál es el nombre de la paciente, Roberto? —preguntó
Camila.
—Marla Santelices
La chica tenía la mirada perdida, gracias a los sedantes
administrados durante el trayecto.
—¿Por qué está tan sedada Roberto? Eso es peligroso —quise
saber.
El paramédico, nervioso, comenzó a relatarme que encontraron
a la muchacha al pie del Cerro Ñielol, tras el aviso telefónico de uno
de los guardias del recinto, a quién le pareció que estaba ebria y al
borde de la intoxicación. La encontraron de pie, ida, con notables
signos de fatiga. Sus manos estaban ensangrentadas, teñidas por
pequeños hilos de sangre que descendían desde las mangas,
delatando el intento de suicidio. Al ver a los ocupantes de la
ambulancia, comenzó a rasguñarse la cara y a gritar que la estaban
secuestrando.

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Daniel, compañero de Roberto y chofer de la ambulancia,
haciendo honor a su escaso bagaje cultural y menos tino que
adolescente en edad del pavo —consecuencia evidente de la
mercantilización de la educación, reducida a un producto que pueda
ser pagado por cualquier descriteriado con dinero, nuestro o de él—,
no dudó un instante en dispararle un dormilón, como le decían
coloquialmente al tranquilizante que implementaban a los pacientes
problemáticos.
Dijo que la chica llevaba un ancho abrigo, cuya talle ocultaba su
embarazo, del que no repararon hasta que se fue de bruces y su
abdomen quedó al descubierto.
Me rogó que no denunciara la negligencia, o probablemente los
reformadores avancistas terminarían abusando sexualmente de
ambos, después de ser funados ante el sistema de reputación; el cual
te autorizaba a comprar o vender.
Sentí algo de vergüenza ajena.
Pero bueno, esos dos no tuvieron la culpa de ser obligados a
estudiar algo en lo que no eran talentosos, solo por ganar más plata y
comprar porquerías innecesarias, que como todo lo inútil y perverso,
aumenta su popularidad entre las modas absurdas de las masas.
—Tienes suerte que con toda esta tecnología alemana este tipo
de impertinencias tengan arreglo, si no ahora mismo estarías
enderezando sendos miembros con los glúteos tras las rejas —le
respondí con severidad—. A mí no me has contado nada y que no se
repita, sabes bien que los dormilones se usan exclusivamente cuando
tu vida está en riesgo y no se andan disparando a diestra y a siniestra
como su fueran dardos de NERF.
Roberto meditó unos instantes.
—En este caso peligraba la vida del bebé —argumentó—, tenía
intenciones de golpearse el vientre…
—Bueno, si es así la cosa cambia.

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Recostamos a Marla sobre la camilla de la habitación, a ratos
abría los ojos desorientada. Recorté sus mangas para conectarle el
panel intravenoso y el desintoxicador. Calibré el drenaje de sedantes
al 80% y el clonador sanguíneo en modo riesgo vital. Bastarían unos
diez minutos para traer al planeta tierra a aquella desconocida que
había intentado escaparse justo antes de dar a luz.
—Puedes volver a la ambulancia Roberto, te agradezco el
apoyo.
Roberto se despidió con un saludo militar, sabiendo que me
hacía gracia, pero en ese momento la sonrisa no me salió de los
labios.
Cuando el joven paramédico abandonó la sala, el asistente
digital, tras saludarme cordialmente con esa frialdad robótica
característica, anunció una alerta:
—Los niveles de sangre indican que la paciente Nº 00821,
Marla Santelices Córdova de 17 años de edad, 1.60 de altura y 55 kg
de peso, tiene altas probabilidades de dar a luz en un tiempo
aproximado de quince minutos. He tratado de reducir las
contracciones pero el efecto del sedante no durará mucho más.
—No tiene las caderas muy anchas —observé— ¿crees que será
por parto natural?
—El análisis de su estructura ósea a través de la información
hormonal que en este momento atraviesan mis conductos, junto con
el resultado del último escáner registrado en el hospital, arrojan que
el tamaño del retoño facilitaría un parto natural. —respondió el
robomed.
En ocasiones, la asistencia de esos avanzados artilugios donados
por Alemania durante la gran reforma sanitaria de Latinoamérica
hace apenas un año, no dejaba de sorprenderme, sobre todo porque
viví el periodo anterior a que aquella tecnología, cual sueño febril de
Aldous Huxley, llegara a nuestro país.

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La Confederación del Viejo Mundo, una nueva organización
que había nacido gracias a la desintegración definitiva de la ONU en
el año 2021, tuvo un auge económico y militar sin precedentes.
Invirtieron esos dineros en investigaciones que en media década,
habían vuelto a posicionar a la vieja Europa —y sobre todo a
Alemania— como los pioneros en una tecnología futurista que
permeaba en todos los ámbitos de la vida diaria; ya sea en salud,
educación, justicia y entretenimiento. Los modelos de robomed que
llegaron a nuestro país ya habían sido descontinuados en el viejo
continente, pero como toda ingeniería alemana, que acabó por
eliminar eficazmente la obsolescencia programada, seguían
funcionado sin problemas.
«Con la mantención adecuada, su vida útil será de diez décadas
aproximadamente» afirmó el embajador confederal en Chile cuando
los equipos llegaron para quedarse en la mayoría de establecimientos
públicos del país.
Renata ingresó con un maletín metálico. Se acercó al velador de
la camilla y lo abrió. Tenía en su interior algunas dosis de dilatador
de partos —que según las malas lenguas, algunos funcionarios
robaban para darle usos totalmente ajenos a los procedimientos
obstétricos—. Preparó una jeringa y extrajo una bombilla.
—Según el asistente, Marla estará estable en unos minutos.
—Te lo agradezco, Ignacio. —dijo Renata, concentrada en la
extracción de la dosis, siendo tan sensual como siempre— ¿cómo
van los niveles de sangre?
—El clonador de glóbulos ha finalizado satisfactoriamente,
reemplace los contenedores de suero y agua a la brevedad. —avisó el
robomed.
—El retardante parece haber hecho efecto también, ha dejado de
sangrar. —observé.
Renata introdujo la dosis por uno de los canales del intravenoso.
Marla despertó al instante.

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IV

Pocas veces he tenido la oportunidad de ver tanto miedo en una


mirada, y menos aún, que llegue a provocarme nauseas. Comenzó a
sudar frío. El metrónomo del pulso cardiaco alertaba el uniforme y
perturbador sonido de la taquicardia. La mirada de Renata se inundó
de perplejidad. Marla escrutó nuestros rostros y adoptó un semblante
de súplica.
—P-Por favor… —decía al tiempo que se le llenaban los ojos
de lágrimas—. ¡Ellos vendrán, no puedo tener a mi hijo aquí! ¡Por
favor!
—Alerta, pulso demasiado alto, debido a la condición de
embarazo de la paciente no pueden administrarse dosis de lidocaína.
Alerta, pulso demasiado alto… —comenzó a repetir el robomed
mientras sonaba de fondo una leve bocina similar a la sirena de los
bomberos anunciando peligro.
La máquina asistente parecía haberse congelado en una vorágine
de voces, cual canción de post trap.
—Marla, tranquilízate por favor, estás a punto de dar a luz y no
hay lugar más seguro en la ciudad que este —mentí.
—¡Ellos vendrán! ¡Los puedo sentir! ¡Me perseguían antes de
que la ambulancia me encontrara!
Renata se peleaba con el trasto, tratando de parar las
advertencias de alerta.
—Señorita Renata, la paciente debe estar aún bajo los efectos
secundarios del dormilón… —se me escapó.
—¡¿Dijiste dormilón?! —volteó indignada.
Traté de encontrar una respuesta y tapar el cagazo de Daniel,
pero me enfoqué en buscar una solución práctica. La paciente solo
necesitaba sentirse protegida y el servicio de cesáreas estaba vacío.
Si le garantizaba privacidad, con un poco de suerte, la taquicardia se

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reduciría y gracias al dilatador, el parto podría llevarse a cabo sin
problemas.
—No hay tiempo para explicaciones, recomiendo seguir el
protocolo antiguo de partos naturales y llevar a la paciente a la sala
de cesáreas para que se sienta más segura. El robomed dijo que
máximo en quince minutos daría a luz, sin contemplar la dosis de
dilatante que acabas de administrarle, ya que redujo nuestro tiempo a
la mitad.
Por un momento pareció olvidar lo del dormilón, y aceptó con
una rapidez que habría impresionado a sus colegas, pues su
terquedad le había forjado cierta fama. Desconectamos a Marla. El
asistente ya no nos servía de mucho, ya que su función de equilibrar
sus niveles de sangre se había cumplido.
Dirigimos su camilla hacia la sala que estaba al final del pasillo.
En la puerta se leía 031 PABELLÓN DE CESÁREAS.
Tras cruzar el umbral, los efectos del dilatador comenzaron a
manifestarse en su cuerpo. Renata trataba de calmarle con palabras
amables, dando rienda suelta a su faceta maternal rigurosamente
trabajada para lucir empática al medio de esa brecha que separa a los
clientes de los pacientes. La chica le miraba como una hija recién
nacida que ve en los ojos de su progenitora la seguridad de cobijo y
alimento. Parecía tranquilizarse poco a poco, cediendo a los encantos
fraternales de la hermosa matrona.
Renata presionó el botón del panel mecánico de la camilla en
modo parto, automáticamente los miembros inferiores de Marla
adoptaron una posición ginecológica.
Le tomé la mano.
—¿Te sientes más segura ahora? Esta sala será exclusivamente
para ti el día de hoy —señalé.
Renata le sonrió y dijo:
—Como en una clínica.
—¿Podré quedarme con mi hijo? —inquirió la joven.

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—Toda la noche. —afirmé.
Al momento, el efecto del dilatador se encontraba en el punto
más álgido.
Los años que llevo ejerciendo esta profesión, me ha otorgado
capítulos dulces y amargos. Los partos son ese tipo de cosas que no
sabría en que categoría encasillar. Por un lado, el diseño de la vida
me impresionaba, y por otro, expelía sobre mí un aire sobrecogedor.
Dos células de tamaño microscópico uniéndose en el único
momento donde el ser humano puede ser Dios. Con los meses, se
transforma en una criatura; con los años, en un hermoso bebé. El
lado más oscuro de mi imaginación orquestaba una cruda
tragicomedia donde un espíritu eterno y puro, era condenado a pasar
las pruebas más dolorosas dentro de una prisión de huesos, músculos
y nervios. Crecería en un mundo dominado por la mentira, la
ignorancia, el egoísmo, la misantropía y los placeres. Aquel pequeño
cachorro humano, se enfrentaría al hostil y fluctuante curso de la
vida; sufriría, lloraría, pero al final, tendría la importante decisión de
decidir qué camino recorrer, bajo la luz o la sombra, guiado por la
misericordia o la vanagloria. El prólogo de las viscicitudes,
emociones y experiencias de aquella oscura novela llamada vida,
comenzaba cuando un nuevo ser emergía de las entrañas de su
madre.
La pequeña Judith vino al mundo entre luces oscuras, en un
cuarto con aires lúgubres que no sabría explicar su procedencia.
Recibida por los brazos de una congénere preciosa y entre llantos
desgarradores que hacían presagiar su incierto futuro en esta vida de
groseros altibajos. El semblante de Marla divagaba entre la
perplejidad, la felicidad y el miedo.
A pesar del aspecto descuidado y enfermizo de la muchacha, su
hija nació sin ninguna complicación. Una bolita de piel suave con
3kg de peso. Renata la limpió luego de que el escáner final del

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robomed generara la ficha digital con toda la información y se la
tendió a Marla.
—Es preciosa. —dijo asombrada, casi sin fuerzas.
—Ahora toca descansar, mi chiquilla —le explicó Renata—.
Dejaremos a Camila exclusivamente para que te atienda en lo que
necesites. El recinto tiene cámaras y los guardias hacen rondas
dobles.
—Nadie vendrá, no te preocupes. —agregué.
La chica asintió poco convencida, embelesada por la mirada de
aquella pequeña criatura que ahora cargaba en sus brazos,
rescatándola de sus preocupaciones.

El resto del turno fluyó por los caudales de la normalidad. No hubo


más partos, solo controles a mujeres que llegaban al recinto con las
típicas molestias del embarazo. Cada cierto tiempo daba algunas
rondas por el cuarto de cesáreas, donde Marla dormía plácidamente
junto a su recién nacida. Opté por delegarle la responsabilidad —que
hasta ese momento habíamos compartido—, a Camila, para
escaparme al improvisado casino y compartir un café junto a Renata.
Me encaminé por el largo pasillo cubierto de ventanales
acariciados por la noche citadina, envuelta en una oscuridad que se
fundía con las estructuras cercanas. Las luces amarillentas resaltaban
como estáticas luciérnagas. A lo lejos, el rumor de los automóviles y
la amalgama de bocinas dejaban un rastro difuminado en el
ambiente.
Encontré a Renata frente a la cafetera. El exquisito aroma de los
granos de café recién molidos impregnaba el aire. Me vio por el
reflejo del mueble de vidrio donde guardábamos los implementos de
cocina.
—¿Cómo está? —preguntó sin voltearse.

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—Durmiendo plácidamente junto a su mini me.
Renata esbozó esa hermosa sonrisa que lograba paralizarme.
—¿Café? —invitó.
—Por su puesto.
Nos sentamos a beber en silencio. Pronto empezamos a charlar
sobre los años que llevaba en el servicio obstétrico, de anécdotas que
le ocurrieron en algunos turnos. Poco a poco, y sin saber por qué,
tocamos el tema de las desapariciones. Renata me confesó su alivio
debido a que aquello nunca había pasado dentro del hospital. Yo la
escuchaba sin decir mucho, repasando sus ojos cuando no reparaban
en los míos. Me preguntaba cómo sería abrazarla, ahuyentando
aquellos miedos que se percibían en sus palabras.
—¿Crees que eso llegue a suceder aquí? —preguntó.
Sorbí el resto de mi café y dejé la taza en la mesa. Creía que a
esas alturas no importaba la crudeza de la sinceridad, aunque aquello
pusiera distancia entre Renata y yo.
—Como profesionales tenemos que estar preparados para
cualquier cosa. —recité casi de memoria. Ese mantra imborrable del
que todos parecían convencerse menos yo.
Renata bajó la mirada por unos instantes, meditabunda.
—Tienes razón —dijo finalmente—. No sirve de nada vivir
asustados por lo que pasará mañana. Esos días ya traerán sus propias
preocupaciones.
—Eres una mujer muy sabia, lástima que no le muestres esa
faceta a todo el mundo.
—Muy pocos la merecen. —sentenció mirándome con esos ojos
que convertirían en piedra a cualquier incauto que se encontrara con
ellos por más de dos segundos.
Estaba tratando de traducir aquella mirada que bordeaba entre el
coqueteo y la insinuación hasta que de pronto, un apagón general
inundó todo el edificio del hospital. Solo el brillo blanquecino de la
luna se filtraba por la gran ventana del pequeño cuarto. Mi faceta de

24
seductor empedernido ya construía algunas estrategias para
escabullirse entre la penumbra y buscar los labios de Renata —aún
ahora tengo el espejismo casi seguro de que aquel beso se concretó,
pero no sabría decir—, cuando se escuchó el grito, agudo, filoso, que
provenía desde el fondo del pasillo: la sala de cesáreas.
—Marla… —susurró Renata, intranquila.
—Será mejor que vaya a investigar, quédate aquí.
A pesar de su carácter, la señorita no pareció protestar, dejando
en evidencia lo poco que le gustaban los hospitales a oscuras.
Traté de iluminar la habitación con mi smartphone, pero una
extraña interferencia anulaba todas sus funciones.
Guiado solo por el débil halo color plata que desprendía la luna,
me aventuré hacia el pasillo principal.
Un nuevo grito, esta vez, agónico y gutural, avanzaba desde las
entrañas del edificio. Me detuve un instante, solo para darme cuenta
que el corredor se derretía como cera frente al calor. Un engrudo de
cemento y pintura, caía al suelo desprendiendo un insoportable hedor
a humedad y putrefacción.
Los focos explotaron. Un helicóptero de la central eléctrica
surcó el cielo iluminando brevemente con un leve destello las
murallas cubiertas de trazos irregulares color escarlata.
Sangre.
«¿Qué mierda?» pensé.
Otra vez. Un aullido enloquecedor emergía de aquella
habitación donde horas antes había dejado a Marla con su bebé.
Intenté voltearme y llamar a Renata, pero a penas posé mis ojos en el
umbral de la puerta, una grotesca sombra comenzó a avanzar hacia
mí. Solo podían vislumbrarse sus ojos azul brillante, potenciados por
una inquietante sonrisa que le llegaba a las orejas, como una
gigantesca cicatriz de colmillos y carne.
—Pasa algo ¿Castilla? —vomitó con una voz irreconocible al
tiempo que alargaba sus famélicos brazos hacia mí.

25
Desesperado, me deslicé por el pasillo rápidamente hasta que
alcancé el escritorio de servicio con forma de medialuna, donde se
juntaban en una encrucijada, los corredores hacia otras habitaciones.
No había señales de Camila. La sombra, para mi consternación,
avanzaba lentamente hacia mí, imitando los pasos de un anciano
enfermo.
Continué en dirección a la sala de cesáreas, pero al llegar a la
puerta, ví cómo las letras del cartel se movían dentro del mismo
como si flotaran en una especie de líquido.
«Esto debe ser una pesadilla» me dije. Palpé mi rostro con
fuerza, pero mi cuerpo, si es que por aquellos azares del destino se le
había pasado la alarma y en ese momento se encontraba en mi cama,
no dio señales de despertar.
Toqué la puerta corrediza con la punta de los dedos. El material
estaba gélido como la puerta de un frigorífico. La moví manualmente
pero cedió sola.
Al entrar, la habitación expelía el hedor de un muerto que lleva
semanas en estado de descomposición. Solo alcancé a ver la silueta
de Marla que gemía en la oscuridad, tal y como la recordaba desde la
última vez que la vi. En sus brazos aún estaba el bulto de su hija
recién nacida. Pero algo andaba mal… ¿aquel olor de dónde había
salido?
La cámara de seguridad encendió la pequeña luz verde,
indicando que sus funciones volvían a estar activas, al parecer el
suministro de electricidad había vuelto, pero los focos no respondían,
quizás debido a que también habían explotado.
Cuando comencé a acercarme para despertar a Marla y ver
como se encontraba, esta se levantó de golpe dejando caer al suelo a
su hija, la cual se descompuso en un millar de grotescas moscas. La
muchacha avanzaba con parsimonia hacia mí, cubierta por el velo
putrefacto de tan desagradables insectos.

26
—¡NO TE LA VAS A LLEVAR! —espetó— ¡ANTES
PREFERIRÍA ESTAR MUERTA!
La nube de moscardones voló directamente hacia mi rostro, el
miedo y el asco logró que cayera de espaldas. Afortunadamente pude
amortiguar el golpe con uno de mis brazos y aproveché de
arrastrarme hacia afuera, donde vi de soslayo a la sombra de hace
unos instantes caer de bruces sobre el escritorio de servicios en
medio de los pasillos.
Marla se llevó las manos al rostro, los ojos parecieron fundirse
como fuego líquido dentro de sus cuencas y acabaron derramándose
por sus mejillas, cual espesas lágrimas de sangre.
Me gritaba que no le quitaría a su hija, que antes prefería morir
a consumar el sacrificio. Su voz había pasado de aquel tono débil,
tierno y juvenil de hacía unas horas, al de una anciana decrépita por
el vicio del tabaco barato.
Se detuvo frente a mí, desconcertada por la aparente ceguera. Se
cogió el estómago con ambas manos.
—¡NO! —exclamó—, ¡YA VINIERON! ¡YA SE LA
LLEVARON! ¡¡NO!!
Aquel grito devorado por una agonía infernal, jamás llegará a
borrarse de mi cabeza. Fue tan agudo que logró quebrar todas las
ventanas interiores, o eso me pareció en ese momento. Era un
graznido grotesco desde el cual se sentían emerger con fuerza la
desesperación y la desesperanza, en un parto profano donde solo el
Diablo podía recibir a aquellos engendros.
Marla vomitó todos sus intestinos sobre mi pecho. Sentí el calor
de su sangre derramarse sobre mi delantal. En aquel momento cayó
de costado y con sus últimas fuerzas, dibujó con la sangre que tenía
cerca un extraño símbolo en el piso. Era similar a una V, pero más
abierta. Abajo, en letras grandes e irregulares parecía querer formar
una palabra:
S-A-C-R-I-F…

27
1. Brandon

Después de casi un año jugando al cazador en una enorme jungla de


callejones sin salida, el amargo destino parecía, una vez más, regresar
a mi puerta con aquella hiriente ironía que tanto le caracterizaba. No
tengo la certeza de si efectivamente existen dioses escribiendo nuestras
historias, guiándonos como simples marionetas de una tragedia
inminente sobre un escenario oscuro, pero por alguna razón, aquella
desagradable odisea, otrora fruto de mis tragos más amargos, volvía a
mis horizontes.
Todavía recuerdo la promesa, sobre la que mi hermano Cristopher
apoyó todas sus esperanzas el día en que mis dos sobrinos
desaparecieron.
«Los encontraré» le dije, pero la cruel imaginación de ese
inentendible mundo metafísico, narrador de múltiples caminos sobre el
tosco papiro de la vida, tenía otros planes.
En las inmediaciones del cerro Ñielol, al interior de un canal que
atraviesa la parte alta del parque, fue encontrado el mutilado cuerpo de
un varón cuya edad no podía determinarse. El cadáver fue sometido a
una muestra de ADN, debido a su estado irreconocible: según las
autopsias, fue devorado por bestias no identificadas, aunque se
especulaba que fuesen perros salvajes, cuyas jaurías se multiplicaban
como un virus.
Desde hacía unos cinco años, la desaparición de niños y
adolescentes de ambos sexos —o géneros, si se quiere—, era una
tendencia marcada a lo largo de todo el país. Sólo en la región de La
Araucanía existían treinta y dos casos. Como las descripciones
encajaban con la contextura física de Fernando, mi sobrino mayor, la
familia de mi hermano fue citada para someterse a las evaluaciones.
29
Cuando la prueba dio un 98% de compatibilidad con la sangre de
Cristopher y su esposa, vi cómo sus almas se quebraban en trozos de
afilada desesperación. El vacío se apoderó de sus espíritus,
alimentando un monstruo hambriento que les devoraba sin darse
cuenta. Un ejército de voces malintencionadas acabó asediando los
destrozados corazones de su nefasto castillo familiar, mientras desde el
exterior se tocaban los tambores de la acusación: la sociedad buscaría
culpables y no tardarían en ser tachados rápidamente como padres
negligentes, así como había ocurrido con muchos otros antes que ellos.
Cuencas vacías.
Rostros ausentes.
Vivencias que herían más que mil espinas.
Abrojos ahogando la semilla de la vida.
¿En qué nos convertíamos los seres humanos cuando nos
arrebataban lo que más amábamos en este mundo?
Creo que por primera vez, lo vi de cerca.
Y lo sentí.
Me era totalmente imposible no regresar en el tiempo, al
momento en que fui a visitar a mi hermano cuando Dinora, su mujer,
dio a luz a su primogénito. Sostuve a aquel renacuajo, suave y con olor
a bebé recién nacido. Vi en los ojos de Cristopher la ilusión de tener
por fin en sus manos, al niño con el que tanto tiempo había soñado; su
mujer sonreía con un semblante que oscilaba entre el alivio y el
cansancio.
Los años pasaron y el Feña daba sus primeros pasos en un mundo
totalmente desconocido para él, donde todo le llamaba la atención. Si
para mí, el momento en que me llamó «tío Bandon» fue un auténtico
deleite, no me imagino qué sentirían para sus padres cuando
finalmente aprendió a decir sus nombres. La etapa donde un
muchachito de apenas tres años comienza a volcar las botellas de
perfume o los utensilios de cocina, pasó como gráciles anécdotas
dignas de unas caricaturas infantiles.

30
Compartí muchos de esos momentos, e incluso, como yo nunca
quise tener hijos, viví su desarrollo desde la cercanía de un segundo
padre y la lejanía de un tío que al fin y al cabo, no debe cambiarle los
pañales a críos ajenos. Aunque reconozco con cierta gracia, que más
de alguna vez lo hice.
Las osamentas chamuscadas de Manuel, el más pequeño, fueron
halladas dos meses después, en las inmediaciones del centro de
eventos Casas Viejas en Padre Las Casas. Con dos años de edad, había
partido prematuramente hacia el sepulcro, producto de una muerte
luciferina, gestada desde las fauces de una mente degenerada por la
locura, engendrada desde las entrañas de un mundo que se apresuraba
a su propia autodestrucción.
Ambos muchachitos habían desaparecido una calurosa tarde de
Enero, donde Dinora preparaba unos helados artesanales en la amplia
cocina del hermoso hogar que su esposo arquitecto le había diseñado y
construido. Los niños jugaban en el porsche, a la espera de sendos
postres con los que, naturalmente, terminaban embetunando toda su
ropa, las paredes y el piso. No tenían rejas, pues era un barrio bastante
tranquilo y espacioso. Contaban con una buena cantidad de hectáreas.
Los vecinos más cercanos estaban a unos 500 mts.
Casi todas las familias pudientes de aquel sector, pecaban de
confiados. «Las cosas malas solo le pasaban a la gente pobre», era el
lema de aquel barrio. Ese patético rezo de protección clasista no
impidió que se los llevaran. Ni si quiera las cámaras de seguridad
pudieron captar algo de importancia, pues se habían descompuesto
justo en las horas donde aproximadamente se concretó el secuestro.
Aquello daba claras señas de que se los habían llevado contra su
voluntad.
¿Pero por qué no habían gritado si quiera?
«Te juro que haremos justicia» fueron las últimas palabras
dirigidas a mi hermano antes de que decidiera quitarse la vida junto a
su mujer, dos días después de comprobar la muerte de su segundo

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retoño. Tenían un arma inscrita con todas las de la ley. Los informes
de policía dicen que la primera en morir fue Dinora, a quien
encontraron en la ducha con las venas abiertas; las pericias indicaron
que el Cristo se mató después de encontrar a su amada.
Sea como fuese el asunto, fracasé en la primera promesa.
Y en el segundo juramento.
Nunca pude atrapar a los culpables.
Las únicas pistas me llevaban hacia personalidades demasiado
importantes como para obtener alguna prueba contundente. La
ansiedad de la investigación excesiva me fue quitando varias horas de
sueño y paulatinamente comenzaron a transformarme en una persona
obsesiva y paranoica. Cuando creí encontrar ciertos vínculos que
implicaban a algunos concejales del alcalde Necker, que justamente
tenían viviendas en el mismo barrio exclusivo, mi paciencia rebalsó de
una temeridad irracional, que terminó por llevarme a violar incluso los
procedimientos legales.
¡A la mierda la burocracia!
Entrar en una vivienda privada sin autorización judicial fue
bastante necio de mi parte, y como todo lo que involucre hacer las
cosas sin pensar, trajo sus inmediatas consecuencias. Tuve el cuidado
suficiente de esperar una fecha donde el recinto estuviese vacío, pero
la macabra mariconería del azar determinó que un dron vigía captase
la matrícula de mi automóvil. No fue difícil atar cabos para el
departamento de policía.
Dos semanas después, era reasignado como asistente del
archivador policial y me fueron quitadas todas las prerrogativas de
detective. Fui relegado a una función rutinaria, en una bodega húmeda
y fría; archivando casos cerrados y acumulando cajas de expedientes.
Un rol algo humillante en un tiempo donde la mayoría de los datos se
acumulaba de manera digital y donde familiares ancianos del escalafón
terminaban sus días para justificar un sueldo ganado en base al
nepotismo.

32
No esperaba que dicha situación terminara tras una llamada
telefónica que nunca esperé.

II

El detective Sánchez —o mejor dicho, mi reemplazo natural—, había


sido encomendado a la difícil tarea de investigar las redes de
narcotráfico que asolaban gran parte de los suburbios satélites de la
ciudad. Últimamente las drogas de avanzada, lograron hacerse con el
control de todo el mercado de narcóticos. A pesar de poseer un rol
recreativo, eran consideradas un peligro, aún por la necia sociedad que
gobernaba nuestro mundo.
Dichas drogas, a la larga, germinaban insanas semillas de
perdición en las mentes humanas, transformándolos en auténticos
títeres cuya única razón de ser, radicaba en obtener placer a cualquier
costo.
¿Pero acaso no llevábamos varios decenios igual?
Todo exceso despierta el monstruo de la adicción, y más tarde, el
de la demencia, eso es un hecho. La única diferencia radicaba en el
tiempo: con aquellas drogas, en cosas de semanas, se terminaba
desvaneciendo por completo la barrera que separa la irracionalidad y
la lucidez.
De ahora en adelante el detective Sánchez, con su aspecto
bonachón y regordete, podría comerse todos los alfajores de maicena
que deseara mientras montaba guardia a las rutas asignadas por
Investigaciones de Chile. Tarde o temprano daría con los involucrados
y se pondría a prueba su honor. Lástima que dicha palabra reposara en
los viejos estantes de un pasado muy lejano, asomándose como una
antigua reminiscencia condensada de las inseguridades que la
mitología vierte sobre la incredulidad de los hombres. Similar al
concepto de Dios, se había oído de él más de alguna vez, pero no
existía certeza que comprobara su existencia.
El honor había muerto en su cruz, pero no resucitó al tercer día.

33
Un jugoso soborno terminaría transformando al gordinflón agente
en una pieza más del ajedrez. Trozos de azufre y podredumbre sobre
un tablero de fuego, cuyo desenlace acabaría por transformar toda la
partida de intereses mezquinos en cenizas. Asumir las reglas del juego
involucraba pagar con mucha sangre.
Nuevamente, la desabrida fortuna me brindaba la oportunidad de
cubrir mi antiguo puesto a pesar de mis pecados anteriores. El prefecto
regional, apodado El carnero Bustamante —debido a sus dos
matrimonios fallidos por infidelidades bilaterales—, me llamó una
madrugada, interrumpiendo una de las tantas tertulias que compartía
con el insomnio, la soledad y la culpa.
Aquel hombre era toda una leyenda dentro del cuerpo, pero más
por sus amoríos que por su habilidad de policía, pues a más de alguna
dama a la que solo pueden acceder los verdaderos alfas, le había roto
el corazón y probablemente alguna otra cosa. Entre aquella distinguida
lista de conquistas y ligues, se encontraban modelos de renombre
donde se incluía a la misma hija del alcalde de aquel tiempo: Sabina
Necker, tía del actual alcalde, que en su momento fue elegida como
candidata a Miss Universo, la señora era un bombón, pero aquel año
ganó un transgénero, como era casi obvio en un contexto de guerra
civil ideológica.
No me extrañaba la indeleble vitalidad de sus matrimonios.
Bustamante terminaba siendo un gorreado, tal como él gorreaba a sus
esposas, que a todo esto, eran auténticas obras de arte, por lo cual no
les costaba encontrar pareja entre el enjambre de buitres que
aguardaban expectantes la oportunidad de comer un buen trozo de
carne.
Como decía una canción de Kamelot: Todo el mal que causas,
vuelve a ti.
El teléfono rompió el silencio del habitáculo, iluminado solo por
la luz amarillenta del alumbrado público, que atravesaba como grandes
lanzas resplandecientes la delgada cortina de la ventana. Terminé el

34
cigarrillo y apuré el whisky de mi vaso de un solo trago. No había
número en el identificador, ni lugar de procedencia. Solo la policía o
las grandes mafias podían utilizar aquellos trucos.
—Buenas noches —dijo una voz educada y madura. No era difícil
identificar a Bustamante, debido a su timbre grave que recordaba a los
locutores de radio. Pensé que si hubiese sido mujer, yo también habría
caído en sus brazos solo por el timbre seductor de las palabras que
articulaba, que homosexualidad más grande—. ¿Con el señor Brandon
Peña?
—Para servirle, prefecto.
El breve silencio que sobrevino dio a entender su sorpresa por
haberle reconocido, pues nunca había tenido la oportunidad de
dirigirle la palabra.
—Normalmente no hago estas llamadas de manera personal, pero
vuestra personalidad me intriga en demasía, señor Peña, sobretodo
leyendo los archivos que el comisario Fonseca puso a mi disposición.
Pensé que si el tragasables de Fonseca estaba atrás de todo eso,
nada bueno podría esperar de esa llamada. Fue él quien llevó la
acusación de los concejales hasta los extremos de sugerir mi hipotética
baja de la institución, sustentada en la violación de los códigos ético-
morales que investían los procedimientos policiales.
Mi propia testosterona me condenó por desafiar a la burocracia,
que en muchas ocasiones, bloquea el avance tenaz de la justicia. La
pobre ya es ciega para poder blandir su espada contra sus enemigos.
Hombres como Fonseca, eran los principales responsables de hacer
perdurar aquella maldad contra la que decían luchar.
—Sé lo que está pensando —agregó—, también tengo
conocimiento de la clase de calaña que es Fonseca, pero créalo o no,
usted y yo perseguimos los mismos intereses.
—¿Y cuáles serían esos? —pregunté con aire incrédulo.
—Usted está al tanto del caso del Seremi regional de salud ¿no es
así? —preguntó con aire enigmático. Noté cierta tristeza en su voz.

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—Si el desagradable susodicho le entregó la caja con todo mi
trabajo, no preguntaría tal cosa.
Debo reconocer que mi trato con las personas, aun si corresponde
a un mundo tan rígido y disciplinado como el policial, suele
transformarse en uno bastante ácido si comienzan a tomarme el pelo.
Algunos de los incompetentes, que lastimosamente ocupaban rangos
superiores dentro del escalafón, me tacharon de una persona insolente
y conflictiva.
¿Sería el carnero uno de esos?
—Era mi mejor amigo, Brandon —contestó, ahora con una
notoria pena en sus palabras, pero sin escucharse aireado por la
aspereza de mi tono. Al parecer, el carnero no era de uno de esos jefes
con complejo de dios egipcio. Tras tomar aire y suspirar, continuó—.
Deme diez minutos de su tiempo, no se arrepentirá. Debido a lo
complicado del asunto no puedo comunicárselo por teléfono. A pesar
de que las líneas están protegidas en este momento, ya estoy corriendo
un riesgo bastante grande. Un coche particular pasará a recogerlo,
espero tome la decisión correcta.
Colgó.
Me llevó unos instantes meditar sobre si encontrarme con el
prefecto, pero oportunidades como aquella se presentan una vez en la
vida. Todo indicaba a que los antiguos casos que estaba investigando
podrían retomar su rumbo inicial. Quizá después de todo, el honor de
la amistad seguía siendo una pequeña ascua en los carbones de la
miseria, una diminuta chispa esperando el soplo adecuado para
transformarse en una llamarada de justicia, aclamada por los
atormentados corazones de los oprimidos.
Descolgué mi abrigo y encendí otro cigarrillo. Tendría una larga
noche por delante.

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III

La espesa neblina cubría todo en derredor como un velo ponzoñoso.


Los postes de luz aparecían como lumbreras difuminadas tras esa
sábana de gases. Me pregunté el por qué seguía aferrado al vicio del
tabaco si en realidad, respirar esa mierda todos los días por casi treinta
años debería haber sido suficiente.
Pero nunca lo es.
No para un hombre dominado por la ansiedad.
Me acerqué caminando a paso lento hacia el semáforo de la
intersección entre las calles General Mackenna y Andrés Bello. Antes
de llegar, un automóvil blanco que a todas luces era un colectivo
privado se detuvo expectante.
Cuando estuve casi al lado, el conductor bajó la ventana del
copiloto y se asomó brevemente sin despegar las manos del volante.
Llevaba gafas oscuras. Sus patillas se unían al poblado bigote,
recordando a un envejecido motoquero fan de Motörhead, otorgándole
cierta presencia a las arrugas de su rostro. El hombre probablemente
rondaba los sesenta años, aunque seguía teniendo una contextura
jovial, difícil de encontrar en los más jóvenes.
—¿Colectivo? —preguntó con tono sureño, bastante fingido a mi
gusto.
—No creo que…
—Súbase, la madrugada está fría y no es bueno caminar a estas
horas en solitario —afirmó, con una voz que reconocí inmediatamente.
Abrí la puerta del coche y me acomodé en el asiento del copiloto.
Puso marcha en silencio mientras avanzaba por Mackenna hacia
Miraflores. Encendió la radio. Melancólicas melodías de jazz
comenzaron a sonar en una sintonía que conocía muy bien, solía
hacerme compañía en esas jornadas frente al espejo, donde admirando
mis ojeras tras un demacrado rostro, me cuestionaba las típicas dudas
cliché ¿Quién soy? ¿Adónde voy? ¿Será que ya estoy muerto? Todo

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remojado en el mejor whisky que mi sueldo de policía administrativo
podía ofrecer.
Era día jueves, pero no era extraño observar movimiento en las
calles iluminadas por los tecnológicos escaparates de publicidad
animada. ¿En qué momento nos habíamos transformado en Tokio? Sin
lugar a dudas el imperialismo comercial destrozó una tierra milenaria
defendida por feroces guerreros. Me pregunté qué pensarían esos
míticos caciques y toquis al ver su Edén transformado en una robótica
urbe adornada de marketing
Al menos los españoles les habían respetado el derecho de vivir al
sur del Biobío, en paz, agobiados por tantas campañas militares
infructuosas frente a la bravura guerrera de los indomables espíritus
araucanos.
El incipiente capitalismo globalista, no fue tan amable. Lo dejó en
claro con los implacables fusiles del General Cornelio Saavedra, hace
ya casi doscientos años. Sin embargo, aún había ilusos que se quejaban
de la conquista española.
«América no fue descubierta, fue invadida y saqueada»
La clase de cretinos que en su puta vida ha cogido un libro de
historia y terminan por tragarse cualquier consigna política inspirada
por el dogmatismo.
—¿Te gusta el jazz, Peña? —preguntó el prefecto, sin mirarme.
—Algo. Comencé a escucharlo sin darme cuenta. Quizá después
de leer cierta novela de astronautas, depresión y jazz. Algo de “…Jazz
y silencio cuando sale el sol”, sinceramente no recuerdo el nombre,
solo que el autor era un viejo chaparro con pinta de proxeneta coreano.
Bustamante esbozó una amarga sonrisa. Advertí unos ojos
cansados tras sus lentes fotocromáticos.
—Desde hace mucho no tengo tiempo para leer una buena
historia, la jefatura es un desencanto ¿Sabes? —giró por Miraflores
con rumbo a la feria, siguiendo el recorrido tradicional del transporte
público que venía desde Padre Las Casas—. Cuando era niño siempre

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soñé con llegar a ser jefe de policía y mírame ahora. Ojalá hubiera
alguien que te advirtiera en ese instante, ya sabes, sobre el vacío que
producen los sueños cumplidos y toda esa mierda: Es duro darse
cuenta que son banalidades no muy diferentes a las adicciones, como
una patada directa en los huevos ¿Te han dado una buena patada en los
cojones?
—Solo me los han apretado más de la cuenta en el frenesí que
produce un multiorgasmo reiterado —respondí. Bustamante soltó una
carcajada, como diciendo «ese es un campo que conozco bien»
Pronto comenzó a florecer un solo de saxofón, acompañado de un
piano que me erizaba la piel.
En las calles que rondaban la feria, empezaban a aparecer los
primeros olvidados por la sociedad —o quizá, los abandonados de sí
mismos—, calentándose con fogatas alimentadas de neumáticos y
otros desechos. Aquello era ilegal debido al lamentable estado de la
atmósfera temuquense, pero la policía trataba de lidiar lo menos
posible con los indigentes, debido a las extrañas afecciones que
poseían. Se decía que algunos criaban perros callejeros para
alimentarse o venderlos a los moteles post especie, para usos que me
cuesta imaginar sin sentir náuseas; se decía que olían a mierda —esto
era cierto, no tenían dónde e incluso el «agua potable» de las viviendas
era asquerosa—; se decía que eran dados al canibalismo y que pasaban
tres cuartos de su tiempo en una dimensión paralela: dejándolos
propensos a la violencia y el salvajismo.
—Supongo que jugar al camaleón le devuelve un poco la
adrenalina que le provocaba ser policía —insinué, sin apartar la mirada
del triste panorama.
—Ni te lo imaginas muchacho.
Luego de rodear la feria Pinto, descendimos por calle Rodríguez a
una velocidad prudente. No había mucho tráfico a aquellas horas.
Amparados por la mirada de muchos escaparates cerrados a ambos

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lados de la calle y uno que otro semáforo que aparecía en el camino,
continuamos la marcha.
—Tanta parafernalia habrá de tener una explicación —dije.
Bustamante me miró de soslayo.
—Fonseca ya me había dicho que era usted más vinagre que el
escabeche, pero nunca pensé que tanto.
—Me tiene sin cuidado lo que ese pelafustán opine de mí.
Río de buena gana, tanto, que le provocó la típica tos seca que la
gente fumadora coge como un mal crónico.
—Me gusta su carácter, Peña. Yo era igual a su edad. Aunque
seguramente, remojé más la pinga con algunas delicias a las que en tu
puta vida podrás aspirar por los métodos convencionales de la
seducción: tienes suerte de que hoy en día por un poco de plata puedes
tener una variedad impresionante de agujeros donde satisfacer tus
impulsos, como esos de ahí afuera.
Una luz roja nos hizo detener llegando a la Plaza Teodoro Smith,
lugar que por las noches se transformaba en un antro sodomítico.
Algunos vagabundos llevaban a sus perros que ofrecían por módicas
sumas; otros, campesinos empobrecidos, a sus dóciles ovejas, las
cuales eran más costosas debido a que no debían sedarlas para
satisfacer los desviados deseos sexuales de sus consumidores.
También rondaban el lugar algunos post edad, personas adultas
que se auto percibían como niños. En algunos casos, sus contexturas
menudas ayudaban bastante a alimentar las fantasías de pedófilos
reprimidos sin la valentía de cruzar el umbral de la justicia; pero en
otros, cuya vejez o apariencias maceteadas eran evidentes, resultaba
perturbador.
—¿Cada día peor eh? —dijo Bustamante por lo bajo, echando una
última mirada al escenario—, pero no te haré esperar más. En la
guantera hay una tablet, revisa los archivos enviados desde el Hospital
Hernán Henríquez Aravena.

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Obedecí. El dispositivo tenía proyector holográfico. Las cámaras
8D eran una maravilla nacida de los libros de ciencia ficción y que
hasta hace poco se habían materializado en la realidad. El prefecto
siguió conduciendo rumbo a Caupolicán, buscando calles desiertas
para evitar las miradas curiosas de los peculiares transeúntes. Un
bosque de edificios rodeaba el lugar, como titanes que vigilan el
camino esperando devorarles con su sombra. Desde allí, muy a lo
lejos, se vislumbraba la gran catedral.
La construcción era el reflejo de un renovado neo catolicismo
libertino, incentivado por una serie de milagros a plena luz del día que
Salvador I había hecho frente a la mirada de miles de incrédulos, que
en un santiamén se bautizaron en la nueva fe universal.
Sus prodigios incluían devolver la vista a ciegos, restituir la
movilidad a los paralíticos, y la más grandiosa de todas; invocar fuego
del cielo para detener un nuevo conflicto entre Palestina e Israel,
masacrando a los ejércitos rebeldes. Todo fue transmitido por directos
en vivo a través de internet y la televisión. Las masas fueron seducidas
por este poder sobrenatural al que Friedrich von Drachenkopf,
canciller de La Confederación, decretó como la religión oficial del
mundo en el año 2038, dando a entender que el laicismo no era una
opción.
Aunque yo sabía en el fondo, que el aumento de fieles y la
apertura de pensamiento que iluminó al clero, fue lisa y llanamente
motivada por lo económico. Mientras más fieles, más contribución; y
mientras más ingreso, más poder.
Los automóviles que transitaban por el lugar eran los mínimos,
mayoritariamente del transporte público nocturno. Las calles estaban
inundadas del rumor citadino que jamás se apaga, como la estática de
las radios o el sonido de un ventilador.
Finalmente, encendí el aparato para sumergirme en una de las
visiones más grotescas que he tenido en mi vida.

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IV

Reproduje el vídeo de la primera cámara de seguridad. En él se veía a


dos funcionarios atendiendo un parto. Una matrona bastante guapa
junto a un enfermero que no paraba de mirarle las curvas de reojo.
Aunque lo comprendí completamente ¿Quién no miraría así a
semejante musa?
La muchacha fue atendida bajo los procedimientos antiguos, ya
que no vi ningún robomed asistente, el primer aspecto extraño, pues
desde que dicha tecnología llegó a Latinoamérica, los funcionarios
despertaron toda la haraganería acumulada por décadas, para dejar que
las computadoras inteligentes hicieran todo el trabajo. Debía de haber
una buena razón para actuar a la vieja usanza.
Terminado el alumbramiento, limpiaron al bebé, para luego
someterlo a los controles pertinentes. Se lo entregaron a su madre, que
parecía bastante débil y finalmente la dejaron al cuidado de una
auxiliar de pechos bastante prominentes. Tras unas horas, que preferí
adelantar, hubo un apagón.
La cámara volvió a activarse en modo nocturno cuando el
enfermero de antes entraba por la puerta de la habitación. La chica
seguía recostada y con el bulto de su bebé entre los brazos. El hombre
se acercó lentamente, con cautela, parecía desorientado. Cuando lo
tuvo a una corta distancia, la chica dejó caer el bulto al piso
levantándose rápidamente de la camilla. Lo que parecía ser su bebé
recién nacido, era un nudo de toallas. Al instante, el enfermero reflejó
en su semblante una sensación de asco y pánico, mientras la jovencita
avanzaba hacia su dirección a paso titubeante: él se fue de espaldas,
pero alcanzó a afirmarse con uno de sus brazos.
Le espetó que no se llevaría a su hija. El pobre hombre debió
haberse meado en los pantalones, porque se arrastró como pudo hacia
fuera de la sala.
Cuando la mujer se dio cuenta que su hija no estaba, profirió un
grito gutural, culminando con un grotesco vómito de vísceras y sangre

42
sobre el rojo uniforme del enfermero obstétrico, para finalmente caer
de bruces. En su último aliento dibujó un extraño símbolo en el suelo,
con el inicio de la palabra sacrificio.
Tuve que tomarme unos minutos para digerir todo.
—¿Y qué opinas? —preguntó finalmente el prefecto.
—No sé qué decir, es una mierda muy extraña —dije.
—Lo curioso es que el relato del enfermero está para llevarlo al
cine, a todas luces fue drogado o derechamente está como una cabra.
—¿Ya le tomaron las declaraciones?
—Paz y Seguridad —respondió encogiéndose de hombros—, que
sean de utilidad alguna vez.
Sin lugar a dudas, este era uno de los casos más extravagantes de
todos los acontecimientos conocidos por mi experiencia policial hasta
ese momento. Me dio la sensación de estar viendo una terrorífica
película de bajo presupuesto, pero con efectos ultra realistas. Después
de pensar en el motivo de mi presencia en ese automóvil, con una
autoridad tan grande como Bustamante, caí en el meollo del asunto.
—No creerá usted que… —empecé.
—Efectivamente, Peña. Este caso no es diferente a las otras
desapariciones reportadas en otras regiones y usted fue el único con la
perspicacia de enlazar este masivo secuestro de recién nacidos con el
fenómeno de las adolescentes raptadas.
—Conjetura que me costó el cargo —admití.
Bustamante sacó una cajetilla de cigarrillos de su chaqueta, se
puso uno en la boca y luego me ofreció.
Decliné.
—Si hubiese sido paciente, no tengo dudas de que al final daría
con los culpables —dijo después de encender y aspirar un poco de
tabaco, una pequeña nube de humo se formaba en danzantes
ondulaciones hacia el techo del automovil—. Pero el dolor de su
pérdida le condenó, despertó aquella ansiedad que nos impulsa a tomar
decisiones un poco precipitadas.

43
Aquellas palabras estuvieron como sincronizadas con la música,
que ahora proyectaba un solo orquestal cargado de demencia: atonal y
atemporal.
—Nadie en el departamento apoyaba mis teorías, creían que me
estaba volviendo loco.
—O quizás, que usted supiera demasiado.
He de admitir que una posibilidad como esa no había escapado de
mi radar. Luego agrego:
—Usted sabe mejor que yo sobre la convaleciente situación que
sumerge a nuestra central de policía. Se mueve mucho dinero e
incluso, sus altos mandos participan del narcotráfico. Admito mi
culpa. Pero tengo hijos y no puedo darme el lujo de ponerlos en
peligro, en cambio usted…
—Ya no familiars directos, es verdad. —admití.
Nunca le había tomado tanto el peso a la ausencia de mis padres,
mi único hermano y su descendencia. Solo tenía un primo político con
el cual no me veía hace años y al que le encargé mi coche, pero nada
más. Un nudo apretó mi garganta y los ojos comenzaron a empañarse,
aunque ahogué el llanto. No me gustaba derramar lágrimas frente a
extraños. Creo que ni si quiera las he derramado para mí.
Bustamante interrumpió mis cavilaciones familiares:
—Hay un pantano de mierda abundante tras estas desapariciones
y los nuevos secuestros que se están llevando a cabo no solo en Chile,
sino en toda Latinoamérica. Algunos prefectos también han sido
asesinados en circunstancias dudosas, yo no quiero ser uno de ellos,
además, ya no estoy para estos trotes.
—El lobo ya no tiene colmillos —bromeé.
—No lo has podido decir mejor.
—¿Entonces cuál es la misión?
—Descubrir quién está tras estos horribles crímenes, que desde el
último tiempo se han consumado sin ningún pudor, incluso en horarios

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de mucha recurrencia. Usted es el único que posee una base sólida
respecto a este tema y me gustaría que recuperara su rol.
Con la vista perdida en los árboles secos de la Plaza Dagoberto
Godoy, a la cual habíamos llegado hace unos instantes, me percibí
asintiendo. La vida me daba la oportunidad de consumar una venganza
contra aquel bastardo o bastardos tras todas esas muertes.
Al fin, la sangre de Fernandito y Manuel; Cristopher y Dinora,
podrían dejar de clamar por justicia.

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2. Tristán

Estaba sentado en el centro de la plaza, rodeado de árboles ancestrales


que seguramente superaban mi tiempo existencia en este patético y
desagradable mundo. Las gentes se distraían inmersas en aquel
bálsamo refrescante que produce su sombra, cuyo disfrute provocaba
el olvido de las rutinas banales. A la distancia, veía a dos jóvenes
realizar acrobacias en bicicletas mucho más pequeñas que ellos. Me
dio la impresión de que en el fondo, era su único escape a la horrenda
realidad que nos rodeaba. Por lo menos no estaban colocándose hasta
arriba de drogas.
A mis espaldas un grupo de mujeres reía sobre asuntos callejeros
y picantes. Que el meme, que la foto de Egogram, o que tal o cual
perfil de Lust. Con toda certeza, evitaban a cualquier costo, la pútrida
maraña que se cernía sobre nosotros.
Escapando, siempre escapando.
Era media tarde, el sol aparecía tímido entre los edificios que
circundaban el lugar, iluminando la mierda seca de las palomas a mi
alrededor, otorgándole la apariencia de un mar de estrellas
encendiéndose en el ocaso, pintado por un niño de cinco años, eso sí.
Hacía frío, influencia de la cordillera cercana, a la cual le faltaba
nieve; como a los ciudadanos de este pueblo la esperanza.
Bebía plácidamente la última lata de cerveza, estaba desvanecida,
pero a mi estado de embriaguez poco le importaba. Los pajarillos
cantaban sobre mi cabeza, en la copa del gran árbol que tenía en
frente, emitiendo aquellas melodías mágicas, reviviendo la olvidada
naturaleza de un bosque indómito.
Ya estaba ebrio, una cerveza tibia no sumaría mucho más a mi
condición.
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Pensé en Calisto, mi niñita… ¿Dónde estaba en aquel instante?
Es difícil saberlo.
Recordé a mi amada Nadia, con sus ojos ambarinos y esa mirada
que atraparía a cualquier hombre con la guardia baja y el corazón
destruido en la mano.
Me invadió una tristeza enorme, pues por aquellos demonios,
frente a los cuales fui un cobarde, perdí a dos compañeras
maravillosas. Mientras por el otro flanco de batalla, Morfeo me
atormentaba constantemente en su reino etéreo, recreando viejos
recuerdos o construyendo escenas nuevas junto a la mujer que alguna
vez amé con todas mis fuerzas. El tacto de su piel aterciopelada y
blanca como el mármol; aquella mirada profunda, enmarcada en unos
pómulos terriblemente sensuales; labios pequeños y gruesos, que me
recordaban a una fresa recién cosechada; y su largo cabello castaño,
cuyo brillo se encendía junto a sus ojos de miel cuando el sol tenía la
valentía de reflejarse en ellos.
Por lo menos dentro de mis sueños aún estaba a mi lado, todavía
podía ser uno con ella y disfrutar de aquellos susurros en mi oído cada
vez que le hacía el amor. Aún podíamos dar paseos por la playa en
algún atardecer lejano, o tirar una colchoneta en el techo de la casa
para observar las estrellas.
¿Estaremos solos en el universo, amor mío?, me preguntaba con
esa inocencia de niña que me volvía loco. No lo sé, desde aquí se ven
bien acompañadas, pero según los astrónomos, tienen una considerable
distancia en años luz, le respondía con ese tono académico que tanto le
excitaba. Debe ser triste flotar en la inmensidad en solitario por toda la
eternidad, contestaba, meditabunda, aumentando sobremanera su
hermosura bajo la luz de los astros.
Aquello también era hacer el amor, abrir nuestra propia intimidad
y poner las llaves de nuestro espíritu en las manos del otro.
Mi pequeña reina…
¿En qué momento dejé que te fueras?

48
Si Nadia fue importante, cuando supe que tendría una hija de
aquella diosa, el gozo de mi corazón se multiplicó como las flores de
la primavera.
Calisto…
A mis ojos, incluso más hermosa y perfecta que su madre.
También se me aparecía en sueños, con esa sonrisa pícara de una
niña traviesa, cuyo único objetivo en la vida es hacer desmanes en
base a esa curiosidad innata en el corazón de un niño. Esos ojos
verdes, heredados de su abuelo y las margaritas que sacó de su madre,
daban claros indicios de una incipiente belleza proyectada a su adultez.
«Papi, vamo’ a juga’», me decía, haciendo pucheros aprendidos
de aquellos vídeos infantiles que veía por internet.
Tenía la energía de un cachorro felino, la cual de una manera
extraña, la contagiaba a su alrededor. Estar junto a ella era
revitalizante, por lo que jamás me negué a alguno de sus inocentes
juegos, aun si la jornada en el Liceo había sido demasiado larga o
pesada. Ver sus ojitos de alegría cada vez que me veía cruzar la puerta,
donde corría torpemente a mis brazos, era suficiente para recargar mis
baterías totalmente agotadas.
«Po’ fin llegaste, papi Ti’tán»
Bebí un sorbo para ahogar las lágrimas que comenzaban a
lubricar mis ojos con la frágil ilusión de soltar el nudo cerrándose en
mi cuello, aunque no podría deshacer aquella presión en el estómago.
Se había vuelto una compañera inseparable desde el trágico incidente.
¿Ahora qué me quedaba?
Sólo una cerveza insípida y una borrachera constante que no
conseguía ahogar mis coqueteos con el suicidio. Para buena o mala
fortuna, era demasiado cobarde para quemar por voluntad propia las
deplorables páginas de mi triste existencia.
Al otro día tenía trabajo, pero poco me importaba.
El Liceo Comunal Sergi Navarra de Cunco, era un lugar que
comencé a odiar con el tiempo. Aquel desinterés constante de los

49
muchachos por aprender, conseguía despertar mi lado más irascible.
Pero eran críos, después de todo… y comprendía su salvajismo: era lo
mínimo que engendraría el oscuro mundo forjado con los ecos de
revoluciones fallidas y guerras civiles, en las periferias de
Latinoamérica. La culpa estaba lejos de recaer sobre sus hombros
jóvenes e inexpertos.
Por otro lado, las directivas solían ganarse el premio a los inútiles
del año, con cada reforma más anormal que la anterior. Me preguntaba
si la mayoría de ellos llegó a ocupar sus puestos brindando toda
especie de favores —incluso de la índole sexual— a las personas
correctas. Seguramente eran ambas opciones, junto a otras que escapan
a la «sana imaginación de una persona con valores».
¡Ja! ¿Valores? ¿A quién engaño?
Las pocas enseñanzas sabias que mis padres pudieron entregarme,
fueron sepultadas el día que preferí el alcohol ante los besos de mi
esposa o el abrazo de mi hija. Las consecuencias me quitaron a ambas,
y a la más pequeña de ellas, de una forma desgarradora, germinando
aún más las raíces solitarias que fortalecen el árbol del vicio.
Tras dos años de alcoholismo que habían comenzado antes de la
desaparición y presunta muerte de Calisto, perdí mi trabajo en el Liceo
Bautista de Temuco. Mi relación con Nadia terminó por quebrarse
definitivamente… aunque tal vez ya lo estaba desde antes de vivir la
pesadilla más grande de nuestras vidas.
Me levanté, aun con la lata en la mano, le quedaba la mitad, pero
no me apetecía más, así que lo derramé al pie del árbol donde los
simpáticos pajarillos entonaban su sinfonía incomprendida.
«Para la pachamame», bromeé en lenguaje inclusivo para mis
adentros, orgulloso de aquella faceta bromista que en una dimensión
paralela había adoptado ese patético pseudo lenguaje.
El sol ya estaba pronto a ponerse y yo debía caminar a casa.

II

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Llegué al lúgubre departamento interior que le arrendaba a la señora
Rosita, una octogenaria cuyos dotes de vigilancia superaba a los
drones de seguridad. Si necesitabas saber algo concerniente a los
últimos chismes del barrio, debías recurrir a ella sin dudarlo, pero
teniendo en cuenta que la mitad de los detalles eran fruto de su
imaginación. No me quejaba, después de todo, le daba un aire cómico
a sus historias.
Quizá si la señora Rosita se hubiese dedicado a la escritura,
habría sido mejor que varios autores contemporáneos. Por alguna
razón, sentía compasión por ella y cada vez que podía, la acompañaba
a tomar once o a cenar. Era una persona sola y me recordaba, en cierta
manera, a mi abuelita.
Su marido y sus dos hijos murieron durante la guerra civil post
reforma, entre el año 2022-2025. Todos eran del bando avanzador, que
se apoderó con fuerza de todo el movimiento izquierdista, incluidos
los neo anarquistas y los anarco-epignósticos, donde su fallecido
esposo era dirigente y sus dos hijos, intelectuales: uno era sociólogo y
el otro, cientista político. Según ella, los tres fueron muertos por el
bombardeo que los Tricolores —como apodaban al Movimiento
Libertario Republicano— hicieron en el restaurado Fuerte Tucapel.
Sin embargo, la cruda realidad era otra.
El movimiento post anarquista, que ahora había adherido a sus
doctrinas conocimientos espirituales sacados de la gnosis cristiana y el
budismo. Se había unido solo si la abolición del Estado se convertía en
un compromiso al final de la guerra e instauráramos una sociedad
basada en la cooperación mutua de sociedades independientes. El país
tenía los recursos para hacerlo y garantizar una vida libre, plena y
duradera a todos los habitantes.
Pero cuando los avanzadores se consolidaron en el poder, lo
primero que hicieron fue una purga interna de todos los partidos o
enfoques diferentes al suyo, mucho más agresivo y con la intención de
fortalecer al Estado como el dispositivo de control definitivo. Pocas

51
personas, que caen regularmente en la categoría de apartidistas y
apátridas —donde me incluyo—, se dieron cuenta de la motivación
real de los avanzadores, cuyos esfuerzos preparaban el camino para
consolidar las bases de la Confederación del Nuevo Mundo en
Latinoamérica, garantizando su rápida victoria por estas tierras, sin
mover ni un solo soldado o presionar ni un solo botón, pocos años más
tarde.
Con toda seguridad, los dirigentes anarquistas fueron asesinados
por sus propios compañeros y traicionados por los mismos dirigentes
de su enfoque doctrinario. Esta teoría cobró fuerza cuando varios ex
dirigentes aparecieron en altos mandos del partido avanzador, cuando
se oficializó en el 2028 con la presidencia de Dolores Vidal, quien
sería líder del país hasta su muerte, poco antes de que Friedrich Von
Drachenkopf cogiera su corona confederal, dando término al ciclo
histórico de las Naciones Unidas.
Pero no podía vomitarle todo eso a doña Rosita. Aunque era una
vieja copuchenta, le había cogido cariño, porque parecía la única
persona que realmente se preocupaba por mí. Era huérfano de padres y
nunca me llevé muy bien con mis hermanos. Desde hacía varios años
que mi vida se limitaba estrechamente al trabajo y los vicios que podía
solventarme con el salario.
Me detuve a la entrada, las luces estaban apagadas y se oía el
ruido de la televisión, seguramente ya era hora de la teleserie nocturna
que tanto le gustaba ver. Metí la llave en el pestillo e ingresé por el
oscuro pasillo que conectaba a la entrada de mi apartamento.
Se oían gritos y risas en la casa de al lado, los vecinos del 1204
haciendo fiesta nuevamente.
Recordé aquellas reuniones familiares en las que detestaba estar,
pues mis padres siempre acababan emborrachándose más de la cuenta
y terminaban peleando por cualquier estupidez. Ahora que no están,
me siento culpable por no haberlos tolerado tanto como para compartir
con ellos y ser un buen hijo. No fue la familia perfecta, pero se

52
preocuparon por mí lo suficiente como para darme las herramientas
necesarias para desenvolverme en la cruda realidad.
Al entrar a mi cueva, las latas en el suelo, los botellones
desparramados de vino, las cajas de Tocornal y Stolichnaya que
revelaban el aroma nauseabundo del tóxico combinado de vino y
vodka —bautizado como «Tocochnaya»— que la imaginación de un
alcohólico pudo concebir: me recordaban la pantomima insondable
que llevaba por vida y la constante traición a la crianza que mis
padres, con todo su esfuerzo, me brindaron. Si bien mi viejo fue
alcohólico, pudo superarlo mediante un tratamiento. No estaría feliz si
me viera en este estado. Espero que no exista un cielo donde puedan
ver en lo que su pequeño Tristán se ha convertido.
Crucé el mar de botellas, botellones y cajas, dirigiéndome a mi
cuarto. Las cervezas ya se me habían subido a la cabeza,
provocándome un desagradable mareo que me llevó directamente a la
cama. Después de desnudarme, coloqué el despertador, cerré los ojos y
para entregué al onírico reino que seguramente, se encargaría de
recordarme todo aquello cuánto he perdido hasta ahora.
Cuánto anhelaba la muerte.

III

Desperté aproximadamente diez minutos antes del tañido de la


alarma, gracias a esa extraña habilidad que los científicos suelen
llamar el «reloj biológico». Pronto comenzaría una larga jornada de
trabajo en el Liceo Sergi Navarra, cuyo nombre obtenía del famoso
pintor vasco-araucano. Su habilidad con el pincel, desarrollada sobre
el campo del híper realismo, superaba con creces a cualquier aspirante
a artista y a varios de los maestros clásicos.
El pintor desapareció misteriosamente, después de alcanzar un
amplio hilo de tendencia en las redes sociales, al haber publicado dos
pinturas de corte profético. Sergi solía pintar sus sueños, y este en
particular se cumplió, o eso decían las masas. En la primera pintura,

53
aparecía una muchacha con un asombroso parecido físico a la hija
menor del Seremi de salud: Denisse Francis. Con una mirada gris,
potenciada por la exasperación de su semblante, eran resultado de la
criatura grotesca que sostenía sus pálidas muñecas: un minotauro, con
los ojos inyectados en sangre y un cuerpo de hombre robusto cubierto
de pelo animal.
Al principio, no hubo mucho revuelo, hasta que la desaparición
de Denisse fue la noticia más retransmitida del país. Eso gatilló en los
seguidores del artista, poner los ojos en la particularidad de esta
pintura, que se hizo viral en menos de tres horas.
En el segundo cuadro aparecían dos pequeños siendo devorados
por un hombre con cabeza de búho. Estos tenían un parecido
asombroso a los dos pequeños desaparecidos, cuyos padres terminaron
suicidándose. La población quedó en shock al ver que ambas imágenes
se habían publicado meses antes del secuestro y desaparición de los
niños.
Para la policía, Sergi Navarra, ganador de muchísimos premios de
arte y reconocido a nivel internacional, se volvió el principal
sospechoso de estas desapariciones, más el hombre alegaba que
simplemente había pintado sus sueños, como solía hacerlo. Tras varias
investigaciones donde no se hallaron pruebas para involucrarlo
directamente con los crímenes, quedó en libertad.
Más a los días desapareció.
Su hija, Mariette Pascale, mi ex novia de la juventud, daba a su
padre por muerto y había caído en una profunda depresión. Era lo
único que tenía. Al parecer, el Liceo que el pintoresco y flácido artista
de largos bigotes blancos y barba de chivo había fundado años atrás,
era lo único en el mundo que mantenía la memoria de su nombre con
vida.
Me levanté a duras penas, tropezando con algunas latas, mis fieles
compañeras en los momentos de soledad, y caminé directamente hacia

54
la ducha como un Adán soberano en su Edén residual de alcoholes
baratos.
Abrí el grifo y dejé que el agua, complemente fría, penetrara
primero en mi cabeza, despertándome, y luego en mi piel, como
millones de agujas enfadadas. Me enjaboné con rapidez, viendo cómo
el vapor del cuerpo emanaba desde los poros mojados.
Luego de enjuagarme, salí, me sequé y comencé a colocarme la
ropa. Una camiseta negra de cuello largo, unos pantalones de mezclilla
grises, mis botines negros y un blazer verde petróleo.
Fui al espejo para aceitarme la barba negra y lavarme los dientes.
Luego me acomodé el cabello negro carbón hacia atrás con un gel
fijador. Los anteojos de marco negro me esperaban en el velador de mi
cuarto.
¡Que guapo estaba!
Vaya, nadie fuera se imaginaría la mierda de vida que he llevado
hasta el momento, pues siempre me preocupaba de lucir impecable.
Debemos guardar las apariencias ¿no?
Puse la cafetera y corté un trozo de pan integral, cuando la bebida
estuvo lista, ingerí unos sorbos. El efecto de ese café era instantáneo,
logró quitarme la sensación de resaca que me había acompañado por
semanas, pero el excitador solo duraría hasta el fin de turno.
Eché una mirada rápida a mi agenda. Para un profesor de religión
era bastante apretada. El día de hoy me tocaba con los dos cursos más
complicados y en un solo día. Ese canalla de «Rubencito», el jefe de la
Unidad Técnico Pedagógica —que me odiaba, por cierto, debido a las
múltiples veces que lo encontré besándose con estudiantes—, había
vuelto a hacer de las suyas. No obstante, me hacía un favor. Por alguna
razón extraña sabía lidiar con los muchachos, y como la asignatura no
era tan importante en estos días, me limitaba a darle un rol de
orientación. Tanto el 3ºE como el 1ºD, eran cursos completamente
manejables para mí, aunque habían días donde estaban intratables.

55
Luego de engullir rápidamente mi improvisado desayuno, puse
rumbo al Liceo. Afortunadamente me quedaba a un par de cuadras
caminando.
La mañana estaba preciosa y fría, como era costumbre. En Cunco
la cordillera está más próxima, manteniendo las temperaturas
regularmente en números bajos, sobretodo en época de invierno,
aunque varias veces pensé en pedir el traslado a Melipeuco, dicha idea
chocaba con mi inexorable envejecimiento, con las heladas ya
comenzaban a dolerme los huesos.
Puta madre… solo tenía 33 años.
Por las calles había poco tráfico de personas, pero Don Carlos, el
barrendero de aspecto ratonil, ya estaba de cabeza en sus labores. Era
viudo, cálido y agradable. Solía tirarle los cortes a doña Rosita, pero
esta decía que le «gustaban menores». Oiga, Rosita, pero si yo todavía
puedo subirme arriba del manzano, le respondía él, con esa extraña
forma de referirse al acto sexual, que me causaba tanta gracia.
—¡Buen día, Tristán! —me gritó desde la vereda del frente.
—¡Buenos días, Don Carlos! ¿Está a trato que trabaja desde más
temprano? —bromeé.
—¡Ojalá! Mínimo cobraría 800 vets por metro cuadrado —
contestó con una sonrisa de oreja a oreja, de solo imaginárselo—.
Estas son las consecuencias de no tener una pierna al lado, pues
m’hijito. A ver si me pega una ayudita con la Rosa, que se hace la
difícil.
—¡Serían dos botellas de esa sidra maravillosa que usted prepara!
El anciano se frotó las manos para calentarse mientras soltó una
carcajada.
—¡Sidra! ¡Pero si tú tomas puro Tocochnaya!
El viejo hijo de perra me había sacado todo el rollo mirando
desde su ventana, seguramente como el montón de viejas sin mayores
obligaciones que observar la vida del resto ocultándose tras las

56
cortinas. Igual, siempre encontraba la forma de sacarme una buena
risotada.
Nos despedimos, y proseguí mi camino.
En la esquina estaba el hermoso Liceo, diseñado por el mismo
Sergi, pues aparte de pintor, era un excelente arquitecto —y cómo no
—. Los muchachos ya se agolpaban a la entrada. Algunos compartían
algunos cigarrillos, al verme pasar, me saludaban alegremente.
Le caía en gracia a la mayoría, debido a que mi forma de hacer
disciplina no era perder los estribos y gritarles como si fueran unos
imbéciles, práctica muy común entre mis amados colegas ¿acaso esta
gente no sabía tratar con jóvenes?
Ingresé al recinto esquivando a varios niños. Recorrí el pasillo
principal, iluminado por unas farolas que buscaban caracterizar
candelabros antiguos, aunque con un tinte más moderno. Las paredes
eran pinturas hiperrealistas de Sergi, donde plasmó la creación del
universo con ese estilo tan especial. Era estremecedor.
Al llegar a la entrada de la sala de profesores, el recepcionista de
inteligencia artificial me dio la bienvenida. Coloqué la huella digital
para registrar mi ingreso. Al abrir la puerta me encuentro de frente con
Rubén Borjas, apodado «el Bragas», por la colección que tenía en el
escritorio de su despacho. Según se sabía, solía pedir favores a
estudiantes a cambio de ciertas ventajas académicas y al final se las
quedaba como trofeo.
—¡Vas a hacer llover, Robles! ¡Llegando temprano! —dijo con
ese siseo tan desagradable.
¿Es que aparte de ser feo, medio calvo y virolo, la creación le
había condenado a sisear?
Hice caso omiso a la broma, pero como todos los idiotas faltos de
atención, pidió un aplauso general a los profesores que ya habían
llegado. Como mis compañeros de trabajo eran tan agradables y
aprovechando que también sentían manía hacia mi persona, ya sea por
envidia o derechamente por mi actitud antipática hacia ellos, no

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demoraron en hacer caso al primo-hermano de la directora. Recordé
por qué a la ultra derecha la molestan tanto con no casarse entre
primos, pues salen adefesios como Rubén y personas sin una neurona
como doña Guacolda.
Les regalé una sonrisa irónica mientras vitoreaban.
Los únicos que no aplaudieron fueron José Manuel, un profesor
de matemáticas tan antipático como yo, pero que como maestro
destacaba, y Antonieta, una docente de inglés muy guapa, no solo en
apariencia, si no en su intelecto tan nutrido: no era chilena, eso
explicaba muchas cosas.
Solíamos compartir los desayunos y almuerzos, en una mesa en la
esquina del casino, alejada del resto de indeseables. «Jotaeme», como
le decía yo, me miró con ese gesto cómplice tras su barba de candado,
perfectamente alineada, su tez morena y su eterno semblante de «que
asco compartir trabajo con estos conchas de su madre»
«¿Llegando temprano, huevón?, leí en sus labios.
«La caña», le respondí con gestos.
Se rio, con ese gesto exagerado de tirar el cuerpo para atrás, como
J. Jonah Jameson en la película del Hombre-Araña de Tobey Maguire
cuando Peter le pide un avance de efectivo. Los demás lo miraron
como si estuviera loco.
Antonieta me saludó cortésmente.
—Good Morning, teacher —dijo.
—Good Morning, miss. —correspondí, mirándola de reojo.
Llevaba un largo suéter de color rojo con botones de madera. Su
cabello rojizo le caía sobre los hombros. Todo parecía combinar: su
mirada verdosa, sus pecas impregnadas en esa piel blanca. Desprendía
aquel mágico misticismo de las irlandesas. No pude evitar
imaginármela con una vestimenta medieval, entonando alguna canción
celta con un Tin Whistle.
Caminé hasta el fondo de la sala, saludando por cortesía a los
mismos que se habían burlado de mí hace un momento, para coger el

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libro de clases del 1ºD. Hoy debía enseñarles la trinidad y ya
escuchaba en mi mente a Ángelo Castro, el payaso de la clase, las
bromitas que haría aludiendo a tríos o a esas cosas. Era un buen chico.
Si les soy honesto, hasta a mí me costaba aguantarme las
carcajadas.
«Debemos guardar las apariencias», repetía la voz de mi
conciencia.

IV

Cuando entré al salón de clases, vi el panorama de todos los días en la


mayoría de los cursos, pero este en particular, estaba bastante más
viciado que el resto. Debía tener en cuenta la procedencia vulnerable
de cada uno de los muchachos. De hecho, dicha vulnerabilidad
superaba con creces a los índices del mismo gobierno, puesto que
desde el inicio del gobierno confederal en nuestras tierras, las
estadísticas fueron modificadas para construir una fachada de
desarrollo inexistente.
La nueva Alemania unificada, había utilizado al tercer mundo
como una bodega. Extraía todo cuanto necesitaba, así lo había
decretado el gobierno al firmar ese tratado de subordinación tras la
guerra civil. A mí me parecía extraño ese desesperado empeño en
promover las políticas avanzadoras en el territorio, pero en Alemania
ni señas de las mismas; seguían teniendo una política anti avanzadora,
incluso asesinando a sangre fría a todos los disidentes, o al menos eso
contaban los periódicos de la web profunda, donde solía navegar de
vez en cuando a través de un antiguo trasto sin ID de seguimiento y
por consecuencia, bastante lejos de la brigada cibernética. Tal vez el
plan de los tipos era crear ignorancia y pobreza en nuestro territorio,
garantizando la inexistente probabilidad de levantar una revolución.
Lo anterior trajo como resultado la inmensa pobreza gestada
desde los albores de la guerra civil, de la cual ningún gobierno se
había hecho cargo hasta el momento. Aquello condenó a muchas

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familias a entrar al bajo mundo, aprovechándose de los exóticos
apetitos de gente como Rubén, que aparte de follarse muchachas
menores de edad, sus instintos también le arrastraban hacia parafilias
grotescas, que solo podían ser saciadas en las periferias o en los
suburbios y guetos donde la población más pobre se vendía a sí
misma.
Carla y Dalia, con tan solo catorce años de edad, eran conocidas
influencers sexuales. Incluso le habían dado un tinte erótico a sus
uniformes, aunque daba un poco de recelo verlas, con esos cuerpos tan
delgados que se esforzaban por parecer sensuales. En ese momento se
tomaban fotografías sugerentes sobre la mesa. Al verme, me saludaron
y se sentaron en sus puestos.
Al final del salón, Adrián, el «todasmías», hacía de las suyas con
una rubia del 3ºA, con la que se besaban de una manera exagerada,
con manoseo incluido, mientras sus compañeros le hacían porras y
grababan un vídeo para subirlo a la red. La chica, llamada Keila, era
una de las tenistas más prometedoras de la escuela, pero ya había
tenido muchos problemas en el Liceo y sus permisos como deportista
profesional habían sido vetados desde la última vez que la
descubrieron manteniendo relaciones con un compañero en las duchas
femeninas.
Raúl y Ángelo, inseparables amigos, se repartían papelinas de
crack. Seguramente era la jugosa mercancía destinada para la venta a
sus compañeros e incluso algunos funcionarios del Liceo, como por
ejemplo, al conserje: un joven supuestamente en rehabilitación que
consiguió removerle las tripas a la honorable doña Guacolda, quien le
había otorgado una plaza en el establecimiento, cuando al pobre
desgraciado se le notaba de lejos la cara de smoke crack everyday. Eso
sí, me caía bien porque siempre me daba buenas picadas para comprar
Tocornal, cada vez más escaso.
Siclalis y Daenerys, junto a un grupo de otras chicas, cantaban esa
cancioncita estrafalaria que se había vuelto una moda absurda desde

60
hace una semana. Lamentablemente me la había terminado
aprendiendo de tanto escucharla.
Tac, tac, tac
Así te lo puse anoche
*Sonido de aplausos rítmicos*
Así sonaban tus cachetes
Tum, Tum, Tum
Contra la ventana
Bam, bam, bam
Eres mi maraca insana
—Buenos días muchachos —dije en voz alta, generando un
silencio sepulcral.
El timbre de inicio de jornada sonó agudo e intenso.
Keila se levantó, algo avergonzada, arreglándose la blusa y
limpiándose el exceso de saliva de los labios. Me dirigió una sonrisa
nerviosa y abandonó el salón.
Raúl y Ángelo, guardaron rápidamente su mercancía, creyendo
que no les había visto al entrar, mientras que las cantoras, culminaron
su himno romántico del cual hasta el mismísimo Shakespeare estaría
orgulloso —en una dimensión paralela donde fuese Post Traper, eso sí
—.
—Buenos días profesor Tristán —dijeron a coro.
—Tomen sus asientos, por favor.
—Gracias profe —respondieron.
—Oiga tío, ¿y qué hueá vamos a ver hoy? —gritó Yandar, un
gordito que siempre se hacía diseños en el pelo corto, como estrellas o
incluso armas de fuego. La moda de los vivos, era tan absurda como
para llegar a pensar en la lejana e inexistente posibilidad de aumentar
tus atributos y el respeto frente a tus pares, incluso tu atractivo,
haciéndose esos cortes de mierda.
—La trinidad —le dije—. Es una doctrina básica del catolicismo
¿alguien sabe que es?

61
—El taita, la guagua y el joliespirit —respondió Ángelo con esa
perspicacia única. A pesar de su jerga cómica, el muchacho sabía
bastante. Incluso me entristecía un poco su ausencia en la sala de
clases, cuando prefería dejarse instruir por su padre, un conocido
traficante del barrio.
Sus compañeros soltaron una carcajada unánime.
—El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —corregí—. Esa es la
trinidad. No obstante, aunque este colegio es neocatólico, debo hacer
algunas aclaraciones al respecto de este tema. —Cogí el plumón y
dibujé un triángulo en la pizarra—. A diferencia de lo que muchos
creen, la doctrina trinitaria no tiene respaldo bíblico, es decir, fue
inventada por el catolicismo.
—Como toda la Biblia poh profe, si esa volá la inventaron los
hombres —interrumpió Karla, una muchacha darketona. Lucía
orgullosa sus remeras con símbolos ocultistas sin saber lo que
significaban realmente.
Hice una pausa para escribir: Babilonia.
—La trinidad proviene de la religión de los misterios babilónica,
y fue insertada en el cristianismo modificado por Orígenes y
Tertuliano. En historia supongo que ya estarán viendo la filosofía
Griega ¿no?
—La profe se queda dormida antes de empezar la clase, oiga. —
dijo uno.
—Viera como ronca. —dijo otra.
—Yo hago filosofía solo después de fumarme un caño. ¬—afirmó
Raúl.
Risas.
Imaginarme a la señora Dolores, profesora de Historia y Filosofía,
en esas condiciones, era bastante gracioso, no pude evitar sonreír.
—Lo importante de esta clase, muchachos, es que se enteren de
que el neocatolicismo es la mentira más grande que les hayan

62
enseñado en sus vidas, así como la mayoría del cristianismo
tradicional, o lo que queda de él. —argumenté, sin pensar.
Todos callaron, mirándome atónitos.
—Parece que el profe está curao —susurró una muchacha.
La cámara de seguridad comenzó a parpadear en una alerta, y en
pocos minutos, un oficial de la Brigada Arcoíris estaba en mi puerta
acompañado de “El Bragas”, que había plasmado en su cara esa
patética sonrisa chimuela, otorgándole una apariencia aún más
horrenda y patibularia, al observar los cuatro cabellos en su cabeza que
todavía se empeñaba en peinar. El oficial vestía como un vedetto
sadomasoquista, lucía el bigote de Freddy Mercury.
—Según se ve, las cervecitas todavía no te bajan de la cabeza,
¿eh, Robles? —dijo Rubén.
Sentí el filo del dardo clavándose en mi brazo derecho.
—¡Eeeeo! —cantó el oficial.
—¡Eeeeo! —respondieron los estudiantes.
La vista se me nubló y caí al piso.
Lo que había dicho representaba un auténtico sacrilegio.
Tal vez, no volvería con vida.
Pero poco me importaba…
Después de todo, el único anhelo que me acompañaba
diariamente, era encontrarme con el ángel de la muerte esperándome
con los brazos abiertos y terminar así esta agonía sin fondo, que me
tragaba con sus fauces lubricadas de corrupción.
El exceso de luz me despertó.
La alarma no había sonado y ya iba media hora tarde al trabajo.
Morfeo de nuevo había hecho de las suyas.

63
3. Félix

El despertador marcaba el reinicio de una rutina demencial, su


repetitivo curso había sido el principal némesis de los últimos gramos
de cordura que iban quedándome. Cada mañana, el tañido de aquel
timbre monótono penetraba en mis oídos con saña, como un martilleo
incesante en los tímpanos. Pretendí elegir un sonido aleatorio con el
fin de no construir una aversión profunda sobre una canción que otrora
fuese de mi gusto, pero llegué a la triste conclusión de que cualquier
música asignada a un despertador acaba reclamando el lugar célebre
de los tonos deleznables que jamás quieres volver a escuchar. Buena
cosa, al fin y al cabo. El cuerpo se despierta más rápido para apagar el
cruel aviso de un desagradable día más de vida.
No descansé mucho. El ingrato mundo de los sueños fue incapaz
de brindarme la placidez y tranquilidad necesarias para despertar
repuesto hacia un nuevo día de «trabajo». Hacía muchísimo tiempo
que mis temáticas oníricas oscilaban entre la industria donde trabajaba
y al ángel de la muerte, acompañado de su guadaña característica, con
la cual seguramente segaba las almas cual cizaña inservible,
llevándose a mi hijo.
El estado del mundo tampoco era de lo más optimista, si la
muerte no reclamaba la vida de algún desgraciado por vías naturales,
lo hacía mediante la absurda imaginación de humanos dañados que
terminaban por secuestrarlos, sellando así sus efímeros destinos en una
muerte solo emulada por la imaginación de personas con estómago.
Ciertamente yo no era una de ellas.
A pesar de haber obtenido un título de ingeniería en construcción,
la situación económica de nuestro país y la inesperada noticia del
lamentable estado de salud de mi pequeño, terminó por esclavizar mis
65
energías en una fábrica de penes artificiales; tan populares entre las
nuevas masas post humanas y post especie.
Es curioso analizar que el colectivo imaginario de la ciencia
ficción del siglo pasado, situaba a nuestra tecnología —supuestamente
futurista—, en un estado superlativo, como en las novelas o películas
de ciencia-ficción. Robots produciendo para nosotros todo lo necesario
para sobrevivir, mientras los humanos disfrutábamos sin límites en una
especie de ociosidad paradisiaca dentro de la gigantesca DisneyLand
que los avances tecnológicos y la ciencia posthumana podían
ofrecernos: siendo saciados por manjares exquisitos, mientras las
enfermedades y la pobreza dejaban de ser una preocupación para el
imaginario colectivo.
Pura mierda.
Me pregunto de donde sacarían la inspiración los genios creativos
del entretenimiento hoy en día, o qué pensarían esos autores de hace
más de seis décadas, si vieran el estado actual del mundo, sobre todo el
de los suburbios latinoamericanos.
No, no había autos voladores.
Ni fábricas dominadas por la inteligencia artificial —al menos no
a este lado del globo—.
Lo único extravagante eran las mentes humanas luchando día a
día por superar esa mediocridad incomprensible, como una pandemia
psicológica que teje sus telarañas de ideologías quebradizas, al asecho
de mosquitos incautos, con el fin de llevarlos a una involución sin
precedentes.
Las industrias seguían siendo de tercer o cuarto orden, es decir,
necesitaban de operarios humanos para armar y distribuir sus
productos. La única tecnología significativa había llegado a algunos
colegios —que podían costeárselo— y a los hospitales, pero eran
maquinarias desechadas por el viejo mundo, los cuales gozaban de
avances diametralmente superiores a los nuestros.

66
Nuestra herencia más importante fue montón de confusión, una
carrera desenfrenada por encontrar aquella escurridiza identidad propia
en un océano de personas depresivas, algo que con mi viejo amigo
Gabriel —en aquellas conversaciones acompañados de un buen vino
—, catalogábamos como el síndrome de los únicos y especiales.
Desde su asesinato, lo hecho mucho de menos. Murió a manos de
la Brigada Arcoíris, acusado de intolerancia por negarse a operar a un
post especie, cuyo deseo era reemplazar sus genitales por los de un
perro. Los medios de comunicación celebraron la condena, pero la
verdadera ciudad y el pequeño remanente de las personas que aún
conservaban sus cerebros, lloraban la pérdida de un excelente médico-
cirujano.
Lo único que pude hacer para rendirle homenaje memorial, era
tomarme una copa de buen tinto, en honor a esas noches tan
edificantes para ambos, intoxicado por el alquitrán de mis cigarrillos,
que sin darme cuenta, se habían convertido en un buen refugio para
ahogar las penas, mientras me quitaba la vida celosamente. Jamás fui a
verlo al cementerio, prefería creer que el espíritu de mi amigo no
estaba entre medio de un bosque de lápidas desteñidas y olvidadas.
Nunca llegué a comprender la razón tras ese impulso motivando a
las personas para ir a un lugar físico con el fin de recordar a alguien e
incluso conversar con el polvo de sus huesos. Para mí, era tan inútil
como hablarle a una persona profundamente dormida. Aunque los
dormidos tienen la esperanza de despertar.
¿Y los muertos tienen posibilidad de levantarse?
Así lo dice una vieja profecía.
Pero hace tiempo que dejé de creer en ellas.
Desde la segunda década del siglo XXI, muchas ideas
comenzaron a penetrar en las masas populares. Ciertamente su
intención era buena, o al menos, creían defender los cimientos de un
nuevo mundo mucho más justo, inclusivo y tolerante. No obstante,
terminamos cosechando una intolerancia digna de los regímenes más

67
totalitarios de la historia. Si bien nuestros gobiernos nunca fueron
prósperos y siempre beneficiaron a cierto sector de la población —los
que poseían más dinero, específicamente—, por lo menos no llegamos
a caer tan bajo como nuestros vecinos. Eso, al menos, hasta hace unos
veinte años, cuando tras masivas protestas, a los chilenos se les ocurrió
la brillante idea de reemplazar los cimientos de su política. En la
práctica no parecía un mal plan; se buscaba mayor equidad, un Chile
más justo.
Y para qué estamos con cosas, si en este país siempre estuvo mal
pelado el chancho. La reacción de la gente fue obvia y sus motivos
siempre fueron en pos del bien común. No quiero ser tomado por un
conservador, o como uno de esos evangélicos que, sin vergüenza
alguna, afirmaban dogmáticamente en ese entonces que el cambio de
la carta magna era obra del príncipe de las tinieblas.
Pero todos los adultos, o quienes ya llevamos «años de circo» —
como diría mi abuelo fallecido—, sabemos que otorgarle una
responsabilidad tan grande a hombres corruptibles, de corazones
blandos, dados a la prostitución ideológica, era una trampa que se veía
a leguas, incluso para gente no tan letrada como yo, pero conocedores
de las probabilidades.
Era una lástima que un velo tan grande cubriera los ojos de la
gran mayoría. Desde su desesperación y sed de justicia, pusieron sus
esperanzas en las manos equivocadas. Si antes estábamos mal, ahora
terminamos peor.
Sujetos a una neo-esclavitud, con un estado más concesionario,
que no permitía la movilidad social ni las grandes acumulaciones de
riqueza. Todo con la bandera del pueblo y la inclusión. Las pocas
industrias chilenas quebraron y las extranjeras emigraron del país al
ver que su avaricia no daría frutos en una tierra que alimentó al
Leviatán más de la cuenta, trayendo casi diez años de desempleo,
hambre y enfermedad.

68
Los nuevos líderes prometían más sueldos, mejores garantías
sanitarias y educacionales. Pero todo eso era una fantasía ridícula si
considerábamos el esquema decretado durante el siglo XVIII, con la
repartición de las viejas colonias africanas y latinoamericanas. En este
pedazo de tierra ya habíamos sido sentenciados a una eterna condición
de servidumbre. Para que existan países ricos como los del Viejo
Mundo, debe haber necesariamente periferias pobres que cedan sus
recursos a una ganga. La única forma de cambiar eso sería ir y
quitarles ese privilegio.
¿Pero aguantaríamos una guerra?
El mundo se movía con dinero.
Y el dinero debe generarse en alguna parte, no cae como maná del
cielo.
El Estado terminó despilfarrando el poco ahorro que había y las
huellas de casi treinta años de neo liberalismo se hicieron notar al no
haber ninguna industria especializada de carácter nacional.
No había de «dónde sacar plata», decía el pueblo.
El auge del caos no se hizo esperar, pero no solo en Chile. Los
ecos de la desesperación alcanzaron a toda Latinoamérica, oyendo el
clamor de sus hijos hambrientos y los llantos de familias
desamparadas. La maquinaria estatal, cuya fama precedente a la gran
hecatombe y era comparada a un dios todopoderoso, terminó siendo
una entidad cobarde que sin oponer resistencia alguna, entregó en
bandeja la soberanía de su país a La Confederación del Viejo Mundo,
declarando su sentencia en la firma de múltiples contratos
arancelarios. Algo similar ocurriría, como un efecto dominó, en todas
las naciones latinas.
¡Pero trajo la felicidad!
¡La prosperidad volvía por estos lares!
Éste era el segundo año desde que la K.A.W. (Konföderation der
Alten Welt) apareció como un mesías salvador. Su líder, el canciller
Friedrich, era un tipo que sabía poner las palabras en su lugar a través

69
de una voz penetrante y gesticulaciones que hipnotizaban a cualquier
mortal digno de oír las melosas promesas escupidas desde su boca. A
mí el tipo me daba muy mala espina. Lo habría catalogado
abiertamente como un «maricón sonriente» Pero Gabriel, con quien
tenía la libertad de expresarme libremente, ya no estaba.
En estos tiempos era muy peligroso adoptar consignas contrarias
a La Confederación, sobre todo cuando apareció para lanzarnos una
soga dentro del abismo de miseria que nosotros mismos cavamos. Por
lo anterior no fuera suficiente, el nuevo sistema político que
funcionaba como una red mundial interconectada, había diseñado un
sistema de reputación; todos los civiles con ideologías opuestas al
régimen político y religioso, no podrían comprar ni vender, ni trabajar,
ni entrar a lugares de esparcimiento y ocio. En cierta manera,
garantizaba la fidelidad de las nuevas colonias. Pues participar del
progreso del futuro, tenía un costo.
Un obrero de medio pelo con un hijo enfermo, no podía darse el
lujo de escupir al rostro del gran canciller o de su «aliade» favorito, el
Papa Salvador I. Conocí gente con la suficiente insensatez de intentar
revivir los ideales ácratas, que en cierto modo, nos habían salvado del
hambre antes de la rendición del gobierno. Sus carnes fueron
flageladas por los esbirros salvajes al servicio del nuevo oscurantismo
en inevitable crecimiento sobre todo el planeta.

II

Me levanté con cuidado para no despertar a Analía, mi esposa, a quién


envidiaba esa virtud de no espabilar con la primera alarma. Nuestro
retoño, Hans, aun descansaba y no solía despegar los ojos hasta cerca
de las 10:00 am. En las afueras aún estaba oscuro, como los designios
del horario de verano lo decretaban. Ya se podía oír cierto movimiento
en las calles, los autobuses y los servicios de aseo y ornato,
deambulaban cumpliendo sus honorables roles.

70
Fui hasta la cocina para prepararme un café bien cargado, otro de
mis vicios prohibidos. La cafeína me otorgaba una dosis de energía
extra, en especial sobre aquellas mañanas gélidas en las que no me
apetecía darme una ducha de agua fría. Era verano, pero la bipolaridad
del clima era otro motivo que se anexaba a la difícil situación de
nuestro diario vivir. El hervidor dejó lista el agua, procedí a verter el
contenido sobre una de mis tazas favoritas, regalo de mi hijo para el
día del padre. En ella aparecía Fabio Lione, uno de los mejores
cantantes que he escuchado en mi vida. Mi abuelo solía escucharle
todo el tiempo, en todos los proyectos que participó —que no fueron
pocos, la picardía del fan chileno no se hizo esperar al ser bautizado
con el apodo de Fabio «canapé» Lione, haciendo alusión a ese
bocadillo infaltable en los cócteles—, y su música fue una fiel
acompañante, incluso en las sangrientas batallas de la guerra civil.
Bebí un sorbo caliente y por algún motivo inescrutable, me
pregunté cuál era mi principal motivación para seguir viviendo.
La única razón que me impulsaba todos los días era poder costear
los gastos médicos de mi hijo. ¿Pero valía la pena? Ni si quiera yo lo
sabía. Si bien es cierto que Analía era una mujer muy ordenada con los
gastos, siempre terminábamos apretados de presupuesto y yo tenía que
quedarme fabricando más penes artificiales de lo normal en la fábrica
para obtener el mísero incentivo que Don Floro nos daba.
«No puedo pagarles más, la situación está difícil» decía el muy
bastardo, demostrando la tacañería característica de su calaña
empresarial. Nos obligaba a producir mil penes artificiales diarios,
pero a nosotros nos pagaba el equivalente a diez de ellos,
mensualmente.
¿Dónde mierda pensaba vender tantos penes artificiales?
Por mí podía metérselos por el culo.
Lo cierto es que los tratos ya estaban hechos, por ende, las ventas
eran seguras. Y el maldito gordo hijo de puta no soltaba un centavo

71
más, ni si quiera cuando manteníamos el índice de producción sobre
las nubes.
Ya no había posibilidad de hacer sindicatos, debido a que los
dueños de las empresas comenzaron a escarmentar a través de los
puntos de reputación y se aprovechaban de que La Confederación
tampoco permitiera estas ideologías «que violentaran la honorable
cooperación mutua entre los ciudadanos del Cuarto Reich». Tampoco
se podía faltar a las misas que la Iglesia de la Santa Libertad
organizaba todos los domingos, donde nos enseñaban la nueva
doctrina de la aceptación y la tolerancia. Allí teníamos que repetir
como auténticos borregos, mantras sobre la aceptación y la nueva era
de iluminación que habían traído esos dos pelagatos; aunque
técnicamente eran un hombre y una mujer biológica que se percibía a
sí misma como un hombre mayor, la cual contra todo pronóstico, se
hizo con el control del vaticano durante el gran sisma, recibiendo el
apoyo incondicional de Friedrich.
Dejé el tazón en el lavamanos y me acerqué por última vez a la
puerta de la habitación de mi pequeño Hans, la luz de mis ojos.
Dormía plácidamente. A sus siete años parecía un niño muy frágil
debido a la leucemia, pero al menos cuando estaba en el mundo de los
sueños, seguía manteniendo el beato aspecto de un niño sin mancilla.
Lo observé desde el umbral unos últimos instantes, sin saber que aquel
día mi vida cambiaría para siempre.

III

Salí al gélido ambiente de la mañana, una leve capa de escarcha cubría


la escasa hierba que iba quedando en la ciudad, los automóviles
estacionados a un lado de la calle, los techos de las casas y los
improvisados cercos de madera o fierro. La fábrica me quedaba a unos
diez minutos a paso relajado, por fortuna no debía gastar en pasajes o
eso ya habría sido el colmo.

72
Deambulé sin prisa por la misma ruta que se robaba mis días, sin
pensar sobre nada en particular. ¿Cuándo fue la última vez que medité
sobre algo relevante? ¿Algo que realmente cambiara el estilo de vida
que llevaba hasta el momento? Aunque suene irónico, la enfermedad
de un hijo es importantísima, sin embargo, yo había estado añorando la
muerte sin darme cuenta, al verme superado por una cruz demasiado
difícil de cargar. Tener otras vidas bajo tu responsabilidad era un
miedo que me perseguía desde joven, y ahora era real, tangible, y
gobernaba cada espacio de mi vida.
Analía y Hans se habían convertido en mi todo; mis cimientos, mi
refugio y mis anhelos. Aquella familia que construí en un tiempo
donde ya no había muchas familias, era para mí un regocijo sobre el
cual no sabría encontrar las palabras adecuadas para describir. Ellos no
eran el problema, si es lo que parece a quién llegara a escudriñar sobre
mis recuerdos o sobre estas memorias. El verdadero y único problema
era todo el desafortunado contexto que nos había tocado vivir.
Pensé que mi carrera sería exitosa, debido a los contactos y a mis
grandes habilidades en el campo de la construcción. Pero el baño de
realidad fue bastante diferente a mis aspiraciones, y aunque tuve la
dicha de recibir una casa propia por herencia, nunca estuvimos en una
posición de libertad financiera.
«A veces faltaba el pan, a veces faltaba el té» recordaba de una
vieja canción de Los Miserables. A pesar de que me gustaba mucho
jugar al fútbol, nunca fui fanático de ningún equipo como para
recordar la letra de El crack, pero aquella canción tenía pasajes muy
acertados sobre la vida de muchos seres humanos que no fueron
alcanzados por la lógica del chorreo —esa donde si el empresariado
aumenta sus ganancias, aquella riqueza caerá eventualmente hacia los
estratos más bajos de la jerarquía como una cascada—.
Así era nuestra vida, la cual empeoró cuando Hans fue
diagnosticado con ese extraño cáncer a la sangre. Los informes del
médico no fueron nada alentadores durante el último control y si no

73
conseguía una suma de 200.000 weltmünzen, vetmunsan o
simplemente vets —como le llamábamos los latinos a la nueva
moneda mundial—, el alma de mi hijo terminaría en una cajonera de
cartón y enterrada en una fosa común: pues solo los ciudadanos de
primer orden tenían derecho a ocupar los cementerios.
Perdido en esos miedos que tarde o temprano terminaban por
inyectarse en mi cabeza, como susurros de un malintencionado
demonio sin nada mejor que hacer, llegué a la entrada de la fábrica. Un
gran letrero indicaba el nombre de tan «impresionante corporación»:

GENIPLAST
¡Implantamos el placer en tu vida!

—Y aquí va otro día de mierda —pensé en voz alta.


Entré al vestíbulo de la bodega principal, donde estaban los
moldes de troncos y glandes. Grandes maquinarias vertían el plástico
derretido sobre unas cavidades que formaban la estructura del
miembro. No eran muy diferentes a los antiguos arnés utilizados por
los asiduos al sadomasoquismo, la diferencia radicaba en los sensores
que se conectaban a la médula espinal a través de algunos conectores
similares al material de las cintas kinesiológicas que debían colocarse
a lo largo de la columna, como parches. La sensación final, resultado
de los estímulos enviados al cerebro, era bastante equiparable a tener
un miembro de verdad.
La empresa había diversificado su giro y ya estaba trabajando en
burdas imitaciones de genitales caninos y felinos, todos artificiales por
su puesto. Según el dueño, tenía la intención de agregar otro tipo de
mamíferos, aves y reptiles, respondiendo a la demanda del momento.
Hasta este minuto al único idiota con la ocurrencia de operarse de
verdad, fue el que provocó el asesinato de mi amigo. Murió poco
después por una gangrena genito-anal, literalmente el culo y lo poco
que le quedaba de pichula se le cayó a pedazos. Pobre desgraciado.
¿Pero así es el karma no?

74
En la tierra gobernada por Friedrich von Drachenkopf y el Nuevo
Vaticano, había productos que superaban con creces la calidad de los
inventados en Temuco; los cuales apuntaban a una población
muchísimo más pobre, pero igual de afectada por el lavado cerebral
colectivo de los avanzadores. Ellos ya gozaban de miembros que
incluso podían tener erecciones paulatinas respondiendo a ciertos
estímulos y con membranas muy parecidas a los seres humanos o
animales.
—¿Cómo va el día Félix? —preguntó Anuel, la mano derecha de
Don Floro, si se le podía llamar así. Trabajaba con él hace diez años
pero estaba cansado por el agobio de la rutina y el bajo sueldo. El tedio
diario de estar a cargo de tantas personas no le había hecho merecedor
de un mejor salario.
Era un hombre de mediana estatura, cabello negro, cejas
pobladas, tez morena y rasgos indígenas bastante marcados. Si tuviera
que describirlo en una palabra, sería creativo. Su principal motivación
era el interés en diseñar prótesis robóticas para discapacitados, no se
veía trabajando en una industria de implantes sexuales. Siempre me
preguntaba qué hacía un diamante en bruto como él desperdiciándose
en este fregadero. La existencia es injusta y muchas veces absurda.
Su historia de superación era sublime; ya su propio nombre daba
claras señas del contexto en que creció: probablemente criado por su
abuela, con una madre soltera adolescente sin mayores pretensiones en
la vida y un padre al que nunca conoció, vinculado con toda seguridad
al mundo del narcotráfico. El hecho de que terminara estudiando
diseño robótico 3D, demostrando ser uno de los talentos más
prometedores, daba mucho de que admirarse.
—Sobreviviendo, brrrr. —exclamé con una sonrisa.
Le hacía mucha gracia que lo molestara con el antiguo «cantante»
de reggaetón y con frecuencia se reía de sí mismo, haciendo una burda
imitación de este. Algo que se agradecía, porque en el mundo actual,
eran pocas las personas que no se sentían ofendidas por cualquier

75
estupidez, aunque fuera una broma amistosa. Parecía como si la
madurez y tolerancia de la gente se degradara poco a poco, en un
mundo donde irónicamente ésta se había vuelto un dogma. Pero el
querer nos debe nacer.
—Yo ando con la media caña —admitió, sin vergüenza.
—Lo pasaste mal anoche entonces… —dije, al tiempo que lo
abrazaba con un brazo y le daba golpecitos en la panza con la mano
libre.
—A veces hay que darse pequeños gustos para superar el estrés
que genera esta huevada.
Caminamos a través de los grandes pasillos que unían los
galpones metálicos. Los edificios de la fábrica eran como gigantes
lúgubres, semejantes a una gran tumba de zinc y fierro. Las máquinas
aún no estaban encendidas. Los demás trabajadores todavía no se
asomaban, adjudicándose el derecho de llegar diariamente unos diez
minutos tarde. Don Floro no protestaba, como buen italiano con
ascendencia turca, sabía perfectamente que con la producción de un
solo día recolectaba el dinero de todos los salarios en la fábrica, así
que nunca mostró muchas señas de importarle aquellos minutos
muertos. Salvo cuando el complejo de capataz egipcio se enseñoreaba
de él. En esos días nadie le hacía mucho caso y todos optaban por
morderse la lengua para no lanzarle algún improperio, bien merecido,
por lo demás, al viejo tacaño de nuestro jefe. Los trabajos, aún los más
absurdos como ese, no los regalaban como para darse el lujo de
perderlos gracias a la impulsividad.
—¿Cómo vas con la construcción de tus máquinas? —le
pregunté.
Anuel perseguía la ambiciosa intención de fundar su propia
empresa, pero haciendo corazones artificiales para trasplantes, una
labor mucho más útil.
—Avanzando. El espacio lo tengo, mi abuela me dio un terreno
camino a Chol-Chol. Solo tengo que juntar algo de plata para armar

76
los galpones. La impresora 3D de tamaño industrial que diseñé ya dio
a luz los primeros corazones artificiales, un conocido cirujano se
comprometió a probarlos en pacientes que ya están desahuciados por
falta de donantes o dinero, me informara al respecto.
—¡Eso es genial! ¡Mis felicitaciones!
—Así que cuando esté listo tienes que venir a trabajar conmigo
po’ huevón
—De cabeza —afirmé.
Mi inseparable colega y yo trabajábamos en la zona de cableado,
teníamos que unir los sensores de los chips a las agujas con una
maquinaria precisa que hacía todo el trabajo por nosotros.
Básicamente realizábamos la parte sensorial de los miembros
plásticos. Era un trabajo poco agotador, pero agobiante. Las horas en
esa maldita habitación pasaban el triple de lento que en el mundo real.
Anuel encendió las máquinas, la meta diaria era dos mil chips,
siempre había que dejar un remanente extra en caso de que un nuevo
pedido llegara a las manos codiciosas del italiano. Descolgamos los
lentes para soldar y las orejeras para protegernos del ruido.
—Y una nueva jornada ha dado inicio —dijo, con una animosidad
sarcástica.
Nos colocamos los implementos de seguridad y comenzamos la
faena.
Zzzum, zzzum.
El sonido del láser que dibujaban los nuevos chips sobre las
placas emitía un ritmo incesante, turbio, similar a las espadas de luz de
la guerra de las galaxias.
Tum-Tic-Tic-Tic-Trrrrrrrr.
El escáner probaba las láminas y desechaba aquellas cuyo patrón
tuviera desperfectos.
Twzzzzzzzzzzzz
La sierra seccionaba las placas en pequeños chips.

77
Era la hora de poner a la maquinaria humana en acción,
dirigiendo la pistola soldadora de los chips a los cables.
Uno, dos, tres…
Uno, dos, tres…
La cinta transportadora colocaba los chips ya cortados junto a la
porción de cables que un brazo mecánico depositaba sobre el banco de
trabajo, donde nos sentábamos a soldar durante todo el día. Mi mente
estaba tan acostumbrada a dicho ritmo, que ya activaba el modo piloto
automático. En ese estado, el tiempo parecía irse más rápido de lo
normal, hasta que se acercara el momento de volver a casa.

IV

Una vez la jornada culminó, me despedí de Anuel y de algunos


colegas a los que ubicaba solo de vista, pues nunca llegué a escudriñar
en sus vidas personales a la luz de una conversación. En el área
electrónica solo éramos dos y pasábamos todo el año aislados entre
esas máquinas y brazos metálicos, bajo unas gafas oscuras que
protegieran nuestra vista de los destellos emitidos por las soldaduras.
De esa forma Anuel se convirtió en una parte importante de mi vida
durante las 45 horas semanales que pasaba en su compañía. Con el
resto seguíamos manteniendo un trato distante.
Al salir de Geniplast, encendí un cigarrillo e inicié a paso lento el
rumbo hacia mi hogar. Pronto se acercaba el control médico del
pequeño Hans, el cual era bastante costoso. Aún faltaba un trecho para
la fecha de pago y pedir un adelanto no era una buena opción debido a
que Don Floro nunca los otorgaba gratis; pedía horas extras durante el
resto del mes o simplemente devolverle el dinero con intereses a largo
plazo.
Casi siempre esas preocupaciones me inundaban después de salir
del trabajo, tal vez por lo mismo trataba de apagar mi ansiedad
quemando esa mezcla tóxica que me brindaba el tabaco y la nicotina.

78
Todos los hombres buscamos refugio en algún vicio, buscando algo de
paz o unos segundos de placer a cambio de un trozo de vida.
Me detuve en un mini mercado para comprar el pan para la once:
era mi lugar predilecto, pues era amasado y recién salido del horno.
Saludé a la señora Marta, la que luego de corresponder a mi
salutación, automáticamente preparó mí pedido sin necesidad de
preguntar, habilidades que solo otorga la rutina. Le di las gracias luego
de pagar y volví a la calle.
El smog formaba una difuminada línea sobre el horizonte y el sol
ya apagaba paulatinamente su resplandor para dar paso al reinado de la
noche.
Avancé unos pasos cuando sentí el claxon de un auto.
—¿Y tú ya no saludas a los pobres, huevón?
Era Ariel, mi cuñado, un hombre velludo de tez morena, usaba
una camisa color vino tinto abierta hasta poco más arriba del pecho y
ocultaba sus ojos tras unas espesas gafas de sol, seguramente para
esconder la resaca o la voladera. Me hablaba desde el interior de un
Hyundai Ioniq eléctrico.
Uno de los verdaderos avances en materia tecnológica fue
importar aquellos automóviles que funcionaban al cien por ciento con
electricidad. El combustible fósil ya estaba desapareciendo y debido a
la demanda, había acrecentado su precio en veinte veces.
Ariel era un hombre extravagante, cuyos negocios, especulaba la
familia, oscilaban entre la venta de drogas recreativas y delivery de
alcohol a altas horas de la noche: o «fonocopete», como le llamaba la
gente. De otra manera no habría podido costearse aquella joyita de
auto. Aunque no era un secreto que los contactos de mi cuñado le
permitían comprar autos robados en el mercado negro, el cual
irónicamente, ya no era tan negro como en los tiempos pre-
confederales.
—¡Ariel! ¿Qué andas haciendo por estos lados? —pregunté
sorprendido.

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—Vine a ver a tu hermana —dijo descaradamente.
—No sabía que te gustaran frígidas… —le devolví rápidamente, a
pesar de que no tenía hermana, al menos, que yo supiera.
Ariel río con la ingeniosa respuesta y me abrió la puerta de su
coche.
—Súbase mi rey, lo llevo pa’ la casa.
—Me queda a un par de cuadras…
—Nos vamos por la ruta larga, dale, no dejes con la mano
estirada a tu cuñado.
Sin ánimos iniciar una discusión, entré al automóvil, que olía a
cogollo recién quemado y a sexo.
Ariel sacó una cajetilla grande de habanos y me ofreció uno.
—¿Son de los finos? —bromeé haciéndome el importante.
—Al lado de las mierdas que fumai vo’ no hay por dónde —
afirmó sonriente.
Pisó el acelerador y tomó calle Mac-Iver para doblar por Tomás
Guevara. El interior del vehículo parecía una auténtica nave espacial.
Ariel encendió la radio y colocó a una de sus bandas locales favoritas:
Invernadero. Los compases irregulares de la canción Energía Solar
comenzaron a sonar en el espectacular equipo de audio del Hyundai.
Si bien tenía fama de traficante, he de admitir que tenía muy buen
gusto musical y jamás se dejó arrastrar por las modas absurdas que
rodeaban a la industria. Tocaba la guitarra y el bajo prodigiosamente,
componía aún mejor, pero cuando se dio cuenta de lo infructuoso que
era el arte económicamente hablando, prefirió optar por la carrera del
dinero.
—¿Y cómo te ha ido, Félix?
—A pura pega nomas.
—¿Y el sobrino?
—Como siempre, por lo menos se mantiene estable con los
medicamentos y el tratamiento. Pronto tiene control, pero ando medio

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cagado de vets —admití, luego de pegarle una bocanada al habano,
que sabía a chocolate amargo.
Esa tarde había poco tráfico. Mi cuñado aprovecho de pisar el
acelerador a fondo: la pantalla marcaba 200 km/h. La canción había
alcanzado la parte del interludio de bajo distorsionado y el ambiente
psicodélico de las guitarras le otorgaba un extraño tinte de oscuridad a
la situación. Si bien la velocidad no me provocaba nerviosismo, habría
sido desafortunado que un descuidado niño se cruzara por el camino.
En cosa de minutos alcanzamos el gran edificio de la
municipalidad de Padre Las Casas, la cual había aumentado su tamaño
considerablemente la última década.
—Yo siempre te ofrecí venir a trabajar conmigo pero te das
mucho color, si en este mundo solo los vivos sobreviven. Si hubiese
seguido construyéndome castillos en el aire probablemente ahora sería
músico y estaría tocando a cambio de chelas en los bares que cada vez
están más escasos. —decía, sin quitarse el habano de la boca.
No era la primera vez que me insinuaba entrar en el negocio, pero
por petición de Analia decliné aquellas invitaciones, pues dentro de
todo, el mundo donde se movía Ariel era bastante turbio y peligroso.
—Prefiero mantenerme en la vía legal, a diferencia tuya yo tengo
un hijo que depende de mí —dije.
—A eso agrégale que eres un gobernado —bromeó.
Subimos al parque Pulmahue, que ahora tenía entrada para
vehículos, un acierto de los diseñadores. Se detuvo en la cima, desde
donde se veían todas las poblaciones aledañas: un mar de luces
ambarinas cubiertas con un velo de niebla sucia. Le bajó un poco el
volumen a la música y sacó del asiento trasero dos botellas chicas de
cervezas artesanales, me cedió una. Según las nuevas leyes, ciertos
grados de alcohol ya no eran considerados peligrosos para la
integridad de las demás personas, así que si el alcohotest marcaba
menos de un grado por litro de sangre, no había ningún tipo de
sanción. Además, desde hacía tiempo que el piloto automático era

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obligatorio en todos los automóviles: si estabas muy pedo, bastaba
presionar un botón —al que debías configurar tu dirección
previamente, si no tenías control de voz— y el coche te llevaba.
—Mira, normalmente no hago esto con cualquiera pero… ¿No te
tinca probar la app MLK?
—¿Qué es eso?
—No es oficial, pero fue desarrollada por programadores
independientes. Funciona casi igual a las aplicaciones de reparto,
aunque esta funciona como una especie de juego. Pagas una
membresía inicial y a medida que vas subiendo de nivel haciendo
misiones, más sube la paga.
Mirándolo de cerca, y a pesar de que era menor que yo, ya se le
estaban notando los rastros de la bohemia por el rostro.
—¿Un juego donde puedes ganar vetmunsan?
—Te pagan en e-coins, pero valen más que los vets.
—¿Puedo tomarme la libertad de dudar sobre la legalidad de
dicha aplicación?
Ariel me miró tras sus gafas oscuras, me dio la sensación de que
ponía los ojos en blanco, harto de ser juzgado por el trabajo que hacía.
Suspiró.
—Verás Félix… en esta vida a veces hay que ensuciarse las
manos para no morir de hambre y salir de la carrera de las ratas. Yo no
he matado a nadie, solo me juzgan por distribuir drogas que ya ni si
quiera son del todo ilegales, solo esa huevadita del X-Sin, pero hay
que ser bien imbécil para hacerse adicto a esa mierda.
Miré por la ventana. Los árboles se movían tenuemente con la fría
brisa que les traspasaba. Ya casi no había gente en las calles y el
parque estaba vacío, solo los nocheros habían iniciado sus rondas
cerrando las puertas, pero el encargado de seguridad era un cliente
habitual de mi cuñado.
—Además, no tienes para que llegar a ser nivel diez en el juego,
con que realices las misiones del nivel uno, basta y sobra para que te

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hagas la plata en un par de días. Sé que andan apretados, yo te
prestaría para hacértelo más fácil, pero sé que a la Analia no le gusta
usar dinero que ella considera indigno. El Hancito es mi sobrino, y lo
quiero harto, por eso te recomiendo esta aplicación, para poder
ayudarte de alguna forma —agregó.
No sabía que decirle, ya a estas alturas la desesperación me había
vuelto un hombre bastante fácil de seducir. Cualquier oportunidad de
conseguir dinero, aunque no fuera del todo limpia, era una opción que
estaría dispuesto a tomar por mi hijo. Hasta ahora habíamos
sobrevivido a puras rifas solidarias o préstamos pequeños a vecinos,
pero era demasiado humillante viniendo de una familia que tiene un
hombre sano como su principal proveedor.
Medité unos instantes, mientras contemplaba a un Padre Las
Casas dormido, agotado por el cansancio que cernía sus garras
diariamente sobre sus residentes.
—¿Y cómo hago para obtenerla? —pregunté.
Ariel sonrió, satisfecho.
—¡Esa es la actitud!
Me explicó que MLK era una aplicación secreta, precisamente
para evitar que la policía confederal metiera sus narices. No se podía
encontrar en ninguna web específica, ni si quiera en la Deep Web.
Solo se traspasaba entre usuarios de nivel ocho en adelante. Ariel era
nivel nueve, llevaba años con el rol de distribuidor. Yo comenzaría
con las misiones básicas, de haberlo querido así, pero como en este
caso me recomendaba un rango alto, podía optar a misiones un poco
más complejas y mejor pagadas.
Luego de enviarme la aplicación por bluetooth, me registré con el
seudónimo de Kain, en alusión a un videojuego que me gustaba mucho
jugar con mi abuelo. Ariel costeó la membresía inicial de 1.000 e-
coins y me dijo:
—Si quieres buscamos alguna misión ahora mismo.

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Ingresó el código de recomendación y nuestras cuentas estuvieron
vinculadas. Por cada misión que cumpliera satisfactoriamente, Ariel
ganaría un 5% de comisión por haberme derivado a la app.
—Un alcance —dijo con un tono serio difícil de encontrar en él
—, debes ser discreto y rápido para cumplir tus tareas. Si ganas
estrellas, te irán saliendo más trabajitos de rango medio/bajo y te
mantienes fuera de peligro.
Me entregó el teléfono inteligente con la ubicación activada,
alrededor había tres tareas con clientes potenciales. De todos, me
llamó la atención el de repartidor de pizzas. Decía que entregaba todos
los implementos necesarios, incluida una motocicleta. Entré y acepté
el trato. Según la descripción, el antiguo operario se había accidentado
y se necesitaba hacer tres envíos especiales a direcciones un tanto
alejadas entre sí, pero dentro del radar en que nos encontrábamos.
—Aprovechando el tiempo, haré esta misión ahora, podrías ir a
ver a la Analia y decirle que me salió trabajo extra, para que no se
preocupe. Llévale este pan también, por favor, está calentito.
Le di término a mi cerveza negra y guardé el envase en la caja
que estaba en los asientos traseros.
—De hecho pensaba pasar a verla igualmente, es bueno visitar a
la familia de vez en cuando, con que llegues tipo 21:30 a la casa, no
levantaría sospechas.
—¿Estás seguro que no es peligroso?
—Las misiones son de una estrella, Félix, tranquilo. En mi
experiencia no pasa nada malo, a menos que tengas mucha mala
suerte.
Salimos del parque. Ariel me acercó hacia la pizzería, ubicada a
las afueras del nuevo mall que alguna vez fue el supermercado
Acuenta. Me dijo que debía activar la misión y el cliente tendría un
seguimiento de mi ubicación en caso de cualquier cosa. Nos
despedimos con un abrazo.

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Y me encaminé hacia la primera de varias tareas, cuyo
cumplimiento iban a depender de mí, de ahora en adelante.

A lo lejos se veía una pantalla de gran tamaño iluminada con leds de


última generación. En él aparecía una pizza hecha de pixeles, como los
gráficos del clásico Nintendo. De pronto, venía un cómico diablillo
famélico, de gafas cromadas y una barbilla de chivo, a devorarla de un
mordisco. Al instante pasaba a tener un vigoroso cuerpo halterófilo
que le permitía arrastrar desde la derecha el nombre del local: Pizza’s
Peccato, representando en letras luminosas caracterizando la bandera
italiana.
Abrí la puerta de vidrio e ingresé. El interior del local, estaba
exquisitamente adornado con material rústico barnizado, rodeada de
muchos guiños a la Italia renacentista. La música de ambiente era un
dueto acordeón, que recordaba fácilmente a los paseos nocturnos por
Florencia. Yo jamás había viajado fuera del país, sin embargo, lo vi en
una película.
Me acerqué a la barra, a paso lento. Una atractiva morena de pelo
ondulado y ojos grandes, me sonrió y me preguntó con acento italiano
qué necesitaba. Le dije que venía por el trabajo. Noté un cambio en su
semblante, tras darme la espalda, caminó hacia un teléfono antiguo
que colgaba de la pared, al lado de un bar que exponía todo tipo de
bebidas alcohólicas de importación. Tenía unas caderas enormes y una
cintura de avispa dignas de admirar. Hizo un corto diálogo en su
idioma para luego indicarme que debía entrar por la puerta que estaba
tras la barra.
Asentí y me sumergí por la dirección indicada. Había una escalera
que daba al segundo piso. Arriba del todo, una puerta que decía
Inspector G.
Toqué dos veces y una voz me invitó a pasar.

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Dentro había un hombre calvo, de contextura débil. Tenía
heterocromía, es decir, dos ojos de diferente color. Una línea delgada
de barba marrón descendía por debajo de su mentón, degradándose a
un color gris. A pesar de su cuerpecillo enjuto, inspiraba respeto y algo
de miedo, aunque no pude evitar recordar al diablillo del cartel frontal
de hace unos momentos.
Tras de sí, había un gran ventanal, desde donde se observaban las
nuevas poblaciones construidas hace diez años. Padre Las Casas se
había convertido en una gran ciudad, logrando crear una conurbación
importante con Temuco.
De las paredes colgaban paisajes y las fotos de una niña, deduje
que sería su hija por la misma extraña condición en los ojos. Sobre su
escritorio había una fotografía enmarcada donde aparecía junto a una
mujer de aspecto enfermo y con un parecido asombroso a la pequeña.
Seguramente se trataba de la madre de la niña.
El lugar olía a inciensos de aromas exóticos y a tabaco fino recién
quemado, el cual se desprendía de un cenicero de cristal calipso que
reposaba sobre el alféizar de una de las ventanas laterales.
—¿Es usted Kain? —dijo, con una voz raspada que lo ponía en
evidencia como fumador empedernido.
—A su servicio, señor…
—Galoni —completó—, pero puede llamarme Inspector. Suelo
encargarme de poner en funcionamiento todo este local y para eso hay
que inspeccionar constantemente el flujo de los acontecimientos —
abrió el primer cajón de su escritorio, sacó unas llaves junto a unas
gafas inteligentes y las dejó sobre la mesa—. Imagino que habrá leído
la descripción. Es un trabajo sencillo pero alguien debe hacerlo. Si lo
logra satisfactoriamente, ganará una módica suma de 40.000 e-coins.
Por un momento, quedé anonadado. ¿Tanto ganaban los
repartidores?
Al parecer mis días se estaban perdiendo en la fábrica de Don
Floro.

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El inspector, como leyéndome la mente, dijo:
—Lo que hoy se le encomienda, son pedidos especiales a clientes
adinerados. Debe cuidar a los productos de sufrir desperfectos
estéticos y de pasar mucho tiempo a temperatura ambiente: la masa se
daña si se mantiene encerrada en una caja por más minutos de los
necesarios. Debe ser rápido y preciso, se le pagará el equivalente al
5% de lo que valen aquellas cuatro pizzas, más las propinas.
Me pregunté en qué lugar del mundo podían vender unas pizzas
tan caras, pero no quise indagar mucho al respecto. A veces es mejor
hacer las cosas con la boca cerrada y sin hacer muchas preguntas.
Giró su asiento, para perder la mirada sobre el bosque de
construcciones residenciales que ya comenzaban a recibir a su gente
luego de un largo día de trabajo.
—El muchacho anterior se accidentó precisamente por no
dominar bien la velocidad, espero que usted sea mucho mejor piloto
—decía con un tono desinteresado—. Debe entregar estos pedidos en
un máximo de treinta minutos, las gafas que acabo de poner a su
disposición le mostrarán las rutas despejadas de transeúntes y
vehículos, utilícelas como mejor le convenga.
Se levantó para descolgar un uniforme perfectamente planchado
que reposaba en uno de los percheros de la perfumada oficina. Su
andar era solemne, como una tortuga cautelosa. Daba la impresión de
que si aumentaba el ritmo se cansaría rápidamente.
—Póngase este térmico, en su interior contiene toda la
documentación necesaria en caso de que la Brigada Arcoíris o Paz y
Seguridad le realicen un control. Evítelos, pues son una tropa de
trúhanes carniceros y no dudarán en robarle el contenido de estas cajas
cuando sepan los ingredientes gourmet que contiene.
Me coloqué rápidamente el uniforme, cogí las gafas y las llaves.
Cuando bajé, la morenaza me dedicó una mirada de
preocupación. «Stai attento» me dijo. Creo que significa ten cuidado.

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Asentí con la cabeza. Me ofreció el casco de la motocicleta junto con
las cuatro cajas y salí de la pizzería.
Afuera me esperaba una motocicleta tipo scooter de color verde,
blanco y rojo, con el logo del local, una doble P en llamas. Eran las
mismas estampas de mi uniforme.
Activé mis gafas inteligentes y me coloqué el casco. La pantalla
se proyectó sobre el visor del mismo, mostrándome un mapa con las
rutas y puntos de entrega. Introduje las cajas en la maleta y me subí a
la montura de dos ruedas.
De niño me gustaban mucho las motocicletas y en general, la
velocidad. Es extraño, pero dicha sensación libera tanta adrenalina que
el cuerpo pide más. De joven solía realizar descenso en bicicleta por la
misma razón, pero una vez nació el pequeño Hans, esas orgías de
peligro debían terminar. Ese día, no obstante, tendría la oportunidad de
reencontrarme con una versión de mi pasado que no revivía desde hace
unos siete años.
Encendí el motor y a una velocidad de 100 km/h llegué al primer
punto en solo cinco minutos. Era una zona residencial bastante
exclusiva, atrás del mall. Me abrió una mujer de unos cuarenta años de
edad, bastante buena moza. Una bata rosada de piel le cubría por
completo, mientras sujetaba una copa de vino especiado, cuyo aroma
metálico traspasó incluso los filtros de aire del casco. Me miró de pies
a cabeza con semblante descarado, tras unos ojos verdes que me
paralizaron.
—Entrega especial para madame Monteverde —le dije, leyendo
el papel de la caja.
—¿Y el repartidor viene incluido? —bromeó con tono seductor
intencionado.
Sentí que mi rostro se ruborizaba y las palabras no me salían. Si
bien durante mi juventud fui un conquistador empedernido, luego de
contraer matrimonio me incomodaba en demasía aquel tipo de
comentarios, sobre todo si provenían de mujeres tan atractivas.

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Después de todo, uno seguía siendo de carne y hueso.
—Tranquilo corazón, me puede gustar bastante la carne, pero por
lo general no muerdo… —dijo luego de tomar un sorbo de vino, que
extrañamente le tiñó los labios de un carmesí parecido a la sangre.
Cogió la caja, me entregó de propina 15.000 vetmunsan y
guiñándome el ojo en señal de despedida, cerró la puerta.
Las siguientes dos entregas no fueron diferentes, salvo por el
detalle de que uno de los hombres era un post especie del género
felino, muy adinerado, por cierto, tanto que había invertido gran parte
de su dinero en cirugías plásticas que le hicieran similar a un gato; el
otro cliente era un humano común, afeminado y regordete, ambos me
dejaron generosas propinas.
El trabajo me estaba gustando, ya solo quedaba la última entrega
y hasta el momento me había hecho el equivalente a mi salario del mes
¡En tan solo veinte minutos!
Sin lugar a dudas, Don Floro era un tacaño, aunque al parecer, no
todos los italianos lo eran.
Mis habilidades en la motocicleta me habían dejado un margen de
diez minutos a mi favor. Los lentes inteligentes indicaban que si me
sobraba tiempo, me pagarían 8.000 e-coins por cada minuto restante.
El siguiente punto estaba ubicado en la esquina de la calle Guido
de Ramberga y Dagoberto Godoy. Cosa extraña, pues hasta donde
recordaba, aquella zona contenía muchas fábricas abandonadas del
rubro de la mueblería y el trabajo con vulco-metal, los cuales durante
la crisis y posterior guerra civil, terminaron por desaparecer.
La ruta estaba despejada y no me tomó más de medio minuto
llegar a las inmediaciones. Pedí a mis gafas inteligentes que
comprobara el punto de entrega, debido a que dichos dispositivos
solían tener errores de vez en cuando. Sin embargo, una voz robótica
me respondió que efectivamente esa era la dirección que el cliente
había dado.

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El reloj marcaba las 20:30 h y la oscuridad ya reinaba en el cielo,
en aquel sector no había demasiado alumbrado público, siendo la luz
de la luna la principal fuente de iluminación, descontando las luces de
la propia motocicleta.
Entré por un portón oxidado que parecía haber sido abierto hace
poco, en el aire quedaba un rastro de polvo, como si hubiera sido
removido por un automóvil de gran tamaño. Bajé y me dispuse a sacar
la última pizza del maletero, cuando vi a una de las camionetas de Paz
y Seguridad. Aún mantenían el típico color blanco y verde de los
Carabineros, pero en su logo ya no aparecían carabinas, si no que
lucían el flamante símbolo de la confederación: la runa veganista de
los gnósticos neo prusianos, atravesada por una espada vertical.
De ella bajaron dos sujetos, bastante entrados en carnes, ambos
tenían el corte de pelo típico de los nuevos cuerpos de policía civil,
aunque actualmente esas instituciones aceptaban incluso a los post
humanos: uno de ellos lo era; su prótesis robótica le dejaba en
evidencia. El tercero, un viejo de poblados bigotes y cara de
degenerado, se quedó dentro del coche, con un semblante burlón en su
rostro.
«La que te espera» leí en sus labios.
—Paz y Seguridad, deje el contenido de la caja en el piso y ponga
las manos sobre la cabeza —me ordenó el más alto de ellos.
Por un momento sentí pánico. Me había entrado la necesidad de
dejar la pizza, coger la motocicleta y perderme por la calle Dagoberto,
hacia el puente «nuevo» —qué técnicamente era el viejo, desde que se
construyó el atirantado—. Pero ambos hombres me apuntaban y
probablemente ya estaban escaneando mis datos con sus sensores.
Cuando La Confederación hizo las reformas en seguridad,
dispuso que el Estado de Chile renovara las cédulas de identidad en
unas copias mucho más digitales, con un microchip inteligente que
cediera la información a los organismos de control de manera

90
automática. Había técnicas para evitar que aquello sucediera, pero me
dejé llevar por los consejos de Ariel y fui descuidado.
—Señor Félix Ludovico Asturias Ferroso, tiene derecho a guardar
silencio… —dijo el post humano en tono de burla.
Cuando estuvo cerca de mí, me cogió el cuello con su brazo
metálico y me levantó por los aires, mientras el otro me había quitado
la pizza de las manos, para abrir la caja y someterla a una inspección.
—Y dime, Ludovico ¿Ese hijo de puta de Galoni envió el dinero
que nos corresponde este mes?
—N-no sé de… q-qué me habla ofici…
Un golpe en la boca del estómago me dejó sin aire. El ardor que
sobrevino fue una sensación que no sentía hace años, desde que recibí
un pelotazo en las bolas cuando era un niño. Sentí que la bilis subía
por mi esófago, pero solo fue un reflujo que afortunadamente me
impidió vomitar mis entrañas.
—No te lo volveré a preguntar —sentenció.
—Aquí en la caja no viene nada, pero seguro que en la cartera
éste tiene bastante dinero —afirmó el otro.
Registraron el banano que llevaba colgando como cinturón y
encontraron mis propinas.
—¿Nada mal eh? —dijo el que me sujetaba por el cuello
—Esto no es suficiente, ese calvo maricón nuevamente se está
burlando de nosotros. Tal parece que no le sirvió de escarmiento la
paliza propinada a su anterior repartidor. ¿Por qué pones esa cara?
¿Acaso no te dijo nada, eh Ludovico?
Sentí otro golpe, seco y duro, en el mismo lugar. Esta vez el
escupo de sangre fue inevitable, salpicó el visor interior del casco. Los
lentes inteligentes aun marcaban las rutas disponibles, aunque noté que
en la esquina superior se había abierto un mensaje de alerta,
simbolizado como un signo de exclamación dentro de un triángulo
rojo que parpadeaba silenciosamente.

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—Yo opino que matemos a este, llevémoslo al interior de la
fábrica donde aún funcionan las máquinas perforadoras y hagamos con
su cuerpo carne molida; luego le enviamos la pizza a ese calvo hijo de
su putísima madre, para que no se le olvide la cuota que nos debe
pagar.
La radio de uno, no vi bien de cuál, comenzó a llamar.
«Emergencia, emergencia, robo a mano armada con violación incluida
a una abuelita y sus mascotas, del sector Villa Alegre, todas las
unidades acudir inmedia-…» El agente cortó la transmisión de golpe,
sin darle la menor atención.
—Cómo molesta esta puta de Lucille —dijo .
—Si no fuera una máquina, diría que se merece una buena follada
—agregó el que me tenía de la garganta.
—Tú si podrías —bromeó el otro.
El de la prótesis biónica, cuya etiqueta en su uniforme lo
identificaba como «Ulloa», sin soltarme de la garganta, me llevó a
paso lento hacia la entrada de aquel galpón cubierto de polvo y pintura
descascarada, que ponía en evidencia su lamentable estado de
abandono.
Me colgué de su brazo metálico para así disminuir un poco la
presión sobre mi cuello.
—Tranquilo, lacayo, no te daremos el placer de morir tan rápido.
El otro paztero, como la población había apodado a los de Paz y
Seguridad, aludiendo a su consumo abusivo de drogas, especialmente
el crack o pasta base, iba adelante, silbando.
Al interior de la inmensa construcción reinaba la oscuridad, el
lugar no tenía ventanas. En una esquina del final se vislumbraba una
tenue tela de luz platino que entraba por un tragaluz en el techo. Las
gafas inteligentes activaron el modo de visión nocturna, tras el cual
pude observar toda clase de maquinarias cubiertas de telarañas y
polvo; muchos pallet de madera corroída, probablemente por polillas,
yacían abandonados quizá hace cuánto tiempo.

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—Ulloa, suelta a ese y ven acá, necesito de tus juguetes para
activar esta perforadora —ordenó el otro.
El paztero me soltó. Caí de rodillas con ambas manos en la
garganta, tratando de recuperar el aire que mis pulmones había
perdido. La visión comenzó a nublarse y el estómago se ató en un
nudo de ansiedad.
Ulloa movió su enorme trasero hacia la máquina perforadora que
estaba delante de él, con la cual su compañero se estaba peleando hace
rato tratando de colocarla en un ángulo necesario, a la altura de un ojo.
La probaba ajustando la altura con su propia cabeza.
—Al parecer esta mierda se activa con un pedal, pero no tenemos
energía aquí —indicó.
—Eso no es problema, mi prótesis tiene una batería integrada que
dura días enteros —respondió el otro, orgulloso—, si no me crees
pregúntale a tu hermana.
Su compañero le observó algo irritado, al parecer la broma de las
hermanas era bastante recurrente en aquel dúo de imbéciles.
—Las prensas no funcionaran, pues el compresor de aire está
dañado —agregó.
—Tú mismo lo puedes sujetar mientras yo le doy potencia a esta
mierda y activo los taladros.
Ulloa se posicionó atrás de la máquina, al parecer, donde esta
tenía su conexión eléctrica. Tras unos intentos logró hacerla funcionar.
Luego hizo una seña a su compañero, a quién vi su apellido cuando se
acercó del todo a mí y me levantó del suelo. «Vergara».
Me arrastró a la fuerza hacia la superficie de la máquina. Debido
a la fatiga de la cual era preso, no opuse resistencia alguna. La alerta
de peligro en las gafas, era cada vez más incesante, pero no
comprendía qué podía significar. Vergara apoyó mi cabeza a la altura
de una de las brocas.
—¿Últimas palabras, Ludovico? —inquirió con aires sarcásticos.

93
Ulloa activó la perforadora. Sus giros avanzaban a un ritmo muy
lento, tomaría unos segundos hasta que atravesara el visor del casco y
se ensartara en mi ojo izquierdo.
Pensé en Hans, mi pequeño.
¿Por qué Dios le había regalado un padre tan insensato?
En ese momento debía estar con él.
Y con Analia...
Recordé mi infancia, aquellos largos paseos a caballo que tenía
con mi padre en los campos de Carahue, mientras me enseñaba las
historias de la Biblia, que nunca entendí mucho, pero me gustaba
escucharle, pues había heredado la voz profunda de mi abuelo.
¿Así se terminarían mis días? ¿Asesinado y desaparecido por una
dupla de policías corruptos?
¿Habría un cielo?
Si lo había, no era merecedor de entrar.
Mis pecados estaban delante de mí, como una marca de
vergüenza imposible de borrar.
La broca avanzaba con aquel sonido estridente, y ya había roto el
visor del casco, haciendo desaparecer la pantalla que las smartglass
habían proyectado sobre él.
Cerré los ojos, y expiré un último suspiro, para despedirme de
aquella vida mediocre que alcancé a forjar debajo del sol.
Un sonido cortante detuvo la máquina, cuando abrí los ojos vi que
Ulloa se sujetaba el muñón ensangrentado donde solía estar su prótesis
biónica. Sangraba. Mientras su brazo echaba chispas unos metros más
allá.
—¿Pero qué mierda…? —susurró Vergara.
Un estruendo se precipitó sobre toda aquella gigantesca cripta de
latón, creí escuchar el aullido de un lobo, pero los gritos del otro
policía no me dejaban distinguir bien. Vergara trataba de seguir la
fuente de aquel ruido, o encontrar al responsable de que la prótesis
biomecánica de Ulloa yaciera en el piso, echando danzarinas chispas

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que resaltaban entre la oscuridad. Por el color de sus gafas, noté que
activó la visión nocturna. Me soltó y desenfundó su arma, una beretta
negra con mira láser, con la cual apuntó nerviosamente, a diferentes
lugares pero a ninguno en particular.
Se oyeron pequeños pasos ligeros, similares a una liebre
corriendo por la hierba seca. El policía, con su arma completamente
inutilizable presa de su nerviosismo, trató identificar la fuente de aquel
sonido casi imperceptible, pero en cosa de segundos, un sonido de
cuchilla afilada se deslizó por su cuello, abriendo un torrente de sangre
que cayó, cual cascada escarlata, sobre su uniforme.
El oficial soltó la pistola y cayó de rodillas, con ambas manos
puestas sobre la degolladura, como tratando de parar la sangre que
fluía a cántaros.
—¿Ve-Vergara? —preguntó Ulloa, que no se enteraba de nada,
puesto que su visor nocturno al parecer, no funcionaba. La ansiedad se
había apoderado de sus palabras, mientras todavía veía su sombra
sujetarse el muñón ensangrentado.
Del techo cayó un bulto negro que cayó justo frente a mí.
Era el paztero que conducía el coche. No tenía ojos ni lengua y su
cuello dejaba al descubierto una mordida salvaje que le desgarró la
carótida.
Fue entonces cuando vi su figura, esbelta y tonificada,
iluminándose gracias a la luz de luna que entraba por el agujero del
techo. Se acercó a Vergara, que aún no terminaba de desangrarse del
todo. Le volteó, mirándole con unos ojos tenaces y felinos, de
diferente color, le abrió el pecho con un corte diagonal de una espada
de plasma, que no había tenido la oportunidad de ver nada más que en
documentales. El pobre desgraciado, por el cual llegué a sentir lástima,
terminó derramando sus intestinos sobre el polvoriento suelo de
aquella cripta olvidada. No gritaba, no gemía, seguramente presa del
shock.

95
El individuo, mientras se relamía, extrajo con uno de sus guantes
biomecánicos, el esternón del policía, lanzándolo a la oscuridad del
recinto. Con la otra, extrajo el corazón, causando al instante la muerte
de Vergara.
Galoni, el inspector Galoni…
Pero si hace unos instantes solo era un escuálido anciano que con
suerte podía hablar y moverse.
Se llevó el corazón, aun palpitante a la boca y le dio una mascada
que desgarró la correosa textura del órgano. Sus ojos parecieron
encenderse de la excitación provocada por saborear aquel exótico
manjar. Como la primera vez que Adán probase el fruto prohibido,
desobedeciendo a su Padre.
—Las antiguas civilizaciones americanas no extraían los
corazones de sus sacrificios para ofrecerlos al sol… —decía,
maravillado¬—. Los sacerdotes, se los comían, dado el excesivo
placer que les provocaba consumir la sangre de un corazón que se
acelera por el miedo. Incluso los mapuches de estas tierras conocían el
secreto y hacían lo mismo con sus enemigos: al devorar la manzana
palpitante, creían obtener las cualidades de sus rivales. ¿Nunca te
preguntaste por qué Dios le impidió a los israelitas alimentarse con la
sangre de los animales?
No entendía qué mierda estaba escuchando.
Giré la vista hacia Ulloa que escuchaba atónito, escondido tras la
máquina y sujetándose el muñón, la descabellada cátedra de
ritualismos ancestrales que daba el inspector con el corazón de su
compañero en la mano. Sin embargo, otra espada de plasma le rebanó
la piña.
Era la italiana del mostrador, que ahora llevaba un sugerente traje
táctico, ajustado a sus magníficas curvas. Cogió la cabeza por los
cabellos y bebió un poco de la sangre que chorreaba de ella en
cantidades generosas. Soltó un gemido de placer, y se relamió, como

96
una ninfómana que acaba de presenciar un grueso miembro masculino
recién salido de la vaina.
Caminó hacia el Inspector y le besó apasionadamente, abriéndose
un poco el escote de su traje y dejando que la sangre le corriera por
entremedio de sus enormes pechos, de los cuales Galoni, lamió como
un desquiciado, lentamente. Parecía como si con cada gota, Galoni
recuperara un poco más de vigor.
Su mirada lobuna se encontró con mi rostro estupefacto y sus
dientes caninos, manchados de sangre y aun con restos de las fibras del
corazón de Vergara, me sonrieron.
¿Qué mierda estaba haciendo ahí?
¿Realmente había presenciado esos asesinatos?
Analia, Hans…
Sentí náuseas, pues el miedo se había apoderado del poco
estómago que me quedaba. La bilis caliente me subía por la garganta,
como un reflujo infernal esperando erupcionar.
Padre nuestro…
¿Estás en los cielos?
Temblor…
¿Por qué estaba temblando?
La italiana se puso en una posición felina, y en cuatro patas,
meneando su enorme trasero como una gatita que viene en busca de su
leche, pasando sobre los restos del cadáver de Vergara, se acercó a mí
y me besó, dejándome los labios con un gusto metálico —muy
parecido al vino especiado de mi primer cliente—, que pareció
tranquilizarme, a tal punto de experimentar el placer más grande que
había sentido en mi vida.
«Te dije que tuvieras cuidado…»
Un atisbo de erección pareció asomarse entre mis piernas.
Ella sonrió, coqueta.

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De cerca, su cabello rizado, sus enormes ojos con pestañas
encrespadas y sus labios carnosos, despertaron en mí la necesidad de
devorarla, trozo a trozo.
Literalmente.
El inspector seguía comiéndose el corazón, como si de un fruto se
tratara y observándonos con el semblante de quien ve una divertida
escena en la televisión.
Fue entonces, cuando perdí el conocimiento.

IV

Me despertó el aroma a fritanga y el sonido de la sartén, donde se


cocinaba un delicioso pescado. Ariel compartía junto a su hermana, las
mismas cervezas que horas antes bebimos en su coche.
—Estuvo bueno el tuto —me dijo.
Analia me sonrió, hace mucho tiempo que no la veía tan contenta.
El pequeño Hans corrió desde la esquina a abrazarme.
—Gracias por el camión a control remoto, papi.
—¿Cómo es que…? —empecé a preguntar.
—¿Dormiste tanto tiempo? —completó rápidamente Ariel—.
Pues llegaste cansado hombre, normal. Menos mal el hijo de puta de
Floro por fin les dio un bono por quedarse trabajando hasta tarde, el
peso de la conciencia seguramente. Y yo justo que te vine a ver ¿mira
qué casualidad? Hace tiempo no me comía un buen pescadito cocinado
por mi hermana, que heredó las habilidades culinarias de nuestra
fallecida madre, que en gloria esté.
—Gracias por el chocolate de almendras mi vida ¿pero no te
costó caro?
—¡Ay Analia! Por primera vez al hombre le pagan en e-coins,
puede darse ciertos lujos ¿o no cuñadito?
—S-si… —respondí, aun somnoliento y con el gusto a sangre en
los labios.

98
Me miré disimuladamente en el vidrio del mueble de cocina, pero
no tenía manchas de nada.
—Ya, ya, basta de chachara y comamos que ya está listo —
ordenó Analia mientras ponía la mesa.
Abrí mi Smartphone de reojo y vi que tenía un mensaje de «Don
Floro»

De: Don Floro

Espero que lo de hoy sea el inicio


De una próspera y exitosa sociedad
Saludos a su pequeño hijo y su adorada esposa.

G.

99
4. Anomia

Delivery

23:00 horas. Día frío bajo estado de emergencia ambiental, algo


recurrente en la ciudad más contaminada del mundo. Una vez más,
montado en su motocicleta de repartos, listo para llevar los pedidos a
personas egoístas, seducidas por la gula premeditada. El rol de su vida
se reducía a transportar grotescos sándwiches, sazonados con cáncer y
gastritis, a los hogares de apáticos autómatas, cuyos modales
inexistentes impedían articular un «gracias» al consumar su humilde
misión. A esas alturas, se preguntaba si valía la pena pasar frío, calor,
hambre y aspirar el humo tóxico de la periferia al servicio de la gente
que no dejaba ni propina por las molestias.
Pobre Aldo. A su corta edad de 23 años, la necesidad de trabajar
surgió prematuramente. Su madre era una mujer de avanzada edad
bajo la demoniaca influencia del Alzheimer. De su padre jamás supo,
pues abandonó a su mujer antes de que él naciera. Por fortuna, tenía la
ayuda de su hermana menor, Gretel. Una jovencita muy independiente
y buena en los estudios. Cuidaba de su mamá mientras Aldo proveía
con lo necesario para su hogar. Habían logrado sobrevivir, ante todo.
La madre de los jóvenes había sido una prestigiosa secretaria y su
sueldo le había alcanzado de sobra para hacerse con un departamento
en un barrio más o menos tranquilo. Allí crecieron sus hijos, al alero
de una sociedad cada vez más digitalizada, distante y mezquina. En
medio de una selva de concreto, donde debieron aprender por sí solos,
ya que su progenitora pasaba muy poco tiempo junto a ellos. Gretel se
refugió en los libros, era una muchacha brillante. Aldo… descubrió el
oscuro mundo de las drogas. Pero eso ya era capítulo pasado. ¿Lo era?
Conducía a una velocidad constante, debía entregar un pedido en
una antigua zona de juergas, donde más de alguna vez había ido con
101
sus viejos amigos de infancia, aquellos que pusieron a disposición por
primera vez, aquella maravilla llamada X-Sin. No quería recordar ese
turbio capítulo de su vida, donde el caos reinaba como monarca
absoluto. Ahora era un hombre rehabilitado, trabajando como
cualquier ciudadano ejemplar, cumpliendo el rol que aquel bastardo,
sin mérito para llevar el título de padre, no tuvo los huevos para
desempeñar.
Llegó ante un bloque de edificios cubiertos de grafitis, que
automáticamente le recordaron a las neo prostitutas virtuales llamadas
artemisas, cuyos cuerpos parecían muralla de baños públicos con tanto
tatuaje descolorido y vulgar. Tocó el timbre del departamento 66b y a
los cinco minutos, apareció una mujer menuda, de rizos rubios y ojos
cafés. Era Alenka, la muchacha que desde niño le había robado el
corazón.
La sorpresa fue inmediata de parte de ambos. Aldo pensaba en lo
hermosa que se veía a la luz de esos antiguos leds que iluminaban el
perímetro. Alenka percibió en el joven repartidor, una hombría mucho
más pronunciada y atractiva. Tras breves instantes de ponerse al día en
cuestiones banales, lo invitó a pasar.
Para el joven, esa era su última tarea del día antes de ir a casa, ya
que todos los pagos se realizaban previamente a través de la
plataforma digital. No manejaba dinero, y era mejor así, pues los robos
habían aumentado mucho en los últimos años y cada vez con mayor
violencia. El último que escuchó en las noticias, fue el asalto a una
señora ricachona de avanzada edad, a quién le cortaron los dedos para
robarle los anillos de oro.
Alenka le sirvió una copa de brandi, para luego sentarse a
mordisquear la grotesca hamburguesa. Al ver que el muchacho la
miraba asombrado, explicó avergonzada que en realidad ella no solía
comer demasiado a excepción de cuando estaba con el bajón. Pidió
disculpas, excusándose de no tener otra para compartir, su visita había
sido inesperada. No importa, le dijo Aldo, pues la comida no faltaba en

102
el rubro, siempre podía picotear entre sus idas y venidas del local,
aunque a esas alturas, el solo aroma a carne frita le producía nauseas.
Disfrutaba para sus adentros, con una gracia pícara, la capacidad
estomacal de una mujer tan pequeña.
Copa a copa, risa a risa, el fuego de pasiones antiguas fue
encendiéndose nuevamente. El influjo masculino que Aldo causaba en
Alenka era tan fuerte como el torrente de muchas aguas. Siempre se
habían gustado, en algún momento se lo confesaron mutuamente, aun
cuando ambos tenían pareja en aquellos años. Ahora estaban solteros,
sin necesidad de rendir cuentas a nadie.
No tardaron en entregarse a los brebajes del placer mutuo,
embriagándose de una intimidad al roce de una piel aterciopelada, tibia
y sudorosa, en pleno acto donde dos cuerpos se unen en aquella danza
mortífera, que reduce los sentidos a nada. El joven repartidor
contemplaba a su musa, mientras su silueta se movía frenéticamente
sobre él, destilando aquel aroma del erotismo prohibido y salvaje.
«Puede ser más rico», dijo ella, abriendo el velador al lado de su
cama. Sacó una pequeña ampolla de X-Sin, algunas gotas de aquel
líquido parecido a la sangre bastarían transportarlos hacia las
dimensiones más frenéticas del tantra en un santiamén. Estoy
rehabilitado, Ale, no puedo hacerlo, dijo Aldo, con un dejo de duda en
su tono. Ciertamente, esa presión en el estómago comenzó a subir a su
corazón, acelerándolo.
¡Su cerebro codiciaba una dosis! ¡Lo necesitaba! Perderse en
aquellos parajes distorsionados. Solo para evadir la realidad. Para
borrarse de aquella rutina demencial que le perseguía… O quizá, para
asesinar a su padre en sueños, como lo había hecho tantas veces. Solo
un poquito, dijo Ale, metiendo cinco gotas en su boca y dejando caer
un excedente con un hilo de saliva, sobre los labios de Aldo.
Fuego.
Vendaval de espirales.
Arcoíris astral.

103
Follaban sobre las estrellas del cielo, sumergidos en la nada,
mientras los gemidos de Alenka se transformaban en resonancias
espaciales provocando supernovas. Su médula espinal comenzó
desintegrarse, fundiéndose con aquella mujer a la que en otro tiempo
dedicó tantas sesiones de auto placer.
Mil agujas luminosas.
Fluidos ascendentes como vapor fragante a la inmensidad del
espacio.
Sus genes enviaron lo mejor de sí en aquella descarga que llenó el
cuerpo de su compañera.
¡Cuánta locura!
Alenka cayó exhausta sobre su pecho, quedando ambos sometidos
al efecto somnoliento que causaba el buen sexo. Apuesto que quieres
otras gotitas, dijo en un tono muy seductor. Aldo asintió. Serían largas
horas deambulando por el país de las maravillas, sin saber que
inevitablemente, estaría despertando a esos demonios insaciables que
tanto le habían costado vencer hace apenas unos años.
Ya eran las once y cuarto de la noche. Gretel, preocupada porque
Aldo aún no se aparecía por casa, comenzó a marcar a su teléfono.
Usualmente llevaba el pan y cosas para la cena, pero esta vez, su
sonrisa no había aparecido, radiante y cordial como de costumbre para
compartir una cena junto a la familia. Era de los pocos momentos en
que Úrsula, su madre, no era una marioneta de su enfermedad.
La muchacha no solía ser supersticiosa, pero su instinto le decía
que algo andaba mal. Su angustia crecía con cada llamada entrante que
caía en el buzón de voz. Aldo estaba ahí, pero no quería contestarle.
¿Habría caído en las drogas otra vez? No, su hermanito mayor no sería
tan necio. Él era el sustento del hogar, ahora que su madre era
convaleciente de esa mórbida enfermedad que cruelmente le borraba
sus recuerdos y la convertía a cada segundo en una completa
desconocida.

104
Úrsula gritaba desde su cuarto, decía que tenía que prepararse
para la llegada de Gustavo, el marido que antes del nacimiento de
Aldo, ya se había echado a volar con otra mujer. Mamita ¿tiene
hambre?, preguntó Gretel, tratando de disimilar el tono de
preocupación. Su madre no lo notaría, pues aquella nebulosa
indescifrable le había transportado a una década, donde todavía lucía
radiante y feliz. Úrsula solía ser muy atractiva cuando joven, pero
demasiado ingenua, una combinación letal cuyas consecuencias se
manifestaron al haber escogido al peor hombre con el que se pudo
cruzar, dejando a muchas nobles almas sinceras por el camino. Tráeme
el maquillaje, que ya va a llegar Gustavo y tengo que ponerme bonita
para él, gritó, ajena, como si se lo estuviera diciendo a su asistente.
Gretel se fue a la cocina a preparar la cena, quizá Aldo aparecería
de todas formas más tarde. Marcó al número un par de veces más,
nada. La operadora inteligente, sin embargo, avisó que su dueño
seguía de una pieza y que se encontraba ocupado. Aquella nueva
tecnología sabía exactamente lo que hacía cada individuo, sin
embargo, no excavaban demasiado en la privacidad de las personas,
por lo que se limitaban a hacer ciertos comentarios cuando detectaban
que los llamados eran muy insistentes, reflejo de preocupación.
Picó algunas cebollas en cuadro y derritió un poco de mantequilla
en la cacerola. Sal y pimienta recién molida para sudarla, al momento
en que se encontrara transparente añadiría la carne molida para que
soltara sus jugos. Iba a preparar unos ricos burritos de res con queso, a
su hermano le gustaban mucho. Cuando estaba calentando las tortillas,
sonó el cerrojo, anunciando la llegada de Aldo. Le pareció extraño que
le costara tanto abrir la puerta, si bien era cierto que esta tenía una
maña, su hermano la conocía bien y era el único capacitado para
abrirla de una pasada. Dejó la última tortilla sobre la bandeja cuando
escuchó los insultos de su hermano. ¡Puta puerta! ¡Siempre lo mismo
con esta mierda! exclamó, iracundo. Gretel, sobresaltada, salió hasta el
umbral de la pequeña cocina. Aldo ¿Qué pasa? ¿Qué son esos gritos?,

105
le miró de pies a cabeza y percibió algo raro en su aspecto, ¿por qué
tienes los ojos rojos y las pupilas dilatadas?, se llevó las manos a la
boca en acto de sorpresa y espanto. En el acto se le soltó la pinza de
cocinar con la que estaba volteando las tortillas. ¿Estuviste
consumiendo, Aldo?, preguntó angustiada, al borde de las lágrimas.
¿Y a ti que mierda te importa? ¿Acaso te pido dinero para mis vicios?
respondió el chico.
Úrsula, al escuchar los gritos, se levantó de su cama, se envolvió
en su bata de dormir y salió a encontrarse con su hijo. ¡Gustavo, mi
amor! ¿Qué son esos gritos? preguntó Úrsula con voz cansada.
¿Tuviste un mal día en la oficina? Recuerda que estoy embarazada y
Aldito no puede pasar rabias. Faltaba más, que apareciera esta
desmentada a confundirme con ese huevón, dijo sin pudor, su hijo.
Aldo, no hables así delante de ella, dijo Gretel. Tú a mí no me das
órdenes, dijo Aldo, soltándole una cachetada tan fuerte, que su
hermana cayó de espaldas. Un hilo de sangre le recorrió la nariz y le
manchó el uniforme del Colegio de la Salle.
Hermano… ¿p-por qué?, preguntó Gretel, desconsolada y
confundida. ¡Gustavo! ¡No te desquites con Mayra! ¡Estoy segura que
ella hizo todas las diligencias que le mandé y están todos los
documentos en orden! Exclamó Úrsula, desde aquella dimensión
paralela en la que se encontraba. Aldo, seducido por una influencia
demoniaca invisible, sintió mucha ira por aquella mujer, que desde
hace bastante tiempo se había convertido en una carga para él, y de la
que celosamente se había hecho cargo. El hecho de que le confundiera
con ese padre al que tanto despreciaba, le causaba repulsión.
Su cuerpo se calentaba como un incendio tenaz que avanza
devorando bosques secos y abandonados. Úrsula no le confundía
adrede, el parecido de Aldo con su padre era como una fotocopia, pero
él se negaba a aceptar que era hijo de aquel bastardo cobarde, cuya
hombría le impidió hacerse cargo de su familia. Se dirigió a la cocina,
como controlado por fuerzas invisibles. Cogió un cuchillo carnicero y

106
se volvió a su madre, para clavarle la primera puñalada en el esternón.
La segunda, en la yugular. La tercera, en el estómago. La cuarta… la
quinta… la sexta. El reloj marcaba un tempo rítmico perfecto entre la
entrada y la salida del cuchillo.
Los gritos de Gretel acompañaban esa grotesca melodía infernal
de un alma que, atacada por el propio fruto de su vientre, se apagaba
lentamente entre alaridos, dolor y muerte.
«Ahora sigue tu hermana», susurró la voz. «La perra no deja de
gritar».
Aldo, totalmente sometido al influjo voraz de la primera probada
de X-Sin tras un largo periodo de abstinencia, fue directamente donde
su pequeña hermana y le rebanó el cuello. Le causó una excitación
especial ver cómo se ahogaba en su propia sangre.
Cuando su alma por fin expiró, fue hacia la cocina y se preparó
unos deliciosos burritos de carne y queso.
¡Cuántas delicias en un día!

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5. Séfora

Mis notas se encontraban desordenadas por todo el lugar, organizarlas


se había convertido en un lío de proporciones importantes. La taza de
café frío, olvidado por quién debía bebérselo, esperaba en una esquina
de la mesa rodeada de monitores, abrazada por la lluvia de llamados
telefónicos. La tarde se dejaba caer, tiñendo de un color amarillento la
oficina que, tristemente, durante últimos tres años se había convertido
en mi segundo hogar.
El informe tendría que haber terminado de redactarse ayer, pero
aparecieron nuevos datos, auspiciados por mi proactivo equipo de
periodistas, con pistas sobre el caso de las aguas falsas. Tema al cual
nos habíamos volcado con gran entusiasmo junto a Moira, Andrés y
Cateryn. El sospechoso aumento de enfermedades mentales,
disfunciones sexuales y muertes cuyo origen nunca se supo a ciencia
cierta, nos terminó sumiendo en una hipótesis que finalmente se
transformó en nuestro eje de investigación. Desde hace años que
vivíamos en una pequeña sopa de infecciones, algunas muy
contagiosas, pero los médicos especulaban que el ataque de una u otra
era solo cosa de la proliferación espontánea.
Un día, Andrés se fumó un porro que lo dejó hablando horas y
horas sobre lo importante que era el consumo de agua para el
organismo. Verdad, dijo Moira, tan drogada que sus enormes ojos
arábicos se habían apagado, ¿alguien cacha cómo le harán los
capitalinos al tomarse esa agua tan mala? preguntó.
Cateryn le explicó entonces, que en su estadía en Santiago no les
quedaba otra que comprarla embotellada, pero que el agua de acá era
por lejos la peor. Oh, dijo Andrés, ¿te cachai fuera agua falsa? Su
sucedáneo de agua dijo Moira, escupiendo con una carcajada el humo
109
que se aguantaba en los pulmones. Yo los escuchaba delirar, mientras
de fondo sonaba De qué me vas a hablar, de Dread Mar I, lo
encontraba muy guapo a él.
Pensé en la teoría de Andrés y en las carcajadas de Moira y
Cateryn que siempre fueron tan exageradas, cuando uno está volado
pasa de un pensamiento a otro cada dos por tres. Pensé en mi madre,
en mi hermano, bueno, me pierdo. La cosa es que por un momento me
encontré reflexionando sobre la posibilidad de un agua falsa ¿acaso
alguien podría inventar algo así? Huevón, estábamos en una era donde
los pajeros podían comprarse unas novias virtuales, disfrutando una
experiencia de inmersión tan real, que realmente no se notaba nada la
diferencia. La tecnología ASMR y el neuroplacer habían hecho
grandes avances en la materia. En el viajecito que me había mandado
la marihuana, me di cuenta de que la idea del Andi no era tan
descabellada.
El agua cada día estaba más escasa y era un verdadero milagro
que aún tuviéramos acceso a ella, pero lo cierto es que su sabor, aroma
y apariencia recordaba a la leche de almendras vencida, esa que
podrías haber olvidado un día de verano en su caja, al lado de la
ventana, donde le llega todo el sol. Nadie parecía preocuparse mucho
porque saciaban su sed con gaseosas de sabores exóticos y agua
tónica, el agua mineral no la incluyo en la lista ya que solo se vendía
en el viejo mundo.
Ni tonta ni perezosa, a los días, le llevé una muestra a Thalia, mi
amiga de la adolescencia que en la actualidad se desempeñaba como
una destacada tecnólogo médico. Examinó la muestra al amparo de la
clandestinidad, debido a las particulares prohibiciones de analizar
agua, sangre o cualquier otra cosa sin previa autorización de los
confederales, sin explicar porqués; utilizó su laboratorio casero.
A los tres días, equivalentes al tiempo que demoraba el análisis,
nos juntamos en el árbol solitario del cerro Conun Huenu, el único
lugar que las fauces de la urbanización no habían devorado. Sabíamos

110
de sobra que las libertades individuales eran vulneradas por la
tecnología del momento y cualquiera podría haber escuchado nuestra
conversación. No podíamos permitir que se filtrara sin tener pruebas
contundentes. De hecho, los datos del análisis se hicieron en un
servidor pirata de un conocido de Thalia, bastante famoso, según
decían, lo vi un par de veces, un muchachito de lo mas particular, no
quise saber mucho más de sus zambullidas en el bajo mundo, pues a
veces mi amiga forjaba relaciones sociales muy turbias, demasiado
turbias diría yo, como esa vez que uno trató de pasarse de listo después
de unas rondas de buen ron. Pero bueno, el caso es que nos vimos
cuando el sol ya no pegaba tan fuerte. Mi amiga sacó el informe e hizo
la pregunta cliché, tengo dos noticias, una mala y una buena, cuál
quieres primero, dijo. La mala, respondí. Tus sospechas eran ciertas, o
las de Andi, como sea, las aguas de esta ciudad apestan y todo indica
que son un refrito recontra reciclado de las aguas servidas, que
técnicamente no deberían servir para consumo humano pero con la
ciencia actual se las apañan con la ayuda de un químico que no supe
identificar, aunque a todas luces cumple el mismo rol que el ácido
fosfórico en la Coca-Cola: impide que la vomites.
No estaba sorprendida al respecto, pero me parecía increíble que
la gente no hubiese sido víctima de una pandemia mucho más grande a
raíz de estar bebiendo agua reciclada de los desagües, como las que
azotaron al mundo a principios de la década del 20. ¿Y cuál es la
buena? pregunté, finalmente. ¿Eres periodista y no lo sabes? preguntó
ella, mientras su cabello liso y negro le chocaba contra el rostro
moreno. El viento había empezado a soplar fuerte.
A partir de entonces, mi equipo y yo trabajamos día y noche,
apenas sin darnos el lujo de dormir, para completar nuestra ópera
magna. Y digo obra maestra porque sinceramente, de los diez años que
llevo como periodista, jamás me había enfrentado a un caso tan
polémico. Desde que publicamos el primer artículo en los diarios
digitales, después de una serie de pruebas que el Bluetooth —

111
sobrenombre que se le daba al amigo-novio de Thalia— había filtrado
en la internet, recibimos una gran cobertura mediática que incluso
sobrepasó los límites fronterizos. No tardamos en recibir llamadas de
aliento, felicitaciones, sobornos e incluso amenazas de muerte por
tocar aquel delicado tópico. Comenzamos a ver lo que se nos venía
encima cuando a Andi le encontraron un cargamento de crack que
mágicamente había aparecido en el automóvil corporativo, y decimos
mágicamente porque vimos que con todo descaro, el agente de Paz y
Seguridad, el paztero de mierda, había dejado las papelinas de forma
deliberada en el maletero a vista y paciencia de todos nosotros. Nadie
les va a creer, sapos culeados, nos dijo.
Lamentablemente tenía razón.
Andrés se llevó una paliza —provocándole una cojera en su
pierna derecha, que afortunadamente, con la magia de la tecnología,
disimula a la perfección con las medias biónico-kinésicas—, y
nosotras, mirando aterradas desde el interior del coche mientras se
ensañaban con nuestro colega, solo atinamos a llevarlo al hospital una
vez que los polis se hartaron de pegarle. No hubo cárcel, pues el crack
no era legal, pero tampoco estaba del todo prohibido. Lo que no estaba
permitido era llevar tanta cantidad. La tunda recibida fue el cobro
suficiente de la justicia, últimamente todo lo solucionaban a golpes y
en realidad, solo querían ponernos los pelos de punta.
Desde ese momento, nos convertimos en el David contra Goliat
del medio periodístico. ¿Aparecería esa piedra de fe que se incrustaría
en la frente del gigante y podríamos por fin cortarle la cabeza?
Hoy iba a ser un gran día para dar una buena estocada al poder,
teníamos preparado un vídeo que Andrés y Moira habían logrado
captar, con la ayuda del jovenzuelo hacker, que se coló a las cámaras
del puerto de Talcahuano. El cabro se merecía unas cervecitas bien
heladas por tantas ayudas, aunque según la tonta de mi amiga, quizá
pediría algo más erotico. Vaya asco. Pero en fin, en la grabación se
veía como cargaban grandes conteiner de agua embotellada, la que

112
curiosamente debía ser nuestra agua potable. ¡La embajada militar
confederal procesaba nuestra verdadera agua de consumo, la
embotellaba y la exportaba hacia sus tierras! Y bueno, en el fondo, no
lo hacían de la forma que se llamaría ilegal, debido a que fue el mismo
gobierno el que permitió ese robo, cediendo nuestras tierras desoladas
tras la guerra civil, y con ellas, todos nuestros recursos. Si bien el agua
ya estaba vendida a los países árabes, incluso en los tiempos pre-
confederales al menos se podía beber agua normal, sin los
inconvenientes de salud que causaba el agua falsa. Lo terrible, era que
la gente no sabía qué mierda estaba tomando.
El artículo que publicamos en un inicio remeció a toda
Latinoamérica, debido a que la situación era similar a lo largo y ancho
del tercer mundo. En respuesta, comenzaron a formarse guerrillas
ambientalistas dispuestas incluso a iniciar un levantamiento de ser
necesario, solo estaban esperando la chispa adecuada para alzar las
armas en pos de lo que ellos creían, era una lucha legítima. Porque en
serio, cualquiera perdería la paciencia ante tanto descaro, aunque este
no era precisamente el tiempo idóneo para una revolución, menos aún
viendo el poder de Alemania.
No obstante, siempre tiene que pasar algo en último momento y
juro que en ese instante, la voz de mi intuición vaticinaba un giro en
los acontecimientos que llevaba viviendo hasta entonces, sentí que
inevitablemente las mohosas cajas del pasado volverían a abrirse.
Allí apareció, con su barba desarreglada y el cabello castaño
despeinado. No lo veía desde aquella nube negra que envolvió a su
familia más cercana: el suicidio de su hermano y cuñada —con los que
más de alguna vez habíamos compartido unas copas en su gigantesca
casa— gatillado por la muerte de sus pequeños hijos. A partir de
entonces Brandon comenzó a distanciarse cada vez más de mi, en
aquella tenaz y temeraria búsqueda de los culpables, se lo había jurado
a sí mismo. Ya no dormía, no comía bien, a veces salía con unas
teorías delirantes. Afortunadamente el seguimiento de voz no era un

113
derecho legal de las policías en aquel entonces, como ahora lo es, o
habría terminado en algún manicomio dizque campo de concentración
para chiflados, porque claro, debían ser útiles los huevones si querían
comer.
Por mi parte, me encontraba en esa situación de no saber muy
bien qué hacer. Busqué refugio en nuevos reportajes y crónicas, al
percatarme de que por más que lanzara cuerdas a ese abismo de
oscuridad insondable, era completamente inútil. Nadie podría salvarlo
desde el exterior, a menos que él quisiera salir por voluntad propia. El
día quecasi pierde la placa por violación a la propiedad privada, fue un
alto para mí, como una señal solicitante de un tiempo que se hizo
demasiado largo como para tener esperanzas de una posible
reconciliación. Estuve soltera, pero nunca sola, sin embargo cuando
amas de verdad a alguien, buscar refugio o placer en otro cuerpo es la
oda a la decepción más grande que he probado en mi vida. Mi corazón
aún le pertenecía, por eso me quise casar con él, cuando todo estaba
bien y el mundo parecía controlar mejor su pantomima.
Lo vi hablar con Adara, la recepcionista, una española que había
llegado desde Cádiz en busca de nuevas oportunidades laborales. No
pude evitar sentir celos cuando se quedó recreando la vista más de la
cuenta en Brandon. A pesar de la pérdida de peso y las notables ojeras,
seguía viéndose atractivo. Llevaba una gabardina de cuero color
petróleo y una bufanda vino carmesí. Le dio las gracias a mi colega y
caminó en dirección a la oficina donde me encontraba. Cada
habitáculo era de cristal, lo que hacia las cosas más simples. En un
diario digital o cualquier medio periodistico, lo ideal era compartir una
gran sala, pero el director insistió en que dentro de todo, había que
tener cierta privacidad, además, nunca se sabía cuando podía comenzar
otra pandemia. Como suelo tener poca paciencia con la gente, se lo
agradecí. La gran oficina la compartíamos solamente los miembros del
equipo. Cuando Brandon se acercó a la puerta de cristal, esta se

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deslizó automáticamente. Noté que expelía un leve hedor a tabaco y
café.
—Tanto tiempo, Séfora —dijo.
En ese momento, los chicos habían bajado por el desayuno. Unas
buenas tortillas de rescoldo con queso, que vendía la señora Rayen.
¡Que ricas estaban! Seguramente ya se encontraban junto al abultado
grupo de personas que encontraba un nutritivo alimento en el carrito
de la ñaña.
Brandon echó una leve inspección ocular a toda la oficina, reparó
en una fotografía sobre el aire acondicionado de la pared, caminó
hacia ella y se quedó un rato pensando. Seguro que le llamó la
atención el atractivo hombre a mi lado. Pude hacerme una idea de la
clase de películas que se estaba imaginando.
—Es mi primo Ricardo, de la vez que lo fui a visitar a Nápoles —
expliqué.
—Ya se me hacía cara conocida —respondió, aunque jamás
recuerdo habérselo presentado—. Me alegra ver que has subido de
categoría, en los medios solo se habla del agua falsa y del supuesto as
bajo la manga que…
—¿Qué haces aquí, Brandon? —interrumpí, algo molesta,
tratando de ocultar la emoción que despertaba su presencia en mí.
Expiró, exhausto.
La brisa helada se coló por la pequeña abertura de la ventana y
me provocó un escalofrío en la espalda. En el fondo sabía el motivo de
su visita.
—No quería moletarte, Sef, pero necesito tu ayuda.

II

Así, sin saber explicar cómo, tuve que sacar tiempo extra para
poder dedicarme a dos casos a la vez, aunque técnicamente, las aguas
falsas pasaba a ser responsabilidad entera del Andi, después de todo, él
había tenido la idea y yo no suelo ser egoísta, todos habíamos

115
trabajado en ello para que incidiera en algo sobre quién caería la
designación de soltar el reportaje bomba de esa noche.
Fuimos a un nuevo café colombiano que abrió en las
intersecciones de Varas y Bulnes. El lugar tenía un aroma agradable.
Una atractiva señorita nos dio la bienvenida con ese melodioso y
sensual acento caleño, llevaba un delantal pequeño y ajustado,
seguramente al dueño le gustaba captar clientes de esa forma, aunque
con lo variados que estaban los gustos hoy en día, bien podría haber
puesto a varios post humanos también. Nos sentamos en una esquina,
tras una palmera iluminada por el sol que se filtraba através de la
cúpula cristalina del techo. Las mesas parecían ser de una madera
nativa perfectamente barnizada. Al tacto era suave. Pedí dos café con
leche.
Conversamos alrededor de una hora. Brandon partió su relato,
contándome que la policía le había restituido su cargo, secretamente,
para retomar la misión de las despariciones. Durante un breve tiempo,
yo también estaba cubriendo esos misteriosos extravíos que se hacían
cada vez más recurrentes, acompañándole desde el primer momento,
cuando sus sobrinos se vieron envueltos en esa horrible situación. No
tenía hijos ni pensaba tenerlos, de hecho, no queríamos ser padres
ninguno de los dos, pero esos peques eran lo más cercano a unos
propios.
Yo poseía muy buenos contactos para hacer la movida más fácil y
eso Brandon lo sabía, intuí que esa era su motivación principal tras
nuestro reencuentro, aunque seguramente también extrañaba mis
caricias, mis besos, mi forma de hacerle el amor, solo que las palabras
jamás saldrían de sus labios, tipo duro, ya saben.
En mi equipo oficial había elementos muy capaces que
estaríandispuestos a asumir el peligroso rol de cazadores furtivos si la
presa final valía la pena. El otro team, más clandestino, superaba a los
cazadores que se movían al margen de la ley, porque estos
directamente la violaban y se cagaban en ella, estaba compuesto por

116
Thalia y su amigo, amante, poniente, andante, o como quieran
llamarle, el hacker que nos había dado datos realmente espectaculares
para el caso de las aguas falsas.
Sin embargo, durante esa hora solo nos limitamos a charlar de
una memoria externa, en la cual estaban recopilados los datos que
pude recavar de las víctimas regionales: peritajes, testimonios,
declaraciones, resoluciones judiciales, informes policiales (obtenidos
con algunas trampitas), etc.
—La Policía de Investigaciones requisó todas mis notas, salvo
una pequeña libreta que siempre llevaba conmigo. Padre me solía decir
que la tecnología a veces es traicionera e irregular, después de todo,
basta solo un botón para borrar toda la información o ponerla a
disposición de algún pirata informático —dijo, luego dio un sorbo a
su café con leche que le dejó un pequeño bigote de espuma y crema,
alargué mi mano para limpiárselo, Brandon me quiso esquivar, ¿hace
cuánto tiempo no tenía contacto físico con alguien? pero finalmente se
dejó. Al parecer, sí extrañaba mis caricias.
Le dije que siempre podía contar conmigo, pero que dicha base de
datos la entregué al resguardo del hacker. Un muchacho de unos 26
años, huérfano de padres y que se ganaba la vida vendiendo
información.
—¿Crees que es seguro confiarle esa información a una persona
de esas características?
Sonreí ante su obvia observación. Noté como miraba mis ojos y
mis facciones, a veces, desviaba su mirada por encima de mi blusa
algo escotada.
—No me preocuparía por él, está prendidísimo de Thalia y
básicamente hace todo lo que esta le dice. Además, gran parte de esos
datos son de dominio público, tampoco es para tanto.
En el fondo, yo sabía que Brandon no daba puntada sin hilo, y
conocer a Bluetooth, como se hacía llamar el novio friki de mi amiga,
le otorgaría un poderoso aliado, si tenía labia para dárselo vuelta,

117
porque lo poco que había escuchado de él, lo retrataban como un
narcicista pedante, aunque a mí me parecía solo un muchacho callado,
hábil maestro del sarcasmo y la ironía.
Quedamos de vernos a eso de las nueve de la noche, él debía
hacer algunos peritajes y revisar informes forenses de los casos más
frescos en la esfera pública. El último había sido el secuestro del bebé
de Marla, el caso que además había incluido la muerte de su
progenitora. Una muerte horrible, por lo demás, sangrienta como
ninguna.
Salimos del café y cada uno siguió su camino. Yo debía hablar
con mi equipo y contarles que ya no estaría tan enfocada en uno de los
casos más importantes de mi vida. ¿Por qué?, me preguntarían,
seguramente. Y yo les diría que a veces el amor es extraño. No solo el
que llegamos a sentir por el sexo igual u opuesto, si no también el
fraterna

118
6. Brandon

Aquella noche estaba para cagarse de frío. Cuando la ingrata


encomienda con sabor a revancha que me confiara Bustamante
terminó de dictarse, bajé del uber pirata en el que había pasado a
recogerme y partí inmediatamente a entrevistar a cada miembro del
hospital que había participado en el turno del ala obstétrica. No podía
fiarme de la inoperancia de Paz y Seguridad, sin contar que para mí
eran cómplices, pero todavía no podía probarlo. El bebé de Marla era
la pista más fresca hasta ese entonces y por lógica, un cazador debe
rastrear las huellas más recientes, así que era mi único punto de
partida, ya que los datos de mis investigaciones anteriores habían sido
requisados por los inútiles de Investigaciones de Chile.
Comencé por el enfermero, que tuvo contacto directo con la
víctima. Se llamaba Ignacio Castilla. Llegué unas dos horas después
del incidente y lo tenían en urgencias, con un poco de suero y
conectado a un respirador artificial. La sala estaba perfectamente
esterilizada y limpia, mientras la envolvía ese característico aroma
aséptico del hospital. Estaba iluminada por unas luces violetas, que
hasta donde llegaban mis conocimientos, solo tenían en las clínicas de
alta tecnología. Según decían le inspiraba calma a los pacientes en
estado de shock. El pobre enfermero seguramente lo estuvo, al ver
cómo una mujer vomitaba sus entrañas encima de su uniforme y luego
se moría. Pero cuando lo ví, parecía tranquilo, se me pasó por la mente
que ya había visto cosas peores en aquellas horas al servicio de la
sanidad pública durante sus aparentes treinta años de edad.
Cuando entré, me miró de reojo y sonrío. Se le formaban
margaritas en la cara cuando lo hacía. Ah, usted es el de la televisión,

119
dijo. Aludiendo seguramente a esos breves minutos de ingrata fama,
mientras investigaba las desapariciones. Según me contó, era asmático
de nacimiento, así que con toda seguridad, las situaciones chocantes
empeoraban su condición. Se notaba que era un chico bueno y
educado, llevaba el cabello muy corto, dejándole a la vista las
inminentes entradas. Tenía una barba perfectamente afeitada, pegada a
su cara y que en ese momento le tapaba la mascara transparente que le
daba aire artificial.
El relato se impregnaba de tintes irreales, como inspirados por
una droga poderosísima. Los cuales eran imposibles, de lejos, según lo
visto en las grabaciones. ¿Comiste o bebiste algo antes de que
ocurrieran las cosas?, le pregunté. Sí, me dijo, un café con mi colega
Renata. Me indicó cómo llegar al pequeño casino en el que solían
proveerse de una buena cantidad de cafeína para enfrentar los turnos
largos. Las malas lenguas decían que también solían esnifar sustancias
de dudosa procedencia ¿cómo iban a aguantar si no los turnos de 48
horas? Me despedí y le dejé mi número, claramente el pobre no tenía
nada que ver en el asunto y tendría que haber sido un excelente actor
como para montarse aquella pantomima. Atravesé el inmaculado
pasillo hasta la encrucijada, donde estaba el gran escritorio de
atención.
Cuando fui a entrevistarme con Renata, rellenaba unos papeles en
el recibidor que se encontraba en la encrucijada de pasillos, lucía
demasiado tranquila para mi gusto, pero no iba a entrar en
especulaciones infundadas, eso ya me había traído problemas en el
pasado. Era una mujer muy hermosa, aunque bastante creída, lo que le
quitaba algo de encanto, según yo. Pasó por los mismos pasajes que el
enfermero, pero reconoció que tras beberse aquel café, se sintió mal y
se desmayó frente al escritorio en el que ahora se encontraba. Le pedí
que por favor me acompañara al casino, para extraer muestras que
quizá podrían ser de utilidad. Me llevé el tarro de café y con el
tomamuestras digital, un aparato del porte de un lápiz que proyectaba

120
una pequeña brocha de microfilamentos, extraje muestras de saliva de
las tazas que aun estaban sin lavar. Tras darle las gracias me dirigí a
ver a Camila, la tercera ocupante que en ese momento se encontraba
de turno. De esta última no saqué muchas pistas porque según ella se
encontraba sacando la basura en el momento del apagón. No tenía
cómo corroborar algo así, debido a que las cámaras habían dejado de
funcionar y misteriosamente, tal vez por error de cálculo, la única que
se había activado fue la de la habitación de Marla.
Paz y Seguridad ya se había llevado el cuerpo de la joven cuando
yo llegué, pero siendo sincero, los forenses de aquella institución no
harían grandes hallazgos, menos aun considerando el estatus social de
Marla, que según los archivos era una de las tantas almas rescatadas
por el Servicio de Protección a la Niñez y Adolescencia. Las personas
como aquella joven no eran importantes para nuestra sociedad, cuyo
norte siempre se mantenía a la vanguardia en su apremiante camino al
desarrollo, esa endeble, absurda y pretenciosa visión que cada día era
más lejana y como siempre hay que guardar las apariencias, era mejor
ocultarlos completamente de las estadísticas. Jóvenes como Marla,
eran cada vez más invisibilizadas y créanme, los datos que había
alcanzado a recabar en mi primera investigación, ponían en evidencia
un extraño patrón: al inicio, todas las mujeres que daban a luz, tenían
en común ese oscuro pasado que construye una niñez a merced del
abandono y la pobreza, aunque después de un tiempo la plaga alcanzó
incluso a los sectores más acomodados.
Salí del hospital a eso de las seis de la mañana, a pesar de no
haver dormido nada, no tenía sueño. Compré un café expresso en el
pequeño kiosco justo afuera de la entrada que separaba urgencias del
ala obstétrica. La señora que atendía era una regordeta con anteojos
poto de botella. Me ofreció un sándwich de queso con pan amasado.
No le dije que no. Bajé a paso lento hacia la entrada del hospital,
sumergido en la neblina matinal que se cernía por toda la ciudad,
devorando a los edificios como débiles espejismos de gas. Crucé la

121
plaza Dagoberto y caminé por Caupolicán. Los primeros transeúntes
hacían acto de presencia hacia sus esmeradas rutinas, curtidas por el
tiempo y la repetición. Llegué a Claro Solar y tracé mi ruta hacia las
dependencias de Diaro El Weichafe, lugar de trabajo de mi ex pareja,
Séfora, a quién no veía hace aproximadamente dos años. No quería
volver a dirigirle la palabra, menos teniendo en cuenta que fui yo el
que estropeó todo y considerando su ascendente protagonismo
farandulero, debido a desenmascarar lo evidente: el problema de la
pseudo agua.
El hecho es que ella tenía en su poder una database del tiempo en
el cual me acompañó como inseparable patiño en la búsqueda de mis
sobrinos. La mía estaba en las manos equivocadas y era muy probable
que la hubiesen hecho desaparecer misteriosamente. No tenía otra
opción más que ir por Séfora y rogar, a Dios, a Alá, a Krishna, que no
se pusiera sentimental o netamente me negara el favor. Ella no era así,
pero con las mujeres nunca se sabe.

II

La grata sorpresa fue que Séfora incluso me invitó un café con leche,
parecía alegre de reencontrarse conmigo, aunque naturalmente, no lo
demostró de manera tan abierta. Me puso al tanto de sus ocupaciones
los últimos años, donde su principal diamante en bruto era el caso de
las pseudoaguas. Respecto a mi database, no tenía tan buenas noticias,
o al menos a mi no me parecieron buenas. Según ella, estaba a buen
recaudo con un jovencito que a todas luces, parecía ser el famosillo
pirata informático que había desfalcado a varios bancos con la mera
motivación de ser un Robin Hood cibernético, pero obviamente se
habría dejado alguna tajada en e-coins y por eso el tipo no se
preocupaba de trabajar o dedicarse a algo más honrado. He de
reconocer, eso sí, que con todo cuanto escuché de él por boca de
Séfora, me dio la impresión de que sin lugar a dudas tenía un potencial
tremendo y era mejor tenerlo como aliado.

122
Quedamos de ir a eso de las nueve de la noche a visitarlo, tiempo
suficiente para recoger mi coche, un Ford Mercury Cougar de 1967,
color ónice. En mi época de detective obviamente me dediqué a
tunearlo con todas las herramientas que ofrecía la década de los 50’ en
el segundo milenio. Lo tenía Alexander, un primo político y lejano.
Era hijo de la ex esposa de un tío abuelo. Un enredo genealógico que
me da un poco de paja explicar. La cosa es que no eramos familiares
sanguíneos, pero a pesar de todo siempre nos tratamos con el respeto
de dos amigos, tanto daba la cuestión de la sangre. Como era de
esperarse, el coche estaba como nuevo, al huevón le encantaban los
autos clásicos, en particular esta joyita, aunque él poseía unos cuantos
que no tenían nada que envidiar. Ser mecánico electrónico era una de
las pocas pegas que dejaban buen dinero: en suelo tercermundista, un
especialista en robótica automotriz era un verdadero oasis para los
confederales y sus automóviles inteligentes en medio de ese desierto
de chatarreros que aun diagnosticaban —o estropeaban— autos
mecánicos o semiautomáticos, que demás esta decir, guardaban un
privilegiado lugar en la obsolecencia más vergonzosa. Me recibió su
esposa, una rusa que básicamente se compró por internet y con la que
se comunicaba con el collar traductor, el cual a esas alturas, traducía
hasta el idioma de la tribu bayaka o el lenguaje avanzador.
Primo estaba en su taller, mientras su pequeña hija jugueteaba con
el robot asistente, un trasto rendondo que bien recordaría a R2D2 de
Star Wars, pero bastante más torpe para moverse, y en vez de emitir
chiflidos inentendibles, hablaba, en unas maberas bastante
primigenias, el español. Se le entendía bien. Probablemente era un
prototipo descontinuado en suelos europeos, pero la última chupada
del mate aquí en Chile. Alexander me dio un gran abrazo, luego le dijo
a Schmenka, su mujer, que me quedaba a cenar. No es molestia, le
dije. Qué molestia va a haber primo, si no te veo desde hace…
¿Cuántos años? ¿Dos, tres? No me quejé, después de todo tenía que
hacer tiempo. La comida estaba riquísima, consistía básicamente en

123
carne al Stroganoff, con una salsa hecha a base de vodka y una
guarnición de patatas bravas. Una mezcla algo extraña. Schmenka me
explicó a través de la robótica voz del collar intérprete, que a su
marido le encantaban. ¿Cómo te pudiste fijar en este feo? Bromeé.
Alexander se partió de la risa. Si supieras lo que tiene este feo,
respondió la rusa, sonrojándose.
El resto del tiempo me dediqué a jugar con la pequeña Davinia y
su gato Rasputín, un felpudo felino con cara de pocos amigos, aunque
le gustaba que le lanzaran galletas de pescado y él las agarraba en el
aire con la destreza de un tigre. Compartimos unas cervezas en el taller
de primo y luego, cuando faltaban veinte minutos me despedí.
Estar dentro de aquel carro se sentía igual que montar un caballo
árabe, oscuro, brioso y fuerte. Desprendía un leve aroma a combustible
y acero. Los asientos estaban perfectamente encuerados y el interior
era tan oscuro como su máscara externa. La pantalla táctil indicaba
que la mantención general del vehículo estaba en perfectas
condiciones y los kilómetros recorridos no pasaban los cien desde que
se lo entregué a Alexander. Me había dicho que solo lo utilizaba para
dar unas vueltas de vez en cuando con la pequeña Davinia, a quien le
encantaba el vehículo y preguntaba constantemente si se lo podía
regalar. Pensé que como no tenía hijos, le dejaría a la pequeña prima
mi montura favorita, pero antes debía disfrutarlo unos añitos más.
Encendí los motores y puse rumbo a la salida del diario. Llegué
cinco minutos antes de la hora señalada, por lo que aproveché de bajar
los vidrios y encender un cigarrillo. En la calle del frente ví cómo un
indigente hacía parar un colectivo.
—Maestro —le dijo—, me faltan 2 vets…
—Súbase nomás caballero —contestó amablemente el conductor.
—¡Pero para el cortito de vino!
Tras un breve silencio, el conductor siguió su curso. El pobre
borrachito, obnubilado por un día más bajo el pesado yugo del vicio,
siguió su rumbo, desorientado, hacia el oscuro horizonte. Las plazas ya

124
comenzaban a ofrecer servicios de toda índole, sobre todo de tipo
sexual. Solo alcancé a divisar a dos transespecie del género marino, se
habían implantado escamas en la dermis de los brazos y la cara,
tatuándose todo el cuerpo de un degradado verdiazul. Séfora salió del
edificio, ataviada con un abrigo marrón muy bonito y una boina negra,
al estilo francés. Divisó el auto apenas pisó la salida. Caminó directo a
la puerta del copiloto y subió.
—Hola, guapo. —dijo, bromista.
—Hola, fea —repuse— ¿Cuál es el norte?
Séfora sonrió a la broma y colocó las coordenadas en la pantalla
del vehículo. Ella sabía perfectamente, desde que comenzamos a salir
juntos, que el maravilloso Ford tenía unas intervenciones brillantes
que mi primo había hecho con mi autorización. Nada de lo ingresado
en su ordenador podía ser rastreado, aunque probablemente el
muchacho al que íbamos a ver, si tenía la habilidad de vulnerar esas
defensas. La dirección marcaba el punto en un peligroso barrio de la
periferia, en las poblaciones nuevas que estaban camino a Cajón.
Luego, metió su mano en mi chaqueta para quitarme la cajetilla de
cigarrillos medio llena, sacó uno, lo encendió, tiró la caja al vacío y
me guiñó un ojo. Me encantaba que hiciera eso, quiero decir, guiñarme
el ojo, lo otro no me gustó demasiado. No deberías fumar tanto, dijo.
Luego sintonizó la radio instrumental donde tocaban algo de post rock
y post jazz.
Cuando logramos tomar la ruta más directa, preguntó:
—¿Sabes que te he extrañado mucho todo este tiempo? —Miraba
por la ventana, con el vidrio bajo, las luces citadinas le iluminaban el
cabello y el color violáceo de los labios.
No supe muy bien que responder, a decir verdad, mis
sentimientos por Séfora no habían cambiado nada en el último tiempo
y no considerar su decisión de apartarse, hasta que el aluvión de
emociones negativas que yo mismo causé tras la muerte de mi familia
más directa, como la mayor prueba de amor, sería la acción mas

125
egoísta que podría cometer mientras el corazón me latiera en el pecho.
Esa mujer me amaba a pesar de cualquier cosa y yo no podía
simplemente hacer oídos sordos.
—No quiero ponerte en peligro —afirmé, torpe.
—¿Acaso ya no estoy en suficiente peligro escupiéndole en la
cara a esos bastardos confederales?
—Tal vez.
—¿Cuál es la diferencia?
—Los conderales son el menor de los peligros ahora, algo me
dice que tras estas muertes tan demenciales se oculta una oscuridad
difícil de imaginar, Séfora.
Lanzó la colilla del consumido cigarro por la ventana.
—Déjame ayudarte. Ya hablé con Andi y el seguirá por su cuenta
con el caso de las pseudoaguas, pero no me pidas que te deje otra vez,
estos años han sido realmente difíciles para mi sin estar a tu lado. Sé
que recurriste a mi por otros motivos, no puedes hacer esto solo y yo
tengo muchos contactos que podrían ayudarte, empezando por el
Bluetooh.
—¿Estás segura que ese cabro es de fiar?
—Si no lo es, tenemos a su talón de Aquiles, Thalia.
—Espero que no lleven una relación tóxica y que finalmente
todos nuestros esfuerzos se vayan a la mierda…
—Con la personalidad que tiene Thalia, yo diría que encontró a
su príncipe azul —respondió ríendo.
Faltaban aproximadamente treinta minutos para llegar cuando nos
rodeó un manto de oscuridad, solamente traspasada por los postes de
luz a lo largo de la carretera. Subimos los vidrios polarizados y
continué conduciendo en silencio. De vez en cuando nos mirábamos
de reojo y nuestras miradas se encontraban. Había olvidado lo
hermosos que eran los ojos de Séfora. ¿Cómo es que pude resistir sin
ella todo ese tiempo? Los abismos del corazón humano son

126
inescrutables, el dolor puede hacerte mejorar, o puede destruirte. La
vida y la muerte.
«Escoge pues, la vida…»
Por el retrovisor observé a dos vehículos negros que avanzaban
en paralelo. Séfora también lo notó. Estuvimos expectantes y vimos
como se dirigían directamente a nosotros. Por algún motivo
inexplicable, aquella carretera tan transcurrida en ese momento solo
estaba siendo utilizada por esos dos vehículos y el nuestro. Uno de los
autos pasó a nuestro lado, también tenía los vidrios polarizados. Se
colocó justo delante por la misma pista y se mantuvo a una distancia
de unos tres metros. El segundo vehículo, justo detrás, encendió las
luces altas, provocando un leve encandilamiento que nos impidió
divisar a un tercer automóvil: una camioneta ban con puerta lateral que
a notorio exceso de velocidad, consiguió ubicarse a nuestra izquierda.
Todavía me encontraba encandilado cuando sentí la primera envestida,
mi coche se desvió un poco a la derecha pero fue capaz de mantenerse
firme. A la segunda y tercera, que no fueron tan diferentes, opté por
arremeter contra la ban, pero en ese momento noté que se acercaba
lentamente, con el fin de desvíar nuestra trayectoria sin acometer con
un golpe de su casco. El material de todos los vehículos parecía
particular. Desde hacía varios años que a los países del tercer mundo
nos llegaban automóviles de una calidad más bien dudosa, que se
abollaban incluso al chocar contra una caja de cartón. Mi vehículo, al
ser una de los pocos diamantes en bruto que fueron restaurados, no
presentaba ni si quiera marcas de los golpes, pero la furgoneta
tampoco. Quienes fuesen conduciendo querían a toda costa provocar
un accidente y lavarse las manos, no se las pondría tan fácil. Traté de
forzar una brecha entre la furgoneta y el auto negro que nos precedía,
pero la estampida de esta vez fue implacable. Agáchate, le dije a
Séfora. A lo lejos vi un poste de concreto, uno de los pocos bastiones
narrando un pasado donde todo el cableado del alumbrado público,
viajaba por los cielos, sujetos por esos gigantes de cemento y no bajo

127
tierra, como era costumbre desde las ansiadas reformas hacia el
desarrollo. Noté que ese era el fin de toda esa persecución, con un
poco de suerte les haría chocar como moscas contra aquel pilar, los
ocupantes morirían en ela cto.

III

La pantalla táctil de mi carro sufrió una interferencia, luego,


como el nacimiento de una estrella pixeleada, apareció la cara de un
cóndor animado; blanco, azul y rojo. Llevaba el signo de bluetooth
sobre la frente.
—Cuando yo les diga, viren a la derecha y piérdanse por el erial
sin detenerse, luego enviaré mi ubicación a tu GPS, pero antes…
¡Contemplen la magia! —dijo una voz distorsionada por algún filtro.
En ese momento, del cielo cayó bruscamente una alfombra de
mierda, viscosa y maloliente sobre la carretera, a una distancia
bastante prudente del primer automovil. Lo vi patinar cuando pasó por
encima de aquel fango y perder el control hacia la izquierda.
—Me tomaré la libertad de activar tus expectaculares
amortiguadores, eh, detective —dijo el desconocido, a quién
identifiqué por intuición como el prodigio informático.
El coche dio un salto de aproximadamente un metro. Séfora
seguía agachada en el asiento del copiloto, pero pareció asustarse y
excitarse al mismo tiempo. Esquivamos perfectamente la caca
resbalosa, viendo cómo el primer automóvil chocó con un mojón
abandonado del antiguo camino que unía esos olvidados parajes con la
maquinaria infatigable de la ciudad. No dio señas de retroceder, no
volvería a la persecución.
La furgoneta tocó la peor parte, pues un segundo diluvio de
excrementos y meados cayó sobre su parabrisas, impidiéndole

128
esquivar el obstáculo que habíamos saltado. Se dio vuelta y fue
chocada por el tercer automóvil.
—¡Ahora! —dijo el Bluetooth desde la pantalla (así le decían, ni
idea por qué) y viramos hacia la izquierda. Aceleré hasta el fondo y
avanzamos por un erial sin dificultades. Mi automóvil tenía una caja
de ocho cambios, por lo que no presentaba ningún desafío. Parece que
no bajará nadie, dijo Séfora, mirando por el retrovisor. Seguí una ruta
de GPS que el hacker había puesto en mi pantalla y en cosa de
cuarenta minutos acabamos en el patio trasero de una planta de aguas
abandonada. Llegar hasta ella fue un poco complicado debido a la
abundancia de matorrales que aparecían a medida que te ibas
acercando, pero daba la impresión de ser el escondite perfecto. Al cabo
de un rato, una de las rejas automáticas se abrió.
—Pensé que este lugar no tenía corriente —observé.
—Espera a que veas el interior, vas a quedar babeando. —me
respondió Séfora, que nuevamente encendía un cigarrillo, esta vez de
los suyos, unos Hillary mentolados. Naturalmente no era primera vez
que estaba en ese lugar.
Nos abrió las puertas a un estacionamiento subterráneo, realmente
no sé qué tipo de tecnología utilizaba, si bien es cierto que la mayoría
de fábricas estaban totalmente automatizadas, no me explicaba el
origen de su fuente de energía. Era un yermo solitario, una mole
huérfana en medio de la nada. Aguas Araucanía no existía desde el
2027, cuando La Condeferación trajo su propia concesionaria: Aguas
Nuevo Mundo. Como temí, el interior no estaba iluminado pero me
bastó con los focos del coche, por lo menos el terreno parecía limpio y
el edificio firme, no había mucho que temer. Además si seguía en pie
después del terremoto del 2045 (más grande que el acontecido en
Valdivia durante el año 1960), podría resistir cualquier cosa; el arte de
las construcciones antisísmicas que solo podían encontrarse en
territorio nacional.

129
Dejamos el coche aparcado y esperamos unos instantes. Séfora
acabó su cigarrillo. Decidimos bajar del auto; teníamos que estirar las
piernas luego de tan largo e ingrato viaje. Lanzó la colilla al suelo y se
colocó una mecha de pelo castaño, algo enmarañado por los
movimientos rápidos de hace unos instantes, tras la oreja derecha,
mostrando unos hermosos aretes de plata con forma de hoja élfica.
—¿Qué es este lugar? —pregunté.
—Algo así como la baticueva, pero versión mula.
—Anda ya.
—Si sigues igual de amargado es muy poco probable que
congenies con el Bluetooth, Brandon.
—¿Y por qué le dicen así?
—Ya te enterarás.
El estacionamiento era muy amplio. ¿Tantas personas solían
trabajar ahí? Desde el fondo, una puerta pareció abrirse. Desenfundé
mi arma, por si acaso, y encendí la luz de la mira. Era una jovencita de
formas sugerentes, que avanzaba cautelosamente hacia nosotros con el
andar de una tarántula. Vestía pantalones de cuero, una remera de
Tokyo Ghoul bastante ajustada, un septum en la nariz y una especie de
piercings en las margaritas que se le formaban cuando sonreía. Tenía
labios gruesos, piel exageradamente blanca y unos ojos redondos,
maquillados con una sombra y rímel negros; expresivos e intimidantes.
Su cabello era un intento de parecer muñeca dark, realmente no le
favorecía mucho pero bueno, nada es perfecto dicen los sabios.
—Te demoraste en llegar, hueona. —dijo dirigiéndose a Séfora.
—Tuvimos unos pequeños percances —respondió, abrazándola
lenta pero afectuosamente. Era Thalia, su mejor amiga.
—Si, eso estuvimos cachando a través de las cámaras en los
drones; tuvieron suerte de que un cargamento de mierda por control
remoto justo iba sobrevolando el área.
Otra de las maravillas tecnológicas y científicas que penetraron de
manera inevitable en nuestra vida cotidiana, fueron los containers

130
voladores. La Confederación, como medida urgente por reparar los
cagazos previos que la humanidad había cometido con el medio
ambiente, optó por construir naves medianas, con materiales baratos,
cargarlas de basura y enviarlas al espacio. Una vez allí el cargamento
se soltaba y se destruía con ayuda de armas láser o alguna bomba de
tiempo puesta al interior de un tanque de oxígeno, naturalmente el uso
de una u otra dependía estrictamente de tu estatus geográfico (primer
mundo-tercer mundo). Incluso el exceso de mierda era lanzado hacia
esos confines infinitos.
Por una cuestión más bien política, Alemania envió muchísimos
cargadores chinos a nuestro territorio. La basura era llevada al espacio
y los excrementos se enviaban a una fábrica hiperespacial donde la
transformaban en abono para los huertos indoor que se construían bajo
tierra, por motivo del aumento de radiación ultravioleta sobre la
superficie terrestre en algunas zonas agrícolas.
—Deberíamos subir —sugirió Séfora.
—Claro, síganme por favor —respondió su amiga con un ademán
que indicaba el mismo camino por el que salió a encontrarnos.
Toda la estructura del lugar era insípida, un edificio tosco de
cemento, construido sin ningún afecto o sensibilidad artística.
Instalaciones cuyo rol solía enfocarse al tratamiento de limpieza de las
aguas; mezclándolas con mierdas como cloro o fluor. No obstante,
nadie sospechó que tras el cierre de muchas fábricas de la antigua
consecionaria, se escondía el terrible secreto de un agua mucho más
dañina y de pésima calidad. Todo era negocio. Básicamente si querías
respirar buen aire y beber buena agua, debías pagarla y Chile hace rato
que había dejado de ser el oasis de Sudamérica, como diría alguna vez
un antiguo presidente de apellido Piñera, aunque a mis abuelos les
gustaba llamarlo Piraña. Subimos unas escaleras, serpenteamos por
unos pasillos completamente a oscuras, iluminados solo por la luna
que se asomaba sugerente entre un agujero de nubes. Entramos a un
ascensor, descendiendo a un nivel más bajo que el mismo

131
estacionamiento. ¿Acaso este friki se escondía bajo tierra? Salimos,
dimos vuelta siguiendo la ruta que nos trazaba la amiga de Séfora con
la linterna de su teléfono. Llegamos a una compuerta doble, Thalía
tocó discretamente con sus dedos, la puerta se deslizó.
El interior parecía ser una sala de operaciones y de hecho lo era,
desde ahí controlaban algunos de los procesos en la antigua planta,
solo que ahora, el Blutú, se las había ingeniado para reactivar todas las
computadoras. Al entrar, la muralla de la izquierda era una fila de
monitores grandes que en ese momento enfocaban las rutas de la
ciudad y unos puntos rojos que me imaginé eran automóviles, mientras
que en triángulos azules se graficaban los drones de seguridad que
sobrevolaban el área, unos rectángulos amarillos seguramente eran los
container aéreos de basura. En la pantalla del medio pude divisar la
planta y efectivamente estaba dejada de la mano de Dios, ni un solo
dron de seguridad sobrevolaba el área. Pensé en todos los posibles
escondites que tendrían los depredadores sexuales de la actualidad,
aunque eran bien pocos ahora que toda clase de perversiones estaban
legalizándose. No obstante, esto me daba nuevas rutas de
investigación. El caso de las desapariciones claramente era clandestino
y utilizaría lugares como esos para llevar a cabo sus macabros fines.
En el techo, al centro de la gran sala, había un cuadrado de
pantallas, parecidas a las que usaban los inversionistas de Wall Street
para ver el estado de las acciones, esperando como lobos rapaces la
oportunidad de obtener alguna tajada de la rapiña. Escaneaba
constantemente una infinidad de códigos binarios, entremedio de los
cuales saltaba algún nombre.
—Que rápido volviste —señaló una voz, algo juvenil, al fondo,
desde lo que intuí era la habitación, o el baño.
—Bueno, mis muchachos tienen prisa, así que haz el favor… —
solicitó Thalia.
Una puerta se abrió y el muchacho se dejó ver. No le eché más de
17 años de edad. Pelo largo, liso, teñido de azul, se lo peinaba hacia el

132
lado, tapándose el ojo izquierdo. Era tan (o más) blanco que Thalia.
Creo que entendí por dónde iban los tiros de su apodo. Una parejita de
lo más peculiar. Llevaba un piercing al costado del labio. Era delgado,
más bien escuálido. Vestía una remera con la cara esquelética Funesto
Muriel, el líder de los anarcoepignósticos que lucharon en la guerra
civil. Unos pescadores marrones y unas sandalias. El lugar
extrañamente tenía buena calefacción.
—Vaya, Seforita ¿Hace cuánto tiempo no venías a visitar a tu
amigo? —dijo, devorando con la mirada a Sef. Me causó cierta gracia
porque entendí que lo hacía para cabrearme. Los celos no son cosa
mía. Cualquiera tiene derecho a apreciar un buen culo. Séfora sonrió
entre dientes y le dijo:
—No había tenido el honor de venir darte las gracias por las
últimas pruebas, realmente no sé cómo agradecértelo, Yohan.
—La verdad está a las puertas. —dijo, llevándose el puño cerrado
al pecho.
—La verdad está a las puertas —respondieron a coro, las dos.
Era el lema anarquistas de la nueva era. No creían en la violencia
ni en los levantamientos armados, a menos claro, que fuese en legítima
defensa. Planeaban la instauración de su ideal mediante la paz;
moralismo que se les derrumbó cuando sus propios compañeros les
traicionaron por un puesto en el Senado fantoche de los confederales.
Ahora querían hacer daño al gigante; estratégicamente y con cautela.
Séfora no pertenecía a ningún grupo o guerrilla, pero simpatizaba
con la causa de Yohan, más cuando este le contó su trágica historia. En
síntesis, solía vivir con su tía, una anciana que a pesar de su edad, era
muy inteligente. Feminista de verdad, no como la estúpida moda
berreante de la actualidad; la mejor manera de hacerse de un nombre
es a través del intelecto, sin mostrar las tetas o menstruar en la vía
pública, le había dicho alguna vez a su sobrino. Era ingeniero
robótico-informático y también confeccionaba sistemas arduino. Su
mayor pecado, según La Confederación, fue casarse con un

133
anarcoepignóstico y por lo mismo le incendiaron la casa a los ocho
meses de que los confederales apoyaran a la nueva izquierda. Los
alemanes no podían permitirse otra guerra civil, menos con el gobierno
marioneta que habían logrado instaurar en los distritos de Sudamérica,
cuya embajada continental se encontraba en México y la gobernación
militar aquí en Chile.
Por alguna razón, la abuela Laura lo vió venir y envió a su
sobrino a la casa de sus padres, que habían muerto, una década antes,
de T1G5, una variante de Tifus cuyo brote mundial diezmó bastantes
vidas durante el 2030. Durante esos años de caza de brujas, Yohan se
mantuvo a salvo debido a que era un crío de 13 años, con un talento
especial para la informática y sin nexo alguno con la revolución.
Algunos años más tarde, descubriría que el incendio fue provocado, no
fue difícil dar con los culpables, unos agentes de Paz y Seguridad de
apellidos Ulloa y Vergara; hace poco los habían encontrado
desmembrados en un viejo galpón, pero el afirmaba no haber tenido
nada que ver. Ahora se dedicaba a vivir de los sutiles robos a multiples
bancos electrónicos, plataformas de inversión online y a deslfacar las
acciones de los cerdos post neoliberalistas del viejo mundo.
—Yohan Garnica, para servirle, detective —dijo, ahora con tono
amable.
Le estreché la mano huesuda.
—Me parece que tengo algo que es suyo.

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135
7. Tristán

Jueves. Mi cabeza daba tumbos. Resultado de una resaca horrible. La


noche anterior me había zumbado varios litros de tocochnaya. Una
punzada atravesaba mi hígado. ¿Cuánto tiempo me quedaba? No lo sé,
no mucho. Todas mis ganas de vivir se habían esfumado como el
concho de la última copa en el hocico de un borracho resignado. No
había senda, ni ríos, ni mares, ni océanos, ni cielos, ni nada donde mis
pies, mis manos o mis pensamientos pudieran arrimarse o seguir,
empezar de cero para edificar un destino mejor sobre el cual descansar
mi cuerpo muerto de embriaguez crónica.
El día daba comienzo con el sol haciendo acto de presencia bajo el
trémulo resplandor matutino, profanando mi cripta oscura, la celda que
aislaba todos los problemas del mundo exterior y acrecentaba los
interiores. Esta vez no hubo sueños febriles para retrasar mi llegada al
establecimiento, mi adorado hogar de trabajo, lleno de autómatas
iguales o peores que yo; solo que en el mundo real era un simple
profesor de la materia más prostituida de la existencia: Historia.
Quizá Morfeo la vez anterior quiso trolearme comparando mi
asignatura con la Biblia, porque si algo se había desvirtuado tanto o más
que la Historia, eso era la Religión, el mensaje del Mesías, la voluntad
del Eterno. Afortunadamente, gracias a la divina providencia de los
cielos, aun con todo el daño que solía provocarme el exceso de alcohol,
marihuana y una que otra línea de cocaína, no me veía tan demacrado
como la señora Dolores, maestra encomendada a enseñar la doctrina
católica a estudiantes cuyos intereses oscilaban entre qué cantante —
traficante— de post trap era mejor o de si el crepypasta de Venado
Tuerto era real.

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No me duché, qué pereza. Fui al baño y lavé mi rostro con
abundante agua. Luego de secarme, caminé hasta la cocina. Un vaso de
aquella mezcla venenosa me miraba expectante. Hoy no, le dije. Si
bebía un poco más, seguro que vomitaba hasta mi propia alma. Me
apliqué desodorante para disimular un poco el olor a copete y metí mis
huesos dentro de un traje marrón. Volví al baño para aplicarme la
higiene dental y utilizar el enjuague bucal, cuyo efecto aumentaría con
unos halls de menta. ¿Pasaría desapercibido? Tal vez. Poco importaba.
Si los patanes directivos, timoneles de dicho barco condenado a la
perdición inevitable, se les ocurría despedirme, mejor para mi.
Regresé a la cocina, otra vez el puto vaso observándome. Había
una caja de Tocornal cerrada y medio vodka lleno. Esta vez un fuego
emergió de mi interior y el corazón comenzó aquel intenso ritmo
frenético. Mis neuronas, palpitantes, se enfrentaban a un duelo de
sparring. No, no, no, no, no. Esta vez, no. La caja me llamaba, seducía a
mis glándulas salivales, gemía en mis oídos, lamía mi corazón como una
prostituta húmeda y dispuesta a satisfacer los apetitos carnales de un
alma solitaria. Miré la hora, eran las siete. Si me tomaba un vasito no
pasaría nada. La noche anterior no había dormido bien y necesitaba
echarle algo caliente al cuerpo para activar su maquinaria
incomprendida. El ardor interno fue propagándose por mi cuerpo como
un enjambre asesino; comencé a tiritar.
Los temblores me sacudían como a un estropajo atado a un mástil
en plena tormenta. Me acerqué al vino en caja, retiré la tapita blanca, lo
vertí sobre el vaso, que aún contenía restos de alcohol, llenándolo hasta
a la mitad.
Perfecto.
Completé la otra con vodka. Bebí de un solo trago.
No vomité, como me había pasado otras veces.
Los latidos del corazón parecieron nivelarse y el calor abismal se
detuvo. Me senté en la mesa y me preparé otro tocodka, como le decía
un amigo al que no veía hace muchos años. Mi cuerpo dejó de

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estremecerse como un vibrador barato dentro de una solterona que ve
con amargura cómo sus años más follables se le escurrieron como agua
entre los dedos.
Seguí metiéndole a mi cuerpo esa mezcla insana que parecía ser el
único antídoto que podía calmar las ganas insoportables de quitarme la
vida.
No iría a trabajar, mi voluntad se había escapado hace tiempo; ya
no podía entregar nada como profesor, tampoco como persona. No sé
cuánto bebí, al poco rato ese estado de ebriedad latente en el que llevaba
sumergido durante tres largos años, volvía a despertar.
Sentí que rasguñaban la puerta, abrí.
Era Luna, la gata Maine Coon de doña Rosita. Fue el último regalo
de su hijo antes de morir en esa asquerosa guerra civil. Su tamaño era
digno de admirar; su pelaje, abrumador, negro con estelas doradas.
Maulló con esa mirada soberbia que tienen los felinos y entró en la casa
sin que nadie la invitara.
Estos gatos… siempre estuve en medio de la dicotomía de si me
gustaban o no. Esta, en especial, solía llegar en los momentos más
extraños, sobretodo en mis noches de insomnio, se acostaba a mi lado y
solo así podía conciliar el sueño con ese ronroneo tan profundo. ¿Era
normal?
Volví a la mesa. Luna recorrió mi cocina sucia, surcando ese claro
de latas, botellas y cajas vacías. Una laucha tuvo la insensatez de pasar
corriendo por ahí. La gata, con esa destreza que solo ellos pueden tener,
la cogió rápidamente como una tigresa y de un zarpazo le quitó la vida.
Reí e hice un salut por su pequeña victoria.
¿Cuándo apagarás esta máquina inservible, Dios? ¿Cuántas
personas que merecen estar vivas se mueren y los estúpidos como yo,
sin aspiraciones ni grandes metas, después de haberlo perdido todo, solo
ven como un grato final su propia muerte, siguen con vida? ¿Dejarás
que me clave yo mismo en la cruz de muerte?
¿O enviarás ayuda…?

138
Luego perdí el conocimiento.

II

Los humos y la algarabía del bar me despertaron. En el lugar sonaba


Soda Stereo, alguna canción melancólica cuyo nombre se me escapa.
Todavía sujetaba mi pitcher, estaba desvanecido y probablemente
intomable. De mis compañeros de universidad ni señas.
Nos habíamos reunido horas antes en la biblioteca de la SUFRO
para planear nuestra nueva corriente histórico-literaria con un objetivo
simple, destruir el argot petulante de los doctos, o de los que decían
serlo, y liberar el contenido al común de los mortales, después de todo
“un pueblo sin memoria, es un pueblo sin futuro” ¿Pero cómo podía
tener el pueblo memoria, si sus únicas fuentes estaban escritas en una
jerga peor al chino mandarín? De hecho, terminar con los malditos
argots académicos habría sido lo ideal, pero demasiado pretencioso.
El flamante escuadrón suicida lo encabezaba Alex Briseñor, quizá
el más erudito de todo el grupo, con una prosa tan hermética como el
mismo Marc Bloch, pero con una autocrítica y responsabilidad social
dignos de admirar. Lo secundaba Valentino Port, un calvo con voz
profunda, amante del punk y el dark wave. Por razones inexplicables,
sus padres dejaron Alemania para venir al culo del mundo. Era una
persona culta, sobria e idealista; pues gustaba mucho del anarquismo,
como todos en el grupo. No me lo imaginaba como profesor pero era
bueno tener gente de su calaña en el gremio. El tercer espécimen era
Mateo Sahlins, un histriónico de cabello castaño largo, una barba corta
de candado, piel muy blanca y una mirada que recordaba a un Maradona
durísimo. Era un tipo muy inteligente pero cuyos cambios emocionales
controlaban su vida para mal. Finalmente estaba Felipe Castro, el más
viejo de todos. De él comprendí que ser profesor simplemente se lleva
en los genes, pues provenía de una familia donde literalmente todos eran
profesores, paterna y materna; tenía una labia excelente y una

139
inteligencia social digna de admirar. Finalmente estaba yo, el menos
interesante del grupo, llegué ahí por Alex, con quién confeccionamos
varios ensayos académicos con resultados importantes dentro de la
Facultad.
Ese día habíamos quedado en trazar las primeras ideas sobre un
libro. La temática iba a ser sobre los primitivos cuerpos policiales que se
implementaron en la región, cuando esta fue anexada por la fuerza a
finales del siglo XIX. Pero como siempre, Port y Sahlins comenzaron a
discutir sobre trivialidades; el segundo perdió rápidamente la paciencia
y comenzó a gritar. El encargado de las logias no tardó en venir a
echarnos con viento fresco. ¡Es que tú todavía piensas como los soviets!
Le recriminaba Mateo. Port respondía con evidente sarcasmo, solo para
molestar a Sahlins, aunque en el fondo lo quería y respetaba. Palabras
iban y venían, hasta que Felipe recomendó ir por unos brebajes donde la
Tía Báltica, lugar que no se llamaba así pero que obtuvo su nombre
como una especie de folclor ufroniano, pues casi todos iban a comprar
bálticas, la cerveza más barata y más mala del mundo, solo superada por
la Dorada. De todos modos, bien heladas no estaban tan mal y se
recibían con cariño en un día de calor. A todos les pareció bien y
terminamos bebiendo hasta que anocheció. Parecía invierno pero eran
cerca de las 19.00 h. Castro tuvo que irse, era el único del grupo que
tenía el infortunio de ser padre, pero para él no era molestia estar casado
y ser responsable de una familia; cuando no estaba en la universidad, se
encontraba trabajando en un reparto de comida rápida que administraba
con su mujer. Cuando se marchó, Port recomendó ir a un bar. La noche
estaba un poco fría y el cielo anunciaba lluvia. Como ya estábamos
bastante ebrios no nos costó decidir. Sahlins se fue cantando, o
intentando cantar, todo el camino, un repertorio que oscilaba entre los
Charros de Lumaco y Tool; como cantante era buen guitarrista.
El bar quedaba cerca, a un par de cuadras de donde nos
encontrábamos, al llegar estaba vacío. Alex tenía hambre, así que pidió
un completo. Los demás seguimos atiborrándonos de alcohol y hablando

140
del terrible panorama en el que se estaba sumergiendo el sistema
educativo chileno, aunque debo decir que mis compañeros eran bastante
más tolerantes con la ideología avanzadora, yo me la pasaba por los
huevos. Al rato apareció un grupo de compañeros de clase, entre ellos
estaba Macedonia, una chica que me gustaba mucho. Vinieron a nuestra
mesa. Charlamos sobre tonterías típicas, como quien pregunta por
preguntar y no tiene otra cosa qué decir. Cuando Alex terminó de
comer, la conversación nos llevó a bahías más interesantes.
Finalmente, por alguna razón que vinculo a la cerveza, el grupo se
dispersó y yo me quedé solo con Macedonia.
Siempre vestía con una elegancia extravagante. Aquel día llevaba
una jardinera de mezclilla azul marino, un beatle rojo de cuello largo, un
saco color gris y una boina negra. Algo había en su atuendo que
intensificaba sus rasgos asiáticos o amerindios; ojos almendrados y sus
labios finos, pintados de púrpura. No tenía un hablar muy bonito, es
decir, no era el tipo de gente que hablara demasiado y bien; sabía
expresarse y modulaba correctamente, pero no disponía un amplio
arsenal de palabras, digamos. Por ejemplo en una conversación grupal
solo se limitaba a hacer esos típicos ruidos afirmativos. Con el alcohol,
por lo menos, parecía abrirse un poco más. Era una muchacha muy
agradable y yo cerveza tras cerveza, sentía unas profundas ganas de
besarla. Terminamos hablando de sus padres, alguna anécdota sobre
cómo su papá le apretó un dedo accidentalmente y casi se lo arranca; me
lo enseñó, eran dedos largos y delgados, una mano fina, pero en uno de
sus dedos aparecía, solo si observabas bien, una pequeña protuberancia
cerca de la primera falange del índice. No recuerdo cuánto me dolió,
pero grité como una condenada, dijo.
Cuando nuestra reserva de alcohol se terminó, me sugirió ir a otro
bar. Esa noche era Halloween, una de las tantas fiestas sin sentido que
inventa la humanidad para que los ilusos se disfracen y gasten grandes
cantidades de dinero en dulces o alcohol. Mencionó algo de que los
chicos, mis nakamas de la nueva corriente histórico-literaria, se habían

141
ido para allá; entré en cuenta que desde hace rato no estaban en ese
local.
Me tomó de la mano y pusimos rumbo a la parada del colectivo, el
sitio quedaba al otro extremo de la ciudad, pero en automóvil se llegaba
en unos diez minutos sin tráfico.

Cuando entramos había un mar de gentes disfrazadas desde el


mismo presidente, hasta la dama de Varsovia, una de las primeras
figuras mediáticas en ser declarada post humana. Muchos de los que
estaban ahí no llevaban disfraz; aquel estilo estrafalario solía ser su
atuendo diario, con algunas leves modificaciones para evitar la
monotonía.
Macedonia se acercó a la barra y compró unas cucarachas; trago de
brandy, tequila y café, al que le encienden fuego. Muy llamativo. Se
bebía en cortitos. No recuerdo cuántos me tomé. Bailamos post punk,
volvimos a la barra. En algún momento Macedonia se sintió mal, fue al
baño a vomitar y se tardó una eternidad. Volví a la barra y compré un
pitcher de cerveza negra. Me venció el sueño, o la borrachera.
Macedonia no volvió. Me lamenté, pues había pensado que aquella
noche terminaría en ese encuentro sexual que llevábamos aplazando.
Ambos nos gustábamos, pero yo tenía novia, mi dulce Mariette. Esa
noche me refugiaba entre las arenas movedizas del alcohol para olvidar
la oxidada hoja que ella había clavado sin misericordia en mis
intestinos.
Había tratado de terminarme, escudándose en que ya no era lo
mismo. Le pedí una oportunidad. Me la negó. Insistí, tratando de
despertar compasión de su parte, hasta que por una corazonada del
destino, esa misma noche, que como cualquier noche mala, llovía a
cántaros, decidí a plantarme en su casa y pedirle explicaciones. Me la
encontré llorando. Vete, me dijo. No, dime qué está pasando ahora
mismo, insistí. Hice algo malo, Tristán, respondió. Se había acostado
con un avanzador radical que por desgracia, conocía, de esas fiestas de
adolescente en las que te topas con muchachos igual de borrachos, igual

142
de tristes y quebrados que tú. En esos momentos no me supo explicar
los motivos pero meses más tarde reconocería que fue solo por hacerme
daño.
Ese acontecimiento dañó en gran medida los pocos cimientos de
autoestima sobre los que reposaba mi desagradable travesía. Si nos
comparábamos usando aquel superficial criterio de la apariencia, el tipo
me daba mil vueltas; mejor cuerpo, estatura, incluso más estilo con esos
tatuajes que despiertan el interés de mujeres como Mariette. ¿De qué
forma debía abordar eso?
La razón, o la excusa, fue que mi alcoholismo ya alcanzaba un
nivel preocupante con el que ya no podía lidiar. Ella lo sabía al
momento de conocerme, ofreciendo todo su apoyo. Creyó que aquella
mariconada me serviría de remezón, pero no hizo más que empeorar las
cosas.
Mariette, mi dulce Mariette.
Esa noche quería venganza, pero el puto alcohol, no contento con
alejarme de Mariette Pascale, me quitó la chance de volver a sentir el
amor en los brazos delgados y el busto discreto de Macedonia Neiva, la
reina oriental, princesa mapuche, que me arrancaba más de un suspiro
en mis pocas horas frugales, cada vez que inundaba con su presencia las
fútiles cátedras de la universidad.

III

Ese día acababa de salir de un examen. Era la segunda vez que daba la
asignatura porque el cerdo del profesor no me quiso aprobar por
inasistencia a pesar de que mi promedio final sobraba. Materias más
difíciles eran mucho más flexibles, y ese idiota, con sus pajas mentales
sobre teoría educacional, que a todo esto, apestaba más que la
teorización ideológica de los avanzadores, se hacía el importante. De
todos modos no quiero dar una impresión equivocada cuando admito
mis ausencias en clase. Muchas veces prefería encerrarme en la
biblioteca de la universidad a devorar libros; algunos docentes, si bien

143
eran hábiles como académicos, dejaban bastante que desear como
profesores y en vez de ir a cagarme del sueño, optaba por aprender de
manera autodidacta. En este caso, se suponía que el calvo, obeso y
cuatro ojos era toda una eminencia en su área, cuyos horizontes
terminaban en las fórmulas de aprendizaje significativo. En fin. Terminé
la prueba y me senté fuera del edificio. Le envié un mensaje a Mariette,
debía hablar con ella urgentemente. Me dijo que estaba en su casa,
avanzando en una pintura; estudiaba artes por aquel entonces.
Ese día, para el almuerzo, había quedado con mi amigo Ignacio,
que estudiaba en la Universidad Autónoma de Chile para convertirse en
un futuro enfermero. Como todo mejor amigo, había cogido el rol de
confidente, escuchando con paciencia los problemas engendrados con
mi noviecilla de turno. Nunca tuve muchas, igualmente. La anterior,
Natalia, era un amor de persona, pero como todo amor adolescente, no
se podía esperar que llegara a buen puerto. Nos tomamos un café afuera
de un local frente a la biblioteca. Le conté el engaño de Mariette y de
cómo se había revolcado con un avanzador. Ignacio me escuchó con el
ceño fruncido, sin interrumpirme, era una de sus grandes cualidades y
que yo agradecía profundamente en momentos así, pues era muy
doloroso cortar el relato y volver a recapitular. Finalmente me
recomendó que terminar la relación era el camino más sano. Llegué a la
misma conclusión.
Planeaba cerrar la página ese mismo día.
Estaba nublado y corría un poco de viento. Me puse de pie y me
dispuse a surcar aquel mar de multitudes hacia la salida frontal del
recinto. Haría el recorrido tradicional a pie, hasta Padre Las Casas. A
pesar de que el deber me impulsaba a terminar con aquella farsa de una
buena vez, me era doloroso. Mi subconsciente utilizaría cualquier treta
para dilatar esa amarga conversación. Crucé el Puente Nuevo, el tráfico
era regular, como todos los días. Me dio un poco de calor pero el cielo
presagiaba lluvia. Cuando llegué al cruce de la virgen, ya empezaban a

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caer tímidas gotas desde el cielo. Afortunadamente llevaba puesta mi
chaqueta impermeable.
El resto de la ruta era bastante tranquila, solo se veían un par de
perros revoloteando en las bolsas de basura. Llegué a la puerta de su
casa, abrí el cerco, deslicé la ventana que estaba al lado de la puerta —
pues habían perdido la llave y el padre, de flojo o tacaño, no compraba
una nueva cerradura; así que la dejaban tal cual, a merced de cualquier
ladrón— y entré. Damián, su hermano, no estaba. Era el primero en
saludarme con una sonrisa y haciendo esas caras bobas que solo él sabía
hacer. Era un buen músico, pero tampoco tenía claro qué rumbo tomar
en la vida. Ya era padre y tenía trabajos esporádicos. Seguramente en
ese momento se encontraba trabajando, o bebiendo, o follando, vaya que
follaba ese tipo. Subí hacia la habitación de Mariette.
Se encontraba, efectivamente, terminando un cuadro donde
aparecía un violín, al lado de una calavera, secundados por una vela
encendida. La pintura, que confería un inevitable aire gótico, le estaba
quedando preciosa, reflejo del talento natural que poseía para esas cosas.
Llevaba puesto un polerón felpudo, blanco, para el frío, quizás. Estaba
sentada de rodillas, con el cuerpo inclinado hacia adelante. Me saludó
sin despegarse de su tarea. Correspondí. Su trasero se veía redondo y
apetecible tras unas calzas oscuras. En otro tiempo me gustaba
interrumpirla mientras avanzaba en sus tareas, cogiéndola de la cintura,
bajándole los pantalones o las calzas —cuando llevaba estas últimas, era
más fácil— para frotarme contra esa blanca y tersa piel. Siempre
acabábamos en la cama, con ella quejándose de que debía avanzar en los
cuadros.
Yo me reía, porque tampoco es que se hiciera de rogar cuando
comenzaba a tentarla.
Esa tarde, yo no sentía apetito alguno por su cuerpo.
Dejé mi bolso encima de su cama y me senté.
—He venido a hablar —dije, tras suspirar, exhausto.

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Mari dejó el pincel dentro de un vaso de agua, se volteó, y me
clavó una mirada tras los gruesos marcos de sus anteojos como diciendo
«ya sé de qué va todo esto».
Se levantó para acomodarse a mi lado con su portátil, colocó algo
de música. Opeth, si no mal recuerdo.
—Tú dirás —afirmó, con algo de frialdad.
Le expliqué que tras pensarlo muchísimo tiempo, llegué a la
conclusión que no era lo suficientemente fuerte como para cargar con el
peso de una traición tan grande. Si la relación se había quebrado a esos
extremos, la única solución posible era coger caminos distintos. Ella
escuchaba, serena, tal como Ignacio lo había hecho hace unas horas.
Cuando terminé, un breve silencio, filoso, cortante, inundó el cuarto
celeste de Mariette, que solía ser la habitación matrimonial antes de que
sus padres se separaran.
—Tienes razón —dijo finalmente—, no puedo pretender que aún
permanezcas a mi lado después de lo que te hice.
—Al menos quise intentarlo, la sola idea de perderte, me destroza
el alma.
—Perdonar no es fácil, Tristán.
—Vivir con el vacío que dejarás, tampoco lo es.
—La vida sigue, encontrarás a alguien más.
—¡Yo no quiero a nadie más!
Se acercó a mí, me acarició la mejilla con una de sus manos
blancas aún con restos de pintura.
—Fue bueno mientras duró — dijo finalmente, las típicas frases de
mierda que convierten esas desventuradas aflicciones en momentos
cursis.
Aparté su mano, ella insistió, busqué sus labios y me correspondió.
Nuestras ropas no tardaron en estar por todo el piso de la habitación y
nosotros, desnudos, fusionando nuestros cuerpos al calor de una pasión
en busca de la desesperada supervivencia, como un lobo hambriento
separado de la manada y cuya dentadura ha perdido filo.

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—Te amo, Mariette. Por favor, nunca te separes de mi —le decía al
oído mientras las envestidas me sumergían en su húmedo interior.
—Yo también te amo, Tristán, perdóname… yo… —trataba de
decir, entre jadeos y gemidos, mientras sus manos se colgaban de mi
espalda y me recorrían lentamente.
Al terminar, ambos mirábamos las manchas en el techo de su
habitación. La casa necesitaba ser remodelada casi por completo, su
padre había empezado por pintar el recibidor y la cocina.
La abracé.
Ella se refugió en mi pecho, aun algo sudado. ¿Crees que podamos
salir adelante? Me preguntó. Todos pueden, cariño, respondí. Dormimos
un par de horas, despertamos cerca de las seis o siete de la tarde, era
primavera con aires de invierno. Voy a comprar pan, dijo. Empezó a
vestirse, y yo, aun acostado, contemplaba su mágica figura. Era bastante
menuda para su edad, no poseía gran porte, quizá su rostro era lo mejor
que tenía, ojos grandes, color miel, que combinaban con su cabello
castaño claro, pómulos marcados y mentón bilobado. Su piel era blanca,
suave y ardiente en los días de frío. Dormir a su lado en invierno era un
deleite. No había rincón de su cuerpo que no me sedujese, quizás
existían millones de mujeres más guapas que ella por el mundo, de
hecho me lo sacaba en cara constantemente, teniendo cuenta las otras
chicas con las que tuve algún romance sin importancia; pero a mí me
parecía hermosa e inteligente. Gustaba de la poesía, de la buena música
—tocaba el violín—, era esencialmente humanista como yo, cocinaba
con el amor de una abuela, entregaba cariño como un cachorro recién
adoptado. No se colocó ropa interior, solo las calzas, el felpudo y las
zapatillas. El negocio quedaba a unos pasos, así que no demoraría. Pone
música, me dijo. La reproducción había parado, o quizás la apagamos
antes de dormir, no puedo recordar con certeza.
Me puse en la faena.
Vi que había dejado su Facebook abierto.

147
Sabía que no era correcto pero una voz en mi interior me llamaba a
violar su privacidad y ver qué es lo que había detrás de todo eso. Algo
no me calzaba. Faltaba una pieza. Un pasaje dentro de la historia que
ella se empeñaba en ocultarme. Busqué en sus mensajes al susodicho.
Gramsci Ruedas —al parecer la madre de este tipo tenía alguna especie
de fantasía con el prócer del marxismo cultural— y ahí estaba. La
última conversación la habían tenido hace nada, un par de horas,
hablaban de trivialidades, pero fue inevitable no dejarse dominar por la
rabia.
Mariette volvió y fue directamente a la cocina. La oí moverse de un
lado a otro. Ruido de platos, tazas, una tetera hirviendo.
Me vestí.
Cuando me llamó, mi tosca cara de tres metros era evidente, no era
bueno ocultando el iracundo semblante provocado por una situación
incómoda o simplemente desagradable. Había preparado puré de palta,
unas tostadas y café, a mí me encantaban, pero apenas probé bocado. Su
mirada nerviosa solía encontrarse con la mía, aunque sin sostener el
contacto, estaba incómoda y yo creía entender la razón.
Comimos al amparo del silencio.
Al terminar, ella recogió todo.
Me senté en el sofá. Afuera caía una leve llovizna. Hacía frío.
Mariette caminó dubitativa y se sentó en el reposabrazos, a mi lado.
—¿Por qué no eliminaste al tipo? —le recriminé.
No supo que responder, tras una leve meditación, finalmente dijo:
—Me da miedo, Tristán, creo que es mejor tenerlo cerca… después
de todo, así hay que mantener a los enemigos, ¿no?
—Sí, pero no cuándo les has devorado la polla hasta el fondo.
—¡No seas así! No le haría sexo oral a un tipo como ese y además
fue el polvo más aburrido de mi vida. Si tanto te molesta, lo bloquearé
hoy mismo y fin de la discusión.
—Como digas.

148
Por alguna razón, sentí como una extraña atmósfera de culpabilidad
se expandía en el pequeño pero apetecible cuerpo de Mari. Su rostro
contrajo una expresión afligida.
—Tristán… debo confesarte algo —dijo finalmente, con tristeza.
Supe lo que vendría a continuación. El primer puñal no había sido
suficiente, y tampoco sincero.
—El otro día, Gramsci me invitó a su casa… se sentía solo, quería
hablar con alguien… y…
—¿Y qué? —quise saber, cortante.
—Y lo hicimos otra vez —reconoció, con la voz quebrada.
Soy totalmente sincero al decir que no recuerdo mucho lo que
ocurrió después, en la lejanía aparece por fragmentos nebulosos, como
las memorias que se tienen de una borrachera. Solo sé que perdí el
control. La lancé sobre el sofá y comencé a gritarle un repertorio de
improperios más o menos esperable, que era una puta, como su madre,
cosas de ese tipo. Yo lloraba, ella lloraba. Me detuve cuando comencé a
pegarle puntapiés en la suela de sus zapatos. Corrí al baño. Temblaba,
como cada vez que perdía los estribos, temblores que desde ese
momento se volvieron mis inseparables compañeros. Lloré, sin tener un
hombro de donde colgarme, sin tener a quién recurrir. Volví al recibidor
y no había nadie, creí que Mariette había corrido donde Alma, su mejor
amiga, que vivía a unos pasajes.
Salí a la calle, sin rumbo fijo, llovía, di unas vueltas tratando de
apaciguar la ansiedad, la culpa y el celo abismal que se enseñoreaba de
mis sentidos. Pasé a una botillería cercana, la atendía una vieja que
observé ciega, mejor, así no preguntaría estupideces como «¿Por qué
está llorando m’hijito?» y yo no tendría que decirle «¿Qué le importa a
usted, zorra entremetida?»
La lluvia ocultó las lágrimas, así que la señora solo vio a un pobre
diablo empapado y con ganas de calentar el cuerpo con un trago.
Compré un vodka.
Volví a casa de Mari.

149
Subí al segundo piso y allí estaba, en el suelo, arrodillada al borde
de su cama, llorando a moco tendido. Quise levantarla. Ven,
tranquilízate, no importa, le decía, a ver si yo también me convencía de
ello. Me empujó y luego comenzó a darse cabezazos contra el larguero.
La sujeté en una llave con ambos brazos y me dejé caer al piso con ella,
apoyé mi espalda en la pared, Mari no paraba de temblar. Cuando se
tranquilizó, la solté. Ella se puso de pie y corrió a la habitación contigua,
donde dormía su padre —que trabajaba de noche—, durante el día.
Destapé el vodka y la seguí.
—¿Por qué lo hiciste, Mariette? ¿Por qué? —le preguntaba, sorbo
tras sorbo, hasta ponerme borracho—. Me cagaste… me cagaste la vida.
Ella sollozaba y gemía en respuesta. ¿Qué más podía hacer? Estaba
todo dicho.
A pesar de todo, lo intentamos.
Desde ese fatídico momento pudimos sacar un año más de relación
adelante, sin liberarnos de los daños colaterales y de aquellos fantasmas
que rondan tras una traición. En algún momento ella pudo quedar
embarazada, pero al final resulta que no. En otro momento, de ese año,
lo nuestro parecía estar perdido irremediablemente y yo pude tener algo
con Macedonia de haber querido, pero todo se arregló tras un paseo por
el Ñielol, con mucha marihuana y unos buenos polvos. De todas
maneras, si me atraía alguien más es porque la decisión de continuar con
Mariette fue netamente por motivaciones egoístas como no querer estar
solo. Años después me di cuenta que la relación había muerto aquella
noche, pero no supe verlo. Mari y yo nos fuimos distanciando tanto, que
la flor de nuestro romancé terminó por marchitarse completamente. Dos
meses bastaron para que encontrara un remplazo, me enteré en la última
conversación que tuvimos, cuando yo la busqué con la absurda idea de
volver e intentarlo, esta vez desde una óptica madura. Obviamente se
negó, pero le costó ser sincera conmigo. Nueve meses después me
enteraría por Damián, que había dado a luz una niña. Ese fue el tercer y

150
último puñal que Mariette Pascale enterró en mi corazón, el último
golpe que dio a mi estúpido orgullo.
Y yo descubrí cuánto me gustaba el vodka, a pesar de que solo me
emborrachaba con vino… ¿y si los mezclaba?
Señoras y señores, yo también parí un venenoso antídoto.
El Tocochnaya.

151
8. Brandon

La escasa luz que entraba por la ventana consiguió perturbar mi sueño.


Desperté. Séfora dormía desnuda a mi lado. Desde esa taza de café con
leche y nuestra excitante travesía a buscar el disco duro donde el
Bluetooth, no se había separado de mí. Esa noche vimos el estreno del
reportaje que sus compañeros periodistas develarían de forma anónima
por streaming a través de Youtube. La transmisión había generado
grandes expectativas a través de publicidad bajo el patrocinio del
hacker, que daba vida a su ímpetu de Robin Hood moderno al servicio
de la justicia social cada vez que podía, bajo el eslogan de: «¡Lo que la
Confederación no quiere que sepas!».
Compramos una champaña, frutos secos y aceitunas rellenas; a
ella le gustaban, como todas las cosas picantes o con vinagre.
Las reacciones no se hicieron esperar, una ola de insultos entre
los que defendían al nuevo gobierno, acusando la impactante noticia
del robo de aguas como un montaje de propaganda ácrata; o los osados
que nunca se tragaron el cuento confederal. Televisión Nacional
emitió un comunicado, donde el presidente Douglas Stein,
totaldemócrata con tendencias izquierdistas, ordenó inmediatamente el
arresto de los responsables, acusados de injurias contra la maravillosa
gestión confederal, aunque en la práctica sería difícil burlar las
defensas camaleónicas de Yohan: mientras él estuviera vivo, nadie
sería capaz de encontrar a los temerarios reveladores de la verdad.
El grueso de la población de clase media-baja, sobre el que
básicamente recaían todas las consecuencias, formó una turba en la
Plaza Dignidad, donde la estatua de la primera presidente post
humana, Dolores Vidal, levantaba su puño en señal de victoria. El

152
enfrentamiento con la fuerza pública fue inevitable. Las noticias, en
vivo, informaban sobre los decesos de al menos veinte agitadores
anarquistas. El equipo de Séfora aprovechó aquella explosión generada
por meses de abuso y escapó rápidamente hacia las dependencias de
diario El Weichafe, desde donde comenzarían a editar y organizar la
edición que saldría a primera hora; una vez destapada la olla, todos los
medios, incluso los faranduleros, hablarían de ello. Yohan brindaba las
pruebas in fraganti obtenidas clandestinamente, y el diario las
publicaba. Ya se habían acarreado varias demandas y algunas golpizas,
pero con el joven mecenas de su lado, podían pagarse buenos
abogados en caso de ser arrastrados a una pugna legal.
Esa noche, a pesar del obvio estallido violento, brindamos e
hicimos el amor. Hace tiempo no probaba el calor de una mujer.
Séfora fue tan gentil y delicada como siempre; los orgasmos fueron tan
potentes que ambos caímos rendidos al mundo de los sueños.
Pero yo debía trabajar.
Miré la hora, eran las 6.30 de la madrugada.
Salí despacio de la cama, Séfora gruñó algo y siguió sumida en un
profundo sueño.
Yohan me había entregado un disquete, aparato de
almacenamiento descontinuado hace décadas.
—Para más seguridad —recomendó.
Vivíamos en una época donde el monitoreo de datos era bastante
común e imperceptible. De hecho, desde el auge de las redes sociales a
mediados de la primera década del segundo milenio, las empresas se
aprovecharon del analfabetismo funcional reinante sobre la mayoría de
las personas comunes, obligándolas a ceder sus datos voluntariamente.
Toda la ingeniería engendrada en aplicaciones posteriores, se reducía a
tener que aceptar unas condiciones tan largas que cualquier mortal
pasaría de largo. Al principio se pedían cosas sin importancia, poder
acceder a tus contactos y fotos; luego al micrófono y ubicación, todo
con «fines comerciales».

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Si visitabas un restaurante, ellos lo sabían y te pedían la opinión;
si le decías a tu abuelita que necesitabas un refrigerador nuevo,
mágicamente te aparecían anuncios de dicho producto. No podías
reclamarle a nadie, puesto que tú mismo aceptaste los términos y
condiciones.
En ese tiempo, cuando yo era pequeño, daba un poco igual; no así
cuando la Confederación llegó al poder y las tecnologías juraron
lealtad a los gobiernos.
Una persona común y corriente como yo, que no ejercía desde
hace al menos tres años, no debía temer mucho por su seguridad, pues
nunca se nos pasaría por la cabeza hacer una revolución. Sin embargo,
no estábamos al nivel de un prodigio como Yohan Garnica para
crearnos un sistema de seguridad digno del pentágono. Por lo mismo,
el jovencito me recomendó utilizar equipos antiguos y un trasto que
parecía tostadora, del año 1991, sin conexión a internet, pues en la
actualidad todos los dispositivos formaban una red inalámbrica; mi
teléfono inteligente podría estar traspasando datos entre la laptop, la
televisión o cualquier dispositivo a la redonda, de manera que podían
monitorear toda la información que los usuarios recibían y compartían.
Era un lío. Pero mejor prevenir que lamentar. Después de todo,
los grandes políticos siempre podrían ser potenciales sospechosos y la
justicia legal no te permitía comenzar una investigación sin pruebas.
Se sabía que el canciller estaba empeñado en revivir muchos ritos
antiguos y con la ayuda de Salvador I, los estaban llevando a la nueva
iglesia universal. Fue una variante que tuve en cuenta, así que solo le
pedí que traspasara los documentos al disquete, con un monitoreo
perimetral escrito de las cámaras de seguridad aledañas al recinto
hospitalario, la misma noche de la desaparición.
A la guarida solamente podía ir una vez a la semana, y esta vez a
pie o en bicicleta por las líneas abandonadas de lo que habría sido el
metro Araucanía, uno de los tantos proyectos que la guerra civil había
abortado. Yohan ya se había arriesgado bastante en ayudarnos esa

154
noche, en la cual, afortunadamente el escaneo de los drones de
seguridad había sido un éxito y mi carro pasó desapercibido. Aunque
seguramente quienes planearon la encerrona ya estarían buscando a los
responsables.
Ese mismo día, Garnica me cedió la computadora, obtenida de las
bodegas de la fábrica. Él mismo le hacía mantención a esos trastos,
pues se fabricaba una especie de servidores o proxis, como les
llamaba, no entiendo mucho de esas cosas. La instalé en una de las
tantas habitaciones vacías de mi casa, en calle General Mackenna.
Me coloqué la camisa y los pantalones. Busqué en la cartera de
Séfora los implementos. Estaba el disco duro y el disquete, rojo, con el
deslizador negro.
Encendí la computadora. Hizo unos ruidos extraños y el
ventilador gigantesco comenzó su marcha. Demoro casi diez minutos
en estar completamente prendida. El sistema operativo era un
Windows 95, la interfaz de usuario era un poco tosca pero manejable.
Ingrese al disco 3½ con la etiqueta de «detective guapo <3», al
muchacho le gustaban las bromitas homosexuales, he de admitir que
me sacó una sonrisa. Abrí el primer expediente, era la historia
completa de Marla Santelices.
Tuvo el desafortunado destino de nacer en una familia de adictos
al X-Sin, droga que se hizo popular poco antes de la guerra civil. Su
madre, apenas parió, procuró abandonarla en un basurero de los baños
públicos al interior del terminal de buses rurales de Temuco. El
guarda, alertado por los gritos de la pequeña, aquella fría noche de
Agosto del 2026, hizo el terrible hallazgo, llamando en el acto al
Servicio de Protección de la Niñez y Adolescencia, donde la lactante
pasaría los siguientes 18 años de su vida.
Según se dice, al principio era una niña muy perspicaz e
inteligente, teniendo cierta facilidad de aprender idiomas, le gustaban
mucho los animales y todas esas cosas que supuestamente hacen buena

155
o decente a una persona, aun cuando escondía un gran mal; tendencia a
la adicción.
Era sabido por toda la prensa, desde los tiempos del SENAME,
que los huérfanos terminaban en un abandono total. En los centros
donde supuestamente debían protegerlos, solo les generaban
adicciones e inseguridades. Los más grandes abusaban física y
sexualmente de los más pequeños, ya que ellos, a su vez, eran
abusados por los mismos que debían velar por su crianza. Incluso en
los centros de alta seguridad era relativamente fácil encontrar todo tipo
de drogas y armamento hechizo, que en el mundo del hampa quiere
decir artesanal. El renombrado servicio de protección vino a cambiar
poco y nada.
Marla tuvo el infortunio de ir a caer dentro de una madriguera de
inadaptados, cuya contaminación proliferaba desde la misma
administración. No contrataban profesionales para atender a los
desvalidos, no había educadores reales, si no el típico hijo del amigo,
el primo de un conocido, fulanito tal que le hizo un favor al alcalde
hace no sé cuánto tiempo, etc. Puro pituto, como diría el buen chileno,
la esfera de la administración pública estaba totalmente enferma de
nepotismo, por ende, eran gente que rápidamente llevaba su paciencia
al límite y no se lo pensaban dos veces si ante sus narices tenían una
ocasión de robar —como por ejemplo, la misma ropa de los internos—
o de darle una zurra a cualquier muchacho problemático.
El aborto se legalizó con el cambio de constitución, pero bajo tres
causales. Después de la guerra civil, al llegar la totaldemocracia
avancista al poder, se dejó como «libre, seguro y gratuito». Según el
informe, Marla había tenido tres abortos en el hospital de Lautaro, que
era el más cercano al centro donde residía aparentemente solo con la
compañía de congéneres, aunque había varias mujeres trans entre las
protegidas y algunos post humanos entre los funcionarios, por lo que
fácilmente podía haberse embarazado de sus compañeras, o de los
funcionarios varones-intervenidos que las vigilaban.

156
Luego se leía que en paralelo a esos años de promiscuidad sexual,
comenzaron terapias psiquiátricas que buscaban terminar con su
adicción. En su reporte disciplinario se veía que Marla solía robar
cosas a sus compañeras o incluso a las mismas cuidadoras para
venderlas, eso cuando no podía derechamente escaparse y ofrecer su
cuerpo de doce o trece años por unas miserables vets en la plaza del
pueblo donde abundaban lobos hambrientos de perversión. Para
entonces el mundo era completamente totaldemócrata, y por lo tanto,
respetaban todos los gustos, un hombre de cincuentón no era mal
mirado si se llevaba a una niña, un animal o un simulador sexual a la
cama porque libertad ante todo.
La última fecha de tratamiento lleva una derivación ginecológica,
que da a entender un posible nuevo embarazo de Marla. Luego de eso
se reporta su escape de la que era irónicamente, una de las centrales
más vigiladas de la región. Con toda seguridad corría mano negra y
tenía que averiguarlo de primera fuente.
Séfora llego a mi lado, sus brazos cálidos rodearon mi cuello.
—Buenos días, guapito.
Me besó la cara, el cuello, sentí cómo la electricidad recorría mi
espalda en un escalofrío placentero. La erección era inminente. Una de
sus manos bajó hasta allí, sin dejar de besarme, lento, encendiendo
poco a poco el fuego de la noche anterior.
—¿Trabajando desde temprano? —susurró, mordiendo
suavemente el cartílago de mi oreja izquierda.
—Eso trato, corazón, pero así no podré concentrarme…
Paró de golpe.
—Malagradecido, lo que daría cualquier pobre hombre solitario
por tener una hembra como yo dándole «cariños matutinos» ¿y tú te
quejas? Dios le da carne a quien no tiene dientes. —afirmó, con su
cara casi pegada a la mía, un tono de indignación fingido y semblante
indecente. Se le formaban unas pequeñas margaritas cuando sonreía,

157
mientras su mirada ardía con un fuego implacable que contagiaba.
Luego agregó:
—¿Algo interesante?
—Un par de cosas, sí.
—¿Dónde iremos hoy?
—Iremos suena a manada. Iré solo
Séfora pasó de la felicidad a la tristeza, seguramente imaginaba
un día repleto de aventuras a mi lado, pero no estaba dispuesto a
ponerla en peligro de nuevo.
—Tú deberías apoyar a tus compañeros, ya me ayudaste bastante
ayer. Si necesito datos, Yohan me dijo que había instalado una
aplicación privada en tu computadora, de manera que nos podemos
mantener conectados sin que nuestras líneas sean intervenidas, hay que
tener cuidado, más aún con todo lo que pasó ayer.
La besé, pareció aceptarlo, por esos azares del destino, mi
compañera era una mujer muy prudente y comprensiva.
—Brandon, ya no tenemos 23 años ¿sabes? puedo cuidarme sola,
pero tienes razón en que quizá te sea más útil desde El Weichafe, no sé
usar un arma si la situación lo amerita, me debes un par de clases.
La observé poco convencido, luego agregó:
—Siempre es ideal que te cubran las espaldas.
—Séfora, yo…
—“Mejores son dos que uno; porque si cayeren, el uno levantará
a su compañero; pero ¡ay del solo! que cuando cayere, no habrá
segundo que lo levante.” —recitó de memoria.
—¿Y eso?
—Lo aprendí de niña, en la misa, se me quedó grabado —
respondió sorprendida.
—Ya.
—No puedes negar que tiene razón, la Biblia podrá ser muchas
cosas a los ojos de los hombres, pero no es necesariamente un libro
que hable tonterías.

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—Claro, cariño, me dejaré crecer el pelo para derrotar a mil
soldados confederales con una quijada de burro… —bromeé.
Puso los ojos en blanco y me dio un apretón en las bolas, no había
retirado la mano de allí.
—¡Estoy hablando en serio, burro!
—¡Está bien, está bien! ¡Pero no hagas eso! Veré cómo lo hago,
aprenderás a disparar.
—Así me gusta —respondió con esa sonrisa pícara.
Nos besamos.
Luego fui por mi abrigo y bajé al garaje por mi inseparable
compañero de rutas.
II

El orfanato-reformatorio estaba a unos diez kilómetros de Lautaro.


Sumergido en un entorno rural precioso que le rodeaba como el abrazo
verde y fraternal de un padre a su hijo; era de los pocos lugares en el
país donde los bosques nativos sobrevivían con ímpetu. Se decía que
cierto judío ecologista los había comprado para proteger los últimos
vestigios de esa Araucanía indómita, antes de que fuese degradada a
ser un distrito forestal por los caprichos de la nueva administración.
Al recinto le bordeaban altos muros de alambres de púas,
vigilados por dos torretas de madera. Normalmente utilizaban
miembros de la nueva guardia civil totaldemócrata “Paz y Seguridad”,
pero en este caso, eran dos militares cadetes; se intuía porque el
uniforme les quedaba grande.
El orfanato en sí, tenía el mismo diseño que una hacienda
colonial, pero construida con materiales más contemporáneos. Parecía
ser un lugar agradable. Había caballerizas, campos de cultivo, jardines,
un lago artificial atravesaba la propiedad de un extremo a otro. Una
gran cantidad de árboles frutales otorgaba al ambiente un aroma
dulzón.
Me pareció extraño ver tanto verdor en un solo lugar. Durante el
trayecto pude notar los primeros signos de sequía significativa en el

159
territorio. Los monocultivos de pinos y eucaliptus ya estaban dejando
su grotesca huella artística en el paisaje. Dos camiones aljibe, que por
su color, se deducía que eran de regadío, se despedían de los guardas
que levantaban la valla de seguridad. Si a los humanos les daban de
beber meados, no quise ni imaginar qué clase de líquido tenían que
chupar los pobres árboles, aunque no parecía afectarles en absoluto.
He de admitir que cada elemento de planeta está en su sitio.
—Alto ahí —ordenó el jovencito de la torreta izquierda, un
flacuchento con pinta de nosferatu, se apellidaba Copete—
¡Identifíquese!
Le enseñé mi placa, que el Carnero me había devuelto en nuestra
última conversación.
—Soy el detective Brandon Peña, estoy en medio de una
investigación relacionada con la joven Santelices…
—¿M-Marla? —preguntó con los ojos abiertos como platos.
—Así es ¿La conoce?
—N-no… pero… ¡pase usted!
Le noté nervioso, con algo de torpeza accionó el mecanismo de la
valla y pude entrar. El otro milico observaba, babeando, mi vehículo,
sin prestar demasiada atención al protocolo diario de entrada y salida.
—¿Quién es el encargado aquí? —pregunté.
—Esto… creo que haría bien en hablar con el señor Dieter
Hermann, el dueño de la hacienda que usted acaba de ver.
—Creí que esto pertenecía al SENPONA
El joven pareció confundirse con la sigla, pues algunos todavía le
llamaban SENAME.
—El Servicio Nacional de Protección… —empecé
—¡Ah! ¡Claro! Así es, señor Peña, efectivamente está usted en un
orfanato del SENPONA, lo que sucede es que muchos de ellos son
instalaciones privadas a las que el Estado les da subvenciones para que
se ocupen de las personas que viven aquí.

160
Recordé que el centro de Lautaro estaba poblado solamente de
mujeres, por lo que la presencia de esos dos jovencitos me hacía ruido.
—Una pregunta… cabo Copete
—N-no, no soy cabo señor, solo soy un cadete.
—Es que no quería hacer la rima —bromeé— ¿No se supone que
la política interna prohíbe tener varones custodiando a las indefensas
féminas de este recinto? Tengo entendido que aquí solo llegan
mujeres…
El recluta Moras inspeccionaba las llantas plateadas del vehículo,
pude notar que tenía unas maneras bastante afeminadas para caminar y
llevaba lápiz labial verde, adornaba sus ojos con pestañas postizas. Me
miraba de reojo y sonreía mientras seguía disfrutando con la mirada el
diseño del automóvil.
Copete no contestaba, parecía demasiado perplejo por la
pregunta.
—Señor, yo soy posthumano fluido —dijo finalmente—, aquí
puedo ser mujer, y sentirme atraído por otros hombres; mientras que
afuera, puedo ser hombre y sentirme atraído por mujeres, si es
necesario.
Se quitó la boina y me enseñó un moño tomate, además de unas
largas uñas verdes que no me había percatado.
—Ya veo, Copete, discúlpame, he sido descuidado. ¿Dónde
puedo encontrar a Hermann?
El voluntario lucía una risa bastante nerviosa, finalmente
respondió:
—N-no… no se preocupe, señor detective. Podrá encontrar al
capataz cerca de las caballerizas, al fondo a la izquierda…
Encontré increíble que no se ofendiera. Hacía poco, un
posthumano-fluido, había hecho un gran escándalo luego de que la
inteligencia artificial del transporte público le saludara efusivamente
luego de escanearle el rostro con un «¡Buenos días, señor!» El tipo
llevaba bigotes y una barba rosada. Vestía de frac, como un auténtico

161
caballero, pero aun así, esa no era la condición con la que se sentía
identificado. ¿Pero cómo se supone que debería saberlo la inteligencia
artificial si le ve con apariencia masculina? La lucha se da en los
tribunales hasta el día de hoy. Agradecí en silencio al muchacho por su
sensatez.
—Y yo le recomiendo dejar esta belleza en el estacionamiento
para que no se ensucie... —agregó Mora, quien también parecía ser un
post humano.
—¿Me harías el favor? He conducido demasiado tiempo, llevo el
culo como una piedra
—¡¿De verdad?! —respondió emocionado.
—Claro —bajé del coche y le di las llaves— ya vendré por él.
Fuera hacía bastante frío, el otoño ya estaba en su punto más
álgido, pero por alguna razón, los árboles de dicha finca no parecían
haber sido afectado por sus leyes, otra mejora artificial, seguramente;
los ecosistemas del mundo estaban muy dañados como para que un
oasis de ese tipo fuera real.
Camine hacia la entrada de la hacienda, debía encontrar al capataz
o al ama de llaves. No había nadie fuera, por lo menos en la parte
frontal. Mora no perdió el tiempo y disfrutó cada segundo sobre el
vehículo. Se lo habría dejado en mi testamento, pero ya se lo había
prometido a mi pequeña prima artificial chilenorusa.
Cuando llegué frente a dos puertas gigantescas con diseño
colonial, toqué dos veces con el puño. Una anciana de ojos grises, alta
e implacable, me abrió.
—Buenos días ¿A qué se debe el honor?
—Detective Brandon Peña ¿Puedo hablar con el señor Dieter
Hermann?
—Soy Hanna Franz, ama de llaves de este centro —respondió
haciéndome una leve inspección visual— El director en este momento
se encuentra ocupado, pero puede hablar conmigo mientras tanto.
¿Está aquí por la muerte de Marla, verdad?

162
—Así es.
—Oh… lamentable, muy lamentable. Por favor, entre —abrió la
puerta, se hizo a un lado y me invitó a pasar.
Había un pasillo largo, adornado con muchas artesanías
trabajadas en madera. En sus paredes había fotografías con los que
parecían ser, todas las generaciones de huérfanos que habían pasado
por el lugar, desde que eran el SENAME. Se podía ver por las
pequeñas placas de plata donde se rotulaban las respectivas fechas. En
uno de ellos pude ver a una versión de la ama de llaves más joven,
pero sin perder la dureza de su rostro.
—¿Usted es extranjera, verdad? —pregunté.
—Mis tatarabuelos llegaron a Chile desde Austria, escapando de
la Segunda Guerra Mundial.
—Y desde entonces vive aquí.
Abrió la segunda puerta de la derecha y sin decir palabra, me
indicó que pasara. Era una oficina grande, con un diseño exquisito. El
ventanal cubría casi toda la pared del final, tras el escritorio, donde se
acomodó y me hizo un gesto para que me sentara frente a ella, luego
respondió a mi pregunta:
—No pude hacer otra cosa, me rechazaron del convento de
Santiago, y en castigo me enviaron al sur.
—Lo lamento…
—¡No se preocupe! Como verá, este lugar es bastante tranquilo…
¿No le parece?
—Eso no es lo que dicen mis informes
Su rostro, que ya de por sí era bastante rígido, pareció
endurecerse más. Cruzó las manos bajo el mentón. Comenzaba a
ponerse a la defensiva.
—¿Qué quiere decir?
—Si bien es uno de los más seguros de la región, suele escaparse
mucha gente. Sin mencionar los embarazos…
Su mirada centelló por unos instantes.

163
—Esos datos son puras calumnias.
Saqué la libreta del bolsillo de mi saco y la abrí.
—Dígame, señora Fritz ¿Cómo es que un hombre es director de
un establecimiento esencialmente femenino? Digo esencial porque ya
sabe que…
—Lo entiendo —interrumpió—. Pues, Dieter Hermann es el
dueño de esta hacienda, no hay otra explicación, aunque todas las
labores administrativas pasan por mí, él solo pone el dinero que falta
para la manutención total de este sitio.
Comencé a anotar los detalles que me parecieron importantes,
mientras revisaba otros puntos que me había apuntado.
—¿Qué sabe de Marla Santelices?
—Una niña con muchos problemas de adicción, no fue
problemática hasta que comenzó a escaparse a eso de los once años…
Se puso de pie y caminó hasta el ventanal que estaba a sus
espaldas, perdió la mirada en los caballos que pastaban tranquilamente
en el prado.
—¿Cómo es que se escapaba?
—En un principio, ella y otras niñas cavaban pequeños agujeros
bajo los cercos de alambre, sus cuerpos eran menudos así que se las
apañaban para llegar al pueblo, donde se vendían.
—¿Pero cómo…?
—Este lugar no siempre contó con guardias, solo éramos los
cuidadores y funcionarios del recinto. No siempre podíamos estar
pendientes de las muchachas, que aprovechaban cualquier instancia
para ir a hacer sus andanzas al pueblo.
Levanté la vista. A mi derecha, había un gran retrato de Hermann,
con una chiquilla sentada en sus muslos. Noté cierta oscuridad en su
sonrisa lobuna, mientras la chica parecía algo incómoda.
—¿Quién es la muchacha del retrato?
Hanna se volteó.
—Ah, esa… soy yo.

164
Ahí había algo raro. Un silencio incómodo inundó la oficina.
Eché un vistazo al resto de fotografías, con más detenimiento. En
todas, una de las manos de Hermann reposaba en formas que a simple
vista parecían paternales, en los muslos, cinturas y cuellos, de las
muchachas. Todas tenían un común denominador: la incomodidad.
Había trabajado con anterioridad en algunos casos de pedofilia, por lo
que su rastro me era familiar. Si esto era así, se me complicaría,
porque desde la despenalización del amor libre, ese tipo de prácticas
ya no eran condenadas por la ley, por lo que personas como Dieter
Hermann no eran ningún peligro para la sociedad.
—Pensé que había llegado aquí cuando era una adulta joven.
Hanna se acercó al gran librero sobre el que estaban los diversos
cuadros pequeños. Cogió el del centro, donde aparecían ella, un poco
más adulta, y otras dos muchachas.
Suspiró con pesadumbre.
—Mis padres me enviaron al convento de Santiago a los doce,
luego, por intentar huir de ese macabro lugar, me trajeron como criada
a esta hacienda, antes de que el SENPONA tomara las riendas.
Me levanté para aclarar un poco mis ideas.
—O sea que ha pasado aquí casi toda su vida…
—Totalmente desperdiciada
—¿Cómo dice?
—No es nada, olvídelo. El director ya debe estar desocupado, si
gusta acompañarme…
Entramos por la segunda puerta al interior de la oficina, un pasillo
angosto, iluminado por pequeñas ventanas cuadradas, puestas en un
patrón desordenado. Al final había una puerta doble y algunos sillones
de espera.
Hanna llamó y de la puerta salió una pequeña desgreñada. Era
bastante guapa. Tenía facciones de los nativos de esa zona. Iba
descalza. Me dedicó una mirada furtiva, la percibí algo asustado. No
me saludó, escapándose por el pasillo angosto, mientras sujetaba su

165
falda, algo corta, para ser una jovencita. La señora Fritz hizo una seña
para que entrara a la oficina del director.
El anciano de la sonrisa lobuna estaba sentado, subiéndose el
cierre del pantalón. Me observó con esos ojos de cocodrilo tras los
gruesos cristales de sus anteojos. Llevaba unas prótesis externas en
ambos oídos, la edad no le permitía ver bien. El vejete era una momia
que solo podía mantenerse viva con los milagros del dinero y la
tecnología moderna, seguramente ni se le empalmaba.
—El detective Peña desea hacerle algunas preguntas —explicó
Hanna.
El anciano asintió y levantando el índice y el dedo medio, activó
una orden de memoria en su criada, que automáticamente sacó un
whisky y dos vasos que llenó con dosis prudentes.
—Déjanos solos —ordenó al final.

III

El director no dijo gran cosa, pero todas las evidencias visuales que
obtuve del lugar, me indicaban que era un sitio perfecto para que un
abusivo con dinero fundara su propio harem. Al viejo pervertido
parecían servirle todas las opciones, incluso las engendradas de
corrientes post humanistas. Pero no estaba ahí para investigar lo obvio,
que más bien era un secreto a voces y ya ni si quiera era un crimen; si
no, un asesinato.
Cuando fui a buscar el coche, ya eran casi las tres de la tarde.
Mora me entregó las llaves, sin dejar de consultarme dónde había
obtenido un vehículo tan hermoso. Subí al coche y cuando me
disponía a salir, Copete me susurró unas palabras en el oído y dejó
caer un trozo de papel en mis piernas. Abandoné el recinto y cuando
estuve a unos cinco kilómetros, abrí la nota: «A las 5 tengo cambio de
guardia, si me espera en la encrucijada podré darle info importante».
La encrucijada quedaba aproximadamente a mitad de camino
entre el centro de orfandad y Lautaro. Le esperé allí fumando algunos

166
cigarrillos, tratando de hacer algunas conjeturas con lo poco que había
logrado averiguar hasta ahora, al ritmo del post rock.
Finalmente apareció veinte minutos después de su supuesto
cambio de guardia, le abrí la puerta del copiloto.
—No es bueno que nos vean juntos, si puede, conduzca hasta la
ciudad, de todas formas debo hacer unos trámites, me vendría bien un
aventón.
Conduje con cuidado. El camino estaba repleto de árboles y era
casi imposible que alguien nos hubiese visto juntos, pues tampoco
había viviendas cerca, según tenía entendido. Todo aquello pertenecía
al cerdo de Hermann.
De camino, Darío Copete me contó su verdad.
Había fingido ser un post humano-fluido para estar cerca de
Marla, a quien conoció en Lautaro cuando tenía dieciséis años de edad,
enamorándose en el acto. Marla era mayor por dos años, pero poco
importaban esas cosas hoy en día. Comenzaron una relación a
escondidas. Siempre quisieron escapar juntos, lo cual se hizo
complicado cuando el monstruo de la adicción comenzó a devorarle el
cerebro a la joven, situación que empeoró aún más con las extrañas
caídas al hospital, desde el cual volvía en un estado deplorable.
Copete no sabía, al parecer, que aquello eran abortos.
—Ella… estaba embarazada ¿verdad?
—¿No lo sabías?
Silencio.
Nos estábamos acercando al primer peaje. Con la llegada de la
confederación, había uno afuera de cada comuna.
—Nunca tuvimos relaciones, detective. Yo esperaba casarme con
ella antes de intentar cualquier cosa, pero por lo visto, ella no pensaba
así. No la culpo. La adicción te hace cometer actos horribles.
Una cajera mulata me cobró las vets correspondientes por el paso
hacia la ciudad, tras darle las gracias, le respondí al chico:
—Es extraño que un joven hoy en día quiera casarse.

167
—Mis abuelos eran bastante estrictos, no quieren saber nada de
los ideales avancistas totaldemócratas. Los consideran una
abominación…
—¿Y tú no?
—¿Acaso usted…?
—Mira, crío. Ninguna idea que tenga que censurar, actuar con
violencia y castigar a aquellos que no opinen igual, puede catalogarse
como normal. Pero no por eso voy a tratar públicamente a un post
humano como un anormal, no soy tan estúpido. Vivo y dejo vivir, es
todo; lo cual no significa que lo avale.
—Ya veo…
Los grandes edificios de la capital regional se veían a lo lejos
como siluetas sin vida, envueltas en los tóxicos humos de la tarde.
—¿Cree usted que Hermann se aprovechaba de las personas que
vivían con él? —preguntó el muchacho.
—Eso hasta un tonto lo vería, pero mi intuición me dice que hay
mucho más de lo que se ve a simple vista, ese es mi trabajo.
—También lo creo, por eso le pedí que me esperara.
Darío me contó entonces, que Marla tenía un amigo en quien
confiaba plenamente. Si había alguien que conociera su historia a
fondo, era él. Se conocieron en el mismo establecimiento. Intuí que
también era post humano, si no, no me explicaría la presencia
masculina en el centro de orfandad. Actualmente se desempeñaba
como uno de los socialité más influyentes de la región, se hacía llamar
Valentín Antares, pero en el bajo mundo era conocido como El
Venéreo; no tuve que imaginar mucho la razón del apodo.
—¿Dónde lo puedo encontrar?
—Está encargado de la discoteque Serpens, harías bien en ir
cuando se organice un evento, es cuando más interactúa con la gente.
—¿Acaso has ido a ese nido de rarezas?
—Acompañé a algunos amigos un par de veces, soy bisexual.
—Ah.

168
Si lo que decía el escuálido voluntario del ejército era cierto,
tendría que esperar hasta el viernes para aparecerme por la disco.
¿Podría darme el lujo de esperar?
La oscuridad ya cubría los techos de la ciudad cuando llegamos,
señales inequívocas del horario de invierno. Me despedí de Darío fuera
del nuevo mercado y le di las gracias por su colaboración.

169
9. Félix

Una semana de trabajo bastó para conseguir el dinero suficiente y


asegurar las atenciones médicas de mi pequeño Hans. Sin lugar a
dudas mi vida había cambiado, no sabría decir si para mejor, pero ya
no me importaba, mi hijo estaba fuera de peligro y yo por fin afiancé
el rol de proveedor familiar tan anhelado, pues un verdadero hombre
jamás abandona a los suyos.
La noche que los pazteros trataron de cobrarse la deuda atrasada
de Galoni en un patético intento de «mexicana», sucedió lo
impensable. En mi cabeza solo hay recuerdos nebulosos; cuerpos
destrozados, sangre, Galoni comiéndose como una manzana el corazón
de un hombre, los labios sabor sangre de Francesca besando los míos.
Aroma a pescado recién frito, Hans jugando en la cocina con su
juguete nuevo y Ariel, observando con una sonrisa la escena, me
invitaba una cerveza.
Después de aquel incidente, El Inspector no volvió a mencionar el
tema, el contrato se había firmado para siempre luego de ese mensaje
de texto. Comprendí que él me había escogido, enviando a mí propio
cuñado como intermediario. Confiaba en que jamás sacaría a la luz los
oscuros secretos que su local de pizzas escondía; la venta de carne y
sangre humana extraída en los últimos instantes de vida de una
persona, cuando el miedo de enfrentar una muerte horrible se les nota
en los ojos.
Seguí trabajando como un perro fiel, sin hacer demasiadas
preguntas. Fran me había dado algunas recomendaciones, Galoni era
un hombre discreto y esperaba lo mismo de sus empleados. La paga no
se hizo esperar, y como hacía muchísimas entregas diarias, las

170
propinas y bonificaciones me permitieron mudarme a un barrio un
poco más acomodado. No diré decente, porque ya no quedaba gente de
ese tipo en el mundo. Pude matricular a Hans en una buena escuela
luego de su operación, el muchachito se había puesto fuerte y ya daba
signos de su vitalidad jovial.
Analia pensaba que Don Floro había recapacitado y comenzó a
pagarnos un sueldo justo. Tuve que contarle sobre mi nuevo trabajo de
repartidor cuando comenzó a darse cuenta de mis regresos a altas
horas de la noche. Ariel no siempre estaría para cubrirme, así que
preferí esbozar un bosquejo general de mis nuevas funciones y la dejé
tranquila. Hay que saber cómo tranquilizar a las mujeres. Supongo que
nuestro repentino auge y la notoria recuperación económica que
tuvimos, no le hizo poner demasiados peros.
—Solo espero, de corazón, que no te estés metiendo en negocios
turbios, nada más… si te pasa algo, yo…
—Tranquila, cariño, solo debo repartir pizzas y vinos en barrios
pudientes, con eso complemento el salario de la fábrica y podemos
tener un ingreso mejor.
Hasta entonces no me había dado cuenta del problema que
presentaba tener tanto dinero y no poder gastarlo. Hablé con Fran,
quien amablemente, en su calidad de secretaria sensual del dueño,
convenció a su jefe de recomendarme algunos trucos para lavar el
dinero de manera eficaz. Yo era nuevo en esto de los negocios
ilegales-no-tan-ilegales, recordando que la sociedad actual permitía
todo tipo de cosas, aunque todavía no éramos tan abiertos de mente
como para permitir el consumo de carne humana sin pagar los
impuestos que correspondían.
Cuando terminé los repartos de esa noche, pude hacerme una
jugosa propina luego de hacer las entregas en dos mansiones; un
pedido Premium de vinos. Llegué al local, me quité el casco y entré,
Francesca estaba haciendo la limpieza.

171
—Buona Notte, Ludovico —dijo en su idioma natal, mientras
seguía pasando un paño por las mesas vacías.
—Buenas noches ¿Cómo han ido las ventas?
—No ha estado mal, el jefe te espera en su despacho.
Me encaminé a la barra y no pude evitar echarle un vistazo al
enorme culo de Fran, que se mecía redondo mientras ella se ocupaba
afanosamente de su tarea. Galoni sin dudas comía bien todas las
noches en compañía de esa italiana de infarto. Ella lo notó, me miró de
reojo y no pudo evitar soltar una carcajada seca.
—Que fácil se impresionan los hombres —dijo.
Subí las estrechas escaleras y llegué a la puerta del despacho,
toqué suavemente dos veces, Galoni me autorizó a entrar. La oficina
tenía un aroma agradable, como a incienso dulce, pero era nuevamente
por los cigarrillos exóticos que el misterioso hombre fumaba. Estaba
de espaldas mirando el ejército de luces encendidas sobre Padre Las
Casas, dándole vida a sus cábalas rituales que según él, le traían buena
fortuna.
—¿Cómo va, muchacho? —tosió.
—Inspector —saludé.
Giró su silla electrónica, se veía más demacrado, hasta se podría
decir triste. Su mirada trataba de leer al hombre que tenía enfrente, me
sentí algo incómodo, hasta desnudo.
—He visto que te ha ido muy bien desde que trabajas con
nosotros, eso merece un brindis, toma asiento por favor —invitó con
su mano izquierda desde la que sobresalía una enorme argolla de oro
en el dedo anular, mientras sostenía en la derecha un canuto de ese
tabaco dulzón.
Titubeé un instante, diciéndole que no era necesario, pero insistió.
La segunda vez pareció más una orden que una invitación amable.
Se levantó lentamente, fue al pequeño bar de la derecha, cogió
dos copas de vino y extrajo una botella hermosa color topacio de uno

172
de los casilleros de madera. Mordió el corcho con sus colmillos
lobunos lo extrajo. Sirvió ambas copas a la mitad.
—Por la prosperidad de nuestros negocios —dijo.
Las copas chocaron, haciendo ese ruido vidrioso que pareció
resonar más de la cuenta. Apenas el brebaje tocó mis labios, sentí
cómo todo el cuerpo comenzaba a encender una llama ardiente que me
recorrió de pies a cabeza.
Pase del miedo a la expectación.
De la expectación a la lujuria.
De la lujuria a la ansiedad.
De la ansiedad a la desesperación y de la desesperación al
complejo de dios.
Galoni me observaba, sin lugar a dudas el sentiría algo similar
pero no lo demostraba.
—Primera vez que prueba nuestra selección de vinos premium
¿no es así, Kain? —En sus labios había una sonrisa burlona que me
pareció desagradable— Pues siéntase afortunado, aparte de usted, solo
Francesca ha tomado de esta botella.
—¿P-por qué me hace tal honor? —conseguí preguntarle cuando
el efecto orgásmico de aquel vino dejó de estremecer mi cuerpo.
—Porque en sus ojos veo el fuego de la ambición, Kain, el mismo
fuego que llevó al verdadero Caín a matar a su hermano en el Edén,
aun cuando podía poner a Dios en su contra. Era solo un hombre, y no
le importó en lo absoluto.
La conversación fue extraña, porque Galoni conocía muy bien las
escrituras, tan bien como yo, sin embargo se había alejado de ellas a
tal punto de convertirse en el mismísimo demonio. Me explicó que
Caín era una especie de modelo a seguir para él, primero, por desafiar
a las fuerzas superiores, la emancipación de una obediencia
injustificada y sin sentido. El hombre tenía que forjar su propio
camino, aun cuando las mismas deidades que supuestamente nos
trajeron aquí, se interpusieran.

173
—A pesar de que fue condenado a vagar por la tierra, tuvo hijos e
hijas y se estableció, fue la descendencia de Caín la que dio origen a la
civilización. Puedes creer o no, la historia secular narra lo mismo, pero
sin darle el crédito a los verdaderos protagonistas. Si bien Dios había
puesto una marca sobre él para que nadie le matara, decretando que
quien se ensuciara las manos con su sangre, la pagaría siete veces;
Lamec, quien tenía su sangre, proclamó que cualquiera que le matare a
él, siendo descendiente del primer asesino, sería vengado setenta veces
siete; la diferencia es que este último consumaría la venganza con sus
propias manos.
Cuando terminó, extrajo de su billetera su cédula de
identificación y la lanzó sobre la mesa.
Ennio Lamec Galoni Galoni.
—Mi madre conocía bien la historia y a sabiendas o no, me
bautizó con el nombre de uno de los herederos de la voluntad humana.
Si hubiésemos seguido los designios de los dioses, ahora mismo no
podríamos disfrutar del placer del miedo concentrado en este exquisito
brebaje.
No dije palabra, sentí cómo mi cuerpo, involuntariamente,
comenzaba a temblar. Galoni enrolaba otro tabaco, inspeccionándome
con esa sonrisa incómoda en sus labios, de vez en cuando, luego
agregó:
—Usted no llegó hasta a mí, yo le busqué —confesó.
—Pero…
—Ariel ha tenido la oportunidad de trabajar para mí, haciendo
unos encargos algo… especiales. Le pregunté si conocía a alguien que
pudiera trabajar de repartidor, pero yo ya sabía que usted era su
cuñado, le he estado investigando desde que trabajaba a tiempo
completo para ese incompetente de Don Floro.
—¿Me había estado investigando?
—Podría decirse.
—Pero… ¿Por qué yo?

174
Galoni se había dado el lujo de estudiar a muchos trabajadores en
diversas áreas. Conocía bien la situación del país, la pobreza, el apuro
económico, claros signos que despertarían la desesperación en
hombres inteligentes —según sus propias palabras—, como yo.
—Todos tienen un precio, Kain, el tuyo ha sido la salud de tu hijo
y el bienestar de tu familia, ideales nobles por los que no deberías
sentirte avergonzado —dijo mientras encendía en una pequeña piedra
ardiente de su cenicero, el cigarrillo recién enrolado.
Tras unas bocanadas, puso sus ojos grises en el techo, me pareció
que había recuperado parte de su juventud, luego, con voz quebrada,
dijo:
—Me trae ingratos recuerdos, pero a pesar de todo, sin ellos no
estaría aquí, dirigiendo hombres a mi gusto y disfrutando del coño de
una mujer que físicamente se ve treinta años más joven que yo, si tiene
tiempo, le puedo contar.

II

Nápoles fue la enjuta tierra que vería nacer a Ennio Galoni, la más
despreciada entre las madres citadinas de Italia apropósito de un triste
padecimiento crónico; dar a luz a hombres cuya escasa estatura y
gallardía incomodaba como una mancha de aceite en un mantel fino al
grueso de sus paisanos peninsulares.
En una familia destinada a servir a la mafia napolitana, su abuelo,
Luca Galoni, se hizo con un renombrado puesto en la guardia personal
del capo Donato Locatelli, famoso traficante de una poderosa y
exclusiva droga llamada saliva de shofar, importada desde la tierra de
Canaán. Tenía proveedores judíos y musulmanes al otro lado del
mediterráneo.
Disfrutaban de una vida relativamente acomodada y sin
preocupaciones. En aquel tiempo la tranquilidad reinaba en toda la
atmósfera napolitana y no era muy común un enfrentamiento entre
bandas, hasta que el viejo Donato murió y los cuervos que crió por

175
hijos terminaron por desmantelar aquel imperio construido con más
inteligencia que sangre. Vientos de guerra soplaron sobre la estructura
familiar; hermano se levantó contra hermano y la guardia personal, al
mando ahora de Stella Galoni, parecía no tener claro el bando por el
que cogería estandartes.
Donato, previendo el panorama que se vendría, dejó gran parte de
la herencia en manos del hijo menor, Flavio. Un jovenzuelo de aspecto
grácil y de nobles sentimientos que había forjado un secreto y
prohibido romance con la encargada de la seguridad personal del capo,
diez años mayor que él.
Mientras el resto de sus familiares se mataban unos a otros con tal
de conseguir al menos un trozo considerable de influencia en el
submundo, Flavio y Stella escaparon a España con pasaportes falsos,
iniciando una nueva vida en Barcelona. Fue allí donde dos gemelos
cruzaron al umbral de la vida mientras simultáneamente la de su
progenitor se apagaba con cuatrocientas balas de ametralladora en el
pecho.
La mafia siempre cobra, más cuando se trata de un familiar
marcado por el estigma de la traición.
Stella escapó de la muerte gracias al parto pero nunca volvió a ser
la misma. Los ecos del dolor de aquella pérdida resonarían hasta el
final de sus días.
Tormenta, barco mercante, océano atlántico.
Sudamérica.
Pasaron los cinco primeros años en Argentina, lugar donde el
apellido Galoni no levantaría sospecha alguna.
El país estaba pasando por graves recesiones económicas que
afectaban a todo el resto del continente, pero debido a los euros que
pudo rescatar gracias a las precauciones de Flavio al menos no les
faltó para comer.
En los barrios bajos se decía que en Chile había mejores
oportunidades, aunque por la televisión se veían constantes

176
levantamientos; pedían una nueva constitución política y la garantía de
derechos básicos, comodidades que su familia siempre tuvo en
Nápoles.
Esos días no volverían, pero no perdía nada con intentarlo.
Ennio y Alonzo tenían seis años, cuando en el 2021, llegaron al
país trasandino en plena pandemia. La situación no era fácil para los
inmigrantes y casi los deportan nuevamente hacia Argentina, por lo
que su madre debió gastar gran parte de los exiguos ahorros en
sobornos.
Porque todos tienen un precio.
Buscaron la ciudad más pobre, con el propósito de mimetizar
cualquier rastro relevante para los mafiosos que aun mantendrían su
sed de venganza. Habían dejado a dos herederos legítimos del clan
Locatelli con vida, una amenaza para quien se hiciera llamar Don;
afrenta que solo se saldaría con sangre.
Fue así como llegaron a Temuco, la capital de la región de la
Araucanía. Consiguieron una casa en el “barrio chino”, en la zona más
periférica de las vegas de Chivilcán, una tierra de naturaleza salvaje e
incluso ajena a todo rastro de civilización que serviría a los gemelos
para curtir sus habilidades y crecer como unos verdaderos
sobrevivientes.
Allí la vida era difícil, pues representaba una tierra con el abono
perfecto para que las polutas flores de maldad crecieran tan grandes
como el cielo; tráfico, drogadicción, prostitución, riñas, discriminación
y delincuencia.
La papelina de pasta base era el desayuno de muchos jóvenes que
en la niñez habían sido amigos de los gemelos que habían pateado
juntos un balón descascarado en alguna cancha descuidada del sector.
Corazones que alguna vez tuvieron grandes talentos para el deporte
pero escogieron las profundas puertas del placer, encadenándose a
aquella dama que te seduce con orgasmos de medio segundo y luego te
lanza a las fauces de los hambrientos animales del desgano, la

177
desesperación y el síndrome de abstinencia que te obliga a vender
incluso tu propia dignidad.
Stella se dedicó a la venta de paraguaya, o pseudo marihuana,
como se le conocía en la actualidad; pudo hacerse con unos insumos
aliándose con el traficante de su cuadra, aunque desde un principio le
dejó en claro que no protegería la jurisdicción de un tipo que vendiera
pasta base. El Incircunciso, como le llamaban, era un judío llamado
Acaz, y funcionó como padre y mentor de los muchachos, puesto que
varias veces compartía la cama con Stella.
Cuando los hermanos cumplieron la mayoría de edad, la nueva
familia logró el capital suficiente para cambiarse a uno de los tantos
guetos verticales que crecían como árboles a lo largo de todo el centro
de Temuco. Algunas pandemias habían sido reducidas y las que
aparecían eran rápidamente identificadas por los científicos de La
Confraternidad de Naciones Mundiales, un nuevo organismo nacido a
raíz de las crecientes enfermedades, enfrentamientos armados y
debacle económico; sería el brazo responsable de aplicar el gran
reinicio en todo el planeta, intento que se sumaría a la nefasta lista de
fracasos políticos, pero que por lo menos había logrado estabilizar las
distintas plagas por varios años más.
Aquel intento de orden mundial, formaría la base para lo que sería
La Confederación del Viejo Mundo, pero para entonces no tenía el
alcance económico sin precedentes. Tocaría pasar por nuevos rebrotes,
levantamientos populares y desastres que traerían una gran hambruna
al mundo.
Fue en ese contexto que los dos gemelos, ansiosos por abrirse
camino en el único ambiente posible, afilaron sus habilidades como un
cuchillo envenenado. El Incircunciso pronto dio con nuevos negocios
prometedores, volviéndose algo que el mismo llamaba como
proveedor de placeres. La pobreza obligaba a muchas mujeres jóvenes
a entregarse voluntariamente al negocio, a cambio de protección,
daban el módico 40% de sus ganancias.

178
Su mentor también negociaba por cadáveres muertos hace pocas
horas, o se los fabricaba, si la paga era buena. Habían llegado a un
punto de la historia donde los apetitos no tenían ningún límite y
estaban siendo socialmente aceptados. Había más de un depravado con
dinero dispuesto a pagar por un agujero sin alma, antes de que se
enfriase.
Cierto día, Alonzo fue el encargado de recibir un cargamento de
saliva de shofar, en el que venía también su nueva variante americana,
el X-Sin o X-Pecattus, como se le conocía en la península ibérica. Un
hombre menudo de piel grisácea y un sombrero de copa color negro,
puso a su disposición los envases que debía probar en persona, como
era costumbre. Solo bastó una probada para que su hermano gemelo
quedara totalmente esclavizado de aquella sustancia.
—¿Te ha gustado, eh, muchacho? —dijo el inquietante
hombrecillo de la gorra— ¿Sabes acaso cómo la hacen?
Fue allí cuando le explicó que el X-Pecattus era el miedo
concentrado en sangre. Como un néctar que se extrae del núcleo
humano sometido a una situación de peligro extremo. El cuerpo, al
enfrentar la muerte, comienza a liberar una serie de endorfinas que se
mezclan con el terror más absoluto de una muerte horrenda.
Alonzo nunca más volvió a estar en sus cabales. El problema se
hizo grande cuando las voluntarias comenzaron a aparecer
completamente mutiladas y sin una gota de sangre. El vampiro de
Araucanía Forestal se estaba haciendo fama y terminó de ajustarse la
soga al cuello cuando asesino a Sabina Necker, una estupenda mujer
de noble cuna. Se decía que los vinculaba una relación estrictamente
ligada a los negocios que se consuman bajo la sombra de la
clandestinidad.
Gracias a esto la investigación comenzó a ganar peso. A pesar de
todos los esfuerzos del Incircunciso y la madre de los gemelos por
mantener quietos los apetitos de Alonzo, este se estaba volviendo cada

179
vez más un salvaje. Cuando intentó hacer lo mismo con niños
pequeños, los jefes de su mentor le entregaron a la policía.
Lo encontraron en un campamento de las periferias, bebiéndose la
médula espinal de una lactante. Como un cirujano, había tenido
cuidado en mantenerla viva. El reporte decía que los gritos le hicieron
mantener una erección de piedra mientras cometía el acto.
—¡DELICIOSO! ¡DELICIOSO! —repetía como un desquiciado.
El recién formado grupo de Paz Ciudadana, un cuerpo de
vigilantes privados de la Municipalidad de Temuco, no supo de qué
forma reaccionar, hasta que el primero de ellos soltó el primer disparo,
seguido casi por inercia por sus demás compañeros. Alonzo murió
acribillado justo después de experimentar el orgasmo más grande de su
vida.
Ennio sintió como su segunda mitad se desprendía de su vida, y
seguramente su madre también, cuando decidió lanzarse desde ese
doceavo piso en el gueto vertical donde vivían, tras enterarse de la
atrocidad que su hijo había cometido.
El apellido Galoni de nuevo se tomó los medios internacionales y
no tardó en cruzar el atlántico. La mafia envió a dos sicarios para
terminar con el pequeño reinado que el Incircunciso tenía en el centro
de la ciudad. El desafortunado efecto Dominó dejó al joven Ennio en
la calle, viviendo como un indigente y comiendo de las sobras que
encontraba en la basura. ¿Había pedido nacer en ese mar de mierda?
Ciertamente no, pero se pasaba las noches maldiciendo a la vida,
hasta darse cuenta que sus únicos talentos estaban vinculados con el
mundo del crimen, después de todo, ese era su hogar.
Un día, en los muelles, volvió a encontrarse con el grisáceo
humanoide y su pintoresco gorro de copa. Llevaba unas gafas
redondas, una barba de chivo bifurcada, el lado izquierdo cubierto de
canas y el otro, de color negro. Iba acompañado de dos grandes y
simiescos guardias, con fusiles de asalto. Se disponían a dispararle

180
cuando el anciano logró captar en los ojos del muchacho el fuego de la
ambición, tan ardiente como los nueve círculos del infierno de Dante.
—Me llaman Azazel ¿Cuál es tu nombre, muchacho?
Pensó por un momento sus palabras, el aura de aquel hombre era
sin dudas más siniestra que cualquier cosa con la que se hubiese
encontrado hasta ahora en el submundo, solo tenía una oportunidad de
acceder a su mentorado.
—Lamec, señor, a su servicio.
—¿No te pareces un poco al vampíro de Temuco? —preguntó
uno de los guardias.
El hombre del sombrero sonrió.
—Mi difunto hermano.
El anciano se quitó el sombrero y con una profunda reverencia
exclamó:
—Oh, divino príncipe del mundo, sin dudas tu poder me ha traído
un magnífico regalo.

III

Galoni tenía unos encargos especiales preparados para mí aquella


noche. La motocicleta ya no me acompañaría en mis viajes,
desplazada por un Spark Future, vehículo eléctrico pequeño,
regularmente utilizado en el transporte público dada su amplia
comodidad, como por ejemplo, un control automático inteligente.
Además me regaló cien puntos de experiencia en la aplicación MLK,
promoviéndome al nivel tres. Yo todavía era un novicio, pero tras dos
meses de entregas diligentes, El Inspector decidió que estaba listo para
otras cosas.
Desde ese momento mi labor se transformó en un transportista de
nivel medio, entre mis responsabilidades estaba traer y llevar personas
sin hacer preguntas, la paga se multiplicaba por diez, costeando casi
completamente dos años más el tratamiento de Hans en la mejor
clínica de la capital; la ansiedad por no tener idea qué hacer con ese

181
gran problema había desaparecido, toda esta ayuda me llegó como
caída del cielo, aunque ciertamente, Don Ennio aspiraba a ostentar el
título infernal y vampiresco de su hermano muerto, y vaya que le
quedaba bien.
Tras unas cuantas carreras sin importancia donde mis pasajeros
eran usuarios non-humanos de la prostitución —ya que estaba penado
por ley encasillarlos a cualquier género binario—, mi vehículo pasó a
ser reconocido por los escáneres de muchos sitios de renombre, como
por ejemplo el Lascivia, un bar con forma de palacete renacentista
ubicado en Mackenna con San Martín; o el ConcordiaV, sexobar de
tinte futurista, donde solo te atendían máquinas y podías pagar un par
de horas por el dispositivo virtual de sueños lúcidos, accediendo a
compañeros sexuales inimaginables según la demanda de los usuarios;
pero en la realidad virtual. Jamás llegué a entrar, a pesar de que las
mejores prostitutas —en realidad, programas— se ofrecían en unas
vitrinas holográficas, mostrando sus cuerpos naturales o intervenidos
de las maneras más grotescas que puedan florecer en una mente
desquiciada.
Ya saben, para todos los gustos.
El imperio de Pizzas Peccato abarcaba mucho más que las drogas
recreativas. Estábamos en una época donde el placer movía al mundo
y un buen hombre de negocios sacaría provecho sin titubeos.
Cuando llevé a dos niños de la edad de mi hijo, en situación de
calle, provenientes a todas luces de distritos petroleros y gasíferos al
otro lado de la cordillera, sentí ganas de vomitar. Tenía que acercarlos
a la casa de un distinguido funcionario público que vivía en el sector
norte de la ciudad, en una casona resguardada con guardias privados.
El tipo era un non-humano, partidario férreo de los avanzadores,
llamado Grejorr Taradit. Para este cliente particular, tuve instrucciones
certeras de entrar y quedarme con esos niños en la extravagante fiesta
que estaba llevando a cabo, pues al terminar debía transportarlos de
vuelta.

182
Conduje con cuidado, mirando cada tanto a los niños por el
retrovisor. Vestían dos camisetas delgadas, algo sucias. Parecían ser
hermanos y uno era levemente mayor; en su mirada se podía percibir
el rastro del ultraje a la infancia, pues sus grandes ojos marrones
estaban totalmente vacíos, no así su hermano pequeño que lucía
asustado y nervioso.
—Cálmate, por lo menos podremos llevar algo de dinero para que
no nos den una paliza… —alcancé a escuchar entre el cuchicheo.
El niño comenzó a relajarse un poco con las palabras de su
hermanito, una falsa paz que duraría lo mismo que el viaje, cuando a
lo lejos comenzó a vislumbrar la figura de la conocida casona, hasta
allí llegaba el boche de la fiesta.
Aparqué el coche y los escolté hasta la entrada, donde dos
guardias al escanear mi código QR en la aplicación, entendieron que
estaba ahí por trabajo.
En la entrada me recibieron dos muchachas que no superaban los
dieciséis años, también con ese acento de los otros distritos foráneos
sometidos por la Confederación, aunque sinceramente no estoy muy al
tanto de la geopolítica, bien podrían haber sido aliados de la Coalición
Oriental, aunque eso no variaba su lamentable situación.
La sala estaba adornada con diversas estatuas extravagantes, la
efigie de una mujer desnuda y cabeza de medusa, que a juzgar por su
expresión estaba teniendo un orgasmo; en el otro extremo, se erigía un
hombre-cocodrilo cogiéndose a una niña-perro. Todas llevaban un
extraño símbolo parecido a una uve —o un carnero, ni idea—,
enchapado en oro bajo sus pedestales. La obra se llamaba «La forme
non humaine», ya me parecía que dicha extravagancia tuviera sus
orígenes en tierras francesas.
—Pase a los invitados a la sala de estar, el señor Taradit en
persona vendrá a recibirlo —explicó una de las chicas, la más
morenita, vestida con un traje apretado de sirvienta. Para rondar entre
los quince y dieciséis años ya tenía forma de mujer; un tópico que

183
debió ser debatido en múltiples sesiones del congreso, pues los casos
de estupro habían aumentado y las cárceles ya no daban abasto,
agilizando el quiebre de los límites morales que impedían las
relaciones entre adultos y adolescentes.
La otra muchacha me rodeó, quitándome la chaqueta. Su cuerpo
era un poco más menudo, hasta atlético. Su cabello cobrizo y sus pecas
le vislumbraban una esplendorosa belleza al alcanzar la madurez.
Colgó el abrigo en una percha construida a base de cuernos de
alce, que estaba tras una de las estatuas.
Ambas se fueron con una leve reverencia.
Me quedé ahí, con los niños. No podía hablarles, ellos sabían a lo
que iban, las instrucciones se las daba la persona nivel cuatro con los
permisos de reclutamiento.
Cualquier muchachito con el estómago vacío, estaría dispuesto a
usar las pocas herramientas que la vida les daba para poder llevarse un
trozo de pan a la boca, por lo cual, la piara de cerdos insaciables que
adornaban generosamente los altos mandos políticos en este país de
mierda, aparecía como una oportunidad inigualable, pues siempre
estaban necesitados de nuevas experiencias, como exploradores sin
escrúpulos que probarían hasta un bebé, si el placer fuera nuevo e
intenso.
«Nunca se cansa el ojo de ver…»
Taradit abrió las dos puertas que daban al gran salón, solo llevaba
una bata, a su espalda, los motivos de su discreto vestir.
Había una auténtica orgía inundando todas las esquinas del salón,
pero eso era común, hasta lo transmitían por redes sociales, subiéndolo
a sus historias, o enseñando cómo se debía penetrar a una cabra
adecuadamente si estabas muy borracho en la plataforma Imítame!
Anteriormente llamada TicTac. El panorama que veían mis ojos, hace
unos veinte años habría sido horrible, pero en la actualidad habían
muy pocas cosas que causaban un escándalo; como las desapariciones
o los asesinatos, porque podías libremente hacerle la mente a un niño

184
para que se entregue de forma voluntaria a los placeres carnales, pero
no se te vaya a ocurrir matarlo. Sobre todo con esa moral hipócrita que
la Iglesia de la Santa Libertad había logrado instaurar hacía unos
meses.
Lo más sorprendente, fue ver que incluso había miembros de la
Coordinadora Araucanía Forestal —o simplemente C.A.F.—, un grupo
que se hacía llamar el brazo armado de los últimos mapuche, antes de
la gran purga totaldemócrata, donde fueron casi totalmente
exterminados. Logré divisar a funcionarios municipales, opositores al
partido avancista, como los que siempre aparecían al lado del senador
Gustavo Reyes, casi el único atemporal que defendía sus valores
anticuados en un mundo donde el lema era avanzar hacia la verdad y
bienestar absolutos. En lo personal estaba de acuerdo con él, pero
seguramente se sentiría con el orgullo herido al ver que los camaradas
que se sentaban a su lado manoseaban los genitales de unos infantes en
situación de calle o incluso jugueteaban eróticamente con animales;
pero ojo, bajo todo el consentimiento que la ley exigía, allí no existía
nada ilegal, pues la lógica de totalmercado daba potestad a todo ser
humano con suficiente edad para razonar —de los seis en adelante—,
para percibir y utilizar su cuerpo como le viniera en gana.
—¡Oh, usted debe ser Kain! ¿No es así? ¡Bienvenido! —decía,
tratando de ocultar la erección arremolinándose la bata color salmón—
¡¡Muchachas!! ¡Qué carajos están haciendo que no le han servido nada
para beber a nuestro proveedor?
Las chicas aparecieron con una bandeja en la que había…
¿cerveza negra?
—N-no se preocupe señor Gejorr, mi labor solo se reducía a…
—¡No, no! Nada de eso, Galoni es un muy buen amigo, desde que
llegó, pudo dar con la fórmula mágica que le faltaba a esta aburrida
ciudad —tomó la jarra el mismo y me la tendió.
La recibí y bebí un poco por cortesía, en ese momento, Taradit
miró a mis espaldas, a los dos jovencitos que venían para unirse a la

185
fiesta. Su expresión se desfiguró en un leve orgasmo que alcanzó a
perturbarme un poco. ¿Qué clase de enfermo se excitaría mirando a un
niño? ¿Qué demonios tenían de excitantes?
¿Y si ese niño fuera Hans?
No, no importaba, no tenía sentido hacerse tantas preguntas. Yo
estaba del lado de los fuertes, de aquellos que tenían el poder para
alcanzar cualquier objetivo. Galoni me había prometido protección,
para mí, para mi familia. Hans nunca pasaría por algo así, menos si le
servía fielmente.
Los demás solo tuvieron la mala fortuna de nacer en el momento
y lugar equivocados.
—Así que estos son los angelitos…
El menor de los niños comenzó a temblar. Su hermano le apretó
el brazo derecho y lo miró a los ojos como diciendo que se
tranquilizara.
—¿Cómo se llaman, criaturitas del cielo?
El mayor contestó casi automáticamente
—Yo soy Emiliano, y este es mi hermano Cato.
—Ya veo, ya veo —decía Taradit mientras se masajeaba las
bolas, tratando de no perder la dureza de su micro pene; si lo veías así,
al menos los niños no sufrirían tanto.
—Disculpe, su excelencia, pero… ¿podría darnos unas tabletas de
mesura verde? Cato es primera vez que viene y…
—¡Por supuesto! ¡Mara, Dona! ¡Encárguense!
Las dos muchachas de hace unos momentos, volvieron a
aparecer, dándoles dos caramelos a cada muchacho. Feliciano se
guardó uno en los bolsillos y Cato engulló los suyos.
Grejorr estaba totalmente extasiado con ambos jovencitos, se
rumoreaba que sus exigencias siempre buscaban a niños venezolanos o
colombianos. Más tarde me enteré de que se había hecho cierta fama;
pagaba bien y nunca tocaba a los muchachos. Pagaba para que le
defecaran y orinaran encima, mientras le insultaban y escupían.

186
Lamentablemente, esa era una orgía, por lo que su rol se reduciría
a satisfacer las necesidades de los invitados.
—Le agradezco mucho su cooperación, Kain, le daré 200.000
vets de propina, por haber sido tan agradable y discreto. No le diré que
lo que ha visto aquí, dada la participación política de alguno de mis
invitados que usted con toda seguridad conocerá…
—No hace falta, señor, no he visto nada.
—Buen chico. Felicitaré a don Ennio en persona cuando le vea
por su adquisición. Como siempre, ha superado mis expectativas.

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10. Tristán

Desperté con el rostro apoyado entre mis brazos. Luna estaba echada,
durmiendo y ronroneando a la vez, en un pequeño espacio de la mesa
que no tenía botellas o basura. Vi el reloj, eran las dos de la tarde. En
mi móvil tenía veinte llamadas perdidas del director del colegio, por lo
que a mi entender, ya podía dar por perdido aquel trabajo. La
borrachera aún no se me quitaba del todo, pero como pude, me puse de
pie y caminé hasta el sillón de la sala de estar dejándome caer sobre
sus cojines. La gata de doña Rosita levantó las orejas al percibir mis
movimientos, y con paso grácil, como una princesa felina, siguió mi
corta trayectoria para acomodarse a mi lado. Empecé a acariciarle la
cabeza mientras ella cerraba sus ojos aurora con placer entregado por
las caricias de su siervo humano.
Encendí el televisor, aunque ya sabía de antemano que no
encontraría nada interesante con qué llenar esta nueva abundancia de
tiempo libre. En televisión nacional había un debate en vivo entre los
principales teóricos de las nuevas corrientes políticas y filosóficas. Por
un lado, estaban los acérrimos partidarios del non-humanismo
avancista, o avanzador; al lado reposaban los reformistas
totaldemócratas y finalmente, el último bastión de republicanos
conservadores, que solo estaban ahí porque la totaldemocracia se los
permitía, pues haber sepultado abiertamente toda postura que no
estuviese de acuerdo con ellos, habría significado una ridícula
contradicción.
—Estamos frente a un hecho histórico —decía una de las…
¿mujeres? Realmente no sabría decir, pues tenía voz de varón, aunque
su una apariencia andrógina confundiría a cualquiera. Se notaba que

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llevaba implantes biónicos en los ojos, cuya función oscilaba entre
cambiar el color a voluntad o mejorar notablemente la vista. Estos
tipos si aprovechaban los impuestos de la gente—, puesto que las
dicotomías presentes en la humanidad, han ido resquebrajándose hasta
desaparecer por completo. Ya no somos especies separadas en los
ecosistemas. La humanidad dejó de aparecer como un dios en el centro
de la misma, pues según la evidencia evolucionista, todos procedemos
de una misma fuente, por lo que ya es mórbido pensar que las
fronteras simbólicas construidas en base a la ignorancia nos deban
seguir separando.
—¿O sea que usted afirma en este preciso momento que el valor
dado al antropocentrismo está llegando a sus días finales? —preguntó
la periodista que moderaba la instancia, una rubia bien parecida con
cara de noticiario de las doce.
—Desde que la Confederación cogió los estandartes de la
totaldemocracia, se ha tratado de construir una sociedad que aspire al
progreso en todas las áreas. ¿Esa meta te parece alcanzable si
construimos barreras que nos separen en vez que nos unan? —
devolvió la pregunta, quien parecía llamarse Andrea Gilbert Larraín,
aunque ni con su nombre me quedaba claro qué era, pues Andrea es un
nombre unisex.
—Bueno, creo que… —empezó a decir la periodista.
—¡Claro que no! ¡Es obvio! ¡Me extraña de una periodista que se
ha declarado abiertamente a favor de la desconstrucción total del
hombre.
—O destrucción, querrás decir. —replicó, cortante como un
cuchillo, Gustavo Reyes, senador de la República Totaldemócrata de
Chile.
—¿A qué se refiere, señor Gustavo? —intervino la moderadora.
—Me parece que aquí hay varias falacias argumentativas que
merece la pena revisar a fondo antes de caer en los cantos de sirena de
esta «gente». Primero, presentan a la evolución como un hecho,

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cuando hasta en nuestros avanzados tiempos sigue siendo una teoría,
aunque sinceramente dudo que estas personas hayan alguna vez
agarrado un libro de biología o ciencias en general, pues repiten cual
loros adiestrados todas las mentiras avancistas que vienen dictadas
desde las grandes esferas del poder. Dividem et impera, afirmó una vez
Julio César. Palabras que tienen una vigencia estremecedora.
Luna maulló, la sentí alegre. ¿Estaba con una gata conservadora?
El holopúblico exclamó en desacuerdo, algunos escupían incluso
insultos de toda índole contra la pobre madre del tipo, que por lo viejo
que se veía, ya debía estar bien muerta.
—A mí me parece más tonto que una ideología tan arcaica como
la suya siga teniendo cabida en las repúblicas que han adoptado la
totaldemocracia —replicó Robineto Dumas, un varón asexuado,
notoriamente intervenido con cirugías para mejorar sus facciones y
con tatuajes led en su rostro. La nueva tendencia de implantarse luces
al interior de la dermis, con un proceso bastante similar que el tatuado
de tinta, solo que los obscenos dibujos que se hacían, brillaban tanto
en el día como en la noche.
—No sería una democracia total si nos censuraran ¿O acaso tú,
idiota impertinente, no te has dado cuenta que los altos mandos de La
Confederación jamás caerían en llevar a la práctica todas las
estupideces pregonadas en la gente de tercera categoría como
nosotros? —respondió Reyes, con una petulancia que me agradó, pero
no porque estuviera totalmente de acuerdo con él o su ideología
utópica que aspiraba a razonar con los non-humanos de la actualidad;
si no por cómo le enrostró una verdad de la que muchos
latinoamericanos, aunque no la dijeran abiertamente por miedo a las
represalias, tenían conocimiento—. Ve a ver al hijo de Friedrich Von
Drachenkopf, o a sus asesores, o a sus soldados. No podemos decir
que el ejército confederal sea non- humano, pues no están intervenidos
en sus cuerpos, solo son resultado de mejoras genéticas sin
importancia y el lavado de cerebro característico.

190
Tras estas declaraciones, los tres bandos comenzaron a perder el
hilo, llegando a los gritos y a interrumpirse constantemente. Ni un
debate entre niños de diez años juzgando la dictadura militar de
Pinochet resultaba tan desastroso.
Aún con todo lo anterior, ni avancistas ni totaldemócratas
pudieron construir argumento alguno para defenderse.
—¡Orden en la sala! —pedía la moderadora.
Nuevamente, el público holográfico murmuraba, pero esta vez no
se atrevieron a recurrir a los insultos. La periodista, presa de un
evidente nerviosismo, recibió órdenes desde el audífono que llevaba
en su oído derecho.
—Eh… vamos a ir a una pausa comercial ¡Y ya volvemos! A
nuestro regreso, Andrea Gilbert nos hablará de las novedades que la
nueva reforma constitucional ha implementado para los matrimonios
con la inteligencia artificial. ¡No se lo pierdan!
Alcancé a ver cómo Reyes miraba a sus compañeros y se encogía
de hombros.
Luna se subió a mis piernas y me miró con cara de «tengo
hambre». Jodidos gatos, pueden pasarse la vida entera comiendo o
durmiendo. Fui a la despensa y le abrí una lata de salmón que se
devoró en unos instantes. Cambié de canal, esta vez a la cadena RNC
(Reporte de Noticias Confederal). Un reportero holográfico narraba la
siguiente noticia:
«—En el municipio de Araucanía Forestal, el joven imputado por
asesinar a su madre, hermana y herir al conserje de su edificio, Aldo
Casas Benitez, será condenado a la pena impuesta por el tribunal
totaldemócrata popular. Los plazos se extenderán hasta el próximo 2
de mayo para presentar sugerencias por la red social Utopía con la
etiqueta #AldoCB. La publicación más votada en siete días, será el
veredicto final impuesto por la vox populi».
Luego aparecía el abogado defensor, notoriamente indignado con
la medida, era primera vez que notaba a uno de su rubro tomando

191
posiciones tan notorias con un cliente, porque al fin y al cabo, eso
eran:
«—¡Lo que le están haciendo a Aldo es una vergüenza!
Claramente él no estaba en sus cabales, todos sabemos que el X-Sin es
una droga poderosísima, pero no hacemos nada por salvar a sus
adictos, tampoco tomamos cartas ni generamos un plan de acción para
erradicar a los traficantes, ni que decir con la venta de pasta base o del
coloquialmente conocido raxpao, ¿entregarlo a la decisión pública es
mucho mejor, no? enfatizando que mató a dos mujeres y sin tener
ninguna consideración de sus antecedentes anteriores: ¡el muchacho
era un rehabilitado y mantenía económicamente a su familia!».
El calvo regordete de anteojos grandes tenía razón. Si la antigua
justicia apestaba, esta era la mierda misma.
Fui a la nevera por algo de cerveza barata, el frío mejoraba su
sabor. Las palabras del abogado calaron hondo, reflexioné sobre ello,
reparando en la gran cantidad de estudiantes que me tocó conocer y
que desafortunadamente, nacieron en el tiempo y lugar equivocado,
forjándose en un entorno que succionaba toda posibilidad de explotar
sus habilidades y talentos, encadenados al vicio de la droga más
indigna que podría haberse creado.
Apuré la cerveza de un trago, aplasté el envase y lo lancé lejos.
Luna se sobresaltó. Tocaron la puerta.
¿Quién carajo estaba molestando? No tenía muchas ganas de ver
a nadie, aunque seguramente sería doña Rosita buscando a su ingrata
compañera felina.
Cuando abrí, una muchacha pequeña, de ojos grandes, labios
discretos y carnosos, con un flequillo en el cabello oscuro que llevaba
largo hasta la espalda, me sonreía. Traía puesto un abrigo largo, color
negro y una bufanda roja. Su rostro no me sonaba, aunque era muy
atractiva.
—Vaya pinta ¿Eh, Tris? —dijo.
—¿Te conozco?

192
Me empujó suavemente con su mano derecha, blanca como el
marfil y entró en el recibidor, haciendo caso omiso de la pregunta,
echó un vistazo a todo el perímetro.
—Hace tiempo no veía un chiquero como este, desde que dejé de
vivir con mi padre, que también era alcohólico ¿recuerdas? —decía en
formas que me parecieron retóricas, como un monólogo que no estaba
interesado en escuchar.
No respondí.
Luna se le acercó rápidamente y comenzó a frotar su lomo en las
botas de la desconocida, ella se agachó a acariciarle la cabeza. Me
pareció extraño, pues la gata era un animal que no se daba bien con
todo el mundo. La muchacha, que tal vez, ya era bastante mayorcita
pero no lo parecía, se quitó el abrigo y lo dejó sobre el sofá, de sus
bolsillos extrajo unas bolsas de basura, se arremangó el suéter beige y
agregó:
—En fin, ¡manos a la obra! —dijo.
Cuando se disponía a recoger una de las botellas vacías de vodka
que estaba próxima al sillón, la tomé del brazo, quizá fui bastante rudo
pues soltó un leve gemido.
—¡Oye! ¿Quién demonios te crees que eres para venir aquí sin
siquiera pedir permiso? ¡No recuerdo haber contratado una mucama!
Luna y la desconocida se quedaron mirándome estupefactas.
—Tris… ¿es que ya no te acuerdas de mí?
Algo en su voz me resultaba familiar, sus ojos… su cara.
Recuerdos lejanos invadieron mi mente, como una punzada que se
clava con saña en las heridas del pasado, similar a las páginas de un
libro arrancadas por puro capricho.
—Soy Evelin, tu mejor amiga de la infancia—, dijo finalmente.
Un nudo se apretó en mi estómago y el fuego de mi corazón
nuevamente comenzó a arder al ritmo de fuertes latidos. Evelin había
muerto para mí desde el día en que dejé de tener diez años, nos
separamos, de maneras muy dolorosas.

193
Nos peleamos muy feo el mismo día que, sin saber, se había
convertido en nuestra última tarde juntos. La traté muy mal por no
querer tomar el rol de villano en nuestro juego de Power Rangers, y
cuando se disponía a irse en su bicicleta, la empujé contra un charco
de agua. Todavía recuerdo el sonido de su débil cuerpecito al caer. Se
fue empapada en barro, llorando. Lo que me extrañó fue que sus
padres jamás vinieron a decirme nada, y los míos tampoco se dieron
por aludidos; tal vez andaban por ahí enrostrándose múltiples
infidelidades en cara. Mi madre solía perderse, histérica, por el pueblo
y mi padre remendaba sus redes en silencio, murmurando chuchadas
para sí mismo, algo que me pegaría con el tiempo.
Durante la merienda, papá dio la noticia, nos marchábamos a
Araucanía Forestal, ya que a él le habían salido unos trabajos mejores
en el distrito salmonero del sur. No tendríamos grandes oportunidades
en un pueblito pesquero como Mehuín; así que por el bien de mis
hermanos y yo, nos mudamos a la ciudad.
No me despedí de Evelin y jamás la volví a ver. Lloré todo el
viaje. Recuerdo a duras penas que en nuestra primera noche en Padre
Las Casas, mis padres compraron un vino y unas carnes para celebrar.
Escondido, tomé un par de sorbos para ahogar las penas; he de decir
que algo me calmó. ¿Fue mi primera borrachera? Quién sabe. Lo único
que sabía en ese momento era que Evelin ya no estaba conmigo.
Lo que le hice esa última vez lo pagué con creces en la ciudad,
donde no hice grandes amigos hasta que llegué al liceo, pero esas
historias supongo que las contaré a su tiempo.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, abatido.
—Me tomó tiempo encontrarte, Tisti —respondió con una sonrisa
—, pero mi búsqueda al final rindió sus frutos… y claramente
necesitas ayuda, amiguito.
Se soltó del brazo y siguió recogiendo las botellas, Luna la seguía
discreta, a una distancia prudente, ronroneándole cada vez que frotaba
el lomo en sus botas.

194
—¡Que gata más mona tienes! —exclamó.
—Es de doña Rosita.
—¿Doña quién?
—Creí que ella te había…
—Olvídalo ¿dónde puedo dejar todos estos trastos cuando
termine? —preguntó, con la primera bolsa llena. Calculando a simple
vista, seguramente haría lo mismo con otras tres.
—Por ahí está bien, ya me encargo de llevarlas afuera…
—¿Mínimo, no? Eres un guarro, no me lo habría esperado de ti.
No se me ocurrió decirle gran cosa, tal vez unas disculpas habrían
estado bien…
—Oye, Evelin, yo… la última vez…
—Descuida, Tisti, éramos unos niños malcriados, jugábamos a
lanzarnos la caca seca de las vacas y aún tienes cargo de conciencia
por haber empujado a una niña obstinada al agua… —soltó unas
risitas. Luego me observó con semblante de madre preocupada— ¿vas
como una cuba, eh?
Se acercó y me inspeccionó de cerca.
—Hoy tenías buena pinta, lástima que te empañes bebiendo estas
porquerías. Si no estuvieras tan jodido hasta te invitaría a una cita
romántica. ¿Ninguna colega te echó el ojito alguna vez?
—Supongo, pero eran unas estúpidas sin criterio emocional ni
intelecto aparente.
—Oh, ya veo, señor Tristán «ninguna-mujer-está-a-mi-altura»
Robles Olavarría.
—¿Acaso te parecen atractivas las mujeres que se tatúan leds solo
por la moda? ¿Las que usan pañuelos de colores en el cuello,
alumbrando sus ilusas posturas políticas? ¿O esas que utilizan
dispositivos para que de su propia vagina les crezca un pene plástico?
—¡Guau! ¿Como en los hentai? —preguntó emocionada.
—No se puede hablar en serio contigo —respondí irritado.

195
—La verdad que un hombre que bebe como un perdedor todo el
día tampoco debe ser muy popular entre las mujeres.
—Me importa tres hectáreas de verga, cielo.
Le iba a dejar hablando sola cuando una mano se posó en mi
hombro.
—No seas enojón, tonto, solo te estoy tomando el pelo. Aunque
quizá con lo de perdedor no tanto —rio—, pero se entiende, tu historia
es bastante cruda y muy conocida en todo el país… cualquiera estaría
así. Fui muy dura, lo siento. Tómate una ducha y vamos a comer algo
¿quieres? Te prepararía aquí mismo para que veas que tengo grandes
dotes culinarias, pero en la nevera solo tienes cerveza de la más barata
—agregó, con cara de asco— ¿Quieres un ceviche de Dorada?
—Ay, señor, dame paciencia —dije para mí, aunque le hice caso.
Entré directamente al baño, encendí el calefón y dejé que el agua
purificara toda aquella sensación de inmundicia impregnada en mi
cuerpo.

II

Tras haber roto definitivamente con Mariette, aquella tarde, al pie del
árbol solitario del cerro Conunhuenu donde me soltó una sarta de
barbaridades que oscilaban entre el existencialismo de Egogram y la
apertura del tercer ojo; me fui profundamente decepcionado a mi
hogar. No supe de ella en un año, pero todo parecía ser que la
alineación de chakras y la iluminación terminaron materializándose en
un hijo, que naturalmente vendría marcado por la desfortuna de crecer
con la no-guía de una madre soltera.
Tarde un largo periodo en beber todo el trago amargo de la
soledad embotellada. Aproveché las horas libres para leer más textos
de la academia, básicamente recuperar todo el tiempo perdido de
universidad, la cual solo me trajo deudas pues no conseguiría empleo
hasta varios años después de egresar.

196
Fue en esa catarsis necesaria cuando decidí comportarme como
un verdadero aspirante al débil eco del anarco-epignosticismo; libertad
sin fronteras y equilibrio absoluto. Los encuentros con la bebida ya no
me satisfacían demasiado, por lo que tuve que probar con las mujeres.
Rosalía era una ex compañera de la secundaria que siempre tuvo
buenas proporciones. Rostro intelectualoide resaltado por unas gafas
de marco grueso, su maravilloso pelo ondulado y unos pechos de
infarto que eran el motivo de bullying entre adolescentes en plena edad
donde la pornografía suele ser el eje de sus fantasías.
Tras egresar nunca hablamos mucho, en ese entonces tenía novio
y todo parecía coger la dirección del matrimonio. Lamentablemente
surgieron cosas en el camino que terminaron frustrando dichas
aspiraciones. En un escenario donde la única opción viable era la
reinvención, logró consolidar su propio emprendimiento haciéndose
un renombre en Araucanía Forestal. Vivía con un socio con el que no
se llevaba muy bien, sin embargo, hacían buen equipo. Hasta en los
negocios las relaciones son extrañas.
Comencé a hablarle solo cuando estuve seguro de que se
encontraba soltera. No me gusta meterme en medio de una relación en
curso. Necesitaba sentir la compañía íntima de una fémina otra vez.
Los gemidos de Mariette Pascale aún resonaban en mi mente,
recordándome lo solo y miserable que estaba.
No quiero pintarla como una mujer liviana, tal vez existía
atracción anterior, pero el encuentro se dio bastante rápido. Me invitó
a su casa, se había mudado recientemente, la pila de cajas abiertas y
ropa desordenada en el sofá la delataban. Fumamos marihuana,
bebimos pisco y recordamos algunas anécdotas estúpidas sobre nuestra
época de estudiantes de liceo; un edificio gris con apariencia carcelaria
y una disciplina casi militarizada.
A eso de las dos de la madrugada, a Ross le bajó el frío por lo que
educadamente se despidió para subir a su recámara.
—Si tienes unas cobijas puedo dormir en el sofá… —le dije.

197
—Tengo, pero la verdad es que te vas a cagar de frío
—Yo no tengo problema en dormir contigo —lancé.
—Mi cama es grande —sonrió.
Subimos al segundo piso, su habitación se encontraba a la izquierda de
la escalera. Estaba su cama, una cómoda y una estufa eléctrica. Sacó
del mueble una Nintendo Switch.
—¿Jugamos? —invitó.
Encendió el trasto y puso Mario Kart, mientras me contaba los
motivos tras su ruptura con el hombre que duró casi una década. Sus
palabras arrastraban nostalgia y frustración, el pesar de alguien que
verdaderamente amó a una persona sin recibir lo mismo. Me
preguntaba cómo era posible, pues Ross era una mujer inteligente,
trabajadora y sexualmente bombástica, una mezcla que se agradecía en
tiempos de histeria femenina colectiva.
Como yo no cogí el mando del segundo jugador, tras unas
carreras, apagó la Nintendo y seguimos hablando. Ambos nos
habíamos acostado con ropa, el invierno estaba entrando y las primeras
escarchas ya comenzaban a notarse en los huesos.
—Carlos no tenía iniciativa, si queríamos salir a algún lado, yo
era la que tenía que ver el tema de los pasajes, estadía, entre otras
cosas; el aparecía cuando estaba todo servido. —reclamó con algo de
indignación.
—Por lo menos te acompañaba ¿no?
—Siento que en mi veía a una madre, no a su pareja.
Comenzó a narrar cómo habían construido los cimientos de
aquella relación, la cual estuvo a punto de alcanzar el compromiso
matrimonial de no haber sido por ese distanciamiento voraz con el que
suelen encontrarse inevitablemente algunas parejas duraderas. Carlos
ya no la veía con deseo, provocándole inseguridad y desplomando su
autoestima hasta el piso.
—Las cosas siempre pueden arreglarse, Ross, de eso se trata. La
mujer debe ser complemento del hombre y viceversa…

198
—No entiendes, Tris. Cuando ya no te sientes amada lo mejor es
cortar por lo sano. Apenas pude tomé lo poco que tenía y me marché;
no me costó encontrar esta casa y me acomodaba dividir la renta con
mi socio. Creo que fue lo mejor, a pesar de todo.
Divagamos unos instantes entre la borrachera y la reflexión, creo
que en las fallas de esa relación pude reflejar las mías; todas esas veces
que fallé como un potencial compañero de vida. La desidia crónica de
Carlos me era muy familiar, yo también llegué a sentirla en gran parte
de mi vida. Crecí en mi propia jaula, aprendí a vivir en ella, toda
avecilla que quisiera conocer mi lado amoroso necesitaría la voluntad
de vivir enjaulada y mi ex novia era un ave de cielos, de valles y
bosques.
Lamentablemente la única opción es aprender a las caídas, nadie
te enseña fórmulas, tampoco hay quien diga el arsenal de paciencia y
perseverancia con el que uno debe contar para enfrentar los desafíos de
la vida en pareja, sobre todo si no avanzan en la misma dirección. No
pude evitar pensar en Mariette Pascale, su menudo cuerpo blanco con
aroma a flor de invierno, esa mirada de sol naciente y sobretodo tantas
veces en que la vi llorar pero no pude hacer nada para consolarla,
porque a mí nadie me había consolado nunca.
Entendí a Carlos y hasta le defendí, porque de alguna forma
grotesca, era yo; como si Rossalia leyera las páginas de mi corazón y
me acusara contra mi propia conciencia, la única que sabe cada uno de
tus pensamientos y acciones.
A pesar de haber congeniado con ese tipo al que solo había visto
por fotografías, era una verdadera lástima que nunca pudiese invitarle
una cerveza y preguntarle si existía algún remordimiento de su parte;
pues en unos instantes tendría sexo con su ex polola hasta avanzadas
horas de la madrugada u derramaría mi semilla sobre esas enormes
tetas en esa explosión orgásmica tan agradable.

199
A pesar de la experiencia, no lo disfruté más allá de lo que se
disfruta fumarse un buen cogollo; placer banal y efímero, que se va tan
rápido como llega.
—Mañana tendrás que irte temprano, pues llega mi socio y…
—Entiendo, Ross, no hay problema.
—Lo siento.

III

Sucedió en otoño, todavía lo recuerdo con cierta claridad. En clases


nos habían dado un trabajo de investigación y la muchachada
intelectual se había reunido otra vez, aunque sin ánimo de ofender su
memoria, a veces el asumido rol de galanes universitarios les impedía
cumplir con ciertas responsabilidades académicas; tanto que solo
Sahlins y yo terminamos empolvándonos las narices con los viejos
documentos del Archivo Regional de la Vieja Araucanía.
Yo conocía bastante bien el lugar, pues se había ganado un sitio
importante en mi diario vivir, cuando junto a mi compañero de tesina,
Alex Briseñor, nos pasábamos algunas horas a la semana repasando
los viejos papeles donde los primeros policías de hace dos siglos,
habían escrito con letra de doctor aquellos procedimientos que
involucraban desde riñas, robos, violaciones y estafas. Uno de los más
icónicos fue el de una tomatera entre inquilinos de un campo cercano
al actual Carahue, donde dos parejas de trabajadores se emborracharon
tanto, que terminaron intercambiando esposas, pero cuando el efecto
del alcohol pasó y se dieron cuenta, lo interpretaron como una
infidelidad, desencadenando una pelea a corvo limpio.
Lo que hace uno por un chocho apretado.
La tarea con Sahlins era bastante más simple, teníamos que
revisar algunos documentos administrativos para determinar el
funcionamiento del Estado-Nación dentro de los primeros años de su
consolidación, en una tierra abandonada, sin dios ni amo. No nos tomó
demasiado tiempo. Mateo era un hombre bastante maniático, por lo

200
que acabó la recopilación de datos en un dos por tres. Me caía bien,
porque él sabía que los demás a veces se aprovechaban de ese
supuesto trastorno obsesivo compulsivo, dejando que hiciera todo,
pero aun así, nunca lo sacaba en cara, todo lo contrario, parecía
gustarle.
Cuando terminó de escribir, se estiró en su asiento y dijo:
—Después de esto iré a comer a ese restaurant de la esquina,
venden unas cervezas artesanales exquisitas. Además con las tres B,
ideal para estudiantes lumpen-proletas como nosotros.
—Lo has dicho con tanta convicción que te acompañare —
respondí.
Guardamos nuestras cosas y nos despedimos del asistente
computarizado que se encargaba de recepcionar todos los pedidos,
enviando la señal a un dron que traía la caja de fuentes primarias desde
la bodega, documentos encuadernados de manera muy rústica con hilo
y hojas amarillentas.
El local se encontraba en plena esquina, en calle Mackenna con
Lautaro, estaba un poco lleno, por lo que Mateo se acercó a la caja
para ordenar. Una señora regordeta y con la mano llena de anillos
estaba peleándose con algunas boletas.
—Lo siento, muchacho, tendrás que esperar un poco, cómo veras
estamos un poco ajetreados por aquí.
Fue en ese momento en que la vi por primera vez, llevaba un
uniforme y delantal negro. El collar de su cuello donde aparecía su
foto y su nombre le identificaban como mesera. Tenía buen porte, un
cuerpo muy atlético y bien proporcionado; buenos muslos y caderas,
como me gustaban. La naturaleza la había dotado de un atractivo
impresionante que no pasaba desapercibido en los clientes. Recogía su
cabello castaño claro en una coleta de caballo. Sus labios eran
carnosos, nariz levemente respingada y una tierna mirada color gris,
cubierta de una misteriosa nostalgia.
Me pareció la mujer más bella que vi jamás.

201
—Yo te tomaré el pedido enseguida, puedes escoger alguna mesa
del fondo o aquella cerca de la entrada, si no te molesta… —indicó.
Nos acomodamos en esa última, los platos de los clientes
anteriores todavía estaban ahí.
—Apareces justo a tiempo, muchacha —dijo la señora que
parecía ser su jefa—, antes de que atiendas a los jóvenes ve a decirle a
Antonia que necesito que venga a cuadrar la caja, más tarde debo ir a
buscar a mis hijos y se ve que no voy a alcanzar.
—Enseguida, señora Marta —sacó unas láminas plastificadas del
recibidor y se los tendió a Sahlins—. Esta es la carta, aunque también,
si gustas, puedes escanear el código QR de la muralla, es lo mismo;
por el reverso está el menú del día: Puré con chuleta asada de cerdo y
bistec a lo pobre.
Traté de mirarla de manera discreta, pero no podía. Todo en esa
mujer me llamaba la atención. Ya no era solo mera atracción física. Su
forma de hablar, de caminar, de tratar a las personas… aunque claro,
podía estar fingiendo, después de todo, ese era su trabajo y nada más.
—Yo creo que me comeré unas chuletas —dijo Sahlins.
En mi caso, detestaba el cerdo, pues era uno de los animales más
sucios tanto en dieta como en estilo de vida, por lo cual opté por el
bistec.
Cuando Nadia se acercó a tomarnos el pedido, notó las miradas
indiscretas. Traté de sonreír cortésmente, disimulando, aunque sus
risitas nerviosas daban a entender que se había dado cuenta. Una mujer
sabe cuándo un hombre está interesado en ellas.
—¿Y bien? —preguntó, con el táctil de las comandas en la mano.
—Pediremos el menú el día, la chuleta y el bistec… y unos
pitcher de cerveza artesanal —ordenó Sahlins.
—Tengo negra y ámbar, artesanales ¿cuál prefiere?
—A mí se me antoja una negra —dije.
Mateo optó por la misma opción.

202
Nadia dio la orden al táctil y se marchó para traernos el pan, unas
sopaipillas con pebre y los dos pitcher que saboreamos enseguida.
Tenía ese amargor característico de una cerveza negra, la cebada era
de calidad, un buen sorbo te revitalizaba los sentidos. El reloj marcaba
el fin de la hora de colación. Muchos de los trabajadores aledaños ya
se marchaban. Dentro solo quedó nuestra mesa y una pareja de abuelos
junto a sus dos nietos. Al fondo, dos hombres mayores compartían
unas cervezas.
—Por lo menos terminamos este informe de mierda —comentó
Sahlins.
—Ahora solo quedan las tesinas —dije, luego bebí un sorbo—
¿Cómo vas con eso?
—Ya está terminada, solo me falta ajustar algunos autores y
referencias, pero en general todo bien, mi profesor guía me ha dado
bastante libertad al colar ciertas críticas que hoy en día no serían muy
bien recibidas.
—¿Tú haciendo críticas? Pero si apestas a avanzador —bromeé.
—En mi casa son todos avanzadores, aunque realmente me gusta
mucho más el anarco-epignósticismo…
—Vaya, nunca pensé que tú y yo tuviésemos posturas similares
en la política. Lamentablemente, desde la guerra civil, no es
demasiado popular.
Sahlins asintió y dijo:
—El gran problema es que cuando se me ocurre la genial idea de
mencionarlo en la mesa, tipo, en esos típicos almuerzos familiares,
tanto la familia de mi madre como la de mi padre, que por cierto están
separados, me tratan de loco y no tienen reparos en lanzarme sus
carcajadas.
Noté cierta tristeza en sus ojos, me pareció que tanto su
personalidad extrovertida como ese ímpetu apasionado con el que
defendía sus ideas, le convertían en una especie de oveja negra en una
familia abiertamente avancista. Mateo era menor que yo, pero se veía

203
más viejo. Tenía unas enormes entradas en el cabello castaño claro,
llevaba una barba de leñador, y unos anteojos de marco grueso. Ojos
grandes, pero algo caídos y algunas patas de gallo que ya se le notaban
alrededor de los mismos; fumaba bastante.
—La anarquía requiere básicamente un despertar espiritual en la
humanidad, es lo que plantean los epignósticos —expliqué—.
Podríamos tener la esperanza de ello, pero luego ves que los hijos de
puta no son capaces ni de respetar la fila en un supermercado o de
devolver el dinero que se le cayó a un desconocido. Me gustaba esa
ideología hasta que empecé a estudiar más el asunto, así como existen
las clases sociales en las personas, también hay un orden establecido
en el contexto de los estados y naciones
—Empiezas a sonar como un comunista —respondió mi
compañero, con la mirada perdida en la calle, donde a esa hora solo
transitaban un par de vehículos.
—No me insultes, esos solo quieren una dictadura disfrazada de
bien común. Hemos leído lo suficiente para darnos cuenta que esas
mierdas no sirven.
—«Tomad al revolucionario más radical, sentadlo en el trono de
todas las Rusias e investidlo de poder dictatorial y antes de un año,
¡será peor que el propio zar!» —recitó.
—Bakunin, Proudhon, Kropotkin, entre otros, la tenía clara, pero
ya sabes que terminaron inclinándose por Marx, el resto es historia.
Nadia llegó con nuestros platillos calientes, desprendían todo el
aroma de las especias. Sin notarlo, comencé a salivar.
Le agradecí. Ella se retiró a limpiar las mesas contiguas,
abandonadas recientemente por los comensales de medio día. El
uniforme le quedaba maravilloso. Tenía esas caderas anchas eran un
imán para mis ojos.
—Como que estás mirando mucho a la mesera, ¿no? —inquirió
Sahlins.

204
—No vayas a soltarme ese sermón avanzador de que no puedo
recrear la vista, aunque sea desde el marco del respeto.
Mateo rió. Tomó la jarra de su cerveza por el mango y le dio un
buen sorbo. El perfume de la cebada tostada se podía oler desde lejos.
En la radio del local sonaba una canción de Camilo Sesto.
—No he dicho tal cosa, a mí también me parece guapa, pero hoy
en día nunca se sabe. A Valentino el otro día lo funaron por el
Egogram de la Universidad; una loca estúpida. Recurrió a esa medida
desesperada tras darse cuenta que sus insinuaciones sexuales no
servirían contra él. Era una non humana, y tú sabes que aunque
Valentino no está en contra de las expresiones de amor de los cuerpas,
digamos que le gustan las mujeres.
Posturas como la de mi compañero Valentino abundaban.
Trataban de quedar bien con diestro y siniestro. Aunque en este
mundo, según yo, había cosas que eran; mientras otras no. Los
sentidos no nos pueden engañar, como afirman algunos que prefieren
ignorar el panorama general para no verse envueltos en problemas,
rechazados o con sus sueños frustrados por haber hablado de más
sobre un tema polémico. Las personas se habían vuelto cobardes,
sabían lo que era correcto, pero no lo reconocían abiertamente. Más
temprano que tarde, la verdad comenzó a convertirse en un tabú.
Lamentablemente, Valentino perdió muchas cosas tras ese
incidente. Él tenía una banda llamada El Castillo de Colibrí, donde
tocaban indie pop, con leves influencias post punk. Se habían hecho
levemente conocidos en todo el país, en los escenarios under. El
mismo Port solía organizar eventos de oscura psicodelia, llamados La
Gran Ramera, donde tocaban bandas de este tipo e incluso se hacían
shows de sadomasoquismo en vivo. Fue un personaje bastante popular
dentro de su esfera, hasta que comenzaron las acusaciones.
En un mundo demencial que solo hace caso de los rumores, no se
puede esperar un trato justo. Su reputación quedó manchada para
siempre entre las mujeres habituadas a asistir a los eventos que

205
organizaba o consumir el arte por el cual se desvivía, hasta sus
compañeros músicos, terminaron por darle la espalda descaradamente.
A ningún negocio o emprendimiento, sea artístico o del rubro
financiero, le conviene tener a un tipo funado —acusado— con el
sistema de reputación, que en aquellos años estaba dando sus primeros
pasos. Las redes sociales de entonces no impedían que cualquier
desquiciada subiera una fotografía tuya con un testimonio, acusándote
de malas prácticas. Para un hijo de puta que lo hacía, seguramente era
el tipo de justicia merecida ¿Pero qué pasaba con los inocentes si solo
bastaba un testimonio de cualquier non humano haciéndose la víctima?
—Vale, me queda claro, pero esta de aquí se ve que es una mujer
normal, de aquellas que tienen un poco de vanidad en su interior; les
gusta que admiremos su belleza, aunque no por eso voy a ir a decirle
cochinadas, los primates que lo hacen no entienden nada de seducción.
Sahlins soltó unas carcajadas que me recordaban a unas focas
ahogándose, algunos comensales voltearon a verle. Sentí algo de
vergüenza. Cuando se calmó, bebió otro sorbo, se aclaró un poco la
garganta y agregó:
—Jamás he entendido a esos tipos que le tocan el claxon a las
mujeres en la calle, como si con un toque de sus bocinas estas les van
a entregar el coño.
—Claro, seguramente esperan algo cómo: ¡Oh, qué sexy es el
sonido de tu bocina, estoy cachonda, hazme tuya!
Nadia estaba cerca, escuchó el chiste, no pudo evitar soltar unas
risas. La miré, y asintió. Esa mujer cada vez me gustaba más.
—A idiotas así solo hay que ignorarlos —dijo Sahlins—.
Recuerdo que mi bendita madre una vez le dio una golpiza a un tipo
que le agarró deliberadamente el culo; como si una foto y un
testimonio de dudosa veracidad fueran a cambiar algo.
—Avanzadores, mi amigo.
Pedimos la cuenta. Mateo debía regresar a la Universidad, me
despedí de él. Nadia salió un momento a echar unos cartones a la

206
basura, le di las gracias por la atención. Tomé la decisión de volver allí
todo el mes que me quedaba para terminar mi investigación, debía
conseguir el número de aquella muchacha a como dé lugar.
No obstante, no la volví a ver hasta pasados algunos años.

207
11. Anomia

Turno de noche en la fábrica de comida para gatos Felinasty, una de


las mejores y más nutritivas opciones que podías considerar para
minino. Joaquín era el técnico encargado de suministrar las dosis de
proteínas extraídas de huesos de vacuno, pollo, harina de pescado,
entre otros. Su función era simple, apretar un par de botones y las
máquinas hacían todo por él, como era de esperarse en cualquier
trabajo del renacimiento tecnológico, como le llamaban a la nueva era
liderada por la nueva confederación europea.
Lo lamentable en el caso de este funcionario, era que su afán por
la pornografía en realidad aumentada superaba con creces cualquier
sentido de la responsabilidad, por lo mismo, lejos de preocuparse en
demasía por sus funciones, la mayor parte del tiempo se la pasaba
conectado al Dreamlike VR, un dispositivo de realidad virtual con una
vitrina salomónica de bellas damiselas para saciar el placer y la
soledad. Dicha tecnología en cuestión fue una auténtica revelación,
pues los sensores de la banda de sueños se conectaban a puntos
estratégicos que permitían influir en los sentidos. En términos simples,
era un emulador de situaciones peligrosas, adrenalínicas y eróticas —
dependiendo si era un juego de acción o para adultos—; podías oler,
escuchar, tocar y sentir todo lo que esas bellas pero indecentes damas
podían hacerte.
Joaco se encontraba solo en las instalaciones, optaba por hacer
turnos extra y así poder comprar el contenido descargable del Templo
del Placer —nombre de la aplicación— que normalmente eran
famosas que prestaban sus facciones para ser transformadas en esas
proyecciones virtuales con el fin de ser usadas por cualquier

208
degenerado. El próximo era la actriz que representó a varias súper
heroínas, una pelirroja de infarto con unas curvas que solo pudieron
ser dibujadas por una naturaleza que buscaba despertar los deseos más
oscuros de los hombres.
Aunque en el caso del Templo del Placer, había para todos los
gustos; hombres, mujeres, animales, niños, cadáveres, objetos
mecánicos; realmente no había límites. Existía otra sección dedicada a
toda clase de parafilias entre las que se incluía el simulador de dolor
—perforaciones testiculares, mutilaciones genitales, etc—.
Se podría decir que nuestro Joaquín era un tradicional, se
conformaba con mujeres, jovencitas o maduras, daba igual. Esa noche
mientras se hacía la Purina Gatofeliz, que demoraba aproximadamente
15 minutos en mezclarse antes de verter las proteínas, alcanzaría a
tener un rapidín con alguna fémina del amplio harem virtual.
Esta vez escogió una universitaria coreana de piel marfil y un
cuerpo delgado, era un tributo vivo a las muñecas americanas con sus
formas perfectas.
La Purina había comenzado a hacerse en la gran maquinaria, el
proceso era similar a hacer pan, aunque este en especial era bastante
malo. La gente pagaba por dar basura a sus animales y no estaban ni
enterados. Dicho alimento era el equivalente a los suffles, mezclados
con toda clase de saborizantes y pseudoproteínas, porque seamos
honestos, a este lado del mundo ya no quedaba casi ningún compuesto
natural: tanto la carne de vacuno como la de pescado se hacían en los
laboratorios con células madre de dudosa procedencia e inciertos
efectos secundarios a largo plazo.
Joaco activó los receptores sensoriales de su banda mental. La
coreana lo saludó efusivamente, dentro del rol ella era una estudiante
en problemas y él un profesor; ya saben, la muchacha tendría que
hacer algún trabajillo para poder aprobar el semestre.
Quedaban diez minutos para que Joaquín presionara los botones.
Solamente en eso consistía su trabajo.

209
Optó por encender un canuto de marihuana dentro de la realidad
virtual. ¿Quién no ha soñado que se droga y el cerebro libera toda
clase de sustancias para simular un efecto bastante real? Así era esto,
sentías todo, podías experimentar toda clase de placeres sin vivirlos;
los soñabas, pero la liberación de hormonas y neurotransmisores era
inevitable.
Comenzó a besar a su compañera, que lentamente llevó sus
manos a sus muslos y acarició su miembro. Se ponía cada vez más
duro.
La cosa iba a durar más de la cuenta.
Cinco minutos. Los botones esperaban.
La chica se puso de rodillas, besando con sus labios rosados el
miembro virtual de Joaquín.
Dos minutos.
El efecto de la marihuana y la felación virtual lo habían llevado
hasta el mismo nirvana. El tercer cielo había quedado pequeño para
retener el orgasmo inminente.
Treinta segundos…
La alarma de aviso comenzó a sonar pero Joaquín la apagó
instintivamente.
Ahora dos alarmas explotaron; en la fábrica y dentro de la
simulación.
—Un minuto de retraso, la receta debe ser desechada o de lo
contrario podría causar efectos imprevistos en el excremento de los
gatos. Peligro, un minuto y treinta de retraso, la receta debe…
El funcionario, enojado, abrió rápidamente las cámaras dentro del
simulador virtual y presionó los botones en el orden que la demencial
rutina de veinte años haciendo lo mismo le habían enseñado. Pero no
escuchó las advertencias del roboind, asistentes industriales con gran
capacidad de gestión.

210
Cerró rápidamente las cámaras en el simulador y se entregó a los
últimos minutos de placer con su coreana favorita, sin darse cuenta
que su irresponsabilidad traería graves consecuencias para el mundo.

211
12. ¿?

Las puertas de la espaciosa y elegante sala se abrían al tiempo que se


activaba la iluminación, de una intensidad tenue para no perder el aire
a misticismo. El cielo era una cúpula de cristales con el exquisito
grabado de las constelaciones más famosas con una elegancia que
rivalizaría con el mismísimo palacio de Versalles.
Al fondo de la mesa nos esperaba El Gerente, un misterioso
hombre que aparecía para las reuniones importantes, era uno de los
principales asistentes del Canciller, si no el más importante.
—Caballeros, sean bienvenidos, tomen asiento, por favor.
La elocuencia de aquel hombre era abrumadora, y la elegancia
con las que emitía esas palabras, evocaban un placentero escalofrío en
nuestras espaldas, eso sin contar que era el hombre más bello que haya
visto nunca.
Cuando todos nos ubicamos en nuestros lugares, encendió el
proyector holográfico con un chasquido de dedos. La nanotecnología
era brillante. Una pantalla se dibujó sobre la pared, atrás de su asiento
en la cabecera.
—Como bien saben, hoy se conmemoran cinco años de la
desaparición de los últimos instigadores anarquistas en suelo
sudamericano, específicamente en Chile —indicó en un mapa que se
fue acercando hacia la zona lacustre de La Araucanía—. El poblado
independiente de Kropotkin, como se hacían llamar, fue totalmente
destruido por los ejércitos leales a la nueva república del país, que
llegó al poder tras la guerra civil.

212
Se paró de su asiento y caminó lentamente alrededor de la mesa,
explicando con la maestría de un viejo docente los espectaculares
acontecimientos.
Resulta que por el año 2047, un millonario ingeniero solar,
llamado Boris Goeppinger, decidió vender todas sus empresas de
investigación para comprarse mil hectáreas de terreno en la zona
lacustre y se fue a vivir como un campesino de la edad colonial. Se
aseguró un pozo de agua y algunas vertientes naturales. Pero el necio
hombre cometió el grave error de predicar, como un misterioso
evangelio, este nuevo estilo de vida que había leído en un viejo libro
recomendado por su profesor favorito, en su época de estudiante en un
liceo desaparecido; conoció una esposa y tuvo hijos; la familia de su
esposa convino en irse a vivir a sus tierras, luego se le unirían otros
pobladores, atraídos por la leyenda de una nueva tierra prometida que
germinaba sus raíces.
—Probablemente, hartos de la vida cotidiana, de la violencia y
perversión en las ciudades; nuestros queridos amigos tuvieron la
impertinente ocurrencia de volver a los campos, pero no habría sido un
gran problema si fuese gente poderosa como Goeppinger, pues ellos,
tarde o temprano vuelven al axis, al núcleo, los hijos pródigos de la
modernidad enloquecen con el exceso de silencio y tranquilidad. Más
aún si deben trabajar para obtener su propio alimento. Sin embargo,
estos eran distintos.
»Las mil hectáreas pronto comenzaron a llenarse de viviendas
ecológicas. Boris invirtió una gran cantidad de dinero en paneles
solares que entregaban una fuente más que suficiente a la pequeña
aldea que con el paso del tiempo, experimentó un crecimiento sin
precedentes. Muchos le apodaban, el poblado de Kropotkin, otros, más
osados, le bautizaron como La tierra prometida. La agricultura volvió
a florecer, y no sé de dónde demonios sacaron semillas sin
intervención, sin la variante comercial Pseudus, que garantizan el

213
monopolio eficaz de frutas y verduras por parte de nuestras firmas
empresariales.
A través de la presentación, El Gerente nos mostró algunas
fotografías donde se veía el poblado de Kropotkin, los habitantes
vivían en cabañas rústicas con bastante espacio para cultivar la tierra y
criar algunos animales. Los habitantes se veían felices y saludables; un
derecho que no podían tener y que debía ser arrebatado a como de
lugar.
El gerente apretó el puño y golpeó la mesa, agregando:
—¡Miserables ingratos! ¡La verdadera tierra prometida es la que
Friedrich y Salvador han tratado de sacar adelante con polvo, sudor y
sangre ¿Y así se lo pagaban? ¿No entienden que el status quo debe
mantenerse para que el poder siga cayendo en personas pertinentes?
Boris claramente no era uno de ellos. Incentivó a la plebe a separarse
del sistema si no podía contra él ¡Por la vía pacífica!
»A cualquier inepto que le preguntaras, te decía un sermón del
tipo: “el ser humano solo necesita agua, comida y calor” ¡Ni
Balmaceda ni Allende se atrevieron a escupir de esa manera al
verdadero progreso de la raza humana!
Cambió las imágenes y ahora se podía observar el poblado en
ruinas, donde hasta los cadáveres habían sido pulverizados.
—Aquí radica la importancia de controlar los medios de
comunicación. Escribir un buen guión requiere ingenio, así que el
pobre anciano de Boris, fue acusado de montar una secta religiosa con
abusos sexuales incluidos, además de narcotráfico y atentados
terroristas a empresas de prestigio que se estaban instalando en la
zona. Naturalmente todo era falso, pero ya saben, repite una mentira
las veces que sea necesario y la multitud la creerá ciegamente —El
Gerente desamarró su cabello dorado y lo dejó caer sobre sus hombros
gráciles, su mirada gris pareció encenderse y su tez blanca parecía
brillar al filo tenue de la luz pastel—, ya lo hicimos antes con otros
negocios rentables.

214
—Como el aborto —dijo uno.
—Naturalmente —contestó él.
—O como la idea de la posthumanidad, donde realmente no hay
límites para placer alguno.
—Me emociona vuestra perspicacia, mis señores, la
posthumanidad es la idea definitiva para que el capitalismo llegue a su
punto máximo. Algo que un viejo profesor de universidad llamaría:
post neoliberalismo. La mayoría de los placeres más intensos estaban
encerrados en el fondo de un cofre de prejuicios. Ustedes mismos a
veces quieren la compañía de una señorita con sorpresa. ¿Y por qué
alguien debería juzgarlos por eso? O tal vez una jovencita, en la flor de
la adolescencia… o quizás antes, como los fofos juguetitos del
emperador Tiberio; lactantes que todo se llevan a la boca por
curiosidad.
Hubo algunas risitas cómplices, incluso yo tuve una erección al
imaginarlo.
El placer definitivo era algo de lo que podían gozar solo los
poderosos, porque no serían cuestionados por nadie. Hasta que alguien
notó que la mejor manera de controlar a la población, era hacerlos
creer que necesitaban de aquella enorme despensa de fantasías a la que
los ricachones tenían acceso.
Tras la desaparición del poblado de Kropotkin, se comprobó que
la humanidad odiaba a quienes rechazaban su estilo de vida, pues les
generaba incomodidad, lo sentían como un dedo acusador, molesto y
cruel. Con ello La Confederación sentó las bases para eliminar
cualquier ideología ajena a toda la agenda impuesta por nuestras
esferas de poder: el negocio del aborto ya tenía más de un millón de
sucursales médicas en suelos latinoamericanos, la tierra perfecta junto
a África, donde sus habitantes vivían como auténticos animales,
persiguiendo con su débil instinto toda clase de satisfacciones
inmundas. Luego, la teoría posthumana penetró profundamente en los
dormidos cerebros de la gente, tolerando todo tipo de deseos

215
extravagantes, dejando fuera algunas parafilias demasiado grotescas
incluso para ellos, pero debía bastar por el momento, a pesar de todo
fue un avance sustancial en amplias materias.
El Gerente cambió las diapositivas hasta llegar a los gráficos de
crecimiento y comparativas con la influencia ideológica masificada a
través de la cultura para explicar los índices estadísticos, puso un
mechón de pelo dorado tras sus enormes orejas casi puntiagudas y
expresó:
—Entre el año 2010-2050, el uso de preservativos se ha reducido
en un 98,2% en paralelo al aumento de publicidad referente a los
temas de sexualidad libre, no discriminación de las infecciones con el
argumento de que en realidad son otras formas de vida que deben ser
respetadas e incluso compartidas con otros seres humanos; después de
todo según la idea posthumana, nosotros no somos más que espíritus
libres encerrados en cuerpos dolientes.
El obeso multimillonario, dueño de la cadena económica más
importante de La Confederación, que en ese momento se sentaba
frente a mí, escupió su copa de vino de una inmensa risotada y añadió:
—¡No sé cómo lograron tragarse ese cuento tan absurdo!
—Se han comido peores, Pseudus, como que las drogas en
realidad activan las esferas de conciencia superior para estar en
armonía con el universo y atraer cosas positivas a sus vidas —comentó
el brahmán Pharma Tulín, principal precursor del posthumanismo
hindú, que era la misma mierda pero son algo de parafernalia hinduista
y vegana.
—O cómo olvidar cuando el incesto pasó a ser una actividad
regular para estrechar lazos familiares solo porque hicimos famoso a
ese post-trapero drogadicto de Colombia y su éxito «Culea con tu
madre, culea con tu padre, culea con el perro…» —explicó Sony
Espotif, el magnate tras la industria musical.
El Gerente cogió una copa de vino, que acarició suavemente antes
de aspirar el intenso aroma de la uva recién exprimida. En esa, una de

216
las tantas mansiones de nuestra sociedad, era uno de los pocos lugares
donde se podían obtener uvas reales gracias al trasplante de suelos.
Aunque el Valle del Elqui, sitio de donde provienen los mejores vinos
del planeta, ya era propiedad de George Pseudus, quien no tardó en
inventar la pseudouva para que el verdadero vino solo pudieran
disfrutarlo los más fuertes e inteligentes del mundo, nosotros.

217
12. Brandon

No fue complicado encontrar al renombrado socialité Robinson


Moldres Valaran, cuyo apodo en el submundo era «El venéreo». Su
reputación estaba ligada indefectiblemente al mundo del espectáculo,
la moda y los placeres sensoriales. Como nunca frecuenté ni me
llamaron la atención esos lugares, ni las redes sociales y toda esa
mierda que ahogaba a las personas en la actualidad, era un total
desconocido para mí.
Araucanía Forestal había sido un lugar aburrido hasta su llegada.
Desde su fundación, la capital temuquense no había dejado atrás todos
esos absurdos tabúes que giraban en torno a cómo cada non-humano
debía vivir su vida.
Los naturales de la región, clasificados despectivamente como
unos indígenas embriagados de una vieja borrachera ancestral,
tampoco ayudaban a que este sucio rincón al sur del mundo alcanzara
el estatus de ciudad moderna. No es algo que comparta, realmente,
pero los gobernantes de aquel entonces llegaron a esa conclusión,
aprovechando el caos que una guerra civil recién culminada generó
sobre estos territorios.
Los vástagos de la totaldemocracia no mostraron clemencia,
usando de pretexto el supuesto atentado a un colegio rural donde niños
perecieron bajo las llamas. Se movilizaron tropas y un gran operativo
que incluía la vuelta de los caza recompensas; por cada indio
asesinado, se podía cobrar un buen dinero y una jugosa bonificación
por si era una mujer embarazada; se había impedido que las ratas se
reprodujeran, eso merecía premio doble.

218
A grandes rasgos esos fueron los cimientos del actual distrito.
Antes de que llegaran las forestales ambulantes. Enormes montañas
voladoras que literalmente engullían los bosques. Venían por
temporadas, cuando los sucedáneos de árboles nacían sobre el antiguo
parque Cerro Ñielol, donde solía haber un hermoso bosque nativo.
Hace poco, una empresa privada, alemana, había comprado los
derechos, convirtiéndolo en una plantación de pseudo-árboles. Con
ayuda de células vegetales programadas, lograron simular bosques
falsos, no estaban vivos, pero generaban una sustancia parecida a la
madera, con la que se podían crear varios materiales de construcción.
Todo, eventualmente se iba exportado y aquí quedaba la mierda.
No pasó mucho tiempo, la gente comenzó a quejarse. El primero
de ellos fue un anciano que había crecido en ese parque. Se quemó a lo
bonzo como protesta. El vejete ya estaba pedido desde el más allá,
poco importó su muerte. Luego siguieron los ecologistas radicales,
cuyo falso mesías era un tipo que solía pasearse Temuco, semidesnudo
y con unas ramas de araucaria coronando su cabeza; falsas,
obviamente, las araucarias desaparecieron cerca del 2034, infestadas
por un extraño hongo.
Despertar al monstruo del descontento social no era muy buen
negocio para los nuevos gobernantes. Se dio aviso al primer ministro
de los distritos sureños, que apodaban «El Virrey», quien a su vez
envió algunos correos electrónicos a sus superiores en el Viejo Mundo,
culminando en el más grande proyecto de modernización que se haya
visto en la Araucanía ¿Por qué esta tierra era tan importante?
Fue en el marco de esta nueva era que comenzaron a aparecer
personajes como Robinson. Nuevos antros con todas las regalías de la
modernidad: discotecas con ninguna clase de límite moral, prostíbulos
de realidad virtual aumentada, tugurios atendidos por rústicos robots
humanoides discontinuados pero que aún funcionaban, robomeds
asistentes en todos los hospitales de la región, nuevas especies de
licores y drogas legales para todos.

219
Los socialité e influencers jugaban un rol crucial en la
organización de estos eventos, ya sea público o privado. Eran agentes
y productores, buscaban talentos en todas las áreas artísticas posibles,
ajustando engranajes, ligando vidas, sueños, esperanzas y placeres al
mejor postor.
Moldres tenía a su disposición una de las discotecas non-humanas
más populares de la región —solo superada por el bar Sodomía—, un
glamoroso edificio subterráneo, en calle Montt. En su portal, el tétrico
y sensual escaparate: Serpens, era la discoteca de sexting mejor
calificada, allí asistían todo tipo de especímenes a diario, buscando
aquella porción de placer, con la esperanza de ser amados por una
noche y olvidados al día siguiente.
Sin embargo, no encontraría al susodicho a esas horas. Le pedí a
Garnica por SMS —una técnica preventiva con teléfonos obsoletos
modificados—, que me enviara la dirección de su casa, que debía estar
en algún barrio exclusivo.
Efectivamente.
Se encontraba en el Barrio Magna Victoria, a unos veinte minutos
del axis temuquense. El tráfico no estaba tan jodido como en otras
ocasiones, encendí un tabaco enrolado previamente por Séfora, quien
se había encargado de tirar las viejas cajetillas de Magnum, mi marca
de cigarrillos predilecta.
—Es basura, no quiero que luego tengas problemas de erección o
termines con cáncer terminal —argumentó.
Conduje un par de cuadras, ayudado por el piloto automático. Lo
bueno de estos asistentes es que podías beber o fumar mientras querías
llegar a algún sitio, similar a tener tu propio conductor.
El lugar era un condominio. El guarda con aspecto de oso panda
escaneó mi chip de identificación. Me pregunté cómo reaccionaría un
gordinflón como ese en caso de un asalto violento: cagándose encima,
sufriendo un ataque al corazón o simplemente quedándose dormido sin
enterarse de nada.

220
—¿A quién busca?
—Al señor Robinson Moldres.
—¿Motivo de su visita?
—Negocios.
—Apartamento 669, el único rosado de la cuadra, no será difícil
encontrarlo.
Y tenía razón, en aquella cuadra no habían más de seis viviendas,
gigantes, una en frente de la otra; aunque dentro de ese sector, existían
los llamados micro-barrios, por lo que cada uno tenía su propia entrada
con vigilante privado —seguramente todos igual de gordos—: según
me enteré después, los separaban por rubro; los políticos en un lado,
los non-humanos del espectáculo y vendedores de drogas en otros y
así.
La casa de Moldres era hermosa, pero con un rosado
excesivamente brillante. Aparqué el coche frente a su jardín, con
arreglos florales discretos y muchos detalles de jardinería post
moderna. Este personaje al parecer gozaba de gustos finos y
extravagantes.
Llamé al timbre, un asistente robótico me dio la bienvenida y las
puertas se abrieron. En sitios así, el guarda avisaba previamente que un
invitado había solicitado entrevista con el propietario, si este aceptaba,
el robot mayordomo te dejaba entrar.
De lo poco que pude averiguar de Moldres, es que era un hombre
con mentalidad de tiburón y no dejaba pasar la oportunidad de un buen
negocio, fue mi llave de ingreso a su pequeño palacio.
El recibidor era un gran habitáculo coloreado de un rosa claro, los
focos de las luces blancas le daban un toque cálido. Al rato salió una
mujer muy hermosa, llevaba una túnica negra, apretada, pantalones de
cuero y botines de tacón alto. Tenía un rostro delicado, facciones
tersas y agradables, labios cubiertos de un labial color miel
transparente, ojos grises como una mañana de invierno cubierta por la
niebla, maquillaje egipcio contorneando sus grandes ojos.

221
No suelo ser un casanova, pero de haber estado soltero,
seguramente habría invitado a la extraña sirvienta a una copa y que sea
lo que dios quiera.
Aunque no lucía como una, demasiado glamour. ¿Una prostituta,
o dama de compañía, tal vez?
Estaba claro, Robinson tenía exigencias exquisitas.
—Buenos días, detective ¿En qué puedo ayudarle?
Le eché una última mirada a su esbelta figura, no tenía mucho
pecho, pero eso no era problema para mí.
—Busco al señor Moldres, necesitaba atender unos asuntos.
—Oh, ya veo, ya veo. Por favor, acompáñeme por acá.
Entramos al salón de invitados, un gran sillón de cuero y pieles
color rosa rodeaba una mesa de marfil del mismo color en una
tonalidad menor. Me pareció que estaba en la casa de Barbie o algo
así. Las paredes de esa habitación eran blancas. Al fondo, había un
mini bar con toda clase de licores, y sobre él, un retrato donde aparecía
una mujer utilizando los típicos trajes formales de principio de los
años 2000. Tenía cierto parecido a la mujer que me recibía en ese
momento.
La extraña caminó hacia el mini bar y extrajo unas copas, luego
preguntó:
—¿Le gustaría beber algo? Me da la sensación que usted y yo
estaremos algún tiempo aquí. En ese caso es mejor tener a la mano una
copa de un buen licor para remojar la garganta y aclarar las ideas.
—¿Es que el señor Moldres no…?
—Soy yo —río.
Sentí algo de vergüenza por haber estado fantaseando con una
persona del mismo sexo que el mío.
—Es curioso —dijo—, usted parece ser la primera persona que no
me conoce de nada, a pesar de que aparezco con regularidad en
diarios, en la televisión, en la publicidad…
—No ocupo redes sociales.

222
—Entiendo. Por favor, póngase cómodo.
Me senté en uno de los amplios sillones de cuero, eran cómodos,
ni si quiera sentías tu cuerpo al estar desparramado sobre sus cojines.
—Vino, jerez, whisky… hay de todo un poco —indicó.
—Un whisky estaría bien
—¿Escocés o irlandés?
—Escocés.
Moldres trajo las copas, eran elegantes, tenía cubos de hielo
fosforescentes con forma de calavera.
—¿Quién es la mujer del retrato? estoy seguro que la he visto
antes en algún sitio —pregunté.
—Es la foto de la mujer que me trajo al mundo.
—Creí que usted era adoptado
—El dinero te da ciertas herramientas. Averigüé por todos los
medios quién era mi madre biológica. Me gustó su aspecto,
seguramente la belleza es hereditaria ¿no lo cree?
—Es muy guapa.
—Eso no impidió que entregara a dos hijos suyos a las crueles
calles de la vida moderna —bebió de su copa, luego sacó un frasco de
pastillas de su túnica y se echó dos a la boca, las tragó con más alcohol
—. La belleza es extraña, sabes; nadie pensaría, al verle, el demonio
que gobierna sus acciones.
En su tono de voz se percibía cierta nostalgia y una rabia
reprimida muy bien camuflada. Si no fuera por mis exhaustivos
estudios de psicología social y criminal, aquel comentario habría
pasado desapercibido.
—¿Por qué conservas su fotografía si la odias tanto?
—Oh, no, no me malinterprete… creo lo mismo de todos los seres
humanos. Usted y yo no somos diferentes a ella. Al fin y al cabo, de
no ser por esa decisión, yo no estaría aquí, viviendo a costas de un
negocio tan rentable como el placer, que nunca se sacia ¡Es una mina
de oro! ¡Ja, ja, ja!

223
Hubo un breve silencio incómodo.
—Supongo que viene por lo de Marla —dijo finalmente.
Asentí.
—Mi queridísima Marla, era como una hermana para mí, pero
estaba un poco chiflada. No la culpo. Casi todas las pobres almas que
terminan en un orfanato, en especial ese, caen en los oscuros abismos
de la locura o del nihilismo —se estiró sobre el sillón de cuero que
estaba frente a mí, su figura me seguía pareciendo muy femenina.
—¿En especial ese?
—Detective Peña, parece usted una persona muy perspicaz y el
viejo asqueroso del director no es para nada discreto en sus andanzas.
Es un secreto a voces que utiliza a todas las muchachas como sus… ya
sabe.
—Lamentablemente no hay nada ilegal en lo que hace. La justicia
actual entiende que como él se encarga de darles techo y comida, las
desamparadas chicas deben agradecerle de múltiples formas, entre
ellas, entregando esa dosis de erotismo que cada ser humano necesita.
Moldres se cruzó de piernas, llevaba unas medias oscuras y al
parecer se depilaba muy bien, parecían incluso más tersas que las de
Séfora.
—Eso no tiene que explicármelo, conozco bien el mundo del
placer. Algún día le contaré la historia de cómo pase de ser un niño
dedicado a la prostitución a un importante socialité de esta asquerosa
ciudad. Pero antes, supongo que tendrá algunas preguntas.
—Un muchacho de apellido Copete me dijo que usted y Marla
eran muy buenos amigos ¿qué podía decirme de su personalidad?
—Ah, si. El jovencito que fingió ser de género fluido para
trabajar de guardia en un recinto de mujeres. No previó que su estadía
iba a estar condicionada por el nivel de felaciones que debía aplicarle
al anciano de vez en cuando. Sí, también le gustaban jovencitos. Y sí,
también me tocó.

224
»Marla era una buena muchacha, pero no quería a ese hijo, de eso
estoy seguro. Necesitaba evitar por todos los medios que algún ser
tuviera que sufrir lo mismo que ella, más si estaría marcado por esta
especie de neo esclavitud amoralista.
—El enfermero de turno y la obstetra a cargo de su parto decían
que Marla se aferró a su bebé hasta el último instante, quería
protegerlo de algún peligro que solo ella presentía.
—Del viejo, seguramente, y la bruja de su esposa, o lo que sea.
Robinson se puso de pie y caminó hasta el cuadro de su madre.
—Mire, detective, ella y yo mantuvimos contacto. Fue como una
hermana para mí. No recuerdo a mi otra hermana, la de sangre, se fue
cuando yo tenía tres años y el orfanato por alguna razón perdió los
datos de su adopción ¿qué conveniente no? Siempre he pensado que
está muerta, o que al viejo se le pasó la mano en una de sus vomitivas
orgías. El caso es que Marla ocupó ese lugar, y vino a mis varias veces
buscando ayuda para practicarse los abortos, hace unos años, cuando
todavía no era legal: ahora lo es, pero cuesta un dinerillo.
—Tenía las esperanzas de que me contara algo sobre su pasado.
En Araucanía Forestal están ocurriendo cosas muy turbias, y creo que
la desaparición de su bebé está conectada a un caso mucho más
profundo, pero para eso, creo que debo conocer un poco más sobre
esos episodios tan difíciles de Marla.
—Entonces le ofrezco un trato, ahora mismo no tengo mucho
tiempo, pero si gusta, puede venir esta noche a la fiesta que organizaré
en Serpens y continuamos con nuestra cháchara. Le daré un pase VIP a
usted y a algún acompañante, seguramente un joven apuesto como
usted tendrá novia.
—Sí.
—¡Perfecto! ¡Los espero entonces! Ahora, si me disculpa…
—Está bien, nos veremos en la noche.
Ya eran las 19:00 h. El humo ya cubría en su totalidad el cielo.
Las luces difuminadas de vehículos y semáforos se veían a lo largo del

225
horizonte mientras conducía a casa. Había muchos detalles que revisar,
la historia se estaba enredando más de lo que pensé.
II

226
13. Raimundo

Una noche más en la ciudad, de fondo se podían oír los antros a tope
como era de esperarse en la víspera de fiestas patrias. Llegaba algo
tarde para el show pero siempre se dilataba el inicio, los músicos no
eran puntuales y los organizadores de eventos tampoco, salvo la vez
que el brote de súper meningitis viral nos tuvo en cuarentena por
varios meses; desde la Covid-19 que aparecía una pandemia tras otra,
cada una más rara y con el origen más absurdo que la otra.
Eran las 21:00 h. La tocata comenzaba a las 22:00, quedaba algo
de tiempo todavía.
Aquella mañana, apenas pude huí de casa. Los gritos
escandalosos de mis padres me habían despertado. Desde hace tiempo
que el matrimonio pendía de un hilo; su vida sexual estaba totalmente
seca debido a la etapa menopáusica de mi madre, por lo que mi papá
debía recurrir a prostitutas cuando iba a sus «viajes de negocios», que
en realidad eran rutas que hacía en su camión mediano, rumbo a la
zona central, donde traía grandes cargamentos de fruta para ofrecerlos
en la vega de Araucanía Forestal.
Nuestra querida familia estaba compuesta por tres hermanos, dos
varones y una mujer. El mayor se fue a los dieciocho años de casa,
aunque de niño logré comprender sus motivos; a ellos les tocó una
etapa incluso más dura, donde mis padres eran abiertamente infieles y
negligentes, al punto de llevar a sus amantes a casa. En el caso de mi
madre, no le importaba fornicar con sus amoríos en la habitación de al
lado mientras mis hermanos escuchaban todo sin lograr comprender
gracias a ese velo de inocencia que tienen todos los niños. Mi
hermana, la que seguía, solo consiguió embarazarse de dos patanes,

227
trayendo al mundo a el mismo número de hijas; una de cada uno. Mi
padre encontró en su nieta menor un motivo para seguir manteniendo a
la familia unida, aunque la niña había sido tan malcriada por su
incompetente madre soltera, que cada vez que venía a casa se armaban
peleas. Esa vez no fue la excepción.
—¡Te he dicho millones de veces que no traigas a esa cabra de
mierda a dormir! ¡De nuevo se meó en mi cama! —gritaba mi madre,
histérica.
—¡Y qué si la quiero traer? ¡Yo no digo nada por el vago que
tienes durmiendo y comiendo gratis en esta casa, anoche de nuevo
llegó borracho!
Por la forma de hablar de mi progenitor, deduje que se había
pasado de copas mientras asaba la carne.
Miré la hora, eran las 13.50 de la tarde, horario habitual para
iniciar mi día, pues yo era un animal de la noche, de los escenarios, de
la música y el arte; donde abunda el alcohol, la droga y el sexo
desenfrenado. Aunque a mi interés personal se reducía a mi pasión: el
piano.
—¡Y qué quieres que haga? ¡La otra vez le dije que buscara un
trabajo normal pero sigue con esos pajaritos en su cabeza, con que
algún día será famoso y toda esa mierda! ¡Además no estamos
hablando de eso, viejo maricón!
Mi cabeza daba vueltas, tenía una sed tremenda. Me levanté en
calzoncillos, las axilas me apestaban, esa primavera resultó ser
bastante más calurosa que las anteriores. Vi por la ventana de la
habitación trasera y como era costumbre, estaban en el quincho
ventilando sus problemas personales a medio barrio. Ya todos debían
saber que yo era un músico drogadicto y vago, pero me la pelaban.
Una motita de vez en cuando no hacía mal a nadie, me quedaba un
dinerillo extra para pagar las facturas, los vets no me sobraban pero
alcanzaban para que no abrieran el hocico. Supongo que habrán

228
patanes que ni eso hacen en sus hogares y son más consentidos que
uno.
Fui hasta la cocina y saqué una lata de medio litro de cerveza, mi
padre solía abastecerse bien para todas las fiestas absurdas que este
país nefasto celebraba: mucho alcohol y carne para hacer a la parrilla.
Se comía bien, aunque en todas las putas festividades pasaba algo y al
final todo se iba al carajo. No recuerdo ninguna donde lo hayamos
pasado en familia… salvo alguna lejana, cuando era niño, mis abuelos
estaban vivos y mis tíos no eran unos insoportables.
No me quedaría en casa ni de broma.
Esa noche me habían llamado para tocar el acordeón con una
banda de corridos mexicanos, que todavía eran muy populares entre la
gente. A pesar de que mi predilección era el mundo del metal y toda
clase de género experimental, no me ponía ningún límite ni frontera al
momento de tocar, a veces llegaba a tener hasta veinte proyectos
paralelos y tocando casi todo el mes, por el que obtenía un buen dinero
con el que podía mantenerme; no pagaba renta, no tenía hijos ni mujer,
así que no debía preocuparme tanto por lo demás.
Volví a la habitación mientras me tragaba el helado brebaje que
entró como un verdadero elixir a mi organismo. Saqué un par de
toallas y me metí a la ducha. El agua estaba bien fría, lo bastante para
el golpe energético necesario, una vez leí que te activaba de una
manera sorprendente e incluso a la larga te aumentaba la testosterona
—eso debía explicar la constante caída de cabello—.
Al salir, mi madre estaba llorando en el sofá.
—¡De nuevo vas a salir? ¡Claro, en esta casa está la cagada y el
lindo lo único que haces es disfrutar!
—El que puede, puede, má.
—¡Como no vuelvas con un trabajo decente mañana te vas de
patitas a la calle!
—¡Ya tengo un puto trabajo decente! ¡Soy artista! AR-TIS-TA
¡Qué parte de eso no se entiende? La concha de su madre.

229
Papá todavía estaba fuera, peleándose con sus anticuchos. Me
apresuré hacia la habitación para no tener que lidiar también con su
desagradable persona.
Me puse una tenida casual, se suponía que Danilo, el vocalista de
los corridos mexicanos, nos llevaría una tenida acorde, ya que su
familia administraba una sastrería de mucho prestigio en el centro de
Temuco. Obviamente el maldito judío lo descontaría de nuestra paga,
pero qué más daba, por lo menos algo me caía por tocar y eso a un
soltero como yo le caía como anillo al dedo.
Salí de casa escuchando las típicas reprimendas de madre,
esperaba que algún día diosito se auspiciara con un ataque al corazón o
algo, había escuchado esos gritos desde niño y honestamente ya estaba
harto, mejor sería que se fuera a descansar al mundo de los muertos.
Me dirigí a casa de Francisco, un viejo compañero de la escuela
que tenía toda clase de instrumentos. Como todo niño cuico, los
compraba pero no aprendía a tocarlos. Quedó de prestarme el acordeón
por aquella noche, después de todo jamás lo había utilizado.
Llame al timbre, salió su madre, que por cierto estaba muy buena.
Con cara de pocos amigos me miró de pies a cabeza y dijo:
—¿Si?
La muy perra me conocía, de niño siempre iba a jugar a su casa,
pero aun así me miró con desprecio.
—¿Estará Fran?
Su cara de disgusto se intensificó.
—Está durmiendo, porque él trabaja toda la noche —puso énfasis
en la palabra trabajar, como diciendo que él era un buen ciudadano que
aportaba algo a la sociedad y yo no.
—Si, bueno, verá; quedó de prestarme el acordeón por esta noche
y debo llevármelo ahora.
—Ah, chuta, lo iré a despertar entonces —respondió de mala
gana.

230
Al rato aparece Fran, un flacuchento de pelo largo y rizado, tenía
unas ojeras gigantescas. El tipo me caía bien, a pesar de ser cuico no
era desagradable y la verdad poco le importaba toda esa mierda de las
clases sociales y los supuestos privilegios que gozaba.
—¡Hola Rai! ¿Todo bien? Disculpa amigo, vi que me llamaste
varias veces al celular hace un rato, pero la verdad estaba zeta. Ayer
viajé a ver a mi novia y hoy entro tarde ¿vienes por el acordeón no?
—Así es, no te preocupes, debí recordarte antes para que por
último tu madre me lo entregara.
Aún en pijama, Fran trajo el hermoso acordeón italiano y me lo
entregó. No hizo ningún comentario sobre el cuidado obvio que debía
darle al instrumento, aunque para él era un juguete sin importancia,
pues en su habitación tenía toda clase de instrumentos

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14. Tristán

Al entrar al salón los muchachos estaban jugando a la guerrita de


papeles, pero a un nivel más sofisticado. Se las habían ingeniado para
adquirir gruesas ligas de caucho que amarraron a las patas de la mesa y
le otorgaron la función de lanza mochilas. Siempre que llegaba a mi
escritorio, los jóvenes, con ese instinto salvaje, no se percataban de mi
presencia hasta que comenzaba a carraspear, por alguna razón que no
alcanzo a comprender, me tenían aprecio, y eso era bastante raro en
esos días.
Antes de dar el primer aviso esperé con expectación donde iría a
dar la mochila de Correa, uno de los más desordenados del curso.
Como era de esperarse, le impacto la cara de lleno a Durán, un
chiquillo al que sus compañeros apodaban Chespirito, por su perecido,
pero una versión mucho más infantil y escuálida. El peso de la mochila
hizo que se fuera de espaldas, sus compañeros estallaron en una
carcajada al unísono.
El timbre sonó casi en una sincronización perfecta, los niños me
vieron y se ubicaron en sus asientos. La traspiración después de una
calurosa clase de educación física se podía notar en la densa atmósfera
que cubría la sala. Ubiqué a la ñoña del salón y le imploré un poco de
clemencia:
—Damaris, ¿Puedes abrir las ventanas por favor?
La chiquilla de rizos dorados fue tan diligente que se lo agradecí,
mi rostro de pancora debió ponerme en evidencia.
Me quité el saco y lo colgué de la silla. Busqué un marcador
digital y encendí la pizarra holográfica, juguetitos que habían llegado
gracias al patrocinio de La Confederación, para que los países de
tercer orden como nosotros experimentaran por un momento las
maravillas del desarrollo.

232
—Bueno muchachos, el día de hoy nos toca ver un tema bastante
denso, y aprovecho de recalcar que serán el último curso que
aprenderá estos contenidos en el sistema público, al terminar esta clase
espero que se den cuenta del por qué.
»Me parece que el ministerio aparte de ser cobarde, se han
transformado en unos chupamedias de primera, pero ese no es el caso.
Moví el marcador digital y enseguida la pizarra me mostró un
mapa en dos dimensiones de Europa.
—La última vez estuvimos viendo la revolución industrial
¿recuerdan?
—¡Síííííí!
—¿Alguien me puede recordar cuáles fueron las principales
consecuencias que caracterizan esta etapa?
Al principio nadie contestó, los niños son así. Los puedes ver
gritar todo pulmón en el patio pero cuando tienen que hablar frente a
una multitud se chupan más que un limón seco.
Damaris fue la primera:
—Profesor, anotamos que hubo un alto impacto tecnológico, al
haber más máquinas se podían crear más productos…
—Correcto, la gente tenía altas expectativas, creían que ya habían
llegado a la culmine del desarrollo: el hambre sería erradicado y ahora
el hombre podría vivir sin preocupaciones… ¿Pero qué pasó al final?
Correa levantó la mano para hablar, por muy desordenado que
fuera, tenía perspicacia e inteligencia:
—Los obreros terminaron siendo más pobres y miserables que los
campesinos.
—Como muy bien señalaron Damaris y Adolfo, el impacto
tecnológico fue brutal, mucha gente emigró del campo a la ciudad en
busca de oportunidad y resulta que al final no encontraron nada de
eso…
—¡Mira Jean Pierre, se parece a la historia de los haitianos! —
gritó uno.
—¡Ja, ja, ja!
—Por lo menos los haitianos trabajan igual, no andan pidiendo
limosna en la calle como los del distrito petrolero —le respondió el
muchacho de piel ónice.
—¡Uhhhhhh! ¡Qué dijo el otro?

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—¡Ya, basta! —grité.
Las risas ahogadas continuaban, este tipo de peleas eran
recurrentes, si bien todo se hacía en afán de broma, no faltaba el que se
picaba de más y lo solucionaban con unos buenos puñetazos. Desde
los últimos incidentes en colegios públicos, los estudiantes casi no
manejaban ningún utensilio que pudiera ser usado para atacar a otro,
además se habían implementado escáneres de calor y rayos X para
evitar la entrada de drogas y armas blancas. Parecía una cárcel, pero
era necesario, mucho más desde aquella vez que un estudiante degolló
a un profesor y llenó el cáliz de la misa con su sangre, robado
previamente para la ocasión; procedió a bebérsela al final,
descubrieron que estaba bajo los efectos de una droga desconocida.
Cuando hubo silencio, continué:
—Y es por esto que hoy les traigo a este señor.
La pantalla proyectó al barbudo Marx en su pose de intelectual
característica.
—Shaa profe, ¿Y pa qué nos muestra al abuelito de Heidi?
—¡Ja, ja, ja, ja!
—¿Se parece, verdad? —pregunté—. El caso es que este señor,
como tenía tanto tiempo libre, porque su esposa era la que lo mantenía,
se dedicó a estudiar este fenómeno. ¿Cómo puede tanta riqueza
generar tanta pobreza?
Reproduje el diagrama del obrero que trabajaba en una fábrica de
sillas, y les expliqué que a grandes rasgos, Marx descubrió que el
empleador, el dueño de los medios de producción, contrataba a un don
nadie que solo tenía su fuerza de trabajo para ofrecer. Con ello hacían
un trato, el obrero tenía que producir 100 sillas por día, pero resulta
que durante la faena este trabajador en realidad producía 500 sillas. El
dueño solo le pagaba por las 100, y el resto para el bolsillo.
—El medio robo, profe.
—Sí, mínimo debería ser mitad y mitad.
—Y eso que solo les estoy mostrando un ejemplo hipotético,
porque en a algunos lugares ni si quiera le pagaban en dinero, sobre
todo cuando las industrias comenzaron a llegar a Latinoamérica.

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